2014|es|03: Santidad al alcance de todos

LA ESPIRITUALIDAD SALESIANA

PASCUAL CHÁVEZ VILLANUEVA



SANTIDAD AL ALCANCE DE TODOS


Un requisito necesario

Entre los muchos y variados escritos que he producido, buscaría en vano un
diario del alma, una historia de mi itinerario íntimo, una autobiografía espiritual. No era mi estilo. Tal vez por ese innato pudor que es típico de los campesinos, probablemente porque por formación no me sentía llevado a abrirme de esta manera, sin duda porque prefería conservar en mi corazón el recuerdo de tantas experiencias espirituales y apostólicos en lugar de expresarlas en público.
Para esto, no encontrarán en mis libros o en mis palabras ni descripciones ni testimonios de mi relación personal con Dios y con su misterio.

Mi experiencia con el Señor

No nací santo, te lo digo con toda sencillez y franqueza. He luchado mucho para ser fiel al Señor y coherente con mis compromisos cristianos. Te puedo garantizar que no siempre ha sido fácil. A ser Santos se llega poco a poco. Aún no se ha inventado un instrumento que mida el grado de santidad alcanzado. Todo es gracia, con la colaboración de la criatura. Y la gracia escapa al control humano, porque es un don de Dios.
Siempre he sido una persona optimista por natural formación y personal convicción. No era facilista y mucho menos ingenuo. La vida me había sido - y sigue siendo – maestra exigente y sabia. Yo sabía que ella implica retos y nunca excluye ninguna dificultad ni prueba.
Para que puedas comprender el ideal que tenía en mi corazón, te transcribo algunas reflexiones hechas cuando estaba a punto de entrar en el seminario de Chieri. Tenía ya 20 años. Ya no era un niño ingenuo o un adolescente soñador...
"La vida hasta entonces tenida debía ser radicalmente reformada. En los años anteriores no había sido un malvado, pero disperso, vanaglorioso, ocupado en partidas, juegos, saltos, diversiones y otras cosas similares, que alegraban momentáneamente, pero que no apagaban el corazón". Por su parte, mi madre - a pesar de la intensa emoción que sentí al verme vestido con sotana - fue categórica: "Tu has vestido el hábito sacerdotal. Recuerda que no es el vestido el que da honor a tu estado, es la práctica de la virtud. Prefiero tener un pobre granjero, que un hijo sacerdote descuidado en sus deberes".
Con humilde sinceridad siempre he tratado de servir a Dios y a su gloria. No es un cliché, créeme; en el tiempo en el que yo vivía era un verdadero programa de vida. Significaba el secreto de mi relación con Dios, sintetizado en una frase que explicaba también mi servicio a los jóvenes. Lo creía, ¿sabes? Estaba convencido, y la experiencia me lo confirmaba día tras día, que los jóvenes que conocí en las tabernas, en las plazas de Turín, en las cárceles, o en los maestros inhumanos tenían, realmente necesidad de una mano amiga, de alguien que cuidara de ellos, les cultivase, y les llevase a la virtud y los apartase del vicio. El sueño tenido en Becchi cuando tenía 9-10 años continuaba martillando en la mente y el corazón. Me convencí de que solo un sacerdote todo de Dios, un sacerdote santo sería capaz de ofrecer seguridad y confianza, sentido pleno de la vida, alegría en el corazón y mucha esperanza. Esa es la conclusión a la que llegué: la santidad sería el mejor regalo que habría podido hacerles.

Cuando me encontré con San Francisco de Sales

Evidentemente, no fue un encuentro entre personas: yo nací 250 años después de él. Leyendo uno de sus libros que circulaban también en Piamonte, encontré una frase que me llamó la atención y que se convirtió en el programa de mi vida sacerdotal. Recuerdo haber leído: "Es un error, o incluso, una herejía, querer excluir el ejercicio de devoción del ambiente militar, del taller de los artesanos, de la corte de los príncipes, del hogar de los casados... Donde quiera que estemos podemos y debemos aspirar a la vida perfecta". ¡Se convirtió en mi ideal! Traté de vivirlo y ofrecerlo a mis muchachos. ¡Se necesitaba ser valiente! Hablar de santidad (sí, ¡yo usaba justo esa palabra!) a los chicos parecía una meta imposible. En cambio, yo lo creía. Y decía con convicción que ser santos es un ideal maravilloso, incluso fácil; nuestra amistad y lealtad con el Señor un día será recompensada. Presentaba la santidad como una vocación "divertida" y atractiva, pero también explicaba que era exigente, que requería sacrificios y renuncias. Era una santidad concreta, hecha del deber cumplido con exactitud, de amistad con el buen Dios que nos hizo amigos de todos. Una santidad que nos hacía apóstoles de los compañeros con gracia y simplicidad, una santidad del cotidiano. Luego añadía una característica que siempre he considerado fundamental: tenía que ser una santidad alegre, que arrastra al bien, que fascina y nos hace
"salvadores de otros jóvenes".

Casi casi estuve rechazado en el Vaticano...

En ese momento, yo ya estaba en el paraíso. Sabía que en la tierra se estaba discutiendo sobre un problema que, en mi opinión, nunca había existido. Dada la inmensa cantidad de trabajo y las preocupaciones que me asediaban, alguien estaba convencido de que me faltaba el tiempo para orar. La pregunta: "¿Cuando rezaba Don Bosco?" no podía ser eludida; de hecho, se merecía una respuesta. Entonces descubrieron un secreto que no me parecía necesario esparcir a los cuatro vientos: toda mi vida era una oración, porque ¡yo oraba la vida! Señalaba este programa a mis Salesianos, y lo recomendada también a los jóvenes. Oración era quedarme horas en el confesionario, escribir docenas de cartas a la luz vacilante de la vela en la noche, subir y bajar las escaleras interminables de mármol de muchos palacios, conversar familiarmente con los chicos en el patio, celebrar la misa, mirar estático el rostro de la Auxiliadora. Oración era vivir en la presencia de Dios, como había aprendido cuando era un niño de mi buena Mamá; para mí, orar era abandonarme con confianza a la Providencia, era enseñar una profesión, un trabajo a muchos jóvenes para que pudieran ser siempre "buenos cristianos y honrados ciudadanos". Oraba cuando daba el abrazo de despedida a los primeros misioneros que salían para Argentina, cuando visitaba al Papa, acogía obispos expulsados ​​de sus diócesis, escribía uno de los muchos libros de las
Lecturas Católicas; cuando multiplicaba los panes en la canasta o las hostias al momento la comunión. Estaba en oración cuando viajaba de Turín a Barcelona, a París para encontrar el dinero necesario para construir el templo del Sagrado Corazón de Roma, o urgente a difundir el Evangelio en las pampas argentinas... Siempre en plena actividad, pero siempre con el corazón en intimidad con Señor.

Santo joven para los jóvenes

Lo he afirmado ya muchas veces: me sentía llamado por los jóvenes, especialmente los que tenían más necesidad de amor y esperanza. Ellos siempre han sido la razón de mi ser y mi actuar. Pero no los quería para mí. Como afirma un sacerdote, mi querido amigo:
"Como la madre se alimenta así misma para luego alimentar a su hijo, así Don Bosco se alimentó a sí mismo de Dios, para nutrirnos de Dios también a nosotros". Con toda humildad te aseguro que me encuentro en estas palabras así simples y verdaderas. Los jóvenes yo los quería amigos míos porque los quería apasionadamente amigos de Dios. ¡Cuando uno es un amigo de Dios, es sobre el camino de la santidad!