2010|es|10: El evangelio a los jóvenes: La formación de los discípulos

DÉCIMO TEMA

LA FORMACIÓN DE LOS DISCÍPULOS



Hace algunos meses hemos reflexionado sobre la vocación de los discípulos, por parte de Jesús: un llamado que constituye el parteaguas de su vida, estableciendo un “antes” y un después, que se prolonga hasta el final, sellado con la fidelidad “hasta la muerte”. Contemplemos ahora la vida en común de Jesús y sus discípulos.


El Señor les invita, no a aprender una doctrina, y menos aún a discutir académicamente sobre conceptos religiosos, sino a compartir su misión: su pasión por el Reino, el señorío de Dios-Abbá, que constituye el sentido de su vida entera.


Sin embargo, no se trata solamente de un “trabajo a realizar”, de un “hacer”, sino de ser, en lo más profundo, creyentes-discípulos-apóstoles. “Llamó a los que Él quiso, y vinieron junto a Él. Instituyó doce, para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar demonios” (Mc 3, 13-15).


La invitación a ser “amigos de Jesús” no los transforma inmediatamente, o en forma automática. Es consolador contemplar a quienes serán las futuras columnas de la Iglesia con todos sus límites, defectos e incluso pecados. El Señor inicia con ellos un proceso largo y en ocasiones fatigoso de formación, que no culmina ni siquiera con su muerte y resurrección, sino que lo llevará a plenitud el Espíritu Santo, desde Pentecostés: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16, 13).


Uno de las dificultades que Jesús encuentra en ellos en vistas al discipulado es su orgullo y el afán de poder. Mientras el Señor comienza a anunciar su futura muerte violenta, ellos discuten sobre quién es el mayor (cfr. Mc 9, 30-37). Un par de ellos, los hijos de Zebedeo, incluso se hacen acompañar de su madre, para que interceda por ellos: “Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha, y otro a tu izquierda, en tu Reino” (Mt 20, 21). Pero no son sólo ellos: “al oír esto, los otros diez se indignaron contra los dos hermanos” (v. 24). Jesús no condena este deseo, tan humano, de ser los primeros, sino que indica cuál es el verdadero camino para lograrlo: “el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mt vv. 26-28). No les resulta fácil entender que lo que cuenta en la vida no es ser servido, sino el servir...


En otras ocasiones, manifiestan intransigencia, típica de quien se siente “escogido” sobre los demás. Jesús los corrige porque han impedido a alguien hacer el bien en su nombre, sólo porque no era del grupo de los doce (cfr. Mc 9, 38-40). En otra ocasión, los reprende porque ante el impedimento de los samaritanos de pasar a través de su región, sugieren pedir fuego del cielo para que los consuma (cfr. Lc 9, 51-56). Probablemente de ahí surgió el sobrenombre de “Boanerges, es decir, hijos del trueno” para Santiago y Juan, su hermano (cfr. Mc 3, 17).


Ante estas debilidades humanas, Jesús muestra ilimitada comprensión, paciencia y compasión. Sin embargo, no transige en lo que constituye lo esencial del discípulo: la fe. La fe no es “negociable”. No le interesa tener seguidores incrédulos, como la multitud que le seguía, y que ante la “dureza” de sus palabras se retira (cfr. Jn 6): “Jesús dijo entonces a los Doce: ¿También vosotros queréis marcharos?” (v. 67). En el caso de un joven endemoniado, muestra fastidio al percibir que confunden el milagro en cuanto intervención de Dios con una acción casi mágica (cfr. Mc 9, 19ss. y par.). “¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle (al demonio)? Por vuestra poca fe” (Mt 17, 19-20).


Esta poca fe se manifiesta, igualmente, en la incapacidad de comprender lo que dice el Señor: tanto las parábolas (cfr. Mt 13, 10ss.), que luego pacientemente les explica, como sobre todo ante el anuncio de su futura pasión: “ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle” (Mc 9, 32). No es la actitud de quien simplemente no entiende, sino de quien se da cuenta que más vale no entender...


En una escena central de la vida de Jesús, en Cesarea de Filipo, les pregunta sobre la opinión de la gente acerca de él; pero luego les dirige la cuestión decisiva: “¿Y vosotros, quién decís que soy yo?” (Mc 8, 29): no basta estar enterados de lo que los demás dicen o creen: nada sustituye la opción personal de fe como confianza en el Señor Jesús y adhesión a Él.


Esta falta de fe, que se concretiza en no querer aceptar el plan de Dios, llega al extremo nada menos que de parte del jefe del grupo apostólico, Simón Pedro, a quien Jesús, momentos después de haberlo felicitado (cfr. Mt 16, 17-19), le increpa con la palabra más dura que jamás utilizó: “¡Quítate de mi vista, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mt 16, 23; Mc 8, 31-33). Hay situaciones ante las cuales no se puede transigir, porque en ellas está en juego la esencia misma del discipulado y del “ser de Cristo”.


Todavía no hemos “tocado fondo” en la debilidad de los apóstoles. Los evangelios no nos ocultan la actitud más lamentable de su discipulado: el abandono cobarde del Maestro la noche de su aprehensión, incluyendo la vergonzosa triple negación que Pedro hace de Jesús.


Sin embargo, aun en la noche oscura de su huída y de la negación no se apaga del todo la pequeña lucecita que arde en el corazón de los apóstoles: su amor a Jesús, que lleva a Pedro a “llorar amargamente” (cfr. Mc 14, 72) y que, después de la crisis de la muerte de cruz, les permitirá encontrarse con el Señor Jesús resucitado y, con la fuerza del Espíritu Santo, “ser sus testigos hasta los últimos confines de la tierra” (Hech 1, 8). Poco sabemos de su vida (de algunos de ellos, prácticamente casi nada), pero sí lo más importante: que fueron fieles al Señor, que vivieron la misión de ser testigos del Resucitado, y que sellaron su testimonio con su sangre, siendo todos ellos celebrados como santos apóstoles y mártires.


Pero no todos... El misterio de la libertad humana ante el Amor y la Gracia de Dios manifestados en Jesús encuentra su expresión más terrible en Judas. Ultimamente han proliferado ridículas hipótesis y supuestos evangelios apócrifos que tratan de exculparlo, sin ninguna base histórica o bíblica. Su cercanía “física” con Jesús no se tradujo en adhesión a Él, sino más bien al contrario: sólo podía traicionar al Señor alguien que estuviera muy cerca de Él. Por otra parte, la Iglesia nunca ha emitido un juicio definitivo sobre él –ni sobre el rechazo último del Amor de Dios por parte de ningún ser humano-. Dejemos en silencio lo que Dios mismo ha querido callar.


Don Bosco, con sus primeros salesianos, supo seguir una pedagogía semejante a la de Jesús. No era, como algunos equivocadamente imaginan, un abuelo bonachón que todo lo tolera; era, en cambio, un padre extraordinariamente afectuoso, comprensivo y al mismo tiempo exigente. Él mismo dice que “cerraba un ojo, y a veces los dos, ante los defectos e imperfecciones de sus jóvenes colaboradores”; pero era inflexible en cuestiones de moralidad, pues estaba de por medio el bien de sus muchachos. No se contentaba con medianías, sino que les presentaba la “medida alta” de la santidad entendida como amistad con Jesús, y así logró realizar obras maestras como Domingo Savio y los otros jóvenes que murieron en olor de santidad.


Como concretización del colegio apostólico, contemplemos aquel pequeño grupo, insignificante a los ojos humanos, que reunidos en el cuarto de Don Bosco el 18 de diciembre de 1859, se convirtieron en los pioneros de la Congregación y la Familia Salesiana: el pequeño granito de mostaza que se ha vuelto un grande arbusto que extiende sus ramas por el mundo entero para cobijo de los muchachos más pobres y abandonados.