351-400|es|375 Obediencia

AQUÍ ESTOY PARA HACER TU VOLUNTAD”1

Nuestra obediencia: signo y profecía.


Hablemos de nuevo de la obediencia. – 1. La Bienaventuranza primera y radical.- 2. Valor de la obediencia religiosa. – 2.1. “In capite libri scriptum...”. – 2.2. En seguimiento de Cristo. – 2.3. Con María. – 2.4. Como Don Bosco. – 3. Un valor en transformación. – 3.1. Elementos culturales. – 3.2. Elementos eclesiales. – 3.3. Directrices de marcha. – 3.3.1. De la ascética a la mística de la obediencia. – 3.3.2. Miembros responsables de una comunidad de obediencia. – 4. Una obediencia para la hora presente. – 4.1. Nuestra vocación es una obediencia “en formación” – 4.2. Una pedagogía de la obediencia. – 4.3. Nuestra vocación es una obediencia de vida y de misión. – 4.4. Nuestra existencia es una obediencia profética. – 5. Una obediencia para el tercer milenio. – 6. La Anunciación: llamada y respuesta.



Hablemos de nuevo de la obediencia.


Hablar de obediencia, hoy no es nada fácil. Está en acto una “transformación” del concepto mismo, que sería ingenuo ignorar. Éste es el tributo que hay que pagar La penetración del criterio democrático y, bajo muchos aspectos, de la visión individualista de la vida; a la superación de delegaciones a quien ejerce el servicio de autoridad; a la asunción de modalidades más maduras de colaboración al bien común; a la desmitificación de la autoridad, para basarla más humildemente en la corresponsabilidad dentro de un horizonte de fe.

“La obediencia ya no es una virtud”, dice el título de un libro famoso. Hay quien se reconoce sin reparo (con un cierto orgullo anticonformista...) “desobediente”. Y no falta quien ve en la obediencia “la señal de una mayoría edad nunca madurada”. La expresión contiene su germen de verdad, si se refiere a la delegación de responsabilidades que algunos descargan totalmente sobre quien manda. La Gaudium et Spes asegura que la responsabilidad de la persona se define ante la historia2. También nuestra responsabilidad se define ante nuestra historia local y mundial. Por esto, la obediencia es una virtud cuando, según la propia situación, se asume y se comparte seriamente la responsabilidad sobre la vida y sobre el carisma. En la inminencia del CG25, mientras ya se están celebrando los Capítulos inspectoriales que lo preparan, vale la pena recordar que todos estamos llamados a descubrir la voluntad de Dios sobre nuestro próximo futuro, liberando nuestros ojos de visiones demasiado individualistas o interesadas.

Sucede, por desgracia, que hay grupos de “francotiradores”, que corren el peligro de tirar... al aire. Navegan “navegantes solitarios”, que luchan su batalla y parece que son incapaces de alcanzar ninguna meta comunitaria. Hay “perros sueltos” – se ha escrito con cierta amargura – que no corren hacia la presa, ni defienden la casa, y ni siquiera son capaces de hacer compañía... Índices de un malestar, que espera una respuesta.

Es, pues, necesario admitir que, en la cultura corriente, la obediencia no goza de buena prensa. No es una de esas virtudes que, a primera vista, despierten simpatía, ni, tal vez, uno de esos dones que el joven y el hombre contemporáneo deseen poseer, hasta el punto, por ejemplo, de incluir en la propia oración habitual la petición de esta virtud. Pero el problema más profundo no está tanto en su práctica, cuanto en el hecho de no captar el fundamento teologal que hemos expresado en el título. De hecho, la obediencia religiosa pretende insertarse en la de Jesús para la redención del mundo.

“Suprimida la obediencia como virtud teologal en la vida consagrada, renace como enfermedad”, ha escrito un autor. Y nos encontramos entonces con fundamentalismos, que se parecen demasiado a una ideología ciega. Encontramos en nuestro camino fuertes liderazgos, que no parece que ayuden mucho a madurar. Debemos admitir que se dan formas de manipulación que, por ambas partes, testimonian la persistencia de personas muy inmaduras. Al mismo tiempo, encontramos individualismos injustificados y no cotejados con el proyecto de vida asumido salesianamente.

Nada nuevo bajo el sol... Salvo la necesidad de reflexionar también, de nuevo, sobre la obediencia del salesiano, en el contexto eclesial y social contemporáneo, para reconocer el sentido, el alto valor, el nuevo estilo de su ejercicio. Esto da la oportunidad de completar nuestra reflexión sobre los signos que nuestra vida comunitaria está llamada a dar a los jóvenes y adultos, a través de los consejos evangélicos3, no como un sacrificio de nuestra humanidad, sino como una apertura a una transfiguración según la humanidad de Cristo, como comenta abundantemente la Exhortación apostólica Vita Consecrata4.



1. LA BIENAVENTUTANZA PRIMERA Y RADICAL.


La obediencia es una virtud adulta. Es más, sólo puede ser una virtud adulta. La proponemos a nuestros muchachos, no para que se conserven niños, sino para ayudarlos a hacerse maduros. Hablamos de ella en el contexto de la vida consagrada, no sólo porque se trata del a, b, c, de la vida común, sino porque representa la puerta de ingreso en el Misterio de Cristo, y también su “sancta sanctorum”, su lugar más secreto, más revelador y más fecundo. Newman escribió: “No sabrán qué significa ver a Dios, hasta que hayan obedecido”, y todavía: “la perfecta obediencia es el metro de la santidad evangélica”5.

El religioso, que quiere seguir a Cristo, asume sus actitudes fundamentales. Vive un amor totalmente entregado, que renuncia a buscar nada para sí y se expresa en la castidad. Proclama, a través de la pobreza, que quiere compartir radicalmente sus bienes, poniéndolos generosamente al servicio de la comunión y de la solidaridad. Entrega, con el voto de obediencia, su propia existencia al proyecto de Dios, proyecto acogido con plena generosidad, a través del misterioso tramado de las humildes (a veces hasta demasiado) mediaciones humanas.

Los votos representan las tres raíces del árbol de nuestra vida. No es, ciertamente, nuestra intención entregar raíces secas y muertas: queremos más bien trasplantar un árbol vivo, para hacerlo crecer todavía más, trasladándolo de nuestra tierra a Su tierra. La obediencia es el signo de la “tierra nueva” en la que nuestra vida ya ha plantado su tienda. Es la actitud que fundamenta el Totus tuus, que vemos escrito en los escudos de Juan Pablo II: con él, nos dirigimos al Padre, siguiendo el ejemplo de Cristo, para hacer de su Reino nuestra casa.


Hay, en el Evangelio, una expresión que anuncia explícitamente la bienaventuranza para los “puros de corazón”. Hay otra para los “pobres de espíritu”. Otras bendicen a los mansos, a los que buscan la justicia, a los que trabajan por la paz, a los perseguidos... Para la obediencia no hay una formulación explícita. Pero se puede decir que ésta se encuentra proclamada en cada página del Evangelio. A ella se refieren todas las demás. Es la totalidad del Evangelio: la que, desde la Anunciación de Jesús hasta su muerte en la cruz, proclama la bienaventuranza de la comunión con el Padre.

Obedece el Hijo a la Madre y la Madre al Hijo. Obedecen, en las parábolas, los siervos buenos y los administradores fieles, en la espera de su Señor. Manifiestan espíritu de obediencia los que son sacados de debajo de los puentes y de detrás de las cercas, y acuden por caminos y senderos a llenar la sala del banquete, llevando bajo el brazo el vestido blanco.

Es la bienaventuranza que va unida a la intimidad del Hijo con el Padre. Quien quiera dar algún paso en el seguimiento de Cristo, está llamado a entrar en el Misterio de Su obediencia.

Releyendo lo que Don Bosco decía a los suyos acerca de la obediencia – tema que consideraba de suma importancia – se ve claramente la centralidad que le atribuye el Santo Educador, tanto para la vida de la Congregación como para el organismo espiritual de todo salesiano, y en vista de la eficacia de la acción educativa.

La idea de Don Bosco queda traducida plásticamente en el llamado “sueño de los diamantes”6: “uno, el más grande y refulgente, estaba en medio, como centro de un cuadrilátero, y tenía escrito ‘Obediencia’: fundamento del edificio espiritual y compendio de santidad”. Es la imagen de una centralidad cargada de energía, que se transmite a los ejes de la vida. Y no se refería sólo, ciertamente, a la obediencia que acaba en la mediación, sino a la que alcanza y asume la dulce voluntad del Padre.

La obediencia – hace notar Don Bosco – es el medio más fácil para hacerse santos y es energía capaz de santificar toda acción. Es alma de la Congregación, gozne de la vida religiosa, compendio de perfección. Ella custodia las virtudes, multiplica las energías y el bien. Debe ejercitarse de forma evangélica, no de mala gana, sino con el corazón abierto, como quien vive el espíritu de familia, testimoniando la alegría y la paz de quien siente cercano a su Señor.

Quien hoy recorre las Constituciones salesianas, al llegar a la sección de los votos, encuentra en el primer puesto el voto de obediencia. No siempre ha sido así. Por fidelidad a la sistematización original de Don Bosco – y diversamente del orden seguido, tanto por el Concilio, como por la antigua tradición monástica –, el CG22 (1984), que preparó el texto definitivo de las Constituciones renovadas, quiso recuperar el orden que Don Bosco había preferido, de modo que el voto de obediencia volviese a ocupar el primer puesto, entre los tres votos7. Efectivamente, Don Bosco había corregido el orden de los votos encontrado en sus fuentes, colocando la obediencia en posición eminente, para destacar su energía de misión, de santificación y de comunión. Una opción que intenta transmitirnos un mensaje.

Quiere sugerirnos que “el ser mandados” a los jóvenes es el corazón de la vocación salesiana: la recibimos como una orden para colocarnos en una frontera peligrosa y urgente, cueste lo que cueste, decididos a permanecer en ella hasta el fin. “Vivimos... la obediencia de Cristo cumpliendo la misión que nos está confiada”8. Esta primera y sustancial referencia al Padre que nos envía, y a Cristo en cuya obediencia nos insertamos, no se debe perder nunca de vista, para no convertir la obediencia en un mero esfuerzo de voluntad o en un ejercicio de disciplina.

La obediencia es también el fundamento de la vida fraterna, en la que “todos obedecemos, aun desempeñando funciones distintas”9, reconociendo que la disponibilidad a la voluntad de Dios es el cemento espiritual, que salva al grupo de la fragmentación, que podría conducir a muchos subjetivismos, carentes de un principio de unidad.

Una obediencia, asumida como imitación de Cristo, requiere una autoridad que se inspira en la paternidad de Dios, en el “espíritu de familia y caridad”10, que acompaña a una obediencia sincera, diligente y alegre11, que huye igualmente de los victimismos que de los subterfugios.

“En la comunidad y con miras a la misión, todos obedecemos”12. La obediencia se presenta como la condición común a todo salesiano, aún en la diversidad de las funciones. Ella mira lúcidamente a Cristo, se alimenta de su palabra, vive del don cotidiano de la Eucaristía. Es garantía de unidad y de continuidad en la Congregación, principio que unifica la existencia y la ofrece con totalidad de don, por la salvación de los jóvenes y por la vida de la comunidad.



2. VALOR DE LA OBEDIENCIA RELIGIOSA.


2.1. “In capite libri scriptum...”


Para el apóstol Pablo, así como el pecado se concentra en la desobediencia de Adán, también la fuerza de la redención se expresa en la obediencia de Cristo13.

El Salmo 40 – interpretado por el autor de la carta a los Hebreos – evoca el “Aquí estoy” del Hijo en el acto de la encarnación: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas por los pecados. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’”.

La obediencia, con, en y por Cristo, es expresión del íntimo y continuo “sentirse engendrado por el Padre”, que constituye la profundidad de Su Misterio, la fuente de su gozo y del impulso que lo mueve a hacer siempre la voluntad del Padre. Y se traduce en decir, no palabras propias, sino las del Padre; en hacer, no obras propias, sino las del Padre; en el alimentarse cada día, no de la propia voluntad, sino del alimento cotidiano, que es la voluntad del Padre14.

La obediencia es, en Cristo, conciencia de “saberse engendrado, para ser mandado” – como misionero del Padre, en medio de una raza de víboras y de duras cervices15, bajo la energía del Espíritu – no a obrar por cuenta propia, sino sólo a servir a la causa del Reino, en los modos y en los tiempos y con los resultados sólo conocidos por el Padre, liberando a los prisioneros, anunciando a los pobres la buena nueva y a los pecadores el año de gracia del Señor.

Cristo es el Amén16. Es el 17 y el “Aquí estoy”18. Es el Siervo obediente, que por su propio sufrimiento aprende a obedecer19.


La obediencia, en Jesús, no es una simple virtud, sino la definición misma de su identidad y la expresión de su Filiación, de ser llamado por el Padre, a través de la generación y de su continuo responder “¡Aquí estoy!”.

Tampoco Jesús se limita a obedecer estando “de corazón a corazón” con el Padre. Él obedece también estando “de corazón a corazón” con el mundo. Acepta, con humildad y realismo, las mediaciones: José y María, que lo trataban como a un muchacho normal, que crece obedeciendo; las leyes y las costumbres religiosas, que lo quieren fiel orante en la sinagoga y devoto peregrino en Jerusalén; la severa ley del trabajo y las circunstancias que lo acompañan, que – especialmente a los pobres – imponen siempre duras obediencias.

La obediencia resume la entera prehistoria y la historia de Cristo, pero especialmente los acontecimientos de la pasión. Para Cristo fue obediencia el nacer, perdiéndose, por así decirlo, en la carne del hombre. Fue obediencia el vivir, vistiendo el anonimato y el silencio de Nazaret. Fue obediencia el ministerio de la vida pública: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra”20. Y obediencia, finalmente, llevada a sus últimas consecuencias, fue la entrega de sí mismo a la voluntad del Padre hasta la pasión y la cruz.

En la Cruz coinciden el Misterio de la voluntad salvífica del Padre, el Misterio de la Obediencia redentora del Hijo, el Misterio doloroso y oscuro de la desobediencia del hombre – que arma la mano cobarde de Pilatos y la homicida de los verdugos –, destinada a quedar vencida para siempre por la obediencia del Hijo de Dios.

“Toda la actitud existencial de Cristo se concentra en la obediencia a Dios, una obediencia que no nace espontánea, sino que se educa a través del sufrimiento (cf. Hb 5,8) y que desemboca en la cruz (cf. Flp 2,8)”21. Es superfluo repetir que en la historia de Jesús y en sus actitudes, nosotros descubrimos el secreto de la transformación del mundo según la voluntad del Padre.


2.2. En seguimiento de Cristo.


En la obediencia de Cristo es donde se encuentra conjuntamente el amor del Padre y del Hijo y el lugar en el que se manifiesta el Espíritu. El Espíritu de obediencia es comunicado, porque los que son de Cristo están llamados a ser como Él, acogiéndolo en la fe y, por lo tanto, en una relación inimaginable con Dios.

La Sagrada Escritura presenta la obediencia como el corazón mismo de la fe. Fe, en efecto, es entrega de sí mismo y abandono total en las manos y en la palabra de Dios que es sabiduría, luz, verdad y alegría, como repiten los Salmos. Obediencia es recibir de Él confiadamente el horizonte de la vida, los criterios de juicio, la verdad de las cosas, la naturaleza de la relación entre tiempo y eternidad.

Fe es prontitud para recibir por la gracia y por el bautismo una nueva identidad, que nos transfigura progresivamente en hijos en el Hijo: por lo tanto, no está ciertamente fuera de lugar llamar a todo esto “obediencia”. Semejante dimensión se manifiesta más clara en los momentos más dolorosos: cuando Abrahán debe inmolar a Isaac, Juan Bautista agoniza en la fortaleza de Maqueronte, Jesús acepta el amargo cáliz en Getsemaní, María ofrece al Hijo crucificado en el Calvario, y los mártires de todos los tiempos dicen su conjuntamente a Dios y a la muerte en las circunstancias más increíbles y dolorosas.

No de otro modo nos sucede a nosotros, transfigurados en Cristo a través del sacrificio de la obediencia, que nos pone totalmente a disposición de Dios.

Es nuestra participación en el misterio del anonadamiento total del Hijo, de su triple kénosis: la de la encarnación, que lo ha sumergido en la condición humana; la de la pasión, que lo ha despojado hasta de la dignidad humana; la de la Eucaristía, que lo entrega, en el misterio de la cotidianidad, al amor y al dolor del hombre.


2.3. Con María.


Se obedece con mayor alegría cuando uno es consciente de ser destinatario de una Gracia, siguiendo el ejemplo de María; la cual, sorprendida por el don, responde con el más generoso.

La obediencia nos mueve a levantar la mirada contemplativa a la Madre de Dios y de la Iglesia, que, con su “Aquí estoy”, se ha definido esclava obediente y se ha convertido en modelo – icono, como gusta decir hoy – de toda obediencia de fe. Si podemos ver en la obediencia de Abrahán el comienzo de la Antigua Alianza, en la obediencia de María saludamos el comienzo del Testamento Nuevo.

Siendo una verdadera experiencia de fe, se presenta como obediencia dialogal. María no escucha pasivamente, no cede inmediatamente, no permanece inerme, no se entrega... Ella pregunta, quiere comprender, trata - por así decir - de acortar la distancia que hay entre el insondable Misterio de Dios y la seriedad de la experiencia del hombre.

Jamás la obediencia de una pura criatura ha sido tan grande ni tan fecunda, ni un fiat dicho en el cielo ha encontrado eco más fiel sobre la tierra. El fiat de María – nota Paul Evdokimov – “es la historia del mundo en compendio, su teología en una sola palabra”. La liturgia armena llama el Misterio de la Encarnación – que ha sido su fruto – “la economía de la Virgen”. En ella estamos llamados a entrar, en compañía de María.

La obediencia de María nos muestra el camino que Agustín llamaba la “libertad mayor”, porque está entroncada directamente en la Gracia que libera. Lo habían comprendido bien los habitantes de la ciudad de Lucca, que - en el siglo XVII, consagrándose a la Virgen del Estelario – rezaban: “Vera libera, serva nos liberos” (“Oh tú, que eres verdaderamente libre, consérvanos también libres a nosotros”).

Como María, obedecemos porque creemos que Dios está dentro de la trama de nuestra historia. Reconocemos que “tenemos algo que hacer con Él”, a través de las mediaciones, que han sido autorizadas por su Iglesia. Lo creemos interesado profundamente en nuestro proyecto de vida, que es Suyo.

Obedecer, en la vida religiosa, significa hacer memoria hoy y reactualizar la obediencia de Cristo, acelerando el proceso de transfiguración en Él. Hay también, en la obediencia, una íntima tensión escatológica, que expresa el deseo de abrazar al Cristo que viene, siendo cada vez más – a lo largo del espacio y del tiempo intermedio – “sacramento de filiación”, en Él. De este modo, se experimenta y, por así decir, se anticipa el aire de libertad que respiraremos en el cielo: puesto que “en el cielo, ante Dios, no se es sólo ‘libre’, para seguir escogiendo, sino ‘superlibre’ porque ya se ha escogido y se está plenamente adherido a Él, con todos los dinamismos de la voluntad”22.


2.4. Como Don Bosco.


No era difícil captar – durante los Capítulos más recientes – un creciente esfuerzo de la Congregación por comprender mejor al Fundador y su colocación en el designio de Dios23. Y no para hacer una especie de academia teológica, sino para esclarecer la gracia y el misterio de nuestra identidad.

Meditando, siempre de nuevo, la historia de Don Bosco a la luz del Espíritu, descubrimos que ésta es un acontecimiento de salvación que nos implica, y que “su historia es también nuestra historia”24. “La relación de hijos y de discípulos que los salesianos viven respecto de Don Bosco”25 es gracia verdadera y duradera.

Reconocemos en Don Bosco el guía plasmado por Cristo Resucitado, para indicarnos a nosotros – educadores y jóvenes juntos – un camino evangélico de santificación misionera y juvenil.

Por eso, es hermoso que se siga gustando y cantando, en el mundo salesiano, el antiguo himno de la beatificación: “Don Bosco ritorna”, que traduce bien nuestro empeño continuo de hacer “revivir en nosotros a Don Bosco” (Beato M. Rua).

Hay una fuerte analogía entre los grandes padres bíblicos y los Fundadores de familias religiosas, entre los descendientes de los primeros y los discípulos de los segundos. Los descendientes de los padres bíblicos volvían continuamente a la historia de sus orígenes, para comprender mejor y definir su propia identidad: de semejante esfuerzo de relectura nacieron muchas páginas del texto de la Sagrada Escritura, para confirmar ¡cuán sacrosanto y lleno de Espíritu Santo era todo aquello! No de otro modo, los hijos de los grandes Fundadores están llamados a explorar la “gracia originante” de su vocación – que se concreta en la historia del Fundador – para confirmar la propia fidelidad y para discernir mejor la voluntad de Dios.

Hay, pues, un misterio de obediencia a Dios que, siendo filial, representa también lo más grande de la condición humana. Este misterio manda al salesiano a Don Bosco y lo ata a él con un nudo de obediencia a los testimonios más autorizados de su espíritu, como las Constituciones, en las cuales – notaba el Beato Felipe Rinaldi – “tenemos a todo Don Bosco”26.

Tal vez esté aquí la raíz de algunos problemas en los que nos sentimos implicados. No hemos profundizado todavía suficientemente – vital y espiritualmente – nuestra relación con Don Bosco, profeta de Dios para nosotros. Y, acaso, a veces, se ha aflojado demasiado el vínculo de obediencia profesado “según el camino evangélico trazado en las Constituciones salesianas”27, centrado principalmente en una misión que cumplir corresponsablemente.

Minados por el subjetivismo, desgastados por el individualismo, dejados a merced de vidas más agitadas que activas, los compromisos de la misión resultan, a veces, más desatendidos que refutados, porque se comparan más con el ámbito frágil y mudable del derecho, que con el otro, sólido y “granítico” del “don de Dios” – que es el carisma de Don Bosco –, sobre el cual es posible fabricar la casa de nuestra vida. El CG25 con su llamada sustancial al carácter comunitario de nuestro vivir, de nuestro manifestarnos y de nuestro obrar, vuelve a proponer la atención y la búsqueda común de la voluntad de Dios que no eliminan las mediaciones, sino que les dan su fuerza profética.



3. UN VALOR EN TRANSFORMACIÓN.


3.1. Elementos culturales.


Si la sustancia profunda de la obediencia evangélica es la de ayer y de siempre, sin embargo, es necesario admitir que ha cambiado el protagonista, es diverso el contexto cultural, ha variado profundamente el nexo que sostiene la relación entre quien es llamado al servicio de la autoridad y quien ha dado su disponibilidad a la obediencia.

El protagonista ha cambiado debido a la afirmación, cada vez más extendida y admitida, de la posibilidad que tiene la persona de participar en las decisiones, y debido a la interiorización de nuevas actitudes unidas a ella. La persona goza de mayores espacios de libertad y de expresión personal, se siente animada a expresar la propia creatividad, como forma de auténtica docilidad y obediencia, y es llamada a asumir, de forma cada vez más decidida, las propias responsabilidades, tanto en el camino del discernimiento, que conduce a las decisiones vitales más importantes, como en cargar con las consecuencias de las opciones realizadas.

La tutela de la propia felicidad, la supresión de delegar sobre decisiones que implican la propia existencia, el deseo de ver reconocida la originalidad de la propia aportación, la exigencia de comprender las razones de lo que sucede en la propia existencia más allá del puro principio de autoridad, la intuición de la dignidad irrenunciable, que es propia también del hombre que se hace religioso obediente: todo esto deja entrever que el protagonista de la obediencia de hoy no es el mismo que ayer.

Es claro que todo esto es visto y oído con diversos grados de intensidad e iluminado por diversos horizontes. Y es aquí donde actúa cuanto hemos expuesto antes. Confiada a un cálculo humano, la obediencia religiosa pierde su valor y su consistencia.


El paso de una sociedad estática a una dinámica, de una época orgánica a una época crítica, de la aldea local a la aldea global, ha cambiado notablemente el horizonte dentro del cual se inscribe la obediencia.

Las normas escritas y no escritas, que ayer sacaban vigor de su misma antigüedad y duración, son contestadas o, al menos, sometidas a frecuente revisión.

El estilo participativo copiado de la vida civil está entrando también en la casa religiosa, especialmente para las decisiones que afectan a la vida del grupo, al futuro de la comunidad, al proyecto apostólico que le ha sido confiado.

La percepción de la complejidad de lo real (también de lo pastoral) nos hace más sensibles a la fragilidad, a la unilateralidad, a la problematicidad de decisiones en sí legítimas – a veces hasta necesarias –, despojando a la autoridad de toda infalibilidad fácil, pero al mismo tiempo preguntándose también por su papel.

La secularización de la autoridad ha llevado, de alguna manera, a una secularización de la obediencia, que debe ser continuamente iluminada con su sentido cristiano y carismático profundo.

La colocación operativa de numerosos hermanos en contextos y funciones civiles, muchas veces con contratos tutelados por la ley, tiende a transferir de tales contextos modalidades, o reservas, en el ejercicio de la propia disponibilidad a la obediencia. Hay que recordar entonces con energía que nuestra profesión es el voto de obediencia con raíz teologal. Todo lo demás está comprendido y sostenido por él.

La multiplicación de los caminos formativos también dentro de los Institutos religiosos, la adquisición de profesionalidades fuertes por parte de muchos hermanos, el surgir de numerosas y nuevas especializaciones (y la consiguiente dificultad de dominarlas adecuadamente) pueden crear, a veces, una verdadera asimetría y disparidad de competencias, entre superior y religioso, que marca profundamente la relación de autoridad y de obediencia.

Esto, si por una parte hace el diálogo metódico y leal cada vez más indispensable, por otra puede engendrar superiores demasiado tímidos, o renunciatarios, o frenados por un sentido agudo de la propia incompetencia, que pueden ser tentados de dejar marchar las cosas por su libre albedrío, en vez de asumir la fatiga de guiarlas.


3.2. Elementos eclesiales.


Es precisamente en este contexto en el que la obediencia del consagrado puede asumir un creciente significado teologal y humanista, que alcanza la actitud de serena madurez. En el ámbito más profundamente eclesial, ha habido una maduración de elementos que tienden a configurar de nuevo las modalidades y el sentido del ejercicio de la autoridad y de la obediencia.

La obediencia en la Iglesia forma parte de la actitud post-pascual, por la cual Cristo se hace presente mediante su Espíritu. Él interviene mediante los carismas reconocidos por la Iglesia, entre los que está la relación autoridad-obediencia, según las modalidades propias que se dan en las diversas formas de la vida consagrada. La comunidad religiosa es una porción de Iglesia, de la que se deriva la autoridad propia de la vida consagrada. Y el religioso se entrega a Cristo, a través de su cuerpo, que es la Iglesia-Comunidad.

La Iglesia – como la Virgen en escucha – queda en actitud obediencial. Es convocada para construir el Reino según el proyecto de Dios. Es mandada, recibiendo una misión de evangelización y de salvación. Es acompañada por el infatigable y fecundo soplo del Espíritu.

Si es verdad que la Iglesia comparte la pasión de Cristo, hasta el final de los tiempos – como notaba Pascal -, no lo es menos que ella está igualmente llamada, hasta el final de los tiempos, a hacerse expresión de Su Obediencia al Proyecto del Padre: es Cristo, quien obedece en nosotros; por eso, nosotros estamos llamados a obedecer en Cristo. Pero, para nuestra alegría y nuestro consuelo: ¡lo que seguimos es la dulce voluntad del Padre!.

Esto vale para todo cristiano y, con particular intensidad, para todo religioso, que hace de la obediencia un canal privilegiado de su camino de fidelidad y de santificación. Tomás de Aquino estaba convencido de que el hombre no puede hacer una ofrenda mayor a Dios (“nihil maius potest homo Deo dare”,”el hombre no puede dar a Dios nada más grande”)28, porque de este modo entrega toda su persona. Esto explica por qué el voto de obediencia es – y no sólo en la tradición dominica – el más importante de los tres.


Por otra parte, el acento puesto en la Iglesia-comunión carismática, más que en la Iglesia-institución jerárquica, ha comportado el paso correlativo del acento sobre el deber de obediencia impuesto al fiel, al acento sobre el discernimiento de los dones del Espíritu exigido al superior y a los responsables de la vida de las comunidades.

La riqueza de la comunidad viene de los dones de que cada uno es depositario, y el superior mejor no es el que sabe imponerse mejor, sino el que sabe descubrir y valorar mejor la aportación de cada uno. Los contemporáneos de Don Bosco testifican unánimemente su sagacidad, no sólo en el saber discernir para poner al hombre justo en el puesto justo; en el descubrir recursos escondidos valorizándolos del mejor modo posible; sino también en el saber sacar provecho de quien, acaso de modo demasiado expeditivo, había sido dejado aparte como un hombre difícil o, incluso, equivocado.

Hablar de discernimiento significa subrayar el doble componente del proceso, que, por una parte, sucede bajo el cielo de Dios; pero que, por otra, se mueve sobre el frágil terreno de las mediaciones humanas. El horizonte dentro del cual debemos colocarnos es el de la búsqueda de la voluntad de Dios; la cual, normalmente, corre por líneas verticales y por líneas de comunión. Está menos unida a elementos de eficiencia que a actitudes de confianza. Por lo que el diálogo, la escucha, el feliz descubrimiento del hermano, marcan las etapas que van indicando los pasos sucesivos, destinados a hacer madurar una obediencia que - en su estadio más puro y logrado – se asemeja más a una promoción de la persona que a una imposición de la autoridad.


3.3. Directrices de marcha.


Elementos culturales y eclesiales provocan una evolución en el concepto y en la práctica de la obediencia.

De una insistencia prevalente sobre el aspecto ascético de la virtud, se ha pasado a un aprecio más profundo y convencido del aspecto místico y cristológico; de una acentuación individual del deber que cumplir, se ha pasado a una contextualización bastante más atenta al valor comunitario.


3.3.1. De la ascética a la mística de la obediencia.


Hay que prestar una especial atención a la nueva formulación de nuestra libertad, teniendo en cuenta el carisma de la obediencia religiosa.

La obediencia sigue siendo “un espacio en forma de muerte”, marcado por la Cruz, porque también nuestra libertad debe vivir su Pascua, si quiere ser verdaderamente libre; y “perderse” – para usar las palabras evangélicas – si quiere en verdad “encontrarse”29.

De la insistencia sobre la libertad “renunciada”, se pasa – según la invitación del Concilio – al aprecio de una libertad “robustecida”30, “más madura”31, “ampliada”32: es el fruto de la irrupción del Espíritu de libertad, que toma posesión del corazón creyente, ampliando un “espacio en forma de vida y de resurrección”.

La flexibilidad de la “forma” concreta de nuestro existir es el modo propio de nuestra obediencia, por la que estamos siempre dispuestos a “conformarnos” a las llamadas del Señor – que, a veces, podrán también encontrarnos a contrapié –, a través de una disponibilidad desarmada y audaz, que brota del abandono en los brazos del Padre.

El salmo 118 canta la ley de Dios con una estrofa correspondiente a cada letra del alfabeto, como para decir que es la obediencia la que engendra el sonido, y la sílaba, y la palabra, con que escribimos la historia de nuestra vida creyente.

Por eso, la obediencia es signo y epifanía de la fe. “Por fe Abrahán, llamado por Dios, obedeció”33. De “obediencia de la fe” habla Pablo, al comienzo y al fin de la carta a los Romanos34, que expone la síntesis más madura de su experiencia de vidente y de creyente.

En la obediencia, la polarización de fondo no está en la confrontación del superior y del súbdito, o entre proyecto personal y orden recibida; sino en la dialéctica entre designio de Dios y proyecto del hombre, entre la Palabra de Dios, que construye la historia, y la escucha obediente de los hombres que la viven: “El llegar a ser cada vez más nosotros mismos no será otra cosa que continuar diciendo “sí” a la palabra con la que Dios nos llama a una plenitud de existencia cada vez mayor. Verdadera libertad es vivir en actitud de escucha, es decir, con el rostro mirando hacia el que habla, construyendo la realidad a la que hace referencia”35.

El camino de la obediencia a Dios coincide con el de una fe no sólo pensada, sino también profundizada y vivida: representa el espacio de nuestra apropiación de la filiación de Cristo, que se nos dio en al Bautismo. En este sentido, nuestra obediencia se hace profecía de la fe, que no consiste sólo en verdades que creer, sino sobre todo en voluntad que cumplir: “No quien dice Señor, Señor... sino el que hace...”36. Por este motivo, el voto de obediencia ha sido definido como “el más bíblico de todos”, precisamente por su capacidad de hacernos entrar en el sentir de Cristo.

La obediencia es un espíritu persuasivo, antes que un gesto singular y ejecutivo. Más que una actitud puntual, es un estado de ánimo permanente, que se inserta en el alma de Cristo. Es un “fiat voluntas Tua”, que, sonando como un bajo continuo en la sinfonía de la vida, hace de cada uno de nosotros el “hijo del Padre”, a imagen del Señor Jesús.

Corazón de nuestra vida consagrada es una “caridad obediente”, que acoge el proyecto de Dios sobre nosotros, viviéndolo cada día en los acontecimientos personales y en las perspectivas comunitarias.


3.3.2. Miembros responsables de una comunidad de obediencia.


La segunda acentuación, después de la indispensable referencia teologal, evidencia la energía comunitaria que expresa la obediencia.

La eclesiología de comunión – que ha sido tan reavivada por la experiencia conciliar – nos ha hecho sensibles a la comunidad como primer sujeto de la misión eclesial, como Cuerpo de Cristo que habita, anima y salva la historia. Abrazado en la fe, esto nos hace pasar de la búsqueda exasperada de la autorrealización individual al don gozoso que introduce la autotranscendencia, de la obediencia de pura ejecución a la obediencia como asunción de un proyecto compartido, del estilo del “navegante solitario” al humilde empeño de quien tiene viva conciencia de que la comunión sigue siendo su primera misión. De ahí viene una conversión de mentalidad en lo que se refiere a nuestra relación con la comunidad y con la obediencia.

Hoy, obedecer significa tener clara conciencia de la interdependencia y de la reciprocidad, que caracterizan nuestra presencia en comunidad. Quiere decir también recuperar en plenitud un sentido de pertenencia, que no puede ser sólo sociológico, sino que se hace también afectivo y espiritual37. En tiempos de afiliaciones débiles o en caída, de pertenencias múltiples y fragmentadas, de fidelidades inciertas – que no faltan tampoco en las comunidades religiosas – la obediencia bien comprendida y vivida con alegría sirve de fundamento para una esperanza renovada. Y hay que decir que desde que estamos actuando en comunión, incluso con nuevos esfuerzos, nuestras presencias expresan mayor fuerza salvífica.

Si en algunas épocas ha sido prevalente el aspecto del Yo obedezco, hoy estamos llamados a vivir el más eclesial del Nosotros obedecemos. Por esto, la presente reflexión tiene por destinatarios a todos los salesianos sin excepción, hermanos y superiores: antes de cualquier distinción en vista de la función de autoridad que queda establecida, de hecho, debe afirmarse la unidad en virtud de la obediencia de fe, que todos juntos profesamos. La primera en entrar en crisis no ha sido la autoridad, sino la comunidad, a cuya luz debe replantearse el estilo entero de la obediencia. Ésta debe vivirse, en efecto, también como capacidad de asumir una función seria, propia de persona madura y responsable, dentro de la comunidad en la que nos inserta la llamada del Señor.

Si ayer era central en la obediencia la relación directa con el superior, hoy va adquiriendo mayor importancia la inserción de la obediencia en el tejido comunitario. Hay que realizar muchas obediencias intracomunitarias, siguiendo el ejemplo de Jesús, que obedecía al Padre, pero también acogiendo la mediación de María y de José. Sucede que, de la desatención a las “pequeñas mediaciones”, se pasa, casi sin darse cuenta, al descuido de las mediaciones más grandes y más autorizadas. Y, sin embargo, en las pequeñas mediaciones, se repite la invitación de Éxodo 20,19: “Háblanos Tú, y nosotros escucharemos”. No debe quedar devaluado, en este sentido, por ejemplo, el coloquio con el superior38, que – aún con los debidos retoques39 - sigue teniendo una función central en la vida de la comunidad salesiana.

Si en el pasado, podía a veces prevalecer el aspecto ejecutivo, hoy se subraya mejor y se vive el aspecto participativo, que nace de la conciencia de la propia corresponsabilidad al elaborar orientaciones, opciones y decisiones sobre la propia persona, sobre la vida de la comunidad y de la Congregación. El discernimiento comunitario es, entonces, para los problemas más graves, el estadio previo a la intervención de la autoridad y un momento de gracia, común tanto al superior como al simple hermano. Allí cada uno obedece a la voluntad del Señor, que se trata de descubrir y de realizar según el don hecho a cada uno, colocándose, todos juntos, en el interior del carisma del Fundador. Muchas veces la “convergencia de opiniones”40 – de la que el superior no deberá separarse sin serias razones – ayudará a tomar decisiones ampliamente compartidas. Otras veces, en cambio, será necesario que el salesiano acoja precisamente la autoridad del superior como elemento decisivo del discernimiento, “una ayuda y un signo que Dios le ofrece para manifestarle su voluntad”41.

La comunidad, pues, está llamada a ser no sólo el lugar de la obediencia, sino también del discernimiento y de la creatividad. No sólo de la “minoría”, sino también de la madurez. No sólo del liderazgo autorizado, sino también de la corresponsabilidad y del diálogo.



4. UNA OBEDIENCIA PARA LA HORA PRESENTE.


    1. Nuestra vocación es una obediencia “en formación”.


Se ha escrito que “toda vocación es matutina”, porque somos llamados a comenzar cada jornada – y así toda la vida – gritando a nuestro Señor: Aquí estoy42.

Se trata de una vocación que, en su estadio de plena madurez, es posible reconocer bastante más como una obediencia a la llamada del Señor, que como la realización de un deseo nuestro, legítimo en sí mismo, tal vez, pero incapaz, por sí solo, de sostener nuestro camino a larga distancia.

La llamada del Señor se manifiesta con bastante frecuencia a través del íntimo y gozoso atractivo interior hacia el carisma de un gran Fundador, que vive en la Iglesia a través de sus hijos y sus hijas. Es una moción del Espíritu, que abre un horizonte y anima dulcemente a nuestro yo asustado, a decir, con serena confianza, su sí. Algo semejante ha sucedido en nuestra vida, en los días de nuestra opción vocacional43, pero sigue sucediendo cada día, a través de la gracia de la perseverancia.

El compromiso de nuestra vida sigue siendo, pues, el de crecer en la calidad de nuestra obediencia vocacional, apuntando a la meta de una obediencia madura, libre y gozosa. La cosa no está asegurada: vemos, en efecto, obediencias vocacionales florecidas hasta la santidad, y otras, ¡lástima!, aflojarse hasta la insignificancia.


Nuestra historia ha conocido, muchas veces, el peligro que ciertos modos de vivir la obediencia llevasen a formas infantiles de dependencia, de delegación de la propia responsabilidad, de incapacidad para asumir funciones de riesgo y de gobierno. Ahora el panorama se presenta algo modificado. Las insidias a la plenitud de la obediencia evangélica y vocacional vienen, sobre todo, de otras fuentes.

Pueden derivarse de una enfatización de la autonomía de la conciencia, separada de la propia comunidad o de la dimensión que fundamenta su misma dignidad, que es la búsqueda asidua del Proyecto y de la presencia de Dios en nuestra vida.

A veces, daña también una actitud antiinstitucional – que tiene muchas raíces en la cultura corriente – por la que la autoridad es concebida más como un peligro que como una ayuda, más como concurrencia que como colaboración, más como adversario – tanto más insidioso cuanto más correcto – que como interlocutor, más como un poder enemigo del que hay que defenderse, que como una gracia de la que sacar fruto.

En algunos ambientes puede estar difundida una mentalidad que atribuye escasa estima a la Regla, a la tradición y a la disciplina religiosa, no ya aceptadas como esfuerzos eclesiales para actualizar el Evangelio, sino juzgadas más bien como restos obsoletos y engorrosos de un pasado que ya no existe.

Siguiendo particulares dinámicas sociales, se puede haber abierto camino una lectura funcionalista y secular de la autoridad en la Iglesia y en la vida religiosa, que impide reconocer, en la fe, las “mediaciones” que, aunque imperfectamente, nos ponen en contacto con el Misterio de Dios.

También la ausencia y la debilidad del ejercicio de la autoridad religiosa – que puede resultar un tácito mensaje sobre su insignificancia, lanzado por quien está precisamente llamado a darle espesor humano y evangélico – pueden haber disminuido la alegría y la eficacia de la obediencia religiosa, a la que Don Bosco atribuía gran importancia para dar serenidad a la vida salesiana44.

Es deber de todos los responsables de la formación (inicial y permanente) elaborar una “pedagogía de la obediencia”, que esté sólidamente centrada en Cristo (“haced cuanto él os diga”45): pero también capaz de tener presente la época nueva, en la que estamos llamados a vivir, cambiando lo que se deba cambiar, pero sin correr el peligro de tirar, junto con el agua sucia, también al bebé.


Hay aspectos humanos de la personalidad, que deben ser educados para hacer posible la práctica serena de la obediencia. La carga emotiva y agresiva, que caracteriza nuestra cultura, podría estimular actitudes fusionales” (de entrar de nuevo en el habitat confortable del seno materno), que serían un serio handicap para la maduración de la obediencia adulta. Es necesario ayudar a vivir de forma equilibrada la tensión entre dependencia (que se expresa en la necesidad de aprobación, de afiliación, de seguridad) e independencia (que supone confianza en los propios recursos, apertura al riesgo y a la responsabilidad, capacidad de cargar con la cruz y con el fracaso...).

Hace falta estimular una suficiente autonomía, para realizar las relaciones fraternas y sociales y para integrarse en forma positiva en grupos de trabajo y de comunicación, respirando aquella “espiritualidad de la relación”, de que habla el CG2446.

Cada uno debe entrar por el camino de la autenticidad, sabiendo definirse y colocarse con razones no improvisadas, ni abrazadas por mera pereza o espíritu de componenda, ni calladas por temor a tener que afrontar la contradicción o la soledad; sino maduradas en un atento y cuidado camino de fe.

La nueva edición de la Ratio Fundamentalis, recientemente promulgada por el Rector Mayor con su Consejo, podrá, entre otras cosas, trazar itinerarios e indicar procesos, orientados a la adquisición de estos objetivos.


Al mismo tiempo se deben robustecer algunas actitudes espirituales.

Es fundamental la lectura de fe de los acontecimientos de la propia vida, que ayuda a reconocer que también “en las cañadas oscuras” no hay que temer ningún mal47 y que, a través de mil eventos aparentemente casuales, es Él quien teje para cada uno una trama de salvación.

El descubrir en el carisma salesiano una gracia personal48, que el Señor nos ofrece y que ha preparado para nosotros, será fuente de alegría y de serenidad; nos permitirá activar el ”registro de la confessio fidei49, que – partiendo del reconocimiento de un don recibido – sostiene el entusiasmo, que hace conocer su valor. De ahí saldrá una evangelización vocacional por contagio, que es la más eficaz, en la época y en el mundo en que vivimos.

Una asimilación correcta de la ”espiritualidad de la encarnación” servirá de ayuda para asumir serenamente la presencia de las mediaciones, “como intérpretes diarios de la voluntad de Dios”50. Arraigadas en la Iglesia, sacramento universal de salvación51, ellas nos aportan, dentro de la humildad del signo, la posibilidad de un contacto real con Dios. Mientras nos invitan a vivir como si viéramos al Invisible52, nos hacen más familiar el Misterio de Dios, que sabe acercarse a todo hombre, y nos ayudan a poner toda la realidad creatural en una red de gracia, que envuelve nuestra vida, para salvarla.

Iglesia y sacramentos, Fundadores y carismas, Reglas y comunidad, Obispos y superiores, el mundo de la naturaleza y el de la historia, son vehículos de gracia que nos comunican algo de Dios, de Su Misterio de proximidad y de escondimiento. Pero, entre todas las mediaciones, la más noble y elocuente es siempre el hombre, creado a imagen de Dios; y, entre los hombres, aquellos que han recibido mandato y vocación de ser, de modo peculiar, signos de Él, en su calidad de pastores. Acoger la mediación significa comprender y realizar una de las formas de la recapitulación de todas las cosas en Cristo53, transfigurando el mundo con la luz de nuestra fe, mientras corremos hacia Él, con alegría de hijos, gritándole “Maranatha”.

A veces, Don Bosco distinguía entre obediencia “personal” y obediencia “religiosa”, subrayando la calidad superior de la segunda, no dictada por la sola simpatía o por las cualidades humanas de la persona del superior de turno, sino, sobre todo, por la acogida de una mediación, reconocida en la fe. De aquí vendrá la libertad y la paz, en el acto de poner nuestra confianza en Dios y en las personas que Él nos ha dado como guías en el camino. Juan XXIII lo expresaba en su lema: Oboedientia et pax.


4.2. Una pedagogía de la obediencia.


La “pedagogía de la obediencia”, a la que he aludido, está llamada a fermentar la vida práctica y a iluminarla, arraigando las actitudes sugeridas en la humilde y sufrida concreción de la vida cotidiana. Error fundamental sería presentar la obediencia como un yugo pesado, tratándose de la amable voluntad del Padre.

En particular, se ve necesario – ya en los ambientes formativos, pero también en todas las casas, especialmente ante opciones de responsabilidad – iniciar el aprendizaje y el ejercicio del discernimiento comunitario, en el espíritu de los artículos 44 y 66 de las Constituciones: en clima de oración y de escucha recíproca, bajo una guía atenta para valorizar todos los recursos y para crear espacio para cada persona. Se trata de recoger todos los datos que iluminan la evaluación de un problema, de individuar los criterios de lectura más decisivos, de sacar las conclusiones operativas más urgentes. Es un contexto en el que la obediencia se esfuerza por dar una mirada de fe capaz de leer “los signos de los tiempos”, abre el oído a la palabra y al corazón del hermano, sabe dar la propia aportación, con humildad y con alegría, para realizar la decisión, que concluye el momento de la búsqueda en común. Y en esto utiliza también todos los recursos de la razón. El discernimiento requiere esto y no se puede prescindir de ello.

Hay que dar una ayuda personalizada para educar a resolver determinados conflictos, que tocan la esfera de la obediencia. El caso más serio es el de un conflicto entre obediencia y conciencia personal. Se pueden encontrar, a veces, situaciones complejas – incluso dramáticas – que requieren caminos de calma y de clarificación; no pueden estar siempre sujetas al juicio exclusivo del superior, sino que tienen, más bien, necesidad de su respeto y de su oración. También en estos casos, sin embargo, el diálogo con el superior deberá acompañar al hermano, en la caridad y en la claridad, para ayudarle a discernir los valores en cuestión, la multiplicidad de los justos criterios de juicio, las posibles vías de solución.

Pero querría aquí, sobre todo, referirme a casos no infrecuentes en los que la conciencia se opone simplemente a la obediencia, que pide el sacrificio de un cambio de casa, o de un cambio de cargo, o de una más fiel observancia de las Constituciones, o de acoger, acerca de un hecho o de un problema, la valoración complexiva del superior, que está en contraste con la propia.

Indico algunos sencillos criterios de valoración.

En primer lugar, no hay que dar por descontada la frecuencia de semejante conflicto, que, en la vida religiosa, es considerado raro y excepcional, puesto que “un religioso no debería admitir fácilmente que haya contradicción entre el juicio de su conciencia y el de su superior”54.

Con frecuencia, será necesario, en cambio, dedicar tiempo, oración y diálogo para dar al superior la indispensable aportación de nuestra experiencia y de nuestro amor a los jóvenes y a la Congregación y para recibir de él serenamente las motivaciones y las decisiones, que marcan la conclusión de la búsqueda común55. “En esta búsqueda, los religiosos sabrán evitar tanto la excesiva agitación de los espíritus, como la preocupación de hacer prevalecer, sobre el sentido profundo de la vida religiosa, el atractivo de las opiniones corrientes”56.

Debemos, luego, tratar de estar seguros, ante el Señor, de que nuestra conciencia sea una conciencia religiosa salesiana, que ha acogido e interiorizado los elementos esenciales de nuestra vocación de consagrados, según el espíritu de Don Bosco y los votos hechos al Señor.

A veces, se tiene la impresión de que – sobre opciones o problemas exquisitamente “cristianos religiosos y salesianos” – nos encontremos dialogando con conciencias que han perdido la riqueza vocacional interior y se dejan guiar por criterios puramente mundanos, o rígidamente subjetivos. Para estas conciencias las Constituciones salesianas corren el peligro de quedarse mudas, la comunidad religiosa insignificante, la autoridad del superior ilegítima, la misión salesiana una exclusiva opción personal. En estos casos, la experiencia del conflicto puede ser ocasión de una auténtica recuperación vocacional, o, a veces, aunque dolorosamente, de una definitiva clarificación.

Las más de las veces, sin embargo, la conciencia vocacional no está en cuestión, sino que el conflicto se abre sobre la aplicación, implícita o explícita, de criterios, que deben precisarse mejor.

Puede nacer una tensión entre obediencia y eficiencia: parece, a veces, que la obediencia, que se nos pide, no respete suficientemente las profesionalidades adquiridas, ni los ámbitos de trabajo en los que nos parece que sabemos hacer algo, ni los ritmos vitales y las diversas capacidades productivas y apostólicas.

Hay una eficacia de la obediencia, que está fuera de discusión, pero que se capta sólo con la mirada de la fe, como nos enseña un gran testigo de nuestro tiempo, bastante cercano a la Familia Salesiana: Juan Bautista Montini. Él, en una fase delicada y sufrida de su vida, se puso serios interrogantes sobre el significado de su obediencia. En una carta a su padre, en 1942, el futuro Pablo VI escribía: “Me he vuelto difícil para con los amigos, y los veo poco; no salgo casi nunca, y también los libros... me dan la espalda desde los anaqueles silenciosos; ya no escribo y me queda poco tiempo para pensar y para rezar (¡si hiciese, al menos, algo bueno!). Pero ¡paciencia! Dios proveerá”57. Y Dios proveyó.

Puede darse fricción entre obediencia y sentido de autorrealización. Cada uno de nosotros tiene un proyecto sobre sí mismo: objetivos, modalidades para alcanzarlos, tiempos de realización. Poner a parte todo esto para aceptar el Proyecto de Dios, a través de las mediaciones del hombre, no hay que darlo por descontado: “Me parece estar aquí (en la Secretaría de Estado) por una combinación indebida – escribía todavía Montini58 - en espera de ser restituido a algo más sencillo y más mío. Pienso en el estudio dejado, en el contacto con el ministerio reducido, en la oración abreviada...”. “Perderse para encontrarse” es una paradoja evangélica, difícil de digerir para quien juzgase con la vista corta del pequeño interés personal.

A veces hay contradicción, al menos aparente, entre obediencia y fecundidad apostólica, que a nosotros nos parece que se puede controlar a simple vista. ¿Quién de nosotros, sintiéndose florecer en un puesto, no se ha encontrado en dificultad para colocarse en otro, donde no se preveían ni flores ni frutos, sino que nos sentíamos mandados a recoger... puñados de hojas secas? Y, sin embargo, - nos repetía con pena don Egidio Viganò en su último Aguinaldo – si hay estaciones de la vida, cuya fecundidad está unida con el obrar, hay otras cuya fecundidad es hija del padecer. Pero aquí los metros mundanos y seculares no funcionan ya: queda, como único metro, la Cruz.

“No quiero interrogar a mis sentimientos – nota aún Montini -; tal vez triunfaría la tristeza de no haber concluido nada bueno; me viene con frecuencia a la mente el extraño pensamiento de no haber todavía comenzado a hacer algo serio y real, según lo que yo proyectaba cuando comenzaba. Pero quiero sólo refugiarme en la gracia de Dios – concluía – la que me ha dado la bienaventuranza, nunca suficientemente meditada, de ser esclavo al servicio de la Iglesia y del Evangelio”59.

No son raros los casos en los que el problema se revela entre obediencia y profecía. Nos parece que hacemos bien así, que hemos colocado una bandera en fronteras avanzadas, que recogemos hasta aplausos, se escribe de nosotros, nos parece que Iglesia y Congregación han quedado a buena altura... Y, sin embargo, se nos da una obediencia que se asemeja a una escarcha en los árboles en flor... En tales circunstancias, hace falta tener clara conciencia de que, tal vez, la hora de la profecía verdadera no coincide necesariamente con la del éxito o de la simple satisfacción personal.

En medio de las muchas dificultades, no conviene perder de vista al Señor Jesús doliente y obediente. En tiempos en que, justamente, ha sido reconocida la dignidad de la objeción de conciencia, con mayor razón debe haber quien, con espíritu evangélico y pentecostal, sabe ilustrar – más con la vida que con las palabras – la dignidad de la obediencia de conciencia, según el ejemplo del Señor Jesús.

Cuanto más ejercitáis vuestra responsabilidad, más necesario se hace renovar, en su pleno significado, el don de vosotros mismos”60.


4.3. Nuestra vocación es una obediencia de vida y de misión.


Si releemos la historia de las vocaciones, quedamos asombrados ante la enérgica petición de obediencia de que está cargada la llamada del Señor.

A Abrahán: “Deja tu tierra... y ve a la tierra que yo te mostraré”61.

A Moisés: “El grito de los Israelitas ha llegado hasta mí... Ahora, pues, ve. Yo te envío al faraón”62.

A Jeremías: “No te preocupes si eres demasiado joven. Ve a donde te envíe y di todo lo que te mande”63..

A Pablo: “¡Levántate, entra en la ciudad, y te dirán lo que debes hacer!”64.

Resulta claro de estas historias de vida que el obedecer precede al ir y al anunciar.

En realidad, hace falta que el que es mandado se someta en primer lugar a la palabra que anuncia, para multiplicar su eficacia.

El tiempo de Nazaret no pasa inútilmente, puesto que en la obediencia se plasma el corazón de Cristo Evangelizador. Los tres años transcurridos por San Benito en la gruta de Subiaco, como ermitaño solitario, no son un paréntesis en su vida, sino el tiempo de la obediencia y de la escucha y la fuente de la futura fecundidad. Don Bosco en el Colegio Eclesiástico, en la biblioteca, a los pies de don Cafasso, precede – no sólo cronológicamente – al Don Bosco que goza estando entre con los muchachos de Valdocco y visitando los mercados de Porta Palazzo, buscando jóvenes que salvar.

Puesto que la educación es cosa del corazón, de los que sólo Dios es su dueño, “nosotros no podremos triunfar en nada, si Dios no nos enseña el arte y no nos pone en la mano sus llaves”65. El primer paso de la misión es la obediencia del misionero. Es necesario que él se ponga antes en estado de oyente que de predicador. La primera tierra de misión es el corazón del misionero: puesto que la misión es, ante todo, una realidad interior, antes de ser un compromiso también exterior. El compromiso misionero es compromiso de santidad personal: “Hay que comenzar por purificarse a sí mismos antes de purificar a los demás; hay que instruirse para poder instruir; hay que hacerse luz para iluminar, acercarse a Dios para acercar a los demás a Él, hacerse santos para santificar” (San Gregorio Nacianceno)66. Esto permite “hacer de la propia experiencia un motivo viviente de credibilidad y una creíble apología de la fe”67.

La obediencia que nos pone en las manos de Dios es la misma que nos introduce fructuosamente en la comunidad salesiana y que determina nuestro campo de apostolado.

Educados interiormente por el Señor, al que nos hemos entregado, acompañados por la comunidad, que nos ve serenamente insertados en ella, nosotros vamos a los jóvenes, no en nombre propio, sino en el nombre de Él: con un proyecto de hombre y de mujer, un amor educativo, una esperanza y una energía de gracia, que proceden de Él.

La conciencia de ser “mandados” a los jóvenes da a nuestro ministerio una íntima estabilidad y la fuerza de la paciencia evangelizadora, que nos permite afrontar dificultades, asumir positivamente los fracasos, esperar la maduración de los tiempos, sin que el paso a través de la crisis se transforme en paralización y frustración vocacional, o en desalientos amargos e infructuosos.

Señor, haz de mí un instrumento de Tu amor”: es la oración atribuida a San Francisco de Asís. El voto de obediencia expresa la disponibilidad para ponerse en Sus manos, para dejarse emplear por Él y llegar a ser instrumentos para la construcción del Reino. “Hacerse instrumento – reflexionaba aún Montini – es el holocausto para quien conoce la excelencia de la acción jerárquica y de la acción divina”68. Esta ductilidad, esta flexibilidad total – siempre que esté en juego la salvación de los jóvenes y el servicio del Evangelio – quería expresarla Don Bosco, con un gesto que los primeros salesianos nos han transmitido: “Si yo pudiera tener conmigo doce muchachos, ser su amo y disponer de ellos como dispongo de este pañuelo, querría esparcir el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, no sólo por toda Europa, sino más allá de sus confines, por tierras lejanas, lejanas...”69. Como respuesta a tal invitación, nació en la Congregación la tradición, que anima a los hermanos que se sienten llamados, a presentar al Rector Mayor un ofrecimiento especial de disponibilidad para las misiones ad gentes. Ésta, superando todas las fronteras geográficas, “les da un ánimo dispuesto a predicar el Evangelio en todas partes”70 y da a la obediencia salesiana una dimensión especial de totalidad y de mundialidad. Esta disponibilidad para la obediencia, que es propia de nuestra tradición, hemos querido celebrarla, con particular solemnidad, en la expedición misionera del año 2000, como ya indiqué en otra carta mía71.


4.4. Nuestra existencia es una obediencia profética.


Reflexionando sobre el futuro de la vida consagrada, se observa que ésta tendrá una esperanza tanto más profunda cuanto más sea capaz de proponerse como auténtica profecía72. Es modelo de ello Elías – que Oriente y Occidente colocan entre los inspiradores de la vida consagrada – “profeta audaz y amigo de Dios”, que “vivía en su presencia y contemplaba en silencio su paso, intercedía por el pueblo y proclamaba con valentía su voluntad, defendía los derechos de Dios y se erguía en defensa de los pobres contra los poderosos del mundo”73.


La gran “profecía” anunciada por la obediencia religiosa es Cristo. Basta hojear la Regla de Basilio, Agustín, Benito, etc., para ver que, desde el principio de la vida consagrada, el alma de la obediencia religiosa es el deseo de hacer memoria de Cristo y de su total entrega al Padre y a la misión recibida. “En efecto, la actitud del Hijo desvela el misterio de la libertad humana como camino de obediencia a la voluntad del Padre, y el misterio de la obediencia como camino para lograr progresivamente la verdadera libertad”74.


Verdadera profecía – hoy particularmente pedida a los religiosos, aun en virtud del voto75 - es su estilo y compromiso de obediencia eclesial.

En la Carta Apostólica Tertio Millennio adveniente, en preparación al Jubileo, Juan Pablo II evidenciaba una “crisis de obediencia al Magisterio de la Iglesia”76, sobre lo que invitaba a reflexionar, para hacer frente con eficacia a los peligros de nuestra época.

En el mismo documento, el Papa subraya la oportunidad de una profundización de la fe, especialmente en dirección de la unidad de la Iglesia y del servicio que se le hace por medio del ministerio apostólico. Y esto, para “llevar a los miembros del pueblo de Dios a una conciencia más madura de las propias responsabilidades, como también a un más vivo sentido del valor de la obediencia eclesial”77. Es una invitación que los hijos de Don Bosco y la Familia Salesiana se sienten comprometidos a acoger, aún en virtud de una tradición de familia, hoy más actual que ayer, que ve en la leal fidelidad a Pedro y a los Pastores uno de los elementos característicos del carisma salesiano78.

La complejidad de la hora presente y de las transformaciones en curso, el empeño por la inculturación de la fe y por la confrontación con las otras religiones y confesiones, la aportación siempre nueva y maciza de las ciencias modernas del hombre, el fuerte impulso del relativismo y del subjetivismo de nuestra cultura, la apertura de nuevos ámbitos de investigación, que ponen interrogantes inéditos, requieren madurez de juicio y prudencia de elección capaz de mantener un equilibrio dinámico y vigilante entre la libertad de búsqueda y la acogida convencida del Magisterio de los legítimos Pastores, anuncio de la verdad toda entera, con la que el Espíritu conduce al pueblo de Dios.

Tal obediencia se ve que es particularmente fecunda, urgente y significativa en todo lo que se refiere al Misterio de Cristo y de la Iglesia, la celebración y la catequesis de los sacramentos, la vida moral de los jóvenes, de la familia y del pueblo cristiano. Se trata de la verdad con que la fe ilumina nuestra vida y nos orienta hacia su plenitud.


La obediencia consagrada, además, evidencia con fuerza el rigor de la entrega a Dios, corrige la autonomía no motivada y no regulada, que representa una tentación difundida en el mundo de hoy, y propone la dignidad de una relación filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la recíproca confianza79.

Esto conlleva – como nota Santo Tomás – “quaedam disciplina”, que es el estilo del discipulado. Contesta, por eso, al prejuicio de la orgullosa autosuficiencia del “hacer a si mismo”, para redescubrir en la humildad la fecundidad espiritual, que reconoce la competencia y la aportación de los hermanos en los caminos de Dios. Confiesa la presencia de la gracia en la trama de las relaciones y evidencia la fragilidad de quien se pone como “iudex in causa propria”, corriendo el peligro de caer en errores dolorosos y hasta mortales.

La obediencia es una disciplina puesta a nuestra libertad para hacerla instrumento idóneo de liberación. Dichoso quien aprende a vivirla según el ya citado lema del Papa Juan: “oboedientia et pax”. No es un caso que haya muchos religiosos/as entre los que han expuesto y dado la vida por el Reino, por la causa de los derechos humanos, por la defensa de la mujer y del niño, por la educación de los individuos y de los pueblos. Ellos son los profetas-mártires, de los que Juan Pablo II nos ha invitado a reavivar la memoria, en ocasión del Jubileo del año 2000.


Sobresale en la obediencia salesiana el coraje de aceptar los límites de nuestra condición histórica, que nos pide la obediencia no sólo a Dios, sino también al hombre, especialmente en algunas etapas y circunstancias de nuestra existencia. En el joven que acepta al educador y al adulto como un interlocutor y un guía para su crecimiento la obediencia es valorada. Pero también busca en el adulto, capacidad de inserción, serena y fructuosa, en un contexto, en un grupo de trabajo, en un proceso proyectual, que no debe estar siempre empezando de cero. Ella se expresa en el anciano como forma cualificada del “ponerse en las manos de Dios”, dejándose llevar por Él, y como le agrada a Él, hasta dentro de Su casa.

Nuestra obediencia está llamada a anunciar el estilo de autoridad-obediencia, que fue inaugurado por el Señor Jesús como servicio y anuncio en su Evangelio. Tal estilo de presenta como una auténtica diaconía de Dios para con los hermanos. Y se aleja de todos los modos autoritarios o complacientes de ejercitar la autoridad, denuncia el peligro de resbalar hacia formas de poder; pone en guardia contra las deformaciones manipuladoras en la gestión de la autoridad. “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar la vida en rescate por muchos”80.


La obediencia del consagrado expresa solidaridad e intercesión en favor de todos los que son llamados de la aspereza de la vida a obedecer por fuerza o por necesidad; en favor de aquellos que, despojados de su libertad, sufren injustamente la cárcel; y de quien, aún dentro de la familia, es víctima de autoritarismos y prepotencias y no puede gustar la fuerza liberadora del amor.


La obediencia voluntaria del salesiano evidencia el carácter relativo de las opciones y de las opiniones humanas, que corren el peligro de contraponerse orgullosamente las unas a las otras, a veces a costa de la caridad...

En la Regla de San Benito se encuentra la invitación repetida a competir en obedecer los unos a los otros. Es una emulación que asumirá sólo aquel que, dentro del caparazón de la obediencia, ha descubierto la perla de la libertad.


Es auténtica profecía también el colocarse obedientemente en zonas “límite” de servicio y de apostolado, testimoniando valores menos populares o sólo novedosos, acabando también “marginados con los marginados”, y encarnando la misteriosa lógica de la “piedra desechada por los constructores”, de que el Señor se sirve con gusto para reedificar su Iglesia y aumentar la capacidad de acogida.



5. UNA OBEDIENCIA PARA EL TERCER MILENIO


Os he hablado de obediencia, porque – mirando a los compromisos de la Congregación en el siglo apenas iniciado, que abre el tercer milenio – es uno de los elementos que garantizan la consistencia de su servicio, la calidad de su misión, la energía interior de las comunidades. Para responder a estas esperanzas, nuestra obediencia tiene ciertamente necesidad de renovarse y vivirse en profundidad, expresando una riqueza inédita. Y si la referimos a la comunidad, que serenamente busca la significatividad de su presencia, testimonio y servicio, está sustancialmente relacionada con el CG25.

Hasta ayer, en el lenguaje corriente, se hablaba de una “obediencia de lugar”, referida sobre todo a los cambios de una casa a otra, o de una “obediencia de función”, que invitaba a pasar de un cargo a otro. Mirando hacia delante, es necesario hablar de una obediencia polivalente, más compleja y articulada, que permita responder – como individuos y como comunidad – a los desafíos de la hora presente.


Se siente, ante todo, la necesidad de una obediencia creativa, que no se resigna a la rutina, sino que se hace capaz de dar respuestas nuevas a las necesidades nuevas. Es la obediencia propia de las vírgenes prudentes, que no se contentaron con llevar las lámparas encendidas, sino que se proveyeron también de aceite en las alcuzas para ir al encuentro del esposo. Es la obediencia del siervo, que no esconde bajo tierra su talento, sino que lo trafica y lo hace fructificar. Es la obediencia del pastor que, en plena noche, se pone en camino en busca de la oveja perdida.

En la sociedad de hoy es difícil moverse sólo sobre lo consolidado, repitiendo por una parte lo que ya se hizo por otra. Para nuevas necesidades, es preciso inventar respuestas nuevas. Función del buen superior no es desanimar la creatividad, sino valorarla y estimularla dentro del surco trazado. Por eso, alguien ha podido decir que Don Bosco fue capaz de formar a sus primeros discípulos de modo que los transformó en otros tantos “fundadores” (pensamos especialmente en los misioneros...).


Si la creatividad no quiere dar golpes al aire ni resolverse en un juego pirotécnico de poco alcance, debe inserirse en el surco de una obediencia comunitaria y proyectual. Las casas y sus proyectos educativos pre-existen a los hermanos, llamados a habitarlas y a servirlos. Obedecer en forma proyectual significa, ante todo, darse cuenta del proyecto que está en vigor en las casas, meterse de lleno en él con espíritu de servicio, y sólo posteriormente modificar lo que debe ser modificado, o innovar lo que se debe innovar.

Cuántas veces, visitando las casas, se encuentran grupos de laicos y de colaboradores frustrados porque están cansados de tener que adaptarse perpetuamente, no digo a un proyecto que se debe siempre relanzar de nuevo, sino a personas concretas, llamadas a hacer de párroco, o de director, o de encargado del Oratorio, las cuales parecen decir – más con hechos que con palabras, naturalmente –: “¡Aquí el proyecto soy yo!”. Y quien no se adapta... queda despedido.

Un PEPS – y la obediencia que lo hace vivir – hace referencia necesaria a una comunidad educativa pastoral. Por eso, el proyecto salesiano está marcado por una fuerte obediencia comunitaria. Ésta invita a descubrir los recursos – que son, sobre todo, personas – de los que la comunidad dispone; a ver la propia función entrelazada como una red con otras funciones, que deben ser reconocidas y valorizadas; a creer con Don Bosco que “vivir y trabajar juntos”81 es fuente de eficacia segura y de testimonio válido, si es verdad que nuestra comunión es nuestra primera misión. Obediencia y comunidad aparecen estrechamente unidas: no sólo porque la caída de la primera lleva a marchitar también la segunda, sino también porque el superior – que es la referencia normal de la obediencia – es también el principal responsable de la comunidad religiosa.


A través de la dimensión comunitaria, es necesario comprender que nuestra obediencia es siempre una obediencia relacional. Su núcleo central no son las “cosas que hacer”, sino las ”personas que encontrar”, las “relaciones que construir”, los “corazones que contactar”. Un educador salesiano no puede ser un navegante solitario, ni uno que actúa como un Prometeo desencadenado, dentro de un desierto relacional. “En la comunidad y con miras a la misión, todos obedecemos”82, y esta obediencia común engendra un tejido relacional que debemos tener en cuenta al construir nuestro proyecto y al proponer nuestro servicio. Nos ayudará mucho en esto abrazar y cultivar la “espiritualidad de la relación”, a la que nos invita el CG24.

El campo y el contexto de la obediencia misionera se ensancha hoy en la relación con los Grupos de la Familia Salesiana y en la capacidad de sacar fruto de la Carta de la misión salesiana que, como decía en el acto de la promulgación, no es un reglamento fijo de trabajo, sino que pretende formar una mentalidad y es una plataforma para construir colaboraciones posibles y eficientes. En este frente se coloca, por ejemplo, el esfuerzo por conocer y estudiar modos de responder a las plagas juveniles que la globalización no permite resolver, sino que las agrava: los muchachos obreros, los muchachos soldados obligados prematuramente a estar bajo las armas, los muchachos sin un mínimo soporte familiar y los sometidos a abusos sexuales por parte de organizaciones criminales.

Hay el espacio interpersonal, hay el profesional y educativo; pero hoy no podemos dejar de añadir el sociopolítico, nacional e internacional.

Exalumnos, cooperadores, colaboradores, educadores pueden acompañarnos en “fundar” un derecho en el que los jóvenes tengan asegurada una normal educación.


Todo esto podrá lograrse mejor si sabemos cultivar una obediencia formativa, que considera la formación continua como un punto fijo, y el grupo de trabajo, confiado a nuestros cuidados o a nuestra animación, como una comunidad de formación. De este nuevo estilo – imperativo ineludible de una sociedad en la que la obediencia y la información tendrán un papel cada vez más decisivo – se espera el crecimiento de las personas, el incremento de calidad del producto (también del educativo), la actualización tecnológica, la renovación de la organización del trabajo y de su capacidad de responder a la demanda y a las exigencias del territorio.


El conjunto de los elementos indicados debería ayudarnos a vivir una obediencia propositiva es decir, capaz de hacerse mensaje y testimonio, comunicando a los jóvenes con transparente coherencia el sentido de nuestra vida. Tal capacidad de proponer se ve hoy conectada sobre todo a dos factores, que están entre los más buscados por los jóvenes en discernimiento vocacional y a los que hemos aludido repetidas veces: la dimensión espiritual y la comunitaria. La legibilidad espiritual de nuestra obediencia – que se vuelve abandono confiado en la Providencia de Dios – y su capacidad de construir familia son otros tantos canales que hacen accesible la comprensión de la obediencia a los jóvenes de hoy.


En una carta de 1617, escrita a la Madre Favre, que era entonces superiora de la Visitación de Lyon, San Francisco de Sales examinaba el problema de una hermana muy fervorosa y devota, pero poco obediente y, por lo mismo, incapaz de renunciar a sus puntos de vista, aunque legítimos (acerca de la frecuencia de la comunión, por ejemplo, o la duración de la oración mental), para abrazar la praxis comunitaria.

“Os diré que se engaña enormemente – nota Francisco – si cree que la oración la puede llevar a la perfección sin la obediencia, la virtud que más agrada al Esposo, la virtud en la cual, con la cual y por la cual quiso morir. Sabemos por la historia y por experiencia que muchos religiosos se han hecho santos sin la oración mental, pero ninguno sin la obediencia”83.


No tenemos duda alguna de que – cruzando el umbral del tercer milenio – nosotros estamos llamados, como salesianos y como comunidad, a comprometernos en una obediencia renovada. Entonces estaremos preparados, dóciles a los signos de los tiempos, para anunciar a los jóvenes al Señor Jesús y el “proyecto hombre” encarnado por Él, con la plenitud del espíritu de Don Bosco.



6. LA ANUNCIACIÓN, LLAMADA Y RESPUESTA: “HÁGASE EN MÍ SEGÚN TU PALABRA”84


No puedo concluir sin hacer todavía una referencia a la Anunciación a María, que ya en parte comenté en mi carta sobre las vocaciones85, pero que representa también un modelo sublime para nuestra obediencia en la fe.

El relato, entre los más hermosos del Evangelio de Lucas86, no se refiere sólo al pasado, sino que es una clave para leer el presente. El Evangelio, en efecto, no es sólo historia, es siempre anuncio.

La narración está construida con alusiones de la Biblia que recuerdan antiguas esperanzas, expresan expectativas actuales y anticipan los sueños de salvación del hombre. María, que representa a la humanidad, siente en sí todo esto y es llamada a ponerse a disposición de Dios para realizarlo.

“Alégrate”: es un saludo usado por los profetas cuando se dirigen a la Hija de Sión. Asegura la atención particular, la mirada de amor, la voluntad benévola de Dios hacia una persona y ofrece una prueba de que se podrá luego verificar. Anuncia una elección que constituye una felicidad sin igual: “¡Alégrate! Te ha tocado una fortuna estupenda”.

“El Señor está contigo87: la seguridad aparece con frecuencia cuando Dios llama a una misión; se repite en las narraciones de las vocaciones que tendrán una función importante para la salvación. Indica que la atención y la mirada de Dios se traducen en presencia, asistencia, compañía, alianza.

“Para Dios no hay nada imposible88: es la expresión dicha a Sara, la mujer de Abrahán, en el momento desesperado de su esterilidad, al comienzo de la generación de los creyentes. Expresa la decisión de Dios de intervenir en la historia humana en favor del hombre, superando cualquier límite de naturaleza o de libertad humana. Y de hacerlo a través de algunas personas que Él ha escogido.

Estamos frente al anuncio de un acontecimiento de particular importancia para la humanidad. Es la “vocación”, la “llamada” de María a colaborar en el plan de la salvación; y es la respuesta en la fe de Aquella que debía ser instrumento y mediación humana de aquel plan divino.

María es invitada, en primer lugar, a creer que el acontecimiento es posible y a creer también en sí misma (¡es la cosa más difícil!); luego, a aceptar comprometerse y, además, a mantenerse fiel en la colaboración durante su vida. Todo esto como un entregarse incondicional a Dios.

Dios tiene el misterioso poder de hacer fecundo lo que, a los ojos humanos, es estéril, limitado o perdido. ¡Una invitación, ésta, a revisar nuestra fe en la acción y en la fuerza del Espíritu!


La Anunciación nos recuerda nuestra vocación. Anunciación fue, en efecto, la inspiración que nos movió a seguir al Señor Jesús, siguiendo el ejemplo de Don Bosco. Y anunciación son las llamadas a compromisos y responsabilidades, en las que es necesario confiar en Dios y esperar con confianza el futuro.

La Anunciación nos recuerda, sobre todo, cómo debe ser nuestra respuesta personal a Dios: dócil, confiada, continua, como la de María: “Hágase en mí según tu palabra”. María se dejó plasmar por la Palabra de Dios, por el Espíritu de Dios, para ser la Madre del Verbo. En el santuario interior de su corazón actuaron la gracia y el Espíritu para hacerla Madre. Comprendemos la expresión tan grata a los Padres, de que María concibió en el alma antes que en su seno.

También nuestra obediencia en la fe debe madurar en el diálogo con Dios y en la docilidad al Espíritu. A veces en nuestra vida activa, consagrada o laical, se manifiesta una tensión entre la relación personal con Dios, es decir, atención, diálogo, acogida afectuosa y grata del Señor, y – por otra parte – la preocupación por los resultados de nuestra actividad. Esta última nos reta y a veces nos tienta. Queremos hacer siempre más, y poco a poco ponemos nuestra confianza en los medios y en las actividades, hasta el punto que éstos acaban por vaciarnos. Es necesario que las conectemos constantemente con la fuente de la que toman energía y significado: la invitación de Dios para colaborar con Él. Éste es el sentido profundo de nuestra obediencia.

Pidamos a María, a quien nosotros reconocemos en el origen de nuestra Congregación y de la Familia Salesiana, que su itinerario en la fe, manifestado en la Anunciación, sea también el nuestro: sentir la llamada interior, dejarnos fecundar interiormente y plasmar por el Espíritu, y responder con nuestro Aquí estoy para producir frutos apostólicos.

Os acompaño con mi recuerdo y mi oración, a fin de que el trabajo de cada hermano y de cada comunidad, en el surco de la obediencia a la voluntad del Señor, sea fecundo de bien para los jóvenes a los que hemos sido mandados.


Con la protección de María Auxiliadora y de Don Bosco

Juan Vecchi


1 Hb 10,7

2 cf. GS 55

3 Ver las dos cartas precedentes: Un amor ilimitado a Dios y a los jóvenes (ACG 366) y Enviados a anunciar la buena nueva a los pobres (ACG 367)

4 cf. VC 87-92

5 cf. J.H.Newman, PPS VIII, S.5; VIII, S.14

6 cf. MBe XV, pág. 166-171

7 cf. El Proyecto de vida de los Salesianos de Don Bosco, pág. 565-565

8 Const. 64

9 Const. 66

10 Const. 65

11 cf. Ibid.

12 Const. 66

13 cf. Rm 5,18-20

14 cf. Jn 4,34; 6,38; 8,28-29

15 cf. Mt 12,34; 23,33; Éx 32,9; 33,5

16 Ap 3,14

17 2 Cor 1,19-20

18 Hb 10,7

19 Hb 5,8-9


20 Jn 4,34

21 ABS, Parola di Dio e spirito salesiano (LDC 1996), pag. 122

22 Viganò E. Un progetto evangelico di vita attiva (LDC 1982, pág. 139-140)

23 cf. ABS, Parola di Dio e spirito salesiano (LDC 1996), pag. 312-331

24 CG24 69

25 cf. ABS, Parola di Dio e spirito salesiano (LDC 1996), pag. 323

26 cf. Circular del 24 enero 1924, ACS nº 23

27 Const. 24

28 cf. S.T. II, II, Q 186, art. 5 y 8

29 cf. Mt 16,25; Mc 8,35; Lc 9,24

30 cf. LG 43

31 cf. PO 15

32 cf. PC 14

33 Hb 11,8

34 cf. Rm 1,5; 16,26

35 A. Pigna, Consigli evangelici (Roma 1993), pag. 425-426

36 cf. Mt 7,21

37 cf. Merkle J. Gathering the fragments, New times for obedience, en Review for reeligious, June 1996

38 cf. Const. 70

39 cf. el excelente tratbajo de don P. Brocardo, Maturare in dialogo fraterno (LSAS, Roma 1999)

40 cf. Const. 66

41 Const. 67

42 cf. Nuove vocazioni per la nuova Europa, de las Congregaciones para la Educación Católica, para las Iglesias Orientales y para los Institutos de Vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, nº. 26 a)

43 cf. Vecchi J., Spiritualità salesiana, LDC Torino 2001, “Il Signore ci consacra col dono del suo Spirito”, pag. 42-43

44 cf. Obediencia, en la Introducción a las Constituciones, Edición española, pág. 222

45 Jn 2,5

46 cf. CG24, 91-93

47 cf. Sal 23,4

48 cf. Vecchi J., Spiritualità salesiana, LDC Torino 2001, “La consacrazione dono di Dio ed esperienza personale”, pag. 42 ss.

49 cf. Nuove vocazioni per una nuova Europa, de las Congregaciones para la Educación Católica, para las Iglesias orientales y para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, nº. 34,c)

50 Const. 64

51 cf. LG 48

52 cf. Hb 11,27; Const. 21

53 cf. Ef 1,10; cf. GS 45

54 Pablo VI, Evangelica Testificatio (ET), 28

55 cf. Const. 66

56 ET 25

57 Fappani-Molinari, G.B.Montini giovane: 1897-1944. Documenti inediti e testimonianze (Marietti 1979), pag.

364

58 Ibid., pag. 365

59 Ibid., pag. 363

60 ET 27

61 Gn 12,1

62 Ex 3,9-10.

63 Jr 1,7

64 Hch 9,6

65 MBe XVI, pág. 373

66 cf. Congregación para el Clero, El presbítero, Maestro de la Palabra, Ministro de los sacramentos y guía de la comunidad, ante el tercer milenio cristiano, Conclusión

67 Ibid. C. II, 2

68 o.c., pag. 381

69 MBe IV, pág. 327

70 Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 18

71 cf. Alzad vuestros ojos...” en ACG 362, pág. 49

72 Cf. VC 84-95

73 VC 84

74 VC 91

75 cf. Const. 125

76 TMA 36

77 TMA 47

78 cf. Const. 13

79 cf. VC 21

80 Mt 20,28

81 cf. Const. 49

82 Const. 66

83 San Francisco de Sales, Tutte le lettere, vol. II, 1294 (EP, Roma 1967)

84 cf. Lc 1,38

85 cf. Es el tiempo favorable, en ACG 373, pág. 51-53

86 Lc 1,26-38

87 Lc 1,28

88 Lc 1,37