351-400|es|382 “Tú eres mi dios, fuera de ti no tengo ningún bien” (sal 16, 2)

1. CARTA DEL RECTOR MAYOR


TÚ ERES MI DIOS, FUERA DE TI NO TENGO NINGÚN BIEN” (Sal 16, 2)


8 de junio de 2003


Queridísimos hermanos:


Al comienzo de la sesión de verano del Consejo General, me pongo en comunicación con vosotros, siguiendo el ritmo trimestral de las cartas que habitualmente mando a toda la Congregación. Lo hago en la fiesta de Pentecostés, que celebra la irrupción del Espíritu Santo en el cenáculo donde se encontraban reunidos los discípulos de Jesús con María. Según el relato de los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 2,1-11), éste fue un evento que trastornó profundamente el corazón de cada uno de ellos, precisamente “como una fuerte ráfaga de viento”. El Espíritu Santo, que es la fuerza con que Dios interviene en la historia, los envolvió y “como fuego” entró en lo más profundo de ellos. El miedo desapareció y dejo paso al valor, la indiferencia dejó el campo a la compasión, la cerrazón fue disuelta por el calor, el egoísmo fue sustituido por el amor. La Iglesia comenzaba de este modo su camino en la historia. Deseo que el Espíritu Santo, como viento y fuego, actualice la experiencia de Pentecostés en la Iglesia y en nuestra querida Congregación, para que podamos ser testigos cada vez más convencidos, valientes y creíbles de Jesús y de su Evangelio.

En mi última carta habéis encontrado la relación de las actividades de mi primer año de servicio a toda la Congregación; por eso ahora me conocéis un poco mejor y estáis informados de lo que hace y piensa el Rector Mayor. Ciertamente la vida no se detiene; en los últimos tres meses he tenido una agenda muy apretada de compromisos: la jornada en el Borgo Ragazzi de Roma, los Ejercicios Espirituales en Fátima, la visita a la Inspectoría de Portugal, el viaje a Tierra Santa, la sesión intermedia del Consejo General, la visita a Gran Bretaña, los días de Treviglio y de Chiari, la visita a las Inspectorías de Sicilia, Bilbao y Munich de Baviera, la jornada en Bonn y Colonia, la visita a la Inspectoría de Verona, la reunión de la Unión de Superiores Generales, la visita a la Inspectoría Adriática.

Puedo deciros que conozco cada vez mejor la realidad de la Congregación, sus recursos, sus problemas, sus desafíos, sus potencialidades. Además, comprendo cada vez mejor las funciones que debo desempeñar como Rector Mayor. Es una misión muy hermosa y exigente, ante la cual me siento inadecuado respecto de las necesidades y de las expectativas. Siento, por todo ello, la necesidad de vuestra comprensión y, sobre todo, de vuestras oraciones, para que pueda ser, como deseo, un Sucesor de Don Bosco paterno y previsor, fiel y dinámico.


1. “Doy gracias a Dios por todos vosotros” (Rm 1,8)


Antes de compartir con vosotros algunas reflexiones respecto de la vida religiosa, esperando que os sean útiles como estímulo espiritual, pastoral y vocacional, querría daros las gracias a cada uno de vosotros por el don de vuestra vida a Dios siguiendo los pasos de Don Bosco.

Me siento en la obligación de daros las gracias; lo hago con gusto por medio de esta carta, como también lo hago personalmente cuando os encuentro al visitar las Inspectorías y las comunidades. Por una parte, cada hermano es un tesoro para la Congregación; no me cansaré de repetirlo y de tratar de hacéroslo sentir. Por otra, la vocación salesiana, tanto laical como presbiteral, es un don extraordinario para cada uno de vosotros. Ésta es mi experiencia y supongo que es también la vuestra. Me gusta rezar algunos salmos bajo esta luz, como por ejemplo, el Salmo 16 (15), donde leemos: “Yo digo al Señor: ‘Tú eres mi bien’...El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (vv. 2.6). Y no me refiero al hecho de ser Rector Mayor, que es un ministerio a desempeñar temporalmente, sino al don inestimable de la vocación como proyecto de vida centrado en Jesús, que nos llama por nuestro nombre, nos escoge para estar con él y para compartir su pasión por Dios y por el hombre (cf. Mc 3, 13-15). Tener una vocación significa haber descubierto que la vida tiene sentido: es un hermoso “sueño” –el de Dios- que realizar, una misión –encomendada por Dios- que cumplir, una meta –personas que se nos han confiado- que alcanzar. Y esto llena de fuerza y de gozo toda una vida, que resulta unificada como fue la de Don Bosco (cf. Const. 21). Ésta es la vocación salesiana.

Es un don del Señor, tan precioso que debe cuidarse con gran esmero y proponerse decididamente a los jóvenes, porque queremos que ellos sean tan felices como nosotros. Cada vez me convenzo más de que el problema mayor y más difuso entre los jóvenes no es lo que llama la atención, como la droga, el alcohol, ni siquiera la confusión en el campo de la sexualidad, aunque, por desgracia, tantísimos jóvenes se encuentran envueltos en ella –y esto es un problema que no nos puede dejar indiferentes-. El verdadero problema es la falta de dirección, de horizonte, de sentido, de proyecto de vida. Esto los lleva a vivir superficialmente, consumiendo cosas y experiencias, sin un elemento que unifique y dinamice su vida. Os doy gracias, pues, por vuestra vocación, que siempre será más rica que la mejor biografía. ¿Cómo poder, efectivamente, recoger al final de la vida en un libro o en una carta mortuoria una historia de fidelidad a Dios por los jóvenes, tejida de alegrías y de tristezas, de sueños y de desilusiones, de esperanzas y de frustraciones, de sudor, de lágrimas y de sonrisas?

Por eso, permitidme que haga mías las palabras de Pablo para agradecer a Dios lo que sois –consagrados por Dios a los jóvenes- y lo que Dios es para vosotros –el único y sumo Bien-. Como el Apóstol, también yo “doy gracias a mi Dios, por medio de Cristo Jesús, por todos vosotros, porque vuestra fe es famosa en el mundo entero. A cada momento os recuerdo en mis oraciones; de eso, Dios es testigo, al que sirvo de corazón como encargado de la buena nueva de su Hijo., Y constantemente le ruego, por fin, si es de su voluntad, me allane algún día el camino para visitaros. Tengo muchas ganas de veros para comunicaros algún don espiritual que os haga más firmes. De hecho, tanto vosotros como yo vamos a animarnos al compartir nuestra fe común” (Rm 1,8-12).


2. “He prometido a Dios que hasta mi último respiro...” (MBe XVIII, 229)


Como recordáis, ya en mi primera carta manifesté el deseo de querer hacer de la santidad un programa de vida, una opción de gobierno, una propuesta educativa. Desde este punto de vista me atreví a decir que aquella primera carta no era una entre tantas, sino que quería ser el texto programático del sexenio.

Y cuando hablo de santidad, no pienso en algo genérico o en un ideal que proponer indistintamente a todos; estoy pensando en nosotros, Salesianos. Cuando hablo de santidad, pienso, pues, en una vida de santidad que nos es propia: la santidad salesiana, vivida según el modelo de nuestro amado padre Don Bosco. Me refiero precisamente a aquella santidad que sólo se puede lograr y vivir como consagrados por Dios para la misión salesiana: “Nuestra vida de discípulos del Señor es una gracia del Padre que nos consagra con el don de su Espíritu y nos envía a ser apóstoles de los jóvenes” (Const. 3).

La nuestra es, pues, una santidad consagrada, un don específico que Dios nos hace para los jóvenes a los que somos enviados. Todo esto tiene consecuencias. Querría detenerme con vosotros sobre este aspecto de la santidad salesiana, que considero sumamente estratégico, porque “nosotros, Salesianos de Don Bosco” nos proponemos “realizar el proyecto apostólico del Fundador en una específica forma de vida religiosa” y porque “en el cumplimiento de esta misión, encontramos el camino de nuestra santificación” (Const. 2).


Con frecuencia, visitando la Congregación, me ha sucedido encontrar a hermanos cargados de energías y de valor apostólico, que trabajan en obras estupendas e favor de los muchachos, pero que no parecen estar sostenidos y apoyados por una pasión semejante por Dios. Así, si por un lado no se puede sino apreciar semejante entrega, por otro no se puede dejar de preguntarse cuál es el móvil real de tan grande actividad. Nosotros sabemos que la misión salesiana y la Congregación, que surgió a su servicio, han nacido de Dios y en Dios renacen: el salesiano, en efecto, ha sido “enviado por Dios a los jóvenes” (Const. 15); la Sociedad a la que pertenece “no es sólo fruto de una idea humana, sino de la iniciativa de Dios” (Const. 1); además, el rasgo característico de nuestra vocación, el que nos es más querido, “la predilección por los jóvenes”, “es un don especial de Dios” (Const. 14). Dios está en su origen, como fuente y fundamento, de nuestra misión salesiana; y así debe permanecer. Esta realidad objetiva es vivida por cada uno y se transparenta a través de la propia vida.

No fue diversa la experiencia personal de Don Bosco. Sacerdote pastor de los jóvenes por vocación, se hace para ellos y con ellos educador solícito; y el educador-pastor de los jóvenes se hace fundador de Institutos religiosos, “religioso él mismo, formador de consagrados y, más tarde, de consagradas... El problema de los jóvenes, en efecto, se le había presentado como demasiado complejo y comprometido para pensar que se resolvía con una mera implicación discontinua y voluntariosa de colaboradores fluctuantes”1. “La experiencia le había demostrado que el personal voluntario no garantizaba estabilidad, continuidad, homogeneidad de acción, cuando, en cambio, el planeta jóvenes se revelaba cada vez más complejo, y el abandono y la pobreza cada vez más extendidos y articulados. Hacía falta repensar radicalmente el problema de los operarios, de su status espiritual y jurídico y de su organización. Don Bosco escogería, por fin, la forma de la Sociedad religiosa, sostenida por otras fuerzas asociadas”2.

De este modo, consciente de que la misión entre los jóvenes, especialmente los más pobres, abandonados o en peligro, exigía “un vasto movimiento de personas” (Const. 5), Don Bosco tuvo que buscar entre los mismos jóvenes a sus colaboradores mejores, los que compartían con él una misma experiencia espiritual y apostólica, la de Valdocco, y que, invitados por Don Bosco a “quedarse con él”, fueron los primeros salesianos. “Él había comenzado con muchachos que no tenían idea alguna de la vida religiosa... De estar en la casa de Don Bosco, él los fue llevando gradualmente al deseo de vivir y trabajar de modo estable, en comunidad con Don Bosco, para llegar finalmente a la decisión de compartir su misma misión y unirse mediante los votos religiosos, haciéndose miembros de una verdadera y propia Sociedad de consagrados”3.

Es verdad que, al menos para nosotros Salesianos, ha sido la misión la que ha exigido un grupo de consagrados: los jóvenes nos han llevado a Dios y no por diversión o como pasatiempo, sino como meta y motivo. Para asegurar el trabajo con los jóvenes, Don Bosco descubrió que tenía necesidad de personas dedicadas por entero a Dios; para tener colaboradores completamente consagrados a sus jóvenes, Don Bosco llegó a ser fundador. No sé si ésta fue una opción pragmática de nuestra querido padre, cuando se dio cuenta de que los colaboradores ordinarios no garantizaban su esfuerzo cotidiano del trabajo apostólico, de las 24 horas del día, todos los días de la semana; o, más bien, una conclusión lógica de su propia experiencia, marcada por el “sueño” de los nueve años, que lo llevó a pensar que Dios tiene un “sueño” para cada uno de nosotros, una vocación especial que desemboca en la consagración por parte de Dios para una misión específica. A partir de la propia experiencia espiritual y pastoral, Don Bosco descubrió así las potencialidades de una vida religiosa, nacida al servicio de la misión salesiana.



3. El malestar actual de la vida consagrada


Es evidente que hoy existe un cierto malestar en lo referente a la vida religiosa, malestar del que se resiente también nuestra Congregación. La caída numérica y el aumento de la edad media de los hermanos, al menos en algunas de las Regiones, son una señal de ello, además del hecho de la fragilidad vocacional, que es un fenómeno común a todas las Órdenes, Congregaciones e Institutos. Este malestar es tanto más difícil de comprender y de asumir, cuando se considera que la Congregación ha sido fiel a las demandas de la Iglesia, a las exigencias del mundo y de la cultura, a las necesidades siempre nuevas de los jóvenes, y que ha tratado de responder a ellas con fidelidad y con creatividad.

Pero también hay que admitir que un cierto malestar resulta connatural con la vida consagrada actual, que teniendo siempre como primer compromiso “la afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros”, se encuentra viviendo en un mundo “donde parece haberse perdido el rastro de Dios” (VC 85). Además, experimentar a Dios, sujeto más allá de lo probable y hasta de lo narrable, es siempre una tarea muy ardua; por consiguiente, puede resultar heroico, en caso de que sea posible, testimoniar a Dios donde Él no es sentido o donde Él ha sido puesto en silencio; y esto sucede con frecuencia. Pero el malestar que la vida religiosa sufre hoy no nace sólo de fuera, de su natural incompatibilidad con el mundo4, sino que brota también de su interior, porque, entre otras cosas, de repente, se ha visto privada de los compromisos sociales que le dieron durante mucho tiempo seguridad e importancia social5.

El modo como se habla hoy de “re-novación”, “re-creación”, “re-fundación” de la vida religiosa no resulta cómodo ni agradable, pero nos obliga a verificar si verdaderamente la esperada renovación puesta en acto por el Concilio Vaticano II no se ha quedado en una “accommodata renovatio” de formas, sin haber alcanzado en profundidad la mente y el corazón de las personas.

Es muy común afirmar que en los días anteriores al Concilio Vaticano II era fácil “identificar” a los religiosos, su forma de vida y su puesto en la Iglesia. La vida religiosa era una forma de vida caracterizada por la profesión de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, según las Constituciones de una Congregación, aprobadas por la autoridad de la Iglesia. Los religiosos habitaban en casas religiosas, monasterios o conventos, y se distinguían, dentro y fuera de sus Institutos, por su hábito y por sus costumbres. El estilo de su vida y la clara visibilidad de sus miembros los separaban realmente del ‘mundo’ y los hacían diferentes de los ‘seglares’ dentro de la misma Iglesia.


El Concilio inició un cambio copernicano, en el que todas las instituciones quedaron implicadas y evidentemente modificadas, por haber sido invitadas a recolocarse dentro de la Iglesia ‘en el’ mundo (GS), con una nueva eclesiología de comunión (LG), según la cual todos los bautizados forman un único pueblo de Dios con diversidad de vocaciones, funciones y carismas.

Es verdad que, después de todo el proceso de renovación que se ha hecho, la vida religiosa ha quedado transformada de tal modo que hoy no es fácil “identificarla” y definir su lugar en la Iglesia, cosa que sucede, en cambio, con los seglares y los pastores (obispos, sacerdotes y diáconos). Es obvio que la dificultad no proviene de fuera, del hecho por ejemplo de que el hábito se ha suprimido y se ha adoptado una forma civil de vestir; más bien proviene de una interpretación de la llamada universal a la santidad y de una serie de factores externos e internos que han borrado, o al menos ofuscado, los rasgos característicos de su verdadero rostro. Esto explica la insistencia actual acerca de su “excelencia objetiva” (VC 32), su “visibilidad” (VC 25) y, por tanto, su significatividad, su credibilidad, su primera fascinación.

Podemos, pues, decir que la vida religiosa ha sido puesta en crisis, externamente por la secularización e internamente por la pérdida de identidad.



  • Crisis externa


El fenómeno más grave de nuestro tiempo no es el ateísmo (GS 19)6, sino la secularización de la sociedad, que ha alcanzado niveles de secularismo exacerbado y ha llegado a crear una cultura de la no-creencia, una cultura a-religiosa, prácticamente a-tea. Se vive en un clima de indiferencia y relativismo. No se niega la existencia de Dios, pero se Le niega un espacio donde sobrevivir; no se discute la racionabilidad de la fe, pero se vive prescindiendo prácticamente de ella; ahora no se debe justificar la incredulidad, sino la fe; Dios ya no es problema, porque su presencia ya no es evidente7. La práctica religiosa es menos visible; el Evangelio ya no resuena en una sociedad deteriorada por nuevos mensajes; Dios y lo sagrado, si persisten entre nosotros, es porque han sido interiorizados. Lo profano conquista terreno, se ha hecho dueño de lo social y se está apoderando de lo privado; la conciencia individual y la propia intimidad ya no son el hogar de Dios.

Podría parecer excesivo el diagnóstico; cito en este punto un texto de Don Viganò, que, escribiendo en términos semejantes al final del año 1991, sigue siendo válido y elocuente:

Hasta hace poco, muchas expresiones sociales y culturales estaban impregnadas de dimensión religiosa. Pero ha ido creciendo la irrelevancia social de todo lo que es religión; ello hace más difíciles y largos los ritmos de maduración de la fe en cuanto conocimiento de sus contenidos y aún más en cuanto vivencia. Y esto, tanto para los jóvenes de nuestras obras como para los jóvenes salesianos en formación.

Ser cristiano –es decir, vivir la opción bautismal- en una sociedad pluralista, es solamente una de tantas modalidades, con idéntico derecho de ciudadanía. Puede, por ello, aflorar un clima de relativismo, de obscurecimiento de los ideales tradicionales y de pérdida del sentido de la vida: muchos jóvenes parece que flotan a la deriva en una embarcación sin brújula. Pierden la perspectiva de lo trascendente, que es el firmamento de la fe, y se encierran en pequeñas respuestas sobre el sentido de la vida, absolutamente insuficientes para las grandes inquietudes del corazón humano. Las mismas respuestas que la ciencia pretende ofrecerles se quedan cortas en la óptica de la búsqueda de significado, pues no se refieren al fin último de la vida ni al sentido global de la historia”8.

Esta secularización puede tener un triple aspecto en la vida consagrada. Efectivamente se puede manifestar en forma de:


  • Pérdida de trascendencia, que resulta evidente cuando se debilita o se pierde la fe como horizonte de la vida y de la vocación, que se convierten así en un puro proyecto humano; se hace más difícil, o hasta desaparece, la motivación de vivir como consagrado a Dios y centrado en la misión que Dios nos ha confiado.

  • Antropocentrismo, que no pone a Dios como centro de la vida o como último punto de referencia, sino al Hombre, de tal modo que la vida se modela según las exigencias y el desarrollo de los dinamismos propios de la naturaleza, sin ningún margen de espacio para los valores del Reino.

  • Praxis socioeconómica, que lleva a sentir con pasión el hecho de que el hombre se desarrolla a sí mismo en el trabajo creador, en el dominio del mundo y en acompañar a otros en su maduración personal y en su éxito social; la misión apostólica se reduce a trabajo social o se identifica con el compromiso por el cambio.


A mi entender, en esta perspectiva secularizada de la vida religiosa ha influido también –y mucho- una lectura teológica reductiva del principio de la encarnación, que insiste de tal modo sobre el primer término, el del “quod non assumptum”de Ireneo, que pone en segundo término o descuida absolutamente la novedad que nos viene de Dios a través de la encarnación. Atraídos por la decisión de Dios de hacerse hombre, se olvida con frecuencia el hecho fundamental de que nunca el Dios-hombre ha dejado de ser Dios y, en consecuencia, que no es el hombre quien se ha hecho divino, sino Dios que se ha hecho hombre y, aunque verdadero hombre, permanece siempre verdadero Dios.



  • Crisis interna


Naturalmente la crisis de la vida religiosa no tiene su origen ni exclusiva ni principalmente en factores externos, si bien debemos reconocer que éstos la condicionan fuertemente; la crisis proviene más bien de su interior y se manifiesta sobre todo por medio de algunos síntomas:


  • El debilitamiento de la identidad eclesial de la vida religiosa. Estábamos acostumbrados a definir la vida religiosa como estado de perfección; el Concilio Vaticano II ha afirmado que la vocación a la santidad es de todos los bautizados. ¿Cómo definir el significado y la función de la vida religiosa dentro de la universal vocación a la santidad?

Aún más radical es la debilitación en el lado de la misión. Nosotros hemos crecido en un clima en el que se consideraba que el doble deber del anuncio del Evangelio y de la diaconía de la caridad era una exclusiva de los presbíteros y de las personas consagradas. El Vaticano II nos ha recordado que la misión es responsabilidad de todos los bautizados, cada uno según la propia vocación; el crecimiento del laicado en todos los ámbitos es una señal que lo confirma. ¿Cuál puede ser entonces el significado de la presencia de la vida religiosa?

Nos hemos dado cuenta incluso de que ni siquiera el carisma, con la espiritualidad y la misión que lleva incluidos, puede ser poseído en exclusiva, como propiedad del Instituto. El carisma tiene por destinatarios a todos los que entran en contacto con él y alcanza su meta cuando es vivido también por éstos. ¿Qué función tienen los consagrados en relación con el carisma?

Estos interrogantes, aunque no siempre se proponen explícitamente, hacen menos clara y menos fuerte la conciencia de la propia identidad y función en la Iglesia.


  • La visión de la vida religiosa centrada en la función, es decir, la visión funcional más que ontológica de la vida consagrada. La vida religiosa del Ochocientos se definía, y, más aún, se vivía como un medio para la misión. Así lo requerían los tiempos y los servicios ofrecidos eran evangélicamente significativos. Pero la evolución de nuestras sociedades modernas ha hecho que el Estado o grupos sociales asumieran muchos servicios creados y realizados por la vida religiosa. Hoy en las mismas obras que tienen las comunidades religiosas, los seglares participan cada vez más en la gestión y en la responsabilidad de la dirección.

Las obras de los religiosos funcionan bien, generalmente bastante mejor que las públicas; pero hay también algo que deja profundamente inquietos: no sólo siguen sin venir las vocaciones, sino que se constata que la gente viene a asumir de nosotros prestaciones y servicios, mientras las razones para vivir las busca en otra parte. Entonces comienza a despuntar un interrogante que se va intensificando: ¿qué sentido tiene nuestra presencia en semejante situación?


  • La superación de las estructuras pasadas. La vida consagrada ha corrido el riesgo de encerrar a sus miembros en una red de preceptos y normas, que no siempre han ayudado a las personas a madurar y a vivir según la libertad de los hijos de Dios. Más aún, las formas de vida religiosa, incluso las renovadas, no siempre corresponden a las nuevas situaciones en las que hoy debemos realizar nuestra vida y misión: basta pensar en los esquemas de vida comunitaria o en las formas de oración. Por otra parte, estas formas y estructuras tradicionales no logran expresar los nuevos valores, como los de la autonomía personal, del sentido del diálogo y de la participación.

Hay la sensación de que sabemos bien la dirección hacia la cual debemos caminar, pero en

realidad todavía no hemos encontrado un modelo de vida y de acción que facilite y apoye este camino. Nos encontramos en una situación muy incómoda: ¿hemos abandonado las estructuras pasadas e inadecuadas, pero no hemos logrado aún ni definido las nuevas?9 Los Superiores Generales (USG) han expresado esto con una afirmación un poco fuerte, pero verdadera. Dicen que un modelo de vida religiosa ha llegado a su agotamiento y no es capaz de motivar ni siquiera a los que están dentro de ella. El Padre Maccise añade que hoy no estamos en condiciones de saber cuál será el modelo de vida religiosa de mañana.


Estos síntomas ya habían sido identificados por Don Viganò10 y por Don Vecchi11, que habían tratado de indicarnos la solución a través del desarrollo del sentido de la consagración apostólica, de la gracia de la unidad y de la especificidad de la espiritualidad salesiana. Tal vez hoy nos encontramos en condiciones mejores para hacer el diagnóstico de las causas más profundas y, por consiguiente, para encontrar las soluciones.



4. La excelencia objetiva de la vida consagrada


Confirma cuanto dejo dicho, es decir que la vida consagrada atraviesa un “período delicado y fatigoso”, el testimonio de Juan Pablo II, el cual escribe: “Ha sido un tiempo rico de esperanzas, proyectos y propuestas innovadoras encaminadas a reforzar la profesión de los consejos evangélicos: Pero ha sido también un período no exento de tensiones y pruebas, en el que experiencias, incluso siendo generosas, no siempre se han visto coronadas por resultados positivos” (VC 13). Estas dificultades no llegan a oscurecer “el valor especial de la vida consagrada” en la Iglesia; es más, hacen más urgente una clarificación de la identidad ontológica, también en relación con los otros estados de vida (cf. VC 31-32).

En esta línea, en la última reunión de la Conferencia Episcopal Italiana del pasado mes de mayo, con ocasión de los 25 años de la Mutuae Relationes, uno de los Obispos ha escrito: “A la luz de las indicaciones señaladas, el carisma de la vida consagrada debe ser comprendido de nuevo y vivido con mayor claridad teológico-pastoral, tanto en relación con las otras expresiones vocacionales en la Iglesia, como en relación con la misión en el mundo. La interpretación más difundida, aún dentro de la comunidad cristiana, evoca más una visión funcionalista que ontológica de la vida consagrada... La consagración no es medio para garantizar la funcionalidad de los servicios en las obras, sino que es el contenido fundamental de la misión de los consagrados: es decir la primacía de Dios, el valor de las realidades últimas, en el mundo del olvido de Dios, para un hombre demasiado preocupado por las cosas penúltimas”12.

Como recordaba el P. Tillard, “a la raíz de cada vida religiosa auténtica encontramos como motivación primera y omnicomprensiva no un “para”, sino un “a causa de”. Y el objeto de este “a causa de” no es otro que Jesucristo. No nos hacemos religiosos “para” algo, sino “a causa de” alguno: de Jesucristo y de la fascinación que él produce”13. No hay espacio para titubear sobre este punto. Generalmente se da por descontado, mientras si hay algo que no lo es, es precisamente esto. El verdadero desafío actual de la vida consagrada es el de restituir a Cristo a la vida religiosa y la vida religiosa a Cristo, sin darlo ya por logrado.

Pienso que parte del problema se ha originado cuando una comprensión reductiva de la Lumen Gentium llevó a borrar precisamente la identidad específica de la vida religiosa, anulando, o por lo menos disminuyendo, la excelencia objetiva de la “sequela Christi” que ella representa. Repensar el “status” teológico de la vida religiosa “es uno de los desafíos más grandes que deben afrontar los religiosos y las religiosas hoy”14.

Sin prejuzgar la santidad subjetiva de tantos seglares y sacerdotes, debemos insistir con decisión que la “sequela Christi” y la “imitatio Christi” encuentran en la vida religiosa su campo más favorable; ella es, precisamente, “memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos” (VC 22). “Los consejos evangélicos, con los que Cristo invita a algunos a compartir su experiencia de virgen, pobre y obediente, exigen y manifiestan, en quien los acoge, el deseo explícito de una total conformación con Él... Su forma de vida casta, pobre y obediente, aparece como el modo más radical de vivir el Evangelio en esta tierra, un modo –se puede decir- divino, porque es abrazado por Él, Hombre-Dios, como expresión de su relación de Hijo Unigénito con el Padre y con el Espíritu Santo. Éste es el motivo por el que en la tradición cristiana se ha hablado siempre de la excelencia objetiva de la vida consagrada” (VC 18).

En el conjunto armonioso de los dones que forman la Iglesia, “se confía a cada uno de los estados de vida fundamentales la misión de manifestar, en su propia categoría, una u otra de las dimensiones del único misterio de Cristo. Si la vida laical tiene la misión particular de anunciar el Evangelio en medio de las realidades temporales, en el ámbito de la comunión eclesial desarrollan un ministerio insustituible los que han recibido el Orden sagrado, especialmente los obispos...Como expresión de la santidad de la Iglesia, se debe reconocer una excelencia objetiva a la vida consagrada, que refleja el mismo modo de vivir de Cristo. Precisamente por esto, ella es una manifestación particularmente rica de los bienes evangélicos y una realización más completa del fin de la Iglesia que es la santificación de la humanidad” (VC 32).

No hay duda de que la misión de la vida religiosa es la de ser signo, metáfora:


  • Signo de la memoria viva de Jesús, el cual prolonga su presencia reveladora a través de la vida de los que llevan en su propio cuerpo “los estigmas” de la pasión del Señor (Gal 6,17). Corresponde a la vida consagrada vivir y expresar públicamente “la adhesión ‘conformadora’ con Cristo de toda la existencia” (VC 16), que lleva a la configuración con el Señor Resucitado. “Esto conlleva una particular comunión de amor con Él, constituido el centro de la vida y fuente continua de toda iniciativa” (Caminar desde Cristo, CdC 22).

En efecto, la vida consagrada es en sí misma una “progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo” (CdC 15; cf. VC 65). “Es necesario, por tanto, adherirse cada vez más a Cristo, centro de la vida consagrada, y retomar un camino de conversión y de renovación que, como en la experiencia primera de los apóstoles, antes y después de su resurrección, sea un caminar desde Cristo. Sí, es necesario caminar desde Cristo” (CdC 21).


  • Signo de la presencia y de la primacía de Dios en el mundo, del Dios de Jesús, fuente de vida y de humanidad, que se manifiesta en la necedad y en la debilidad de la cruz (cf. 1 Cor 1,22.31), que denuncia el pecado y abre a la acción vivificadora del Espíritu en la Resurrección. Es, pues, necesario que demos verdaderamente a Dios la primacía que le corresponde, como valor absoluto de nuestra vida, personal y comunitaria, íntima e institucional.

Hacer experiencia de Dios no es para nosotros una ocupación intermitente ni tarea secundaria, sino nuestra razón de ser en la Iglesia y nuestra primera misión: “Hasta en la simple cotidianeidad, la vida consagrada crece en progresiva maduración para convertirse en anuncio de un modo de vivir alternativo al del mundo y al de la cultura dominante. Con su estilo de vida y la búsqueda del Absoluto, casi insinúa una terapia espiritual para los males de nuestro tiempo” (CdC 6).


  • Signo de la novedad del Reino de Dios que está en el mundo, pero que no es de este mundo (cf. Jn 18,36), que asume los valores humanos, pero que al mismo tiempo los trasciende y los redime, introduciendo en ellos una verdadera y absoluta novedad. “La misma vida consagrada, bajo la acción del Espíritu Santo, se hace misión. Los consagrados, cuanto más se dejan conformar a Cristo, más lo hacen presente y operante en la historia para la salvación de los hombres” (CdC 9).

Esto exige vivir con alegría y radicalidad las Bienaventuranzas como programa de vida y como fermento capaz de transformar el mundo. Misión peculiar de la vida consagrada es, en efecto, “mantener viva en los bautizados la conciencia de los valores fundamentales del Evangelio, dando un testimonio magnífico y extraordinario de que sin el espíritu de las Bienaventuranzas no se puede transformar este mundo y ofrecerlo a Dios” (VC 33).


  • Signo de la comunión eclesial, que es vivida por quien hace profesión de vivir hasta el fondo el mandamiento de Jesús en la vida de comunidad, donde se hace “tangible de algún modo que la comunión fraterna, antes de ser instrumento para una determinada misión, es espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado (cf. Mt 18,20” (VC 42). La aportación específica que los consagrados y consagradas ofrecen a la evangelización “está, por eso, ante todo, en el testimonio de una vida totalmente entregada a Dios y a los hermanos, a imitación del Salvador” (VC 76; cf. CdC 34).

Esto sucede gracias al amor recíproco de cuantos componen la comunidad, que antes de ser proyecto humano, es parte del proyecto divino (cf. La Vida fraterna en comunidad, VFC 7). “La vida de comunión representa el primer anuncio de la vida consagrada, porque es signo eficaz y fuerza atractiva que lleva a creer en Cristo. La comunión, entonces, se hace ella misma misión, más aún, la comunión genera comunión y se configura esencialmente como comunión misionera” (CdC 33; cf, Christifideles Laici, ChL 31-32): “Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo” (NMI 40).


“La vida consagrada hoy tiene necesidad, sobre todo, de un impulso espiritual, que ayude a penetrar en lo concreto de la vida el sentido evangélico y espiritual de la consagración bautismal y de su nueva y especial consagración. La vida espiritual, por tanto, debe ocupar el primer lugar en el programa de las Familias de vida consagrada, de tal modo que cada Instituto y cada comunidad aparezcan como escuelas de auténtica espiritualidad evangélica” (CdC 20; cf. VC 93). Llamados a ser signos de la novedad profética del Evangelio, novedad que debe iluminar y ser punto de referencia para todo bautizado, tenemos una gran responsabilidad en la Iglesia: si todos están llamados a la santidad, nosotros debemos hacer de la santidad un estilo de vida, nuestra verdadera “profesión”, para ser entre los cristianos una llamada viviente. Vivir consagrados a Dios es nuestra primera misión apostólica.

Y esto es tanto más urgente para nosotros como educadores de los jóvenes, los cuales buscan y tienen necesidad de personas que sean, para ellos, estímulo y propuesta de vida, personas que con su propia forma de vida les den razones de vida y de esperanza y los acompañen en su desarrollo humano y cristiano.



5. Un modelo en crisis


A partir de esta identidad podemos individuar mejor las raíces de la crisis actual de la vida religiosa, de la que la falta de vocaciones, la poca visibilidad y de la débil significatividad no son sino un síntoma.

Ha sido una concepción –diría- liberal y reductiva de vida religiosa la que ha considerado que la renovación debía ser una adaptación a la modernidad, asumiendo lo mejor del Iluminismo, de la emancipación, de los derechos humanos. Así se ha pasado a colocar en el centro a la persona, su conciencia, su dignidad, el propio proyecto. Esto ha contribuido a suscitar una saludable liberación, consistente en una maduración humana más rica y respetuosa de la persona, pero también ha introducido elementos de signo negativo:


  • El rechazo de cualquier distintivo particular de la VC; se han ido abandonando los rasgos sociales de pertenencia, como el hábito, las estructuras, las costumbres, el lenguaje, un modo característico de presentarse ante la gente; se evitaba ser reconocidos y aparecer diferentes. Se consideraba importante la invisibilidad y el dejar sepultado el tesoro (cf. Mt 13,44).

Pero si la misma vida consagrada niega ser signo visible de algo, ¿entonces qué sentido tiene? Precisamente por esto hoy se habla tanto de la necesidad de recuperar un lugar en el mundo y en la Iglesia a través de su visibilidad, por medio de la cual aparecen “los rasgos característicos de Jesús” (VC 1).


  • El deseo ardiente de ser normales, como todo el mundo, sin que haya algo que nos pueda distinguir de los demás, sin llevar con nosotros nuestro rasgo característico de haber sido conquistados por Cristo y estar enamorados de Él, es decir, comprometidos “en vivir con amor apasionado la forma de vida de Cristo” (CdC 8).

Pero si la vida consagrada no sobresale por ninguna otra cosa, si no despierta sentimientos más profundos y recursos menos comunes, ¿para qué hacerse religiosos? Si los votos no tienen nada de extraordinario, de insólito, de “alocado”, ¿no será tal vez porque han sido reducidos a nuestra medida? Si la vida consagrada se ha instalado en la normalidad, quiere decir que ha perdido su fuerza profética15; si hace de todo, pero nada de especial; si no anticipa nada mejor, ni anuncia ni denuncia algo, ¿para qué sirve?


  • A esto se añade la reafirmación de la profesionalización. Antes, tal vez, se quería que la gracia de la vocación viniese a sustituir nuestra incompetencia profesional; “la obediencia hace milagros”, se solía decir. Hoy, en cambio, la necesaria preparación profesional se convierte en un pretexto para no estar disponibles para la misión. Estamos perdiendo el frescor de la disponibilidad evangélica, la espontaneidad del apóstol, para ser simples profesionales de la educación. Me pregunto si todos los Salesianos estarían dispuestos a dejar la propia profesión por un servicio a la Congregación. Mi experiencia me convence de que son muchos los que lo hacen, y con gusto; pero, por desgracia, no somos todos.

Pero si la vida consagrada cuenta sólo con profesionales de la sanidad, de la educación, de la marginación, se debe también admitir que se ha equivocado, cambiando trágicamente el fin por el medio. El hacer toma la primacía sobre el ser; pero ¿es justo privilegiar el trabajo de nuestras manos, más que la voluntad de Dios sobre nosotros?


  • Se ha introducido así una gran dosis de individualismo, que hace casi imposible la obediencia. El hecho es tanto más grave cuanto es menos consciente; o si resulta notorio, entonces es más razonado. Ante los propios derechos, el propio proyecto, la realización de la vocación personal, no hay nada que hacer: estas cosas no se ponen siquiera en cuestión y ni siquiera se evalúan.

Pero si la vida consagrada se interpreta a sí misma desde la perspectiva de la auto-realización, ha perdido el camino del Evangelio. Recordemos las palabras decisivas de Jesús: el que quiere conservar la propia vida, la pierde (cf. Mc 8,35; Jn 12,25). La auto-realización coloca en el centro el propio yo y los propios intereses. El Evangelio, por el contrario, nos des-centra, poniendo en el centro a Dios y al prójimo. La cultura de la auto-realización trastorna el discernimiento comunitario; éste se hace no tanto como un proceso de desapego y de purificación para sintonizar con la voluntad de Dios, sino como una estrategia para imponer una decisión personal, muchas veces ya tomada antes. ¿Dónde está, pues, la sequela Christi, dónde el hacer, como Jesús, de la voluntad de Dios el propio alimento (Jn 4,34)?

Haciendo así, se pierde el sentido de la misión comunitaria, porque la primacía del yo conlleva la pérdida de la misión común. Pero si la vida consagrada consiente y deja espacio a esta visión individualista de vocación y de misión, está orientada a la autodestrucción. El peligro no es imaginario; es tan real que hoy se ha convertido en un problema para la formación y para el gobierno.


  • La reducción de la oración es otro elemento de este modelo de vida consagrada “liberal”. Las prácticas de piedad se reducen “ad usum privatum”, pierden frecuencia, visibilidad y obligatoriedad; se hacen cuando hay tiempo, porque no hay otra cosa urgente que hacer; o cuando se siente su necesidad porque hay algo que pedir. Es verdad que antes podía darse una cierta rutina y formalismo y podía faltar espontaneidad y autenticidad; pero también es verdad que sin practicar la oración, que exige disciplina y método, regularidad de vida y fidelidad cotidiana, se produce un vaciamiento interior y una profunda fragmentación en la persona creyente.

Pero es un contrasentido que la vida consagrada se aleje de Dios, porque no lo frecuenta. De hecho, “de las personas consagradas se difunde en la Iglesia una convencida invitación a considerar la primacía de la gracia y a responder mediante un generoso compromiso espiritual” (CdC 8; cf. NMI 38). ¿Cómo explicar que para un salesiano haya ocupaciones más importantes que Dios? De este modo se produce lo que ya había sido dicho por los latinos: Corruptio optimi pessima; nada peor que un religioso secularizado. ¿Para qué sirve la sal, si se vuelve insípida (Mt 5,13)?


  • El tipo de comunidad que se promueve en este modelo es visto como un espacio de tranquilidad, de respeto mutuo, de bienestar personal, de estar bien sin sentirse incomodados. Para lograr esto, se preconiza el valor de comunidades homogéneas, formadas por iguales; y si esto no es posible, se recurre al pluralismo y a la tolerancia, como el ideal que alcanzar. Lo más importante sería la falta de conflictos, de choques, o simplemente de diversidad de puntos de vista; y así se deja correr, haciendo que cada uno se sienta bien, no yendo más allá de lo que todos están dispuestos a dar, ni pidiendo lo que pide el Evangelio. Aumentan así el número de coches, las salas de TV, la independencia económica de los hermanos, la autonomía para los viajes y las vacaciones, la apertura a las relaciones con personas del otro sexo; la pobreza se relaja, el superior se convierte en un permisivo, ya no es el animador ni el padre, y la casa se transforma en una residencia de individuos independientes.

Pero si la vida consagrada no forma personalidades robustas, hombres de comunión que ven al hermano como “uno que me pertenece” (NMI 43), no tiene razón de existir, porque la comunión vivida y testimoniada es uno de los elementos que la hacen significativa, luminosa y evangélica. Hoy, en efecto, “la Iglesia encomienda a las comunidades de vida consagrada la particular tarea de fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y más allá de sus confines, entablando o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad, sobre todo allí donde el mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o las locuras homicidas” (VC 51).


  • Tal vez el elemento más débil y el más doloroso de este modelo es la dificultad para hacer surgir vocaciones. Nos mueve a una seria reflexión el hecho de que sean precisamente los nuevos movimientos y las congregaciones apenas fundadas quienes tienen más éxito en este campo. Algo, sin duda, nos ha faltado. ¡Quién sabe si el modelo “liberal” de vida consagrada, que se ha impuesto aquí y allá y que indudablemente tiene rasgos antivocacionales, no explique la situación! En efecto, los grupos que tienen mayor éxito vocacional presentan tres elementos fundamentales: una espiritualidad robusta, visible, compartida; una vida de comunidad intensa, alegre, atrayente; un compromiso seguro, claro, fuerte a favor de los pobres, que lleva a vivir para ellos y como ellos.


Pienso que el problema más grande del modelo “liberal” es el de pretender evangelizar la cultura moderna, asumiendo ésta a costa de las opciones y de los valores evangélicos. La consecuencia es que así nosotros nos dejamos transformar por la lógica del mundo, en vez de ser evangelizadores de la cultura. Deberíamos ser como la sal, que tiene la virtud de poder penetrar hasta disolverse, pero sin perder nunca su identidad, su eficacia, de tal modo que puede volver de nuevo a su estado original.

Éste es el modelo de vida consagrada que está en crisis. Nosotros, Salesianos, tenemos razón de ser si nos mantenemos fieles a nuestra vocación y misión: ser signos y portadores de Dios. Refundar la vida religiosa no quiere decir otra cosa que volver a lo esencial, a lo absoluto de Dios, a los valores del Evangelio, a las bienaventuranzas y a los consejos evangélicos, a la fuerza de la comunidad, a la presencia en medio de los muchachos, como nos exhortaba Don Bosco en su carta de Roma de mayo de 1884.



6. El CG25, una invitación para orientarse en esta línea


Leyendo el CG25, me doy cuenta de que la Congregación ha querido responder a estos desafíos cuando ha afrontado la realidad de la Comunidad Salesiana Hoy, presentando una visión de conjunto de toda nuestra vida consagrada. El tema es la comunidad, pero el contenido comprende la experiencia y el testimonio de Dios, la comunidad fraterna y la presencia entre los jóvenes. De este modo, misión, fraternidad y vida evangélica son vistas en la perspectiva del tipo de comunidad que la Congregación se siente llamada a promover, buscando su renovación más profunda.

La comunidad, en efecto, no ha sido vista como un “club de amigos”, o como un equipo de trabajo, aunque interesa –y mucho, porque pertenece al espíritu salesiano- que haya una atmósfera cordial y atrayente desde el punto de vista humano y una eficacia profesional desde el punto de vista educativo-pastoral. Ha sido presentada, ante todo, como una comunidad consagrada, de apóstoles, con una clara identidad carismática, heredera de un patrimonio espiritual al que acudir para poder responder con competencia a los nuevos desafíos.

La segunda ficha, que lleva como título Testimonio Evangélico, ha tratado explícitamente este tema inspirándose en el “Sueño de los diez diamantes”, donde se describe el modelo del verdadero salesiano. Estando a las palabras del comentario de Don Viganò, podemos afirmar que precisamente el mismo Don Bosco “fue siempre, durante toda su vida, la encarnación viva de este simbólico personaje”16. Contemplado de frente, el personaje hace ver la vida salesiana, ante todo, “en su actividad” (los diamantes del pecho); contemplado por detrás, el personaje nos hace ver la vida salesiana “en su espiritualidad interior” (los diamantes de la espalda). Si se quiere, delante, su figura social, el rostro, el “da mihi animas”; en la espalda, el secreto de su constancia y de ascesis, el armazón y el fundamento, el “cetera tolle”17.

Aplicando estas características fundamentales a la comunidad salesiana, el CG25 afirma: “Cada comunidad está formada por hombres, inmersos en la sociedad, que expresan la pasión del ’da mihi animas, cetera tolle’, con el optimismo de la fe, con la dinámica y la creatividad de la esperanza y con la bondad y entrega total de la caridad. Este compromiso está sostenido por una estructura espiritual fuerte y esencial, caracterizada en particular por la dimensión ascética de los consejos evangélicos y por un estilo de vida de trabajo y templanza” (CG25, 20).

Somos conscientes de que el ambiente cultural de hoy, marcado por el secularismo, el individualismo y el hedonismo, no favorece mucho la estima, la asunción personal y la maduración de una vida consagrada; y, por lo tanto, se ven más claros los desafíos que hay que afrontar. Pero también se comprende la fuerza profética que puede tener la vida religiosa en plenitud, como forma de vida alternativa, que manifieste nuevos caminos de humanismo según el Evangelio.

“Los consejos evangélicos no han de ser considerados como una negación de los valores inherentes a la sexualidad, al legítimo deseo de disponer de los bienes materiales y de decidir autónomamente de sí mismo. Estas inclinaciones, en cuanto fundadas en la naturaleza, son buenas en sí mismas. La criatura humana, no obstante, al estar debilitada por el pecado original, corre el peligro de secundarlas de manera desordenada. La profesión de castidad, pobreza y obediencia supone una voz de alerta para no infravalorar las heridas producidas por el pecado original, al mismo tiempo que, aun afirmando el valor de los bienes creados, los relativiza, presentando a Dios como el bien absoluto. Así, aquellos que siguen los consejos evangélicos, al mismo tiempo que buscan la propia santificación, proponen, por así decirlo, una ‘terapia espiritual’ para la humanidad, puesto que rechazan la idolatría de las criaturas y hacen visible de algún modo al Dios viviente. La vida consagrada, especialmente en los momentos de dificultad, es una bendición para la vida humana y para la misma vida eclesial” (VC 87; cf. CG25, 33).

No es extraño, pues, que se hable de la primacía de Dios, “que ha entrado en nuestras vidas, nos ha conquistado y nos ha puesto al servicio de su Reino, como signos y portadores de su amor” (CG25, 22); del valor humanizante y profético del seguimiento de Cristo como respuesta a la idolatría del poder, del tener y del placer; de la gracia de la unidad, “que es don del Espíritu Santo y síntesis vital entre unión con Dios y entrega al prójimo, entre interioridad evangélica y acción apostólica, entre corazón orante y manos trabajadoras, entre exigencias personales y compromisos comunitarios. De esta manera, se integran armónicamente, en la alianza con Dios, la misión apostólica, la comunidad fraterna y la práctica de los consejos evangélicos” (CG25, 24).

Todo esto se debería traducir en la centralidad de la Palabra de Dios en la vida personal y comunitaria, en la celebración de la Eucaristía, en la calidad de la vida de oración hasta hacer de la comunidad una “escuela de oración”; en la revisión de vida, en la dirección espiritual, en el proyecto de vida personal y comunitario. Una vez más, el punto sobre el que hay que insistir es la comunidad local y la vida fraterna de la comunidad presente en la vida de los jóvenes.


Para concluir


No puedo concluir esta carta sin recordar a María Virgen, modelo de consagración y de seguimiento. Si “fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre, es la tarea de todos los discípulos de Cristo” (RMV 9), nosotros, Salesianos, queremos hacer esta contemplación del rostro de Cristo con y María: Ella “es modelo insuperable”; puesto que “nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo” (RVM 10), “nadie mejor que Ella conoce a Cristo, nadie como su Madre puede introducirnos en un conocimiento profundo de su misterio” (RVM 14).

“Dirijamos la mirada a María, Madre y Maestra de cada uno de nosotros. Ella, la primera Consagrada, vivió la plenitud de la caridad. Ferviente en el espíritu, sirvió al Señor; alegre en la esperanza, fuerte en la tribulación, perseverante en la oración; solícita por las necesidades de los hermanos (cf. Rm 12, 11-13). En Ella se reflejan y se renuevan todos los aspectos del Evangelio, todos los carismas de la vida consagrada” (CdC 46). Me pregunto si no consiste precisamente en esto ¡su belleza, su fascinación, su novedad, su esplendor!

Querría hacerlo citando un texto de Vita Consecrata, porque también este dato nos debería estimular a conocer mejor este importante documento; y recomiendo vivamente también la profundización de la Instrucción “Caminar desde Cristo18.

“En todos (los Institutos de vida consagrada) existe la convicción de que la presencia de María tiene una importancia fundamental tanto para la vida espiritual de cada alma consagrada, como para la consistencia, la unidad y el progreso de toda la comunidad. En efecto, María es ejemplo sublime de perfecta consagración, por su pertenencia plena y entrega total a Dios. Elegida por el Señor. que quiso realizar en ella el misterio de la Encarnación, recuerda a los consagrados la primacía de la iniciativa de Dios. Al mismo tiempo, habiendo dado su consentimiento a la Palabra divina, que se hizo carne en ella, María aparece como modelo de acogida de la gracia por parte de la criatura humana... La vida consagrada la contempla como modelo sublime de consagración al Padre, de unión con el Hijo y de docilidad al Espíritu, sabiendo bien que identificarse con el tipo de vida en pobreza y virginidad de Cristo significa asumir también el tipo de vida de María” (VC 28).


A Ella le pedimos que nos enseñe a abrirnos a la acción transformadora y santificadora del Espíritu. Confiamos a Ella nuestra vocación salesiana para que nos haga “signos y portadores del amor de Dios a los jóvenes”.


Don Pascual Chávez V.

Rector Mayor


1 P. Braido, Don Bosco Prete dei Giovanni nel secolo delle libertà. Vol. I. Roma, LAS, 2003, pag. 14.

2 P. Braido, Don Bosco Prete dei Giovanni nel secolo delle libertà. Vol. I. Roma, LAS, 2003, pag. 360.

3 P. Braido, Don Bosco Prete del Giovanni nel secolo delle libertà. Vol. II. Roma, LAS, 2003, pag. 56.


4 C. J. B. Metz - T. R. Peters, Gottespassion. Zur Ordensexistenz heute (Friburgo – Basilea – Viena: Herder, 1991) pag. 29.

5 Cf. D. O’Murchu, Rehacer la vida religiosa. Una mirada al futuro (Madrid: Ediciones Claretianas, 2001, pág. 14-15.
























6 Pablo VI, “Ecclesiam Suam”: AAS (1964), pag. 650-651.

7 J. Gómez Caffarena, Raíces culturales de la increencia (Santander: Sal Térrea, 1988).

8 E. Viganò, Todavía hay buena tierra para la siembra”: ACG (1991) 339, pág. 12-13.

9 Cf. Angelo Arrighini, “Carisma e Istituzione. Intervista a Rino Cozza”: Testimoni 10 (2003), pag. 9-11.

10 E. VIGANÒ, Invitados a testimoniar mejor nuestra consagración, ACG 342; El Congreso de los Superiores Generales sobre “La vida consagrada hoy”, ACG 347; El Sínodo sobre la Vida consagrada, ACG 351; Cómo leer hoy el carisma del Fundador. ACG 352.

11 J. VECCHI, El Padre nos consagra y nos envía, ACG 365.

12A los 25 años de la Promulgación del Documento Mutuae Relationes”, pag. 4 (ciclostilado, con subrayados personales).

13 J. Ma. R. Tillard, Carisma e sequela (Bologna: EDB 1987) pag. 54.

14 O’ Murchu, Rehacer la vida religiosa... pág. 67.

15 F. J. Moloney, Disciples and Prophets: A Biblical Model for Religious Life (London: Darton, Longman & Todd, 1980) pag., 155-170.

16 E. Viganò, Fisonomía del Salesiano, según el sueño del personaje de los diez diamantes, ACS 300 (1981), pág. 14).

17 Ib., pág. 15.

18 CIVCSVA, Caminar desde Cristo. Un renovado compromiso de la vida consagrada en el tercer milenio, Roma 2002.

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