Elementos para la reflexion con el Consejero general en occasion del 150 de la Congregacion

Elementos para la reflexión con el Consejo General

En ocasión del 150° Aniversario de Fundación de la Congregación


Turín, 18 de dicembre de 2009




1. Identidad carismática y pasión apostólica: Const. 21


El tema del CG26 «Da mihi animas, cetera tolle» lleva como subtítulo la expresión «identidad carismática y pasión apostólica». En definitiva, la renovación profunda que necesita la Congregación en esta hora histórica y a la que aspira este Capítulo General, depende de la unión inseparable de estos dos elementos.

Según mi parecer, hay que superar desde el principio el clásico dilema entre «identidad carismática y relevancia social». De hecho, se trata de un falso problema: no estamos ante dos factores independientes, y contraponerlos puede llevar a tendencias ideológicas que desvirtúan la vida consagrada, traen consigo inútiles tensiones y esfuerzos estériles, y provocan la sensación de fracaso. Por eso me pregunto: ¿dónde encontrar la identidad salesiana, la que garantizó la relevancia social de la Congregación y se manifestó como «fenómeno salesiano», según la expresión de Pablo VI, fruto de su increíble crecimiento vocacional y de su expansión mundial?


Sucede con nosotros lo que hoy vive la Iglesia. Ella «está siempre ante dos imperativos sagrados que la mantienen en una tensión insuperable. Por una parte está vinculada a la memoria viva, a la asimilación teórica y a la respuesta histórica a la revelación de Dios en Cristo, que es el origen y el fundamento de su existencia. Pero por otra parte está ligada y enviada a la comunicación generosa de la salvación que Dios ofrece a todos los hombres, y que se alcanza por medio de la evangelización, la celebración sacramental, el testimonio vivo y la colaboración generosa de cada uno de sus miembros.


La solicitud por la identidad y el ejercicio de la misión son igualmente sagrados. Cuando la fidelidad a los orígenes y la preocupación por la identidad son desproporcionadas o exageradas, la Iglesia se convierte en un secta y cae en el fundamentalismo. Cuando se exaspera la preocupación por su relevancia ante la sociedad y ante las causas comunes de la humanidad, olvidando las propias fuentes originarias, entonces la Iglesia llega al borde de la disolución y pierde su significado».1


He aquí los dos elementos constitutivos de la Iglesia, y por tanto de la Congregación: su identidad, que consiste en ser discípulos de Jesucristo, y su misión, que se centra en trabajar para la salvación de los hombres, en nuestro caso de los jóvenes. La preocupación obsesiva por la identidad lleva al fundamentalismo y se pierde así la relevancia. La obsesión por la relevancia social en el desempeño de la misión, a toda costa y con pérdida de la identidad, lleva en cambio a la disolución del mismo «ser Iglesia».

Esto quiere decir que la fidelidad de la Iglesia, y a fortiori la de la Congregación, depende de la unión inseparable de estos dos factores: identidad carismática y relevancia social. Considerando a veces estos elementos como antagonistas, o sencillamente separándolos, «o identidad o relevancia», podemos caer en una concepción equivocada de la vida consagrada, pensando que, si hay mucha identidad entre fe y carisma, puede sufrir el compromiso social y, por consiguiente, comprometer la significatividad de nuestra vida. Olvidamos que «la fe sin obras es estéril» (Sant 2, 20). ¡No se trata de alternativa, sino de integración!


A propósito de la renovación de la vida consagrada, el n. 2 del Decreto Perfectae Caritatis del Concilio Vaticano II propone esta orientación básica: «La adecuada renovación de la vida religiosa comprende, a la vez, un retorno constante a las fuentes de toda vida cristiana y a la primigenia inspiración de los institutos y una adaptación de éstos a las cambiadas condiciones de los tiempos».

Tres son las referencias de este programa de renovación:

  1. Un retorno constante a las fuentes de toda vida cristiana;

  2. un retorno constante a la primigenia inspiración de los institutos;

  3. una adaptación de los institutos a las cambiadas condiciones de los tiempos.


Pero tenemos ante todo un criterio que resulta normativo, es decir, que las tres exigencias de la reforma van juntas: simul. No puede haber renovación adecuada con una sola de esas perspectivas. Quizás esté aquí el error de ciertos intentos fallidos de reforma de la vida consagrada. En el inmediato postconcilio, mientras algunos destacaban la inspiración original del instituto acentuando la identidad, otros insistían en la adaptación a la nueva situación del mundo contemporáneo, con un compromiso social más fuerte. De este modo, ambas polarizaciones resultaban infecundas y sin una efectiva fuerza de convicción.

Varias veces he aludido a la profunda impresión que me produjo la visita a la Casa Madre de las Hermanas de la Caridad en Calcuta, precisamente por la especial convicción que la Madre Teresa ha sabido inculcar a sus religiosas: mientras más te dedicas a aquellos a los que nadie echa cuenta, los más pobres y necesitados, tanto más debes destacar la diferencia, la razón fundamental de esta preocupación, que es Cristo Crucificado. La única forma de hacer que quede claro el testimonio de la vida consagrada es conseguir que pueda revelar que Deus caritas est. Madre Teresa escribía: «Una oración más profunda te lleva a una fe más vibrante, una fe más vibrante a un amor más expansivo, un amor más expansivo a una entrega más altruista, una entrega más altruista a una paz duradera».


La identificación con la sociedad contemporánea, sin una profunda identificación con Jesucristo, pierde su capacidad simbólica y su fuerza inspiradora. Solo esta inspiración hace posible la diferencia que necesita la sociedad. La sola identificación con un grupo social o con un determinado programa político, aunque esté lleno de impacto social, no es elocuente ni creíble. Para conseguir esto existen otras instituciones y organizaciones en el mundo de hoy.


Esto es lo que Don Bosco ha sabido hacer de manera extraordinaria. Nos lo presenta magistralmente nuestro texto constitucional en el art. 21, hablando precisamente de Don Bosco como Padre y Maestro y presentándonoslo como modelo. La razones aducidas son tres:

  1. Él consiguió realizar en su vida una espléndida armonía entre naturaleza y gracia
    - profundamente humano – profundamente hombre de Dios
    - rico en las virtudes de su pueblo – lleno de los dones del Espíritu Santo
    - estaba abierto a las realidades terrenas –vivía como si viera al Invisible.

    He aquí su identidad.

  2. Ambos aspectos se fusionaron en un proyecto de vida fuertemente unitario: el servicio a los jóvenes
    - con firmeza y constancia
    - entre obstáculos y fatigas
    - con la sensibilidad de un corazón generoso
    - No dio un paso, ni pronunció palabra, ni acometió empresa que no tuviera por objeto la salvación de la juventud.
    Aquí está su relevancia.

  3. Lo único que realmente le interesó fueron las almas
    - totalmente consagrado a Dios y plenamente entregado a los jóvenes
    - educaba evangelizando y evangelizaba educando
    He aquí la gracia de la unidad.

Hoy la Congregación necesita de esta conversión, que al mismo tiempo nos haga recuperar la identidad carismática y la pasión apostólica. Nuestro empeño por la salvación de los jóvenes, especialmente de los más pobres, pasa necesariamente por la identificación carismática.

Es verdad que, en Don Bosco, la santidad resplandece en sus obras; pero las obras son solamente la expresión de su vida de fe. Unión con Dios es vivir en Dios la propia vida; es estar en su presencia; es participar de la vida divina que hay en nosotros. Don Bosco hizo de la revelación de Dios y de su Amor la razón de su vida, según la lógica de las virtudes teologales; con una fe que llegaba a ser signo fascinante para los jóvenes, con una esperanza que era palabra luminosa para ellos, con una caridad que se traducía en gestos de amor hacia ellos.


2. Un camino que conduce al Amor: Const. 196


El artículo 196, con el que se concluyen nuestras Constituciones, nos remite al elemento esencial de nuestro carisma, es más, de la fe cristiana. Él nos recuerda que nuestra Regla de vida no es en primer lugar un documento escrito, sino una persona que es el centro y el sentido de nuestra existencia: el Señor Jesús, que encontramos vivo en su Iglesia y en el ejemplo de nuestro Padre Don Bosco.

Creo que es interesante poner en relación este artículo de nuestra Regla con el Aguinaldo de 2010, que he concentrado en la frase del Evangelio de San Juan: «Queremos ver a Jesús». Se trata del deseo que un grupo de griegos – probablemente judíos de la diáspora o paganos simpatizantes del judaísmo - manifiestan al apóstol Felipe.

El evangelista Juan nos presenta con breves rasgos el perfil de este apóstol. Felipe entra en escena al comienzo del evangelio, cuando, después de haber encontrado a Jesús, invita a Natanael a seguir al Maestro (cf Jn 1, 45ss). Encontramos a Felipe en la escena de la multiplicación de los panes, cuando Jesús, manifestándole su amistad y confianza, le pide: «¿Dónde compraremos pan para que esta gente pueda comer?» (Jn 6, 5). A continuación, durante la fiesta en Jerusalén, un grupo de griegos dirige a Felipe una petición: «Señor, queremos ver a Jesús», y él, junto con Andrés, va a decírselo a Jesús (Jn 12, 20-22). Finalmente, en el momento solemne de la última Cena, Felipe pide a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta», y Jesús le responde: «Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mi ha visto al Padre» (Jn 14, 8-9a). Pienso que Felipe puede ser un hermoso «icono» del salesiano, aún en su humildad y simplicidad.

La imagen que resulta de estos breves textos es la de un apóstol amigo de Jesús, que dialoga personalmente con Él y al que el Señor llega incluso a pedir un parecer; sobre todo es un apóstol que actúa como mediador entre Jesús y los demás: desde Natanael hasta el grupo de los griegos. Precisamente por esto Felipe pide con simplicidad a Jesús que le manifieste al Padre; en definitiva, él quiere tener una «experiencia de Dios» para poder comunicar a los demás esta sublime riqueza.

Esta petición de Felipe, por otra parte, es inseparable del diálogo entre Jesús y Tomás que viene inmediatamente antes: «Le dice Tomás: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos conocer el camino? Le dice Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida: nadie va al Padre si no es por mi”» (Jn 14, 5-6). Jesús no “muestra” el camino para ir al Padre; Él mismo es el camino hacia la plenitud de verdad y de vida, hacia al felicidad.

La última frase del artículo constitucional, «un camino que conduce al Amor», no es una alternativa al encuentro con Dios, sino al contrario, nos habla de la identidad del Dios de Jesucristo, que es Amor en persona. Solo un Dios que es Amor puede constituir la plenitud de vida y de verdad, la felicidad de un ser que ha sido creado para amar y ser amado. Esto vale para cada uno de nosotros, para todos nuestros hermanos y hermanas del mundo, para cada uno de nuestros chicos y chicas, sobre todo para aquellos que difícilmente pueden percibir este Amor de Dios en su vida.

Esto no debe hacernos pensar que el Amor represente solo el final del camino; en realidad es ya su comienzo; es más, el Amor nos precede desde siempre, ya que Dios en Cristo «nos eligió antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1, 4). Este proyecto de Dios se hace concreto en la vida de cada uno de nosotros; nuestra vocación expresa la «predilección del Señor Jesús, que nos ha llamado por nombre». Esto nos recuerda el rito inicial del bautismo. La pregunta, en apariencia banal, del ministro a los padres y a los padrinos acerca del nombre de la criatura que se va a bautizar, expresa esta convicción: si existimos es porque hemos sido llamados cada uno por su propio nombre, desde el abismo de la nada, para que podamos gozar por siempre de su Amor, como hijos e hijas del Padre de Nuestro Señor Jesucristo. En este sentido podemos decir que nuestra Regla de vida es «un camino que nace del Amor».

Esta expresión evoca la frase del salmo 118: «Correré por el camino de tus mandatos, porque me has dilatado el corazón». Comentando este paso, San Agustín escribe: «No habría corrido si Tu no me hubieras dilatado el corazón […] El ensanchamiento del corazón es la delicia de la justicia; y esto es un don que Dios nos concede para que no nos refugiemos en sus preceptos por temor del castigo, sino para que nos dilatemos con el amor y la complacencia de la justicia. Este ensanchamiento del corazón nos lo promete cuando dice: “Habitaré en ellos y caminaré en medio de ellos”. ¡Qué amplio es el lugar por donde Dios se pasea! En este horizonte se difunde la caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 118, Sermón X, n. 6).

La Instrucción de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica sobre la formación en los Institutos religiosos, «Potissimum Institutioni», usa tres adjetivos para calificar la vocación religiosa: «una llamada irrepetible, personal y única». Sin duda nuestra vocación, en cuanto llamada para una misión, indica también la preocupación de Dios por los jóvenes, especialmente los más pobres y abandonados, pero sería peligroso olvidar la dimensión fundamental de la vocación en cuanto expresión del amor personal del Señor Jesús que nos ha escogido y nos ha llamado. Solo desde esta experiencia fundamental del estar con Jesús puede brotar nuestra respuesta de amor sin reserva en el cumplimiento de la misión, como dijo Juan Pablo II con una incisiva expresión en la Exhortación Apostólica «Redemptionis Donum»: «el amor esponsal debe convertirse en amor redentor».

Por este camino no vamos solos: nos acompaña el mismo Jesús, como hizo con los discípulos de Emaús; nos acompaña la Santísima Virgen María, que nos guía como guió a Don Bosco en la realización de la misión salesiana (cf Const. 8); nos acompañan nuestros hermanos en la comunidad, como decimos en la fórmula de la profesión religiosa. Están junto a nosotros, sin duda, también los jóvenes, como dicen las Constituciones: «Caminamos con los jóvenes para llevarlos a la persona del Señor resucitado, de modo que, descubriendo en Él y en su Evangelio el sentido supremo de su propia existencia, crezcan como hombres nuevos» (Const. 34).

En el primer artículo de las Constituciones se afirma que «de esta presencia activa del Espíritu sacamos la energía para nuestra fidelidad y el apoyo de nuestra esperanza». Y en el último artículo, con una maravillosa inclusión, aparece de nuevo la esperanza, pero ahora somos nosotros los que constituimos una mediación insustituible de Dios para los jóvenes: nosotros somos «prenda de esperanza para los pequeños y los pobres». Los jóvenes ponen su confianza solamente en nosotros para poder experimentar el Amor salvífico de Dios; ellos también, como los griegos, nos gritan: «¡Queremos ver a Jesús». No seamos sordos a su grito. No defraudemos su más profunda esperanza.

Cada uno de nosotros viva las Constituciones en su vida personal, en nuestro servicio a la Congregación y en nuestro ser Consejo; ellas son nuestra Regla de vida, el camino que conduce al amor, también en nuestra labor cotidiana. Que en la Congregación aparezca de manera visible, atrayente y profética, el testimonio de nuestra consagración apostólica en todos sus aspectos, en la entrega a la misión, en la vida fraterna, en el seguimiento de Cristo obediente, pobre y casto.





D. Pascual Chávez Villanueva, SDB

Rector Mayor



1 O. González de Cardedal, Ratzinger y Juan Pablo II. La Iglesia entre dos milenios, Ed. Sígueme, Salamanca 2005, pp. 224 ss.

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