2011|es|09: VENERABLE VICENTE CIMATTI (1879-1965)

VENERABLE VICENTE CIMATTI (1879-1965)

Un atleta del Espíritu

La vocación de una personalidad fascinadora



Si uno al padre Cimatti lo conoce a fondo, se enamora de él. Se enamora de su familia, pobre y sufrida pero rica de fe, en la cual una santa mamá llamada Rosa cría a tres hijos: Rafaela que entrará en la Congregación de las Hermanas Hospitalarias de la Misericordia y será campeona de bondad activa entre los enfermos en hospitales cerca de Roma, ya bienaventurada; Luís, salesiano coadjutor y misionero en América Latina, fallecido en concepto de santidad, nuestro Vicente, hoy venerable.


La vida de Vicente Cimatti es toda ella una carrera al servicio de Cristo en las filas de Don Bosco, porque es cabalmente el santo de los jóvenes que lo lanza a la carrera de la existencia. Tiene tres años, en efecto, cuando su mamá lo lleva a la iglesia de los Servitas de Faenza en donde está predicando Don Bosco: “¡Vicentico, mira, mira a Don Bosco!”, le susurra la mamá levantándolo entre el gentío acudido a ver al santo. Mientras viva Vicente recordará el rostro bondadoso del anciano sacerdote.


La primera etapa de la carrera es a los 17 años, cuando llega a ser salesiano gracias a la profesión perpetua y lo envían a Turín-Valsálice, en donde enseña y acumula títulos de estudio: diploma de composición en el Conservatorio de Parma, doctorado en agronomía, en filosofía y pedagogía en la Regia Universidad de Turín. Se distingue siempre por su inteligencia, su bondad y excelente voz. Sus zarzuelas son ejecutadas repetidamente en escuelas y oratorios salesianos, generaciones de clérigos lo llaman Maestro. ¡Cuánto trabajo, también manual, en los oratorios de Turín para los jóvenes! ¡Cuánto correr para ayudar a las familias pobres! Mientras tanto pedía al Rector Mayor con mucha insistencia. “Hálleme un puesto en la misión más pobre, más trabajosa, más abandonada. No logro acomodarme a las comodidades”.

Finalmente, a los 46 años, su carrera da un salto de calidad: lo envían al Japón a fundar la obra salesiana en la tierra del Sol Naciente. Allí trabaja durante 40 años, conquistando el corazón de los japoneses con su bondad y dedicándose, como Don Bosco, al apostolado de la prensa y de la música. Viaja mucho para animar continuamente a los primeros salesianos y crea obras sobre todo para chicos huérfanos y marginados. Podría volver a Italia y vivir en paz su ancianidad: quiere morir en el Japón, “transformarse en tierra japonesa”. Morirá serenamente, como un patriarca, con esa grande barba blanca suya, entre “sus” japoneses. El sonriente atleta de Cristo ha concluido la carrera.


A nosotros conocer su vida y seguir su ejemplo, en lo que nos sea dado hacerlo. Porque fue realmente un gran corredor y, a través de sus numerosísimas cartas, podemos entrar en un alma contemplada en sus componentes humanas, cristianas y salesianas, donde se nos muestra lo que realmente era: no solo un santo, sino un hombre auténtico, inteligente, de garra, sensible, uno a quien la música le brota espontánea, amante de la naturaleza y del prójimo, dueño de sí mientras enfrenta innumerables dificultades y sufrimientos. Solo a través de sus escritos, hasta hoy en su mayor parte inéditos, se logra comprender que detrás de la sonrisa y la cordialidad se libraba una incansable lucha consigo mismo y una capacidad enorme de sufrimiento, de enfrentar dificultades, incomodidades y pobrezas, soportando a personas que no lo han sabido comprender y ayudar, especialmente en el momento de la necesidad. Era el hombre más natural del mundo, en la acción, en el habla, en la oración, con esa actitud suya sencilla que encantaba a todos, grandes y pequeños, con esa sonrisa inolvidable. Una grande y poliédrica personalidad, rica de cualidades humanas y morales, notable por virtudes, sobre todo la caridad, que hacen comprender como el padre Cimatti sea el autentico portador del carisma salesiano en el Japón, aquel que ha encarnado más perfectamente a Don Bosco en esa tierra.