ÀœUN AMOR ILIMITADO


ÀœUN AMOR ILIMITADO

1 1.- CARTA DEL RECTOR MAYOR

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2 “UN AMOR ILIMITADO

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3 A DIOS Y A LOS JÓVENES”1

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1. La castidad por el Reino. Lo que hemos profesado. – El clima cultural. – La certeza inspiradora: un amor que anuncia al Resucitado y lo espera. 2. Castidad y carisma salesiano. En el surco de una tradición. – Al servicio del amor educativo. – Signo de la donación total. – “Como un postulado de la educación”. – Complementariedad enriquecedora. 3. El camino hacia la madurez. Una emergencia que desafía e interpela. – Un recorrido que hay que asumir. – Discernimiento vocacional y formación inicial. – La parte de la comunidad. Conclusión: la fuerza de una profecía.



Roma, 8 de diciembre de 1998

3.1

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3.1.1 Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María

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Queridos hermanos:

Os escribo al comienzo del año jubilar dedicado al Padre, del que provienen todos los dones. Entre los dones más grandes que hemos recibido en nuestra existencia se coloca, después del don del Bautismo y de la vida cristiana, la gracia especial de la consagración sobre la cual os invité a reflexionar en la carta anterior.

En ella “destaca el precioso don (...) concedido a algunos por el Padre (cf. Mt 19,11; 1 Cor 7,7) para que se consagren a solo Dios con un corazón que en la virginidad o en el celibato se mantiene más fácilmente indiviso (cf. 1 Cor 7, 32-33)”2.

Me ha parecido, pues, oportuno continuar el argumento iniciado proponiéndoos algunas sugerencias sobre esta dimensión de nuestra consagración.

Las Constituciones presentan la manifestación singular que este don tiene en nuestro carisma, cuando afirman que es “un amor ilimitado a Dios y a los jóvenes”3. Dicho amor incluye la donación total de sí y dispone a afrontar con mayor libertad y prontitud incluso el riesgo de la vida en las fronteras de la misión ad gentes, la solidaridad con los pobres y las situaciones en conflicto.

Mientras estoy concluyendo la redacción de esta carta, se han hecho públicos los nombres de los misioneros y de las misioneras matados en 1998 en contextos de guerra, fundamentalismo religioso y conflictos étnicos: un total de treinta y uno, que vienen a sumarse a los numerosísimos que forman el martirologio del siglo XX.

Sobre este fondo marcado por la historia de hermanas y hermanos que no han dudado en dar la vida, querría colocar mi reflexión acerca del “modo intensamente evangélico de amar a Dios y a los hermanos”4 que se realiza a través del voto de castidad. Con esta reflexión me propongo también hacer “resurgir y testimoniar en la vida diaria el valor educativo de la vida consagrada religiosa en la vida”5, según cuanto nos hemos propuesto en la programación de este sexenio.



  1. La castidad por el Reino.


Lo que hemos profesado


Le Exhortación Apostólica Vita Consecrata no presenta un tratado separado de cada uno de los tres consejos evangélicos. Los une en la gracia única de la "sequela", limitándose a explicitar acá y allá significados, valores o exigencias particulares de cada uno de ellos. Subraya así el carácter de relación personal con el Señor que tiene la profesión y la dimensión mística de los votos. Cada consejo comporta actitudes y compromisos específicos, pero termina por abarcar a los otros dos. Es difícil pensar en una castidad coherente y luminosa separada de una pobreza que consiste en el ofrecimiento total de los propios bienes materiales y personales, o de una obediencia del corazón que se pone a sí mismo a cualquier precio a disposición de la misión. Y viceversa.

Vita Consecrata no presenta siquiera un discurso extenso sobre los consejos en su conjunto, pero indica algunos aspectos de ellos cuando trata de la consagración, de la misión y de la comunidad fraterna. Los consejos son condiciones para una realización serena y coherente de estos aspectos fundamentales de nuestra vida y se reflejan en cada uno de ellos.

La claridad con que habla de ellos el evangelio, la frecuencia con que los documentos de la Iglesia y de la Congregación, aún en tiempos recientes, han estudiado el argumento nos han ayudado a adquirir un cuadro suficientemente seguro acerca del sentido de la castidad consagrada: es un don del Padre y, por nuestra parte, una respuesta libre de amor que nos lleva a conformarnos con el género de vida virginal escogido por Jesús. Igualmente son claros los compromisos que ella comporta: el celibato como estado de vida y la práctica de la continencia propia de tal estado, la voluntad de donación sin límites a Dios y a los jóvenes. También se ha reafirmado doctrinalmente la ascesis que la práctica de la castidad requiere, expresada casi siempre en una serie de indicaciones que comprenden medios humanos y sobrenaturales.

Y, sin embargo, el clima cultural que estamos viviendo nos invita a hacer una reflexión personal y contextualizada sobre este consejo 6.

En verdad, estamos casi sumergidos en un mar de imágenes, mensajes, opiniones y explicaciones que se refieren a la sexualidad, mientras el silencio acerca de la castidad es casi total.

Esto lleva a preguntarse sobre la práctica actual de la castidad, sobre las condiciones que hay que pedir y crear a fin de que sea maduradora y serena, sobre su fuerza de testimonio, sobre los itinerarios pedagógicos y espirituales que nos pueden llevar a una realización significativa en un mundo que parece no tenerla en consideración.


El clima cultural


Un cierto silencio sobre la castidad cristiana, también por nuestra parte, puede proceder del cambio cultural que hace hoy más difícil que ayer percibir su significado humano y hablar, en términos realistas y delicados, sobre algunos problemas que ella suscita: como las expresiones legítimas del amor, la forma de la pareja, las prácticas que se relacionan con la vida, la culpabilidad o no culpabilidad de ciertos comportamientos personales.

La reflexión católica se ve obligada a esfuerzos particulares por la complejidad de las cuestiones y por la variedad de opiniones. Busca respuestas a las interpelaciones, ahondando en el carácter de la persona, el papel de la conciencia, el influjo de la situación, la orientación existencial. Juicios sumarios, pues, aún formalmente correctos pero sin suficiente análisis o profundización, acaban por no resolver interrogantes urgentes que suscita la castidad.

Entre los elementos que marcan la evolución presente está, indudablemente, la valorización de la sexualidad. Es compleja. Se le reconoce un cierto influjo determinante en el desarrollo de la personalidad. Se la considera como una riqueza que se debe explotar más que un instinto que combatir. Se la pone en relación con aspectos muy sentidos de la persona, como la madurez, la realización completa, la capacidad de relación, la satisfacción, el equilibrio interior que sabe superar complejos, sentimientos de culpa e inseguridades. Esta perspectiva positiva es asumida también por el pensamiento de la Iglesia, como lo demuestran las abundantes catequesis de Juan Pablo II y una vasta literatura moral y espiritual.

Por otra parte, han desaparecido los controles sociales y a veces también los familiares. Hay una tolerancia pública y se defiende el derecho a diversas opciones; es más, prensa, literatura, espectáculos, con mucha frecuencia exaltan la transgresión y presentan las desviaciones como opciones posibles, como consecuencia de condiciones personales. Cualquier dimensión ética, incluso solamente humanista, se deja en el olvido, cuando no queda ignorada, hasta en programas oficiales ampliamente difundidos. La única preocupación es vivir la sexualidad en forma satisfactoria y segura de riesgos para la salud física o síquica y se la separa de los componentes que le dan sentido transcendental y dignidad humana.

El cuerpo se valora y exalta en sus diversas posibilidades: salud, belleza, expresión artística, placer. Está en el centro de numerosos cuidados y de relativas industrias que responden y estimulan nuevos intereses: gimnasia, deporte, cosmética, danza. El pensamiento cristiano subraya que el cuerpo está llamado a integrarse cada vez mejor en el proyecto vocacional, que el hombre no sólo tiene un cuerpo, sino que se trata de un cuerpo capaz de expresar lo que el espíritu siente y quiere comunicar: el amor y la alegría, el ansia y la furia, la atención hacia los demás o el exclusivo interés personal.

La evolución cultural en su conjunto y las aportaciones de un feminismo equilibrado han sacado a la luz la originalidad de la mujer, las riquezas de su genio y la complementariedad recíproca con el hombre. Las intervenciones de Juan Pablo II a propósito son el signo también de un cambio eclesial. La consecuencia para nosotros es una cercanía mayor a la mujer que se expresa en la copresencia en todos los ambientes, en la colaboración, en la relación más libre, que no pocas veces lleva a la confianza, la familiaridad y la amistad.

Nuestras sociedades se han vuelto alérgicas a controles y leyes que pretendan meterse en lo que se considera la esfera de lo privado, por lo que las mismas normas morales suscitan reacciones y difícilmente encuentran espacio en el ámbito civil para expresar en él su profundo valor humano y religioso. La sexualidad, el amor y bajo ciertos aspectos la familia, se consideran asuntos privadas. No pocos comportamientos y opciones personales sobre esta materia no son ya valorados partiendo de una consideración moral comúnmente aceptada, sino de los derechos de la persona, sea que se la considere en su dignidad irrepetible, sea que se halle confundida con una libertad arbitraria.

El cambio cultural en acto comporta desarrollos positivos y costos pesados. Entre los primeros podemos enumerar una mayor libertad en el vivir las propias opciones, la percepción de vacíos que exigen verse colmados y de hecho lo son a través de la reaparición del deseo de un amor auténtico, la búsqueda y la oferta de lo gratuito, es decir, de lo que no puede ser adquirido, sino que se descubre y se vive fuera de los intercambios.

Entre los segundos hay una acentuación exagerada de la subjetividad en materia sexual; el debilitamiento o el vaciarse del vínculo matrimonial y el miedo a asumirlo, con las consiguientes “adolescencias prolongadas”; la proliferación de imágenes y de material sexual de baja estofa, prácticamente al alcance de todos, a través de canales y redes autorizados o clandestinos.

Todo esto produce una ambigüedad que desafía no sólo la capacidad de valoración, sino también el control de los deseos. Por una parte se defiende enérgicamente la dignidad de la mujer, que es mucho más que su cuerpo, pero al mismo tiempo se continúa presentándola como objeto erótico en la publicidad y en el cine. Se estimula la libre expresión de la sexualidad, pero se reacciona con dureza cuando, incontrolada, no reconoce límites. Se hace hincapié en la “emoción”, particularmente de los jóvenes, por medio de imágenes y eslóganes, y se pretende que ellos tengan la constancia y la fidelidad, que es fruto de la capacidad reflexiva y proyectual. La conquista de los mercados lleva a los medios a buscar la eficacia comunicativa, si es que no lo hace sobre la astucia tecnológica, más que sobre la oferta de una visión verdadera y profunda de la realidad.

El clima envuelve a los jóvenes, a los cuales la primera información sobre la sexualidad y la castidad llega confusa y ambigua. Pero no respeta a los religiosos, ni siquiera a aquellos que anteriormente habían interiorizado una visión cristiana de la misma. De aquí puede provenir, también para nosotros, una pérdida de sensibilidad, que nos hace casi indiferentes respecto de valoraciones o comportamientos, y disminuye el valor específico de nuestra opción de consagrados. Puede decaer el rigor de la vigilancia, que evita el exponerse a ocasiones negativas, por parte de quien ha escogido poner a Jesús en el centro del propio corazón. Se puede producir, en los pastores y en los educadores, incertidumbre en la dirección de las conciencias en comunión con la Iglesia, y en el proponer, de manera convincente, la castidad como un valor esencial en la construcción del hombre y del cristiano.

Esto puede resultar aún más peligroso, en el caso en que la educación recibida por nosotros, que ha tenido sus límites junto a valores indiscutibles, no nos haya provisto suficientemente de los instrumentos necesarios de valoración, de actitudes de vida bien consolidadas, de honesta interioridad capaz de desenmascarar las racionalizaciones de que se reviste el mal a menudo.

Vita Consecrata invita a responder a las provocaciones de la cultura con la “práctica gozosa de la castidad perfecta, como testimonio de la fuerza del amor de Dios en la fragilidad de la condición humana”7.

Nosotros, salesianos, advertimos la necesidad de una movilización interior, personal y comunitaria, para vivir con gozo más profundo y con transparencia más refulgente esta virtud, que configura a los miembros de Cristo con la total libertad y capacidad de don de su Cabeza.

Sólo con la mirada puesta en Él, estamos en condiciones de comprender el significado de la castidad, especialmente en la forma profética y peculiar que brilla en el don de la virginidad, profesada por el Reino de los cielos, en las comunidades religiosas.


La certeza inspiradora: un amor que anuncia al Resucitado y lo espera.


Es imposible afrontar cualquier cuestión específica de la castidad cristiana sin buscar sus raíces más profundas en la palabra de Dios. Y, mejor que en textos particulares, que ciertamente no faltan, el fundamento de la castidad consagrada y su significado deben buscarse en la persona misma de Jesús, Palabra total y definitiva de Dios. Él es célibe por el Reino, para manifestar visiblemente el amor de Dios hacia todos y hacia cada uno. Inaugura así otro modo de ser persona en el que la sexualidad realiza, con total libertad, la plena pertenencia al Padre y la donación hasta el extremo por los hombres.

De la Biblia tomo sólo algún estímulo que juzgo particularmente adecuado a nuestro presente. Os servirá como invitación a acercaros a la Palabra de forma personal y sosegada para colocar toda la reflexión en su contexto lleno de luz y de gracia.

El Antiguo Testamento vislumbra la futura revelación de la virginidad por el Reino cuando Jeremías, que ha puesto su celibato al servicio de la misión profética8, introduce la imagen de la virgen de Israel9. Pero lo que normalmente se espera del Antiguo Testamento es la fecundidad, bendecida por Dios con hijos que se multiplican, de generación en generación, como confirmación de las promesas de Yahvéh y de la esperanza de propiciar, en la propia carne y en la propia sangre, la venida del Mesías.

El don de la virginidad pertenece al Nuevo Testamento y contiene en su corazón – como decíamos – la memoria de Jesús, que la vivió con sencillez y expresó su contenido con su existencia, entregada al Padre y al servicio de los hermanos.

Es fácil descubrir en el Nuevo Testamento una acentuación de la relación personalísima que une al discípulo con Jesús. Aparece particularmente fuerte y propositiva en el evangelio de Juan. Se desarrolla en el diálogo de Jesús con Nicodemo y con la Samaritana, se hace familiaridad en la casa de Lázaro, Marta y María; se demuestra fiel en la hora de la cruz, en una unión de recíproca donación y de pasión, que tiene por protagonistas a Jesús, la Virgen María y el discípulo predilecto.

Precisamente es el icono del discípulo que Jesús amaba10 el que muestra la centralidad del amor personal. El “discipulado” tiene su origen y expresión en el amor creyente y obediente. Y esto es lo que fundamenta el “apostolado”. Éste es el sentido del diálogo con Pedro en el capítulo XXI del evangelio de san Juan: en él, el amor personal al Maestro es exigido como condición imprescindible, para conferirle el ministerio pastoral: “¿Me amas más que éstos?”11.

Es un amor marcado por la intimidad inmediata entre Jesús y el discípulo predilecto, que en la última cena reposó su cabeza sobre el corazón del Maestro. Es un amor valiente, que permanece fiel en la prueba. Es un amor iluminado, que, en el día de la Resurrección, “cree sin ver”, y mantiene la mirada aguda, capaz de reconocer al Resucitado en la orilla del lago, aún en medio de las brumas de la mañana. Es un amor que dura “hasta que Él vuelva”12.

Hoy se afirma que el discípulo que Jesús amaba es también el “tipo” del cristiano maduro, que ha hecho de Cristo el centro, la causa, el “primer amor” de la propia vida. Y hay también una tradición eclesial, antigua y siempre viva, que ve en el discípulo predilecto el “símbolo” de la virginidad y del “corazón indiviso”, como una premonición de la vida consagrada, que hace de Cristo el amor único y soberano de la propia existencia, capaz de dar vigor y servir de norma a todos los otros amores. Su casa es con María, en el corazón de la Iglesia. Su familia es la compañía de los hermanos y de las hermanas, a quienes se ha hecho el don de una llamada idéntica. Su destino es durar “hasta su vuelta”, escribiendo, en forma siempre nueva, la larga historia de los amigos y seguidores de Jesús.

La comprensión de semejante novedad no fue fácil. El cambio introducido por Jesús en las costumbres corrientes, en homenaje al plan original de Dios – “al principio no era así”13 – era demasiado radical. Por eso, Jesús mismo afirma – respectivamente en relación con la fidelidad matrimonial y con el celibato por el Reino – que “no todos comprenden este lenguaje, sino solamente aquellos a quienes Dios se lo concede”14: “hay otros que no se casan para servir mejor al Reino de Dios. Quien pueda entenderlo, trate de entenderlo”15.


“¿Qué es entonces este Reino de Dios que llega a dar la capacidad de renunciar al matrimonio? Es el amor paterno, materno, esponsal de Dios para con el hombre, del que habla toda la Escritura; el señorío dulce del Padre, a través de Cristo, en el Espíritu Santo, al que se decide a responder con un amor filial y esponsal. La percepción de la irrupción del Reino: ésta es la raíz de la virginidad cristiana”16.

Si Jesús predica el Reino, los apóstoles predican a Cristo, que encarna la definitiva plenitud del Reino. La virginidad hace memoria de Él. Él es el Reino, que, en espíritu y verdad, dirige a la humanidad hacia el destino de Gracia, preparado por el Padre.

El Apocalipsis ve en la virginidad el signo de la esposa, “que desciende del cielo, de Dios”17 y que, desde la tierra, asciende hacia Él. La virginidad significa, pues, proximidad a Cristo Señor, alegría de acompañarle en comunidades festivas, que se expresan con un cántico nuevo, cargado de belleza y de misterio, tensión sostenida por la esperanza de un encuentro definitivo. Por el entusiasmante descubrimiento de Cristo, “el estado religioso imita más de cerca y representa perennemente en la Iglesia el género de vida que el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo para cumplir la voluntad del Padre, y que propuso a los discípulos que le seguían”18.

Nuestro voto es un signo que señala a Cristo: vivo, resucitado, presente en Su Iglesia, capaz de enamorar los corazones, con aquel “amor” que la Iglesia canta desde siglos en su historia y en su liturgia.

A través de la castidad, el religioso se hace imagen y primicia de la Iglesia, entregada totalmente – sólo y para siempre – a Su Señor. Su identificación con la Iglesia se hace y se expresa sobre todo a través del don total de sí. “No hay ninguna virginidad que sea fecunda y llena de significado en sí misma (...); adquiere su sentido y su fecundidad únicamente por la entrega total en la Iglesia”19.

La virginidad cristiana permanece o decae con el misterio de la cruz, con la apertura de la herida del costado y el nacimiento de la Iglesia de aquella llaga, como “cuerpo y esposa de Cristo”. Esta expresividad eclesial es la razón por la que en cada voto se recapitulan también los otros dos. “La obediencia es la pobreza del espíritu por amor, y la virginidad, que es una pobreza del cuerpo por amor, se hace fecunda sólo donde tiene como presupuesto el sacrificio espiritual”20. La castidad – incluso bajo este aspecto – nos configura con Cristo que “siendo rico, se hizo pobre por nosotros”21. El religioso – a ejemplo de Cristo muerto desnudo sobre la cruz desnuda – se encontrará, al final de su existencia, como hombre sin familia y sin fortuna, que no ha construido nada por propia cuenta, cuyos ojos están fijos en Dios, que, sólo Él, da un significado a su existencia.

La castidad expresa así una forma madura de libertad, que es la opción de darse sin ahorrarse, de realizar en forma insólita una dimensión personal, de entregarse totalmente a la propia misión sin buscar ni retener nada para sí. Éste es el testimonio que tantos misioneros de ayer y de hoy – y muchos salesianos entre ellos – han dado y dan a la Iglesia, cuando, en la vanguardia de la misión, continuamente lo dan todo, incluso la propia vida, expuesta muchas veces a peligros mortales, por fidelidad al pueblo que se les ha confiado. Se descubre así la presencia operante del Misterio pascual en el corazón de la Congregación y de nuestros mejores hermanos. La historia de la Iglesia, especialmente en los países de misión, y las crónicas dramáticas de estos últimos años confirman ampliamente que no estamos jugando con las palabras, sino sólo esforzándonos por leer “hechos de Evangelio”.

Esta incondicionada totalidad de oblación es el corazón de la castidad de María, que – en el acto de decir Ecce ancilla Domini, “Aquí está la esclava del Señor”22 – entrelaza juntas la castidad más alta y la autodonación total al proyecto de Dios.



  1. Castidad y carisma salesiano


En el surco de una tradición


Basta, simplemente, recordar la atención de Don Bosco por la virtud de la pureza, en la que veía un elemento esencial del crecimiento cristiano del joven, una garantía del clima educativo de la casa salesiana, una premisa para la autoentrega del salesiano y del joven a Cristo y a la Iglesia.

Es unánime el testimonio de sus contemporáneos acerca de la fascinación que el ejercicio de esta virtud confería a Don Bosco, resultando ser ésta uno de los rasgos más nítidos de su santidad. No llama, pues, la atención que nuestro santo Fundador sueñe en los Salesianos caracterizados por la castidad y coloque esta virtud en el cruce de exigencias educativas, de caminos de santificación personal en el seguimiento de Cristo, de urgencias proféticas al servicio de los jóvenes y del pueblo de Dios.

Nuestro Padre, es verdad, ha gozado de un don extraordinario, para ayudar a los jóvenes a vivir con alegría la castidad. En una nota, don Juan Bonetti observa, hablando de Don Bosco: “Le he oído hablar muchas veces desde el púlpito sobre este argumento, y he de confesar que su última plática me ha parecido siempre la mejor y que la atracción inefable que ejerce él en mi ánimo es cada día más fuerte, que el deseo que él me infunde de sobrellevar los mayores sacrificios por amor a este tesoro inestimable crece en progresión continua”23.

Releyendo la praxis de Don Bosco24, se saca la convicción de que la calidad global del ambiente educativo, la paternidad amable de Don Bosco mismo, educador y confesor, la continua y serena propuesta de los medios sobrenaturales (Eucaristía, Penitencia, amor a María), el espíritu de mortificación y la fuga de las ocasiones, un estilo de vida henchido de alegría, vivido y propuesto en positivo, eran las pistas que nuestro Fundador marcaba preferentemente e indicaba convencido a los educadores, para formar a los jóvenes en la

castidad.

No fue sólo un rasgo de su santidad personal, sino un elemento del carisma. Don Bosco inaugura una tradición. En el 20º aniversario de su muerte, el Beato Miguel Rua escribe una de sus cartas más llena de preocupación, titulándola Vigilancia. Su preocupación está en dar a conocer “lo que de mano en mano nos enseña la experiencia o que las necesidades de los tiempos presentes nos sugieren”25. La carta fue publicada al día siguiente de aquella terrible prueba, conocida en la historia de la Congregación como los hechos de Varazze26. “Una avalancha de calumnias y de horribles acusaciones se disipó en un instante como niebla al sol” – escribe Don Rua – y recuerda las palabras de Don Bosco: Est Deus in Israel. Nada te turbe. Sacando lecciones de aquella dolorosa experiencia, el Beato añade con sereno realismo: “No podemos hacernos ilusiones: nuestros pensamientos son escudriñados, nuestras acciones son recogidas y juzgados nuestros actos ”. Se palpa el claro propósito de infundir valor en un momento de prueba, pero también de prevenir hechos que pudieran dar lugar a críticas y acusaciones en un campo tan delicado, como es el juvenil y educativo.

Bajo este aspecto conviene decir que – desde entonces, hasta hoy, en muchas partes del mundo – el clima se ha vuelto aún más sensible y exigente.

También don Pablo Albera, en 1916, creyó oportuno escribir una carta Sobre la castidad27, densa en elementos propios de la tradición salesiana, y atenta a sugerir los grandes medios de fidelidad: Eucaristía y Penitencia, oración y devoción a María, mortificación, humildad y prudencia. También esta carta está contextualizada. Se comenzaba entonces a proponer como parte de la educación de los jóvenes, una información más sistemática y fundada sobre las cuestiones sexuales. Nada más natural que recordar la delicadeza de Don Bosco, recoger las expresiones más usadas por él al proponerla y los caminos indicados por él para desarrollarla.

Don Albera insiste en el carácter oblativo de la castidad, con referencia a la Carta de San Pablo a los Romanos: “Os exhorto, pues, hermanos, a que ofrezcáis a vosotros mismos a Dios como sacrificio vivo, santo y agradable a él. Éste ha de ser vuestro auténtico culto”28.

Su segundo sucesor – a quien Don Bosco quiso tanto – captó bien el fundamento evangélico de la castidad, que nuestro Fundador anunciaba más con el estilo de su vida, totalmente entregada a los jóvenes, que con sus discursos: la ofrenda eucarística, se prolonga en la vida, que repite humilde pero firmemente: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”29.

Don Pedro Ricaldone, con el corazón todavía repleto de las celebraciones de Pascua de 1934, que había visto la canonización de Don Bosco, ofrecía su carta Santidad es pureza, como coronación de aquel año inolvidable. Se trataba de una iniciativa calculada y fundada en la certeza de tocar uno de los puntos neurálgicos del espíritu salesiano. Don Ricaldone se declaraba convencido de que “lo más grato que a Don Bosco podía ofrecerle era exhortar a los salesianos al convencimiento de que nuestra santidad no puede ser más que una: la que lleva los rasgos inconfundibles del candor, de la pureza virginal”30.

Don Luis Ricceri en 1977, con la carta Vivir hoy la castidad consagrada, volvía a proponer, “obedeciendo a un preciso dictamen” de su conciencia, “el testimonio típico de la castidad salesiana”. Es una carta interesante, aún hoy de gran actualidad, que os invito a leer de nuevo como complemento de esta carta mía. Está contextualizada en los comienzos del clima que nosotros vivimos de lleno: nuevo contexto y nuevos desafíos por parte del mundo e interpelaciones por parte de la Iglesia: un contexto marcado dentro de la Congregación por el doloroso problema de las defecciones, muchas veces tocadas, si bien no solamente, por vacíos, faltas de fundamento, imprudencias o descuidos en este campo.

Tal vez, demasiado sumariamente se han atribuido las severas palabras de Don Bosco, en materia de castidad, al contexto cultural y ascético de su época, ciertamente no carente de límites incluso serios. Hoy comprendemos mejor que estamos llamados a leer en ellas también la prudencia de un santo, profundo conocedor del corazón humano, que veía con preocupación las consecuencias negativas aún lejanas de algunas tendencias y actitudes. Cobran actualidad – a la luz de cuanto, con frecuencia, se denuncia públicamente hoy - las reflexiones de Don Bosco durante el tercer Capítulo general de 1883: “Las faltas contra la moralidad comprometen a la casa y a la Congregación, no sólo ante Dios, sino también ante el mundo”31. “El Señor – observaba en otra ocasión – desbarataría la Congregación, si decayéramos en la castidad”32.

Los dramas educativos de nuestra época, los abusos sobre menores dentro y fuera de la familia, la prostitución de menores organizada y transformada en nueva esclavitud en el contexto de un turismo depravado, formas atroces de pederastia, renovada “trata de los esclavos” en relación con mujeres indefensas, con jóvenes y adolescentes, nos confirman que esto no es sólo un problema de religión, sino una urgencia ética; no es cuestión de virtud privada, sino necesidad de justicia pública; no es problema exclusivo de la Iglesia, sino responsabilidad de una sociedad civil, preocupada por su futuro y por su dignidad.


Al servicio del amor educativo


Cuando buscamos los motivos profundos de la insistencia que se registra en nuestra tradición, nos vienen a la mente expresiones con las que Don Bosco expresa su amor a los jóvenes y que tal vez nosotros hoy no nos atrevemos a repetir: “¡Os amo, queridos jóvenes y por vosotros estoy dispuesto a dar la vida!”. O las que hemos leído en el prólogo del Joven Instruido: “Queridos jóvenes: os amo con todo mi corazón. (...) Os puedo asegurar que hallaréis escritores mucho más virtuosos y doctos que yo, pero difícilmente encontraréis quien os ame en Jesucristo más que yo y que desee más vuestra felicidad”33.

“El celibato...es un estado de amor34, que nos hace “signos y portadores del amor de Dios a los jóvenes”35. Para amar evangélica y educativamente, con mayor libertad y eficacia, se profesan los votos. Es cosa de todos conocida que la castidad no se puede separar de la caridad. San Francisco de Sales lo dice con su habitual sencillez y elegancia: “Nosotros conocemos que nuestra oración es buena y que progresamos en ella si, al salir de ella, nuestro rostro resplandece de caridad y nuestro cuerpo de castidad”36.

Es sabido que la caridad pastoral, que constituye el corazón de la misión salesiana en el ámbito educativo, se expresa de forma “sensible”. “Trata de hacerte amar”, “Que los jóvenes vean que los amáis”. En consecuencia, no sólo cercanía y profesionalidad, sino amistad, afecto paterno y materno que levanta, alivia y muchas veces suple lo que les ha faltado a los muchachos. Y todo esto mirando a su bien y no a nuestra satisfacción, sin mecanismos cautivadores ni posesivos, sin ambigüedad ni cansancio en las inevitables pruebas de falta de correspondencia o incomprensión. Quien tiene ya experiencia de ello comprende la importancia de las palabras de Don Bosco: “Quien consagra su vida al bien de los jovencitos abandonados, debe tener gran empeño en adornarse de todas las virtudes. Pero la virtud que con el mayor esmero se ha de cultivar...es la virtud de la castidad37.

También en este ámbito central de nuestro ministerio educativo se nos da una “gracia de unidad”, por la que la caridad produce pureza, y la delicadeza, comunicación suprema de afecto.

“La clave de la castidad salesiana –nota don Ricceri – es la caridad salesiana38. El estilo de la caridad salesiana está profundamente marcado por la castidad. Ésta libera y expresa, templa y protege, confiere originalidad al amor del educador – pastor.

Ante todo, lo hace capaz de una profunda gratuidad. Su gozo está en ver crecer a cada joven y para eso “da la vida” en el acompañamiento paciente de cada día. Desea la correspondencia y se alegra, porque ve en ella la prueba de que el joven ha acogido cuanto el educador le va proponiendo; pero, frente a la resistencia, es también capaz de esperar y de ofrecer nuevas oportunidades de salvación.

La castidad inspira, además, una amabilidad transparente y clara según el modelo de Don Bosco, por quien cada uno se sentía preferido, a juzgar por los signos de un amor que se hace legible con inagotable creatividad: “un amor, sin el mínimo movimiento de retorno sobre sí mismo”39, que no se mancha ni sugiere, ni siquiera de lejos, ninguna clase de ambigüedad.

Este tipo de amor educativo da origen al espíritu de familia, auténtica fragua de la casa y de la obra salesiana40. La caridad mantiene encendido el fuego; pero la castidad realza su luz y su calor. Ella estimula la acogida pronta de los hermanos y de los jóvenes, cultiva el gusto por el servicio de la casa, abre el corazón a amistades auténticas y profundas41 y en el encuentro de corazones sosegados se hace escudo y apoyo de la perseverancia y de la alegría de Salesianos y de jóvenes. “Aquellos que Dios conduce a separarse de sus parientes próximos por Su amor – hace notar J. H. Newman – encuentran hermanos en el espíritu a su lado. Los que permanecen solos por Su amor tienen hijos en el espíritu criados para ellos”42.

Don Bosco “nos advierte que su método exige que debemos amar a la juventud, no sólo santamente, sobrenaturalmente, sino también sensiblemente, y que este amor debe tener todo el perfume de la vida de familia y las santas expansiones de la amabilidad”43. Don Ricaldone duda44 en hablar de “caridad sensible”, y no es el único; pero comprende que es la palabra justa para expresar la intención de Don Bosco, el cual “quería que el alumno no sólo se dé cuenta de que el educador le ama, sino que éste se lo haga sentir”.

Esta dimensión es tan central que el CG24 vuelve a tomarla bajo el título Espiritualidad de la relación: el espíritu de familia. Para librar la relación educativa de posibles intenciones de captación o manipulación, el afecto “debe estar lleno de caridad y ser expresión de una auténtica espiritualidad. Su fruto y señal es una castidad serena –tan estimada por san Juan Bosco -, que mantiene el equilibrio afectivo y la fidelidad oblativa”45 .

Situaciones graves, que ponen en peligro la vocación salesiana, pueden tener su origen en la dificultad de conjugar juntas la caridad generosa y la castidad prudente, la audacia apostólica y la regularidad comunitaria. La parábola de ciertos caminos, comenzados con deseo sincero de servicio, pero progresivamente fracasados, invita a cada uno a sentirse responsable de la gozosa perseverancia del hermano, dándole el calor de la amistad, el gozo de la familia, la ayuda de la corrección fraterna.


Signo de la donación total


“Por vosotros estoy dispuesto a dar mi vida”, “quien gasta la vida por los jóvenes...” son expresiones de Don Bosco para definir el propósito interior que garantiza la práctica del Sistema Preventivo.

La virginidad de Jesús, de Su madre, de José su esposo, es el signo de su autoentrega incondicional al proyecto del Padre para la salvación de los hombres. Ellos no tuvieron un proyecto propio o, si lo tuvieron, lo abandonaron en el acto mismo en que recibieron su vocación especial. Hicieron propio el designio de Dios. No tuvieron una familia propia, sino sólo la Familia de Dios; no una descendencia propia, sino sólo la que iba incluida en la Promesa de Dios.

María “Tota pulchra” se entrega radicalmente a Dios. “No sólo participa en la forma de vida que consiste en la donación de sí, sino que queda implantada en ella como su alma”46. Es el modelo, el motor, la fuerza y el punto de atracción.

El “Totus Tuus” – repetido por Juan Pablo II – es la actitud interior de Cristo, venido para hacer la voluntad del Padre hasta la muerte, y la muerte de cruz.

Confrontándonos con estos parámetros nos sentimos pequeños y nos hacemos cada vez más conscientes de nuestra pobreza. Por eso, Jesús nos ama, con amor de predilección. Lo esencial es que, en respuesta a Su eterno amor, le entreguemos todo, tal vez sólo un par de monedas pequeñas, siguiendo el ejemplo de la viuda del Evangelio47. Con tal de que sea todo lo que somos, todo lo que tenemos. Nos es difícil comprender por completo los votos religiosos, si no es en el interior de este horizonte, dentro del cual se coloca nuestra paciente navegación hacia la totalidad de la donación a Dios en la misión.

Los votos constituyen tres signos de la actitud total y única con la que nos abandonamos a la fidelidad del Señor, y que transfigura evangélicamente todos los valores de nuestra existencia.

“Don Bosco vivió la castidad como amor ilimitado a Dios y a los jóvenes”48. Éstos constituyeron – por la fuerza y el don del Espíritu – su familia. Se consumió, por encontrarlos, recogerlos y educarlos. Quemó su tiempo para alcanzarlos, donde estuvieran, en las cárceles y en las calles, a través de las “Lecturas Católicas” y las colecciones de libros escolásticos. Construyó para ellos una casa, para darles alimento y vestido, una familia y una escuela, no obstante la exigüidad de sus medios.

Hay en la tradición espiritual de Occidente un significado de la locución pureza angélica, que merece ser redescubierto49. Se refiere, por un lado, a la profundidad con la que los ángeles contemplan a Dios; y, por otro lado, a la prontitud con que se hacen mensajeros de salvación junto a los hombres y se transforman en custodios de los que Él ama, acompañándolos en medio de las dramáticas vicisitudes del mundo. Es un valor misionero que debe ser recuperado y explicativo, por analogía, a propósito de la vocación de los Salesianos, llamados a ser custodios y educadores de los jóvenes. La castidad nos vuelve totalmente “disponibles”: para estar aquí o para acudir allá, para conducir una recogida vida de estudio y de educación, o para atreverse cuando y donde se pone en peligro la vida; para entregarse a la “obediencia” religiosa (virtud misionera, por excelencia), como nos abandonamos en los brazos de la Providencia de Dios.

La alegría expresada por muchas poblaciones hacia quien “se queda” – incluso en los momentos más difíciles – para compartir y arriesgar todo con ellas; la resonancia enorme que, en todas partes, ha tenido la muerte de Madre Teresa de Calcutta nos muestra los frutos maduros de aquella “entrega total” a la causa del Reino, del que la castidad es signo.

Quien miraba a Don Bosco o a Madre Teresa no se preguntaba sobre la vida de castidad de ellos, pero la descubría y la apreciaba como un fuego, que encendía cada día una vida totalmente entregada.

A quien, durante la jornada mundial de la juventud de París 1997, les preguntaba qué fascinación habían encontrado en Juan Pablo II, anciano y decrépito, dos muchachos respondieron: “Hemos venido porque comprendemos que él da su vida por nosotros”.

Poner la vida totalmente a disposición no es un movimiento espontáneo. Y, sin embargo, no resultaba difícil, a los mejores muchachos de Valdocco (entre los cuales había muchos pilluelos), decir: “Yo quiero quedarme con Don Bosco”. Se quedaban no sólo para “estar con él”, sino también para “hacer como él”, lo que comportaba inevitablemente el “vivir como él”.

Estoy convencido de que, para aquellos muchachos, la castidad de Don Bosco no era percibida como un problema, una dificultad, o un sacrificio – y a veces lo habrá sido, aún para el santo de los jóvenes -, sino siempre como un don del Señor, una alegría de amar, una plenitud de vida, una entrega gozosa, que le permitía ser “todo” para ellos. Por eso, aún tratándose de una virtud exigente, ellos la abrazaban, juntamente con todo lo que hace hermosa, pero también comprometida, la vida salesiana.


Como un postulado de la educación”.


La expresión es de don Alberto Caviglia que define así la función de la pureza en el proyecto educativo pensado por Don Bosco.

Nuestra castidad, ya lo hemos dicho, es fecunda para inspirar un amor paterno hacia los jóvenes, particularmente hacia aquellos que tienen mayor necesidad de él, y para sugerir los gestos que lo pueden hacer inmediatamente comprensible.

Es igualmente fecunda en cuanto a los objetivos y los contenidos de la educación, por la visión de la vida, de la persona y de la cultura que supone, testimonia y comunica.

La sexualidad comprende ciertamente una constelación de manifestaciones específicas: el sentido justo del cuerpo, la relación, la imagen de uno mismo y de los demás, el dominio y la orientación del placer, valores como el amor, la amistad, la entrega. Pero madura y se expresa en el contexto de toda la persona y nunca como función separada. Actúa juntamente con todos los demás aspectos de la personalidad. Educar la totalidad de la persona en conformidad con una cierta visión es, pues, indispensable.

Esto hace ver el influjo cotidiano que la presencia, las palabras, la amistad, los actos de educadores y educadoras pueden tener sobre los jóvenes que frecuentan nuestros ambientes. Educamos más por lo que somos que por lo que decimos.

Hoy se siente una gran necesidad de individuar caminos adecuados, para ayudar a los jóvenes a hacerse capaces de vivir e integrar la sexualidad en el proyecto de vida, al que se sientan llamados. Esto comporta procesos delicados y comprometedores muchas veces destinados a ir contra corriente; no podemos hacernos la ilusión de que ellos irán madurando solos, sin iluminaciones, propuestas y esfuerzo.

Si – como ha sido dicho con razón – “castidad es libertad” en el amar y en el ser amados, entonces hace falta individuar las etapas sucesivas de un “proceso de liberación”, que conduce progresivamente a orientar los recursos afectivos de la persona, poniéndolos al servicio de la amistad y del amor, en un proyecto estable de vida.

Para realizar un proyecto así, hace falta, ante todo, colocar en el centro de la acción educativa a la persona con sus múltiples posibilidades y, en particular, su destinación a Dios. Esto llevará a esclarecer el justo valor del cuerpo y de aquella virtud, hoy no común, que se llama pudor. Con él, el hombre y la mujer reconocen que son mucho más que el propio cuerpo y se habitúan a descubrir la riqueza inédita de los demás.

La presencia, en muchos ambientes nuestros, de muchachos y muchachas, nos compromete a tomar muy en serio el camino de la coeducación, en el que cada persona acoge la propia sexualidad como una vocación, descubre y aprecia la originalidad del otro sin transformarlo en objeto del deseo, aprende a entablar diálogos libres y maduros, en una dinámica relacional, en la que crece la amistad serena y el intercambio de los dones.

Los jóvenes están hoy metidos a la fuerza en campos de alta tensión emocional (media, grupos de amigos, discotecas, cultura ambiental...). Esto pide un “surplus” de esfuerzo para educar la castidad del corazón, enseñando sobriedad y regularidad de vida, control y orientación de los deseos, reflexión permanente sobre las propias opciones y actitudes afectivas, fuerte y serena capacidad de espera, a la que está llamado un joven cristiano, en preparación a los compromisos vocacionales y matrimoniales.

A partir de los primeros años, acompañemos a nuestros jóvenes a comprender cómo se realiza la persona en la experiencia de amor: de un amor que es encuentro y proyecto, oferta y don, alegría y sacrificio, voluntad de hacer felices más que de serlo, a veces a costa de los demás.

Sólo el amor oblativo puede ser la meta serena del impulso sexual. El joven debe comprender que cuanto más gira la sexualidad sobre sí misma, tanto más queda insaciada y enloquece en busca de evasiones, a las que en vano pedirá que satisfagan el anhelo del corazón. Nuestra sociedad nos ofrece, aún sin quererlo, mil pruebas del drama que envuelve a quien no acierta a dar con el justo camino del amor. Un amor que ignore el sacrificio, que no dé espacio a la cruz de Cristo, corre le peligro de transformarse continuamente en un amor posesivo, que subyuga e instrumentaliza

Pero aprender a amar es aprender a vivir, es comenzar a ser cristianos. Don Bosco lo sabía y lo enseñaba a sus muchachos. Por esto, a sus propuestas e invitaciones que no admitían dudas, añadía indicaciones sabias de custodia de los propios movimientos y sentidos, de refuerzo interior, de purificación.

El CG23 consideró que influye particularmente en la conservación o en el decaimiento de la fe esta educación del amor y nos invitaba a asumirla con decisión y en forma actualizada mediante algunos itinerarios: clima educativo rico de amistad, atención integral a la persona, cualidad humana en la presencia simultánea de muchachos y muchachas, educación de la sexualidad, testimonio de Salesianos y laicos que viven serenamente la entrega, catequesis que oriente hacia el Señor y forme la conciencia, vida espiritual que acentúe la fuerza transformadora de los Sacramentos50.



Complementariedad enriquecedora


El CG24 ha sancionado un tipo de ambiente educativo que se venía formando desde hace tiempo, pero cuyas características no se habían aún expresado plenamente, ni se habían explicitado las consecuencias sobre nuestras actitudes y posibilidades. Una de esas características es la complementariedad entre educadores y padres que se traduce en diálogo, colaboración, iluminación e intercambio de experiencias. “Intensifíquese la colaboración con la familia, primera educadora de sus hijos e hijas. Para ello en nuestras obras debemos ofrecer un clima educativo rico en valores familiares y, particularmente, un equipo de educación en el que sea armónica la distribución de presencias masculinas y femeninas”51.

El amor entre los esposos, así como da origen a la vida, constituye la primera y principal energía educativa de la familia. Ahora bien, los esposos, protagonistas de la familia cristiana, y los célibes, protagonistas de la vida consagrada, expresan el don de Cristo a su Iglesia en la fidelidad valiente y en el ofrecimiento total a una misión típica. El matrimonio cristiano y la castidad consagrada manifiestan en dos formas excelentes, aunque diversas, el mismo misterio de totalidad, expresado en el “pacto de amor”, animado por el mismo Espíritu Santo52. “El sí de la promesa matrimonial y el sí del voto religioso corresponden a lo que Dios espera del hombre: la entrega de sí sin condiciones, así como el Señor en la cruz ofreció todo, alma y cuerpo, para el Padre y para el mundo”53.

En el intercambio de dones entre vocaciones y estados de vida, la fidelidad de los esposos anima a los consagrados, y la fecunda virginidad de éstos sostiene el camino de los esposos, hoy bastante más insidiado y expuesto que ayer. Ellos se testimonian recíprocamente la fuerza que no viene de la carne ni de la sangre, sino del Espíritu de Cristo, que anima a Su Iglesia. Una única fidelidad al Señor los une, abriendo entre ellos diálogos profundos de comunión.

En el encuentro y en la colaboración diaria, este diálogo se vuelve para los jóvenes comunicación de valores y ejemplo de vida cristiana. “En este contexto – afirma el CG24 - hay que subrayar el significado y la fuerza profética del salesiano, quien no sólo contribuye a la educación mediante sus valores masculinos, sino que, viviendo el celibato con gozo y fidelidad, da testimonio de una calidad especial del amor y de la paternidad”54.

En los ambientes educativos, además, estamos hoy llamados a expresar la riqueza educativa de la complementariedad masculina – femenina. Religiosos y educadores proyectan, actúan y verifican juntos. El recorrido de la coeducación nos interpela a nosotros junto y acaso antes que a los jóvenes. Miedo, distancia, timidez, incomunicación deben quedar superados; como también las ligerezas, la superficialidad, la ofuscación del sentido pastoral y del testimonio consagrado.

La exigencia de la coeducación toca el corazón, los pensamientos, las actitudes profundas, mucho más que solo los modales.

La mirada de Jesús y la persona de María nos dan los parámetros para orientar y modelar pensamientos, sentimientos y actitudes. Es claro que las relaciones humanas y la colaboración educativa fundada y expresada de acuerdo con tales parámetros da un toque de calidad humana y de testimonio cristiano al ambiente y a toda intervención educativa.

El CG24 nos lo recuerda en muchos pasajes. Escojo uno: “La presencia de la mujer ayuda a los salesianos, no sólo a entender el universo femenino, sino también a vivir una relación educativa más plena: el hombre y la mujer hacen que el joven – él y ella – descubra su identidad personal y acepte como enriquecedor lo que tiene de específico para ofrecerlo como don en la reciprocidad”55.

La caridad virginal uniéndose al amor conyugal, la originalidad masculina en diálogo con el genio femenino, confluyen con fecundidad inédita en la “caridad educativa”, que se hace capaz de estructurar unitariamente los caminos de crecimiento humano y cristiano de jóvenes y adultos.



3. El camino hacia la madurez


Una emergencia que desafía e interpela56


No puedo pasar en silencio una experiencia dolorosa, que está poniendo a dura prueba a algunas Iglesias locales e Institutos religiosos, en diversas partes del mundo. Se han dado casos – aquí y allá – de sacerdotes y religiosos que han sido acusados de “abusos y molestias sexuales” en menores o mujeres indefensas. Es conocida la devastación – a veces irremediable – que tales traumas producen en una vida joven. Esto explica la severidad de muchas legislaciones en relación con tales reprobados episodios y la severidad de los tribunales con los culpables. A veces, los hechos en cuestión se remontaban a decenas de años atrás: aún así, han sido objeto de procedimientos penales, con grave daño para la misión de la Iglesia, repercusiones dolorosas sobre el acusado y sobre su comunidad, y también enormes costos de naturaleza económica.

Estos sucesos adquieren importancia – además de por la gravedad objetiva de los hechos – también por los problemas colaterales que crean preocupación en las Iglesias y en las instituciones religiosas. A veces está por medio un anómalo ensanchamiento del concepto de “abuso y molestia sexual”, bajo el cual pueden caer también actos sólo imprudentes. No faltan ejemplos conocidos por todos.

No se puede ignorar el relieve que los media dan a las faltas de sacerdotes y consagrados, las más de las veces por una legítima denuncia y por una obvia exigencia de coherencia, pero, con frecuencia, también con fines especulativos y difamatorios en relación con la Iglesia católica y otras Instituciones. Todo ello se agrava aún más por la instrumentalización de los hechos en vista del desembolso de ingentes sumas de dinero por daños y gastos procesales.

Todo esto despierta en nosotros el eco de las palabras dramáticas que Don Bosco escribía desde Roma el 5 de febrero de 1873: “Con frecuencia se denuncian públicamente hechos inmorales y escándalos tremendos contra las costumbres. Es un mal enorme, un verdadero desastre, y yo pido al Señor que disponga sean cerradas todas nuestras Casas, antes que en ellas ocurran desgracias semejantes”57.

Los hechos que caen bajos nuestros ojos, por una parte nos comprometen, de todas las formas posibles, a intervenir en defensa de los menores y contra la explotación de las mujeres. Y doy gracias de corazón a los hermanos comprometidos en estas fronteras.

Nos empujan también a redescubrir elementos del sistema preventivo, que Don Bosco había evidenciado o sugerido, y que, tal vez, en algún lugar, han sido parcialmente descuidados.

Es necesario recuperar algunas normas pedagógicas y prudenciales – propias de la tradición salesiana – que merecen volver a ser propuestas y que, a su tiempo, han sido recordadas a los superiores responsables, a los cuales, incluso a través de estas páginas, suplico una colaboración firme y serena. Es ésta una parte no insignificante de aquella preventividad, que estructura ambientes y costumbres, de modo que se ayude a que florezca toda virtud humana y cristiana.

Pero, sobre todo, nos solicita a comprender, a la luz de conocimientos adecuados y de la Palabra de Dios, el camino de crecimiento permanente que estamos llamados a recorrer. La búsqueda incontrolada de satisfacciones, aún siendo la más grave, no es la única manifestación de una sexualidad inmadura y reprimida. Hay también la incapacidad de amistad, la cerrazón a la fraternidad, la dureza de corazón, el apego incomprensible a pareceres, cosas o ventajas, la aridez en las relaciones. Necesitamos, pues, mantener la tensión hacia la plenitud de nuestra donación y de nuestra capacidad educativa.


Un recorrido que hay que asumir


La energía y la identidad sexual – que la castidad reconoce con gozo, acoge sin vacilaciones y valoriza en el propio proyecto de vida – estructura la personalidad a los niveles más profundos, teniendo en cuenta toda dimensión: el pensamiento, los afectos, la expresividad, la proyectación, la relación. Queda marcada por las experiencias de vida más significativas. La estación prenatal, los primeros meses y las relaciones con la madre, el clima y las relaciones familiares, los elementos de hereditariedad, la precocidad o los retrasos en la educación y en la autoeducación, las experiencias traumáticas de no fácil elaboración y otras influyen en el proceso de maduración de la afectividad y de la sexualidad.

La castidad serena se encuentra al término de un largo camino, por la simple razón de que la personalidad madura es también el punto de llegada de un largo recorrido. Se trata, pues, de acoger – para nosotros mismos y para los que han sido confiados a nuestro cuidado educativo – los procesos necesarios para alcanzar aquella madurez que engendra la alegría y la paz y que se traduce en fuerza de testimonio.

Al mismo tiempo, estamos llamados a tomar conciencia de que en este decisivo campo del crecimiento humano, la vida religiosa, y aún más una Congregación de educadores, está puesta, por decirlo así, a la prueba no sólo en lo que se refiere a la moral sexual, sino sobre todo a la riqueza afectiva. “Es necesario que la vida consagrada presente al mundo de hoy ejemplos de una castidad vivida por hombres y mujeres que demuestren equilibrio, dominio de sí mismos, iniciativa, madurez psicológica y afectiva”58. Esto comporta el control y la orientación de las tendencias espontáneas, pero más aún el desarrollo de la capacidad de amar.

Las Constituciones nos advierten que “la castidad no es conquista que se logra de una vez para siempre: tiene momentos de paz y momentos de prueba. Es un don que, a causa de la debilidad humana, exige esfuerzo diario de fidelidad”59

“Quiere decir – dice paternalmente don Ricceri – que no hay que maravillarse ni asustarse, si en ciertas horas de depresión, de inactividad o de aislamiento, sufrimos en la carne y en el corazón. Es un aspecto de nuestra cruz. Y alguna vez, acaso, una forma de participación en la angustia de Cristo en el huerto de Getsemaní”60. Dificultades en las relaciones, frustraciones apostólicas, incomprensiones comunitarias, ansia por la propia salud y por la de los propios seres queridos, momentos de estrés: todo influye puntualmente en nuestra esfera afectiva, con contragolpes, que hay que sopesar y superar con la ayuda de la gracia y de la oración, del espíritu de mortificación, de una serena determinación, de una comunidad que acoge y acompaña. No hay que excluir que se deban también seguir pacientes itinerarios para recuperar motivaciones y para cambiar costumbres arraigadas. Las diversas etapas de la vida requieren ulteriores procesos de recuperación del compromiso asumido.


Recordemos algunas indicaciones sustanciales para ese camino.

Nuestro ministerio debe ser ejercido con espíritu de humildad y de prudencia, liberándolo de toda forma de presunción, en todo lo puede herir a la castidad: Recordad que os mando a pescar, y que no debéis ser pescados”, decía Don Bosco a los suyos, con una pizca de humorismo y, sabiendo que habrían de empeñarse en ambientes de algún peligro, les recomendaba que “dejasen los ojos en casa”61. Tales palabras proponen, más allá de las alusiones materiales, la atención que se debe mantener en cuestión de amistades y familiaridades en nuestros ambientes educativos y pastorales, marcados por el encuentro diario con colaboradoras y jóvenes de ambos sexos.


El camino hacia la serena madurez está sellado con la Cruz. Con la autoridad de testigo ocular, don Albera escribe: “No se crea que Don Bosco haya dado poca importancia al espíritu de mortificación; estúdiese bien su vida y se encontrará que toda circunstancia es una invitación y una lección para la práctica de la mortificación”62. Puede parecer una palabra inactual; en cambio, está unida a la fecundidad de la cruz. Tal vez, la insidia más peligrosa del espíritu burgués no sólo para la vida religiosa, sino aún antes para las raíces cristianas, es el rechazo de la cruz: tácito, práctico, sistemático. El confort es considerado como un valor deseable y un status que alcanzar; los analgésicos han pasado del mundo de la medicina al de la vida cotidiana, deseosa de aliviar todo sufrimiento. Se han producido así actitudes y hábitos para los que la satisfacción del deseo se convierte en un imperativo, la supresión de los riesgos de sufrimiento, sea físico como moral y espiritual, en un estilo de vida. Lo que en el campo físico es lícito, y a veces deseable, tiende a transferirse al campo moral, anulando o reduciendo el precio de obligada fatiga que cada uno está llamado a pagar en defensa de los valores, de la fidelidad, de la autenticidad de la vida cristiana. Ésta, desde los orígenes, se ha visto obligada a medirse con la cruz, la persecución, el martirio. La palabra de Pablo a los cristianos de Filipos sigue gozando de plena actualidad para nosotros, hombres de hoy, inmersos, a veces, en un clima de desempeño moral: “No pocos se comportan como enemigos de la cruz de Cristo. Os lo he dicho ya varias veces y os lo repito con lágrimas en los ojos”63.

Cuando se discutió el lema a colocar en el escudo de la Congregación, hubo quien propuso Trabajo y templanza. Es conocida la insistencia de Don Bosco en este binomio, que invita a gastarse con generosidad, sin olvidar, al mismo tiempo, la medida. En este sentido, los dos elementos no deben ser leídos separadamente, sino unidos, para significar que el mismo trabajo debe ser regulado por la templanza, de modo que pueda continuar expresando caridad hacia Dios y hacia el hombre, evitando los excesos que pueden llevar al estrés, al “burn out” y a la confusión afectiva.

Es preciso saber mantener una razonable dosificación de tiempos de trabajo y de tiempos de recuperación, de espacios de acción y de formación, de inmersión entre la gente y de emersión espiritual a la búsqueda de nosotros mismos y de las motivaciones más profundas de nuestro vivir y de nuestro obrar. Hay que superar el activismo y el desorden de la vida y reconquistar el dominio sobre el tiempo, sobre las actividades y sobre nosotros mismos. Por esto, hace falta dar la importancia necesaria a los ejercicios espirituales anuales, al retiro mensual, al día semanal del Señor, a los momentos de comunidad y de oración diarios (¡comprendida la meditación!). El recogimiento personal debe, de nuevo, encontrar espacio en la programación de nuestra jornada. “El aislamiento es negativo, pero la soledad es otra cosa: se puede decir que es su contrario. Es como el silencio, que precede y fecunda la palabra”64.


Las ayudas más decisivas, sin embargo, nos vienen de la gracia del Señor, que tiene en los sacramentos y en el amor a María Auxiliadora elementos que nuestra tradición ha reconocido siempre de gran eficacia.

La Eucaristía, que nos alimenta del Cuerpo y Sangre del Señor, renueva continuamente nuestra conciencia de ser Sus miembros, nos da fuerzas para vivir como cristianos, evitando todo lo que es contrario a este nombre.

La escucha cotidiana de la Palabra de Dios contesta y deshace los sofismas, con que estamos tentados de justificar eventuales hundimientos o de abandonarnos a costumbres menos positivas.

El amor a María y la contemplación de su incomparable existencia mantienen altas y castas las intenciones del corazón y animan a una mayor docilidad a las mociones de la gracia.

Don Pablo Albera subrayaba la importancia de la confianza en un director espiritual cuando recomendaba “abrir de par en par la propia conciencia al confesor”65. Es una insistencia en fase de recuperación. Para mantener la conciencia sensible y vigilante, capaz de reconocer desde lejos el bien y el mal y para defender la propia libertad espiritual, ayuda poner la propia existencia bajo los ojos de los hermanos, saber confiar y valorar las mediaciones que el Señor pone en nuestro camino.


Discernimiento vocacional y formación inicial


El camino al que nos hemos referido requiere una actitud fundamental de partida, que es signo de la llamada a la vida salesiana y el aprendizaje interiorizado de las actitudes, hábitos y prácticas propios de la castidad. No se puede, pues, hablando del camino hacia la madurez, descuidar el discurso sobre el discernimiento vocacional y sobre la formación inicial. Nuestros documentos ofrecen criterios carismáticos de discernimiento y opciones pedagógicas para el acompañamiento de los candidatos. No es el caso de repetirlos aquí. De todos modos conviene recordar algún punto de particular actualidad.

La experiencia, la reflexión y las orientaciones eclesiales de estos últimos años han dado importancia particular a la madurez afectivo-sexual esencial como condición previa para la admisión a los votos religiosos y al ministerio ordenado y como elemento indispensable para una experiencia vocacional serena y madura66.

Una formación específica de la afectividad, que integre el aspecto humano con el aspecto más propiamente espiritual, es particularmente necesaria en el contexto actual, que es al mismo tiempo de gran apertura y de continua exposición a diversos estímulos. “Se hace más difícil, pero también más urgente, - afirma la Pastores Dabo Vobis - una educación a la sexualidad que sea verdadera y plenamente personal y que, por ello, favorezca la estima y el amor a la castidad, como virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el significado esponsal del cuerpo”67.

En versión contextualizada en la fase que se va abriendo para nosotros, el CG24 pide que “se preste una atención particular a la madurez afectiva que requiere la colaboración con los seglares y con el mundo femenino”68 y que se ayude a los hermanos desde la primera formación “a crecer con una actitud serena y madura frente a la feminidad”69.

Se trata de llevar a los candidatos a una decisión madura y libre, fundada en el conocimiento de sí y del proyecto vocacional al que son llamados; de asegurar aquella idoneidad “gracias a la cual el consagrado ama su vocación y ama según su vocación”70.

En el proceso de discernimiento y en los momentos de admisión el área afectivo-sexual debe ser objeto de particular atención, evaluada en la globalidad de la persona y de su historia, en relación con las características de la vocación salesiana.

Entre los puntos a tener en cuenta y a clarificar antes del noviciado, en base a un conocimiento adecuado y a una evaluación prudente, está el estado sano de la afectividad, particularmente el equilibrio sexual. El decreto Perfectae Caritatis del Vaticano II, recogido por el Potissimum Institutioni, pide que los candidatos a la profesión de la castidad no abracen este estado, ni sean admitidos, sino después de una prueba suficiente y después de que se haya alcanzado una conveniente madurez psicológica y afectiva71

El discernimiento inicial o el proceso formativo pueden evidenciar serias inconsistencias, experiencias de vida que inducen, al menos, a una extrema prudencia. El artículo 82 de las Constituciones recuerda la palabra de Don Bosco: “Quien no abrigue fundada esperanza de poder guardar, con la ayuda de Dios, la virtud de la castidad en las palabras, en las obras y en los pensamientos, no profese en esta Sociedad, pues con frecuencia se hallaría en peligro”. Es una directriz, que nos compromete a asegurar la seriedad del discernimiento y de las admisiones.

Hay personalidades que muestran, desde el principio, elementos que suscitan seria preocupación: la vida salesiana no es su camino72. La “fundada esperanza”, subrayada por las palabras de Don Bosco, no puede coexistir con situaciones que han dejado huellas profundas en la persona, ni con inclinaciones que difícilmente se armonizan con las características de la vocación salesiana y con las exigencias de la misión de educador pastor, ni con una vida precedente gravemente incorrecta.

Conocemos tales situaciones y tendencias; pienso, por ejemplo, en las relaciones precoces, en las experiencias sexuales, en las problemáticas en el ámbito de la homosexualidad, en situaciones de violencia, y otras semejantes. Sobre éstas se discute con abundancia de datos antropológicos, pedagógicos y morales. La variedad de los sujetos, la diversa incidencia de las situaciones y el diferente estado en que se pueden encontrar las susodichas tendencias desaconseja un tratamiento sumario, para no agraviar a las personas y no limitarse al hecho del aceptar o no. Es conveniente, sin embargo, saber que nosotros tenemos criterios propios de una Congregación de educadores expresados en nuestros documentos y con posibilidad de que sean ulteriormente especificados para casos particulares.

No es siempre fácil discernir y valorar con delicadeza y prudencia. Es necesario, por eso, recurrir a profesionales serios, para servirnos de todo lo que la ciencia pone a nuestra disposición en este fundamental campo de la madurez humana.

En todo caso no se pueden cerrar los ojos sobre situaciones dudosas. Éstas deben esclarecerse antes de admitir a obligaciones que comprometen seriamente a la persona y a la Congregación. El formador, guía o acompañante, debe estar en grado de no hacerse ilusiones él mismo y de no ilusionar tampoco acerca de la consistencia del candidato73.

Ciertos abandonos, en fase de experiencia avanzada, muchas veces consecuencia de admisiones poco prudentes, y otras situaciones dolorosas (ambigüedad de vida, insatisfacción permanente e inexplicable, compensaciones ilegítimas) invitan a la vigilancia en el discernimiento.

Subrayada la atención que se debe prestar a la dimensión afectivo sexual y vista la necesidad de una actitud fundamental para la castidad “salesiana”, hay que recordar que ésta requiere una formación mental, moral, espiritual y ascética, si se quiere que lleve a la realización de personas maduras y felices. Es, pues, un punto que afrontar de manera serena, abierta y directa.

El conocimiento adecuado, en términos reales, de la sexualidad en sus diversos aspectos, significados y realizaciones es hoy necesario, sin descuidar la información sobre hechos y tendencias presentes en nuestra cultura. En tal sentido, hay que presentar el problema de los “abusos y molestias” y sus implicaciones de naturaleza civil, eclesial, vocacional, subrayando el sentido de justicia hacia aquellos que son objeto de ellos y cultivando una atenta preocupación pastoral, tanto en relación con la víctima como con el culpable.

Simultáneamente será necesario presentar en forma “positiva” el celibato y la castidad por el Reino, ayudando a asumirla como un bien también bajo el punto de vista humano, con la libertad que “se presenta como obediencia convencida y cordial a la verdad del propio ser, al significado de la propia existencia”74. La visión que se ofrece, basada siempre en la Palabra de Dios, caracterizada por el realismo, indicará criterios y parámetros de autoevaluación que el sujeto pueda aplicarse sin ansiedades y sin ilusiones.

En esta perspectiva se insertan armónicamente, sin dicotomías y sin ingenuidad, la exigencia de vigilancia espiritual, de prudencia y renuncia, el reclamo a la ascesis y a la disciplina de vida, al indispensable y continuo esfuerzo para dominar e integrar los impulsos sexuales.

La apertura transparente en el diálogo formativo (dirección espiritual) y la práctica frecuente del sacramento de la reconciliación, las relaciones humanas y comunitarias de serena amistad y fraternidad, el sentido de la misión y el amor personal a Jesucristo sostienen un camino de fidelidad no exento de insidias.

La formación a la castidad consagrada constituye un desafío y un empeño para todos los que intervienen por diversos títulos en el proceso vocacional. Y en algunos contextos puede incluir dificultades provenientes del subsuelo cultural. En este sentido, especial atención habrá que reservar a la preparación inicial de los candidatos y a la formación continua, a la renovación pedagógica y a la unidad de criterios, a lo largo de todo el camino formativo.

Las enseñanzas de Don Bosco y la experiencia de la Congregación nos ayudan a unir confianza educativa y exigencia, sensibilidad pedagógica y responsabilidad carismática.


El papel de la comunidad


Cuanto hemos dicho puede producir la impresión de que la castidad tenga relación exclusivamente con la esfera individual. Sería como aceptar la insinuación insistente de la cultura actual que relega ciertos aspectos del comportamiento al intocable “privado”, a la sola conciencia del individuo.

Es verdad que en este ámbito, como en todo el proceso vocacional, cada uno de nosotros tiene una responsabilidad intransferible y única. Y, sin embargo, la comunidad tiene una función nada secundaria.

Cada uno está llamado personalmente a inserirse en la comunidad con madurez y a hacerse disponible para un intercambio fraterno de dones y experiencias. La comunidad, por otra parte, crea el clima, apoya, estimula y sostiene. La calidad de nuestro testimonio de castidad va unida a la calidad de nuestro ser y construir comunidad, de nuestro vivir y trabajar juntos. Podemos explicitar algunos motivos de esta interdependencia.


“En la comunidad – dicen las Constituciones – encontramos respuesta a las aspiraciones profundas del corazón”75, es decir, a la necesidad de amar y de ser amados. En el afecto dado y correspondido nos hacemos conscientes de nuestro valor como personas y expresamos las más profundas potencialidades de nuestro ser. La comunidad es nuestra familia. En la comunicación serena y en la amistad adulta crece y se manifiesta nuestra capacidad de donación, construimos relaciones de colaboración eficaz. Cuando más fuerte y más sincero es nuestro vivir juntos, tanto más el sentido de nuestra castidad, incluso en sus aspectos evidentes de renuncia, tonifica nuestra necesidad de amor humano y da testimonio creíble de que el amor de Dios llena nuestra existencia. Resulta evidente entonces, especialmente para los jóvenes y la gente que vive a nuestro lado, que la virginidad que profesamos es una opción de un amor auténtico, sincero, envolvente, rico de humanidad y abierto a todos. Es cosa cierta que el amor fraterno previene, neutraliza, mitiga y reorienta a tiempo eventuales bajones afectivos. La disolución comunitaria, en cambio, que tiene sus manifestaciones en la frialdad, en la fuga hacia lo externo, en el individualismo apostólico, empuja hacia evasiones y satisfacciones alternativas.


Un segundo motivo de la estrecha relación entre responsabilidad personal y experiencia comunitaria está en nuestra misión de educadores. La vida comunitaria es una escuela y una palestra. La comunicación educativa tiene eficacia si se realiza a través de una relación correcta e intensa, capaz de transmitir válidas experiencias y visiones de vida. El compartir comunitario, la capacidad y disponibilidad para integrarnos y completarnos recíprocamente, proporcionan el banco de prueba para relacionarnos de forma equilibrada y eficaz también en lo que respecta a los jóvenes. Tal vez, detrás de muchas tensiones comunitarias se esconde la incapacidad para el diálogo, la renuncia a integrarnos en la misión, la obstinación en querer trazar contra todo y contra todos nuestro camino. La fragilidad del tejido comunitario repercute negativamente en la eficacia de nuestra presencia en medio de los jóvenes, que pueden ser objeto de nuestros desahogos y de nuestras tensiones. Una experiencia de vida comunitaria serena se vuelve educativa por sí misma, sobre todo en la esfera del amor, de la amistad, de la afectividad, para lo que los jóvenes son particularmente sensibles.


Por último, la comunidad nos guía y nos sostiene en nuestro camino de fidelidad, ofreciéndonos un espacio humano de interrelaciones, circunstancias, acontecimientos y contactos que hacen que nos sintamos humanamente realizados, insertos positivamente en la sociedad y en el mundo. Una comunidad bien integrada comunica fuerza, energía a cada uno de sus miembros, motivándolo ulteriormente en el vivir la propia llamada, sosteniéndolo en los momentos de dificultad, concediéndole un amplio espacio de comprensión para afrontar, incluso, situaciones difíciles, momentos de crisis y de extravío. La cercanía amigable y discreta de los hermanos es apoyo para quien vive las tensiones de la juventud y las crisis de la madurez, los afanes de la enfermedad y de la ancianidad.


La comunidad tiene, pues, un papel delicado: asistir y discernir. Asistir en el sentido salesiano significa prevenir, percibir prontamente los signos de un estado de ánimo o de insatisfacción, advertir con una palabra fraterna ambigüedades y riesgos incipientes, dar una franca y valiente iluminación a quien pudiera tener necesidad de ella.

Discernir quiere decir resolver situaciones insostenibles con respeto fraterno, pero con igual firmeza y oportunidad. Es deber del superior, pero no sólo de él. El testimonio de cada uno influye en toda la comunidad y, por tanto, le corresponde. La comunidad debe sentirse investida del deber de custodiar tal testimonio. A ello nos llama nuestro compromiso religioso y, bajo varios aspectos, también la ley civil.



Conclusión: la fuerza de una profecía


La Exhortación Apostólica Vita Consecrata subraya el hecho de que los religiosos “al mismo tiempo que buscan la propia santificación, proponen, por así decirlo, una terapia espiritual para la humanidad, puesto que rechazan la idolatría de las criaturas y hacen visible de algún modo al Dios viviente”76.

Urs Von Balthasar, tomando una expresión de Nietzsche, escribe: “La frase más sensata que yo haya oído es: En el verdadero amor, es el alma la que envuelve el cuerpo”, es decir: “La irradiación del cuerpo por obra de la pureza del alma es efectivamente la castidad absoluta”77. El hombre, recreado por el Bautismo, en forma nueva, a través del don de la castidad, asume su corporeidad en la gracia, para hacer de ella un signo no ya de dominio, ni de solo placer o de simple prestancia física o estética, sino de una vida que se da incondicionalmente al Señor y a los hermanos.

Somos conscientes de que no basta “razonar” sobre la castidad. Don Bosco nos ha enseñado a irradiarla: “La educación para la pureza se desarrolla, como condición básica, por una irradiación personal de los educadores”78.

Tampoco se puede hablar de castidad salesiana, separándola del clima que la engendraba y la expresaba. En aquella experiencia de Espíritu Santo, Jesús Eucarístico nutría la vida de los educadores y de los jóvenes haciéndolos cristianos, iluminaba las almas con el fuego de la caridad y confería a la presencia y a los gestos la capacidad de comunicar la gracia. Creaba así una escuela de espiritualidad, que sigue dando, en todas las partes del mundo, frutos de santidad apostólica y educativa. Su “signo” es aquella alegría, en la que Don Bosco veía la versión salesiana de la “buena noticia” evangélica. Porque la castidad salesiana, advertía don Luis Ricceri, “es vivida habitualmente con una especie de serenidad y de alegría, con un ardor juvenil, con el frescor del ánimo, con la claridad de la mirada, con una confianza invencible en la vida, con la percepción de la presencia secreta de Dios”79.


La festividad de hoy de la Inmaculada está cargada de memoria de aquel ambiente que nos sirve siempre de inspiración. Bajo sus ojos atentos y de la fascinación de su maternidad virginal, nació y creció aquel grupo de jóvenes, futuras pilastras de la Congregación salesiana que constituyó la Compañía de la Inmaculada. La afabilidad de Don Bosco había suscitado en ellos el deseo de consagración total.

Ella nos ayude también a nosotros a madurar en el amor y a orientar a los jóvenes hacia propósitos de santidad.


Con el deseo de un nuevo año enriquecido por la gracia del Padre, al cual nos dirigimos con amor de hijos80 en la vigilia del tercer milenio.



Juan E. Vecchi

1 Const. 81

2 LG 42

3 Const. 81

4 Const. 80

5 cf. ACG 358, Número especial, pág. 20, n. 34

6 Así lo ha visto el Grupo de los dieciséis Superiores generales que en su reunión con la CIVCSVA han desarrollado el tema: Vivir la castidad-celibato hoy: problemas y responsabilidades nuestras.

7 VC 88

8 cf. Jr 16,1-2

9 cf. Jr 18,13; 31,4.21

10 Jn 20,2

11 Jn 21,15

12 1 Cor 11,26

13 Mt 19,8

14 Mt 19,11

15 Mt 19,12

16 AA.VV. Parola di Dio e spirito salesiano. Ricerca sulla dimensione biblica delle Costituzioni della Famiglia Salesiana, pag. 137

17 cf. Ap 21,2

18 LG 44

19 Von Balthasar, Gli stati di vita del cristiano, (Jaca Book 1995) pag. 204

20 Ib.

21 Cf. 2 Cor 8,9

22 Lc 1,38

23 Don Ricaldone, Santidad es pureza, en ACS n. 69 (31 de enero de 1935), pag. 11. Traducción española en Formación Salesiana, Los Votos, SEI, Madrid 1949, pág. 422

24 cf. El atento análisis de don P. Stella, en Don Bosco, II (Roma 1981), pag. 240-274; el tratado de don P.Braido en El sistema preventivo de Don Bosco (Instituto teológico salesiano, Guatemala, 1984), pag. 290-; 305; F. Desramaut, Don Bosco y la vida espiritual, especialmente el cap. “La indispensable ascesis”, Traducción española, CCS Madrid, 1994, pág. 157-187

25 cf. Lettere circolari di don Michele Rua ai Salesiani (Torino 1965), pag. 461-73

26 cf. Annali della Società Salesiana, vol. III, pag. 684-702

27 cf. Lettere circolari di don Paolo Albera ai Salesiani (Torino 1965), Sulla castità, pag. 212-229

28 Rm 12,1

29 Lc 22,19

30 Don Pedro Ricaldone, Santidad es pureza, en ACS n. 69 (31 de enero de 1935), pag. 6. Traducción española, Los Votos, en SEI, Madrid 1949, pág. 416

31 MB XVI, 417; Mbe XVI,349

32 MB XIII,83; Mbe XIII,79

33 Don Bosco, Opere edite II, pag. 1886

34 Congregación para la Educación Católica: Orientaciones educativas para la Formación al celibato sacerdotal

35 Const. 2

36 Dictionnaire de spiritualité, voz SFDSales, 1085

37 Constituciones 1875, V,1 (cf. Motto F., pag. 109); MB X, 902; Mbe X, 837

38 Lettere circolari di don Ricceri ai Salesiani (Roma 1966), Vivere oggi la castità consacrata, II, pag. 984

39 ib. Pag. 979

40 cf. Don Pedro Ricaldone, Santidad es pureza, en ACS n. 69 (31 de enero de 1935), pag. 57-58. Traducción española en SEI, Madrid, 1949, Los Votos, pág. 476

41 cf. Const. 83

42? J. H. Newman, Parochial and plain Sermons, V, 280

43 Don Pedro Ricaldone, Santidad es pureza, en ACS n. 69 (31 de enero de 1935), pag. 59-60.

44 Cf. Don Pedro Ricaldone, Santidad es pureza, en ACS n. 69 (31 de enero de 1935), pag. 58-59, “Os confieso, queridos hijos, que me tiembla la mano al escribir estas cosas, no obstante la convicción de que reflejamos exactamente el pensamiento de nuestro Padre, hasta el extremo de servirnos casi siempre de sus mismas expresiones... Por otra parte, el espíritu de familia viene a hacer todavía más peligrosa la afabilidad, a causa de las manifestaciones que lo caracterizan”. (Traducción española en SEI, Madrid, 1949, Los Votos, pág. 477)

45 CG24, 93

46 V. Balthasar, Gli stati di vita del cristiano (Jaca Book 1995), pag. 248

47 Lc 21,2

48 Const. 81

49 cf. 34ª Congregazione della Compagnia di Gesù, Castità, número 11 y nota 5

50 cf. CG23 195-202

51 CG24 177

52 cf. Familiaris consortio, n. 11

53 Von Balthasar, Gli stati di vita del cristiano (Jaca Book 1995), pag. 206

54 CG24 178

55 CG24 53

56 cf. Documento de trabajo del Consejo General: Di fronte alle accuse di abusi e di molestie sessuali

57 Don Pedro Ricaldone, Santidad es pureza, en ACS n. 69 (31 de enero de 1935), pag. 62. Traducción española, en SEI, Madrid, 1949, Los Votos, pág. 482

58 VC 88

59 Const. 84

60 Lettere circolari di don Ricceri ai Salesiani (Roma 1966), Vivere oggi la castità consacrata, II, pag. 974

61 MB V,165; MBe V, 127

62 Lettere circolari di don Paolo Albera ai Salesiani (Torino 1965), Sulla castità, pag. 224

63 Flp 3,18

64 Lettere circolari di don Luigi Ricceri ai Salesiani, Vivere oggi la castità consacrata, (Roma 1966) II, pag. 976

65 Lettere circolari di don Paolo Albera ai Salesiani, Sulla castità, (Torino, 1965), pag. 222

66 cf. Pastores Dabo Vobis (PDV) y Potissimum Institutioni (PI)

67 PDV 44

68 CG24 147

69 CG24 178

70 La vida fraterna en comunidad (1994) 37

71 PC 12; PI 13

72 cf. Criterios y normas, 46-49

73 cf. Directorio sobre la preparación de los educadores en los seminarios, 57

74 PDV 44

75 Const. 49

76 VC 87

77 Cit. De Von Balthasar, Gli stati di vita del cristiano (Jaca Book 1995), pag. 86

78 P. Braido, El sistema preventivo de Don Bosco, Guatemala 1984, pág. 285

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Juan Vecchi







? Letere circolari di don Luigi Ricceri ai Salesiani (Roma 1966), Vivere oggi la castità consacrata, II, pag. 984

80 cf. Aguinaldo 1999






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