RMAguinaldo|2003

AGUINALDO - AÑO 2003


Queridísimos Hermanos y Hermanas de la Familia Salesiana:


Con mis mejores deseos, os propongo el compromiso para el nuevo año 2003, en la confianza de que, como siempre, pueda ayudarnos a caminar juntos y a ser profecía de comunión en la Iglesia. ¡Que la riqueza de nuestro carisma pueda así manifestarse y resplandecer en el `hermoso testimonio” de la comunión! Éste es el Aguinaldo de 2003:


HAGAMOS DE CADA FAMILIA Y DE CADA COMUNIDAD

` CASA Y ESCUELA DE COMUNIÓN” (NMI, 43).

Promoviendo una `espiritualidad de comunión”

en la construcción de una cultura de la solidaridad y de la paz.


Añado, como es tradicional, un Comentario al Aguinaldo, que puede ser útil para comprender los aspectos carismáticos, espirituales y educativo-pastorales que de él se derivan.


1. INTRODUCCIÓN


1.1. Origen y significado del `aguinaldo” en la tradición salesiana


Desde los primeros tiempos de su obra, alrededor de 1849, Don Bosco `comenzó a dar un aguinaldo, al fin del año, a todos sus muchachos, y otro a cada uno en particular. El primero consistía en una norma para la buena marcha del año nuevo... el segundo era una máxima o consejo confidencial, adaptado a las necesidades y a la conducta de cada cual” (MBe III, p. 472).


Así se expresaba Don Lemoyne en las Memorias Biográficas, indicando cuál era el significado que, desde entonces, el aguinaldo tenía en la mente de Don Bosco: era para él el regalo de una propuesta que sirviera de estímulo en el camino formativo y en el crecimiento espiritual de sus jóvenes; y que fuera también una orientación para toda la comunidad, que la iluminara en su consolidación y que pudiera traducirse en normas prácticas de vida para la buena marcha de la casa. En general, el aguinaldo se especificaba según las categorías particulares a las que iba dirigido: a los clérigos, a los estudiantes, a los artesanos, a todos en general (MBe VI, p. 95), a los sacerdotes en 1858, a la Sociedad Salesiana en diciembre de 1868 (MBe IX, p. 419), a la casa de Mirabello.


En 1860 Don Bosco pedía como don a cada uno de sus jóvenes que le regalasen `como aguinaldo una comunión hecha según su intención” (MBe VI, p. 606).


Por su parte, en 1859 Don Bosco se había ya dado a sí mismo `como aguinaldo” a sus muchachos: `La poca ciencia, la poca experiencia que he adquirido, cuanto soy y poseo, oración, trabajos, salud, mi propia vida, todo deseo emplearlo para vuestro servicio... Por mi parte os entrego como aguinaldo a todo mí mismo; será cosa baladí, pero cuando os doy todo, quiero decir que no me guardo nada para mí” (MBe VI, p. 278). Y todo esto sucedía en un clima gozoso de intercambio familiar, de don, de ofrenda, además de ser una propuesta.


A veces era una invitación para promover la devoción a la Virgen (MBe IX, p. 419), o la animación a la comunión frecuente toda la vida (MBe XVIII, p. 436). Llegó a decir en 1862: `¡La Virgen os da a cada uno un aguinaldo!... Cada uno de vosotros considere este aviso como si procediese de los mismos labios de la Virgen María” (MBe VII, p. 15).


Para Don Bosco, pues, el aguinaldo tenía una importancia de especial valor. No dejaba pasar ningún año sin ofrecer uno. Era un acontecimiento particular que las mismas casas esperaban y recibían con afecto. Las Memorias Biográficas están muy atentas y son precisas al transcribir el mayor número posible de aguinaldos (desde 1858 a 1872 y desde 1875 a 1887), sobre todo, de los individuales: a los jóvenes de Mirabello se cuentan hasta 180 (MBe IX, p. 419).


Poco a poco, esta costumbre se fue haciendo preciosa y afortunada tradición, que se extendió sistemáticamente a toda la Familia Salesiana; el aguinaldo comenzó a ser publicado en las circulares de los diversos Rectores Mayores. Para las Hijas de María Auxiliadora fue Madre Daghero quien continuó la tradición después de la muerte de Madre Mazzarello, hasta 1894. Desde esta fecha, Madre Daghero recibió el aguinaldo que le entregaba Don Rua, para que se enviase a todo el Instituto: se trataba de una simple frase que se convertía en la propuesta formativa para todo el año. Hoy el aguinaldo tiene el significado de una cita anual que todos los Grupos de la Familia Salesiana esperan con interés. Tanto más que en los últimos años se ha ido caracterizando por haber asumido, sobre todo con Don Viganó y Don Vecchi, un horizonte eclesial de una mayor amplitud, inspirado en las indicaciones del Magisterio Pontificio.


1.2. Objetivos del aguinaldo de 2003


El aguinaldo de 2003 se coloca en el mismo camino, en continuidad con el último que nos entregó Don Vecchi, inspirándose en la Novo Millennio Ineunte, que es la `Magna Charta” del programa pastoral de la Iglesia para el tercer milenio. En esta perspectiva, el aguinaldo quiere traducir las grandes líneas ofrecidas por el Papa en proyectos más concretos, más operativos y de eficacia inmediata. Es el intento de superar el peligro, hoy cada vez más al acecho, de producir documentos que se convierten en simples eslóganes, metodológicamente asépticos, carentes de incidencia operativa y distanciados de la vida cotidiana.


Al mismo tiempo, el aguinaldo quiere ponerse en sintonía con el tema del XXV Capítulo General de los Salesianos (`La comunidad salesiana hoy”) y con el del XXI Capítulo General de las Hijas de María Auxiliadora (`En la renovada Alianza el compromiso por una ciudadanía activa”), para responder al desafío tan agudo y tan sentido hoy, como es la búsqueda de integración de la humanidad, llamada a ser la gran familia humana en el espíritu unitario de la civilización del Amor.


Hoy el panorama político y económico nos presenta, efectivamente, una sociedad globalizada, pero al mismo tiempo atormentada por tantos conflictos, en espacios más o menos amplios, pero siempre cargados de fuerzas de destrucción y de violencia, de desigualdades e injusticias. El modelo social y económico imperante, que podemos describir con la categoría de la globalización/marginación, está fuertemente marcado por el individualismo y la competitividad, que hacen que los hombres se sientan amenazadores y amenazados los unos por los otros.


Asistimos a estilos de vida caracterizados por la exclusión más que por la inclusión, por la inseguridad desconfiada más que por la cohesión armónica, por el agravarse de las situaciones de pobreza según una lógica que margina. Amplios estratos de población ya no sienten garantizados sus derechos fundamentales, como el de la vida, de la subsistencia, del trabajo, del respeto, de la igualdad, de la ciudadanía y de la participación democrática. Al mismo tiempo, los modelos de vida promovidos por la publicidad están creando una forma de `imperialismo mediático”, orientado a excitar el énfasis sobre el consumismo, más que a garantizar condiciones de equidad y de justicia; y esto se convierte con frecuencia en una ofensa contra quien todavía carece de lo estrictamente necesario.


Todo esto produce efectos destructivos en las familias y en las comunidades. Su cohesión queda en peligro por el acentuarse de los elementos de diferenciación y de exclusión, más que de los rasgos de comunión y de acogida.


En las familias cuesta estar juntos, por una cantidad de razones; pero, sobre todo, por un acentuado sufrimiento que parece derivarse del excesivo énfasis de los diversos elementos de diversidad y de contraste: diversidad de edades, de intereses, de valores, de estilos de vida, de mentalidad, de concepción de la familia misma, de actitudes frente a la vida, al trabajo, a las personas, a la fe. Tal sufrimiento muchas veces explota en formas gratuitas de agresividad y de violencia.


En las comunidades aparece cada vez más fuerte el influjo de una cultura en la que el éxito personal se pretende anteponer al respeto a todos los demás valores, de modo que puede quedar minusvalorado cualquier proyecto comunitario, cuando no se llega incluso a descuidar a la persona de los hermanos más débiles y más frágiles.


Hay ciertamente familias que siguen apostando por la vida y que están abiertas generosamente al nacimiento de niños, con verdadera dedicación de los padres a la educación y maduración de sus hijos, en un ambiente caracterizado por relaciones interpersonales; y, al mismo tiempo, con compromiso social y pastoral. Basta pensar en las familias que hacen la opción de ir a las misiones en diversos países del mundo y que están presentes también en nuestras comunidades salesianas.


Hay igualmente comunidades donde reina el espíritu de familia, hasta el punto de crear hogares que estimulan el crecimiento de cada uno de los hermanos o hermanas, con proyectos comunitarios y pastorales, que refuerzan las razones para vivir juntos, solidarios con los más pobres, insertos en la zona social, con presencias que hacen posible la cercanía de Dios.


Nosotros, Familia Salesiana, conscientes del contexto sociocultural en que se desarrolla nuestra misión, nos sentimos llamados a colaborar en el proyecto de Dios, promoviendo y desarrollando estas redes de solidaridad, de fraternidad y de unidad con todos los que, instituciones y personas, están entregados a la más profunda humanización de la sociedad. Y en las situaciones más extremas, señaladas por los `signos de los tiempos”, sabremos pedir a Dios la fuerza para asumir posiciones y actitudes, también con valor profético, frente a los elementos `diabólicos” y disgregadores, para hacer de las familias y de las comunidades `lugares símbolo” de comunión y de fraternidad.


2. LA COMUNIÓN: META DEL PROYECTO DE DIOS


El proyecto original que Dios tiene sobre la humanidad está presente en las primeras páginas del Génesis. En su comienzo (Gen 1, 1-2, 4a), la Biblia nos presenta la creación como la organización ordenada del caos informe; inmediatamente el Autor sagrado se preocupa de evidenciar que Dios pone todos los elementos de la creación al servicio del hombre, quien a su vez está ya orientado hacia Dios. La creación es buena, en la medida en que está al servicio del hombre y de todo el hombre. El hombre a su vez, creado varón y mujer, está encargado de completar a lo largo de la historia la creación, a través de su obra de construcción de la unión en el amor. Creado a imagen de Dios –que es Amor, es Familia, es Comunidad, es Trinidad- está llamado a ser semejante a Él, amando, creando familia y construyendo comunidad.


2.1. Comunión y división: gracia y pecado


El desorden, que significa vuelta al caos, comenzó cuando el hombre decidió, con un acto preciso de rebelión y de autonomía, no respetar ya su dependencia de Dios, -dependencia natural por el hecho de ser criatura suya-; y quiso obrar según los propios criterios subjetivos de bien y de mal.


Desde aquel momento, entraron en el mundo el mal y la muerte, que se hicieron palpables y concretos en el asesinato de Abel. Con ellos entró también en el mundo toda forma de división entre los hombres, culminada manifiestamente en el fracasado proyecto de la construcción de la Torre de Babel.


Por una parte, asistimos al pecado de orgullo y de autosuficiencia del hombre, que con presunción quiere alzarse hasta el cielo, hasta suplantar a Dios; por otra, nos encontramos, por desgracia, frente a la desesperación de la confusión entre los hombres mismos, que culmina en la consecuencia inmediata de su radical disgregación y dispersión.


A esta obstinación del hombre, Dios responde prometiendo un Salvador, confiando el hombre a la mujer, haciendo una alianza con Noé y, sobre todo, llamando con una vocación especial a Abrahán, en cuya descendencia serán benditas de nuevo todas las naciones de la tierra. Ésta es la reflexión sapiencial del autor sagrado (Gen 2-3.11.12).


Los frutos de la reconstrucción de la comunión y de la reconciliación se pueden ver como `signos” anticipadores en el relato de José que acoge y perdona a sus hermanos, o en la historia de Moisés que intercede por su pueblo, o en el episodio de Rut que es acogida y desposada por Booz a pesar de ser extranjera, o en las narraciones de los profetas que, con su vida y su palabra, manifiestan el amor de Dios que guía la historia.


La vocación a la comunión es, pues, la respuesta amable que Dios repite frente a la obstinada desobediencia del hombre. Él es fiel a su proyecto de salvación, a pesar del rechazo radical del hombre, que parece, en cambio, empeñado en buscar su propia realización siguiendo un itinerario personal. Pero la trágica consecuencia de todo esto parece perfilarse en los tristes efectos de un mundo lacerado por el odio étnico, por locuras homicidas, por desintegraciones familiares. Por otro lado, los efectos se pueden polarizar y radicalizar en el colectivismo y el conformismo social que anulan a la persona, o en un individualismo de tipo privado y egocéntrico que anula la sociedad y se desinteresa del bien común.


En conclusión, mientras Dios es Amor y Comunión trinitaria, el pecado es ruptura de la comunión, es división, es laceración tanto interior como exterior.


2.2. En la fidelidad a la Palabra de Dios


Todos estos `signos” apuntan hacia el `Signo” por excelencia, Jesucristo, `nuestra paz”: Él ha hecho que los paganos y los Hebreos fueran un solo pueblo; ha derribado aquel muro que los separaba y los hacía enemigos (cf. Ef 2,14). Él es la expresión suprema del Amor de Dios y el creador de una nueva comunidad de amor, germen de la nueva humanidad que nace del perdón y de la reconciliación.


La dinámica de la comunión, en efecto, es el signo visible de un fenómeno que hoy, de modo particular, se está difundiendo en el mundo y en la Iglesia, que están cada vez más atentos y son más sensibles a los dinamismos de la socialización y de la solidaridad y a todos los movimientos que tienden a crear cohesión y unidad. Basta pensar en el renovado vigor que están asumiendo categorías teológicas como las de la `eclesiología de comunión” y de la `espiritualidad de comunión”, que atraviesan las páginas de la instrucción `Caminar desde Cristo”[1].


La expresión `casa y escuela de comunión”, puesta dentro de la Carta Apostólica `Novo Millennio Ineunte” (n. 43), la aplica Juan Pablo II a la Iglesia, al definir su función en el mundo y la eficaz aportación que está llamada a dar en virtud de su vocación. La Iglesia es imagen de la Trinidad y se modela a partir de la acogida del don de la comunión trinitaria. De este modo, se convierte en la casa que acoge las diversidades de los pueblos y de las culturas y en la escuela en la que se aprende el arte difícil de la superación de los conflictos y de los antagonismos.


Hoy la Familia Salesiana quiere asumir y hacer propio el mismo empeño de la Iglesia, para convertirse en el motivo de su compromiso formativo este año: `ser casa y escuela de la comunión”. La Familia Salesiana ya ha encontrado los caminos de la comunión entre los diversos Grupos que la constituyen, en la `Carta de comunión” y en la `Carta de la misión”; se trata de recoger este patrimonio espiritual compartido para profundizar nuestra `experiencia carismática del conjunto”. Queremos hacerlo así en sintonía con la misma Palabra de Dios, que se hace visible a través de algunos pasajes del Nuevo Testamento que iluminan con mayor luz el espíritu de la comunión en la caridad.


San Lucas en los Hechos de los Apóstoles subrayaba cómo los cristianos de la primera comunidad `eran constantes en escuchar la enseñanza de los Apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hech 2,42), donde se evidencian cuatro elementos específicos que constituyen la clave de esta comunión: la escucha de la Palabra de Dios, la caridad fraterna, la Eucaristía y la oración en común.


San Pablo, a su vez, al exhortar a los Romanos (Rm 12,3-10) a crecer continuamente en su vida cristiana, indicaba algunas dimensiones fundamentales que hay que potenciar, es decir, la unidad en un solo cuerpo aun con la diversidad de los miembros, juntamente con la humildad que vence todo tipo de presunción y de prevaricación. La variedad de los carismas de cada uno debe vivirse en la unidad del espíritu, en la sencillez de la colaboración, en la estima recíproca, en el amor sin fingimientos. En Mateo (Mt 18,20), estas actitudes quedan reforzadas con la exhortación a la oración común y al perdón recíproco.


A nosotros nos es familiar, o debería serlo, la orientación a la comunión, en razón de nuestra fe en el Dios Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo-; en virtud de nuestra experiencia existencial de ser Iglesia, que es comunidad con los hermanos y con el Padre de Nuestro Señor Jesucristo; a causa del mandamiento del amor, que es el rasgo más característico de identificación de los discípulos de Jesús: `La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros” (Jn 13,35). Por esto, los creyentes, y entre ellos de modo particular las personas consagradas, deberían ser los principales artífices y constructores de comunión, ante todo dentro de la comunidad eclesial, e igualmente también en la misma sociedad civil.


2.3. Comunión entre las personas: gracia y compromiso


La comunión es gracia y compromiso. Es don y tarea.


Como gracia, es evidente que la comunión no es fruto inmediato de la naturaleza humana, que parece más bien estar sometida al egocentrismo y al egoísmo. Como don, ha de ser acogida por el hombre con agradecimiento y con abierta disponibilidad a la conversión de las propias actitudes que ofenden, desgastan y destruyen la comunión.


Como compromiso, la comunión es fruto de la acción constructiva y educativa de todo hombre y de toda mujer. En efecto, todos están llamados a colaborar con todo tipo de intervenciones, que favorezcan el respeto y la formación de la persona en la plenitud de su dignidad, y además que favorezca la unidad de la familia humana, en un esfuerzo de construcción y de una más perfecta humanización del mundo.


Todo esto será posible si se asume una filosofía y una antropología que tengan como postulado de base el principio de Maritain del humanismo integral y que sepan respetar y acoger en su cuadro de valores todas las dimensiones del hombre y de la mujer, comprendida la religiosa. Estas dimensiones lograrán traducirse en la propuesta de una verdadera ecología humana.


El proyecto es fascinante. Es `una tarea que exige personas espirituales forjadas interiormente por el Dios de la comunión benigna y misericordiosa, y comunidades maduras donde la espiritualidad de comunión es ley de vida”[2].


Los Grupos seglares de nuestra Familia, ¿se sienten implicados en la dinámica de estos procesos? Y nosotros, personas consagradas, ¿hemos tomado conciencia de que nuestra vocación, vivida y experimentada en la fe, nos pone en la mejor condición para convertirnos en los principales agentes de comunión?


También la sociedad civil de todos los continentes es particularmente sensible a este movimiento hacia la unidad. Basta observar los diversos grupos de Países que tratan de `crear una casa común”, como los Países de Europa que, en progresiva sucesión, están orientándose hacia la formación de una confederación de Estados, hacia la cual aspiran otros que ya han manifestado su voluntad de entrar a formar parte de la Unión Europea y trabajan para crear las condiciones de ingreso para ser aceptados lo antes posible. Estamos asistiendo a un proceso de búsqueda de la unidad, de la comunión y de la convergencia de pueblos, hacia una integración que se manifiesta también en otras muchas partes del mundo. Es un signo de los tiempos que nos interpela para una participación responsable, tanto como grupos, cuanto como personas.


Esto se verifica no sólo en ámbitos macrosociales e institucionales, sino también según una perspectiva menos oficial, pero igualmente visible hoy, en fenómenos que se presentan a los ojos de todos, como las continuas y masivas transmigraciones de poblaciones hambrientas y de prófugos, a la búsqueda de un bienestar, que en sus propios países va faltando progresivamente.


Junto a esta dimensión social, que se impone en algunos momentos de la historia, incluso trágicamente, la comunión que estamos llamados a construir entre los hombres debe comprender tanto la totalidad de la persona humana en la profundidad de su ser y en la radicalidad de sus actitudes, como expresiones externas concretas claramente visibles en la vida pública, en sus varios aspectos económicos, sociales, culturales y políticos.


3. LA CONSTRUCCIÓN DE UNA CULTURA DE LA SOLIDARIDAD Y DE LA PAZ


Hoy termina un año: el 2002. Es nuestro deber dar gracias a Dios por todos los dones que nos ha concedido en estos 365 días transcurridos, y por la sobreabundancia de gracias que ha derramado sobre la humanidad desde el momento de la creación.


Las primeras palabras del Prólogo del Evangelio de Juan, `En el principio”, evocan claramente el comienzo del libro del Génesis y hacen referencia tanto al hecho de la creación como al designio eterno de Dios de llamar y conducir al hombre a la plenitud de la vida.


Mañana comenzaremos, con su Gracia, un Año nuevo bajo el signo de la comunión: comunión entre el hombre y Dios, entre el hombre y el hombre, entre el hombre y la naturaleza, y pacificación del hombre consigo mismo. Tenemos el deber y la responsabilidad de encarnar en nosotros el amor de Dios, que trata así de reunir a toda la humanidad y hacer de ella una única familia.


3.1. Un año cargado de acontecimientos – semillas del Verbo


El panorama con el que acabamos este año y comenzamos el Año nuevo tiene los colores tenues del claroscuro, a veces a través de haces de luz y a veces de manchas de sombra.


Por una parte, gozamos de todos los aspectos luminosos que hoy caracterizan nuestra humanidad: el desarrollo y los frutos de la ciencia, de la tecnología, de la economía, junto al desarrollo que la conciencia humana ha madurado sobre la dignidad de la persona. Pero, por otra parte, notamos las sombras de los grandes males que afligen a la humanidad entera, tanto los derivados de las catástrofes naturales (terremotos, inundaciones, sequías), como los que son expresión del egoísmo y de la prepotencia humana (guerras, terrorismo, pobreza, segregación sexual y racial, fundamentalismos, ideologías). Aún más graves estos últimos, precisamente porque el hombre tendría a su disposición los medios para contrarrestarlos.


¡Y pensar que la paz y la concordia, el bienestar y el desarrollo serían posibles para todos y los podría disfrutar cada uno, sólo con que estuviésemos movidos por una mayor solidaridad!


La historia del siglo XX ha sido una historia de un avance tecnológico incomparable: la tecnología ha incrementado el proceso de industrialización, ha reducido las distancias con el enorme desarrollo de los medios de transporte, y ahora con la rapidez de la comunicación virtual ha hecho posible un conocimiento en tiempo real y un poder sin igual, no sólo para las organizaciones internacionales, sino también para cualquier consumidor. En este siglo el hombre ha logrado dividir el átomo, ha descifrado el código genético y ha puesto en red todo el mundo.


En estos primeros años del siglo XXI, las transformaciones tecnológicas se están moviendo con fuerte aceleración, obligándonos a seguir continuamente los acontecimientos, en una constante actualización de informaciones sobre las finanzas, el comercio, la política, la cultura y la ciencia, el tiempo libre, los deportes y la diversión; con la creación de nuevos servicios para la persona, hasta ahora impensables, mejorando los tiempos y la calidad de los diagnósticos, del tratamiento de las enfermedades y de la vejez, reforzando esperas y esperanzas para la existencia de millones de hombres y de mujeres.


Por otro lado, el desarrollo de la tecnología se vuelve cada vez más amenazador; la división entre los que tienen mucho y los que no tienen nada se ensancha cada vez más, a no ser que por parte de los gobiernos se activen medidas que favorezcan la flexibilidad y la innovación en la organización del trabajo y en la economía, para dar a la globalización un rostro más humano.


El trágico ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 precisamente contra el corazón económico y militar de los Estados Unidos y las recientes demostraciones de los `antiglobalización”, han puesto al descubierto que existe el peligro, no remoto, de una reacción violenta, dura y generalizada, de aquellas poblaciones que se sienten excluidas de los beneficios de la tecnología y de la globalización.


¿Qué hacer, pues, para poder dominar los cambios tan vertiginosos y tan intensos que están modificando profundamente el rostro del mundo, transformando al hombre mismo en la dinámica de sus relaciones? ¿Cómo descifrar los `signos de los tiempos” y las `semillas del Verbo” en un panorama tan en contraste?


3.2. `Dios-con-nosotros” y `Dios-como-nosotros” en la base de nuestro compromiso solidario


Sólo en Dios, revelado en Jesucristo, encuentra respuesta la enigmática y contradictoria situación del hombre, respecto de las dimensiones fundamentales de su realidad existencial que está constituida por la relación profunda consigo mismo, con los demás, con la vida y con Dios creador, padre y redentor. La solución al dilema histórico de si afirmar a Dios sacrificando al hombre, o afirmar al hombre sacrificando a Dios, se encuentra en aquel que es `verdadero Dios y verdadero hombre”: Jesucristo Nuestro Señor. `En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado” (GS 22), por lo que podemos decir todavía con la Gaudium et Spes que el fundamento más radical de la inmanencia se apoya en la aceptación existencial de la trascendencia.


He aquí un Dios que no es indiferente a nuestro mundo, un Dios que no es totalmente Otro diverso de nosotros, un Dios que ha querido ser `Dios-con-nosotros”, siendo un `Dios-como-nosotros”. El Dios que ha hecho al hombre a su imagen y semejanza (Gen 1,27), ha acabado por hacerse Él mismo imagen y semejanza del hombre (Jn 1,14).


Si Jesús de Nazaret es el camino de Dios hacia el hombre, si un hombre concreto es el rostro de Dios, quiere decir que el hombre concreto es el camino del hombre hacia Dios. No podemos buscar al Dios de Jesucristo lejos de donde Él ha aparecido y vivido; no es el cielo el lugar de su presencia, sino la tierra, donde los hombres viven o tratan de vivir. El Dios hecho hombre habita entre nosotros. Todo hombre, especialmente quien está más necesitado, o es menos afortunado, más maltratado u olvidado, refleja mejor su Rostro y se asemeja más a Él.


Ésta es precisamente la misión salesiana: hacer visible el Amor de Dios a los jóvenes pobres, abandonados y en peligro.


Ni la ciencia, ni la tecnología, ni la economía por sí mismas podrán nunca realizar el ideal humano ni construir la paz para el hombre. La fuente de la vida y de la alegría, de la comunión y de la fraternidad encuentra su consistencia radical sólo en Dios.


Pensar que es suficiente combatir el terrorismo para hacer nacer y garantizar la paz, es pura ideología. Por el contrario, lo que hay que combatir y eliminar son las causas de todo lo que crea violencia, pobreza, injusticia y subdesarrollo.


En las palabras dirigidas al Embajador de Gran Bretaña ante la Santa Sede, Juan Pablo II ha afirmado con claridad que `la edificación de esta cultura global de solidaridad es tal vez la tarea moral más importante que la humanidad debe asumir hoy”. En esta perspectiva, el Santo Padre quiere relanzar, de modo particular, el desafío espiritual y cultural dirigido más veces a los Países industrializados del Occidente, en los que `los principios y los valores de la religión cristiana se encuentran desde hace largo tiempo entretejidos en la trama misma de la sociedad. Sin embargo, hoy se los pone en duda y se los anula, sustituyéndolos por modelos culturales alternativos, basados en un individualismo tan radical que demasiadas veces conduce a la indiferencia, al hedonismo, al consumismo y a un materialismo práctico capaz de erosionar y hasta subvertir los fundamentos de la misma vida social”[3]. Y, más adelante, el Papa tiene palabras muy fuertes acerca del valor de la familia en este momento histórico, cuando subraya que `toda la sociedad humana está profundamente arraigada en la familia y cualquier debilitamiento de esta institución no puede ser sino una fuente potencial de graves problemas y dificultades para la sociedad en su conjunto”[4].


3.3. Llamados a vivir en la comunión trinitaria la misma vida de Dios


A cuantos afirman que no tiene importancia el hecho de que Dios sea uno y trino, uno en tres personas, hay que recordarles con claridad firme que, precisamente de la imagen de Dios formada en nosotros, depende no sólo el respeto de la originalidad de la Revelación cristiana (nosotros creemos en el Dios Trinidad), sino también la calidad de la imagen de hombre, de sociedad, de religión, de Iglesia, y hasta de nuestra misma misión en el mundo.


A la luz del Dios de Jesucristo –que es el Dios-Amor- no hay lugar para ninguna concepción monoteísta, ni politeísta, que pretenda fundar sobre Él el ansia de poder o de cualquier otra forma de egoísmo. Los acontecimientos del 11 de septiembre, perpetrados en nombre de un dios vengador, muestran con evidente claridad que circulan hoy concepciones e imágenes de dios que están bastante lejos del Dios-Amor revelado en Jesús. Es lo que se puede decir de cuantos tratan de organizar el mundo, fundándolo en la prevaricación del poder y del dominio, en la opresión y la pobreza del hombre, es decir, que tienen una idea falsa y una representación equivocada de aquel Dios que nos ha creado a Su imagen y semejanza y nos ha llamado luego a vivir juntos con Él, en la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.


Nosotros, en cambio, envueltos e iluminados por el misterio de Dios, `luz que deslumbra pero no ciega”, estamos persuadidos de que la palabra del Amor es la mejor imagen para nombrar al Dios Trinidad. `Dios es amor” (1 Jn 4,8.16), nos sugiere San Juan para expresar la identidad profunda de Dios. Se sigue de ello que proclamar que `Dios es Trinidad” y que `Dios es Amor” significa usar dos expresiones distintas para enunciar la mismísima realidad rica y consoladora.


Sin embargo, el amor, como también Dios, si quiere ser visto y creído, tiene necesidad de manifestarse: `A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). `A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado a nosotros en plenitud” (1 Jn 4,12).


En la cruz de Nuestro Señor Jesucristo es donde se ha manifestado de forma particularmente concreta y visible el amor infinito de la Trinidad para con nosotros, como podemos observar en muchas representaciones de la tradición pictórica, por ejemplo en el célebre cuadro de Masaccio que se encuentra en la iglesia de Santa María Novella en Florencia. Allí admiramos al Padre que con sus brazos sostiene y, al mismo tiempo, entrega como don a su Hijo crucificado, mientras el Espíritu Santo, en forma de blanca paloma, une en un vínculo de amor el rostro del Padre y el del Hijo.


Esto es también lo que quiso representar el célebre icono de la Trinidad de Andrej Rublëv (1422) donde el Amor, que brota de las Divinas Personas y las envuelve con una luz purísima, se difunde sobre toda la tierra, simbolizada por la única mesa. De la comunión de sus miradas se ve que mana el amor eterno que salvará y santificará el mundo.


`He aquí que son tres: el Amante, el Amado y el Amor”, dice San Agustín. A nosotros se nos da la gracia no sólo de conocer y contemplar este Amor, sino de acogerlo por medio del Bautismo y de la Eucaristía. Por esto, la fe en la Trinidad no puede absolutamente reducirse a mera adhesión a una verdad fría. La fe exige que nosotros la podamos traducir todos los días en un estilo de vida fundado y plasmado por este mismo Amor.


Creer en el Dios Uno y Trino significa, pues, ser y hacernos cada vez más hombres de comunión, creadores de armonía en las comunidades, amando, luchando contra toda división y desigualdad y contra todos los mecanismos del egoísmo, comprometidos en desarrollar nuestra vocación a la comunión, favoreciendo el crecimiento de una cultura de comunión y de solidaridad.


3.4. Práctica educativa atenta a los derechos humanos


El proceso de construcción de una cultura de comunión se funda, además de sobre valores de fe para el creyente, en el valor absoluto de la dignidad de la persona humana, de cada uno, hombre o mujer, hermano o hermana, extranjero o compatriota, como afirma el art. 1 de la Declaración universal de los derechos humanos (1948): `Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Ahora bien, el hecho de ser ontológicamente libres e iguales es ya una razón suficiente, ante todo, para el respeto recíproco y, luego, para la aceptación recíproca y para la acogida del otro, hasta el paso sucesivo que se expresa en el compartir responsabilidades comunes para el bien común, con el fin de llegar a la comunión de ideales y de sentimientos.


Pero, puesto que la convivencia humana está sujeta a situaciones de conflictividad, que van unidas al hecho mismo de la presencia de otros grupos y comunidades de diversa derivación cultural, étnica y religiosa, se impone el diálogo intercultural, que está apareciendo sumamente problemático y dramático. Aunque las raíces de los problemas estén en otra parte (pobreza endémica, flujos migratorios, globalización no gobernada, dinámica salvaje de la mundialización, mal gobierno de los países de proveniencia), siempre será de fundamental importancia la exigencia del respeto recíproco y del logro solidario del bien común, considerado como el fin principal y unificador de todo tipo de convivencia civil.


Ahora bien, el diálogo intercultural, que nosotros estamos llamados a realizar como educadores en las diversas latitudes del mundo, habrá que hacerlo compartiendo un modelo, o mejor, un proyecto de orden mundial basado en la ley universal de los derechos humanos. El diálogo se hace esclareciendo las cosas que hay que hacer dentro de la ciudad del hombre, de la que nosotros nos sentimos con todo derecho ciudadanos y de cuya pacífica convivencia y desarrollo somos responsables.


En este proceso de ciudadanía activa nosotros nos fundamos en el reconocimiento jurídico de los derechos humanos, por los que toda persona está dotada del mismo patrimonio de derechos fundamentales (civiles, políticos, económicos, sociales, culturales) en cualquier parte del mundo en que se encuentre. Sobre esta base de compartir los valores humanos fundamentales es donde encuentra sus raíces toda posibilidad de diálogo y de comunión entre los hombres, para pasar de la fase de conflictividad de la multi-culturalidad a la fase dialógica de la inter-culturalidad. La educación en los derechos humanos, en la democracia, en el respeto recíproco y en la paz, es el primer paso para la construcción de la comunión también dentro de las comunidades civiles, en las que nosotros estamos insertos.


Pero esta obra de interiorización y participación en los valores humanos y universales tiene necesidad de alimentarse con convicciones y energías espirituales, que en la religión encuentran su humus más adecuado. En este contexto descubrimos todavía mejor la importancia y la fecundidad de nuestra pertenencia a una Familia carismática que ya reconoce estos principios y que en su trabajo trata de difundirlos, como plataforma de base para todo discurso educativo, humano y cristiano.


4. LA FAMILIA Y LA COMUNIDAD: CASA Y ESCUELA DE COMUNIÓN


Somos conscientes de que ninguno de nosotros está en grado de resolver estos problemas macrosociales, pero estamos igualmente convencidos de que todos podemos contribuir a realizar el ideal de la comunión, en la medida en que logremos ofrecer modelos alternativos, fundados no sobre los privilegios, sobre las diferencias, ni sobre el egoísmo, sino sobre la fraternidad, la igualdad y el amor.


En nuestra condición de Familia Salesiana y de atención a la educación, podemos intervenir eficazmente al menos en un doble campo, que es el de nuestras inmediatas posibilidades y competencias: el de la familia y el de la comunidad religiosa.


4.1. La familia: casa y escuela de comunión


La familia, llamada por Pablo VI `ecclesia domestica” y por Juan Pablo II en la Familiaris Consortio[5] `la cuna de la Iglesia”, es por sí misma la primera célula de la sociedad, precisamente por la experiencia de comunión que en ella se aprende a vivir, a través de la comunicación vital y experiencial de los valores humanos, comenzando por los relacionales. `El amor entre el hombre y la mujer en el matrimonio –continúa el Pontífice- y, de forma derivada y más amplia, el amor ente los miembros de la misma familia –entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, entre parientes y familiares- está animado e impulsado por un dinamismo interior e incesante que conduce la familia a una comunión cada vez más profunda e intensa, fundamento y alma de la comunidad conyugal y familiar”[6], una comunión indisoluble[7], signo y expresión de la comunión eclesial y trinitaria. Es la comunión de las personas que hace de la familia una `escuela de humanidad más completa y más rica”[8].


La familia es el lugar natural de crecimiento y de desarrollo de la persona humana, en el intercambio educativo entre padres e hijos, en el que cada uno da y recibe.


Es la casa en la que se realiza aquella experiencia vital específica, que es fundamental para la estructuración del individuo humano como persona, es decir, como individuo-en-relación.


Es nuestra `tienda”, en la que crecemos y nos acompañamos en este mundo.


Es en ella donde nosotros pasamos `de la naturaleza a la cultura”; es decir, es en la familia donde el niño aprende a encauzar los instintos, los sentimientos y las pasiones hacia formas culturales adecuadas.


La familia es el espacio privilegiado para formar nuestra identidad de personas, para orientar y desarrollar aquella unidad existencial que es parte constitutiva de todo ser humano maduro. La multiplicidad de las diversas dimensiones en que se estructura la persona (es decir, la afectiva, la intelectiva, la sexual, la moral, la social, la religiosa) constituye para cada individuo una llamada a la búsqueda de síntesis y de unidad, que garantice la adecuada madurez personal, sostenida y facilitada por el acompañamiento de las figuras de los padres y de los otros educadores, llamados por misión a la tarea preciosa de la formación y de la educación de las nuevas generaciones.


Es en la familia donde también el adulto encuentra el vínculo-recurso que le permite orientar y guiar los impulsos del propio carácter hacia expresiones más aceptables de vida civil.


De modo particular, en virtud de su identidad cristiana, la familia encuentra una fuerza más, un `plus” de vida, porque la fe abre los horizontes en la dimensión espiritual y religiosa, por la que puede hablar específicamente de Dios y de amor como aspiración y como meta de la existencia humana. La presencia de Dios en la familia cristiana resulta elemento central de su unidad y de su amor, el fulcro de unión y de armonía en los momentos mismos dolorosos de la existencia.


Pero la familia es una de las instituciones sobre la que han influido en forma pesada los procesos de transformación de nuestro tiempo, debilitándola en su estructura y en su misma relación de amor, hasta su disolución, a través de las separaciones, los divorcios y otras formas de convivencia y de uniones de pareja, facilitados incluso por las leyes y por los nuevos estilos de vida que se están difundiendo, sobre todo en el ámbito de familias jóvenes.


Todo esto no puede dejar de tener tristes consecuencias sobre la familia, comprometiendo no sólo la maduración de las personas que la componen, sino también la aportación que ella puede dar a la sociedad. Un estilo de vida, prevalentemente caracterizado por el individualismo y por la defensa de la propia autorrealización, se ve muchas veces reforzado, además de por una serie de factores económicos, sociales, culturales y políticos, por los medios de comunicación social, proclives a enfatizar más los modelos transgresivos que los constructivos de una vida familiar consumida en la normalidad con sacrificio y tenacidad. Es más fácil dar publicidad a un escándalo que oponerse a modelos destructivos; ostentar mensajes de violencia y de sexo, que contrastar sus tristes efectos en el aumento de los divorcios, de la infidelidad conyugal, del amor libre, de las uniones de hecho, de las relaciones prematrimoniales.


El resultado que se ofrece ante nuestros ojos no es nada estimulante, incluso desde el punto de vista de la previsión social, o del estado de bienestar, donde constatamos la dificultad para establecer políticas familiares adecuadas, con las debidas medidas de apoyo. Y también, donde este apoyo existe, como en los países del Norte de Europa, se van afirmando modelos de convivencia que nada tienen que hacer con el deber de educar y de formar a las nuevas generaciones. Los procesos de autonomía de las opciones y de consentimiento sobre las formas más frágiles de unión están debilitando la familia en sus dimensiones, en su estructura fundamental y en su perspectiva de estabilidad y de duración.


De aquí se deduce la urgencia de una acción solidaria para contrarrestar esos factores de debilitamiento progresivo, reforzando la sensibilidad de las instituciones, de los educadores, de las familias y de los jóvenes, hacia un compromiso educativo renovado, que resulte más eficaz. Todavía en la Familiaris Consortio el Santo Padre observa que, a través de un gran espíritu de sacrificio, es como puede conservarse y perfeccionarse la comunión familiar. En efecto, ésta exige la pronta y generosa disponibilidad de todos y de cada uno para la comprensión, la tolerancia, el perdón, la reconciliación[9].


El vivir en medio de los jóvenes y de sus familias constituye para nosotros una condición privilegiada para comprender su callada, sufrida e implícita petición de ayuda; pero también para actuar con perspectivas pedagógicas en la dirección de un apoyo válido para su vida de comunión.


4.2. La comunidad religiosa: casa y escuela de comunión


En la vida de comunidad religiosa la comunión ha sido siempre un elemento característico y significativo, hasta el punto de afirmar que su organización ha dado lugar a verdaderos centros de humanidad y de cultura. Los religiosos, y también las religiosas, se reunían entre sí, para ayudarse en el camino de perfeccionamiento espiritual y para realizar una misión común, viviendo en fraternidad.


Un ejemplo elocuente de ello son los diversos modelos evangélicos de vida comunitaria: el de la familia de Nazaret, el de la comunidad apostólica alrededor de Jesús, el de la comunidad de Jerusalén, etc.


Sin embargo, la experiencia de nuestros días nos hace tocar con la mano la multiplicidad y variedad de los problemas que sufre la comunidad religiosa y que se traducen en una crisis de la vida religiosa: crisis que afecta la vivencia de su vida comunitaria. Tal vez nunca se ha hablado tan insistentemente de comunión como hoy; y tal vez nunca como hoy asistimos a la penetración sutil de múltiples formas de individualismo, que afectan a las comunidades religiosas, haciendo más difícil, casi paralizándola, la propia consagración a Dios y al hombre y favoreciendo también el debilitamiento del entusiasmo y del fervor del propio carisma inicial.


Para nosotros, salesianos, es evidente que Don Bosco se inspiró en el icono de la comunidad apostólica, más que en el espíritu de la vida oculta de la familia de Nazaret. Para él la misión en favor de los jóvenes era la razón fundamental para vivir y trabajar juntos y medio para crear la comunidad. Pero, al mismo tiempo, como educador genial que era, desde el principio Don Bosco intuyó que aquellos muchachos tenían necesidad de amor y de calor, y que éste se podía encontrar más fácilmente en el ambiente de familia. `La educación es cosa de corazón”, repetía a sus colaboradores. De este modo, la educación será eficaz y fecunda, sólo si somos capaces de crear y desarrollar en nuestras casas el espíritu de familia.


En esta atmósfera se comprende todavía mejor el vigor y la urgencia de los principios enseñados por el mismo Don Bosco y que deben ser para nosotros las ideas-fuerza de nuestra misión; es decir que:


- no basta amar a los jóvenes; es igualmente necesario que se los ame de tal manera que éstos se sientan verdaderamente amados;


- aún en los jóvenes más difíciles hay gérmenes de bien, de los cuales, si se saben descubrir, el educador puede sacar numerosos recursos;


- es necesario amar las cosas que agradan a los jóvenes, para que éstos amen los valores que el educador propone.


En síntesis, se trata de amar con un amor `amable”, precisamente porque la amabilidad, el cariño, la bondad, la afabilidad, son actitudes que hacen creíble, transparente y legible la carga de amor con que el educador actúa con los jóvenes, como bien indicaba Juan Pablo II en la Carta `Iuvenum Patris”, enviada a Don Egidio Viganó en 1988, con ocasión de las celebraciones del Centenario de la muerte de Don Bosco, cuando afirmaba que para la Iglesia `interesarse por la educación es obediencia al mandato recibido de su divino Fundador”[10].


En particular, educar en el espíritu salesiano de la amabilidad significa `desarrollar una actitud cotidiana, que no es simple amor humano ni sola caridad sobrenatural. Es compromiso del educador como persona totalmente entregada al bien de los educandos, presente en medio de ellos, dispuesta a afrontar sacrificios y fatigas en el cumplimiento de su misión. Todo esto requiere una verdadera disponibilidad para con los jóvenes, simpatía profunda y capacidad de diálogo”[11].


Don Bosco maduró largamente su experiencia educativa. Ésta quedó reforzada por el sueño de los nueve años, tan programático y decisivo para su vocación de educador; pero aún antes se había ido fraguando en la continua y afectuosa relación con Mamá Margarita, y en toda la experiencia familiar de su infancia. Con el correr de los años, el intensificarse de su experiencia pastoral y sus profundas intuiciones pedagógicas lo llevaron a hacer del sistema preventivo su método y su espiritualidad.


Todo esto se tradujo concretamente en la experiencia de la primera comunidad de Valdocco, que volvió a ser el punto de referencia y de evaluación, cuando hacia el final de su vida las cosas habían cambiado de tal manera que Don Bosco se sintió obligado a escribir la preciosa Carta de Roma de 1884, la cual permanecerá en la tradición salesiana como el criterio de evaluación de toda auténtica presencia educativa de sus hijos en los diversos ambientes de su apostolado.


Nuestra comunidad, pues, será siempre ambiente privilegiado y modelo de comunión.


5. POR UNA PEDAGOGÍA DE LA COMUNIÓN


Como todos los valores, la comunión y la solidaridad no son un hecho instintivo y natural. Natural es más bien la búsqueda de uno mismo, el egocentrismo, el individualismo, a los que estamos más fácilmente inclinados, a causa de nuestra debilidad. El espíritu de comunión, en cambio, requiere aprendizaje, con reglas precisas, tiempos largos y etapas bien definidas; exige una estrategia educativa, que tiene sus ritmos y sus espacios.


Precisamente porque estos valores de la familia y de la comunidad no están suficientemente estabilizados en la estructura de la personalidad de los individuos, es necesario –sobre todo en las fases iniciales de la formación de los niños, adolescentes y jóvenes- un acercamiento más intencionado, más cuidado y más cargado de propuestas, fruto de un itinerario pedagógico y de un proyecto educativo, estudiado oportuna y detalladamente en sus objetivos, etapas intermedias, instrumentos operativos y experiencias significativas: itinerario formativo que constituye lo que podríamos llamar pedagogía de la comunión.


Si las piezas del mosaico se han caído, será necesario volverlas a poner en su puesto justo. Si las piezas del puzzle se han desparramado y en desorden, será necesario recogerlas, ponerlas juntas, en la organización de un todo unitario. Si los elementos constitutivos de la familia y de la comunidad están dispersos, será necesario recuperarlos a través de un espíritu de comunión y de una tensión hacia la unidad. Éste es el fin de la pastoral familiar. Pero ésta es también la finalidad de una renovada asunción de responsabilidades en una Comunidad Educativa Pastoral (CEP).


5.1. En una perspectiva trinitaria y eclesial


Escribe el P. Castellano, en una intervención preciosa e iluminadora: `Emerge claramente, en la referencia a la comunión, la llamada al arquetipo divino trinitario, a la realidad de la vida que circula en el Cuerpo Místico, al sentido de fraternidad y de familia de Dios, a la exigencia que la comunión de las personas en la Iglesia reproduzca el icono ideal de Pentecostés, que se opone tanto al colectivismo sin rostro, como al individualismo narcisista. La Iglesia, y toda comunidad en la Iglesia, no es la suma de individualismos cerrados. No es el anonimato de los colectivismos sin rostro. Es la Iglesia de Pentecostés, donde cada persona –tocada por la única llama del Espíritu que se posa sobre cada uno, desvelando nombre y rostro- indica que la gracia de la comunión es precisamente el movimiento libre de convergencia de las personas y la libre asunción de funciones y de misiones. A imagen de la Trinidad, comunión inefable de Personas”[12].


La gracia de la comunión, que se traduce en el compromiso de construir fraternidades serenas, activas y con capacidad de hacer propuestas, nos ayuda a encarnar el proyecto de Dios en la historia humana de nuestras comunidades y de nuestras familias para construir una Iglesia, icono de la Trinidad, que atraiga a todos a sí, a causa de la belleza divina expresada por el misterio de la comunión..


Condición primaria y radical es, por lo tanto, una verdadera y propia `espiritualidad de la comunión”[13], que ha sido definida por Juan Pablo II como `mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado... Significa capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo Místico y, por tanto, como ‘uno que me pertenece’”[14].


Se derivan de esto algunas consecuencias muy prácticas, como el compartir las alegrías y los sufrimientos de los hermanos; intuir sus deseos y atender a sus necesidades; ofrecerles una verdadera y profunda amistad; ver lo que de positivo y de bello ha sembrado Dios en su vida, para valorarlo y acogerlo como regalo de Dios a nosotros que estamos a su lado; saber dar espacio a los hermanos, llevando mutuamente los unos las cargas de los otros[15].


5.2. En una vida unificada y unificadora


El trabajo de reunificación implica dar calidad a aquellos elementos de la vida que tienen un carácter `sacramental” para construir la comunión: la Palabra de Dios, que es, ante todo, el libro de la comunidad, de la misma manera que ésta es la comunidad del libro; la celebración de la Eucaristía; los momentos de la formación; el diálogo comunitario; los momentos de la revisión de vida.


La educación para la comunión se desarrolla a través de un compromiso renovado y perseverante de comunión con los demás, y de una apertura incluso dolorosa de nuestra identidad, que tiende a encerrarse en el propio mundo. Hace falta superar el miedo a la relación con los demás, que a veces puede poner en peligro nuestra intimidad y nuestra beata soledad.


Por esto, `con el fin de que la comunión adquiera carácter concreto y espesor humano, necesita una ascesis comunitaria cotidiana, que exige estos tres movimientos esenciales:


- identificación, o sea sentir que `uno pertenece a”, constituir un `nosotros” fuertemente comunitario, que no cede a las fáciles divisiones, que no se esconde dentro del mezquino `vosotros” que divide en buenos y malos, que sabe pacientemente hacer comunión también con los aparentes fracasos comunitarios;


- solidaridad, como compartir ideales y programas, prontitud y disponibilidad en el momento de ponerlos por obra, evitando echarse atrás o escapar cuando la barca hace aguas: es virtud humana, con una fuerza evangélica extraordinaria;


- participación, o sea, se vive la comunión cuando se la encarna en los diversos aspectos de la vida ordinaria: una participación que sea generosa, por la total disponibilidad; y responsable, porque cada uno vela sobre cuanto le ha sido confiado, intentando concurrir en el juego de equipo con los demás”[16]


La comunión empeña todas las energías espirituales, todas las virtudes evangélicas y humanas, y requiere perseverancia en el bien, en tensión hacia la santidad comunitaria y familiar y hacia la realización de la voluntad de Dios. `La comunión nace precisamente de la comunicación de los bienes del Espíritu, una comunicación de la fe y en la fe, donde el vínculo de fraternidad se hace tanto más fuerte cuanto más central y vital es lo que se pone en común”[17].


Sería pernicioso crear sólo ideales, sin educar en la donación constante, en la responsabilidad para construir la comunión día a día, en una dinámica de la caridad que no pide menos que el don de la vida, según las palabras de Jesús: `Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).


Es, pues, indispensable la creación de un ambiente, de una atmósfera favorable y, al mismo tiempo, con propuestas oportunas, que en casa haga sentir y también proponga una generosa participación, una reciprocidad en la comunión, una inversión de energías, de tiempo, de dotes personales, de cualidades que hacen crecer a las personas, superando esa oculta pero deletérea espera y pretensión de pensar que todo nos lo deban dar los demás. El amor lleva el sello de la cruz.


En su carta `Expertos, testigos y artífices de comunión”, una verdadera obra maestra que querría invitaros de nuevo a meditar, Don Vecchi ofrecía algunos pasos concretos[18], referidos a la comunidad religiosa, pero que se pueden aplicar a la familia, que sintetizo brevemente:


- la capacidad de relaciones interpersonales profundas, no sólo funcionales en relación con el trabajo, sino tales que maduren en amistad hacia el crecimiento en el Señor y la solidaridad en la misión;


- la capacidad de superar las carencias de algunos, como la dificultad para comunicarse, la timidez, la tristeza y el malestar, con una actitud hecha de cercanía, de unión, de alegría;


- el compromiso de cultivar las cualidades humanas requeridas para el éxito de cualquier grupo social, como: la autoestima, la educación, la sinceridad, el control de sí mismo, el sentido del humorismo, el espíritu de participación;


- la comunicación, que no se reduce al intercambio de noticias del periódico o de los datos de trabajo, sino que se manifiesta en el compartir experiencias e intuiciones que se refieren a nuestra vida en Cristo, a la forma de comprender el carisma; que se favorece a través de la revisión de vida, la evaluación de la comunidad, el intercambio en la oración, el discernimiento sobre situaciones, proyectos y acontecimientos, siempre dispuestos a modificar juicios y posiciones, aún sólo para lograr la convergencia fraterna y operativa;


- por fin, la capacidad de trabajar juntos, pasando del yo al nosotros, de mi trabajo o sector a nuestra misión, de la prosecución de mis objetivos y medios a la convergencia sobre la evangelización y el bien de los jóvenes. A esto ayudan los consejos y las asambleas comunitarias, el día de la comunidad y los encuentros.


5.3. En comunidad y en familia: lugares muy concretos


La comunidad y la familia son el lugar de la evaluación, del crecimiento de las personas, de los compromisos concretos, de la praxis realista de las virtudes, cuya solidez se prueba en lo cotidiano de la comunión.


Si es verdad que cuanto más se vive en la comunión y cuanto más concreto es el ritmo de la vida, tanto mayores son las exigencias y, por tanto, las dificultades de la vida comunitaria y familiar, también es verdad que se requiere un espíritu de amplia y mutua misericordia, una notable capacidad de perdón y de reconciliación, como única posibilidad para no fracasar en el ideal que nos propuso el Señor Jesús.


Tenemos necesidad de aprender y acoger a las personas, escucharlas, animarlas, perdonarlas, y no sólo evaluar los programas, adaptar los proyectos, potenciar los recursos. El amor cristiano es un arte que se aprende en la escuela de Jesús.


Esto supone la voluntad de:


- Amar a todos, sin proceder en base a simpatías o antipatías, o a la pertenencia a étnicas diversas.


- Amar los primeros, dando siempre el primer paso, yendo al encuentro, en primer lugar, de los más lejanos, sin esperar ser antes buscados o saludados, ni de hacerse buscar.


- Amar como a nosotros mismos, según la `regla de oro del Evangelio”, que nos invita a tratar a los demás como querríamos ser tratados nosotros (cf. Lc 6,31).


- Amar solidariamente, llevando los unos las cargas de los otros, sufriendo con quien sufre y gozando con quien goza (cf. Gal 6,2; 1 Cor 12,26).


- Amar también al enemigo, al que no piensa como nosotros y tal vez desea incluso nuestro mal.


- Amar bien, aprendiendo a negarnos a nosotros mismos, con tal de llegar a la unidad.


En lo concreto de la vida de comunidad y de familia se construye la comunión, que se convierte en profecía. Y donde hay ruptura, conflicto y resentimiento, más fuerte debe ser la profecía de la comunión, que llega también a la comunión de familias y a la comunión de comunidades religiosas internacionales.


6. CONCLUSIÓN: CONCENTRARSE EN DIOS


Doroteo de Gaza, un clásico de la doctrina monástica del siglo VI, al reflexionar sobre la vida comunitaria se sirve de manera muy eficaz y plástica de dos símbolos: el del cuerpo y el del círculo.


El primero es más comprensible, por sus resonancias paulinas. El segundo es más original, como más universal, sugestivo y moderno al mismo tiempo, para conjugar contemporáneamente el amor de Dios con el amor del prójimo.


Se trata de una metáfora tomada de los Padres y acaso proveniente de los Apóstoles. A través de esta imagen, Doroteo quiere poner en evidencia cómo todos nosotros caminamos juntos hacia Dios, como los radios del círculo convergen hacia su centro. Con la característica que cuanto más se acercan al centro, tanto más de acercan entre sí, y cuanto más se acercan entre sí, tanto más convergen hacia el centro.


Es una metáfora muy clara: diversos son los caminos que llevan a Dios, como diversas e irrepetibles son las personas y las vocaciones, y diversos son los caminos que convergen hacia el centro. El círculo, más allá de la fría figura geométrica, representa un estilo de vida, el estilo de los santos que caminan decididamente hacia su centro, Dios. Provienen de puntos diversos del círculo, incluso distantes entre sí, y acaso a veces opuestos, atraídos misteriosamente por la fuerza de atracción del centro. La mirada y el rostro convergen en un movimiento centrípeto, que une los unos con los otros. En la medida en que se acercan a Dios, centro ideal, se acercan también entre sí de forma mucho más profunda. Es la maravillosa peregrinación hacia la comunión con Dios.


Pero está implícita también la otra cara de la metáfora: la de la separación y del movimiento centrífugo hacia el recíproco alejamiento o rechazo. Cuanto más se alejan de Dios las personas, tanto más se alejan también las unas de las otras; y cuanto más se alejan entre sí, tanto más se alejan de Dios.


Es un dinamismo en el que podemos ver bien descrita la lógica interna de la comunión/disgregación. Caminando hacia el centro, los rostros convergen, se encuentran, se concentran y se comunican. Retrocediendo y alejándose, rechazando la comunión con Dios, se pierde también la comunión entre las personas, se profundiza la distancia recíproca, cada uno permanece cerrado en el propio egoísmo, bloqueado en la propia soledad, no iluminado ni por el amor que viene de Dios, ni por el reflejo de luz que viene del amor del prójimo.


Cuando más lejos estemos de una referencia a Dios, tanto más nos distanciamos también de nuestro prójimo (cf. 1 Jn 4,19-21). Pero es igualmente verdad que cuanto más nos acercamos a nuestro prójimo, tanto más nos acercamos a Dios, que se hace presente en el hombre hasta identificarse con el más pequeño de ellos, como afirma Jesús mismo: `Lo que hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40).


Los dos símbolos propuestos parecen adecuados para inspirar hoy el camino de la espiritualidad de las comunidades religiosas, sobre todo por lo que se refiere a la profundización del proceso de realización de la comunión dentro de ellas. Pero tales símbolos se pueden referir también a la vida de comunión de las familias.


Y para dar relieve a su metáfora, Doroteo presenta un dicho del abad Zósimo que se pregunta: `¿Quién, si tiene una herida en la mano o en el pie o en otro miembro, siente repugnancia de sí mismo o corta sus propios miembros, aunque la herida se encuentre en estado de putrefacción? ¿O acaso no la limpia, la lava, se pone un emplasto, la venda, la unge con óleo santo, reza, invoca a los santos para que intercedan por él? En una palabra, no abandona, no rechaza el propio miembro, ni su hedor, sino que hace todo lo posible por curarlo y sanarlo!”.


¿No encontramos nosotros, tal vez, en estas palabras, un eco de la doctrina sobre la caridad de San Pablo? `Así –continúa Doroteo- debemos también nosotros compadecernos los unos de los otros, tener cuidado de nosotros mismos o directamente a través de otros más capaces, y excogitar y hacer todo lo posible para ayudarnos a nosotros mismos y ayudarnos los unos a los otros. Efectivamente somos miembros los unos de los otros, como dice el Apóstol (Rm 12,5). Si, pues, todos somos un solo cuerpo, y singularmente también miembros los unos de los otros, cuando un miembro sufre, sufren también junto con él los otros miembros (1 Cor 12,26)”.


Estas reflexiones, que interpretan bien los textos paulinos, proponiendo de forma plástica una doctrina tan estimada por los primeros cristianos, pueden muy adecuadamente aplicarse a la vida de la comunidad religiosa y a la vida de familia. Ellas expresan en forma propia y diversa el misterio de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que se funda en la caridad recíproca y de ella vive cada día: una caridad que se hace compasión mutua, ayuda recíproca, incluso cuando es sometida a la prueba en los momentos difíciles de la convivencia, como cuando uno de sus miembros manifiesta una enfermedad física o una debilidad moral.


Cuando este cuerpo doliente, que es cada comunidad religiosa, vive plenamente la caridad, entonces no reacciona con tonos airados o condenas, sino que hace prevalecer el sentido de la solidaridad misericordiosa que considera a los otros, aunque pecadores, como miembros suyos más delicados, y no rechaza el compartir su sufrimiento y su enfermedad. La vida de comunidad y la vida de familia, en efecto, no se fundan sobre la utopía de una comunión perfecta, sino sobre el realismo de una situación de pobreza y, a veces, hasta de escándalo.


Durante este año, proclamado por Juan Pablo II `Año del Rosario”, queremos confiar a María nuestras familias y nuestras comunidades religiosas, para que Ella las guarde en la unidad. Que la oración del Rosario, recitado estando juntos en familia y en comunidad, haga crecer su vida y su testimonio de comunión.


Pascual Chávez V.


Roma – 31 de diciembre de 2002

[1] Caminar desde Cristo. Un renovado compromiso de la vida consagrada en el tercer milenio. Instrucción de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Roma, 2002

[2] Caminar desde Cristo 28

[3] Osservatore Romano, 8 de septiembre de 2002, pág. 5

[4] Ibidem

[5] Familiaris Consortio 15

[6] Familiaris Consortio 18

[7] Familiaris Consortio 20

[8] Familiaris Consortio 21

[9] cf. Familiaris Consortio 21

[10] Iuvenum Patris 7

[11] Iuvenum Patris 12

[12] Jesús Castellano Cervera, `Mistica e ascesi della comunione”, en Religiosi in Italia, 329, marzo-abril 2002, pág. 67

[13] Vita Consecrata 51

[14] Novo Millennio Ineunte 43

[15] cf. Caminar desde Cristo 29

[16] Castellano, o.c., pág. 77-78

[17] La vida fraterna en comunidad, 32

[18] cf. ACG 363, pág. 36-41