2007|es|08:Amar la vida: Camino verdad vida

CAMINO VERDAD VIDA


Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? Le dice Jesús: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6ss). “Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva (Mt 11,5).


Si la historia universal puede tener significado solo a partir de Jesús, que es el centro hacia el cual ella tiende y desde el cual se re/orienta para proceder hacia su cumplimiento, con mayor razón la historia particular de cada uno toma solo de Él su sentido completo. Jesús es en efecto el camino que conduce a la plenitud de vida porque, venido del Padre y al Padre vuelto, ha abierto un recorrido seguro de acceso a Dios. Él es la verdad que ha revelado quién es Dios y quién es el hombre, qué es la vida y qué es la muerte, lo cual significa que fuera de Él toda interpretación de Dios y del hombre es incompleta o falsa. Él es la vida, de la cual ha revelado el sentido profundo y la forma de vivirla hasta el punto de derrotar la muerte. Podríamos parafrasearlo todo diciendo que Jesús es el camino porque es la verdad y, por lo tanto, también la vida. Mejor aún, que Jesús es el camino porque revela la verdad que da la vida.


La frase traída por el Evangelio de Juan, en la que Jesús auto-presentándose dice “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, nos coloca frente al hecho que el don de la vida entregado al hombre no es el ofrecimiento de un objeto, sino el privilegio de su misma persona. Nuestra vida es participación de la vida divina. Dios es vida que se hace participación y gracia para los hombres. Comprender la vida como don pone en evidencia, por consiguiente, en forma directa el carácter sagrado y no puramente natural o biológico de la vida misma. El don de sí que Dios hace está finalizado a la comunión de la criatura con Él, es decir, a una elección y misión que es posible resumir en la participación a la misma vida de Dios. San Irineo lo ha expresado en forma maravillosa en su conocida afirmación: “La gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es ver a Dios”. La vida humana, fruto de la creación, es en realidad directa consecuencia y continuidad con la voluntad de amor del Padre realizada plenamente por el Hijo en la Pascua.


En Dios coinciden amor y vida. Hemos sido creados a su imagen por amor y para amar. El amor se vuelve así el valor por excelencia, cabalmente por ser el único que hace semejantes a Dios y, contemporáneamente, el único capaz de sobrevivir a la muerte. He aquí su grandeza. San Pablo, en una de las páginas más célebres del Nuevo Testamento, coloca el amor al vértice de todos los carismas y de todos los dones divinos. Lo define “el camino mejor de todos”, porque “la caridad no acaba nunca”, y aunque sea cierto que “ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 12,31; 13,8 y 13). El amor posee la extraordinaria energía de transformar a la persona desde adentro, por lo tanto mueve a emplear la vida en el modo más sabio y responsable: donándola. Es lo que significa el dicho de Jesús: “No hay amor más grande de éste: dar la vida por los propios amigos”. Jesús da la vida no porque la desprecia, sino porque es el bien más precioso y el don más grande que puede hacer, y es además la única forma para derrotar la muerte. Así se explica la paradoja evangélica, radical e irritante, pero universalmente válida porque dirigida a todos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? Pues ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?” (Mc 8,34-37).


Jesús es Vida en la vida y Vida de la vida, es el recorrido obligado para llegar a la meta codiciada por el hombre de todos los tiempos, el de las cavernas y el de los rascacielos. Jesús es la verdad para el hombre. Cualquier otro camino más cómodo o cualquier otro atajo está condenado a llevar a la mayor quiebra: no alcanzar la plenitud de vida.