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CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
INSTRUCCIÓN
DONUM VERITATIS
SOBRE LA VOCACIÓN ECLESIAL
DEL TEÓLOGO
INTRODUCCIÓN
1. La verdad que hace libres es un don de Jesucristo (cf. Jn 8, 32). La
búsqueda de la verdad es una exigencia de la naturaleza del hombre,
mientras que la ignorancia lo mantiene en una condición de esclavitud. En
efecto, el hombre no puede ser verdaderamente libre si no recibe una luz
sobre las cuestiones centrales de su existencia y en particular sobre aquella
de saber de dónde viene y a dónde va. El llega a ser libre cuando Dios se
le entrega como un Amigo, según la palabra del Señor: « Ya no os llamo
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; sino que os llamo
amigos, porque todo lo que he oído del Padre os lo he dado a conocer »
(Jn 15, 15). La liberación de la alienación del pecado y de la muerte se
realiza en el hombre cuando Cristo, que es la Verdad, se hace el « camino»
para él (cf. Jn 14, 6).
En la fe cristiana están intrínsecamente ligados el conocimiento y la vida,
la verdad y la existencia. La verdad ofrecida en la revelación de Dios
sobrepasa ciertamente las capacidades de conocimiento del hombre, pero
no se opone a la razón humana. Más bien la penetra, la eleva y reclama la
responsabilidad de cada uno (cf. 1 P 3, 15). Por esta razón desde el
comienzo de la iglesia la « norma de la doctrina » (Rm 6, 17) ha estado
vinculada, con el bautismo, al ingreso en el misterio de Cristo. El servicio
a la doctrina, que implica la búsqueda creyente de la comprensión de la fe
es decir, la teología, constituye por lo tanto una exigencia a la cual la
Iglesia no puede renunciar.
En todas las épocas la teología es importante para que la Iglesia pueda
responder al designio de Dios que quiere que: « todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad » (1 Tm 2, 4). En los
momentos de grandes cambios espirituales y culturales es todavía más
importante, pero está también expuesta a riesgos, porque debe esforzarse
en « permanecer » en la verdad (cf. Jn 8, 31) y tener en cuenta, al mismo
tiempo, los nuevos problemas que se presentan al espíritu humano. En
nuestro siglo, particularmente durante la preparación y realización del
Concilio Vaticano II , la teología ha contribuido mucho a una más
profunda « comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas »[1],
pero ha conocido también y conoce todavía momentos de crisis y de
tensión.

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La Congregación para la doctrina de la fe, por consiguiente, considera
oportuno dirigir a los obispos de la Iglesia católica, y a través de ellos a
los teólogos, la presente instrucción que se propone iluminar la misión de
la teología en la iglesia. Después de considerar la verdad como don de
Dios a su pueblo (I), describirá la función de los teólogos (II), se detendrá
en la misión particular de los pastores (III), y, finalmente, propondrá
algunas indicaciones acerca de la justa relación entre unos y otros (IV). De
esta manera quiere servir al progreso en el conocimiento de la verdad (cf.
Col 1, 10), que nos introduce en la libertad por la cual Cristo murió y
resucitó (cf. Ga 5, 1).
I
LA VERDAD, DON DE DIOS A SU PUEBLO
2. Movido por un amor sin medida, Dios ha querido acercarse al hombre
que busca su propia identidad y caminar con él (cf. Lc 24, 15). Lo ha
liberado de las insidias del « padre de la mentira » (cf. Jn 8, 44) y lo ha
introducido en su intimidad para que encuentre allí, sobreabundantemente,
su verdad plena y su verdadera libertad. Este designio de amor concebido
por el « Padre de la luz » (St 1, 17; cf. 1 P 2, 9; 1 Jn 1, 5), realizado por el
Hijo vencedor de la muerte (cf. Jn 8, 36), se actualiza incesantemente por
el Espíritu que conduce « hacia la ven dad plena » (Jn 16, 13).
3. La verdad posee en sí misma una fuerza unificante: libera a los hombres
del aislamiento y de las oposiciones en las que se encuentran encerrados
por la ignorancia de la verdad y, mientras abre el camino hacia Dios, une
los unos con los otros. Cristo destruyó el muro de separación que los había
hecho ajenos a la promesa de Dios y a la comunión de la Alianza (cf. Ef 2,
12-14). Envía al corazón de los creyentes su Espíritu, por medio del cual
todos nosotros somos en El « uno solo » (cf. Rm 5, 5; Ga 3, 28). Así
llegamos a ser, gracias al nuevo nacimiento y a la unción del Espíritu
Santo (cf. Jn 3, 5; 1 Jn 2, 20. 27), el nuevo y único Pueblo de Dios que,
con las diversas vocaciones y carismas, tiene la misión de conservar y
transmitir el don de la verdad. En efecto, la iglesia entera como « sal de la
tierra » y « luz del mundo » (cf. Mt 5, 13 s.), debe dar testimonio de la
verdad de Cristo que hace libres.
4. El pueblo de Dios responde a esta llamada « sobre todo por medio de
una vida de fe y de caridad y ofreciendo a Dios un sacrificio de
alabanza ». En relación más específica con la « vida de fe » el Concilio
Vaticano II precisa que « la totalidad de los fieles, que han recibido la
unción del Espíritu Santo (cf. 1 Jn 2, 20. 27), no puede equivocarse
cuando cree, y esta peculiar prerrogativa suya la manifiesta mediante el
sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando, ‘desde los obispos
hasta los últimos laicos’ presta su consentimiento universal en las cosas de
fe y costumbres »[2].
5. Para ejercer su función profética en el mundo, el pueblo de Dios debe
constantemente despertar o « reavivar » su vida de fe (cf. 2 Tm 1, 6), en
especial por medio de una reflexión cada vez más profunda, guiada por el

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Espíritu Santo, sobre el contenido de la fe misma y a través de un empeño
en demostrar su racionalidad a aquellos que le piden cuenta de ella (cf. 1 P
3 , 1 5). Para esta misión el Espíritu de la verdad concede, a fieles de todos
los órdenes, gracias especiales otorgadas « para común utilidad » (1 Co
12, 7-11).
II
LA VOCACIÓN DEL TEÓLOGO
6. Entre las vocaciones suscitadas de ese modo por el Espíritu en la iglesia
se distingue la del teólogo, que tiene la función especial de lograr, en
comunión con el Magisterio, una comprensión cada vez más profunda de
la Palabra de Dios contenida en la Escritura inspirada y transmitida por la
tradición viva de la iglesia.
Por su propia naturaleza la fe interpela la inteligencia, porque descubre al
hombre la verdad sobre su destino y el camino para alcanzarlo. Aunque la
verdad revelada supere nuestro modo de hablar y nuestros conceptos sean
imperfectos frente a su insondable grandeza (cf. Ef 3, 19), sin embargo
invita a nuestra razón — don de Dios otorgado para captar la verdad — a
entrar en su luz, capacitándola así para comprender en cierta medida lo
que ha creído. La ciencia teológica, que busca la inteligencia de la fe
respondiendo a la invitación de la voz de la verdad ayuda al pueblo de
Dios, según el mandamiento del Apóstol (cf. 1 P 3, 15), a dar cuenta de su
esperanza a aquellos que se lo piden.
7. El trabajo del teólogo responde de ese modo al dinamismo presente en
la fe misma: por su propia naturaleza la Verdad quiere comunicarse,
porque el hombre ha sido creado para percibir la verdad y desea en lo más
profundo de sí mismo conocerla para encontrarse en ella y descubrir allí
su salvación (cf. 1 Tm 2, 4). Por esta razón el Señor ha enviado a sus
apóstoles para que conviertan en « discípulos » todos los pueblos y les
prediquen (cf. Mt 28, 19 s.). La teología que indaga la « razón de la fe » y
la ofrece como respuesta a quienes la buscan, constituye parte integral de
la obediencia a este mandato, porque los hombres no pueden llegar a ser
discípulos si no se les presenta la verdad contenida en la palabra de la fe
(cf. Rm 10, 14 s.).
La teología contribuye, pues, a que la fe sea comunicable y a que la
inteligencia de los que no conocen todavía a Cristo la pueda buscar y
encontrar. La teología, que obedece así al impulso de la verdad que tiende
a comunicarse, al mismo tiempo nace también del amor y de su
dinamismo: en el acto de fe, el hombre conoce la bondad de Dios y
comienza a amarlo, y el amor desea conocer siempre mejor a aquel que
ama [3]. De este doble origen de la teología, enraizado en la vida interna
del pueblo de Dios y en su vocación misionera, deriva el modo con el cual
ha de ser elaborada para satisfacer las exigencias de su misma naturaleza.
8. Puesto que el objeto de la teología es la Verdad, el Dios vivo y su
designio de salvación revelado en Jesucristo, el teólogo está llamado a
intensificar su vida de fe y a unir siempre la investigación científica y la
oración[4]. Así estará más abierto al « sentido sobrenatural de la fe » del

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cual dependa y que se le manifestará como regla segura para guiar su
reflexión y medir la seriedad de sus conclusiones.
9. A lo largo de los siglos la teología se ha constituido progresivamente en
un verdadero y propio saber científico. Por consiguiente es necesario que
el teólogo esté atento a las exigencias epistemológicas de su disciplina, a
los requisitos de rigor crítico y, por lo tanto, al control racional de cada
una de las etapas de su investigación. Pero la exigencia crítica no puede
identificarse con el espíritu crítico que nace más bien de motivaciones de
carácter afectivo o de prejuicios. El teólogo debe discernir en sí mismo el
origen y las motivaciones de su actitud crítica y dejar que su mirada se
purifique por la fe. El quehacer teológico exige un esfuerzo espiritual de
rectitud y de santificación.
10. La verdad revelada aunque trasciende la razón humana, está en
profunda armonía con ella. Esto supone que la razón esté por su misma
naturaleza ordenada a la verdad de modo que, iluminada por la fe, pueda
penetrar el significado de la revelación. En contra de las afirmaciones de
muchas corrientes filosóficas, pero en conformidad con el recto modo de
pensar que encuentra confirmación en la Escritura se debe reconocer la
capacidad que posee la razón humana para alcanzar la verdad, como
también su capacidad metafísica de conocer a Dios a partir de lo
creado[5].
La tarea, propia de la teología, de comprender el sentido de la revelación
exige, por consiguiente, la utilización de conocimientos filosóficos que
proporcionen « un sólido y armónico conocimiento del hombre, del
mundo y de Dios »[6], y puedan ser asumidos en la reflexión sobre la
doctrina revelada. Las ciencias históricas igualmente son necesarias para
los estudios del teólogo, debido sobre todo al carácter histórico de la
revelación, que nos ha sido comunicada en una « historia de salvación ».
Finalmente se debe recurrir también a las « ciencias humanas », para
comprender mejor la verdad revelada sobre el hombre y sobre las normas
morales de su obrar, poniendo en relación con ella los resultados válidos
de estas ciencias.
En esta perspectiva corresponde a la tarea del teólogo asumir elementos de
la cultura de su ambiente que le permitan evidenciar uno u otro aspecto de
los misterios de la fe. Dicha tarea es ciertamente ardua y comporta riesgos,
pero en sí misma es legítima y debe ser impulsada.
Al respecto, es importante subrayar que la utilización por parte de la
teología de elementos e instrumentos conceptuales provenientes de la
filosofía o de otras disciplinas exige un discernimiento que tiene su
principio normativo último en la doctrina revelada. Es ésta la que debe
suministrar los criterios para el discernimiento de esos elementos e
instrumentos conceptuales, y no al contrario.
11. El teólogo, sin olvidar jamás que también es un miembro del pueblo de
Dios, debe respetarlo y comprometerse a darle una enseñanza que no
lesione en lo más mínimo la doctrina de la fe.

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La libertad propia de la investigación teológica se ejerce dentro de la fe de
la iglesia. Por tanto, la audacia que se impone a menudo a la conciencia
del teólogo no puede dar frutos y « edificar » si no está acompañada por la
paciencia de la maduración. Las nuevas propuestas presentadas por la
inteligencia de la fe « no son más que una oferta a toda la iglesia. Muchas
cosas deben ser corregidas y ampliadas en un diálogo fraterno hasta que
toda la Iglesia pueda aceptarlas. La teología, en el fondo, debe ser un
servicio muy desinteresado a la comunidad de los creyentes. Por ese
motivo, de su esencia forman parte la discusión imparcial y objetiva, el
diálogo fraterno, la apertura y la disposición de cambio de cara a las
propias opiniones »[7].
12. La libertad de investigación, a la cual tiende justamente la comunidad
de los hombres de ciencia como a uno de sus bienes más preciosos,
significa disponibilidad a acoger la verdad tal como se presenta al final de
la investigación, en la que no debe haber intervenido ningún elemento
extraño a las exigencias de un método que corresponda al objeto
estudiado.
En teología esta libertad de investigación se inscribe dentro de un saber
racional cuyo objeto ha sido dado por la revelación, transmitida e
interpretada en la iglesia bajo la autoridad del Magisterio y acogida por la
fe. Desatender estos datos, que tienen valor de principio, equivaldría a
dejar de hacer teología. A fin de precisar las modalidades de esta relación
con el Magisterio, conviene reflexionar ahora sobre el papel de este último
en la Iglesia.
III
EL MAGISTERIO DE LOS PASTORES
13. « Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para la
salvación de los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera
transmitiendo a todas las generaciones »[8]. El dio a su Iglesia, por el don
del Espíritu Santo, una participación de su propia infalibilidad[9]. El
pueblo de Dios gracias al « sentido sobrenatural de la fe », goza de esta
prerrogativa, bajo la guía del magisterio vivo de la Iglesia, que, por la
autoridad ejercida en el nombre de Cristo, es el solo intérprete auténtico
de la Palabra de Dios. escrita o transmitida[10].
14. Como sucesores de los Apóstoles, los pastores de la Iglesia « reciben
del Señor... la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el
Evangelio a toda criatura, a fin de que todos los hombres logren la
salvación... »[11]. Por eso. se confía a ellos el oficio de guardar, exponer y
difundir la Palabra de Dios, de la que son servidores[12].
La misión del Magisterio es la de afirmar, en coherencia con la naturaleza
« escatológica » propia del evento de Jesucristo, el carácter definitivo de
la Alianza instaurada por Dios en Cristo con su pueblo, protegiendo a este
último de las desviaciones y extravíos y garantizándole la posibilidad
objetiva de profesar sin errores la fe auténtica, en todo momento y en las

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diversas situaciones. De aquí se sigue que el significado y el valor del
Magisterio sólo son comprensibles en referencia a la verdad de la doctrina
cristiana y a la predicación de la Palabra verdadera. La función del
Magisterio no es algo extrínseco a la verdad cristiana ni algo sobrepuesto
a la fe; más bien, es algo que nace de la economía de la fe misma, por
cuanto el Magisterio. en su servicio a la palabra de Dios, es una institución
querida positivamente por Cristo como elemento constitutivo de la iglesia.
El servicio que el Magisterio presta a la verdad cristiana se realiza en
favor de todo el pueblo de Dios, llamado a ser introducido en la libertad
de la verdad que Dios ha revelado en Cristo.
15. Para poder cumplir plenamente el oficio que se les ha confiado de
enseñar el Evangelio y de interpretar auténticamente la revelación,
Jesucristo prometió a los pastores de la Iglesia la asistencia del Espíritu
Santo. El les dio en especial el carisma de la infalibilidad para aquello que
se refiere a las materias de fe y costumbres. El ejercicio de este carisma
reviste diversas modalidades. Se ejerce, en particular, cuando los obispos,
en unión con su cabeza visible, en acto colegial, como sucede en los
concilios ecuménicos, proclaman una doctrina, o cuando el Romano
Pontífice, ejerciendo su función de Pastor y Doctor supremo de todos los
cristianos, proclama una doctrina «ex cathedra»[13].
16. El oficio de conservar santamente y de exponer con fidelidad el
depósito de la revelación divina implica, por su misma naturaleza, que el
Magisterio pueda proponer « de modo definitivo »[14] enunciados que,
aunque no estén contenidos en las verdades de fe, se encuentran sin
embargo íntimamente ligados a ellas, de tal manera que el carácter
definitivo de esas afirmaciones deriva, en último análisis, de la misma
Revelación[15].
Lo concerniente a la moral puede ser objeto del magisterio auténtico,
porque el Evangelio, que es palabra de vida, inspira y dirige todo el campo
del obrar humano. El Magisterio, pues, tiene el oficio de discernir, por
medio de juicios normativos para la conciencia de los fieles, los actos que
en sí mismos son conformes a las exigencias de la fe y promueven su
expresión en la vida, como también aquellos que, por el contrario, por su
malicia son incompatibles con estas exigencias. Debido al lazo que existe
entre el orden de la creación y el orden de la redención, y debido a la
necesidad de conocer y observar toda la ley moral para la salvación, la
competencia del Magisterio se extiende también a lo que se refiere a la ley
natural[16].
Por otra parte, la Revelación contiene enseñanzas morales que de por sí
podrían ser conocidas por la razón natural, pero cuyo acceso se hace
difícil por la condición del hombre pecador. Es doctrina de fe que estas
normas morales pueden ser enseñadas infaliblemente por el
Magisterio[17].
17. Se da también la asistencia divina a los sucesores de los Apóstoles,
que enseñan en comunión con el sucesor de Pedro, y, en particular, al
Romano Pontífice, Pastor de toda la iglesia cuando. sin llegar a una
definición infalible y sin pronunciarse en « modo definitivo », en el

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ejercicio del magisterio ordinario proponen una enseñanza que conduce a
una mejor comprensión de la Revelación en materia de fe y costumbres, y
ofrecen directivas morales derivadas de esta enseñanza.
Hay que tener en cuenta, pues, el carácter propio de cada una de las
intervenciones del Magisterio y la medida en que se encuentra implicada
su autoridad; pero también el hecho de que todas ellas derivan de la
misma fuente, es decir, de Cristo que quiere que su pueblo camine en la
verdad plena. Por este mismo motivo las decisiones magisteriales en
materia de disciplina, aunque no estén garantizadas por el carisma de la
infalibilidad, no están desprovistas de la asistencia divina y requieren la
adhesión de los fieles.
18. El Romano Pontífice cumple su misión universal con la ayuda de los
organismos de la Curia Romana, y en particular de la Congregación para
la doctrina de la fe por lo que respecta a la doctrina acerca de la fe y de la
moral. De donde se sigue que los documentos de esta Congregación,
aprobados expresamente por el Papa, participan del magisterio ordinario
del sucesor de Pedro[18].
19. En las Iglesias particulares corresponde al obispo custodiar e
interpretar la Palabra de Dios y juzgar con autoridad lo que le es conforme
o no. La enseñanza de cada obispo, tomada individualmente, se ejercita en
comunión con la del Pontífice Romano Pastor de la iglesia universal y con
los otros obispos dispersos por el mundo o reunidos en Concilio
ecuménico. Esta comunión es condición de su autenticidad.
El obispo, miembro del colegio episcopal por su ordenación sacramental y
por la comunión jerárquica, representa a su Iglesia, así como todos los
obispos en unión con el Papa representan a la Iglesia universal en el
vínculo de la paz, del amor, de la unidad y de la verdad. Al confluir en la
unidad, las Iglesia locales, con su propio patrimonio, manifiestan la
catolicidad de la iglesia. Por su parte, las Conferencias Episcopales
contribuyen a la realización concreta del espíritu (« affectus »)
colegial[19].
20. La tarea pastoral del Magisterio. que tiene la finalidad de vigilar para
que el pueblo de Dios permanezca en la verdad que hace libres, es una
realidad compleja y diversificada. El teólogo, que está también
comprometido en el servicio de la verdad, para mantenerse fiel a su oficio,
deberá tener en cuenta la misión propia del Magisterio y colaborar con él.
¿Cómo se puede entender esta colaboración? ¿Cómo se realiza
concretamente y qué obstáculos puede encontrar? Es lo que ahora hay que
examinar más de cerca.
IV
MAGISTERIO Y TEOLOGÍA
A. Las relaciones de colaboración

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21. El Magisterio vivo de la Iglesia y la teología, aun con funciones
diversas, tienen en definitiva el mismo fin: conservar al pueblo de Dios en
la verdad que hace libres y hacer de él la « luz de las naciones ». Este
servicio a la comunidad eclesial pone en relación recíproca al teólogo con
el Magisterio. Este último enseña auténticamente la doctrina de los
Apóstoles y sacando provecho del trabajo teológico rechaza las objeciones
y las deformaciones de la fe, proponiendo además con la autoridad
recibida de Jesucristo nuevas profundizaciones, explicaciones y
aplicaciones de la doctrina revelada. La teología, en cambio, adquiere, de
modo reflejo, una comprensión siempre mas profunda de la Palabra de
Dios, contenida en la Escritura y transmitida fielmente por la tradición
viva de la Iglesia bajo la guía del Magisterio, se esfuerza por aclarar esta
enseñanza de 1a Revelación frente a las instancias de la razón y, en fin, le
da una forma orgánica y sistemática[20].
22. La colaboración entre el teólogo y el Magisterio se realiza
especialmente cuando aquel recibe la misión canónica o el mandato de
enseñar. Esa se convierte entonces, en cierto sentido, en una participación
de la labor del Magisterio al cual está ligada por un vínculo jurídico. Las
reglas deontológicas que de por sí y con evidencia derivan del servicio a la
palabra de Dios son corroboradas por el compromiso adquirido por el
teólogo al aceptar su oficio y al hacer la profesión de fe y el juramento de
fidelidad[21].
A partir de ese momento tiene oficialmente la responsabilidad de presentar
y explicar con toda exactitud e integralmente, la doctrina de la fe.
23. Cuando el Magisterio de la Iglesia se pronuncia de modo infalible
declarando solemnemente que una doctrina está contenida en la
Revelación, la adhesión que se pide es la de la fe teologal. Esta adhesión
se extiende a la enseñanza del magisterio ordinario y universal cuando
propone para creer una doctrina de fe como de revelación divina.
Cuando propone « de modo definitivo » unas verdades referentes a la fe y
a las costumbres, que, aun no siendo de revelación divina, sin embargo
están estrecha e íntimamente ligadas con la Revelación, deben ser
firmemente aceptadas y mantenidas[22].
Cuando el Magisterio aunque sin la intención de establecer un acto
« definitivo », enseña una doctrina para ayudar a una comprensión más
profunda de la Revelación y de lo que explícita su contenido, o bien para
llamar la atención sobre la conformidad de una doctrina con las verdades
de fe, o en fin para prevenir contra concepciones incompatibles con esas
verdades, se exige un religioso asentimiento de la voluntad y de la
inteligencia[23]. Este último no puede ser puramente exterior y
disciplinar, sino que debe colocarse en la lógica y bajo el impulso de la
obediencia de la fe.
24. En fin, con el objeto de servir del mejor modo posible al pueblo de
Dios, particularmente al prevenirlo en relación con opiniones peligrosas
que pueden llevar al error, el Magisterio puede intervenir sobre asuntos
discutibles en los que se encuentran implicados, junto con principios

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seguros, elementos conjeturales y contingentes. A menudo sólo después de
un cierto tiempo es posible hacer una distinción entre lo necesario y lo
contingente.
La voluntad de asentimiento leal a esta enseñanza del Magisterio en
materia de por si no irreformable debe constituir la norma. Sin embargo
puede suceder que el teólogo se haga preguntas referentes, según los
casos, a la oportunidad, a la forma o incluso al contenido de una
intervención. Esto lo impulsará sobre todo a verificar cuidadosamente cuál
es la autoridad de estas intervenciones, tal como resulta de la naturaleza de
los documentos, de la insistencia al proponer una doctrina y del modo
mismo de expresarse[24].
En este ámbito de las intervenciones de orden prudencial, ha podido
suceder que algunos documentos magisteriales no estuvieran exentos de
carencias. Los pastores no siempre han percibido de inmediato todos los
aspectos o toda la complejidad de un problema. Pero sería algo contrario a
la verdad si, a partir de algunos determinados casos, se concluyera que el
Magisterio de la Iglesia se puede engañar habitualmente en sus juicios
prudenciales, o no goza de la asistencia divina en el ejercicio integral de
su misión. En realidad el teólogo, que no puede ejercer bien su tarea sin
una cierta competencia histórica, es consciente de la decantación que se
realiza con el tiempo. Esto no debe entenderse en el sentido de una
relativización de los enunciados de la fe. El sabe que algunos juicios del
Magisterio podían ser justificados en el momento en el que fueron
pronunciados, porque las afirmaciones hechas contenían aserciones
verdaderas profundamente enlazadas con otras que no eran seguras.
Solamente el tiempo ha permitido hacer un discernimiento y, después de
serios estudios, lograr un verdadero progreso doctrinal.
25. Aun cuando la colaboración se desarrolle en las mejores condiciones,
no se excluye que entre el teólogo y el Magisterio surjan algunas
tensiones. El significado que se confiere a estas últimas y el espíritu con el
que se las afronta no son realidades sin importancia: si las tensiones no
brotan de un sentimiento de hostilidad y de oposición, pueden representar
un factor de dinamismo y un estímulo que incita al Magisterio y a los
teólogos a cumplir sus respectivas funciones practicando el diálogo.
26. En el diálogo debe prevalecer una doble regla: cuando se pone en tela
de juicio la comunión de la fe vale el principio de la « unitas veritatis »;
cuando persisten divergencias que no la ponen en tela de juicio, debe
salvaguardarse la « unitas caritatis ».
27. Aunque la doctrina de la fe no esté en tela de juicio, el teólogo no debe
presentar sus opiniones o sus hipótesis divergentes como si se tratara de
conclusiones indiscutibles. Esta discreción está exigida por el respeto a la
verdad, como también por el respeto al pueblo de Dios (cf. Rm 14, 1-15; 1
Co 8, 10. 23-33). Por esos mismos motivos ha de renunciar a una
intempestiva expresión pública de ellas.
28. Lo anterior tiene una aplicación particular en el caso del teólogo que
encontrara serias dificultades, por razones que le parecen fundadas, a

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acoger una enseñanza magisterial no irreformable.
Un desacuerdo de este género no podría ser justificado si se fundara
exclusivamente sobre el hecho de que no es evidente la validez de la
enseñanza que se ha dado, o sobre la opinión de que la posición contraria
es más probable. De igual manera no sería suficiente el juicio de la
conciencia subjetiva del teólogo, porque ésta no constituye una instancia
autónoma y exclusiva para juzgar la verdad de una doctrina.
29. En todo caso no podrá faltar una actitud fundamental de disponibilidad
a acoger lealmente la enseñanza del Magisterio, que se impone a todo
creyente en nombre de la obediencia de fe. El teólogo deberá esforzarse
por consiguiente a comprender esta enseñanza en su contenido, en sus
razones y en sus motivos. A esta tarea deberá consagrar una reflexión
profunda y paciente, dispuesto a revisar sus propias opiniones y a
examinar las objeciones que le hicieran sus colegas.
30. Si las dificultades persisten no obstante un esfuerzo leal, constituye un
deber del teólogo hacer conocer a las autoridades magisteriales los
problemas que suscitan la enseñanza en sí misma las justificaciones que se
proponen sobre ella o también el modo como ha sido presentada. Lo hará
con espíritu evangélico, con el profundo deseo de resolver las dificultades.
Sus objeciones podrán entonces contribuir a un verdadero progreso,
estimulando al Magisterio a proponer la enseñanza de la Iglesia de modo
más profundo y mejor argumentado.
En estos casos el teólogo evitará recurrir a los medios de comunicación en
lugar de dirigirse a la autoridad responsable, porque no es ejerciendo una
presión sobre la opinión pública como se contribuye a la clarificación de
los problemas doctrinales y se sirve a la verdad.
31. Puede suceder que, al final de un examen serio y realizado con el
deseo de escuchar sin reticencias la enseñanza del Magisterio, permanezca
la dificultad, porque los argumentos en sentido opuesto le parecen
prevalentes al teólogo. Frente a una afirmación sobre la cual siente que no
puede dar su adhesión intelectual, su deber consiste en permanecer
dispuesto a examinar más profundamente el problema.
Para un espíritu leal y animado por el amor a la Iglesia, dicha situación
ciertamente representa una prueba difícil. Puede ser una invitación a sufrir
en el silencio y la oración, con la certeza de que si la verdad está
verdaderamente en peligro, terminará necesariamente imponiéndose.
B. El problema del disenso
32. En diversas ocasiones el Magisterio ha llamado la atención sobre los
graves inconvenientes que acarrean a la comunión de la Iglesia aquellas
actitudes de oposición sistemática, que llegan incluso a constituirse en
grupos organizados[25]. En la exhortación apostólica Paterna cum
benevolentia, Pablo VI ha presentado un diagnóstico que conserva toda su
actualidad. Ahora se quiere hablar en particular de aquella actitud pública
de oposición al Magisterio de la Iglesia, llamada también « disenso », que

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2.1 Page 11

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es necesario distinguir de la situación de dificultad personal, de la que se
ha tratado más arriba. El fenómeno del disenso puede tener diversas
formas y sus causas remotas o próximas son múltiples.
Entre los factores que directa o indirectamente pueden ejercer su influjo
hay que tener en cuenta la ideología del liberalismo filosófico que
impregna la mentalidad de nuestra época. De allí proviene la tendencia a
considerar que un juicio es mucho más auténtico si procede del individuo
que se apoya en sus propias fuerzas. De esta manera se opone la libertad
de pensamiento a la autoridad de la tradición, considerada fuente de
esclavitud. Una doctrina transmitida y generalmente acogida viene desde
el primer momento marcada por la sospecha y su valor de verdad puesto
en discusión. En definitiva, la libertad de juicio así entendida importa más
que la verdad misma. Se trata entonces de algo muy diferente a la
exigencia legítima de libertad en el sentido de ausencia d. coacción, como
condición requerida para la búsqueda leal de la verdad. En virtud de esta
exigencia la iglesia ha sostenido siempre que « nadie puede ser forzado a
abrazar la fe en contra de su voluntad »[26].
También ejercen su influjo el peso de una opinión pública artificialmente
orientada y sus conformismos. A menudo los modelos sociales difundidos
por los medios de comunicación tienden a asumir un valor normativo, se
difunde en particular la convicción de que la iglesia no debería
pronunciarse sino sobre los problemas que la opinión pública considera
importantes y en el sentido que conviene a ésta. El Magisterio, por
ejemplo, podría intervenir en los asuntos económicos y sociales, pero
debería dejar al juicio individual aquellos que se refieren a la moral
conyugal y familiar.
En fin, también la pluralidad de las culturas y de las lenguas, que en sí
misma constituye una riqueza, puede indirectamente llevar a
malentendidos, motivo de sucesivos desacuerdos.
En este contexto se requiere un discernimiento crítico bien ponderado y un
verdadero dominio de los problemas por parte del teólogo, si quiere
cumplir su misión eclesial y no perder, al conformarse con el mundo
presente (cf. Rm 12, 2. Ef 4, 23), la independencia de juicio propia de los
discípulos de Cristo.
33. El disenso puede tener diversos aspectos. En su forma más radical
pretende el cambio de la iglesia según un modelo de protesta inspirado en
lo que se hace en la sociedad política. Cada vez con más frecuencia se
cree que el teólogo sólo estaría obligado a adherirse a la enseñanza
infalible del Magisterio, mientras que, en cambio, las doctrinas propuestas
sin la intervención del carisma de la infalibilidad no tendrían carácter
obligatorio alguno, dejando al individuo en plena libertad de adherirse o
no, adoptando así la perspectiva de una especie de positivismo teológico.
El teólogo, por lo tanto, tendría libertad para poner en duda o para
rechazar la enseñanza no infalible del Magisterio, especialmente en lo que
se refiere a las normas particulares. Más aún, con esta oposición critica
contribuiría al progreso de la doctrina.

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34. La justificación del disenso se apoya generalmente en diversos
argumentos, dos de los cuales tienen un carácter más fundamental. El
primero es de orden hermenéutico: los documentos del Magisterio no
serian sino el reflejo de una teología opinable. El segundo recurre al
pluralismo teológico, llevado a veces hasta un relativismo que pone en
peligro la integridad de la fe: las intervenciones magisteriales tendrían su
origen en una teología entre muchas otras, mientras que ninguna teología
particular puede pretender imponerse universalmente. Surge así una
especie de « magisterio paralelo » de los teólogos, en oposición y
rivalidad con el magisterio auténtico[27].
Una de las tareas del teólogo es cierta. mente la de interpretar
correctamente los textos del Magisterio, y para ello dispone de reglas
hermenéuticas, entre las que figura el principio según el cual la enseñanza
del Magisterio — gracias a la asistencia divina — vale más que la
argumentación de la que se sirve, en ocasiones deducida de una teología
particular. En cuanto al pluralismo teológico, éste es legítimo únicamente
en la medida en que se salvaguarde la unidad de la fe en su significado
objetivo[28]. Los diversos niveles constituidos por la unidad de la fe, la
unidad-pluralidad de las expresiones de fe y la pluralidad de las teologías
están en realidad esencialmente ligados entre si. La razón última de la
pluralidad radica en el insondable misterio de Cristo que trasciende toda
sistematización objetiva. Esto no quiere decir que se puedan aceptar
conclusiones que le sean contrarias; ni tampoco que se pueda poner en tela
de juicio la verdad de las afirmaciones por medio de las cuales el
Magisterio se ha pronunciado[29]. En cuanto al «magisterio paralelo», al
oponerse al de los pastores, puede causar grandes males espirituales. En
efecto, cuando el disenso logra extender su influjo hasta inspirar una
opinión común, tiende a constituirse en regla de acción, lo cual no deja de
perturbar gravemente al pueblo de Dios y conducir a un menosprecio de la
verdadera autoridad[30].
35. El disenso apela a veces a una argumentación sociológica, según la
cual la opinión de un gran número de cristianos constituiría una expresión
directa y adecuada del «sentido sobrenatural de la fe».
En realidad las opiniones de los fieles no pueden pura y simplemente
identificarse con el «sensus fidei»[31]. Este último es una propiedad de la
fe teologal que, consistiendo en un don de Dios que hace adherirse
personalmente a la Verdad, no puede engañarse. Esta fe personal es
también fe de la iglesia, puesto que Dios ha confiado a la Iglesia la
vigilancia de la Palabra y, por consiguiente, lo que el fiel cree es lo que
cree la iglesia. Por su misma naturaleza, el «sensus fidei» implica, por lo
tanto, el acuerdo profundo del espíritu y del corazón con la iglesia, el
«sentire cum Ecclesia».
Si la fe teologal en cuanto tal no puede engañarse, el creyente en cambio
puede tener opiniones erróneas, porque no todos sus pensamientos
proceden de la fe[32]. No todas las ideas que circulan en el pueblo de Dios
son coherentes con la fe, puesto que pueden sufrir fácilmente el influjo de
una opinión pública manipulada por modernos medios de comunicación.
No sin razón el Concilio Vaticano II subrayó la relación indisoluble entre

2.3 Page 13

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el «sensus fidei» y la conducción del pueblo de Dios por parte del
magisterio de los pastores: ninguna de las dos realidades puede separarse
de la otra[33]. Las intervenciones del Magisterío sirven para garantizar la
unidad de la iglesia en la verdad del Señor. Ayudan a « permanecer en la
verdad » frente al carácter arbitrario de las opiniones cambiantes y
constituyen la expresión de la obediencia a la palabra de Dios[34]. Aunque
pueda parecer que limitan la libertad de los teólogos, ellas instauran, por
medio de la fidelidad a la fe que ha sido transmitida, una libertad más
profunda que sólo puede llegar por la unidad en la verdad.
36. La libertad del acto de fe no justifica el derecho al disenso. Ella, en
realidad, de ningún modo significa libertad en relación con la verdad, sino
la libre autodeterminación de la persona en conformidad con su obligación
moral de acoger la verdad. El acto de fe es un acto voluntario, ya que el
hombre, redimido por Cristo salvador y llamado por El mismo a la
adopción filial (cf. Rm 8, 15; Ga 4, 5; Ef l, 5; Jn 1, 12), no puede adherirse
a Dios, a menos que, atraído por el Padre (Jn 6, 44), rinda a Dios el
homenaje racional de su fe (Rm 12, 1). Como lo ha recordado la
declaración Dignitatis humanae[35], ninguna autoridad humana tiene el
derecho de intervenir, por coacción o por presiones, en esta opción que
sobrepasa los límites de su competencia. El respeto al derecho de libertad
religiosa constituye el fundamento del respeto al conjunto de los derechos
humanos.
Por consiguiente, no se puede apelar a los derechos humanos para
oponerse a las intervenciones del Magisterio. Un comportamiento
semejante desconoce la naturaleza y la misión de la Iglesia, que ha
recibido de su Señor la tarea de anunciar a todos los hombres la verdad de
la salvación y la realiza caminando sobre las huellas de Cristo, consciente
de que « la verdad no se impone de otra manera sino por la fuerza de la
verdad misma, que penetra suave y fuertemente en las almas »[36].
37. En virtud del mandato divino que le ha sido dado en la Iglesia, el
Magisterio tiene como misión proponer la enseñanza del Evangelio,
vigilar su integridad y proteger así la fe del pueblo de Dios. Para llevar a
cabo dicho mandato a veces se ve obligado a tomar medidas onerosas; por
ejemplo cuando retira a un teólogo, que se separa de la doctrina de la fe, la
misión canónica o el mandato de enseñar que le habla confiado, o bien
cuando declara que algunos escritos no están de acuerdo con esa doctrina.
Obrando de esa manera quiere ser fiel a su misión porque defiende el
derecho del pueblo de Dios a recibir el mensaje de la Iglesia en su pureza
e integridad y, por consiguiente, a no ser desconcertado por una opinión
particular peligrosa.
En esas ocasiones, al final de un serio examen realizado de acuerdo con
los procedimientos establecidos y después de que el interesado haya
podido disipar los posibles malentendidos acerca de su pensamiento, el
juicio que expresa el Magisterio no recae sobre la persona misma del
teólogo, sino sobre sus posiciones intelectuales expresadas públicamente.
Aunque esos procedimientos puedan ser perfeccionados, no significa que
estén en contra de la justicia o del derecho. Hablar en este caso de
violación de los derechos humanos es algo fuera de lugar, porque se

2.4 Page 14

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desconocería la exacta jerarquía de estos derechos, como también la
naturaleza misma de la comunidad eclesial y de su bien común. Por lo
demás, el teólogo, que no se encuentra en sintonía con el «sentire cum
Ecclesia», se coloca en contradicción con el compromiso que libre y
conscientemente ha asumido de enseñar en nombre de la Iglesia[37].
38. Por último, el recurso al argumento del deber de seguir la propia
conciencia no puede legitimar el disenso. Ante todo porque ese deber se
ejerce cuando la conciencia ilumina el juicio práctico en vista de la toma
de una decisión, mientras que aquí se trata de la verdad de un enunciado
doctrinal. Además, porque si el teólogo, como todo fiel debe seguir su
propia conciencia, está obligado también a formarla. La conciencia no
constituye una facultad independiente e infalible, es un acto de juicio
moral que se refiere a una opción responsable. La conciencia recta es una
conciencia debidamente iluminada por la fe y por la ley moral objetiva, y
supone igualmente la rectitud de la voluntad en el seguimiento del
verdadero bien.
La recta conciencia del teólogo católico supone consecuentemente la fe en
la Palabra de Dios cuyas riquezas debe penetrar, pero también el amor a la
Iglesia de la que ha recibido su misión y el respeto al Magisterio asistido
por Dios. Oponer un magisterio supremo de la conciencia al magisterio de
la iglesia constituye la admisión del principio del libre examen,
incompatible con la economía de la Revelación y de su transmisión en la
iglesia, como también con una concepción correcta de la teología y de la
misión del teólogo. Los enunciados de fe constituyen una herencia
eclesial, y no el resultado de una investigación puramente individual y de
una libre crítica de la Palabra de Dios. Separarse de los pastores que velan
por mantener viva la tradición apostólica, es comprometer
irreparablemente el nexo mismo con Cristo[38].
39. La iglesia, que tiene su origen en la unidad del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo[39], es un misterio de comunión, organizada de acuerdo
con la voluntad de su fundador en torno a una jerarquía que ha sido
establecida para el servicio del Evangelio y del pueblo de Dios que lo
vive. A imagen de los miembros de la primera comunidad, todos los
bautizados, con los carismas que les son propios, deben tender con sincero
corazón hacia una armoniosa unidad de doctrina, de vida y de culto (cf.
Hch 2, 42). Esta es una regla que procede del ser mismo de la iglesia. Por
tanto, no se puede aplicar pura y simplemente a esta última los criterios de
conducta que tienen su razón de ser en la sociedad civil o en las reglas de
funcionamiento de una democracia. Menos aún tratándose de las
relaciones dentro de la iglesia, se puede inspirar en la mentalidad del
medio ambiente (cf. Rm 12, 2). Preguntar a la opinión pública mayoritaria
lo que conviene pensar o hacer, recurrir a ejercer presiones de la opinión
pública contra el Magisterio, aducen como pretexto un «consenso» de los
teólogos, sostener que el teólogo es el portavoz profético de una « base » o
comunidad autónoma que sería por lo tanto la única fuente de la verdad,
todo ello denota una grave pérdida del sentido de la verdad y del sentido
de iglesia.
40. La Iglesia es « como un sacramento o señal e instrumento de la íntima

2.5 Page 15

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unión con Dios y de la unidad de todo el género humano »[40]. Por
consiguiente, buscar la concordia y la comunión significa aumentar la
fuerza de su testimonio y credibilidad; ceder, en cambio, a la tentación del
disenso es dejar que se desarrollen « fermentos de infidelidad al Espíritu
Santo »[41].
Aunque la teología y el Magisterio son de naturaleza diversa y tienen
diferentes misiones que no pueden confundirse, se trata sin embargo de
dos funciones vitales en la iglesia, que deben compenetrarse y
enriquecerse recíprocamente para el servicio del pueblo de Dios.
En virtud de la autoridad que han recibido de Cristo mismo, corresponde a
los pastores custodiar esta unidad e impedir que las tensiones que surgen
de la vida degeneren en divisiones. Su autoridad, trascendiendo las
posiciones particulares y las oposiciones, debe unificarlas en la integridad
del Evangelio, que es «la palabra de la reconciliación» (cf. 2 Co 5, 1 8-
20).
En cuanto a los teólogos, en virtud del propio carisma, también les
corresponde participar en la edificación del Cuerpo de Cristo en la unidad
y en la verdad y su colaboración es más necesaria que nunca para una
evangelización a escala mundial, que requiere los esfuerzos de todo el
pueblo de Dios[42]. Si ocurriera que encuentran dificultades por el
carácter de su investigación, deben buscar la solución a través de un
diálogo franco con los pastores, en el espíritu de verdad y de caridad
propio de la comunión de la iglesia.
41. Unos y otros siempre deben tener presente que Cristo es la Palabra
definitiva del Padre (cf. Hb 1, 2) en quien, como observa san Juan de la
Cruz, « Dios nos ha dicho todo junto y de una sola vez »[43] y que, como
tal, es la Verdad que hace libres (cf. Jn 8, 36; 14, 6). Los actos de adhesión
y de asentimiento a la Palabra confiada a la iglesia bajo la guía del
Magisterio se refieren en definitiva a El e introducen en el campo de la
verdadera libertad.
Conclusión
42. La Virgen María, Madre e imagen perfecta de la Iglesia, desde los
comienzos del Nuevo Testamento ha sido proclamada bienaventurada,
debido a su adhesión de fe inmediata y sin vacilaciones a la palabra de
Dios (cf. Lc l, 38. 45), que conservaba y meditaba permanentemente en su
corazón (cf. Lc 2, 19. 51). Ella se ha convertido así en modelo y apoyo
para todo el pueblo de Dios confiado a su cuidado maternal. Le muestra el
camino de la acogida y del servicio a la Palabra y, al mismo tiempo, el fin
último que jamás debe perderse de vista: el anuncio a todos los hombres y
la realización de la salvación traída al mundo por su Hijo Jesucristo.
Al concluir esta instrucción, la Congregación para la doctrina de la fe
invita encarecidamente a los obispos a mantener y desarrollar relaciones
de confianza con los teólogos, compartiendo un espíritu de acogida y de

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servicio a la Palabra y en comunión de caridad, en cuyo contexto se
podrán superar más fácilmente algunos obstáculos inherentes a la
condición humana en la tierra. De este modo todos podrán estar cada vez
más al servicio de la Palabra y al servicio del pueblo de Dios, para que
este último, perseverando en la doctrina de la verdad y de la libertad
escuchada desde el principio, permanezca también en el Hijo y en el Padre
y obtenga la vida eterna, realización de la Promesa (cf. 1 Jn 2, 24-25).
El Sumo Pontífice Juan Pablo II durante la audiencia concedida al
infrascripto Prefecto, ha aprobado esta Instrucción, acordada en reunión
ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado su publicación.
Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 24 de
marzo de 1990, solemnidad de la Ascensión del Señor.
Joseph Card. Ratzinger
Prefecto
+ Alberto Bovone
Arzobispo titular de Cesarea de Numidia
Secretario
Notas
[1] Constit. dogm. Dei Verbum, n. 8.
[2] Constit. dogm. Lumen gentium, n. 12.
[3] Cf. San Buenaventura, Prooem. in I Sent., q. 2 ad 6: «quando fides non
assentit propter rationem, sed propter amorem eius cui assentit, desiderat
habere rationes».
[4] Cf. Juan Pablo II, Discurso con ocasión de la entrega del « premio
internacional Pablo VI » al profesor Hans Urs von Balthasar, 23 de junio
de 1984: L’Osservatore Romano, edición española, 22 de julio de 1984,
pág. 1.
[5] Concilio Vaticano I, Constitución dogmática De fide catholica, De
revelatione, can. 1: DS 3026.
[6] Decreto Optatam totius, n. 15.

2.7 Page 17

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[7] Juan Pablo II, Discurso a los teólogos en Altötting, 18 de noviembre
de 1980: AAS 73 (1981) 104: L’Osservatore Romano, edición española, 30
de noviembre de 1980, pág. 10; cf. también Pablo VI, Discurso a los
miembros de la Comisión teológica internacional, 11 de octubre de 1972:
AAS 64 (1972) 682-683. L’Osservatore Romano, edición española, 29 de
octubre de 1972, pág. 9; Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la
Comisión teológica internacional, 26 de octubre de 1979: AAS 71 (1979)
1428-1433: L’Osservatore Romano, edición española, 23 de diciembre de
1979, pág. 7.
[8] Constit. dogm. Dei Verbum, n. 7.
[9] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Mysterium
Ecclesiae, n. 2: AAS 65 (1973) 398 s.: L’Osservatore Romano, edición
española, 15 de julio de 1973, pág. 9.
[10] Cf. Constit. dogm. Dei Verbum, n. 10.
[11] Constit. dogm. Lumen gentium, n. 24.
[12] Cf. Constit. dogm. Dei Verbum, n. 10.
[13] Cf. Constit. dogm. Lumen gentium, n. 25; Congregación para la
Doctrina de la Fe, Declaración Mysterium Ecclesiae, n. 3: AAS 65 (1973)
400 s.: L’Osservatore Romano, edición española, 15 de julio de 1973, pág.
9 s.
[14] Cf. Professio Fidei et Iusiurandam fidelitatis: AAS 81 (1989) 104 s.:
L’Osservatore Romano, edición española, 5 de mayo de 1989, pág. 5:
«omnia et singula quae circa doctrinam de fide vel moribus ab eadem
definitive proponuntur ».
[15] Cf. Constit. dogm. Lumen gentium, n. 25; Congregación para la
Doctrina de la Fe, Declaración Mysterium Ecclesiae, núms. 3-5: AAS 65
(1973) 400-404: L’Osservatore Romano, edición española, 15 de julio de
1973, pág. 9 s.; Professio fidei et Iusiurandum fidelitatis: AAS 81 (1989)
104 s.: L’Osservatore Romano, edición española, 5 de mayo de 1989, pág.
5.
[16] Cf. Pablo VI, Encicl. Humanae vitae, n. 4: AAS 60 (1968) 483.
[17] Cf. Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Dei Filius, cap. 2:
DS 3005.
[18] Cf. C.I.C., cc. 360-361; Pablo VI, Constit. apost. Regimini Ecclesiae
universae, 15 de agosto de 1967, núms. 29-40: AAS 59 (1967) 897-899;
Juan Pablo II. Constit. apost. Pastor bonus, 28 de junio de 1988. arts. 48-
55: AAS 80 (1988) 873-874: L’Osservatore Romano, edición española. 29
de enero de 1989, págs. 9 ss.
[19] Cf. Constit. dogm. Lumen gentium, nums. 22-23. Como es sabido, a
continuación de la segunda asamblea general extraordinaria del Sínodo de

2.8 Page 18

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los obispos, el Santo Padre encargó a la Congregación para los obispos
profundizar el «Estatuto teológico-jurídico de las Conferencias
Episcopales».
[20] Cf. Pablo VI, Discurso a los participantes al Congreso internacional
sobre la Teología del Concilio Vaticano II, 1 de octubre de 1966: AAS 58
(1966) 892 s.
[21] Cf. C.I.C., c. 833; Professio fidei et Iusiurandum fidelitatis: AAS 81
(1989) 104 s.: L’Osservatore Romano, edición española, 5 de mayo de
1989, pág. 5.
[22] El texto de la nueva Profesión de fe (cf. nota 15) precisa la adhesión a
estas enseñanzas en los siguientes términos: « Firmiter etiam amplector et
retineo... ».
[23] Cf. Constit. dogm. Lumen gentium, n. 25; C.I.C., c. 752.
[24] Cf. Constit. dogm. Lumen gentium, n. 25 par. 1.
[25] Pablo VI, Exhort. apost. Paterna cum benevolentia, 8 de diciembre de
1974: AAS 67 (1975) 5-23: L’Osservatore Romano, edición española, 22
de diciembre de 1974, págs. 1-4. Véase también Congregación para la
Doctrina de la Fe, Declaración Mysterium Ecclesiae: AAS 65 (1973) 396-
408: L’Osservatore Romano, edición española, 15 de julio de 1973, págs.
9-11.
[26] Cf. Decl. Dignitatis humanae, n. 10.
[27] La idea de un « magisterio paralelo » de los teólogos en oposición y
rivalidad con el magisterio de los pastores a veces se apoya en algunos
textos en los que Santo Tomás de Aquino distingue entre « magisterium
cathedrae pastoralis » y « magisterium cathedrae magisterialis » (Contra
impunuantes, c. 2; Quodlib. III, q. 4, a. 1 (9); In IV Sent., 19, 2, 2, q. 3 sol.
2 ad. 4). En realidad estos textos no ofrecen algún fundamento para 1a
mencionada posición, porque Santo Tomás está absolutamente seguro de
que el derecho de juzgar en materia doctrinal corresponde únicamente al
«officium praelationis».
[28] Cf. Pablo VI, Exhort. apost. Paterna cum benevolentia, n. 4: AAS 67
(1975) 14-15: L’Osservatore Romano, edición española, 22 de diciembre
de 1974, pág. 3.
[29] Cf. Pablo VI, Discurso a los miembros de la Comisión Teológica
Internacional, 11 de octubre de 1973: AAS 65 ( 1973) 555-559:
L’Osservatore Romano, edición española, 21 de octubre de 1973, pág. 9.
[30] Cf. Juan Pablo II, Encicl. Redemptor hominis, n. 19: AAS 71 (1979)
308: L’Osservatore Romano, edición española, 18 de marzo de 1979, pág.
12; Discurso a los fieles de Managua, 4 de marzo de 1983, n. 7: AAS 75
(1983) 723: L’Osservatore Romano, edición española, 13 de marzo de
1983, pág. 14; Discurso a los religiosos en Guatemala, 8 de marzo de

2.9 Page 19

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1983, n. 3: AAS 75 (1983) 746: L’Osservatore Romano, edición española,
20 de marzo de 1983, pág. 9; Discurso a los obispos en Lima, 2 de febrero
de 1985, n. 5: AAS 77 ( 1985) 874: L’Osservatore Romano, edición
española, 17 de febrero de 1985, pág. 8; Discurso a los obispos de la
Conferencia Episcopal belga en Malinas, 18 de mayo de 1985, n. 5:
L’Osservatore Romano, edición española, 9 de junio de 1985, pág. 9;
Discurso a algunos obispos estadounidenses en visita ad limina, 15 de
octubre de 1988, n. 6: L’Osservatore Romano, edición española, 22 de
enero de 1989. pág. 18.
[31] Cf. Juan Pablo II, Exort. apost. Familiaris consortio, n. 5: AAS 74
(1982) 85-86: L’Osservatore Romano, edición española, 20 de diciembre
de 1981, págs. 5 s.
[32] Cf. la fórmula del Concilio de Trento, sess. VI, cap. 9: fides « cui non
potest subesse falsum »: DS 1534. cf. Santo Tomás de Aquino, Summa
Theologiae, II-II, q. 1, a. 3, ad 3: « Possibile est enim hominem fidelem ex
coniectura humana falsum aliquid aestimare. Sed quad ex fide falsum
aestimet, hoc est impossibile ».
[33] Cf. Constit. dogm. Lumen gentium, n. 12.
[34] Cf. Constit. dogm. Dei Verbum, n. 10.
[35] Decl. Dignitatis humanae, núms. 9-10.
[36] Ib., n. 1.
[37] Cf. Juan Pablo II, Constit. apost. Sapientia christiana, 15 de abril de
1979, n. 27, 1: AAS 71 (1979) 483: L’Osservatore Romano, edición
española, 3 de junio de 1979, pág. 9; C.I.C., c. 812.
[38] Cf. Pablo VI, Exort. apost. Paterna cum benevolentia, n. 4: AAS 67
(1975) 15: L’Osservatore Romano, edición española, 22 de diciembre de
1974, pág. 3.
[39] Cf. Constit. dogm. Lumen gentium, n. 4.
[40] Ib., n. 1.
[41] Pablo VI, Exort. apost. Paterna cum benevolentia, núms. 2-3: AAS 67
(1975) 10-11: L’Osservatore Romano, edición española, 22 de diciembre
de 1974, pág. 3.
[42] Cf. Juan Pablo II, Exort. apost. post-sinodal Christifideles laici,
núms. 32-35: AAS 81 (1989) 451-459: L’Osservatore Romano, edición
española, 5 de febrero de 1989, págs. 12 s.
[43] San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, II 22, 3.

2.10 Page 20

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