2013|es|03: Don Bosco educador: Cuando os lo doy todo, significa que nada me quedo para mí


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DON BOSCO EDUCADOR

PASCUAL CHÁVEZ VILLANUEVA


DON BOSCO NARRA


CUANDO OS LO DOY TODO,

SIGNIFICA

QUE NADA ME QUEDO PARA MÍ


«Era el día de Pascua cuando finalmente podía decir a mis muchachos: ”¡Tenemos casa!”. En realidad se trataba de un cobertizo bajo e insuficiente, pero era nuestro. Habíamos terminado de dar vueltas por Turín con una “inestabilidad” agotadora, cargada de incomprensiones y desconfianza. La fecha es demasiado importante para poderla olvidar: ¡12 de abril de 1846! Tenía treinta años. Desde cinco era sacerdote. Veía las cosas en una perspectiva iluminada por la confianza en la Providencia. Me eché de cabeza al trabajo: me encaramaba en los andamios temblorosos de los edificios en construcción para ir a ver a mis muchachos, entraba a las oficinas, a las tiendas; a cada uno le decía una palabra de amistad, bromeaba con ellos. Me preocupaba por su salud física, hablaba con sus dueños, frecuentemente deshumanos. Era una relación de amistad y de mutua confianza que establecía con todos. La educación no es cosa de un solo día, exige paciencia y mucha esperanza.

Como sabes, julio es un mes muy caluroso en Turín. Pero en Valdocco te ahogas. Todo sucedió en forma sorpresiva. Estaba por concluirse un domingo repleto de actividades, de golpe caí al suelo. Un chorro de sangre empapó el polvo y la hierba del prado. Luego perdí los sentidos. Al recobrarlos, me di cuenta que estaba en una cama y que había mucha gente en torno mío. Llegó un médico el cual, viendo la gravedad del caso, ordenó descanso absoluto. Pasé una semana en que mis fuerzas físicas disminuían siempre más. Me sentía agotado, continuamente semidespierto.

Recuerdo haber notado al doctor que sacudía la cabeza, impotente, diciendo: “A lo mejor no amanece”. Al día siguiente, como por magia, me desperté. Después, poco a poco, recobré las fuerzas. Mi pensamiento iba siempre a mis muchachos: “¿Dónde estaban? ¿Habían vuelto todavía a Valdocco?” Otra semana. Después fue domingo. Apoyándome a un palo bajé al galpón. Oí voces, gritos de alegría. La cabeza se balanceaba de un lado al otro por el agotamiento. Me salió al encuentro un sacerdote que me ayudaba. Me contó de los muchos sacrificios que los muchachos habían hecho, diciendo: ”¡Don Bosco no puede morir!”. Comprendí que ellos habían arrancado un verdadero milagro. Después los más grandes me agarraron, me obligaron a sentarme en un sillón y me llevaron en triunfo. Muchos lloraban de felicidad. Se apretaban en torno mío. Cuando reinó el silencio, les dije: “Queridos míos: habéis rezado y hecho tantos sacrificios para que yo recobrara la salud. Gracias. Os debo la vida. Pues bien: os prometo que la viviré toda para vosotros”. No pude decir más porque yo también estaba conmovido. Pero desde ese día me sentí consagrado a la causa de los jóvenes por siempre. ¡La lección más hermosa y más convincente me la habían dado ellos!

Sentado en ese rústico sillón, rodeado por tantos muchachos, había votado mi vida a los jóvenes. Y así he seguido. Pero hay una respuesta que les he dado en forma todavía más clara y convencida.

Era el 31 de diciembre de 1859, fiesta de final de año. Pese a la pobreza crónica de Valdocco, nos intercambiábamos pequeños regalos, como se hace en una familia: una estampita, un trozo de lápiz, un borrador, un caramelo, un cuaderno… Pequeñas cosas, pero entregadas con el corazón. Después de las oraciones he dado las buenas noches con unas pocas palabras, porque yo también quería regalar algo a esos jóvenes. Les dije: “Mis queridos hijos: vosotros sabéis cuánto os amo en el Señor y que mi vida está entregada totalmente al mayor bien vuestro. La poca ciencia, la poca experiencia que he adquirido, lo que soy y lo que poseo deseo emplearlo en vuestro servicio. En cualquier día y para cualquier cosa contad tranquilamente conmigo, pero hacedlo especialmente en las cosas del alma. Por mi parte, como regalo de final de año os entrego todo mí mismo; será muy poca cosa, pero cuando os lo doy todo, significa que no me quedo nada para mí”.

Desde ese domingo de fines de julio en que había hecho la promesa solemne de entregar toda mi vida para los jóvenes, habían pasado ya 13 años. Valdocco era una familia aumentada. Había ya varios centenares de jóvenes que estudiaban o aprendían un oficio. Yo quería que entendieran que mi estar con ellos era fruto de una elección irrevocable, jamás habría traicionado la confianza que los jóvenes ponían en mí y, más tarde, en mis salesianos. Cuando les decía: “Nada me quedo para mí”, era como si dijera: “ya no pienso más en mí mismo, me entrego totalmente a cada uno de vosotros, no me pertenezco más a mí, pertenezco solamente a vosotros, soy vuestro por siempre, ya no poseo nada mío”. He aquí revelado mi secreto. Con los muchachos he sido guiado siempre por estas decisiones, por estas elecciones. Nunca he dado un paso atrás. ¡A los jóvenes yo no los he traicionado jamás!

Cartas escribí por miles. Pero si debiera escoger una que me ha nacido del corazón, bueno, tomaría la que he escrito a mis salesianos y, con ellos, a los profesores y alumnos de Lanzo Torinese.

He aquí algunos párrafos: Dejad que os lo diga y nadie se ofenda: vosotros sois todos unos ladrones; lo digo y lo repito, vosotros me habéis robado todo. Cuando yo fui a Lanzo, vosotros me habéis encantado con vuestra benevolencia y amabilidad, habéis amarrado las facultades de mi mente con vuestra piedad. Todavía me quedaba este pobre corazón, del cual ya me habíais robado totalmente los afectos. Ahora vuestra carta, marcada por 200 manos amigas y amadísimas, ha tomado posesión de todo este corazón, al que nada ya le ha quedado, sino un vivo deseo de amaros en el Señor, de haceros el bien, de salvar el alma de todos vosotros.

Éste era mi estilo de hablar y escribir a los jóvenes: con el corazón en la mano, sin aderezos inútiles, usando expresiones sinceras y diciendo cosas en que realmente creía. Como buen campesino había aprendido a honrar la palabra dada. Y mi palabra era: “He prometido a Dios que hasta mi último respiro será para mis pobres jóvenes”.

Sé que mi segundo sucesor, el P. Pablo Albera, escribió una bellísima circular en que dice una cosa verdadera: “Don Bosco nos educaba amando, atrayendo, conquistando y transformando”. Hay una secuencia de verbos que se enriquecen entre sì, son importantes los cuatro, uno llama al otro. “Mi Pablito” había comprendido la lección: el amor atrae, la atracción se vuelve conquista, y esta acaba transformando.

Mi programa, sencillo y lineal, está expresado en una frase que es un compromiso serio y radical: “Por estos jóvenes haría cualquier sacrificio, hasta mi sangre daría con gusto para salvarlos”. No eran palabras dichas así, por decirlas: ¡se trataba del programa de mi vida!

Enero de 1888. También en el lecho de muerte, en ese torbellino en que se hacinan recuerdos, afectos, preocupaciones, temores y esperanzas, aún tuve la fuerza de transmitir a un querido salesiano, el P. Bonetti, mi último mensaje que resume prácticamente toda mi vida: “Di a los jóvenes que yo los espero a todos en el Paraíso”. Era mi testamento, el último deseo que expresaba en el estertor de la agonía. ¡A los jóvenes los había amado realmente hasta el final! Y los quería conmigo, por siempre, también en el Paraíso».