2004|es|05: Los frutos del sistema preventivo: Domingo, Miguel y Francisco

SANTIDAD JUVENIL

de Pascual Chávez Villanueva

mayo 2004 (3886)


L


OS FRUTOS DEL SISTEMA

PREVENTIVO

DOMINGO, MIGUEL Y FRANCISCO


Son los primísimos frutos del Sistema Preventivo, los que Don Bosco mismo cultivó. Le han resultado tan bien, que ha querido trazar de ellos un perfil, para regalarlo a sus hijos y a todos los jóvenes del mundo.


A Domingo Don Bosco lo encontró el 2 de octubre de 1854, en el pequeño patio frente a su casa de los Becchi. Quedó admirado. “Descubrí en ese joven un alma enteramente según el espíritu del Señor, y no fue poco mi asombro al considerar las maravillas que la gracia de Dios había obrado en tan tierna edad”. Franco y decidido, Domingo le dijo: “Yo soy la tela, usted sea el sastre... haga un hermoso traje para el Señor...”. Veinte días más tarde Domingo estaba en el Oratorio e inició un veloz recorrido en el camino que Don Bosco le trazó hacia la santidad: alegría, empeño en la oración y el estudio, hacer el bien a los demás, devoción a María. El 8 de diciembre de ese 1854, mientras el Papa definía el dogma de la Inmaculada, Domingo se consagró a ella leyendo algunos renglones que había escrito en un papel: “María, os entrego mi corazón. Haced que sea siempre vuestro. Jesús y María, sed siempre mis amigos, pero por piedad hacedme morir antes que me suceda la desgracia de cometer un solo pecado”. Durante casi cien años esas palabras serían la plegaria de los aspirantes salesianos. La obra de arte la coronó el 8 de junio de 1856, cuando reunió a Rua, Cagliero, Cerruti, Bongioanni y a unos diez espléndidos jóvenes más, escogidos entre sus compañeros, y fundó con ellos la Compañía de la Inmaculada. Su programa y empeño: ser apóstoles entre los compañeros, acercarse a quienes se sentían solos, infundir alegría y serenidad. Hasta 1967 la Compañía constituiría, en toda presencia salesiana, el grupo de jóvenes comprometidos, cenáculo de las futuras vocaciones. Nueve meses más tarde, mientras se encontraba en su casa para recobrar la salud, Domingo fue al encuentro del Señor. Era el 9 de marzo de 1857.


A Miguel, por el contrario, Don Bosco lo descubrió entre las neblinas de Carmagnola. Mientras esperaba el tren para Turín, oía los gritos alegres de un grupo de muchachos que jugaban: “Se percibía clara una voz que dominaba sobre todas las demás. Era como la voz de un capitán”. Arriesgándose a perder el tren, buscó a ese capitán, dio con él y, con pocas preguntas agudas (¡un test auténtico!), llegó a saber que tenía 13 años, era huérfano de padre, expulsado de la escuela por ser perturbador universal y que, como oficio, desempeñaba el del haragán. Un muchacho magnífico encaminado a la quiebra. Logró hacerlo llegar al Oratorio. En ese patio parecía que saliera de la boca de un cañón: volaba en todos los rincones, lo ponía todo en movimiento... Gritar, correr, saltar, hacer bulla se volvió su vida. Pero después de un mes, mientras los árboles entristecían, también Miguel entristeció. Ya no jugaba; la melancolía se le había pintado en el rostro. “Yo seguía lo que estaba sucediendo – escribe Don Bosco, que no era un coleccionador de muchachos, sino un sapiente educador cristiano – y le hablé”. Después de un momento de silencio defensivo y tras desatarse en un llanto liberador, Miguel dijo: “Tengo la conciencia hecha un lío””, y se rindió a la sugerencia serena de una buena confesión. Con la paz en el corazón volvió la alegría desencadenada... Pero Dios tenía otros designios. Una enfermedad, que ya había atormentado a Miguel en el pasado (tal vez una apendicitis), volvió con violencia en los primeros días de enero de 1859. Miguel se fue a Dios, después de haber dicho a Don Bosco que velaba junto a él: “Dígale a mi madre que me perdone todos los disgustos que le he dado. La quiero mucho”.


A Francisco Dios lo hizo crecer en la luz espléndida de las grandes montañas, entre nieve y sol. Lo había acogido el calor de una familia cristianísima y paupérrima. Cinco hijos. El párroco de la aldea (Argentera, 1684 metros sobre el nivel del mar) lo adoptó como ahijado, dándole pan, vestidos y amor de Dios. Le dio también clases para llevarlo del tercer grado de primaria (el último que había en la aldea) hasta el quinto, necesario para continuar los estudios. Era el jefe de los monaguillos y rezaba como un ángel. Entre los libros que don Peppino le puso entre manos había la Vida del joven Domingo Savio, escrita por Don Bosco, y Francisco comenzó a soñar en el Oratorio. El 2 de agosto de 1863 logró llegar allí. Don Bosco escribió: “Vi a un chico vestido como un montañés, de estatura mediana, aspecto burdo, rostro pecoso. Con los ojos abiertos de par en par, miraba a los compañeros que jugaban”. Francisco le manifestó en seguida los motivos por los cuales había venido: hacerse santo como Savio y llegar a sacerdote. Don Bosco descubrió un alma delicada y llena de gratitud para quien le había hecho el bien. Y anotó: “La gratitud, en los muchachos, es generalmente indicio de un porvenir feliz”. Francisco, que consideraba a sus compañeros mejores que sí, dijo a Don Bosco: “Quisiera llegar a ser tan bueno como ellos. Ayúdeme”. Y Don Bosco le dio la fómula más sencilla para la santidad: “Alegría, Estudio, Piedad”. Por piedad Don Bosco entendía oración, confesión y comunión. Para el joven fue una revelación. Pero, en el friísimo invierno de 1863‑64, el asistente del dormitorio no se dio cuenta que Francisco no usaba cobijas gruesas. Agarró una pulmonía que en siete días lo llevó a la tumba. Murió asistido por Don Bosco, a quien susurró: “Ayúdeme. Jesús y María, os entrego el alma mía”.


DIDA/FOTO


Don Bosco estaba convencido que muchos fueran en su Oratorio los jóvenes como Domingo Savio, que sabían volar alto: “La Divina Providencia se dignó enviarnos varios modelos de virtud”.