351-400|es|371 Eucaristia

ESTO ES MI CUERPO,

QUE SE ENTREGA POR VOSOTROS”1


1. “Una hora” eucarística – El camino eclesial – La pregunta – Nuestra Eucaristía – La praxis pastoral.

2. Invitación a la contemplación – “Haced esto en conmemoración mía” – “Mi cuerpo entregado... mi sangre derramada” – “Tomad y comed” – “Yo en vosotros y vosotros en mí”.

3. Llamada a la celebración – “He recibido del Señor” – “Vosotros sois el cuerpo de Cristo” – “Anunciamos tu muerte”.

4. Llamada a la conversión – Don Bosco, hombre eucarístico – Una pedagogía original – La Eucaristía y el “Da mihi animas” – Un camino en nuestras comunidades – El itinerario educativo con los jóvenes.

Conclusión – Un año “eucarístico”.


Roma, 25 de marzo de 2000

Anunciación del Señor


Dentro del Jubileo, como se ha venido delineando en el trienio de preparación y como ahora se está viviendo, ocupa un puesto central el misterio de la Eucaristía. Ya en la Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente el Santo Padre había anunciado que “el 2000 será un Año intensamente eucarístico”2. En muchas otras ocasiones ha insistido en su intención de hacer de la Eucaristía el corazón de la celebración jubilar.

Esto corresponde a un hecho constante en la historia de la comunidad cristiana: la Eucaristía ha sido siempre el momento más expresivo de su fe y de su vida. Según la hermosa expresión de Santo Tomás, la Iglesia encuentra en la Eucaristía “la actuación perfecta de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos”3.

La fe en la iniciativa del Resucitado, que nos reúne, nos habla y nos ofrece la comunión con su Cuerpo y con su Sangre, da al Jubileo su sentido más profundo. Por la presencia eucarística de Cristo en medio de nosotros, la memoria de la Encarnación no es una conmemoración del pasado, sino el encuentro con una salvación que llega hoy hasta nosotros y nos permite mirar con confianza hacia el futuro.

El Congreso Eucarístico Internacional, que se celebrará en Roma el mes de junio, quiere ser una mirada de fe agradecida a la presencia real de Cristo en la historia humana y un abrirse de la comunidad cristiana a su don total.

También, pues, para nosotros, la renovación personal y comunitaria, espiritual y apostólica del Jubileo comprende el redescubrimiento convencido y gozoso de las riquezas que la Eucaristía nos ofrece y de las responsabilidades a las que nos llama, conscientes de que, según la enseñanza constante de la Iglesia, toda la vida cristiana se edifica alrededor de este misterio.

El itinerario sacramental de preparación a este año (Bautismo, Confirmación, Reconciliación) nos conduce a la Eucaristía como a una cima desde la cual podamos contemplar el misterio Trinitario en la vida del mundo y en nuestra existencia4.

1. “UNA HORA” EUCARÍSTICA


A nosotros, Familia Salesiana, no nos faltan orientaciones, textos, ejemplos, tradiciones, representaciones artísticas que nos recuerdan la importancia de la Eucaristía en nuestra espiritualidad, en nuestra vida comunitaria y en nuestra praxis educativo-pastoral.

Pero ha habido, y aún está en curso, un desarrollo en la reflexión y en la praxis eclesial. Para redescubrir el misterio eucarístico y su significado en nuestra vida y en nuestra pastoral, es necesario ante todo que tomemos conciencia del camino recorrido por la Iglesia en estos años, colocándolo sobre el fondo de la evolución cultural que caracteriza los varios ámbitos en que nos movemos.

En este marco podremos leer de forma más penetrante nuestra experiencia eucarística, encontrar un planteamiento más adecuado de las preguntas que ella suscita y acoger con mayor generosidad la gracia que nos comunica.


1.1 El camino eclesial


También respecto de la Eucaristía, el punto de partida obligado es el Concilio Vaticano II. Éste ha dado orientaciones sustanciales, sobre todo llevando a cabo una seria reforma litúrgica cuyos frutos benéficos gozamos hoy.

El dato más significativo que emerge del evento conciliar es el relanzamiento de la dimensión celebrativa de la fe, la liturgia, como fons et culmen de la vida cristiana.

El Concilio, en efecto, ha tomado conciencia, en forma renovada, de la centralidad de la experiencia litúrgico-sacramental. La reforma de los ritos no ha sido pensada como una simple adaptación de los gestos y palabras a las condiciones históricas que han cambiado; sino, más profundamente, como una renovación de la actitud y de la mentalidad eclesial, que encuentra en la celebración la expresión visible más genuina y eficaz de la fe cristiana.

Así el nuevo Misal Romano pone de relieve el carácter comunitario de la celebración eucarística. Toda la asamblea queda implicada, no sólo en forma coral, sino también a través de una distribución de ministerios.

Igualmente se da un lugar privilegiado a la Palabra de Dios, para favorecer su escucha y su interiorización. El lenguaje aparece más cercano a la sensibilidad contemporánea, y se da un espacio mayor a la adaptación y a la sana creatividad litúrgica.

Las ventajas de la asimilación gradual, y no siempre fácil, de esta mentalidad están a la vista de todos y encuentran un amplio consenso. Al mismo tiempo han suscitado nuevos interrogantes de tipo doctrinal y pastoral.

La búsqueda sigue abierta en muchos ambientes: la reflexión teológica trata de ofrecer nuevas síntesis y perspectivas que, sin perder nada de la tradición de la Iglesia, permitan expresar la verdad de la Eucaristía en nuestras categorías culturales y en conformidad con los nuevos avances en el conocimiento del Nuevo Testamento, mientras la praxis pastoral toma en consideración los numerosos problemas suscitados por la vida actual de los creyentes.

También a propósito de la Eucaristía la Iglesia está viviendo una estación rica de fermentos, en la que conviven grandes potencialidades y arriesgadas confusiones, adquisiciones significativas e iniciativas frágiles, de poco alcance.

Esto acucia de manera particular nuestra conciencia de pastores y educadores que, al atender a las exigencias de los jóvenes y de las comunidades cristianas, debemos saber proponer la fractio panis con la abundancia de motivaciones y significados que la reflexión eclesial ofrece, sin ceder a modas pasajeras ni a opiniones inciertas.



1.2 La pregunta


El camino eclesial ha estado marcado por una transformación cultural que ha hecho sentir su influjo en el ámbito de la celebración de los sacramentos en general y de la Eucaristía en particular.

Podemos recordar cómo se ha difundido la expresividad espontánea y el valor puramente formal que se da a los ritos regulados por normas o costumbres, olvidando fácilmente su significado. Estamos en tiempos de crisis de la memoria histórica.

Una cierta exuberancia colectiva de gestos que nos impresiona (discotecas, acontecimientos rock, etc.) es autorreferencial: es decir, no pretende expresar significados fuera de los que realizan tales gestos. Está marcada por un fuerte individualismo incluso dentro de una gran masa, porque tiende a la satisfacción propia y se encuentra aprisionada en una espectacularidad múltiple. Al mismo tiempo expresa una exigencia de implicación personal, de experiencia directa y de emociones.

No son éstos los fenómenos que más preocupan, si bien no es indiferente analizarlos, por el influjo que ejercen, especialmente entre los jóvenes. Hay otros mucho más serios. No podemos hoy, por ejemplo, hablar de la Eucaristía sin tener presente el fenómeno de los creyentes no practicantes, para los cuales el encuentro con el Señor es considerado separable, y de hecho está separado, de la experiencia sacramental.

Mientras el Concilio se había puesto la cuestión: “¿cómo celebrar los sacramentos?”, en el postconcilio se ha tenido que pensar que la pregunta para muchos cristianos debía ser ésta: “¿por qué celebrar los sacramentos?”.

La ejemplificación puede ser muy amplia y abarca todos los sacramentos: si ya estoy arrepentido, ¿por qué confesarme? Si nos amamos, ¿por qué debemos casarnos por la Iglesia? Y respecto de la Eucaristía: si el Señor está siempre conmigo, ¿por qué tengo que ir a Misa?

Tales interrogantes se reflejan luego en las condiciones particulares de las celebraciones sacramentales, siempre marcadas por el individualismo y por la espontaneidad: ¿por qué la confesión de los propios pecados al sacerdote y la absolución personal? ¿Por qué la participación dominical en la Eucaristía? Y así sucesivamente.

Son preguntas frecuentes, sobre todo en los jóvenes, que denotan una defectuosa formación respecto del significado de la experiencia sacramental y dejan traslucir también la atenuación –muy difundida- de la percepción del valor que el simbolismo y el rito tienen para el hombre, favoreciendo una ingenua exaltación de la espontaneidad.

Como pastores y educadores no podemos infravalorar la incidencia de estos fenómenos, que llevan a considerar la celebración de la Eucaristía como un acto insignificante para la vida, condicionado por una rigidez ritualista, que constituiría un obstáculo para la expresión de la propia vivencia religiosa.

Por otra parte, los tentativos de dar respuesta a estas instancias se han demostrado frágiles y han llegado, en ciertos casos, a formas que ponían en peligro la identidad del sacramento, hasta el punto de reducirlo a un encuentro fraterno, a un momento de convivencia puramente horizontal, a un acto incluido en el programa de alguna celebración considerada más importante.

La complejidad de estos fenómenos debe ser tenida en cuenta, para que nuestra experiencia de la Eucaristía no se separe de la vida y para que nuestra pastoral no deje de plantearse preguntas que resultan determinantes en el plano educativo.


1.3 Nuestra Eucaristía


Sobre el fondo que hemos presentado de forma concisa, podemos ahora tratar de revisar nuestra vivencia eucarística, a la búsqueda de elementos positivos que debemos desarrollar más y con la disponibilidad para reconocer aspectos problemáticos, en los que nuestro camino hubiera de ser rectificado.

La renovación litúrgica ha tenido efectos positivos también entre nosotros. Entre los aspectos más prometedores de nuestra vida fraterna está la diaria Concelebración eucarística, que, como dicen nuestras Constituciones, “evidencia la triple unidad del sacrificio, del sacerdocio y de la comunidad, cuyos miembros están todos al servicio de la misma misión”5.

Alrededor del altar, en la celebración gozosa del misterio eucarístico, nuestras comunidades renacen cada día del corazón de Cristo, que nos hace partícipes de su caridad, nos da la capacidad de acogernos y de amarnos y nos envía como signos y testigos de su amor a los muchachos, destinatarios de nuestra misión. Esto se hace más evidente en el día semanal de la comunidad, en el cual, generalmente, se celebra con más calma y mayor participación.

Algún punto de reflexión podemos tomarlo de nuestro modo de celebrar. No faltan experiencias de celebraciones dignas y gozosas, compenetradas del misterio que se celebra y de la fraternidad en Cristo que se quiere expresar. Sin embargo, no es raro tampoco el caso de una cierta deficiencia en la calidad de la celebración, debida a veces a la prisa, más frecuentemente a una falta de atención a las actitudes que predisponen y acompañan una celebración, a una subestimación del valor de los gestos y del lenguaje simbólicos, que dan vida a la celebración.

Esto puede ser en parte reacción contra un pasado, en el que algunos gestos aparecían sólo como “ceremonias”, que daban solemnidad al sacramento. Hoy la Iglesia, al mismo tiempo que nos pide un gran cambio de mentalidad, nos pone en guardia frente al ceder a formas de secularización, en las que se acaba por trivializar, con motivos poco fundados, elementos cargados de significado.

Otros aspectos de nuestra experiencia eucarística requieren reflexión y decisiones prácticas no siempre fáciles, que deben inspirarse en sabiduría y flexibilidad. Pienso en el servicio generoso que con frecuencia prestamos en numerosas capellanías. Este servicio expresa la caridad pastoral de nuestras comunidades hacia el pueblo de Dios, particularmente hacia las comunidades religiosas femeninas, que, de no atenderlas, no podrían gozar del ministerio presbiteral. Pero dicho servicio no puede eliminar del todo la necesidad de que la comunidad encuentre ocasiones frecuentes para la Concelebración comunitaria, que constituye el momento fontal de nuestra vida de hermanos en el Espíritu.

Observaciones más importantes deben hacerse respecto de la celebración dominical de la Eucaristía, que constituye para toda la Iglesia el signo central del día del Señor y el corazón de la semana cristiana.

El domingo “secularizado” se considera como día de diversión, vivido individualmente. El individuo se aparta de la comunidad humana y hasta de la propia familia, bajo el pretexto de distensión o descanso contra el estrés del trabajo y de las relaciones laborales. Es ésta una mentalidad que puede entrar también entre nosotros, dedicados al trabajo educativo durante la semana. Si así fuese, sería un síntoma grave: ¡un domingo sin comunidad y sin Eucaristía!

Más frecuente es, dando gracias al Señor, otra situación. En general, nos gastamos generosamente en el ministerio. No pocas comunidades cuidan algún signo y momento que haga ver cómo la Eucaristía dominical es el gozne alrededor del cual gira nuestra vida consagrada. Muchas han establecido un momento de adoración eucarística en las horas vespertinas, con notable provecho también para la fraternidad.

Esto nos lleva a otro punto de evaluación: el sentido de la presencia eucarística del Señor en nuestra Casa. Las capillas se presentan, en casi todas partes, con gusto y dignidad y ofrecen un ambiente adecuado de oración; pero se han debilitado las formas de encuentro personal y comunitario con el Señor. El significado y el valor de pararnos, incluso prolongadamente, delante de la Eucaristía, son a veces puestos en discusión, basándose en opiniones sobre la presencia y sobre el culto eucarístico, que no tienen fundamento en la enseñanza de la Iglesia, o por la afirmación de que nuestra unión con Dios ya se realiza en el trabajo.

Para nosotros este aspecto tenía una expresión sencilla y eficaz en la “visita”. Puede ser útil, a este propósito, escuchar el consejo de uno de los teólogos más significativos de nuestra época, Karl Rahner: “Quien pone en discusión la visita debería preguntarse si sus objeciones contra tal devoción no son, en realidad, la protesta del hombre atareado contra la voz imperiosa que le invita a ponerse de una vez ante Dios con todo su ser, recogido aparte y relajado, en una atmósfera serena y tranquila, manteniéndose en el silencio regenerador y purificador en que habla el Señor”6.

1.4 La praxis pastoral


Las situaciones educativas y pastorales son muy variadas y no sería correcto hacer una única valoración general de ellas.

En conjunto, se puede decir que hay mucha generosidad y espíritu de sacrificio en el ejercicio de la presidencia eucarística. Muchos hermanos sacerdotes, sobre todo el domingo, se entregan asiduamente al servicio del Pueblo de Dios. En todas partes hay la preocupación de acercar gestos y palabras a la comprensión del pueblo y de introducir a jóvenes y adultos en el espíritu de la celebración con una creatividad legítima.

En nuestros oratorios/centros juveniles y en las instituciones escolares encontramos dificultad de diversas clases para educar en el misterio eucarístico. Con frecuencia, incluso en contextos tradicionalmente cristianos, no es fácil hacer comprender su valor, porque falta la colaboración y el testimonio por parte de las familias, por una insuficiente catequesis, o por una práctica precedente poco elocuente para la experiencia de los jóvenes.

Esto podría causar en nosotros una falta de confianza para hacer la propuesta. Con el deseo de evitar cualquier apariencia de imposición o de exceso, hay quien limita la celebración a pocas grandes ocasiones, con el peligro de desvirtuar desde dentro el sentido del sacramento, que es presentado como un momento ritual para solemnizar ciertas circunstancias del año. Se piensa acá y allá que los muchachos no están preparados, catequística y espiritualmente, para comprender el significado de la Eucaristía; se olvida que para ellos es no sólo “culmen”, sino también, si está pedagógicamente preparada, “fons” de su vida.

En algunos sitios se presenta, como razón para distanciar las Eucaristías, la relación que hay que mantener entre las celebraciones en nuestros ambientes juveniles y las que más globalmente implican a toda la comunidad cristiana. Ciertamente, los jóvenes no deben quedar aislados de una experiencia eclesial más amplia, pero deben ir sintiéndose parte integrante de ella con la gradualidad pedagógica y la atención a las etapas de crecimiento de que es tan rica nuestra tradición.

Es necesario decir que en no pocos proyectos educativos el problema se ha resuelto muy bien con diversas oportunidades de celebración: algunas, propuestas a toda la comunidad educativa, otras a grupos, otras a la libre participación, dentro y fuera del horario escolar u oratoriano.

El aspecto más negativo, que asoma acá y allá, es la idea de una cierta laicidad de la actividad educativa que no permitiría la celebración eucarística, mientras es sabido que toda comunidad cristiana, y por lo tanto también la educativa, encuentra en la Eucaristía su máxima expresión.

Es sabido que la participación animada de los muchachos y jóvenes en la celebración despierta en ellos grandes recursos espirituales. Para buscar formas que favorezcan dicha participación, no pocos hermanos y seglares dedican inspiración, tiempo, conocimientos y energías.

Nuestro carisma hace que llevemos escrito en el corazón el deseo de una forma de predicación, de unos gestos, de una música litúrgica y de un tono global de la Eucaristía, donde el joven pueda sentirse a gusto. Todo esto es una gran riqueza y un tesoro que podemos ofrecer, con humildad y discreción, a toda la Iglesia.

Pero no es hipotético el peligro de malentendidos y distorsiones. La creatividad, que las normas litúrgicas prevén, es algo muy diverso de la arbitrariedad, de la introducción de gestos que miran a lo espectacular, tomados de situaciones extrañas al sentido eucarístico, que por un momento pueden atraer la atención no sobre Dios, sino sobre nosotros mismos y sobre nuestros gestos.

Por otro lado, cada rito se desarrolla en conformidad con un orden y con ciertas normas. Esto defiende y transmite valores espirituales de primer orden, como la conciencia de que lo que se está haciendo no es un gesto inventado por nosotros, sino recibido como un don de amor; el sentirnos en comunión con los demás hermanos, presentes o lejanos, que celebran la misma fe; el apuntar a lo esencial, es decir, que es Dios mismo quien obra a través de nosotros; y así otros valores.

Son cosas de las que también los muchachos pueden hacer experiencia. A veces nos sorprenden con su capacidad de sintonizar con la sobriedad de los símbolos litúrgicos, que va más allá de nuestras expectativas, a condición de que quien guía la celebración sea verdaderamente un hombre de oración.

Un último punto de reflexión, en este aspecto pastoral, toca de cerca la figura del salesiano presbítero, como ministro de la Eucaristía. La resistencia de las culturas secularizadas para acoger la indispensable mediación de la Iglesia y el valor de los momentos sacramentales, se traduce también para los presbíteros en una cierta dificultad para reconocer la celebración de la Eucaristía como parte eminente de su ministerio. Contribuye ciertamente a determinar esta perplejidad también la reacción contra una cierta teología del pasado, que consideraba la función sacramental (munus sanctificandi) casi como el único ámbito de ejercicio del ministerio.

La tradición salesiana, gracias al amplio radio de la acción educativa en que nos vemos implicados, ha sostenido siempre la necesidad de ensanchar esta perspectiva. Pero, mientras renovamos la conciencia de que los sacramentos no son la única función del sacerdote, no debemos olvidar que siguen siendo la función más grande, más específica y más fecunda.

Efectivamente, sería problemática la figura de un presbítero que no sintiese como su suprema responsabilidad la de servir a la comunidad a través de la presidencia de la Eucaristía, de la que nace y por la que se desarrolla la vida de la Iglesia, o que, cuando no puede celebrar por o con la comunidad reunida, no cumpliese el gesto de ofrecimiento de Cristo en comunión y en nombre de la Iglesia.

Estos puntos de examen, intencionadamente sólo a modo de ejemplos, nos llevan a pensar que debemos inserirnos en la corriente viva de la reflexión de la Iglesia respecto de la Eucaristía para comprender bien el sentido de su celebración. De aquí los pasos sucesivos que me propongo dar con vosotros en esta meditación.


2. INVITACIÓN A LA CONTEMPLACIÓN


Contemplación es la actitud que corresponde al misterio eucarístico. Éste es un don que viene de lo alto. Fuera de la fe no encuentra ningún motivo que merezca la pena. Para comprenderlo es necesario ponerse a la escucha del Señor, meditar mucho su palabra y sentir el escándalo que su anuncio, hoy como ayer, suscita en el corazón de los discípulos.

También nosotros, como los discípulos en Cafarnaúm7, queremos advertir lo paradójico del ofrecimiento de Jesús, maravillarnos de la radicalidad de su discurso, que confunde nuestra lógica humana con la sobreabundancia del amor divino.

Captar con claridad el sentido de la Eucaristía es un deber que se renueva en cada generación de creyentes: deber fascinante, confiado a la reflexión, a la oración, al silencio, al amor, al compromiso por los hermanos, a la contemplación. Pero también es un deber determinante, porque está en juego nuestra acogida del verdadero Jesús, el que nació de mujer y padeció bajo Poncio Pilato, contra toda tentación de proyectar imágenes del Señor o representaciones de su presencia que contradicen la verdad del Evangelio.


2.1 “Haced esto en conmemoración mía”8


La referencia fundamental para comprender la Eucaristía es la Última Cena del Señor. Allí nació, y es memorial de ella. Pienso que no es necesario explicar que memorial, en el lenguaje litúrgico, no es evocación subjetiva, simple recuerdo en el pensamiento; sino actualización y prolongación que hace presente y perpetuo, y, sin embargo, siempre nuevo, el acontecimiento celebrado.

Una meditación constante de este momento de la vida de Jesús, siguiendo el texto, es indispensable. No dejo de recomendárosla. En cada relectura del Nuevo Testamento surgirán novedades inesperadas.

La Última Cena constituye, en cierto sentido, la síntesis de toda la vida de Jesús, la clave de interpretación de su muerte inminente. Precisamente por eso, los textos evangélicos le confieren un relieve particular.

Sin descender al análisis de cada uno de los párrafos, baste recordar que el evangelista Juan coloca en el contexto de la Cena9 la expresión más alta de la enseñanza de Jesús (el discurso de despedida), el momento más intenso de su diálogo con el Padre (la oración sacerdotal) y la expresión más profunda de su amor para con los Doce (el lavatorio de los pies).

La Cena aparece como un acontecimiento preparado durante largo tiempo, deseado ardientemente por Jesús10, y anticipado de varios modos en momentos emblemáticos de su vida: el anuncio del Reino durante los banquetes con los pecadores11, la multiplicación de los panes12, las parábolas de los invitados a bodas13, la discusión sobre el Pan vivo14, y así sucesivamente.

En los textos de la Cena, y más específicamente en las palabras de la institución, hay un denso entrelazarse de temas, que van desde la experiencia salvífica de la Pascua antigua al banquete de la Sabiduría15, desde la temática profética de la muerte redentora del Siervo de Yahvéh a los textos relativos a la Alianza en el Sinaí y a la Nueva Alianza.

La Cena no es simplemente “uno” de los acontecimientos de la vida de Jesús, sino realmente el acontecimiento “decisivo”, para comprender el sentido de su misión y la interpretación que Él da de su vivir y de su morir.

Cuanto Jesús realiza durante la Cena es el coronamiento de una larga historia. Es la “nueva” alianza entre Dios y la humanidad, que hace realidad cuanto había sido prometido en todas las precedentes. Es una anticipación ritual y una interpretación simbólica de su propia muerte. Es un testamento para su Iglesia.

Él, consciente de la pasión que le espera, no huye frente a la reacción violenta que la humanidad opone a la predicación del Reino, sino que la asume y la transforma desde dentro con una sobreabundancia de amor. Consuma así el don de sí mismo, entregándose por nuestra liberación, en la dócil aceptación de la voluntad salvífica del Padre, que el Espíritu le presenta como una invitación y como un mandato de amor.

Es la ofrenda de su vida como don del Padre por la humanidad, que Jesús anticipa e inscribe en el gesto eucarístico. El antiguo rito se colma de una novedad inaudita, porque el Cordero que lava nuestras culpas y nos restituye a Dios es el Hijo hecho carne, consustancial con el Padre y partícipe de nuestra humanidad.

No meditaremos y no adoraremos nunca suficientemente el misterio de amor encerrado en este acontecimiento, cuya amplitud nos supera y cuya gratuidad nos confunde. Él marca el inicio del orden sacramental cristiano, que tiene como contenido la Pascua salvífica de Cristo, y extiende a los hombres de todo lugar y de todo tiempo la comunión con su caridad.


2.2 “Mi cuerpo entregado... mi sangre derramada”16


Las reflexiones precedentes nos han ayudado a comprender la referencia sustancial de la Eucaristía al misterio pascual de Cristo.

Una de las palabras básicas para narrar este misterio y, por lo tanto, para comprender cristianamente la Eucaristía, es “sacrificio”. Al hombre contemporáneo, el sacrificio le parece un residuo del pasado, un estorbo inútil no sólo en la vida cotidiana, donde es normal la carrera a las comodidades, sino también en la relación con Dios. No consideramos que valga la pena sacrificarse si no es en vista de una ventaja mayor, y no comprendemos entonces por qué sacrificar algo a Dios, y tanto menos por qué atribuirle a Él semejante actitud.

Más allá de la palabra, la realidad del sacrificio no puede suprimirse sin desnaturalizar el sentido de la Eucaristía. Suscita, por eso, una cierta preocupación la tendencia a diferir el anuncio de esta verdad en la predicación y en la catequesis, acaso recurriendo a otras categorías, que son insuficientes por sí solas para expresar la intención de Cristo, como aparece en la Última Cena y en la conciencia de la Iglesia primitiva.

Hablar del sacrificio eucarístico significa conectar, por un lado con un modo de pensar y actuar presente en todas las religiones y, por otro, comprender la novedad de Cristo.

Jesús, en su vida, demuestra una oposición y un rechazo total a una cierta concepción de sacrificio; pero, por otro lado, interpreta el momento supremo de su misión, diciendo que ofrece su Cuerpo “en sacrificio” por nosotros.

El concepto de sacrificio que Jesús rechaza es el que entiende el gesto de la ofrenda a Dios como el tentativo del hombre de conquistarse los favores, la protección y acaso los privilegios de la divinidad como fruto de las propias obras, presentadas a Dios como un título de mérito.

Los motivos por los que este comportamiento es aberrante son muchos: contiene la idea de que Dios no ame a todos gratuita y libremente, sino que trate a los hombres en razón de cálculos interesados; favorece una relación con Dios que no pone en el centro la adhesión confiada a su persona, sino el cumplimiento jurídico de gestos formales; ve al hombre preocupado no por convertirse y entrar en el Reino, sino por hacer que Dios colme sus deseos inmediatos.

Cuando la participación en la Eucaristía se inculca más como un precepto que cumplir que como una Gracia que encontrar; cuando se va a Misa por los dones que se esperan de Dios, más bien que por encontrarse con aquel Don que es Dios mismo, se saca en conclusión que, aunque las formas son cristianas, el contenido experiencial no lo es de hecho.

La idea de sacrificio que Jesús manifiesta es algo muy diverso y hasta opuesto. Él habla de sacrificio a propósito de su muerte, entendida no como una derrota, sino como el cumplimiento supremo de su misión. La muerte de Jesús en la cruz desenmascara toda representación de Dios que proyecte sobre el Padre nuestra mezquindad y nuestros instintos de posesión y de revancha.

El sacrificio cumplido una vez por todas en la cruz, y hecho presente en toda Eucaristía, es aquel en que es Dios mismo quien se sacrifica por el hombre, en virtud de un movimiento de caridad ilimitada e incondicional. Jesús se sacrifica por nosotros en el sentido de que nos da su vida, con una donación gratuita que no pretende otra cosa que expresar el amor de su Padre, del que Él, en su total oblación, es imagen perfecta.

Cuando, pues, nosotros celebramos el sacrificio eucarístico, participamos del misterio de la Cruz con el que Cristo nos ha liberado de nuestros miedos de Dios que son la consecuencia de nuestros pecados, nos abrimos gozosamente al encuentro con un Dios que no nos pide nada por amarnos, si no es nuestra disponibilidad para dejarnos amar por Él. Por esto el nombre que define este sacramento es “Eucaristía”, es decir “acción de gracias” al Dios que nos ama gratuitamente.

La fidelidad al amor de Dios nos pedirá con sentido realista también a nosotros, muchas veces, afrontar obstáculos y chocar con la oposición crucificante del pecado nuestro y de los demás. También esto forma parte de nuestra participación en el sacrificio eucarístico. Pero no nos sucederá que entendamos el sacrificio eucarístico como la prestación de una obligación religiosa para que Dios nos otorgue un favor, ni que entendamos la ofrenda de nosotros mismos en unión con Cristo como un precio impuesto por Dios para luego concedernos una gracia.

Si queremos que la participación en la Eucaristía sea fructuosa y motivada por la fe, debemos corregir las visiones torcidas y sobre todo proclamar, como San Pablo, la alegre novedad que brota de la Cruz de Cristo, de la que cada Eucaristía es el memorial.

Para nosotros, en particular, la meditación del sacrificio eucarístico constituye una excelente ocasión para renovar nuestra entrega apostólica como participación de la actitud de Jesús Buen Pastor que salva a los hombres a través del don de sí. En efecto, de la Eucaristía es de donde recibe dinamismo y fecundidad nuestra caridad pastoral: participamos diariamente en el sacrificio de Cristo para aprender de Él a dar cada día la vida, movidos por su mismo Espíritu de amor.


2.3 “Tomad y comed”17


La “mesa”, el “convite” o “banquete”, tienen una larga tradición teológica y litúrgica basada en el memorial de la Cena de Jesús. Siempre será necesario estar atentos a no centrar su significado en nosotros, como si se tratase principalmente de un encuentro amigable de los cristianos, sino referirlo más bien al don del alimento para la vida que el Padre nos da en Cristo.

La Eucaristía, en efecto, es la gracia, la invitación y el acontecimiento de nuestra comunión con Cristo Resucitado y con el Padre: “Preparas una mesa ante mí... mi copa rebosa”18.

Todo el camino pedagógico de la celebración lleva hacia esta cumbre a través del arrepentimiento, la alabanza, la escucha de la Palabra, la fe, nuestra ofrenda humilde. Cristo no sólo realiza un sacrificio de amor, sino también nos hace partícipes y comensales de él.

En toda su existencia Jesús se presenta como la vida de la que debemos participar, el agua de beber para saciar nuestra sed, el Pan del que alimentarnos, la sabiduría a cuya mesa sentarnos, la vid en la que injertarnos. El banquete llena el evangelio y el Buen Pastor conduce a los suyos hacia “fuentes tranquilas y verdes praderas”19. Todo ello son alusiones a una comunión misteriosa.

Como en el discurso sobre el Pan, presentado por Juan, también en la celebración eucarística acoger la Palabra y comer el Cuerpo están en una línea de continuidad y de ascensión. Y los dos son don del Padre y comunión con Cristo.

El Señor Resucitado, por la mediación de la Iglesia y con la acción invisible pero real del Espíritu, en cada Eucaristía se da a nosotros ante todo como Palabra. Él no sólo, ni principalmente, ha dicho palabras sabias, sino que es la Palabra total y definitiva de Dios para el hombre con todas las resonancias que puede tener también a nivel de significado humano. En nuestra celebración eucarística “el mismo Cristo, por su Palabra – afirma la Constitución Sacrosanctum Concilium – se hace presente en medio de los fieles”20.

La comunión eucarística es posible al hombre sólo si la acogida de la Palabra y la fe le han llevado a abrir las puertas al amor.

Es importante no perder de vista que “Él nos explica las Escrituras (...) sobre todo cuando nos congrega para el banquete pascual de su amor”21. Nuestras Constituciones privilegian este perspectiva que relaciona Palabra y participación en el sacrificio: “La escucha de la Palabra encuentra su lugar de privilegio en la celebración de la Eucaristía”22. Explicitando más el sentido apostólico, las de las Hijas de María Auxiliadora declaran: “Alimentándonos en la mesa de su Palabra y de su Cuerpo, llegamos a ser, con Él, “pan” para nuestros hermanos”23.

Éste es uno de los aspectos que con frecuencia descuidamos en nuestras celebraciones; en cambio, el modo de hacer las lecturas, la actitud de escucha, el decoro de los ornamentos, el subrayado conveniente deben hacerlo sentir como algo sumamente importante.

Es el momento cotidiano más eficaz de formación permanente, sobre todo si – como indica la estrecha relación que tiene con la Eucaristía – no lo convertimos en objeto de elucubración intelectual o de estudio, sino que nos abrimos a la acogida y a la comunión con Cristo. No leemos las páginas bíblicas para informarnos de cosas que no sabemos, sino para sentir en ellas y por ellas la voz viva de Dios que, hoy y aquí, nos dirige su palabra para iluminarnos y sostenernos en la historia concreta que nos toca vivir.

Motivo, no menor, para subrayar este aspecto es la importancia que tiene el ministerio de la Palabra para nosotros como educadores y como pastores. Nunca se capta mejor el significado, especialmente en relación con la vida del pueblo de Dios, como en el contexto eucarístico.


2.4 “Yo en vosotros y vosotros en mí”24


La Eucaristía, celebración del ofrecimiento de Cristo al Padre por la humanidad, realiza la forma más intensa de su presencia entre nosotros. La eucarística se llama precisamente “por antonomasia”25 la presencia real.

La Eucaristía proclama que la Pascua ha cumplido la finalidad de la Encarnación del Hijo de Dios, o la intención de Dios de hacer con el hombre la más profunda, permanente y sentida comunión.

La Cruz y la Resurrección no han borrado de la historia la presencia de Cristo, sino que la han metido en el tejido más profundo de las vicisitudes humanas, precisamente a través del signo sacramental de la Eucaristía. Contemplando el pan y el vino eucarísticos, nosotros comprendemos que Jesús es verdaderamente el Emmanuel, el Dios con nosotros, que ha puesto entre nosotros para siempre su morada.

Aquel sentido vivo de la presencia de Dios, que caracteriza nuestra espiritualidad y que Don Bosco inculcaba con tanto empeño a sus muchachos y a sus colaboradores, encuentra aquí la propia raíz y el propio fundamento.

Hoy, como ayer, sólo se hace capaz de contemplación de Dios en la acción quien aprende a ver su presencia en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo.

Es allí donde, según el episodio de Emaús, se abren los ojos y se reconoce al Resucitado, hasta entonces confundido bajo rasgos y palabras comunes. Es allí donde los discípulos descubren la continuidad entre el crucificado y el resucitado y comprenden el significado insólito de la muerte de Jesús. Así, al partir el pan se inicia una acción apostólica auténtica, que lleva los signos del encuentro real con el Señor y se hace anuncio de una comunión con Él, vivida y experimentada personalmente.

De forma sugestiva e iluminante la Sacrosanctum Concilium26 y en continuidad otros textos relacionan las diversas formas de presencia de Jesús Resucitado, poniendo en la cumbre aquélla, inesperada, por la que Jesús se identifica con el pan y con el vino de la Eucaristía, celebrada en su memoria por la comunidad de los discípulos.

Jesús está realmente presente en su Palabra, en la cual se da ya como luz y como alimento. Está presente también en todos los sacramentos, que son “fuerzas vivas que brotan de Cristo vivo”27, por obra del Espíritu: “Cuando alguien bautiza es Cristo quien bautiza”28, cuando alguien absuelve es Cristo quien absuelve.

Jesús está presente en la oración, sobre todo en la Liturgia de las Horas: el mismo Jesús, orante supremo en su existencia de Resucitado, nos incorpora a su oración, haciéndonos concelebrar la alabanza del Padre y la intercesión por el mundo.

Cristo está realmente presente en la comunidad, en el ministro que preside la celebración29 y une visiblemente a la comunidad con su fundamento que es Él.

Después de la celebración, prolonga en el sacramento su presencia en beneficio de todos aquellos que lo desean o lo buscan (enfermos, visitantes) y no han podido asistir a la celebración; continúa estando realmente presente en los pobres y en los enfermos: “Lo hicisteis conmigo”30.

Esta comprensión de la multiforme, aunque única presencia del Resucitado da unidad a nuestra vida. Los sacramentos, la oración litúrgica, la comunidad, la misión, la experiencia de fraternidad, el servicio a los demás: todo queda unificado por la convicción de que el Señor Jesús está presente en todo momento, como Él mismo nos ha asegurado: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”31.

La Eucaristía es el sacramento de su presencia, como lo es de su sacrificio: sacramento en el cual, con mayor intensidad y cercanía, se pone al alcance de nuestra mirada, de nuestra súplica y de nuestra amistad.

Esta presencia no debe ser entendida como presencia de una realidad material, como si el cuerpo de Cristo estuviese encerrado, inmóvil, estático; está, en cambio, vivo, irradiante, activo y operante. No hospedamos a un extraño o a un forastero; no lo hacemos prisionero de ningún producto de nuestro artesanado. Es el Resucitado, el Señor del cosmos y de la historia que, habiendo colmado la medida del amor, sigue ejercitando en el mundo su propia soberanía salvífica, sin estar limitado por el espacio ni por el tiempo, exactamente como se mostraba después de la Resurrección.

Es éste un aspecto del misterio que debemos meditar y contemplar mucho, en un silencio empapado de oración y de docilidad a las iluminaciones interiores del Espíritu.

La presencia eucarística, oponiendo resistencia a nuestras tentaciones de capturar lo divino, nos abrirá espacios más humildes y más auténticos de contemplación del Don de Dios. Contemplar un Don no es nunca simplemente ver una “cosa”; es posible sólo cuando se realiza una unión entre quien da y quien recibe: a esta unión espiritual con Cristo nos llama la silenciosa presencia eucarística.

Sobre tal presencia se fundamenta el culto eucarístico, en sus formas públicas y privadas. Su valor, constantemente propuesto por el magisterio de la Iglesia y por el ejemplo de una multitud innumerable de santos, debe ser redescubierto también por nosotros. Adorando la Eucaristía aprenderemos a dilatar el corazón según la medida del corazón de Cristo; descubriremos la alegría de una escucha prolongada, de una alabanza gozosa y de una intercesión confiada por las necesidades de tantos hermanos, sobre todo de tantos jóvenes que encontramos o que, tal vez, personalmente no encontraremos nunca.

Ha escrito el Papa: “La intimidad divina con Cristo, en el silencio de la contemplación, no nos aleja de nuestros contemporáneos, sino, al contrario, nos hace atentos y abiertos a las alegrías y a los afanes de los hombres y ensancha el corazón hasta las dimensiones del mundo. Esta intimidad nos hace solidarios para con nuestros hermanos en humanidad, particularmente hacia los más pequeños, que son los predilectos del Señor”32.

En esta perspectiva él ha dirigido una invitación urgente que nos afecta en primera línea: “Recomiendo a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, y también a los seglares, que prosigan e intensifiquen sus esfuerzos para enseñar a las jóvenes generaciones el sentido y el valor de la adoración y de la devoción eucarísticas. ¿Cómo podrán los jóvenes conocer al Señor si no son introducidos en el misterio de su presencia? Como el joven Samuel, aprendiendo las palabras de la oración del corazón, ellos estarán más cerca del Señor, que los acompañará en su crecimiento espiritual y humano y en el testimonio misionero que deberán dar durante toda su existencia”33.



3. LLAMADA A LA CELEBRACIÓN


3.1 “He recibido del Señor”34


Comprendido el significado de la institución de la Eucaristía en la Última Cena, no sorprende que la Iglesia, guiada por la experiencia pascual, haya puesto en el centro de su vida y de su pública identidad la práctica frecuente y perseverante de la fractio panis35.

Acontecimientos como el de Emaús, en efecto, ponen en evidencia cómo la repetición del gesto eucarístico es el lugar de reconocimiento del Resucitado, el signo de la novedad y de la continuidad de la relación de Jesús con los suyos después de su muerte y Resurrección, el modo más evidente con que Él sigue haciéndose presente en medio de ellos, para hablar y admitirlos a una inimaginable comunión con Él.

La repetición de los gestos y de las palabras de la Cena se convierte así para la Iglesia naciente en el nuevo modo de acceder al misterio de Dios. Ya no es posible pensar en Dios, sin pasar a través de la muerte y Resurrección de Cristo y, por lo mismo, a través de la Eucaristía que es su memorial. No es posible encontrar una experiencia más inmediata de relación con el Resucitado que la que reconoce su presencia, real y viva, donde se celebra el “partir el pan”.

Así la celebración de la Eucaristía marca la separación de la comunidad cristiana del culto antiguo, la relectura de toda la historia terrena de Jesús a la luz de su Pascua, y la identificación de sus discípulos como los que “comen un solo pan” y forman con Él “un solo cuerpo”.

La enseñanza de San Pablo a los Corintios36, expresión de una tradición de la primera hora, evidencia cómo el mandato de Jesús respecto del rito eucarístico penetró desde el comienzo muy profundamente en la vida de la comunidad y se puso como el fundamento de toda la experiencia eclesial.

El camino que une nuestra Eucaristía con la fractio panis apostólica y con la Última Cena del Señor está marcado por un largo recorrido histórico y por una lenta evolución de los ritos, que ha acogido los influjos y las riquezas de diversas épocas y zonas geográficas. En el fondo, el camino ritual de la Eucaristía forma un cuerpo con el camino histórico del Pueblo de Dios, que es engendrado por la Eucaristía y que en ella expresa su propia adhesión al Señor.

No sorprende entonces la atención afectuosa con que la Iglesia conserva los gestos y las palabras de Jesús, poniéndolos en el corazón de su más hermosa celebración, transmitiéndolos, con cuidado y fidelidad, de generación en generación. Comprendemos también por qué las comunidades cristianas, incluso a escondidas en tiempo de persecución, se sentían movidas a celebrar la Eucaristía no de cualquier modo, sino en el mismo modo de la Iglesia universal que invisiblemente las sostenía. En la Eucaristía, en efecto, se contiene todo el bien del pueblo de Dios: gracia, unidad, historia, misión.

Más allá de las variaciones en las formas externas del rito, ancladas, por otro lado, en la inmutada centralidad de los gestos y del relato de la Cena, hay un significado que no se nos debe escapar.

La Eucaristía es una “celebración”, o una acción ritual que tiene como sujeto visible la comunidad de los creyentes presidida por los propios pastores en comunión con el Obispo y con el Papa. Así pues, ya en su aspecto inmediato, el acto de la celebración eucarística pone de relieve la estructura de comunión de la Iglesia.

La Eucaristía, en efecto, no se presenta con los rasgos de una acción privada, hecha por un individuo o por un grupo ocasional; sino que, por el contrario, revela los caracteres de una acción comunitaria, que afecta siempre a la vida de la Iglesia en su totalidad.

Nadie puede ignorar cuán importante es todo esto en una época marcada por fuertes individualismos, que se reflejan también a veces en la experiencia cotidiana de nuestra vida fraterna. La celebración de la Eucaristía, en cambio, nos coloca inmediatamente en relación con los demás. Y es que sólo es posible en virtud de la continuidad del ministerio apostólico y de la pertenencia a la comunión eclesial. En el “memorial”, momento sustancialmente celebrativo y ritual, nosotros estamos vinculados con todas las iglesias del mundo y con los discípulos que, desde la Cena, se han ido sucediendo hasta nosotros.

El hecho mismo de reunirnos para celebrar constituye ya un gran acto de fe: lo que nos mueve no es un proyecto o un cálculo nuestro, sino la conciencia de deber prestar, todos juntos como comunidad de discípulos, obediencia al mandato de Jesús.

Si se mira la celebración litúrgica con mayor profundidad, nos damos cuenta de que ella, además de ser expresión de la fe eclesial, es más radicalmente expresión y visualización de la acción de Cristo Jesús. Los gestos litúrgicos que hacemos tienen sentido sólo en cuanto remiten a algo que Él mismo, hoy, realiza a través de nosotros. El protagonista de la acción litúrgica es Él; y todo el rito, en su belleza y en su sobriedad, quiere precisamente dejar transparentar esta Su divina presencia.

La desproporción que existe entre la sencillez de los gestos rituales y la grandeza del misterio que contienen, y la doble epíclesis sobre los dones y sobre la asamblea que encuadra el relato de la institución en la Plegaria Eucarística, recuerdan cotidianamente que en el origen del sacramento y de su eficacia salvífica no estamos nosotros; sino que esto que se hace viene de lo Alto. Por eso debe evitarse en nuestras celebraciones todo lo que pudiera dar la idea de un protagonismo autónomo nuestro que distrae de lo esencial.

Sobre todo, cuantos de nosotros son sacerdotes, deben recordar con frecuencia que su función presidencial no es el ejercicio de una autoridad sobre la Eucaristía, sino un servicio de representación del Señor según las indicaciones de la Iglesia. Quien pensase que puede disponer y decidir de los ritos con un cierto arbitrio en nombre del ministerio que ha recibido, demostraría una concepción ministerial muy clerical, que atribuye al subjetivismo del sacerdote un papel normativo para toda la comunidad.

Frente a esta tentación, que de tantos modos puede insinuarse dentro de nosotros, debemos renovar la alegría de dar manos, sentidos y voz a la acción de Otro, que encuentra en nuestra disponibilidad para representarlo el espacio para hacer presente su iniciativa personal de amor. Con otras palabras, nosotros ministros presidimos la Eucaristía in persona Christi, no tenemos como propio ningún poder mágico de captar la presencia de lo divino, sino sólo la función de hacer visible la acción con que Cristo, en la gratuidad de su amor, viene libremente a hacerse presente en medio de nosotros.


3.2 “Vosotros sois el cuerpo de Cristo”37


“Si quieres comprender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol que dice a los fieles: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12,27). Si vosotros mismos sois, pues, Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “Amén” (es decir, ‘sí’, es verdad) a lo que recibís, con lo que respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir “el cuerpo de Cristo”, y respondes: “Amén”. Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo, para que tu “amén” sea también verdadero”38.

Este texto de San Agustín introduce en otro aspecto que queremos tomar en consideración: la Eucaristía como sacramento que constituye la Iglesia.

Hemos escuchado con frecuencia la expresión: “La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia”. Las dos nacen y crecen juntas. La Eucaristía reúne la Iglesia y la hace visible. Así sucede cada domingo en todas las iglesias. Pero, sobre todo, la Eucaristía construye la realidad interior de la Iglesia, como hace el alimento asimilado por nuestro cuerpo; refuerza en ella la conciencia del misterio sobre el que se funda su existencia.

La celebración eucarística no existe como fin de sí misma o para quedar encerrada en el tiempo y en el lugar en que se celebra; quiere dar origen a una humanidad que viva en comunión de amor y de compromiso con Jesús. El pan y el vino, que presentamos en el altar, se transforman en el Cuerpo y Sangre de Cristo, para que todos los que comulgan fructuosamente en este misterio se hagan una sola cosa en Cristo. Diciendo “Amén” al cuerpo eucarístico, decimos también “Amén” al cuerpo eclesial: creemos que es real y queremos formar parte de él según las condiciones que su naturaleza requiere.

De esta verdad brota la tradición espiritual que considera la Eucaristía como sacramento de la caridad, de la unidad, de la comunión fraterna.

Ninguno de nosotros ignora cuán importante es esta verdad para nuestra vida cotidiana y para nuestra acción pastoral. Efectivamente, ésa nos enseña que no hay otro modo para realizar la comunión entre los hombres y para contraponerse a la lógica disgregadora del pecado que el de entrar en la Nueva Alianza ofrecida por la Eucaristía, donde la proximidad benévola y acogedora de Dios nos permite abrirnos los unos a los otros, reconocer y aceptar como un don nuestras diversidades y honrarnos como hermanos en el servicio recíproco.

A la luz de la Eucaristía, la edificación del Reino, de la Iglesia y de nuestra vida fraterna no aparece como una obra titánica de nuestra buena voluntad, sino como el fruto de la Pascua del Señor, que está frente a nosotros para que caminemos hacia ella y nos dejemos invadir por ella.

Todos los documentos recientes sobre la vida religiosa ponen de relieve este punto e invitan a un intenso redescubrimiento del origen eucarístico de la vida común. Así, por ejemplo, el documento sobre la vida fraterna en comunidad recuerda: “Es en torno a la Eucaristía, celebrada y adorada, “cumbre y fuente” de toda la actividad de la Iglesia, donde se construye la comunión de las almas, premisa para todo crecimiento en la fraternidad”39, y luego, citando un texto conciliar, prosigue: “Es aquí donde debe encontrar su origen todo tipo de educación en el espíritu de comunidad”40.


3.3 “Anunciamos tu muerte”

Puesto que está en el origen de la Iglesia, la Eucaristía está en el origen de la misión de

la Iglesia. Ya el Concilio Vaticano II enseñó con autoridad que “todos los sacramentos, como también todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente unidos con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan”41, de tal modo que la Eucaristía aparece como “la fuente y la culminación de toda la evangelización”42.

No demos a estas afirmaciones un carácter vago y solamente alusivo, sino tratemos de percibir su alcance real para nuestra vida espiritual y apostólica.

Decir que la misión nace de la Eucaristía significa reconocer que nuestra acción educativa y apostólica no puede ser otra cosa que participación en la misión de Jesús.

Ahora bien, precisamente esta participación no debemos darla por descontado, ni considerarla ya fundamentalmente asegurada por nuestra consagración. El Evangelio, en efecto, nos recuerda con particular insistencia que se puede estar en la viña del Señor, pero sin trabajar verdaderamente según sus intenciones y a su servicio.

El descubrimiento de nuestra identidad de enviados del Resucitado es el fruto de un largo camino de maduración apostólica, marcado por la purificación de las motivaciones que nos empujan y orientan a una entrega cada vez más profunda a las exigencias del Reino. Y es precisamente esta entrega de sí mismo lo que constituye la verdadera alma de la misión y diferencia al buen pastor, que da la vida por las ovejas, del mercenario que, en apariencia hace tantas cosas, pero no ama el propio rebaño.

Sin entrega gratuita por amor de Dios y de los hermanos no hay misión cristiana y no hay evangelización. Ésta nace de la Eucaristía porque es participación en la misión de Cristo culminada en la Cruz y hecha presente por la acción sacramental y por el Espíritu.

La afirmación de nuestras Constituciones, según la cual “el espíritu salesiano encuentra su modelo y su fuente en el corazón mismo de Cristo, apóstol del Padre”43, descubre su máxima realización precisamente en la Eucaristía. Allí el corazón de Cristo, enviado por el Padre y verdadero misionero del Reino, nos configura consigo, haciéndonos sus apóstoles. No podemos ser apóstoles entre los jóvenes, si en la celebración eucarística no somos discípulos que, como Juan en la Última Cena, saben posar la cabeza en el corazón del Maestro.



4. LLAMADA A LA CONVERSIÓN


Cuando aplicamos lo que hemos dicho a la espiritualidad salesiana, vienen a nuestra mente imágenes y dichos casi lapidarios: las tres devociones, los pilares del Sistema Preventivo, el sueño de las dos columnas.

Pero los eslóganes genéricos, aunque contienen mensajes precisos, corren el peligro de permanecer inactivos y hasta incomprensibles, si no logramos meterlos en nuestra vida cotidiana.

Las máximas sintéticas en las que Don Bosco trasmitió a su familia sus convicciones eucarísticas, eran el resultado de una experiencia espiritual y de una larga praxis pedagógica.


4.1 Don Bosco, hombre eucarístico


Escribe Don Lemoyne: “Son muchísimos los que nos afirmaron esto que, por otra parte, nosotros mismos habíamos comprobado día a día. Hemos asistido muchas veces a su Misa, pero siempre se apoderaba de nosotros en aquel momento un suave sentimiento de fe, al observar la devoción que se traslucía en todo su exterior, la exactitud en cumplir las sagradas ceremonias, el modo de pronunciar las palabras y la unción con que acompañaba sus oraciones. Y la edificante impresión que se recibía no se borraba ya más”44.

La celebración eucarística era, según estas palabras, una experiencia de tal intensidad que se transparentaba al exterior, tan impresionante que dejaba en todos un recuerdo y un deseo de acercarse personalmente a la Eucaristía.

Los vértices de intensidad a que llegó Don Bosco en la celebración eucarística, a veces acompañados de fenómenos extraordinarios, no fueron momentos repentinos y aislados, sino el resultado de un camino marcado por una rigurosa disciplina interior y por una fidelidad a toda prueba.

Sabemos, en efecto, cómo Don Bosco rodeaba la celebración eucarística de un clima de silencioso recogimiento que respetaba personalmente e inculcaba a los demás. “Había mandado que, desde las oraciones de la noche hasta después de la Misa del día siguiente, no se dijera nada. Nos sucedió varias veces encontrarnos con él por la mañana, cuando bajaba de su habitación para ir a la iglesia. En aquel momento aceptaba el saludo con una sonrisa, se dejaba besar la mano, pero no profería una palabra: tal era su recogimiento como preparación a la Misa”45.

Don Bosco, capaz de una actividad incansable y de una alegría exultante, frente al misterio eucarístico se nos presenta como el hombre del silencio orante que envuelve en el recogimiento el encuentro sacramental con Cristo.

Hay para meditar sobre esta su actitud. El silencio, en efecto, no es un elemento extrínseco, casi devocional, de la Eucaristía, sino un componente esencial que conduce precisamente a su misterio: a las noches silenciosas en que Jesús, recogido en oración, maduraba su misión; sobre todo al silencio de aquella noche, en la que la Eucaristía tuvo origen, que Jesús marcó con el ofrecimiento filial al Padre en el huerto de los olivos, sin lograr implicar a la cansada y distraída compañía de los discípulos, que, sin embargo, poco antes habían tomado parte en las primicias eucarísticas de la Cena.

La vida, muchas veces frenética, a la que estamos llamados en jornadas llenas de compromisos apostólicos, tiene una necesidad esencial de este silencio regenerador: es una condición para que la celebración no se convierta en una formalidad exterior, que nos encuentra incapaces de escuchar la Palabra y de entrar en comunión con el Señor.

La importancia que Don Bosco daba a esta preparación, como también a la acción de gracias, es tal que en su testamento, redactado en 1884, se sintió en el escrúpulo de escribir: “Debo pedir perdón si alguno observó que muchas veces fui demasiado breve en la preparación y en la acción de gracias de la Santa Misa. A veces me obligaba a ello, en cierto modo, la multitud de personas que me rodeaban en la sacristía y me quitaban la posibilidad de rezar antes y después de la Santa Misa”46.

Cuando comparamos estas palabras con lo que sabemos del tenor de su interioridad, no podemos por menos de quedar confundidos por esta confesión y preguntarnos si nosotros conocemos y tomamos en serio las enseñanzas espirituales de nuestro Fundador.


4.2 Una pedagogía original


La experiencia personal y la mirada sacerdotal sobre el alma de los jóvenes llevaron a Don Bosco a elaborar una mistagogia o iniciación al misterio eucarístico.

En la página de las Memorias del Oratorio donde él recuerda su primera comunión, evidencia algunos elementos de pedagogía espiritual que cuidará durante toda su vida y propondrá insistentemente a sus muchachos.

Don Bosco cuenta cómo, por el empeño de su madre, él pudo recibir la comunión un año antes que sus compañeros. Entre líneas aparece su pensamiento de Maestro de espíritu de los jóvenes, formulado en el escrito sobre el Sistema Preventivo: “Téngase como pestilencial la opinión de retardar la primera comunión hasta una edad harto crecida. (...) Cuando un niño sabe distinguir entre pan y pan y revela suficiente instrucción, no se mire la edad; entre el Soberano celestial a reinar en su bendita alma”47.

Está luego su insistencia repetida sobre el clima de recogimiento en el que tuvo lugar aquel acontecimiento: “Mi madre procuró acompañarme varios días. (...) En casa me hacía rezar, leer un libro devoto y me daba además aquellos consejos que una madre ingeniosa tiene siempre a punto para bien de sus hijos. Aquella mañana no me dejó hablar con nadie, me acompañó a la sagrada mesa e hizo conmigo la preparación y acción de gracias (...). No quiso que durante aquel día me ocupase en ningún trabajo material, sino que lo empleara en leer y rezar”48.

Con la misma insistencia Don Bosco subraya la relación entre comunión eucarística y sacramento de la Confesión, al que su madre no sólo le invitó, sino le preparó, con aquellas recomendaciones sobre la sinceridad, sobre el arrepentimiento y sobre el propósito que serán luego las enseñanzas que Don Bosco educador dará a sus muchachos.

Finalmente está la alusión a la novedad de vida, a la cual va unida la experiencia sacramental, y a los frutos espirituales que lleva consigo. Mamá Margarita dice: “Querido hijo mío: éste es un día muy grande para ti. Estoy persuadida de que Dios ha tomado verdadera posesión de tu corazón. Prométele que harás cuanto puedas para conservarte bueno hasta el fin de la vida. En lo sucesivo, comulga con frecuencia, pero guárdate bien de hacer sacrilegios”. Y Don Bosco, que lo narra, comenta: “Recordé los avisos de mi buena madre y procuré ponerlos en práctica; y me parece que desde aquel día hubo alguna mejora en mi vida, sobre todo en la obediencia y en la sumisión a los demás, que al principio me costaba mucho (...)”49.

No es difícil captar en estas páginas la experiencia del educador experto que, mientras cuenta a los primeros Salesianos la propia historia, pone en evidencia comportamientos y atenciones a los cuales atribuye un valor permanente.

Un análisis minucioso del texto revelaría aspectos muy significativos del “vocabulario” espiritual de nuestro Fundador. A nosotros, ahora, nos basta descubrir algunos elementos pedagógicos.

Un primer elemento es la intensa carga simbólica y el fuerte impacto existencial que acompaña a la participación de la Eucaristía. Don Bosco se detiene intencionadamente sobre el modo con que mamá Margarita le presentó el acontecimiento de su primera comunión: no como una etapa habitual y casi automática, sino como una experiencia determinante, en vista de la cual se orientan opciones y compromisos cotidianos. Es lo que él practicó en Valdocco, con una sabia dosificación de intervenciones educativas y pastorales, que en un clima de libertad tendían a proponer la Eucaristía como el momento central y más significativo de la vida oratoriana. De una orientación semejante, cargada de fervor y capaz de suscitar esperanza y deseo, provenía gran parte de la eficacia de su método educativo.

Esto nos ofrece algún motivo de valoración también a nosotros: nos lleva a preguntarnos si nuestra pedagogía tiene aquella claridad de objetivos y aquella resonancia afectiva al misterio eucarístico, sin las cuales la figura de Don Bosco sería impensable. La primera condición, aunque no la única, para hacer descubrir la riqueza del misterio sacramental de Cristo es un ambiente y un grupo de educadores que viven apasionadamente de aquel misterio. Así fue para la Iglesia primitiva, así fue para Juan Bosco muchacho y para Don Bosco educador. Sólo con estas condiciones podrá ser así también para nosotros.

Reconocemos, pues, francamente que el primer motivo de dificultad de nuestra pastoral eucarística puede consistir precisamente, aunque no necesariamente, en la atonía eucarística de nuestras comunidades y de nuestros ambientes. Donde la Eucaristía es el gozne de una vida cotidiana iluminada por la fe e inspirada en confianza gozosa, la pastoral eucarística ya ha encontrado su recurso más fundamental.

El segundo elemento, estrechamente unido al primero, es la importancia de una pedagogía personalizada que conduzca al muchacho al encuentro interior, no ritual, con la Eucaristía. En la experiencia emblemática de Juan Bosco muchacho, mamá Margarita le hace recorrer un camino que lleva fundamentalmente los rasgos del antiguo catecumenado. Mamá Margarita, sin saberlo, sacaba de su tesoro de sabiduría y de fe los elementos que la Iglesia ha considerado siempre como indispensables para que el sacramento pueda ser fructuoso y que Don Bosco reafirmará infinitas veces con la palabra “preparación”: la Eucaristía es fructuosa cuando se ha preparado. Y la preparación no consiste en técnicas o expedientes extraordinarios, sino en un camino de oración, de responsabilidad, de purificación y de instrucción proporcionado a la edad.

También aquí hay motivos de reflexión para nuestra pastoral, que puede correr el peligro de sobrevalorar los recursos técnicos para hacer más “interesante” la celebración, y minusvalorar en cambio la atracción interior que el Espíritu ejerce en los corazones, cuando éstos se abren a la oración y se comprometen en la lucha contra el mal.

Hay una acción de la Gracia, que de ningún modo podemos sustituir, porque es obra del Espíritu que persuade interiormente y conduce a la verdad entera. La preparación sacramental consiste, ante todo, en ayudar a los corazones a disponerse a esta acción, liberándose del pecado y aprendiendo a gustar la belleza de la vida espiritual.


Las páginas que pueden iluminar la vinculación de Don Bosco con la Eucaristía serían todavía muchas: basta pensar en la formación seminarista de Juan en Chieri, en los comienzos de su ministerio, en las páginas espléndidas de sus Buenas Noches y de sus sueños (uno por todos, el de las dos columnas) en las que la referencia a “Jesús Sacramentado” es constante y articulada, en las biografías de sus muchachos, en las cuales queda indicado un itinerario de pedagogía sacramental del que es fruto el éxtasis eucarístico de Domingo Savio. Se trata de un conjunto de elementos que demuestran la actuación efectiva de las palabras programáticas: “La confesión y comunión frecuentes y la Misa diaria son las columnas que deben sostener el edificio educativo del que se quieran tener alejados la amenaza y el palo”50.


4.3 La Eucaristía y el “Da mihi animas”


De las breves citas precedentes aparece ya la importancia que la Eucaristía tiene en el pensamiento de Don Bosco y, por tanto, en la espiritualidad original que nosotros debemos traducir fielmente en nuestro tiempo.

Pero el elemento que más que ningún otro revela hasta qué punto el misterio eucarístico marca la vida de Don Bosco, y por lo mismo la nuestra de Salesianos, es la relación con la caridad pastoral que él expresó en el lema “Da mihi animas, cetera tolle”.

Estas palabras que hemos repetido y hecho nuestras son el propósito y el camino de Don Bosco para configurarse con Cristo, que ofrece al Padre la propia vida por la salvación de los hombres. Para penetrarlas más a fondo, repetirlas con mayor convicción y traducirlas con eficacia en experiencia cotidiana, debemos meditarlas a la luz de la Eucaristía, como la parábola del Buen Pastor.

Colocado sobre el fondo de la Eucaristía, el “Da mihi animas” se nos presenta, antes que como un lema, como una oración, eco de la oración sacerdotal de Jesús en la Última Cena: “(Padre,) tuyos eran y tú me los diste. (...) Por ellos me consagro yo”51. Es la expresión más alta de nuestro diálogo y relación con Dios y nos ayuda a superar aquella dicotomía entre trabajo y oración que, a nivel existencial, no siempre logramos superar.

El “Da mihi animas” es ante todo reconocer que el protagonista o el actor principal de la misión es Dios. Nos introduce en el servicio apostólico de los hermanos, haciéndonos pasar a través de la invocación dirigida al Padre. Decir: “Dame las almas” significa en primer lugar invocar la intervención del Señor, entregarse a su amor solícito y dar espacio a su iniciativa de salvación.

Se renueva así en nosotros la conciencia de Don Bosco y de los grandes apóstoles de todos los tiempos, que siempre han advertido que el movimiento de caridad hacia los demás y las energías que se suscitan en nosotros vienen de Dios, y a Dios debe mantenerse unida en todo y por todo nuestra acción.

Ésta ha sido, por otra parte, la actitud de Jesús. Él entendió su vida como una misión que el Padre le había confiado y nos dejó a nosotros su ofrenda eucarística, como un don del Padre, que “tanto amó al mundo que entregó a su Hijo único”52.

De este reconocimiento de la iniciativa del Padre le viene al “Da mihi animas” su carácter de oración humilde e intrépida. En efecto, pedimos al Padre que haga de nosotros un punto de irradiación del Reino, capaz de atraer las almas a Cristo y, por tanto, a la salvación. Se trata de una petición muy singular, que podemos presentar sólo porque sabemos que va de acuerdo con el corazón de Dios, que quiere a los hombres plena y activamente contenidos en su designio de amor. La presentamos con fe y audacia, conscientes de que no pedimos las “almas” para nuestra glorificación, sino para poderlas servir con humildad y dedicación.

Una oración semejante supone para nosotros un camino de paciente configuración con Cristo. Sólo en sus labios la oración del “Da mihi animas” no suena pretenciosa, porque Él, levantado sobre la tierra, puede atraer a todos hacia sí. Sabemos que en la Eucaristía Jesús quiere compartir con nosotros esta caridad que, llevándolo a la elevación pascual en la cruz, lo hace centro misterioso de atracción.

De este modo, la Eucaristía ilumina otro aspecto del “Da mihi animas”. Cuando Don Bosco interpreta su lema a través de las palabras “procura hacerte amar”, no propone a sus colaboradores sólo el desarrollo de sus dotes naturales de simpatía, tan importantes en el ámbito educativo, sino más profundamente pide compartir el itinerario con el que Cristo ha “procurado hacerse amar”, o el itinerario del cotidiano don de sí.

Es sólo la caridad evangélica, recibida del corazón de Cristo en la comunión con Su Cuerpo y Su Sangre, lo que puede dar al educador un verdadero ascendiente espiritual, enteramente purificado de las formas de protagonismo y de búsqueda de la simpatía, y totalmente libre para irradiar en medio de los jóvenes la fascinación de los hombres de Dios.

Por eso, el “Da mihi animas” se completa con el “Cetera tolle”. No es posible participar en la acción salvífica de Cristo sin subordinar a este compromiso todos los demás intereses y deseos. Comprendemos así el lema de Don Bosco como una oración de ofrecimiento que, a imitación de la oración sacerdotal de Jesús, no excluye de la propia disponibilidad ningún ámbito existencial: tiempo, amistades, profesionalidad.

El “Cetera tolle” abarca todo, es un impulso totalizante, como lo es la Eucaristía. Don Bosco lo ha traducido en palabras y obras muy concretas: él prometió a Dios que hasta su último respiro habría sido por los jóvenes. Y así fue verdaderamente. La participación sacramental en el sacrificio de Cristo lleva a identificarnos con sus sentimientos apostólicos y con su generosa dedicación por las exigencias del Reino.

Os invito a renovar diariamente en la Eucaristía la oración personal del “Da mihi animas, cetera tolle”. En el diálogo íntimo con el Señor esta expresión se coloreará de mil matices, adquirirá dentro de nosotros un nuevo relieve existencial. Y se traducirá en “aquella laboriosidad incansable, santificada por la oración y la unión con Dios, que debe ser la característica de los hijos de San Juan Bosco”53.


4.4 Un camino en nuestras comunidades


Las reflexiones que hemos desarrollado hasta aquí sugieren muchas aplicaciones, ante todo para nuestras comunidades salesianas.

La Eucaristía es esencialmente una celebración comunitaria, esto es, implica a cada cristiano en cuanto es miembro del Pueblo de Dios y, por lo mismo, a cada uno de nosotros como miembros de una comunidad. Ésta es el sujeto de la celebración.


La primera pista que ofrezco se refiere a los momentos celebrativos en la comunidad. Se trata de redescubrir el alcance humano y espiritual del celebrar juntos y sacar las consecuencias.

Frente a los peligros de una vida desperdiciada en la distracción del corazón y en una gestión individualista de los compromisos, la celebración eucarística nos conduce a lo esencial, pidiéndonos hacer juntos memoria de Cristo y ofreciéndonos entrar en comunión con su caridad, en la máxima mediación sacramental.

Cada comunidad sabrá reconocer en qué debe hacer consistir este relieve más evidente de la Eucaristía. Para muchos será un tiempo menos acortado, una participación más activa, una preparación más cuidada, un frescor de referencia a lo cotidiano.

Es necesario que redescubramos un modo de celebrar que tenga verdadera dignidad litúrgica. En el cuidado atento por hacer los gestos suficientemente expresivos, por una proclamación digna de la Palabra de Dios y de los textos eucológicos, por la belleza del canto y de los ornamentos, por el respeto de los momentos de silencio se realiza nuestra apertura a Otro, que debe ser percibido, acogido, escuchado y contemplado en la fe y cuya divina presencia justifica el cuidado de los detalles y la generosidad en el compromiso.

Los jóvenes son particularmente sensibles a la genuinidad de los gestos simbólicos de que es tan rica la liturgia y muchas veces se hacen una idea de nuestra fe más observando la sinceridad y la calidad de nuestras celebraciones que escuchando nuestros discursos.

En este clima podríamos proponernos la valoración de la Concelebración de todos los miembros de la comunidad, al menos semanalmente en el día de la comunidad. Así también estudiar una mayor frecuencia de la adoración eucarística comunitaria, que renueva la adhesión de fe y la atención orante a la presencia de Cristo entre nosotros, o el cuidado particular de las liturgias dominicales y festivas a través de la reflexión en común sobre la Palabra que deberemos compartir con los jóvenes y la gente.

Estaría muy bien que la Eucaristía comunitaria se abriese, como ya se hace en muchos lugares, a los jóvenes con los que queremos formar una sola familia. Esto enriquecería nuestras asambleas de frescor juvenil, mientras ayudaría a los jóvenes a hacer válidas experiencias de vida interior y de convivencia espiritual.

Todos tenemos experiencia de celebraciones en las que parece que el gesto y la palabra adquieren su significado total. El mismo visitante que viene de fuera percibe un solo corazón y una sola alma. Otras veces se respira una atmósfera diversa: imperfecta fusión de corazones en la asamblea, disociación entre rito y vida, un camino eucarístico todavía incierto.

Nos dicen las Constituciones: “La Eucaristía es el acto central de cada día para la comunidad salesiana, que lo celebra como una fiesta en una liturgia viva. En ella la comunidad celebra el misterio pascual y recibe el cuerpo de Cristo inmolado para construirse en él como comunión fraterna y renovar su compromiso apostólico”54.


La segunda pista que sugiero es la relación visible entre Eucaristía y vida fraterna.

Hemos meditado cómo de la Eucaristía nace la Iglesia, experiencia de comunión entre los hombres en el nombre de Cristo y anuncio del Reino que se hace presente en la historia. Se trata de sacar de esto conclusiones operativas que no son automáticas, sino que requieren la generosa aportación de cada uno.

Hablar de la Eucaristía y sobre todo celebrarla no tiene sentido si las comunidades no se esfuerzan por superar las tensiones y las divisiones que pueden estar sufriendo. En esto debemos ser muy claros y auténticos, sabiendo que debemos confrontarnos con una enseñanza bíblica que no deja espacios para las medias tintas o para componendas.

Puede ser útil que releamos personal y comunitariamente el texto de la primera carta a los Corintios, capítulos 10 y 11, en que Pablo pone en evidencia que la Eucaristía es incompatible con las divisiones, las cerrazones recíprocas, el individualismo de cualquier forma. Como dice el Apóstol, “cada uno se examine a sí mismo”55 y dándose cuenta de que hay un solo pan, para que todos formemos un solo cuerpo, evite profanar el Sacramento del Señor.

La comunión sacramental no nos lleva a la comunión de vida con Cristo si excluimos a los hermanos de nuestra estima y de nuestro trato, si conservamos rencores y si no damos nuestra aportación para construir la fraternidad. La Eucaristía existe para que nos amemos, nos perdonemos y dejemos edificar al Señor la casa donde Él quiere habitar.

En la plegaria eucarística, después de haber invocado al Espíritu para que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, le pedimos que, en virtud de la acción sacramental, nos reúna también a nosotros en un solo cuerpo. El amor fraterno y la Eucaristía son dos signos que no se pueden separar. Cuando el primero no existe, se introduce una “mentira en el sacramento”. Cuando no se vive la Eucaristía, el amor pierde sus dimensiones y se separa de su fuente de alimentación. “Señor, haz que de la participación en este tan gran misterio obtengamos plenitud de caridad y de vida”56. Sea ésta la expresión intensa de nuestros deseos y el empeño auténtico de nuestra voluntad.


Una tercera pista que explorar es la referencia personal, interiorizada y convencida, al misterio de la Eucaristía.

“Sólo podremos formar comunidades que rezan, si personalmente somos hombres de oración”57. Esta afirmación que nuestras Constituciones refieren en general a nuestra vida de oración, vale de manera muy particular para la Eucaristía.

Será necesario, ante todo, que maduremos un conocimiento más profundo de este sacramento. Llevados como estamos por la inmediatez de los desafíos de cada día, tal vez desde hace años no leemos ninguna obra seria y convincente de teología eucarística, con la consecuencia de que la comprensión del misterio se vuelve más pobre y las motivaciones interiores se debilitan. El Congreso Eucarístico mundial del Jubileo pondrá seguramente a nuestra disposición aportaciones y estímulos que no deberemos dejar sólo a la atención de los que participen en él.

Debemos, luego, redescubrir la lección que nos viene de Don Bosco, es decir, la síntesis, la “espléndida armonía”58 entre oración y entrega apostólica unificadas en el “Da mihi animas”. Lo que buscamos en la oración y en la acción pastoral es una única cosa: la participación en la caridad de Cristo, que la Eucaristía nos hace posible.

Será, pues, importante que cada uno de nosotros aproveche la ocasión de gracia de este Jubileo, para volver a las raíces más auténticas de la propia vocación, y renueve con convicción la adhesión a aquella caridad pastoral hacia los jóvenes que caracteriza nuestra espiritualidad.

Pero en este camino deberemos tener en cuenta y evitar el peligro de las ilusiones. La síntesis de trabajo y oración en un único movimiento de caridad hacia Dios y hacia los hermanos no es un objetivo que se pueda conseguir a través de cualquier itinerario. El misterio de la Eucaristía no es sólo un motivo inspirador, sino que aún antes y mucho más es el momento imprescindible en que el corazón contemplativo y apostólico se forma, en contacto con el corazón de Cristo. Entre la praxis eucarística y la síntesis apostólica lograda hay una consecuencia lógica que no admite cambio de sentido.

Por esto sería ingenuo presumir de poder hacernos generosos y desinteresados en el servicio de los jóvenes descuidando cultivar una robusta piedad eucarística. Donde falte la referencia intensa a la Eucaristía, como centro de la existencia cristiana, no puede haber ni contemplación ni apostolado, porque los dos están juntos o desaparecen juntos.

Preguntémonos, pues, sobre qué aspecto podemos hacer más personalmente, para corresponder al mandato de Cristo: “Haced esto en conmemoración mía”59. En el ámbito de las formas personales de piedad eucarística nuestra tradición deja mucho espacio a la iniciativa de cada uno; pero esto no significa que el compromiso exigido sea menos intenso y que cualquier actitud sea igualmente fructuosa.

Un hijo y discípulo espiritual de Don Bosco sabe encontrar diariamente espacios de silencio ante la Eucaristía en la forma tradicional de las “visitas” o en otras expresiones de auténtica adoración y comunicación.


4.5 El recorrido educativo con los jóvenes


Si nuestro compromiso comunitario y personal de redescubrimiento de la Eucaristía es auténtico, producirá abundantes frutos pastorales.

Los desafíos de nuestro tiempo nos están exigiendo unir de nuevo conocimiento teológico, vida espiritual y praxis pastoral.

Convicciones y experiencias comunitarias nos fuerzan a reconocer que la actividad pastoral no es una técnica, más o menos refinada, puesta al servicio del Evangelio: es más bien un testimonio de vida que brota de una comunión profunda con el Señor. Cuanto más intensa y perseverante sea esta comunión, tanto más todas nuestras palabras y todas nuestras acciones se convertirán en transparencia que revela la llegada del Reino.


Una primera aplicación de esto, en el ámbito pastoral, se refiere a la comunidad educativa. Una renovada atención a la Eucaristía conducirá a proyectos según el espíritu del Evangelio. La caridad tiene una específica modalidad de ver, de valorar y de reaccionar ante las situaciones y los desafíos pastorales. Tiene ojos propios, una inteligencia propia, una creatividad propia, una clarividencia propia, que no pueden ser sustituidas de ninguna manera. Son cosas que sabemos, pero que tenemos necesidad de repetirnos continuamente, para evitar el riesgo de asumir en nuestra acción apostólica modelos de organización y de planteamientos que responden a dinámicas y lógicas diversas de las del Reino.

La Eucaristía nos dice, por ejemplo, que una comunidad cristiana no podrá nunca organizar la propia experiencia de fe sólo según los modelos de una empresa. Y esto en múltiples niveles, que van desde el plano de las motivaciones del obrar al estilo de las relaciones, desde los criterios de las decisiones a las modalidades de representación, desde el tipo de autoridad a las formas de gestión económica. El Reino tiene una dinámica propia y una lógica inconfundible. Debemos vencer la tentación de no considerarla practicable, porque precisamente la Eucaristía nos ofrece cada día su actualidad y su posibilidad de aplicación.

La traducción más inmediata de esta indicación será el reconocimiento de que sólo la Eucaristía podrá dar la justa fisonomía a la comunidad educativo-pastoral (CEP) que nos hemos comprometido a construir en cada obra. La forma de encuentro, de compartir, de corresponsabilidad, de inspiración carismática, de atención a la Palabra de Dios, de práctica de la caridad evangélica que queremos vivir, no puede realizarse sino partiendo de la comunión auténtica en el misterio de Cristo.

Fuera de esta comunión no puede haber comunidad educativo-pastoral, porque fuera de esta comunión sencillamente no hay Iglesia. No debemos temer que la Eucaristía, puesta en el centro de la CEP, engendre exclusión o selectividad entre destinatarios y colaboradores; es más, debemos estar seguros de lo contrario. En efecto, es precisamente fruto de la comunión con Jesús eucarístico, y sólo de ésta, el hecho de aprender a abrirnos a todos, el interés sincero por quien sufre mayores fatigas en el camino humano y de fe, la superación de nuestras resistencias interiores. En un mundo en que la atención a la comunicación tiene grandísima importancia, nosotros sabemos que sólo la comunión con Cristo nos capacita verdaderamente para comunicar y para ser constructores de comunión.

Por otra parte, la experiencia carismática de Valdocco nos confirma que el secreto de una acción pastoral eficaz es un ambiente explícitamente eucarístico, en el que también quien se acerca de forma marginal o con un género de demanda que no es directamente religiosa, intuye que la respuesta generosa y afectuosa que recibe nace de la caridad de Cristo.


Hay un segundo ámbito en el que el misterio eucarístico nos pide una mayor atención y un crecimiento convencido: es el ámbito de nuestros itinerarios educativos-pastorales.

La Eucaristía puede sugerirnos una revisión tanto en lo referente a los objetivos como a la modalidad de la propuesta.

En el plano de los objetivos debemos volver a hacer nuestro el que era el objetivo de Don Bosco, es decir, la propuesta a los jóvenes de la santidad cristiana. Sabemos que la situación de nuestros muchachos es muy variada. Apenas oímos la palabra “santidad”, nos puede venir en seguida la impresión de una valoración abstracta e ingenua de las cosas.

Sin embargo, es importante que no nos dejemos engañar por una idea “milagrera” de santidad, destinada a jóvenes extraordinarios, y tengamos ante los ojos aquel modelo de santidad juvenil que Don Bosco con tanta claridad y naturalidad presentaba pública y personalmente a sus muchachos: una santidad hecha de voluntad generosa, de conocimiento y amistad con Dios, de práctica sacramental, de compromiso cotidiano en el propio crecimiento, de alegría genuina, de servicio entre los compañeros y de entrega en otros campos propios de los jóvenes.

Éstos son nuestros objetivos educativos, aquellos por los que hemos dado y damos cada día la vida, en la convicción de que también los muchachos más difíciles están llamados a descubrir con alegría y a experimentar a Dios en su vida, y que todo es posible a quien tiene fe.

En todo caso, los jóvenes que frecuentan nuestros ambientes tienen el derecho de sentirse decir por nosotros, con simpatía y comprensión, pero también con valentía y como propuesta, a qué los ha destinado Dios y cómo los concibe y los quiere paternalmente. Somos padres espirituales de los jóvenes para hacerlos caminar, para indicarles la meta. No hay nada tan hermoso que podamos hacer por ellos como proponerles, en los modos y en las formas que la caridad y la experiencia pedagógica sugieren, la comunión vital con Aquel que es el Santo de Dios, la Luz, la Verdad y la Vida.

En el plano de las modalidades es necesario que reflexionemos seriamente para comprobar si logramos evitar el peligro de proponer un cristianismo caracterizado más por las “cosas” que hacer por el Señor, que por la “relación” personal con Él.

La polémica de San Pablo contra una justificación que viene de las obras, enseña que no hay que sustituir la experiencia feliz de encontrar el amor gratuito del Señor, que es el centro y el origen de todo, por la simple implicación en iniciativas benéficas y gratuitas.

No raramente, en nuestros ambientes, nos sucede que encontramos a jóvenes voluntariosos, que saben también dedicar mucho tiempo a actividades educativas en relación con los más pequeños o los más pobres, pero que encuentran dificultad para comprender y practicar el encuentro sacramental con el Señor. Esto debe hacernos reflexionar seriamente sobre la imagen de cristianismo que damos con nuestros discursos, nuestras propuestas y nuestra vida.

Se trata de un camino de verificación que no es sólo nuestro, sino que toda la Iglesia siente que debe hacer. Muchos pastores y muchas voces autorizadas han hecho resonar en estos años una llamada semejante. Por otra parte, la necesidad de redescubrir el primado de la Gracia, la centralidad de la relación con Cristo y el carácter constitutivo de la experiencia sacramental es uno de los componentes fundamentales del camino jubilar.

Por esto debemos interrogarnos con valor y saber traducir en forma educativa la alegre noticia que resuena desde hace dos mil años: el Verbo se ha hecho carne para ofrecernos su amistad.

No es posible aquí ejemplificar en qué modo este primado de la Gracia deba traducirse en itinerarios educativos. Nos servirá de ayuda asumir de nuevo la experiencia educativa de Don Bosco. Entre sus muchos elementos que, situados en nuestro contexto, nos pueden hacer reflexionar, está la insistencia sobre la frecuencia sacramental como motor del recorrido en la gracia y en la generosidad apostólica; está la pedagogía de la fiesta, en la que el deber cotidiano se ilumina con la referencia a un momento de gracia esperado y preparado, fecundo de energías y de consecuencias; está la espiritualidad de la alegría que viene del encuentro personal con Jesús.

Volver a encontrar la centralidad de la Eucaristía en nuestros itinerarios pedagógicos y pastorales nos ayudará a tomar y hacer tomar conciencia de que el deseo de comprometerse por el bien de los demás se eleva, resulta duradero y alcanza la autenticidad sólo a través de la experiencia que cada uno de nosotros hace de ser acogido por Cristo. Es allí donde se impone el amor que salva y que no se mide.

Quiero aún, como tercer ámbito de atención, subrayar la importancia de una auténtica educación para la celebración eucarística. Sabemos cómo la experiencia litúrgica, sobre todo en algunos contextos culturales, puede parecer extraña a muchos de los jóvenes con quienes trabajamos. Por otro lado, somos conscientes de los recursos que el lenguaje de los símbolos y de los ritos, con su belleza y sobriedad, puede tener cuando no es una ejecución mecánica y superficial, sino una expresión de fe auténtica.

En el pasado, la pedagogía eucarística podía contar con muchas condiciones favorables, dadas por el ambiente. Hoy requiere con gran frecuencia una educación sobre las actitudes y acciones más fundamentales: sobre el silencio, la oración, el canto, los movimientos corales, los gestos. No debemos minusvalorar la importancia de este factor, que sobre todo en la edad juvenil adquiere una gran importancia por la implicación emotiva y activa en la celebración.

La experiencia enseña que la participación en la Eucaristía se facilita donde hay grupos juveniles que cuidan con gusto la expresión musical, un lenguaje artístico vivo y ejemplar, porque están animados por personas competentes; mientras que el contentarse con formas improvisadas, repetitivas o extrañas al espíritu de la liturgia, contamina el ambiente y pone un obstáculo a la maduración de los jóvenes.

Lo que vale para la música vale también para el servicio litúrgico, para la proclamación de las lecturas, para todas las formas expresivas que forman parte de la Eucaristía y de los varios momentos celebrativos de una comunidad. No hay que olvidar que en la celebración eucarística hay también una pedagogía del tiempo y de las prioridades, por lo que tiene poco sentido alargar detalles que son secundarios y reducir los que son importantes.

Una particular atención habrá que poner para enseñar a escuchar los textos bíblicos. La Eucaristía está totalmente impregnada de Palabra de Dios, no sólo por las lecturas que se proclaman, sino también por una incesante referencia de los textos del Misal a la Escritura. No se puede dar por supuesto que esta riqueza sea percibida en la celebración eucarística, si no se prepara con una verdadera iniciación a la Biblia.

Con frecuencia nosotros pedimos demasiado a la Eucaristía, pretendiendo que se convierta también en un momento didáctico y pedagógico. Si esta dimensión está legítimamente presente en la Eucaristía, no ocupa sin embargo el primer lugar y puede llevar a desequilibrios que acaban por hacer pesado el rito y hacer perder de vista la intención fundamental del sacramento.

Si sabemos cuidar este itinerario formativo, la Eucaristía podrá ser verdaderamente una “celebración” del sacrificio de Cristo, en el que la comunidad se reúne para presentarse gratuitamente al encuentro con el Señor, en alianza con Él, que la frecuentación del Evangelio ya ha preparado.


Conclusión: Un año “eucarístico”


Se me ha quedado grabado en la mente un pensamiento escuchado en un convenio sobre Catequesis y Eucaristía.

Para los primeros cristianos la catequesis era un itinerario progresivo hacia el misterio eucarístico celebrado por la comunidad. Los catecúmenos eran llevados como de la mano hasta el misterio eucarístico, a través de la explicación ordenada de la doctrina y de la vida cristiana. Los bautizados, en cambio, introducidos en la Eucaristía, a partir de ésta meditaban y celebraban toda la obra de Dios y sacaban consecuencias para la vida, como muchas veces hace el apóstol Pablo. Comprendían, a través de un retorno enriquecedor, aquello de donde habían partido y a través de lo cual habían ido avanzando: el deseo de verdad y de vida, la existencia y el ministerio de Jesús, su pasión, Resurrección y el don del Espíritu, la historia de la salvación pasada y presente.

Éste es, por otra parte, el recorrido que ha quedado inscrito en nuestra actual celebración eucarística.

¿Por qué no tratar de hacer nosotros lo mismo personal y comunitariamente? ¡Luz y generosidad brotarán para nuestra vida de consagrados, para la caridad fraterna, para la misión, para la calidad de nuestra educación!

María Santísima, “la Virgen Madre de Dios” que recordamos y a la que nos sentimos unidos en la celebración de cada Eucaristía60, nos sirva de guía en las actitudes con que Ella misma se unió al misterio de su Hijo, ofrecido por la vida del mundo: la escucha atenta de la Palabra de Dios, la activa participación en el sacrificio de Cristo, a los pies de la Cruz, el amor al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.


Os saludo cordialmente y os deseo un camino jubilar, personal y comunitario, cada día más intenso, en la luz de Cristo Resucitado, vivo y operante en nuestras comunidades y en cada uno de nosotros.


Juan Vecchi

1 Cf. 1 Cor 11,24; cf. también Lc 22,19 y par.

2 JUAN PABLO II, Tertio Millennio Adveniente, 55.

3Eucharistia vero est quasi consummatio spiritualis vitae, et omnium sacramentorum finis” (Summa Th. 3,73,3).

4 Estas indicaciones introductivas sobre la Eucaristía, puesta en el centro del Jubileo, nos ayudan, desde el comienzo, a ver la Eucaristía – y, por tanto, esta Carta circular – insertada en las etapas de nuestro camino jubilar, según cuanto se había propuesto en ACG n. 369 (pág. 55 y stes.).

Con la fiesta de Don Bosco, efectivamente, hemos comenzado juntos el camino jubilar salesiano que concluiremos con un acto celebrativo comunitario local y/o inspectorial alrededor de la fiesta de la Inmaculada.

En la primera etapa de este camino, que coincide con el período cuaresmal, queremos profundizar la actitud de Reconciliación y conversión. La carta que os envié: Nos ha reconciliado consigo mismo y nos ha confiado el ministerio de la Reconciliación (ACG 369) puede servir de estímulo.

La segunda etapa de nuestro itinerario se extiende a lo largo del período pascual, en los meses de mayo y junio, y tiene como punto de referencia la Eucaristía, en coincidencia con la preparación inmediata y la celebración del Congreso Eucarístico Internacional, que tendrá lugar en Roma a finales de junio. Esta Carta: Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros, se coloca – particularmente – en la perspectiva del itinerario personal y comunitario, espiritual y apostólico, de esta etapa del Jubileo, y quiere favorecer “el redescubrimiento convencido y gozoso de las riquezas que la Eucaristía nos ofrece y de las responsabilidades a las que nos llama”.

Invito sobre todo a los Inspectores y Directores a estimular durante el período indicado la reflexión personal y el diálogo comunitario y la revisión comunitaria sobre los puntos que os propongo. Las pistas de aplicación que os propongo en los números 4.4 y 4.5 pueden ser materia de reflexión con ocasión de un retiro o de un encuentro comunitario.

5 Const. 88.

6 K.RAHNER, Educazione alla pietà eucaristica, en ID. Missione e grazia. Saggi di teologia pastorale, Ed. Paoline, Roma 1964, pag. 291-340, 316.












7 Cf. Jn 6.

8 Lc 22,19; cf. también 1 Cor 11,24.

9 Cf. Jn 13-17.

10 Lc 22,15.

11 Mc 2,15-17 y par.; Lc 7,36-50.

12 Mc 6,34-

44 y par.

13 Mt 22,1-14.

14 Cf. Jn 6.

15 Cf. Pro 9,1-5; Sir 24,18-21.

16 Cf. Lc 22,19-20.

17 Mt 26,26.

18 Salm 22 (23).

19 Cf. ib.

20 cf. Ordenación General del Misal Romano, n. 33; cf. también n. 35 y antes aún SC 7.

21 Cf. Plegaria Eucarística V.

22 Const. 88.

23 Cf. Const. FMA 40.

24 Cf. Jn 14,20.

25 PABLO VI, Mysterium fidei, 3 de septiembre de 1965, nº 39.

26 Cf. SC 7.

27 Catecismo de la Iglesia Católica (CCE), 1116.

28 SC 7.

29 Cf. ib.

30 cf. CCE, 1397; Mt 25,40.

31 Mt 28,20.

32 JUAN PABLO II, Carta sobre la adoración eucarística del 28-05-1996, enviada al Obispo de Lieja con ocasión del 750º aniversario de la fiesta del Smo. Cuerpo y Sangre de Cristo, 5.

33 Ib. 8.

34 1 Cor 11,23.

35 Cf. Hch 2,42.

36 1 Cor 11,20-34.

37 1 Cor 12,27.

38 S. AGUSTÍN, Discursos, 272; citado en CEC 1396.

39 CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA, La vida fraterna en comunidad, 14.

40 PO, 6.

41 PO, 5.

42 Ib.

43 Const. 11.

44 MBe I, pág. 413.

45 MBe IV, pág. 352.

46 MBe XVII, pág. 238.

47 El Sistema Preventivo en la educación de la juventud, Apéndice a las Constituciones, pág. 242.

48 M.O., SAN JUAN BOSCO, Obras fundamentales, BAC Madrid, 1979, pág. 356.

49 Ib., pág. 356.

50 El Sistema Preventivo en la educación de la juventud, Apéndice a las Constituciones, pág. 241.

51 Jn 17,6.19.

52 Jn 3,16.

53 Const. 95.

54 Const. 88.

55 1 Cor 11,28.

56 Cf. Plegarias Eucarísticas (IV, V, passim).

57 Const. 93.

58 Const. 21.

59 Lc 22,19.

60 Cf. Plegaria Eucarística.

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