2007|es|02:Amar la vida: Un arból ... y un elección


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de Pascual Chávez Villanueva





AMAR LA VIDA

UN ÁRBOL…

Y LA ELECCIÓN


Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gn 2,9).

L


a presencia del mal y de la muerte no tiene necesidad de pruebas, es una de las realidades con la cual tenemos que hacer cuentas desde el inicio de la existencia. La Sagrada Escritura nos presenta el origen del mal y de la muerte en el libro del Génesis, para decirnos cuál era el designo original de Dios y cómo ha sido desbaratado en el momento en que el hombre ha querido cortar sus propias raíces, ha pretendido ser autosuficiente y ha hecho de la libertad el valor absoluto. Las consecuencias no se hicieron esperar. Antes, el miedo de encontrar a Dios; después, la vergüenza de sentirse desnudos; finalmente, la ruptura de la solidaridad hombre/mujer, ser humano/naturaleza y la consiguiente expulsión del Edén, con el fratricidio de Caín y la vuelta del caos acompañado por el diluvio. A través de la elocuente imagen del árbol de la vida plantado en el centro del Jardín, el pueblo hebreo ha expresado su fe de que el mal y la muerte han entrado en el mundo cuando el hombre ha cedido a la seducción de la serpiente de querer ser como Dios y, por tanto, no tener otra ley fuera de sí mismo.


Asumir la vida como un don significa que el hombre, punto de referencia de la creación, tiene a su vez como punto de referencia al Creador, origen de la verdad y del bien. Israel llegó a esta conclusión después de su elección como pueblo de Dios cuando Jahveh estableció con él una alianza, de la fidelidad a la cual habría dependido su vida o su muerte. Una alianza con pactos claros que respetar, bajo pena de rescisión del “contrato”. Era ése el significado de los diez mandamiento, justamente llamados las Diez Palabras de Vida, para indicar que la vida estaba garantizada al quedar dentro de ellas, y por el contrario se entraba a la zona de la muerte al superarlas. Un texto del Deuteronomio lo expresa con claridad, cuando el Señor coloca en los labios de Moisés la recomendación acongojada: Yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia... Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia (Dt 30,15.19). Y el salmo “uno” a su vez concluye: quien sigue la ley del Señor será como un árbol plantado junto a corrientes de agua, que da a su tiempo el fruto... no así los impíos, ellos son como paja que se lleva el viento (Sal 1,3.4).


La ley, juzgada hoy como una limitación a la libertad y una amenaza a la felicidad, es también ella un don a servicio de la libertad, de la felicidad y de la vida, en el sentido que desarrolla una función de apoyo, como dice Pablo: La ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo (Ga 3,24). Cierto, la ley es también un control de la libertad humana, porque al final nos lo jugamos todo con nuestras elecciones personales. Pero la verdad máxima de la vida no está en las manos del hombre, es un don que viene de lo Alto: a nosotros conservar, cuidar, defender este don. Justamente el salmista suplica: Enséñame tus caminos, Yahveh, para que yo camine en tu verdad (Sal 86,11). La ley, por tanto, está al servicio del hombre, de su plena realización: El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado (Mc 2,28), proclamará Jesús para reinvindicar el carácter absoluto de la persona humana y la función instrumental de la ley. Ella nos hace conocer desde dentro lo bueno, lo verdadero, lo bello de la vida.


El problema no es, por tanto, la ley, sino querer valerse de una libertad irresponsable, absoluta, que nos libere de cualquier dependencia y nos haga señores de nosotros mismos y de los demás. Quien lleva su libertad a semejante nivel acaba con volverse un déspota que no reconoce otra ley fuera de sí mismo. La libertad es un don grande, un valor inmenso y, pese a ello, no es el don por excelencia. El don supremo es “la capacidad de amar” que nos hace renunciar a nuestros mismos derechos para favorecer el crecimiento y la maduración de los demás. Aun siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda. Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos (1Co 9,19.22), afirma Pablo. Es bello saber que Dios es tan bueno que nos ha hecho libres, porque solamente en la libertad hay el amor y, por tanto, la capacidad de conocer, amar, servir a Dios por siempre. He aquí la grandeza del hombre, llamado a escoger entre “bien” y “mal”. Su vida en efecto está en sus manos: “cada uno es artífice de su propio destino”. 