2010|es|02: El evangelio a los jóvenes: La encarnación: el nacimiento del Salvador


LA ENCARNACIÓN:

EL NACIMIENTO DEL SALVADOR


El Evangelio de san Juan, el último en ser escrito y que de alguna manera refleja la madurez de la fe de las primeras comunidades cristianas, sintetiza el Misterio de Jesucristo en una frase sencilla pero de una densidad incomparable: “la Palabra se hizo Carne, y puso su morada entre nosotros” (Jn. 1, 14).


Esta expresión, ante todo, utiliza un símbolo humano elemental y universal: la palabra. En el campo de las relaciones entre las personas, ya que no podemos entrar en el interior del otro, conocemos lo que piensa y siente a través de la comunicación: ante todo, mediante la palabra. El decirle a un ser humano: “Te amo”, a la vez que manifiesta lo más profundo del corazón de quien así se expresa, alcanza también el centro vital de la persona que lo escucha, estableciendo entre ambos una relación nueva y, de ser posible, definitiva.


Nosotros, criaturas limitadas, no podemos en absoluto conocer el Misterio Infinito por excelencia, Dios. Nunca podríamos imaginar siquiera que el Creador nos pudiera amar, si no nos lo hubiera manifestado: “a Dios nadie le ha visto jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, él nos lo ha manifestado” (Jn. 1, 18).

Sin embargo, a diferencia de la relación humana, donde la palabra puede ser un simple sonido vacío, o incluso una mentira, por no corresponder a la realidad de donde brota, cuando Dios quiere “hablarnos”, manifestarnos su Amor, lo hace en la manera más increíble que podamos imaginar: entregándonos lo más querido que tiene, su propio Hijo: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo” (1 Jn. 4, 10).


Esta reflexión nos lleva al meollo mismo de la fe cristiana: afirmar que “Dios es Amor” indica que Dios no es soledad, autosuficiencia, aislamiento, sino que Él es, en sí mismo, Comunidad de Personas, Familia, Trinidad. Por ello, la gran noticia (“evangelio”, de que hablábamos el mes pasado) que nos ha querido comunicar es que nos ha creado a imagen suya, capaces de ser amados y de amar, llamados a participar de su Vida divina en cuanto hijos e hijas, semejantes a Jesucristo, su Hijo amado.


Hay una hermosa frase de la sabiduría latina que dice: “Amor, aut similes invenit, aut similes facit”: el amor, o se da entre iguales, o hace iguales a quienes se aman. Entre Dios y nosotros, criaturas débiles e incluso pecadoras, hay un abismo infinito. Dios Padre ha querido superar este abismo enviándonos a su Hijo, como prueba máxima de su amor; el Hijo eterno de Dios ha querido compartir nuestra vida encarnándose en el seno virginal de María, por obra del Espíritu Santo, y naciendo niño pequeño, frágil e indefenso en el pesebre de Belén.


Con frecuencia, en un tiempo de pluralismo religioso como el que vivimos, se escucha decir: “También en las demás religiones existe la idea de que una divinidad se hace hombre, no es exclusiva del Cristianismo”. Hay que decir que no es lo mismo, de ninguna manera, y ni siquiera se trata de algo semejante. En primer lugar, porque fuera de la fe cristiana dicha “encarnación de la divinidad” no es por amor; en segundo lugar, porque no se ubica en la historia, sino en la dimensión del mito; y finalmente, porque consiste simplemente en aparecer con figura humana, no en asumir plenamente y con todas sus consecuencias nuestra condición humana, como lo hizo Jesucristo. Uno de los más grandes enamorados de Cristo de la antigüedad cristiana, san Ignacio de Antioquía, sintió tan vivamente el peligro de entender de esta manera la encarnación, que en su maravillosa carta a los Romanos, camino del martirio, escribe: “Hay quienes afirman que Jesucristo era hombre sólo en apariencia, y que sólo aparentemente sufrió. ¡Como si las cadenas que llevo por él fueran pura apariencia!”


En este plan maravilloso de Dios, no podía faltar la colaboración humana. No porque Dios sea imperfecto, sino porque su Amor no quiere prescindir de nuestra respuesta. En “la plenitud de los tiempos” (Gal 4, 4), encontramos una Mujer que dejó en su vida total espacio a la Voluntad de Dios: “Hágase en mí según tu Palabra”. La Iglesia ha valorado tanto dicha colaboración, que llama a la celebración anual de la Encarnación la solemnidad de la Anunciación. El “sí” de María se prolonga a lo largo de toda su vida, incluso en la hora amarga y humanamente incomprensible de la Cruz de su Hijo, convirtiéndose así en Madre de los “hermanos y hermanas de Jesús” (cfr. Hech 1, 14-15).


Como Familia Salesiana, fieles a Don Bosco, creer en la Encarnación del Hijo de Dios, Jesucristo nuestro Señor, nos lleva a tomar en serio que “se hizo semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado”, y por lo tanto, a valorar todo lo que es auténticamente humano. No es casualidad que en la Misa de nuestro Padre y Fundador escuchamos el texto de san Pablo en la carta a los filipenses: “Hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Flp 4, 8). Si un pagano, Terencio, pudo decir: “Soy hombre, y nada humano lo considero ajeno a mí”, podemos ir más allá y afirmar: “Soy cristiano, y nada humano lo considero ajeno, porque ha sido divinizado en Jesucristo”.