2010|es|11: El evangelio a los jóvenes: La Pasión y Muerte de Jesús

UNDÉCIMO TEMA

LA PASIÓN Y MUERTE DE JESÚS



En esta sencilla reflexión contemplamos la Pasión y la Muerte de Jesús, que, unida a su Resurrección, constituye el centro de nuestra fe. No es fácil, precisamente por su relevancia decisiva, querer expresar en pocas palabras lo que el Misterio Pascual representa para un cristiano.

Ante todo, su certidumbre histórica. No sólo porque aparece en todos los evangelios y en los demás libros del Nuevo Testamento, al grado de que alguien ha definido los evangelios “relatos de la Pasión de Jesús, precedidos por una larga introducción”; sino también porque, como afirma un filósofo no creyente, Ernst Bloch, “el nacimiento en una gruta, y la muerte en una cruz no son cosas que se inventan”: a nadie le gustaría decir algo semejante acerca del Fundador de su religión, si no fuera auténticamente real.

Sin embargo, más allá de esta certeza histórica, la pregunta que los cristianos nos hemos hecho a lo largo de veinte siglos de la historia de la Iglesia, es inevitable: ¿Por qué murió Jesús, el Hijo de Dios, en la Cruz?


A esta pregunta fundamental, la Revelación bíblica en el Nuevo Testamento nos ofrece una respuesta que puede parecer, a primera vista, incómoda e incluso desconcertante.


Ante todo, subraya su necesidad. La palabra griega dei (, que significa es/era necesario, aparece en muchísimos textos del NT que hablan de la muerte de Jesús. Por citar algunos de los más conocidos, en el diálogo de Jesús con sus discípulos en Cesarea de Filipo, que constituye un parteaguas en el evangelio de Marcos, leemos: “(Jesús) comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días” (Mc 8, 31; cfr. textos paralelos Mt 16, 21 y Lc 9, 22). Dicha necesidad, que refleja una convicción de la primitiva Iglesia, aparece tanto en los relatos evangélicos durante la vida de Jesús (podemos ver, igualmente, Lc 17, 25; Lc 22, 37; y en el contexto joánico, en Jn 3, 14), cuanto sobre todo en la “relectura pascual” de la muerte del Señor, cuya expresión más breve aparece en las palabras del Compañero desconocido a los discípulos de Emaús: “¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?” (Lc 24, 26); poco más adelante, al encontrarse con los discípulos, el Señor resucitado les recuerda: “Estas son aquellas palabras mías que os dije cuando todavía estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí” (Lc 24, 44).


A primera vista, este tema parece contrastar con la imagen que tenemos de un Dios Omnipotente; pero aún más si lo consideramos como el Dios que es Amor: ¿no podía “ahorrarle” a su Hijo esta humillación y sufrimiento?


Tratando de profundizar teológicamente en esta necesidad, podemos hablar de tres niveles:


Un nivel, por decir así, universal: era necesario que Jesús muriera, porque asumió plenamente nuestra condición humana: si no hubiera muerto, en el fondo no habría sido auténtica y total su Encarnación: “Por tanto, como los hijos comparten la sangre y la carne, así también compartió Él las mismas” (Hebr 2, 14). En este primer nivel, encontramos al Hijo de Dios hecho hombre acompañando a todo ser humano que reconoce, como certeza absoluta y universal, que un día habrá de morir.


Sin embargo, no todo ser humano muere en la flor de la edad, y menos todavía asesinado en una cruz: por ello, esta “necesidad universal” no agota toda la profundidad de la perspectiva bíblica. Es necesario hablar de un segundo “nivel”, que podemos llamar particular, en el cual Jesús no está rodeado de toda la humanidad, sino sólo de un grupo pequeño, pero relevante al máximo, de hombres y mujeres que han dado la vida como consecuencia de una causa, siendo coherentes con ella hasta la muerte, la cual, según los criterios del egoísmo humano, se ha vuelto necesaria respecto de ellos/as. Indudablemente, se trata de personas de muy diferente procedencia y mentalidad, pero acomunada por esta radical coherencia. Un texto bíblico que refleja este nivel lo encontramos claramente en las palabras de Caifás: “Vosotros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación” (Jn 12, 49b-50).


Pero tampoco aquí podemos quedarnos, si queremos ser fieles a la Revelación. Hay innegablemente un tercer nivel, en el que Jesús no está acompañado de toda la humanidad, ni siquiera sólo de la élite de los héroes: Jesús no es un “héroe trágico”. En el tercer nivel, que podemos llamar único, encontramos sólo a Jesús. En el fondo, esta necesidad remite, casi como una expresión perifrástica, a la Voluntad del Padre. El texto evangélico más impresionante a este respecto lo encontramos en la agonía de Jesús, en el huerto de Getsemaní: “¡Abbá, Padre! Todo es posible para Ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú” (Mc 14, 36; cfr. Mt 26, 39.42.44; Lc 22, 41-44 -¡sudando sangre!-).


Esta diferenciación de niveles, por una parte ayuda a ubicar los diversos elementos que entran en juego en la muerte de Jesús: por ejemplo, la traición de Judas (cuya complejidad no podemos abordar) se ubica en el segundo nivel, no en el tercero, como si se tratara simplemente de un “instrumento de Dios” para realizar su Plan de salvación (en tal caso, habría que canonizarlo); pero por otra parte, se vuelve modelo y paradigma para leer, comprender y asumir nuestras propias situaciones a la luz de la Cruz de Cristo, en la cual encontramos, en forma inseparable, el crimen más grande de la humanidad (2° nivel) y la expresión suprema del Amor del Padre (3° nivel). ¿Quién podría indicar dónde termina uno, y dónde comienza el otro?


Estas últimas palabras me permiten ir aún más profundamente en el Misterio Pascual. El tema de la “necesidad” de la muerte de Jesús como expresión de la Voluntad del Padre ha sido, con demasiada frecuencia, malentendido, llegando incluso a “calumniar” al Padre en cuanto causante de la muerte de su Hijo.


Es interesante señalar, ampliando la perspectiva inicial, que en otros textos en que se utiliza la palabra “es/era necesario” sin referencia a la Muerte de Jesús, significativamente se alude, en forma implícita, a esta Voluntad del Padre (que equivale, igualmente, al “cumplimiento de las Escrituras”). Pensemos, por ejemplo, en Lc 2, 49: el adolescente Jesús responde a la amorosa recriminación de María y José: “¿No sabíais que yo debía (dei) estar en la casa de mi Padre?”; o, en los inicios de la misión evangelizadora, dice a los discípulos: “También a otras ciudades tengo que (dei) anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado” (Lc 4, 43; par Mc 1, 38), y muchos otros textos evangélicos (Lc 13, 33; Lc 19, 5; Hech 1, 16; Hech 5, 29: “Es necesario (dei) obedecer a Dios antes que a los hombres”).


Es indudable que la muerte de Jesús, aun siendo expresión de su radical solidaridad con toda la humanidad, no se agota en ese primer nivel, como tampoco se explica como reacción de las fuerzas más negativas del mal y del pecado humanos; es ineludible replantearnos la pregunta del inicio: ¿Por qué fue necesario que Jesús muriera? en cuanto expresión de la Voluntad del Padre.


Los textos del Nuevo Testamento, en forma unánime, nos responden: porque es la expresión máxima, más allá de toda comprensión humana, del amor del Padre. “Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). E igualmente: “Si cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!” (Rom 5, 10); y todavía: “Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?” (Rom 8, 31b-32; cfr. también, entre muchos otros textos, 2 Cor 5, 18: “Todo proviene de Dios...”).


Con frecuencia, cuando he hablado de este tema central de nuestra fe cristiana, alguna persona me objeta: “Sí, pero ¿por qué el Hijo debe morir, y no en todo caso el Padre?” Me parece que esta argumentación, aun siendo lógica, en el fondo es inadecuada, incluso desde el punto de vista humano; habitualmente le respondo apelando a su propia experiencia: “¿Qué preferirías tú: morir, o dejar morir a tu hija o tu hijo?” Como dice un gran teólogo, Jürgen Moltmann, Jesús sufre la muerte; pero el Padre sufre la muerte del Hijo, con el dolor infinito del Amor. En el Pregón Pascual, encontramos una hermosísima síntesis, en una frase dirigida al Padre: “Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo”.


Y esto nos lleva al núcleo mismo del Misterio Pascual: en la muerte de Jesús encontramos la revelación definitiva de un Dios que es Amor (1 Jn 4, 8. 16), y redescubrimos el sentido auténtico de la pasión de Jesús: no es ante todo el sufrimiento y la muerte, sino en primer lugar, la pasión del amor. La “pasión” de Jesús no comienza la víspera de su muerte, sino que abarca toda su vida; más aún: es el motivo de su Encarnación, al querer compartir plenamente su vida con nosotros, y es al mismo tiempo la razón última de su obediencia filial: lo que más quiere Jesús, en cuanto Hijo, es hacer en todo la Voluntad de su Padre. En la muerte de Jesús, encontramos la pasión de un Dios apasionado.


En mi Carta de Convocación al Capítulo General 26, escribía: “Es necesario formar personas apasionadas. Dios nutre una gran pasión por su pueblo; a este Dios apasionado mira con atención la vida consagrada” (ACG 394, p. 28). Nuestro Padre Don Bosco comprendió perfectamente el sentido auténtico de la pasión de Jesús: fue un hombre apasionado por Dios y por los jóvenes. Jamás encontramos en él rasgos de un posible ascetismo “masoquista”, que valora el sufrimiento en sí mismo; sino que vivió en plenitud la pasión del amor de Dios por sus muchachos, sobre todo los más pobres, tratando de realizar la Voluntad de Dios en toda su radicalidad, y aceptando todos los dolores y sufrimientos (no sólo físicos), como consecuencia de esta misión: hasta llegar a convertirse en un “traje desgastado” (como lo describió uno de sus médicos al final de su vida). Don Bosco hizo realidad, en su sentido más auténtico, lo que San Pablo afirma: “Completo lo que falta a las tribulaciones de Cristo en mi carne, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24), y en ella, “la porción más preciosa y delicada”: la juventud (cfr. C SDB 1): y nos invita, igualmente, a compartir esta Pasión de Jesús, en la realización de la Misión Salesiana.