2014|es|02: Jesús el amigo

LA ESPIRITUALIDAD SALESIANA

PASCUAL CHÁVEZ VILLANUEVA



JESÚS, EL AMIGO


Un recuerdo de mi infancia

He vivido siempre entre amigos. Recuerdo los años de mi infancia:
«En medio de mis compañeros me sentía muy amado y temido... De mi parte hacía el bien a quien podía, pero el mal a ninguno. Los compañeros me querían... Aunque yo era más pequeño en estatura tenía fuerza y coraje para intimidar a los compañeros de mayor edad». Era aconsejado por mi madre, quien me sugirió: «En la amistad la experiencia y no el corazón debe enseñarnos». Esta lección de vida me llevaría más adelante a orientar a mis muchachos, aconsejándoles: «Los amigos escogedlos siempre entre los buenos conocidos, y entre ellos los mejores y también de los mejores imitad el bien y esquivad los defectos, porque todos los tenemos».
En los diez años transcurridos en Chieri, primero como estudiante y luego como seminarista, había cultivado muchas amistades maravillosas. Junto a tantos compañeros había compartido los compromisos de sincera piedad, de estudio apasionado, de alegría contagiosa y serena en busca de bellos ideales que enriquecían nuestra vida.

La amistad, aquel toque adicional en la educación

Para mí la amistad es un valor que debe tomarse en serio y no como una aventura de adolescentes. Ordenado sacerdote, me puse en contacto con muchos jóvenes separados de la familia y de los lazos culturales, catapultados a una bulliciosa ciudad como Turín. La primera experiencia en el campo me había convencido de una cosa: o conquistaba estos chicos con la bondad o los habría perdido para siempre. Era un camino nuevo, como pionero.
Me viene espontáneamente a la memoria un episodio. No sabía el nombre de este chico que estaba escondido en el calor de la sacristía de la iglesia de San Francisco de Asís, aquella mañana del miércoles 8 de diciembre de 1841. No lo había visto nunca hasta ahora. Sin embargo, cuando me di cuenta de que el sacristán estaba a punto de golpearle con la escoba, intervine con una frase que se me convertiría en habitual:
«Es un amigo mío». Palabra mágica que iba a usar hasta el lecho de muerte. Se convertiría en mi tarjeta de visita, diríamos hoy mi tweet.
Lo repetía constantemente:
«Haz que todos aquellos con los que hables, se conviertan en tus amigos». E indicaba a los niños un programa de vida diciéndoles: «Recuerden que será siempre para ustedes un hermoso día cuando puedan ganar con buenos actos a un enemigo o hacer un amigo».

Jesús, el amigo

Para llegar a ser un sacerdote enfrenté renuncias, sacrificios, humillaciones porque yo tenía en el corazón el sueño de dedicarme a los jóvenes. Pero eso sí, yo no quería ser un filántropo (palabra que en aquellos tiempos era la más popular) que se hacía cargo de muchos chicos dispersos y sin familia y que también era un sacerdote. ¡No! Yo era un sacerdote que amaba tan intensamente al Señor que lo quería hacer conocer y amar a los chicos. El afecto que demostraba a los jóvenes era un reflejo del amor que me unía a Dios. Era Él mi guía y a Él debía dirigir a los jóvenes a mi alrededor y que me encontraba en la calle o en los bares, que iba a visitar a su lugar de trabajo o que encontraba en prisión.

Creo que fue un bonito, un definitivo descubrimiento cuando, todavía adolescente, había comenzado a vivir una íntima amistad con Jesús. Los libros devocionales casi no hablaban de ello; en la experiencia religiosa era todavía una novedad. De hecho se respiraba un clima riguroso, resultado de la corriente jansenista por la cual Dios se veía más como un juez que como un padre. No era fácil configurar la vida cristiana como una respuesta de amor entre amigos. Providenciales fueron para mí los tres años del Convito Eclesiástico. Había aprendido a ser sacerdote con las ideas claras y con el corazón abierto a confiar tanto en lo humano como en la misericordia del buen Dios.
Muchos de los chicos con quienes hice amistad eran huérfanos: tenían necesidad de poder descubrir en el Señor un amigo fiel, alguien en quien confiar sin reservas. Cuando escuchaba sus confesiones señalaba a ellos un secreto: Jesús es un amigo que nos garantiza siempre el perdón del Padre. Insistía en la misericordia divina. Decía pocas palabras, pero eran suficientes para despertar en su corazón la nostalgia de Dios. Florecía en sus vidas la esperanza y la alegría, porque se sentían amados. Les decía:
«El confesor es un amigo que nada más desea el bien de nuestra alma, es un médico capaz de curar el alma, es un juez no para condenarnos sino para absolvernos y líbranos». A mis salesianos recomendaba: «No vuelvan odiosa y pesada la confesión con impaciencia o con regaños».
Concebía la vida cristiana como una continua ascesis. No era suficiente recibir el perdón, también se necesitaba un alimento especial. Es por eso que yo insistía en el valor de la Santa Comunión. A mis chicos no imponía sino que simplemente sugería: «Algunos dicen que para tomar la comunión a menudo tienen que ser santos. No es cierto. La Comunión es para quien quiere hacerse santo. Los remedios se dan a los enfermos, la comida se le da a los débiles». Estaba convencido de que «todos tienen necesidad de la Comunión: los buenos para mantenerse buenos, los malos para hacerse buenos».
Acercarse a Jesús amigo, presente en la Eucaristía, no podía convertirse en un hábito, aunque sea bueno. Es necesario el compromiso y la coherencia de vida. En este punto no era flexible, porque con mis jóvenes nunca he sido un educador mediocre. Los sabía capaces de generosidad y sacrificio. La experiencia me lo garantizaba. Por esto no tenía miedo de decirles:
«¿Cómo serán las comuniones que no producen ninguna mejoría?».
En 1855 tuve la oportunidad de convencer al ministro Rattazzi de permitirme llevar todos mis muchachos reclusos a la
Generala para una excursión festiva, pero sin la presencia de guardias y vigilantes. Cuando regresaron por la noche no faltó ni siquiera uno al regreso. Al ministro que, sorprendido me preguntaba el secreto, yo pude decirle: «El Estado no sabe sino mandar y castigar, pero nosotros en cambio hablamos al corazón de la juventud y la nuestra es la palabra de Dios».
A mis salesianos recomendaba que «hicieran enamorar a los jóvenes de Jesús». No eran expresiones muy frecuentes en mis tiempos, sobre todo en la boca de un sacerdote. Hablaba de Jesús como amigo y sugería a los chicos: «Cuanto bien traerá este amigo. Ustedes ya saben que les hablo de Jesús. Vayan a recibirlo con frecuencia, pero bien; guárdenlo en su corazón; vayan a visitar muy fervientemente a este amigo. Es tan bueno y nunca te abandonará».
Con frecuencia provocaba a mis chicos con preguntas que llegaban directamente a sus corazones:
«¿De dónde surge que sintamos tan poco gusto por las cosas espirituales? ¿Esto viene de nuestro corazón poco enamorado de Jesús?».