Authority-Obedience_es


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CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA
CONSAGRADA
Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA
EL SERVICIO DE LA AUTORIDAD
Y LA OBEDIENCIA
Faciem tuam, Domine, requiram
Instrucción
INTRODUCCIÓN
«Señor, que brille tu rostro y nos salve» (Sal 79,4)
La vida consagrada testimonio de la búsqueda de Dios
1. «Faciem tuam, Domine, requiram»: Tu rostro buscaré, Señor (Sal 26,
8). Peregrino en busca del sentido de la vida y envuelto en el gran misterio
que lo circunda, el hombre busca, a veces de manera inconsciente, el
rostro del Señor. «Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus
sendas» (Sal 24, 4). Nadie podrá quitar nunca del corazón de la persona
humana la búsqueda de Aquél de quien la Biblia dice «Él lo es todo» (Si
43, 27), como tampoco la de los caminos para alcanzarlo.
La vida consagrada, llamada a hacer visibles en la Iglesia y en el mundo
los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente,1 florece en
esta búsqueda del rostro del Señor y del camino que a Él conduce (cf. Jn
14,4-6). Una búsqueda que lleva a experimentar la paz — «en su voluntad
está nuestra paz» 2 — y que constituye la fatiga de cada día, porque Dios
es Dios y no siempre sus caminos y pensamientos son nuestros caminos y
nuestros pensamientos (cf. Is 55, 8). De manera que la persona consagrada
es testimonio del compromiso, gozoso al tiempo que laborioso, de la
búsqueda asidua de la voluntad divina, y por ello elige utilizar todos los
medios disponibles que le ayuden a conocerla y la sostengan en llevarla a
cabo.
Aquí encuentra también su significado la comunidad religiosa, comunión
de personas consagradas que hacen profesión de buscar y poner en
práctica juntas la voluntad de Dios. Una comunidad de hermanos o
hermanas con papeles diversos, pero con un mismo objetivo y una misma
pasión.
Por esto, mientras en la comunidad todos están llamados a buscar lo que
agrada a Dios así como a obedecerle a Él, algunos en concreto son
llamados a ejercer, generalmente de forma temporal, el oficio particular de
ser signo de unidad y guía en la búsqueda coral y en la realización

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personal y comunitaria de la voluntad de Dios. Éste es el servicio de la
autoridad.
Un camino de liberación
2. La cultura de las sociedades occidentales, centrada fuertemente sobre el
sujeto, ha contribuido a difundir el valor del respeto hacia la dignidad de
la persona humana, favoreciendo así positivamente el libre desarrollo y la
autonomía de ésta.
Este reconocimiento constituye uno de los rasgos más significativos de la
modernidad y ciertamente es un dato providencial que requiere formas
nuevas de concebir la autoridad y de relacionarse con ella. Pero no
podemos olvidar que cuando la libertad se hace arbitraria y la autonomía
de la persona se entiende como independencia respecto al Creador y
respecto a los demás, entonces nos encontramos ante formas de idolatría
que no sólo no aumentan la libertad sino que esclavizan.
En estos casos, las personas creyentes en el Dios de Abrahán, de Isaac y
de Jacob, en el Dios de Jesucristo, no pueden dejar de emprender un
camino de liberación personal respecto a toda sombra de culto idolátrico.
Es un camino que halla un modelo estimulante en la experiencia del
Éxodo: un camino que libera del sometimiento al modo de pensar
corriente y conduce a la libre adhesión al Señor; un camino que deja de
lado todo criterio valorativo plano y unilateral para llevar a la busca de
itinerarios que desembocan en la comunión con el Dios vivo y verdadero.
El recorrido del Éxodo lo guía la nube, luminosa y oscura, del Espíritu de
Dios; y, aunque a veces parece perderse por caminos sin sentido, tiene por
meta la intimidad beatífica del corazón de Dios: «Os he llevado sobre alas
de águila y os he traído a mí» (Ex 19, 4). Un grupo de esclavos queda
liberado y se convierte en pueblo santo, que conoce el gozo del servicio
libre a Dios. Los acontecimientos del Éxodo son un paradigma que
acompaña la entera historia bíblica y se presenta como anticipación
profética de la misma vida terrena de Jesús, que a su vez también libera de
la esclavitud por la obediencia a la voluntad providente del Padre.
Destinatarios, objeto y límites de este documento
3. En su última Plenaria, celebrada los días 28-30 de septiembre de 2005,
la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de
vida apostólica estudió el tema del ejercicio de la autoridad y de la
obediencia en la vida consagrada. Se constató entonces que, hoy día, este
tema exige un esfuerzo especial de reflexión, debido sobre todo a los
cambios que estos últimos años han tenido lugar en el seno de los
Institutos y comunidades; y también a la luz de cuanto han propuesto los
más recientes documentos magisteriales sobre el tema de la renovación de
la vida consagrada.
La presente Instrucción es fruto de todo lo que en aquella Plenaria fue
surgiendo, sobre lo cual ha seguido reflexionando luego nuestro
Dicasterio. Está destinada a los miembros de los Institutos de vida

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consagrada que viven en comunidad, o sea, a cuantos pertenecen, hombres
y mujeres, a Institutos religiosos. A ellos se asimilan los miembros de
Sociedades de Vida Apostólica. Y aun el resto de los consagrados también
puede sacar indicaciones útiles en relación con su género de vida. A todos
los arriba mencionados llamados a testimoniar la primacía de Dios a
través de la libre obediencia a su santa voluntad, este documento intenta
ofrecerles una ayuda y un estímulo para vivir con gozo el «sí» que han
dado al Señor.
Al afrontar el tema de esta Instrucción, somos conscientes de que tiene
muchas implicaciones, y de que en el vasto mundo de la vida consagrada
existe hoy una gran diversidad de proyectos carismáticos y compromisos
misioneros, así como una cierta diversidad de modelos de gobierno y de
formas de practicar la obediencia; diversidad influenciada, muchas veces,
por los respectivos contextos culturales.3 Además, habría que tener
presente las diferencias, también de carácter psicológico, de las
comunidades femeninas y masculinas. Y no sólo eso: habría que tener en
cuenta las nuevas problemáticas que al ejercicio de la autoridad le
plantean las numerosas formas de colaboración apostólica,
particularmente con los laicos. También el peso distinto que los diversos
Institutos religiosos atribuyen a la autoridad local o a la autoridad central,
configura modalidades no uniformes de practicar la autoridad y la
obediencia. Finalmente, no hay que olvidar que, por lo general, la
tradición de la vida consagrada ve en la figura «sinodal» del Capítulo
general (o reuniones análogas) la autoridad suprema del Instituto,4 a la que
todos los miembros, empezando por los superiores, tienen que remitirse.
A todo ello hay que añadir la constatación de que, en estos años, ha
cambiado el modo de percibir y vivir la autoridad y la obediencia tanto en
la Iglesia como en la sociedad. Ello es debido, entre otras cosas: a la toma
de conciencia del valor de la persona individual, con su vocación propia y
sus dones intelectuales, afectivos y espirituales, así como su libertad y su
capacidad relacional; a la centralidad de la espiritualidad de comunión,5
con el aprecio de los instrumentos que ayudan a vivirla; a un modo
distinto y menos individualista de concebir la misión, compartida con
todos los miembros del pueblo de Dios, de lo cual se derivan formas de
colaboración concreta.
Sin embargo, considerando algunos elementos del presente influjo
cultural, hemos de recordar que el deseo de autorrealizarse puede entrar a
veces en colisión con los proyectos comunitarios; y que la búsqueda del
bienestar personal, sea éste espiritual o material, puede hacer dificultosa
la entrega personal al servicio de la misión común; y, en fin, que las
visiones excesivamente subjetivas del carisma y el servicio apostólico
pueden debilitar la colaboración y la condivisión fraternas.
Pero tampoco hay que excluir que en ciertos ambientes aparezcan
problemas opuestos, determinados por una visión de las relaciones más
escorada hacia el lado de la colectividad o la excesiva uniformidad, con el
peligro de amenazar el crecimiento y la responsabilidad de los individuos.
No es fácil el equilibrio entre sujeto y comunidad, y por tanto no lo es
entre autoridad y obediencia.

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Esta Instrucción no pretende entrar a estudiar todas las problemáticas
suscitadas por los elementos y sensibilidades que acabamos de mencionar.
Éstas quedan, por así decir, en el fondo de las reflexiones e indicaciones
que aquí propondremos. El objeto principal de esta
Instrucción es reafirmar que tanto la obediencia como la autoridad, por
más que se practiquen de formas distintas, tienen siempre una relación
peculiar con el Señor Jesús, Siervo obediente. Y se propone, además,
ayudar a la autoridad en su triple servicio: a cada una de las personas
llamadas a vivir su consagración (parte primera); en la construcción de
comunidades fraternas (parte segunda); en la misión común (parte
tercera).
Las consideraciones e indicaciones siguientes están en continuidad con las
de los documentos que han acompañado el camino de la vida consagrada a
lo largo de estos años nada fáciles. Sobre todo, las Instrucciones
Potissimum institutioni,6 de 1990, La vida fraterna en comunidad,7 de
1994, la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata,8 de 1996, y la
Instrucción Caminar desde Cristo,9 de 2002.
PRIMERA PARTE
CONSAGRACIÓN Y BÚSQUEDA
DE LA VOLUNTAD DE DIOS
«Para que, libres, podamos servirlo en santidad y justicia»
(cf. Lc 1, 74-75)
¿A quién estamos buscando?
4. A los primeros discípulos que, inseguros aún y dudosos, se ponen a
seguir un nuevo Rabbí, el Señor les pregunta: «¿Qué buscáis?» (Jn 1, 38).
En esta pregunta podemos leer otras preguntas radicales: ¿Qué busca tu
corazón? ¿Por qué cosas te afanas? ¿Te estás buscando a ti mismo o
buscas al Señor tu Dios? ¿Sigues tus deseos o el deseo del que ha hecho tu
corazón y lo quiere realizar como Él quiere y conoce? ¿Persigues sólo
cosas que pasan o buscas a Aquél que no pasa? Ya lo observaba san
Bernardo: «¿Qué podemos negociar, Señor Dios nuestro, en este país de la
desemejanza? Mira qué hacen los humanos desde el alba hasta el ocaso:
recorrer todos los mercados del mundo en busca de riquezas y honores o
arrastrados por los suaves encantos de la fama».10
«Tu rostro buscaré, Señor» (Sal 26, 8): ésta es la respuesta de la persona
que ha comprendido la unicidad e infinita grandeza del misterio de Dios,
así como la soberanía de su santa voluntad; pero también es la respuesta,
aunque sea implícita y confusa, de toda criatura humana en busca de
verdad y felicidad. Quaerere Deum ha sido siempre el programa de toda
existencia sedienta de absoluto y eternidad. Hoy muchos ven como algo
mortificante toda forma de dependencia; pero es propio de la criatura el

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ser dependiente de Otro y, en la medida en que es un ser en relación,
también de los otros.
El creyente busca a Dios vivo y verdadero, Principio y Fin de todas las
cosas; el Dios que no hemos forjado nosotros a nuestra imagen y
semejanza, sino el que nos ha hecho a imagen y semejanza suya; el Dios
que manifiesta su voluntad y nos indica los senderos para alcanzarlo. «Me
enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de
alegría perpetua a tu derecha» (Sal 15, 11).
Buscar la voluntad de Dios significa buscar una voluntad amiga, benévola,
que quiere nuestra realización, que desea sobre todo la libre respuesta de
amor al amor suyo, para convertirnos en instrumentos del amor divino. En
esta via amoris es donde se abre la flor de la escucha y la obediencia.
La obediencia como escucha
5. «Escucha, hijo» (Pr 1, 8). La obediencia es ante todo actitud filial. Es
un particular tipo de escucha que sólo puede prestar un hijo a su padre, por
tener la certeza de que el padre sólo tiene cosas buenas que decir y dar al
hijo; una escucha entretejida de una confianza que al hijo le hace acoger la
voluntad del padre, seguro como está de que será para su bien.
Todo esto es muchísimo más cierto en relación con Dios. En efecto,
nosotros alcanzamos nuestra plenitud sólo en la medida en que nos
insertamos en el plan con el cual Él nos ha concebido con amor de Padre.
Por tanto la obediencia es la única forma que tiene la persona humana, ser
inteligente y libre, de realizarse plenamente. Y, cuando dice «no» a Dios,
la persona humana compromete el proyecto divino, se empequeñece a sí
misma y queda abocada al fracaso.
La obediencia a Dios es camino de crecimiento y, en consecuencia, de
libertad de la persona, porque permite acoger un proyecto o una voluntad
distinta de la propia, que no sólo no mortifica o disminuye, sino que
fundamenta la dignidad humana. Al mismo tiempo, también la libertad es
en sí un camino de obediencia, porque el creyente realiza su ser libre
obedeciendo como hijo al plan del Padre. Es claro que una tal obediencia
exige reconocerse como hijos y disfrutar siéndolo, porque sólo un hijo y
una hija pueden entregarse libremente en manos del Padre, igual que el
Hijo Jesús, que se ha abandonado al Padre. Y, si en su pasión ha llegado
incluso a entregarse a Judas, a los sumos sacerdotes, a quienes lo
flagelaban, a la muchedumbre hostil y a sus verdugos, lo ha hecho sólo
porque estaba absolutamente seguro de que todo encontraba significado en
la fidelidad total al plan de salvación querido por el Padre, a quien —
como recuerda san Bernardo — «lo que agradó no fue la muerte, sino la
voluntad del que moría libremente».11
«Escucha, Israel» (Dt 6, 4)
6. Para el Señor Dios, hijo es Israel, el pueblo elegido, que Él ha
engendrado, que ha hecho crecer teniéndolo de la mano, que ha levantado
hasta su mejilla, al que ha enseñado a caminar (cf. Os 11, 1-4); aquel a

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quien — como suprema expresión de afecto — ha dirigido después su
Palabra, a pesar de que este pueblo no siempre la haya escuchado, o la
haya recibido como un peso, como una «ley». Todo el Antiguo Testamento
es una invitación a la escucha, y la escucha está en función de la alianza
nueva, cuando, según dice el Señor, «pondré mis leyes en su mente, en sus
corazones las grabaré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Hb 8,
10; cf. Jr 31, 33).
A la escucha sigue la obediencia como respuesta libre y liberadora del
nuevo Israel a la propuesta del nuevo pacto; la obediencia es parte de la
nueva alianza, más aún es su distintivo característico. Según esto, la
obediencia sólo puede ser comprendida del todo dentro de la lógica de
amor, de intimidad con Dios, de pertenencia definitiva a Él, que nos hace
finalmente libres.
Obediencia a la Palabra de Dios
7. La primera obediencia de la criatura consiste en venir a la existencia,
como respuesta a la Palabra que la llama al ser. Esa obediencia alcanza
plena expresión cuando la criatura es libre de reconocerse y aceptarse
como don del Creador, de decir «sí» a su procedencia de Dios. Ésta realiza
así su primer acto de libertad, un acto de libertad verdadero, que es
también el primero y fundamental acto de auténtica obediencia.
No sólo eso. La obediencia propia de la persona creyente consiste en la
adhesión a la Palabra con la cual Dios se revela y se comunica, y a través
de la cual renueva cada día su alianza de amor. De esta Palabra ha brotado
la vida que se sigue transmitiendo cada día. De ahí que la persona creyente
busque cada mañana el contacto vivo y constante con la Palabra que se
proclama ese día, y la medite y la guarde en el corazón como un tesoro,
convirtiéndola en la raíz de todos sus actos y el primer criterio de sus
elecciones. Y, lo mismo, al final de la jornada se confronta con ella e,
imitando a Simeón, alaba a Dios porque ha visto cómo la Palabra eterna se
realiza en los avatares del día a día (cf. Lc 2, 27-32), al tiempo que confía
a la fuerza de la Palabra cuanto ha quedado sin llevarse a cabo. Porque,
efectivamente, la Palabra no trabaja sólo de día sino siempre, como enseña
el Señor en la parábola de la simiente (cf. Mc 4, 26-27).
El trato amoroso y cotidiano con la Palabra educa para descubrir los
caminos de la vida y las modalidades a través de las cuales Dios quiere
liberar a sus hijos; alimenta el instinto espiritual por las cosas que agradan
a Dios; transmite el sentido de su voluntad y el gusto por ella; da la paz y
el gozo por permanecerle fieles, al tiempo que hace sensibles y prontos a
todo lo que implica obediencia, sea el evangelio (Rm 10, 16; 2 Ts 1, 8), la
fe (Rm 1, 5; 16, 26) o la verdad (Ga 5, 7; 1 P 1, 22).
Con todo, no se debe olvidar que la experiencia auténtica de Dios es
siempre experiencia de alteridad. «Por grande que pueda ser la semejanza
entre el Creador y la criatura, siempre será mayor la desemejanza».12 Los
místicos y cuantos han gustado la intimidad con Dios, nos recuerdan que
el contacto con el Misterio soberano es siempre contacto con el Otro, con
una voluntad que puede ser dramáticamente desemejante de la nuestra. De

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ahí que obedecer a Dios signifique entrar en «otro» orden de valores,
captar un sentido nuevo y diferente de la realidad, experimentar una
libertad imprevisible, tocar los umbrales del misterio: «Porque mis planes
no son vuestros planes, ni mis caminos son vuestros caminos, oráculo del
Señor. Porque cuanto distan los cielos de la tierra, así distan mis caminos
de los vuestros» (Is 55, 8-9).
Se puede producir temor al adentrarse en el mundo de Dios, tal
experiencia, como vemos en los Santos, puede mostrar que lo imposible
para el hombre es posible para Dios. Más aún, es auténtica obediencia al
misterio de un Dios que es «interior intimo meo»,13 al tiempo que
radicalmente otro.
Siguiendo a Jesús, el Hijo obediente al Padre
8. En este camino no estamos solos: nos guía el ejemplo de Cristo, el
amado en quien el Padre se ha complacido (cf. Mt 3, 17; 17, 5), y Aquél al
mismo tiempo que nos ha liberado por su obediencia. Es Él quien inspira
nuestra obediencia para que también a través de nosotros se cumpla el
plan divino de salvación.
En Él todo es escucha y acogida del Padre (cf. Jn 8, 28-29); toda su vida
terrena es expresión y continuación de cuanto el Verbo hace desde toda la
eternidad: dejarse amar por el Padre, acoger su amor de forma
incondicionada, hasta el punto de no hacer nada por sí mismo (cf. Jn 8,
28), sino hacer en todo momento lo que le agrada al Padre. La voluntad
del Padre es el alimento que sostiene a Jesús en su obra (Jn 4, 34) y
consigue para Él y para nosotros la sobreabundancia de la resurrección, la
alegría luminosa de entrar en el corazón mismo de Dios, en la dichosa
multitud de sus hijos (cf. Jn 1, 12). Por esta obediencia de Jesús «todos
son constituidos justos» (Rm 5, 19).
Él la ha vivido incluso cuando le ha presentado un cáliz difícil de beber
(cf. Mt 26, 39.42; Lc 22, 42), y se ha hecho «obediente hasta la muerte, y
una muerte de cruz» (Flp 2, 8). Es el aspecto dramático de la obediencia
del Hijo, envuelta en un misterio que nunca podremos penetrar totalmente,
pero que para nosotros es de gran importancia porque nos desvela aún más
la naturaleza filial de la obediencia cristiana: solamente el Hijo, que se
siente amado por el Padre y le corresponde con todo su ser, puede llegar a
este tipo de obediencia radical.
A ejemplo de Cristo, el cristiano se define como un ser obediente. La
primacía indiscutible del amor en la vida cristiana no puede hacernos
olvidar que ese amor ha conseguido un rostro y un nombre en Cristo Jesús
y se ha convertido en Obediencia. En consecuencia, la obediencia no es
humillación sino verdad sobre la cual se construye y realiza la plenitud del
hombre. Por eso el creyente desea cumplir la voluntad del Padre de forma
tan intensa que esto se convierte en su aspiración suprema. Igual que
Jesús, él quiere vivir de esta voluntad. A imitación de Cristo y aprendiendo
de Él, con gesto de suprema libertad y confianza sin condiciones, la
persona consagrada ha puesto su voluntad en las manos del Padre para

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ofrecerle un sacrificio perfecto y agradable (cf. Rm 12, 1).
Pero antes aún de ser el modelo de toda obediencia, Cristo es Aquel a
quien se dirige toda obediencia cristiana. En efecto, el poner en práctica
sus palabras hace efectivo el discipulado (cf. Mt 7, 24) y la observancia de
sus mandamientos vuelve concreto el amor hacia Él y atrae el amor del
Padre (cf. Jn 14, 21). Él es el centro de la comunidad religiosa como aquél
que sirve (Lc 22, 27), pero también como aquél a quien confiesa la propia
fe («creéis en Dios; creed también en mi»: Jn 14,1) y presta obediencia,
porque sólo en ella se realiza un seguimiento firme y perseverante: «En
realidad, es el mismo Señor resucitado, nuevamente presente entre los
hermanos y las hermanas reunidos en su nombre, quien indica el camino
por recorrer».14
Obedientes a Dios a través de mediaciones humanas
9. Dios manifiesta su voluntad a través de la moción interior del Espíritu,
que «guía a la verdad entera» (cf. Jn 16, 13) y también a través de
múltiples mediaciones externas. En efecto, la historia de la salvación es
una historia de mediaciones que de alguna forma hacen visible el misterio
de la gracia que Dios realiza en lo íntimo de los corazones. También en la
vida de Jesús se pueden reconocer no pocas mediaciones humanas a través
de las cuales Él se ha dado cuenta y ha interpretado y acogido la voluntad
del Padre como razón de ser y alimento permanente de su vida y su
misión.
Las mediaciones que comunican exteriormente la voluntad de Dios se
reconocen en los avatares de la vida y en las exigencias propias de la
vocación específica; pero también se expresan en las leyes que regulan la
vida social y en las disposiciones de quienes están llamados a guiarla. En
el contexto eclesial, las leyes y disposiciones legítimamente dadas
permiten reconocer la voluntad de Dios, ya que plasman concreta y
«ordenadamente» las exigencias evangélicas, a partir de las cuales
aquéllas se formulan y perciben.
Además, las personas consagradas son llamadas al seguimiento de Cristo
obediente dentro de un «proyecto evangélico», o carismático, suscitado
por el Espíritu y autenticado por la Iglesia. Ésta, cuando aprueba un
proyecto carismático como es un Instituto religioso, garantiza que las
inspiraciones que lo animan y las normas que lo rigen abren un itinerario
de búsqueda de Dios y de santidad. En consecuencia, la Regla y las demás
ordenaciones de vida se convierten también en mediación de la voluntad
del Señor: mediación humana, sí, pero autorizada; imperfecta y al mismo
tiempo vinculante; punto de partida del que arrancar cada día y punto
también que sobrepasar con impulso generoso y creativo hacia la santidad
que Dios «quiere» para cada consagrado. En este camino, la autoridad
tiene la obligación pastoral de guiar y decidir.
Es evidente que todo esto será vivido de manera coherente y fructuosa
sólo si se mantienen vivos el deseo de conocer y hacer la voluntad de
Dios, así como la conciencia de la propia fragilidad y la aceptación de la
validez de las mediaciones específicas, incluso cuando no se llega a captar

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del todo las razones que presentan.
Las intuiciones espirituales de los fundadores y de las fundadoras,
especialmente aquellos que mayormente han marcado el camino de la vida
religiosa a lo largo de los siglos, siempre han dado gran realce a la
obediencia. San Benito ya al comienzo de su Regla se dirige al monje
diciéndole: «A ti, pues, se dirigen estas mis palabras, (...) si es que te has
decidido a renunciar a tus propias voluntades y esgrimes las potentísimas
y gloriosas armas de la obediencia para servir al verdadero rey, Cristo el
Señor».15
Además, se debe recordar que la relación autoridad-obediencia se coloca
en el contexto más amplio del misterio de la Iglesia, representando una
forma particular de su función mediadora. A este respecto, el Código de
Derecho Canónico recomienda a los superiores ejercer «con espíritu de
servicio la potestad que han recibido de Dios mediante el ministerio de la
Iglesia».16
Aprender la obediencia en lo cotidiano
10. Por consiguiente, a la persona consagrada le puede ocurrir que
«aprenda la obediencia» también a base de sufrimiento, en situaciones
particulares y difíciles: por ejemplo, cuando se le pide abandonar ciertos
proyectos e ideas personales, o renunciar a la pretensión de gobernar él
solo la vida y la misión; o las veces que humanamente parece poco
convincente lo que se pide (o quien lo pide). Por tanto, quien se encuentre
en estas situaciones no olvide que la mediación es por su propia naturaleza
limitada e inferior a aquello a lo que remite, tanto más si se trata de la
mediación humana en relación con la voluntad divina; y recuerde también,
cuando se halle ante una orden dada legítimamente, que el Señor pide
obedecer a la autoridad que en ese momento lo representa,17 y que
también Cristo «aprendió la obediencia a fuerza de padecer» (Hb 5, 8).
Es oportuno recordar, a este propósito, las palabras de Pablo VI: «Debéis
experimentar algo del peso que atraía al Señor hacia su cruz, este
‘bautismo con el que debía ser bautizado', donde se habría de encender
aquel fuego que os inflama también a vosotros (cf. Lc 12, 49-50); algo de
aquella «locura» que san Pablo desea para todos nosotros, porque sólo ella
nos hace sabios (cf. 1 Co 3, 18-19). Que la cruz sea para vosotros, como
ha sido para Cristo, la prueba del amor más grande. ¿No existe acaso una
relación misteriosa entre la renuncia y la alegría, entre el sacrificio y la
amplitud de corazón, entre la disciplina y la libertad espiritual?».18
Es precisamente en estos casos de dificultad donde la persona consagrada
aprende a obedecer al Señor (cf. Sal 118, 71), a escucharlo y a adherirse
sólo a Él, mientras espera, con paciencia y llena de esperanza, su Palabra
reveladora (Sal 118, 81) con plena y generosa disponibilidad a cumplir su
voluntad y no la propia (Lc 22, 42).
En la luz y en la fuerza del Espíritu

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11. Por consiguiente, uno se adhiere al Señor cuando atisba su presencia
en las mediaciones humanas, especialmente en la Regla, en los superiores,
en la comunidad,19 en los signos de los tiempos, en las expectativas de la
gente, sobre todo de los pobres; cuando tiene el valor de echar las redes en
virtud «de su palabra» (cf. Lc 5, 5) y no por motivaciones solamente
humanas; cuando elige obedecer no sólo a Dios sino también a los
hombres, pero, en cualquier caso, por Dios y no por los hombres. Escribe
San Ignacio de Loyola en sus Constituciones: «como la vera obediencia
no mire a quién se hace, mas por quién se hace; y si se hace por solo
nuestro Criador y Señor, el mismo Señor de todos se obedece».20 Si, en
los momentos difíciles, el llamado a obedecer pedirá con insistencia el
Espíritu al Padre (cf. Lc 11, 13), éste se lo dará y el Espíritu le concederá
luz y fuerza para ser obediente, le hará conocer la verdad y la verdad lo
hará libre (cf. Jn 8, 32).
Jesús mismo, en su humanidad, fue conducido por la acción del Espíritu
Santo: tras ser concebido en el vientre de la Virgen María por obra del
Espíritu Santo, al comienzo de su misión, en el bautismo, recibe el
Espíritu que desciende sobre Él y lo guía; y, una vez resucitado, derrama
el Espíritu sobre sus discípulos para que entren en su misma misión,
anunciando la salvación y el perdón que Él ha merecido. El Espíritu que
ungió a Jesús es el mismo que puede hacer nuestra libertad semejante a la
de Cristo, perfectamente conforme a la voluntad de Dios.21 Por tanto es
indispensable que todos se hagan disponibles al Espíritu, empezando por
los superiores, que reciben del Espíritu su autoridad 22 y la deben ejercer
bajo su guía, «dóciles a la voluntad de Dios».23
Autoridad al servicio de la obediencia a la voluntad de Dios
12. En la vida consagrada, cada uno debe buscar con sinceridad la
voluntad del Padre, porque, de otra forma, perdería sentido este género de
vida. Pero es de gran importancia que esa búsqueda se haga en unión con
los hermanos y hermanas; esto es justamente lo que une y hace familia
unida a Cristo.
La autoridad está al servicio de esta búsqueda, para que se lleve a cabo en
sinceridad y verdad. En la homilía de inicio de su ministerio petrino,
Benedicto XVI hizo esta afirmación significativa: «Mi verdadero
programa de gobierno es no hacer mi voluntad o seguir mis propias ideas,
sino ponerme a la escucha, junto con toda la Iglesia, de la palabra y la
voluntad del Señor y dejarme guiar por Él, de manera que sea Él quien
guíe a la Iglesia en este momento de nuestra historia».24 Por otro lado, hay
que reconocer que la tarea de guiar a los demás no es fácil, sobre todo
cuando el sentido de la autonomía personal es excesivo o conflictual y
competitivo frente a los demás. Por eso es necesario, por parte de todos,
agudizar la mirada de fe ante dicho cometido, que debe inspirarse en la
actitud de Jesús siervo que lava los pies de sus apóstoles para que tengan
parte en su vida y en su amor (cf. Jn 13, 1-17).
Es preciso una gran coherencia por parte de quienes guían los Institutos,
las provincias (u otras circunscripciones del Instituto) o las comunidades.

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La persona llamada a ejercer la autoridad debe saber que sólo podrá
hacerlo si ella emprende aquella peregrinación que lleva a buscar con
intensidad y rectitud la voluntad de Dios. Vale para ella el consejo que san
Ignacio de Antioquía daba a un obispo: «Nada se haga sin tu
conocimiento, ni tú tampoco hagas nada sin contar con Dios».25 La
autoridad debe obrar de forma que los hermanos o hermanas se den cuenta
de que ella, cuando manda, lo hace sólo por obedecer a Dios.
La veneración por la voluntad de Dios mantiene a la autoridad en un
estado de humilde búsqueda, para hacer que su obrar sea lo más conforme
posible con la divina voluntad. San Agustín recuerda que el que obedece
cumple siempre la voluntad de Dios, no porque la orden de la autoridad
sea siempre conforme con la voluntad de Dios, sino porque es voluntad de
Dios que se obedezca a quien preside.26 Ahora bien, la autoridad, por su
parte, ha de buscar asiduamente y con ayuda de la oración y la reflexión,
junto con el consejo de otros, lo que Dios quiere de verdad. En caso
contrario, el superior o la superiora, más que representar a Dios, se
arriesga temerariamente a ponerse en lugar de Él.
En el intento de hacer la voluntad de Dios, autoridad y obediencia no son,
pues, dos realidades distintas ni muchos menos contrapuestas. Son dos
dimensiones de la misma realidad evangélica, del mismo misterio
cristiano; dos modos complementarios de participar de la misma oblación
de Cristo. Autoridad y obediencia están personificadas en Jesús. Por eso
han de ser entendidas en relación directa con Él y en configuración real
con Él. La vida consagrada intenta simplemente vivir Su Autoridad y Su
Obediencia.
Algunas prioridades en el servicio de la autoridad
13. a) En la vida consagrada la autoridad es ante todo autoridad
espiritual.27 Es consciente de haber sido llamada a servir un ideal que la
supera inmensamente, un ideal al que sólo es posible acercarse en un
clima de oración y de búsqueda humilde que permita captar la acción del
mismo Espíritu en el corazón de todos los hermanos o hermanas. Una
autoridad es «espiritual» cuando se pone al servicio de lo que el Espíritu
quiere realizar a través de los dones que distribuye a cada miembro de la
fraternidad en el marco del proyecto carismático del Instituto.
Para poder promover la vida espiritual, la autoridad deberá cultivarla
primero en sí misma a través de una familiaridad orante y cotidiana con la
Palabra de Dios, con la Regla y las demás normas de vida, en actitud de
disponibilidad para escuchar tanto a los otros como los signos de los
tiempos. «El servicio de autoridad exige una presencia constante, capaz
de animar y de proponer, de recordar la razón de ser de la vida consagrada,
de ayudar a las personas encomendadas a vosotros a corresponder con una
fidelidad siempre renovada a la llamada del Espíritu».28
b) La autoridad está llamada a garantizar a su comunidad el tiempo y la
calidad de la oración, velando sobre la fidelidad cotidiana a la misma,
consciente de que se avanza hacia Dios con el paso, sencillo y constante,

2.2 Page 12

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de cada día y de cada miembro, y sabiendo que las personas consagradas
pueden ser útiles a los demás en la medida en que están unidas a Dios.
Está llamada también a vigilar para que, empezando por sí misma, no
disminuya el contacto cotidiano con la Palabra que «tiene el poder de
edificar» (Hch 20, 32) a cada una de las personas y comunidades y de
indicar los senderos de la misión. Recordando el mandamiento del Señor
«haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19), procurará que el santo misterio
del Cuerpo y la Sangre de Cristo sea celebrado y venerado como «fuente»
y «cumbre»29 de la comunión con Dios y de los hermanos y hermanas
entre sí. Celebrando y adorando el don de la Eucaristía en obediencia fiel
al Señor, la comunidad religiosa obtiene inspiración y fuerza para su total
entrega a Dios, para ser signo de su amor gratuito y referencia eficaz a los
bienes futuros.30
c) La autoridad está llamada a promover la dignidad de la persona,
prestando atención a cada uno de los miembros de la comunidad y a su
camino de crecimiento, haciendo a cada uno el don de la propia estima y
la propia consideración positiva, nutriendo un sincero afecto para con
todos, guardando con reserva las confidencias recibidas.
Es oportuno recordar que, antes de invocar la obediencia (necesaria), hay
que practicar la caridad (indispensable). No sólo eso. Es bueno hacer un
uso apropiado de la palabra comunión, que no puede ni debe ser entendida
como una especie de delegación de la autoridad a la comunidad (con la
invitación implícita a que cada quien «haga lo que quiera»), pero tampoco
como una imposición más o menos velada del propio punto de vista (que
todos «hagan lo que quiero yo»).
d) La autoridad está llamada a infundir ánimos y esperanza en las
dificultades. Igual que Pablo y Bernabé animaban a sus discípulos
enseñándoles que «es necesario atravesar muchas tribulaciones para entrar
en el Reino de Dios» (Hch 14, 22), así la autoridad debe ayudar a encajar
las dificultades de cada momento recordando que forman parte de los
sufrimientos que con frecuencia jalonan el camino hacia el Reino.
Ante algunas situaciones difíciles de la vida consagrada, por ejemplo, allí
donde su presencia parece debilitarse e incluso desaparecer, el que guía a
la comunidad deberá recordar el valor perenne de este género de vida
porque, tanto hoy como ayer y siempre, no hay nada más importante, bello
y verdadero que dedicar la propia vida al Señor y a sus hijos más
pequeños.
El guía de la comunidad es como el buen pastor que entrega su vida por
las ovejas y en los momentos críticos no retrocede, sino que se hace
presente, participa en las preocupaciones y dificultades de las personas
confiadas a su cuidado, dejándose involucrar en primera persona. Y, lo
mismo que el buen samaritano, está atento para curar las posibles heridas.
En fin, reconoce humildemente sus propios límites y la necesidad que
tiene de ayuda de los demás, no echando en saco roto los propios fracasos
y derrotas.
e) La autoridad está llamada a mantener vivo el carisma de la propia

2.3 Page 13

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familia religiosa. El ejercicio de la autoridad comporta también el ponerse
al servicio del carisma propio del Instituto de pertenencia, custodiándolo
con cuidado y actualizándolo en la comunidad local o en la provincia o en
todo el Instituto, según los proyectos y orientaciones ofrecidos, en
particular, por los Capítulos generales (o reuniones análogas).31 Esto exige
en la autoridad un conocimiento adecuado del carisma del Instituto; un
conocimiento que habrá asumido en la propia experiencia personal e
interpretará después en función de la vida fraterna en común y de su
inserción en el contexto eclesial y social.
f) La autoridad está llamada a mantener vivo el «sentire cum ecclesia».
También es misión de la autoridad ayudar a mantener vivo el sentido de la
fe y de la comunión eclesial en medio de un pueblo que reconoce y alaba
las maravillas de Dios, dando testimonio del gozo de pertenecerle, en la
gran familia de la Iglesia una, santa, católica y apostólica. El compromiso
del seguimiento del Señor no puede ser una empresa de navegantes
solitarios, sino que se lleva a cabo en la barca de Pedro, que resiste en la
tormenta; a esta buena navegación la persona consagrada dará la
contribución de una fidelidad laboriosa y gozosa.32 La autoridad, por
tanto, debe recordar que «nuestra obediencia es creer con la Iglesia, pensar
y hablar con la Iglesia, servir con ella. También en esta obediencia entra
siempre lo que Jesús predijo a Pedro: «Te llevarán a donde tú no quieras»
(Jn 21, 18). Este dejarse guiar a donde no queremos es una dimensión
esencial de nuestro servir y eso es precisamente lo que nos hace libres».33
El sentire cum Ecclesia, que resplandece en los fundadores y fundadoras,
implica una auténtica espiritualidad de comunión, esto es «una relación
efectiva y afectiva con los Pastores, ante todo con el Papa, centro de la
unidad de la Iglesia».34 A él toda persona consagrada debe plena y
confiada obediencia, también en fuerza del mismo voto.35 La comunión
eclesial pide, además, una adhesión fiel al Magisterio del Papa y de los
Obispos, como testimonio concreto de amor a la Iglesia y pasión por su
unidad.36
g) La autoridad está llamada a acompañar en el camino de la formación
permanente. Una tarea que, hoy día, hay que considerar cada vez más
importante es la de acompañar a lo largo del camino de la vida a las
personas que les han sido confiadas. Ello implica no sólo ofrecerles ayuda
para resolver eventuales problemas o superar posibles crisis, sino también
estar atentos al crecimiento normal de cada uno en todas y cada una de las
fases y estaciones de la existencia, de manera que quede garantizada esa
«juventud de espíritu que permanece en el tiempo»,37 y que hace a la
persona consagrada cada vez más conforme con los «sentimientos que
tuvo Cristo» (Flp 2, 5).
En consecuencia, será responsabilidad de la autoridad mantener alto en
todos el nivel de disponibilidad ante la formación, la capacidad de
aprender de la vida, la libertad — especialmente — de dejarse formar cada
uno por el otro y sentirse cada cual responsable del camino de crecimiento
del otro. Favorecerá para ello el uso de los instrumentos de crecimiento
comunitario transmitidos por la tradición y cada vez más recomendados

2.4 Page 14

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hoy día por quienes tienen experiencia segura en el campo de la formación
espiritual: puesta en común de la Palabra, proyecto personal y
comunitario, discernimiento comunitario, revisión de vida, corrección
fraterna.38
El servicio de la autoridad a la luz de las normas eclesiales
14. En los párrafos anteriores se ha descrito el servicio que presta la
autoridad en la vida consagrada para la búsqueda de la voluntad del Padre
y se han indicado algunas prioridades de dicho servicio.
A fin de que tales prioridades no se entiendan como puramente
facultativas, conviene recordar los caracteres peculiares que reviste el
ejercicio de la autoridad, según el Código de Derecho Canónico.39 En tal
modo, las normas de la Iglesia expresan sintéticamente los rasgos
evangélicos de la potestad que ejercen los superiores religiosos a varios
niveles.
a) Obediencia del Superior. Partiendo de la naturaleza característica que
corresponde a la autoridad eclesial, el Código recuerda al superior
religioso que está llamado, ante todo, a ser el primer obediente. En virtud
del oficio asumido, debe obediencia a la ley de Dios, de quien procede su
autoridad y a quien deberá rendir cuenta en conciencia, a la ley de la
Iglesia, al Romano Pontífice y al derecho proprio de su Instituto.
b) Espíritu de servicio. Después de haber confirmado el origen
carismático y la mediación eclesial de la autoridad religiosa, se insiste en
que la autoridad del superior religioso, como toda autoridad en la Iglesia,
debe caracterizarse por el espíritu de servicio, a ejemplo de Cristo que «no
ha venido a ser servido sino a servir» (Mc 10,45).
En particular se indican algunos aspectos del espíritu de servicio, cuya fiel
observancia hará que los superiores, cumpliendo su proprio encargo, sean
reconocidos «dóciles a la voluntad de Dios».40
Todo superior o superiora, hermano entre los hermanos o hermana entre
las hermanas, está llamado a hacer sentir el amor con que Dios ama a sus
hijos, evitando, por un lado, toda actitud de dominio y, por otro, toda
forma de paternalismo o maternalismo.
Esto será posible por la confianza puesta en la responsabilidad de los
hermanos, «suscitando su obediencia voluntaria en el respeto de la
persona humana»,41 y a través del diálogo, teniendo presente que la
adhesión debe realizarse «en espíritu de fe y de amor, para seguir a Cristo
obediente»,42 y no por otras motivaciones.
c) Solicitud pastoral. El Código indica como fin primario de la potestad
religiosa «edificar una comunidad fraterna en Cristo, en la cual, por
encima de todo, se busque y se ame a Dios».43 Por tanto, en la comunidad
religiosa la autoridad es esencialmente pastoral en cuanto está por
completo ordenada a la construcción de la vida fraterna en comunidad,

2.5 Page 15

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según la identidad eclesial propia de la vida consagrada.44
Los medios principales que el superior debe utilizar para conseguir tal
finalidad primaria se deben necesariamente fundar en la fe; son, sobre
todo, la escucha de la Palabra de Dios y la celebración de la Liturgia.
Finalmente, se definen algunos ámbitos de particular solicitud por parte de
los superiores hacia los hermanos y las hermanas: «ayúdenles
convenientemente en sus necesidades personales, cuiden con solicitud y
visiten a los enfermos, corrijan a los revoltosos, consuelen a los
pusilánimes y tengan paciencia con todos».45
En misión con la libertad de los hijos de Dios
15. No es nada raro que la misión se dirija hoy a personas preocupadas por
la propia autonomía, celosas de su libertad y temerosas de perder su
independencia.
La persona consagrada, con su misma existencia, muestra la posibilidad de
un camino distinto de realización de la propia vida; un camino donde Dios
es la meta, su Palabra la luz y su voluntad la guía; un camino en que se
avanza con serenidad, sabiéndose seguros de estar sostenidos por las
manos de un Padre acogedor y providente; donde uno está acompañado de
hermanos y hermanas y empujado por el Espíritu, que quiere y puede
saciar los deseos sembrados por el Padre en el corazón de cada uno.
Es ésta la primera misión de la persona consagrada: testimoniar la libertad
de los hijos de Dios, una libertad modelada sobre la de Cristo, el hombre
libre para servir a Dios y a los hermanos. Y, junto con ello, deberá decir
con su propio ser que el Dios que ha plasmado a la criatura humana a
partir del barro (cf. Gn 2, 7.22) y la ha tejido en el seno de su madre (cf.
Sal 138, 13), puede también plasmar su vida modelándola sobre la de
Cristo, hombre nuevo y perfectamente libre.
SEGUNDA PARTE
AUTORIDAD Y OBEDIENCIA
EN LA VIDA FRATERNA
«Uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos»
(Mt 23, 8)
El mandamiento nuevo
16. A todos aquellos que buscan a Dios les es dado, además del
mandamiento «amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el
alma y con toda la mente», un segundo mandamiento «semejante al
primero»: «amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37-39). Más aún,
añade el Señor Jesús: «Amaos como yo os he amado», pues por la calidad
de vuestro amor «reconocerán que sois mis discípulos» (Jn 13, 34-35). La

2.6 Page 16

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construcción de comunidades fraternas constituye uno de los compromisos
fundamentales de la vida consagrada; a ello están llamados a dedicarse los
miembros de la comunidad, movidos por el mismo amor que el Señor ha
derramado en sus corazones. Porque, en efecto, la vida fraterna en
comunidad es un elemento constitutivo de la vida religiosa y signo
elocuente de los efectos humanizadores de la presencia del Reino de Dios.
Si es verdad que no se dan comunidades significativas sin amor fraterno,
también lo es que una visión correcta de la obediencia y la autoridad
puede ofrecer una ayuda válida para vivir en la vida cotidiana el
mandamiento del amor, especialmente cuando se trata de afrontar
problemas concernientes a la relación entre persona y comunidad.
La autoridad al servicio de la comunidad, y ésta al servicio del Reino
17. «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios»
(Rm 8, 14): por consiguiente, somos hermanas y hermanos en la medida
en que Dios es el Padre que con su Espíritu guía a la comunidad de
hermanas y hermanos y los configura con su Hijo.
En este plan se inserta el papel de la autoridad. Los superiores y
superioras, en unión con las personas que les han sido confiadas, están
llamados a edificar en Cristo una comunidad fraterna en la cual se busque
a Dios y se le ame sobre todas las cosas, realizando su proyecto
redentor.46 Por tanto, a imitación del Señor Jesús que lavó los pies de sus
discípulos, la autoridad está al servicio de la comunidad para que, a su
vez, ésta se ponga al servicio del Reino (cf. Jn 13, 1-17). Ejercer la
autoridad en medio de los hermanos significa servirles a ejemplo de Aquél
que «ha dado su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45), para que
también éstos den su vida.
Sólo si el superior, por su parte, vive en obediencia a Cristo y en sincera
observancia de la Regla, pueden comprender los miembros de la
comunidad que su obediencia a él no sólo no es contraria a la libertad de
los hijos de Dios, sino que la hace madurar en conformidad con Cristo,
obediente al Padre.47
Dóciles al Espíritu que conduce a la unidad
18. Una misma llamada de Dios ha reunido a los miembros de una
comunidad o Instituto (cf. Col 3, 15) y una única voluntad de buscar a
Dios sigue guiándolos. «La vida de comunidad es, de modo particular,
signo, ante la Iglesia y la sociedad, del vínculo que surge de la misma
llamada y de la voluntad común de obedecerla, por encima de cualquier
diversidad de raza y de origen, de lengua y cultura. Contra el espíritu de
discordia y división, la autoridad y la obediencia brillan como un signo de
la única paternidad que procede de Dios, de la fraternidad nacida del
Espíritu, de la libertad interior de quien se fía de Dios a pesar de los
límites humanos de los que lo representan».48
El Espíritu hace a cada uno disponible para el Reino, aun en la diferencia
de dones y funciones (cf. 1 Co 12, 11). La obediencia a su acción unifica a

2.7 Page 17

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la comunidad en el testimonio de su presencia, hace gozosos los pasos de
todos (cf. Sal 36, 23) y se convierte en fundamento de la vida fraterna, en
la cual todos obedecen aun teniendo obligaciones distintas. La búsqueda
de la voluntad de Dios y la disponibilidad a cumplirla es el cemento
espiritual que salva al grupo de la fragmentación que podría derivarse de
las muchas subjetividades, cuando éstas están faltas de un principio de
unidad.
Para una espiritualidad de comunión y una santidad comunitaria
19. En estos últimos años, una concepción antropológica renovada ha
puesto mucho más de manifiesto la importancia de la dimensión relacional
del ser humano. Esta concepción encuentra amplio respaldo en la imagen
de la persona humana que emerge de las Escrituras, y, sin duda, ha
ejercido un gran influjo en el modo de concebir la relación en el seno de
las comunidades religiosas, a las que hace más atentas al valor de la
apertura al otro, a la fecundidad de la relación con la diversidad y al
enriquecimiento que de ello deriva para todos.
Dicha antropología relacional ha ejercido también un influjo cuando
menos indirecto, como hemos recordado, sobre la espiritualidad de
comunión, y ha contribuido a renovar el concepto de misión entendida
como compromiso compartido con todos los miembros del pueblo de
Dios, en un espíritu de colaboración y corresponsabilidad. La
espiritualidad de comunión se presenta como el clima espiritual de la
Iglesia a comienzos del tercer milenio y por tanto como tarea activa y
ejemplar de la vida consagrada a todos los niveles. Es el camino real para
un futuro de vida creyente y testimonio cristiano, que halla su referencia
irrenunciable en el misterio eucarístico, cuya centralidad reconoce cada
vez con mayor convencimiento. Precisamente porque «la Eucaristía es
constitutiva del ser y del actuar de la Iglesia» y «se muestra así en las
raíces de la Iglesia como misterio de comunión».49
Santidad y misión pasan por la comunidad, ya que el Señor resucitado se
hace presente en ella y a través de ella,50 haciéndola santa y santificando
las relaciones que en ella se dan. ¿Acaso no ha prometido Jesús estar
presente donde dos o tres se reúnan en su nombre? (cf. Mt 18, 20). De esta
forma, el hermano y la hermana se convierten en sacramento de Cristo y
del encuentro con Dios, en posibilidad concreta de poder vivir el
mandamiento del amor recíproco. Y así el camino de la santidad se hace
recorrido que toda la comunidad realiza junta; no sólo camino del
individuo, sino experiencia comunitaria cada vez más: en la acogida
recíproca; en la condivisión de dones, sobre todo el don del amor, el
perdón y la corrección fraterna; en la búsqueda común de la voluntad del
Señor, rico de gracia y misericordia; en la disponibilidad de cada uno a
hacerse cargo del camino del otro.
En el clima cultural de hoy la santidad comunitaria es testimonio
convincente, quizá más que la del individuo, porque manifiesta el valor
perenne de la unidad, don que nos ha dejado el Señor Jesús. Así aparece
con particular evidencia en las comunidades internacionales e
interculturales, que requieren altos niveles de acogida y diálogo.

2.8 Page 18

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Papel de la autoridad en el crecimiento de la fraternidad
20. El crecimiento de la fraternidad es fruto de una caridad «ordenada».
Por eso, «es necesario que el derecho propio sea lo más exacto posible al
establecer las varias competencias dentro de la comunidad, las de los
diversos Consejos, los responsables sectoriales y el propio Superior. La
poca claridad en este sector es fuente de confusión y de conflicto. E,
igualmente, los «proyectos comunitarios», que pueden favorecer la
participación en la vida comunitaria y en la misión en los distintos
contextos, deberían preocuparse de definir bien el papel y las
competencias de la autoridad, siempre respetando las Constituciones».51
Dentro de este cuadro, la autoridad promueve el crecimiento de la vida
fraterna a través de: el servicio de la escucha y del diálogo; la creación de
un clima favorable a la condivisión y la corresponsabilidad; la
participación de todos en las cosas de todos; el servicio equilibrado a los
individuos y a la comunidad; el discernimiento y la promoción, en fin, de
la obediencia fraterna.
a) El servicio de la escucha
El ejercicio de la autoridad comporta escuchar de buena gana a las
personas que el Señor le ha confiado.52 San Benito insiste sobre ello: «El
abad convocará a toda la comunidad»; «sean todos convocados a
consejo», «porque muchas veces el Señor revela al más joven lo que es
mejor».53
La escucha es uno de los ministerios principales del superior, para el que
siempre debería estar disponible, sobre todo con quien se siente aislado y
necesitado de atención. Porque, en efecto, escuchar significa acoger al
otro incondicionalmente, darle espacio en el propio corazón. Por eso la
escucha transmite afecto y comprensión, da a entender que el otro es
apreciado y que su presencia y su parecer son tenidos en consideración.
El que preside debe recordar que quien no sabe escuchar al hermano o a la
hermana tampoco sabe escuchar a Dios; que una escucha atenta permite
coordinar mejor las energías y dones que el Espíritu ha dado a la
comunidad, así como tener presente, a la hora de las decisiones, los límites
y dificultades de algún miembro. El tiempo dedicado a la escucha no es
nunca tiempo perdido; antes bien, la escucha puede prevenir crisis y
momentos difíciles tanto en el plano individual como en el comunitario.
b) La creación de un clima favorable al diálogo, la participación y la
corresponsabilidad
La autoridad deberá preocuparse de crear un ambiente de confianza,
promoviendo el reconocimiento de las capacidades y sensibilidades de
cada uno. Y fomentará, además, de palabra y obra, la convicción de que la
fraternidad exige participación y por tanto información.
Junto con la escucha, propiciará el diálogo sincero y libre para compartir
sentimientos, perspectivas y proyectos; en este clima, cada uno podrá ver

2.9 Page 19

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reconocida su identidad y mejorar las propias capacidades relacionales. Y
no temerá aceptar y asumir los problemas que fácilmente aparecen cuando
se busca juntos, se decide juntos, se trabaja juntos, se emprende juntos las
mejores rutas para llevar a efecto una fecunda colaboración; antes, al
contrario, indagará las causas de los posibles malestares e
incomprensiones, sabiendo proponer remedios, compartidos lo más
posible. En fin, se comprometerá a hacer superar cualquier forma de
infantilismo y a desalentar todo intento de evitar responsabilidades o
eludir compromisos gravosos, así como de cerrarse en el propio mundo y
en los propios intereses o de trabajar en solitario.
c) Inculcar la contribución de todos en los asuntos comunes
El que preside es el responsable de la decisión final,54 pero debe llegar a
ella no él solo o ella sola, sino valorando lo más posible la aportación libre
de todos los hermanos y hermanas. La comunidad es como la hacen sus
miembros; por tanto será fundamental estimular y motivar la contribución
de todas las personas para que todas sientan el deber de dar su propia
aportación de caridad, competencia y creatividad. Y así todos los recursos
humanos deben ser potenciados y hechos converger en el proyecto
comunitario, motivándolos y respetándolos.
No basta poner en común los bienes materiales; más significativa es la
comunión de bienes y de capacidades personales, de dotes y talentos, de
intuiciones e inspiraciones y — lo que es todavía más fundamental y más
de promover — la condivisión de bienes espirituales, de la escucha de la
Palabra de Dios, de la fe: «El vínculo de fraternidad es tanto más fuerte
cuanto más central y vital es lo que se pone en común».55
No todos, probablemente, estarán de entrada bien dispuestos para este tipo
de condivisión: ante posibles resistencias, lejos de renunciar al proyecto,
la autoridad buscará equilibrar sabiamente la invitación a la comunión
dinámica y emprendedora con el arte de la paciencia, sin aspirar a ver
frutos inmediatos de los propios esfuerzos. Y reconocerá que Dios es el
único Señor que puede tocar y cambiar el corazón de las personas.
d) Al servicio del individuo y de la comunidad
Al encomendar las distintas tareas, la autoridad deberá tener en cuenta la
personalidad de cada hermano o hermana, sus dificultades y
predisposiciones, para permitir a cada uno, respetando siempre la libertad
de todos, sacar partido a los propios dones; al mismo tiempo, deberá
considerar necesariamente el bien de la comunidad y el servicio a la obra
que ésta tiene confiada.
No siempre será fácil compaginar todas estas finalidades. Entonces será
indispensable el equilibrio de la autoridad; equilibrio que se manifiesta
tanto en la capacidad de captar lo positivo de cada uno y utilizar lo mejor
posible las fuerzas disponibles, como en la rectitud de intención que la
haga interiormente libre. No aparezca demasiado preocupada de agradar y
complacer, sino muestre claramente el verdadero significado de la misión
para la persona consagrada, significado que no puede limitarse a valorar

2.10 Page 20

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sólo las dotes de cada uno.
Ahora bien, será igualmente indispensable que la persona consagrada
acepte con espíritu de fe, como recibida de las manos del Padre, la tarea
encomendada, incluso cuando no es conforme a sus deseos y expectativas
o a su modo de entender la voluntad de Dios. Pueden expresar las propias
dificultades (incluso manifestándolas con franqueza como una
contribución a la verdad), mas obedecer en estos casos significa someterse
a la decisión final de la autoridad, con el convencimiento de que tal
obediencia es una aportación preciosa, aunque costosa, a la edificación del
Reino.
e) El discernimiento comunitario
«En la fraternidad animada por el Espíritu, cada uno entabla con el otro un
diálogo preciso para descubrir la voluntad del Padre, y todos reconocen en
quien preside la expresión de la paternidad de Dios y el ejercicio de la
autoridad recibida de Él, al servicio del discernimiento y de la
comunión».56
Algunas veces, cuando el derecho propio lo prevé o cuando lo requiere la
importancia de la decisión a tomar, se confía la búsqueda de una respuesta
adecuada al discernimiento comunitario, en el cual se trata de escuchar lo
que el Espíritu dice a la comunidad (cf. Ap 2, 7).
Si este discernimiento se reserva para las decisiones más importantes, el
espíritu del discernimiento debería caracterizar todo proceso de toma de
decisiones que tenga que ver con la comunidad. En ese caso, antes de
tomar la decisión correspondiente, nunca debería faltar un tiempo de
oración y de reflexión personal, así como una serie de actitudes
importantes para elegir juntos lo que sea justo y agradable a Dios. He aquí
algunas de ellas:
– la determinación de no buscar más que la voluntad divina, dejándose
inspirar por el modo de obrar de Dios manifestado en las Sagradas
Escrituras y en la historia del Instituto, siendo bien conscientes además de
que con frecuencia la lógica evangélica «trastorna» la lógica humana, que
busca el éxito, la eficiencia, el reconocimiento;
– la disponibilidad a reconocer en cada hermano o hermana la capacidad
de conocer la verdad, aunque sea parcialmente, y por lo mismo aceptar su
parecer como mediación para descubrir juntos la voluntad de Dios,
llegando incluso a valorar las ideas de otros como mejores que las propias;
– la atención a los signos de los tiempos, a las expectativas de la gente, a
las exigencias de los pobres, a las urgencias de la evangelización, a las
prioridades de la Iglesia universal y de la particular, a las indicaciones de
los Capítulos y de los superiores mayores;
– el estar libres de prejuicios, de apegos excesivos a las propias ideas, de
esquemas de percepción rígidos o distorsionados, de alineamientos que
exasperan la diversidad de puntos de vista;

3 Pages 21-30

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3.1 Page 21

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– la valentía para dar razón de las propias ideas y posiciones, pero al
mismo tiempo abrirse a nuevas perspectivas y modificar el propio punto
de vista;
– el firme propósito de mantener siempre la unidad, sea cual sea la
decisión final.
El discernimiento comunitario no sustituye la naturaleza y el papel de la
autoridad, a la cual está reservada la decisión final; ahora bien, la
autoridad no puede ignorar que la comunidad es el lugar privilegiado para
reconocer y acoger la voluntad de Dios. En cualquier caso, el
discernimiento es uno de los momentos más significativos de la
fraternidad consagrada; en él resalta con particular claridad la centralidad
de Dios en cuanto fin último de la búsqueda de todos, así como la
responsabilidad y aportación de cada uno en el camino de todos hacia la
verdad.
f) Discernimiento, autoridad y obediencia
La autoridad deberá ser paciente en el delicado proceso del
discernimiento, que intentará garantizar en sus fases y sostener en los
momentos críticos; y será firme a la hora de pedir la puesta en práctica de
cuanto se decidió. Estará atenta para no abdicar de las propias
responsabilidades, con la excusa quizá de preservar la tranquilidad o por
miedo a herir la susceptibilidad de alguien. Sentirá la responsabilidad de
no inhibirse ante situaciones en las que hay que tomar decisiones claras y,
tal vez, desagradables.57 Es justamente el amor verdadero a la comunidad
lo que le permite a la autoridad armonizar firmeza y paciencia, escucha de
todos y coraje para decidir, superando la tentación de ser sorda y muda.
Hay que notar, finalmente, que una comunidad no puede estar en continuo
estado de discernimiento. Tras la etapa de discernimiento viene la de la
obediencia, o sea, la de poner en ejecución lo decidido: en una y en otra
hay que vivir con espíritu obediente.
g) La obediencia fraterna
Al final de su Regla, afirma san Benito: «El bien de la obediencia no sólo
han de prestarlo todos a la persona del abad, porque también han de
obedecerse los hermanos unos a otros, seguros de que por este camino de
la obediencia llegarán a Dios».58 «Se anticiparán unos a otros en las
señales de honor». «Se tolerarán con suma paciencia sus debilidades, tanto
físicas como morales. Se emularán en obedecerse unos a otros. Nadie
buscará lo que juzgue útil para sí, sino, más bien, para los otros».59
Y san Basilio Magno se pregunta: «¿En qué modo es necesario obedecerse
los unos a los otros?» Y responde: «Como los siervos a los amos, según
nos ordenó el Señor: Quien quiera ser grande entre vosotros, sea el último
de todos y el siervo de todos (cf. Mc 10, 44); después añade estas palabras
aún más impresionantes: «Como el Hijo del hombre no ha venido para ser
servido, sino para servir» (Mc 10, 45); y de acuerdo con cuanto dice el
Apóstol: «Por el amor del Espíritu, sed siervos los unos de los otros»

3.2 Page 22

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(Gal 5, 13)».60
La verdadera fraternidad se fundamenta en el reconocimiento de la
dignidad del hermano o la hermana, y se lleva a cabo en la atención al otro
y a sus necesidades, así como en la capacidad de alegrarse por sus dones y
logros, en el poner a su disposición el propio tiempo para escuchar y
dejarse iluminar. Pero todo esto exige ser interiormente libres.
Ciertamente no es libre el que está convencido de que sus ideas y
soluciones son siempre las mejores; el que cree poder decidir solo, sin
falta de mediaciones que le muestren la voluntad divina; el que siempre
tiene la razón y no duda de que son los otros quienes deben cambiar; el
que solamente piensa en sus cosas y no se interesa por las necesidades de
los demás; el que piensa que la obediencia es cosa de otros tiempos y algo
impresentable en nuestro mundo desarrollado.
Y, al contrario, es libre la persona que de forma continua vive en tensión
para captar, en las situaciones de la vida y sobre todo en la gente que vive
a su alrededor, una mediación de la voluntad del Señor, por misteriosa que
sea. Para esto «nos ha liberado Cristo, para que seamos libres» (Ga 5, 1).
Nos ha liberado para que podamos encontrar a Dios por los innumerables
senderos de la existencia de cada día.
«El primero entre vosotros se hará vuestro esclavo» (Mt 20, 27)
21. Por más que, hoy, asumir las responsabilidades propias de la autoridad
pueda parecer una carga particularmente gravosa, que requiere la
humildad de hacerse siervo o sierva de los otros, sin embargo siempre será
bueno recordar las graves palabras que el Señor Jesús dirige a quienes
están tentados de revestir su autoridad de prestigio mundano: «el que entre
vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo, igual que el Hijo
del hombre, que no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su
vida en rescate por muchos» (Mt 20, 27-28).
El que en el propio oficio busca un medio para hacerse notar o afirmarse,
para hacerse servir o esclavizar, se pone abiertamente fuera del modelo
evangélico de autoridad. En este contexto merecen atención las palabras
que san Bernardo dirigía a un discípulo suyo elegido sucesor de Pedro:
«Mira si has progresado en virtud, sabiduría, conocimiento y en
moderación de costumbres (...) más insolente o más humilde; más afable o
más áspero; más asequible o más inexorable (...) más temeroso de Dios o
más confiado de lo conveniente».61
La obediencia no es fácil ni siquiera en las mejores condiciones; pero se
hace más llevadera cuando la persona consagrada ve que la autoridad se
pone al servicio humilde y diligente de la fraternidad y la misión: una
autoridad que, aun con todos los límites humanos, intenta con su acción
representar las actitudes y sentimientos del Buen Pastor.
«Ruego también a la que tenga el cargo de las hermanas — son palabras
de santa Clara de Asís en su testamento — que se esmere por presidir a las
demás con las virtudes y santas costumbres, antes que por el oficio; a fin

3.3 Page 23

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de que, movidas las hermanas con su ejemplo, le obedezcan no tanto por
deber cuanto por amor».62
La vida fraterna como misión
22. Las personas consagradas, bajo la guía de la autoridad, están llamadas
a plantearse con frecuencia el mandamiento nuevo, el mandamiento que
renueva todas las cosas: «Amaos como yo os he amado» (Jn 15, 12).
Amarse como el Señor ha amado significa ir más allá del mérito personal
de los hermanos y hermanas; significa obedecer no a los propios deseos
sino a Dios, que habla a través del modo de ser y las necesidades de los
hermanos y hermanas. Es preciso recordar que el tiempo dedicado a
mejorar la calidad de la vida fraterna no es tiempo perdido, porque, como
ha subrayado repetidamente el recordado papa Juan Pablo II, «toda la
fecundidad de la vida religiosa depende de la calidad de vida fraterna».63
El esfuerzo por formar comunidades fraternas no es sólo preparación para
la misión, sino parte integrante de ella, desde el momento que «la
comunión fraterna en cuanto tal es ya apostolado».64 Estar en misión
como comunidades que construyen a diario la fraternidad, en la continua
búsqueda de la voluntad de Dios, equivale a afirmar que en el seguimiento
al Señor Jesús es posible realizar la convivencia humana de un modo
nuevo y humanizador.
TERCERA PARTE
EN MISIÓN
«Como el Padre me ha enviado a mí, también yo os envío a vosotros»
(Jn 20, 21)
En misión con todo el propio ser, como Jesús, el Señor
23. Con su misma forma de vida, el Señor Jesús nos hace comprender que
misión y obediencia se implican mutuamente. En los evangelios Jesús se
presenta siempre como «el enviado del Padre para hacer su voluntad» (cf.
Jn 5, 36-38; 6, 38-40; 7, 16-18); Él hace siempre lo que le agrada al Padre.
Puede decirse que toda la vida de Jesús es misión del Padre. Él es la
misión del Padre.
Lo mismo que el Verbo ha venido en misión al encarnarse en una
humanidad que se ha dejado asumir totalmente, así también nosotros
colaboramos en la misión de Cristo y le permitimos llevarla a pleno
cumplimiento sobre todo acogiéndolo a Él, haciéndonos espacio de su
presencia y, por ello, continuación de su vida en la historia, para dar así a
los demás la posibilidad de encontrarlo.
Considerando que Cristo, en su vida y su obra, ha sido el amén (cf. Ap 3,

3.4 Page 24

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14), el (cf. 2 Co 1, 20) perfecto dicho al Padre, y que decir no
significa otra cosa que obedecer, es imposible pensar en la misión si no es
en relación con la obediencia. Vivir la misión implica siempre ser
mandados, y esto supone la referencia tanto al que envía como al
contenido de la misión a realizar. Por esto, sin referencia a la obediencia el
mismo término de misión se hace difícilmente comprensible y corre el
peligro de reducirse a algo relativo sólo a uno mismo. Siempre existe el
peligro de reducir la misión a una profesión que se ejerce con vistas a la
propia realización y que, por consiguiente, uno desempeña por cuenta
propia.
En misión para servir
24. San Ignacio de Loyola escribe en sus Ejercicios que el Señor llama a
todos y dice: «quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo,
porque, siguiéndome en la pena también me siga en la gloria».65 Hoy,
igual que ayer, la misión encuentra grandes dificultades, que sólo pueden
afrontarse con la gracia que viene del Señor, siendo conscientes, con
humildad y fortaleza, de haber sido enviados por Él y contar por eso
mismo con su ayuda.
Gracias a la obediencia se tiene la certeza de servir al Señor, de ser
«siervos y siervas del Señor» en el obrar y en el sufrir. Esta certeza es
fuente de compromiso incondicional, de fidelidad tenaz, de serenidad
interior, de servicio desinteresado, de entrega de las mejores energías.
«Quien obedece tiene la garantía de estar en misión, siguiendo al Señor y
no buscando los propios deseos y expectativas. Así es posible sentirse
guiados por el Espíritu del Señor y sostenidos, incluso en medio de
grandes dificultades, por su mano segura (cf. Hch 20, 22)».66
Se está en misión cuando, lejos de perseguir la autoafirmación, ante todo
se deja uno conducir por el deseo de realizar la adorable voluntad de Dios.
Este deseo es el alma de la oración («Venga a nosotros tu Reino, hágase tu
voluntad») y la fuerza del apóstol. La misión exige comprometer todas las
cualidades y talentos humanos, los cuales concurren a la salvación cuando
están inmersos en el río de la voluntad de Dios, que arrastra las cosas
pasajeras hasta el océano de las realidades eternas, donde Dios, felicidad
sin límites, será todo en todos (cf. 1 Co 15, 28).
Autoridad y misión
25. Todo eso implica reconocer a la autoridad un papel importante en
relación con la misión, dentro de la fidelidad al propio carisma; una
función nada simple ni exenta de dificultades y equívocos. En el pasado el
riesgo venía de una autoridad prevalentemente orientada a la gestión de
las obras, con peligro de descuidar a las personas; hoy, en cambio, el
riesgo puede venir del excesivo temor, por parte de la autoridad, de herir
susceptibilidades personales, o de una fragmentación de competencias y
responsabilidades que debiliten la convergencia hacia el objetivo común y
desvanezcan la intervención de la autoridad.
Ahora bien, la autoridad no es responsable tan sólo de la animación de la

3.5 Page 25

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comunidad; tiene también la función de coordinar las varias competencias
relativas a la misión, respetando siempre los roles y de acuerdo con las
normas internas del Instituto. Si, ciertamente, la autoridad no puede (ni
debe) hacer todo, sí es la responsable última del conjunto.67
Actualmente son múltiples los retos que la autoridad afronta en su papel
de coordinar energías con vistas a la misión. También aquí elencamos
algunas tareas que consideramos importantes en el servicio del superior:
a) Anima a asumir responsabilidades y las respeta una vez asumidas
Las responsabilidades pueden suscitar en algunos un sentido de temor. Por
consiguiente, es necesario que la autoridad transmita a sus colaboradores
la fortaleza cristiana y el ánimo para afrontar las dificultades, superando el
miedo y la tendencia a inhibirse.
Se apresurará a compartir no sólo las informaciones, sino también las
responsabilidades, comprometiéndose a respetar a cada uno dentro de su
justa autonomía. Lo cual lleva consigo, por parte de la autoridad, un
paciente trabajo de coordinación y, por parte de los demás consagrados,
estar sinceramente dispuestos a colaborar.
La autoridad debe «estar» cuando hace falta, para favorecer en los
miembros de la comunidad el sentido de interdependencia, lejos tanto de
la dependencia infantil cuanto de la independencia autosuficiente. Esta
interdependencia es fruto de aquella libertad interior que permite a todos
trabajar y colaborar, sustituir y ser sustituido, ser protagonista y ofrecer la
propia aportación incluso manteniéndose en un segundo plano.
Quien ejerce el servicio de la autoridad se guardará de ceder a la tentación
de la autosuficiencia personal, o sea de creer que todo depende de él o de
ella, y que no es tan importante o útil favorecer la participación coral
comunitaria; porque es mejor dar un paso juntos que dos (o incluso más)
solos.
b) Invita a afrontar las diversidades en espíritu de comunión
Los rápidos cambios culturales en curso no sólo provocan
transformaciones estructurales que repercuten sobre las actividades y
sobre la misión; también pueden dar lugar a tensiones en el seno de las
comunidades, en las que distintos tipos de formación cultural o espiritual
llevan a lecturas diversas de los signos de los tiempos y, en consecuencia,
desembocan en proyectos diferentes que no siempre son conciliables.
Estas situaciones pueden ser más frecuentes hoy que en el pasado, dado
que aumenta el número de comunidades constituidas por personas
provenientes de etnias o culturas diversas y, por otra parte, se acentúan las
diferencias generacionales. La autoridad está llamada a servir con espíritu
de comunión también a estas comunidades integradas por componentes
tan variados, ayudándolas a ofrecer, en un mundo marcado por múltiples
divisiones, el testimonio de que es posible vivir juntos y amarse aun
siendo distintos. Según esto, deberá tener bien claros algunos principios
teórico-prácticos:

3.6 Page 26

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– recordar que, según el espíritu del evangelio, la diversidad en las ideas
no debe convertirse nunca en conflicto de personas;
– insistir en que la pluralidad de perspectivas ayuda a profundizar los
asuntos;
– favorecer la comunicación, de forma que el libre intercambio de ideas
aclare las posiciones y haga emerger la contribución positiva de cada uno;
– ayudar a liberarse del egocentrismo y del etnocentrismo, que tienden a
achacar a los demás las causas de los males, para llegar a la mutua
comprensión;
– hacerse conscientes de que lo ideal no es tener una comunidad sin
conflictos, sino una comunidad que acepta afrontar las propias tensiones,
con el objeto de resolverlas, buscando soluciones que no ignoren ninguno
de los valores que sirven de referencia.
c) Mantiene el equilibrio entre las varias dimensiones de la vida
consagrada
Porque, efectivamente, puede haber tensiones entre ellas, y la autoridad
debe velar para que quede a salvo la unidad de vida y se respete lo más
posible el equilibrio entre el tiempo dedicado a la oración y el dedicado al
trabajo, entre individuo y comunidad, entre actividad y descanso, entre
atención a la vida común y atención al mundo y a la Iglesia, entre
formación personal y formación comunitaria.68
Uno de los equilibrios más delicados es el que debe haber entre
comunidad y misión, entre vida ad intra y vida ad extra.69 Dado que
normalmente la urgencia de los quehaceres puede llevar a descuidar las
cosas relativas a la comunidad, y que cada vez con mayor frecuencia hoy
somos llamados a tareas de tipo individual, es oportuno que se respeten
algunas normas obligadas que garanticen al mismo tiempo un espíritu de
fraternidad en la comunidad apostólica y una sensibilidad apostólica en la
vida fraterna.
Es importante que la autoridad sea garante de estas normas y recuerde a
todos y cada uno que, cuando una persona de la comunidad está en misión
o cumple cualquier servicio apostólico, aunque lo haga solo, actúa siempre
en nombre del Instituto o de la comunidad; más aún, obra gracias a la
comunidad. De hecho, con frecuencia, si esta persona puede desempeñar
esa actividad es porque alguien de la comunidad le ha dedicado su tiempo,
o le ha dado un consejo, o le ha transmitido un cierto espíritu; con
frecuencia, otros permanecen en la comunidad y posiblemente lo
sustituyen en determinadas tareas de casa, o piden por ella, o la sostienen
con su propia fidelidad.
Por consiguiente, es preciso no sólo que el apóstol esté profundamente
agradecido, sino que permanezca estrechamente unido a su comunidad en
todo lo que hace; que no se lo apropie, y que se esfuerce a toda costa en
caminar juntos, esperando, si fuera necesario, a quienes avanzan más

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lentamente, valorando la aportación de cada uno, compartiendo lo más
posible gozos y fatigas, intuiciones e incertidumbres, de manera que todos
sientan como propio el apostolado de los demás, sin envidias ni celotipias.
Esté seguro el apóstol de que, por más que él dé a la comunidad, nunca
igualará lo que de ella ha recibido o está recibiendo.
d) Tiene un corazón misericordioso
San Francisco de Asís, en una carta conmovedora a un ministro/ superior,
daba las siguientes instrucciones sobre posibles debilidades personales de
sus frailes: «Y en esto quiero conocer que amas al Señor y me amas a mí,
siervo suyo y tuyo, si procedes así: que no haya en el mundo hermano que,
por mucho que hubiere pecado, se aleje jamás de ti después de haber
contemplado tus ojos sin haber obtenido tu misericordia, si es que la
busca. Y, si no busca misericordia, pregúntale tú si la quiere. Y, si mil
veces volviere a pecar ante tus propios ojos, ámale más que a mí, para
atraerlo al Señor; y compadécete siempre de los tales».70
La autoridad está llamada a desarrollar una pedagogía del perdón y la
misericordia, a ser instrumento del amor de Dios que acoge, corrige y da
siempre una nueva oportunidad al hermano o la hermana que yerran y
caen en pecado. Deberá recordar sobre todo que, sin la esperanza del
perdón, la persona a duras penas podrá reanudar su camino e
inevitablemente tenderá a sumar un mal al otro y una caída tras otra. Sin
embargo, cuando se asume la perspectiva de la misericordia vemos que
Dios es capaz de trazar un camino de bien incluso a partir de las
situaciones de pecado.71 Aplíquese, pues, la autoridad para que toda la
comunidad asimile este estilo misericordioso.
e) Tiene el sentido de la justicia
La invitación de san Francisco de Asís a perdonar al hermano que peca,
puede ser considerada una preciosa regla general. Pero hay que reconocer
que, entre los miembros de algunas fraternidades de consagrados, pueden
existir comportamientos que lesionan gravemente al prójimo y que
implican una responsabilidad para con personas ajenas a la comunidad,
por una parte, y también para con la institución misma a que pertenecen.
Si hace falta comprensión con las culpas de los individuos, también es
necesario tener un sentido riguroso de la responsabilidad y la caridad con
aquellos que han podido ser perjudicados por el comportamiento
incorrecto de algún consagrado.
Aquél o aquélla que se equivoca, sepa que debe responder personalmente
de las consecuencias de sus actos. La comprensión con el hermano no
puede excluir la justicia, sobre todo si se trata de personas indefensas y
víctimas de abusos. Reconocer el propio mal y asumir su responsabilidad
y sus consecuencias, es ya parte de un camino de misericordia. Cuando
Israel se aleja del Señor, aceptar las consecuencias del mal, como en la
experiencia del exilio, es el punto de partida para el camino de conversión
y el modo de descubrir más profundamente la propia relación con Dios.
f) Promueve la colaboración con los laicos

3.8 Page 28

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La creciente colaboración con los laicos en las obras y actividades
dirigidas por personas consagradas, presenta tanto a la comunidad como a
la autoridad nuevos interrogantes que exigen respuestas nuevas. «No es
raro que la participación de los laicos lleve a descubrir inesperadas y
fecundas implicaciones de algunos aspectos del carisma», dado que los
laicos son invitados a ofrecer «a las familias religiosas la rica aportación
de su secularidad y de su servicio específico».72
Se recordó en su momento que, para alcanzar el objetivo de la mutua
colaboración entre religiosos y laicos, «es necesario tener: comunidades
religiosas con una clara identidad carismática, asimilada y vivida, es decir,
capaces de transmitirla también a los demás con disponibilidad para el
compartir; comunidades religiosas con una intensa espiritualidad y un
gran entusiasmo misionero para comunicar el mismo espíritu y el mismo
empuje evangelizador; comunidades religiosas que sepan animar y
estimular a los seglares a compartir el carisma del propio instituto, según
su índole secular y su diverso estilo de vida, invitándolos a descubrir
nuevas formas de actualizar el mismo carisma y misión. Así la comunidad
religiosa puede convertirse en un centro de irradiación, de fuerza
espiritual, de animación, de fraternidad que crea fraternidad y de
comunión y colaboración eclesial donde las diversas aportaciones
contribuyen a construir el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia».73
Además, es necesario que esté bien definido el mapa de competencias y
responsabilidades lo mismo de laicos que de religiosos, como también el
de los organismos intermedios (Consejos de administración, de la obra y
semejantes). En todo esto, el que preside la comunidad de los consagrados
tiene un papel insustituible.
Las obediencias difíciles
26. En el desarrollo concreto de la misión, la obediencia puede resultar en
ocasiones particularmente difícil, desde el momento que las perspectivas y
modalidades de la acción apostólica o diaconal pueden ser percibidas y
pensadas de maneras diferentes. En esas ocasiones, cuando la obediencia
se hace difícil, e incluso «absurda» en apariencia, puede surgir la tentación
de la desconfianza y hasta del abandono: ¿vale la pena continuar? ¿No
puedo hacer realidad mejor mis ideas en otro contexto? ¿Para qué
desgastarse en contrastes estériles?
Ya san Benito se planteaba la cuestión de una obediencia «muy gravosa o
incluso imposible de cumplirse»; y san Francisco de Asís consideraba el
caso en que «el súbdito ve cosas mejores y más útiles a su alma que las
que le ordena el prelado [el superior]». El Padre del monacato responde
pidiendo un diálogo libre, abierto, humilde y confiado entre monje y abad;
aunque, al final, si se le pide, el monje «obedezca por caridad, confiando
en el auxilio de Dios».74 El Santo de Asís, por su parte, invita a llevar a
cabo una «obediencia caritativa», en la que el fraile sacrifica
voluntariamente sus puntos de vista y cumple la orden dada, porque de
esta forma «cumple con Dios y con el prójimo».75 Y ve una «obediencia
perfecta» cuando, no pudiendo obedecer porque se le manda «algo que

3.9 Page 29

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está contra su alma», el religioso no rompe la unidad con el superior y la
comunidad, dispuesto incluso a soportar persecuciones a causa de ello. De
hecho — observa san Francisco — «quien prefiere padecer la persecución
antes que separarse de sus hermanos, se mantiene verdaderamente en la
obediencia perfecta, ya que entrega su alma por sus hermanos».76 Así nos
recuerda que el amor y la comunión representan valores supremos, a los
cuales incluso la autoridad y la obediencia están subordinados.
Hay que reconocer, por una parte, que es comprensible un cierto apego a
ideas y convicciones personales que son fruto de la reflexión o de la
experiencia y han ido madurando en el tiempo; y que es cosa buena tratar
de defenderlas y sacarlas adelante, siempre en la perspectiva del Reino, en
un diálogo abierto y constructivo. Pero no hay que olvidar, por otro lado,
que el modelo es siempre Jesús de Nazaret, que en la Pasión pidió a Dios
cumplir su voluntad de Padre, sin retroceder ante la muerte en cruz (cf. Hb
5, 7-9).
La persona consagrada, cuando se le pide que renuncie a las propias ideas
y proyectos, puede experimentar desconcierto y sensación de rechazo de
la autoridad, o advertir en su interior «fuertes gritos y lágrimas» (Hb 5, 7)
y la súplica de que pase ese amargo cáliz. Pero ése es el momento justo
para confiarse al Padre a fin de que se cumpla su voluntad y poder así
participar activamente, con todo el ser, en la misión de Cristo «para la vida
del mundo» (Jn 6, 51).
Al pronunciar estos difíciles «sí», puede comprenderse a fondo el sentido
de la obediencia como supremo acto de libertad, expresado en un total y
confiado abandono de sí a Cristo, Hijo que libremente obedece al Padre.
Igualmente se podrá entender el sentido de la misión como oferta
obediente de sí mismo, que atrae la bendición del Altísimo: «Yo te
bendeciré con todo tipo de bendiciones... (Y) serán benditas todas las
naciones de la tierra, por haberme obedecido tú» (Gn 22, 17.18). En esta
bendición, la persona consagrada obediente sabe que recuperará todo lo
que ha dejado con el sacrificio de su desprendimiento; en esta bendición
se esconde también la plena realización de su misma humanidad (cf. Jn
12, 25).
Obediencia y objeción de conciencia
27. Aquí puede surgir un interrogante: ¿puede haber situaciones en que la
conciencia personal parezca que no permite seguir las indicaciones dadas
por la autoridad? O, de otra forma, ¿puede ocurrir que el consagrado se
vea obligado a declarar, respecto de las normas o los propios superiores:
«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29)? Sería el
caso de la llamada objeción de conciencia, de la que habló Pablo VI,77 y
que debe entenderse en su significado auténtico.
Si es verdad que la conciencia es el ámbito en que resuena la voz de Dios
que nos indica cómo comportarnos, no lo es menos que hace falta
aprender a escuchar esa voz con gran atención, para saber reconocerla y
distinguirla de otras voces. En efecto, no hay que confundir esa voz con
otras que brotan de un subjetivismo que ignora o descuida las fuentes y

3.10 Page 30

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criterios irrenunciables y vinculantes en la formación del juicio de
conciencia: «el «corazón» convertido al Señor y al amor del bien es la
fuente de los juicios «verdaderos» de la conciencia»,78 y «la libertad de la
conciencia no es nunca libertad «con respecto a» la verdad, sino siempre y
sólo «en» la verdad».79
En consecuencia, la persona consagrada deberá reflexionar con calma
antes de concluir que la voluntad de Dios la expresa, más que el mandato
recibido, lo que ella siente en su interior. Y tendrá que recordar que la ley
de la mediación rige en todos los casos, absteniéndose de tomar decisiones
graves sin contraste ni comprobación alguna. No se discute, ciertamente,
que lo importante es llegar a conocer y cumplir la voluntad de Dios; pero
debería ser igual de indiscutible que la persona consagrada se ha
comprometido con voto a captar esta santa voluntad a través de
determinadas mediaciones. Afirmar que lo que cuenta es la voluntad de
Dios y no las mediaciones, y rechazar éstas o aceptarlas sólo a
conveniencia, puede quitar significado al voto y vaciar la propia vida de
una de sus características esenciales.
Por consiguiente, «hecha excepción de una orden que fuese
manifiestamente contraria a las leyes de Dios o a las constituciones del
Instituto, o que implicase un mal grave y cierto — en cuyo caso la
obligación de obedecer no existe —, las decisiones del superior se refieren
a un campo donde la valoración del bien mejor puede variar según los
puntos de vista. Querer concluir, por el hecho de que una orden dada
aparezca objetivamente menos buena, que es ilegítima y contraria a la
conciencia, significaría desconocer, de manera poco real, la oscuridad y la
ambigüedad de no pocas realidades humanas. Además, el rehusar la
obediencia lleva consigo un daño, a veces grave, para el bien común. Un
religioso no debería admitir fácilmente que haya contradicción entre el
juicio de su conciencia y el de su superior. Esta situación excepcional
comportará alguna vez un auténtico sufrimiento interior, según el ejemplo
de Cristo mismo «que aprendió mediante el sufrimiento lo que significa la
obediencia» (Hb 5, 8)».80
La difícil autoridad
28. También la autoridad puede caer en el desánimo y el desencanto: ante
las resistencias de algunas personas o de una comunidad, o frente a ciertas
cuestiones que parecen irresolubles, puede surgir la tentación de dejar
pasar y considerar inútil cualquier esfuerzo por mejorar la situación.
Asoma, entonces, el peligro de convertirse en gestores de la rutina,
resignados a la mediocridad, inhibidos para toda intervención, sin ánimo
para señalar las metas de la auténtica vida consagrada y con el riesgo de
que se apague el amor de los comienzos y el deseo de testimoniarlo.
Cuando el ejercicio de la autoridad se hace gravoso y difícil, conviene
recordar que el Señor Jesús considera ese oficio como un acto de amor
para con Él («Simón de Juan, ¿me amas?»: Jn 21, 16); y es saludable
volver a escuchar las palabras de Pablo: «Sed alegres en la esperanza,
fuertes en la tribulación, perseverantes en la oración, serviciales en las
necesidades de los hermanos» (Rm 12, 12-13).

4 Pages 31-40

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4.1 Page 31

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El callado sufrimiento interior que lleva consigo la fidelidad al deber, con
frecuencia incluso marcado por la soledad y la incomprensión de aquellos
a los que uno se entrega, se convierte en vía de santificación personal, al
tiempo que cauce de salvación para las personas a causa de las cuales se
sufre.
Obedientes hasta el final
29. Si la vida del creyente es toda ella una búsqueda de Dios, entonces
cada día de la existencia se convierte en un continuo aprender el arte de
escuchar su voz para seguir su voluntad. Se trata de una escuela en verdad
exigente, una pugna entre el yo que tiende a ser dueño de sí y de su
historia y el Dios que es «el Señor» de toda historia; una escuela en la que
uno aprende a fiarse tanto de Dios y de su paternidad que confía también
en los hombres, sus hijos y hermanos nuestros. De esta forma crece la
certeza de que el Padre no abandona nunca, ni siquiera cuando hay que
poner el cuidado de la propia vida en manos de los hermanos, en los
cuales debemos reconocer la señal de su presencia y la mediación de su
voluntad.
Con un acto de obediencia, aunque inconsciente, hemos venido a la vida,
acogiendo aquella Voluntad buena que nos ha preferido a la no existencia.
Concluiremos el camino con otro acto de obediencia, que desearíamos
fuera lo más consciente y libre posible, pero que sobre todo es expresión
de abandono a aquel Padre bueno que nos llamará definitivamente a sí, en
su reino de luz infinita, donde concluirá nuestra búsqueda y lo verán
nuestros ojos, en un domingo sin fin. Entonces seremos plenamente
obedientes y estaremos realizados del todo, porque diremos para siempre
sí a aquel Amor que nos ha hecho existir para ser felices con Él y en Él.
Oración de la autoridad
30. «Oh, buen pastor, Jesús, pastor bueno, pastor clemente, pastor
misericordioso: este pastor pobre y miserable levanta su grito hacia ti; un
pastor débil, inexperto e inútil pero, así y todo, pastor de tus ovejas.
Enséñame a mí, tu siervo, Señor, enséñame, te lo suplico, por medio de tu
Espíritu Santo, cómo servir a mis hermanos y desgastarme por ellos.
Concédeme, Señor, por tu gracia inefable, saber soportar con paciencia sus
debilidades, saber compartir sus sufrimientos con benevolencia y
prestarles ayuda con discreción. Que, enseñado por tu Espíritu, aprenda a
consolar al triste, a fortalecer al pusilánime, a levantar al caído, a ser débil
con los débiles, a indignarme con quien padece escándalo, a hacerme todo
a todos para salvar a todos. Pon en mi boca palabras verdaderas, justas y
agradables, que les edifiquen en la fe, en la esperanza y en la caridad, en la
castidad y en la humildad, en la paciencia y en la obediencia, en el fervor
del espíritu y en la entrega del corazón.
Los confío a tus santas manos y a tu tierna providencia, para que nadie los
arrebate de tu mano ni de la mano de tu siervo, a quien los has confiado,
sino que perseveren con gozo en el santo propósito y, perseverando,
obtengan la vida eterna, con tu ayuda, dulcísimo Señor nuestro, que vives

4.2 Page 32

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y reinas por todos los siglos de los siglos. Amén».81
Oración a María
31. Dulce y santa Virgen María, en el momento del anuncio del ángel, con
tu obediencia creyente e interpelante, nos diste a Cristo. En Caná nos
mostraste, con tu corazón atento, cómo actuar con responsabilidad. No
esperaste pasivamente la intervención de tu Hijo, sino que te le
adelantaste, haciéndole saber las necesidades y tomando, con discreta
autoridad, la iniciativa de mandarle a los sirvientes.
A los pies de la cruz, la obediencia te hizo Madre de la Iglesia y de los
creyentes, en tanto que en el Cenáculo todos los discípulos reconocieron
en ti la dulce autoridad del amor y del servicio.
Ayúdanos a comprender que toda autoridad verdadera en la Iglesia y en la
vida consagrada tiene su fundamento en ser dóciles a la voluntad de Dios
y, de hecho, cada uno de nosotros se convierte en autoridad para los demás
con la propia vida vivida en obediencia a Dios.
Madre clemente y piadosa, «Tú, que has hecho la voluntad del Padre,
disponible en la obediencia»,82 vuelve nuestra vida atenta a la Palabra, fiel
en el seguimiento de Jesús Señor y Siervo, en la luz y con la fuerza del
Espíritu Santo, alegre en la comunión fraterna, generosa en la misión,
solícita en el servicio de los pobres, a la espera de aquel día cuando la
obediencia de la fe culminará en la fiesta del Amor sin fin.
El 5 de mayo de 2008, el Santo Padre aprobó la presente Instrucción de la
Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de
vida apostólica y ha ordenado su publicación.
Roma, 11 de mayo de 2008, Solemnidad de Pentecostés.
Franc. Card. Rodé, C.M.
Prefecto
Gianfranco A. Gardin, OFM Conv.
Secretario
INDICE
Introducción
1. La vida consagrada testimonio de la búsqueda de Dios.
2. Un camino de liberación
3. Destinatarios, objeto y límites de este documento
PRIMERA PARTE
Consagración y búsqueda de la voluntad de Dios

4.3 Page 33

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4. ¿A quién estamos buscando?
5. La obediencia como escucha.
6. «Escucha, Israel» (Dt 6, 4).
7. Obediencia a la Palabra de Dios.
8. Siguiendo a Jesús, el Hijo obediente al Padre.
9. Obedientes a Dios a través de mediaciones humanas.
10. Aprender la obediencia en lo cotidiano.
11. En la luz y en la fuerza del Espíritu.
12. Autoridad al servicio de la obediencia a la voluntad de Dios.
13. Algunas prioridades en el servicio de la autoridad.
a) En la vida consagrada la autoridad es ante todo autoridad espiritual
b) La autoridad está llamada a garantizar a su comunidad el tiempo y la
calidad de la oración
c) La autoridad está llamada a promover la dignidad de la persona
d) La autoridad está llamada a infundir ánimos y esperanza en la
dificultades
e) La autoridad está llamada a mantener vivo el carisma de la propia
familia religiosa
g) La autoridad está llamada a acompañar en el camino de la formación
permanente
14. El servicio de la autoridad a la luz de las normas eclesiales
15. En misión con la libertad de los hijos de Dios.
SEGUNDA PARTE
Autoridad y obediencia en la vida fraterna
16. El mandamiento nuevo
17. La autoridad al servicio de la comunidad, y ésta al servicio del Reino
18. Dóciles al Espíritu que conduce a la unidad.
19. Para una espiritualidad de comunión y una santidad comunitaria.
20. Papel de la autoridad en el crecimiento de la fraternidad.
a) El servicio de la escucha.
b) La creación de un clima favorable al diálogo, la participación y la
corresponsabilidad.
c) Inculcar la contribución de todos en los asuntos comunes.
d) Al servicio del individuo y de la comunidad.
e) El discernimiento comunitario.
f) Discernimiento, autoridad y obediencia.
g) La obediencia fraterna.
21. «El primero entre vosotros se hará vuestro esclavo» (Mt 20, 27).
22. La vida fraterna como misión.
TERCERA PARTE
En misión
23. En misión con todo el propio ser, como Jesús, el Señor.

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24. En misión para servir.
25. Autoridad y misión.
a) Anima a asumir responsabilidades y las respeta una vez asumidas.
b) Invita a afrontar las diversidades en espíritu de comunión.
c) Mantiene el equilibrio entre las varias dimensiones de la vida
consagrada.
d) Tiene un corazón misericordioso.
e) Tiene el sentido de la justicia.
f) Promueve la colaboración con los laicos.
26. Las obediencias difíciles.
27. Obediencia y objeción de conciencia.
28. La difícil autoridad.
29. Obedientes hasta el final.
30. Oración de la autoridad.
31. Oración a María.
1 Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata
(25 marzo 1996), 1.
2 Dante Alighieri, Divina Comedia. Paraíso, III, 85, en Obras completas
de Dante Alighieri, BAC 157, Madrid 1956, 460.
3 Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las
Sociedades de Vida Apostólica, Instrucción La vida fraterna en
comunidad (2 febrero 1994), 5; Congregación para los Religiosos y los
Institutos Seculares, Instrucción Elementos esenciales de la enseñanza de
la Iglesia sobre vida religiosa (31 mayo 1983), 21.
4 Cf. Código de Derecho Canónico, can. 631, § 1; Vita consecrata, 42.
5 Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte (6 enero
2001), 43-45; Vita consecrata, 46; 50.
6 Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades
de Vida Apostólica, Instrucción Potissimum institutioni (2 febrero 1990),
en particular los nn. 15, 24-25, 30-32.
7 En particular los nn. 47-52.
8 En particular los nn. 42-43, 91-92.
9 Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades
de Vida Apostólica, Instrucción Caminar desde Cristo (19 mayo 2002), en
particular los nn. 7 y 14.
10 San Bernardo, Sermones diversos, 42, 3, en Obras completas de San
Bernardo, BAC 497, Madrid 1988, VI, 317.

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11 San Bernardo, Errores de Pedro Abelardo, 8, 21, en Obras completas
de San Bernardo, BAC 452, Madrid 1984, II, 563.
12 Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi (30 noviembre 2007), 43; cf.
Conc. Ecum. Lateranense IV, in DS 806.
13 «Más interior que lo íntimo mío». San Agustín, Confesiones III, 6, 11,
en Obras de San Agustín, BAC 11, Madrid 1955, II, 165.
14 Benedicto XVI, Carta al Prefecto de la Congregación para los
Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica con
ocasión de la Plenaria (27 de septiembre 2005), en L'Osservatore
romano, edición semanal en lengua española, 14 de octubre de 2005, 4.
15 San Benito, Regla, Prólogo, 3, en La Regla de San Benito, BAC 406,
Madrid 1979, 65. Cf. también San Agustín, Regla, 7; San Francisco de
Asís, Regla no bulada, I, 1; Regla bulada, I, 1, en San Francisco de Asís.
Escritos, Biografías, Documentos de la época, BAC 399, Madrid 1978, 91
y 110.
16 Código de Derecho Canónico, can. 618.
17 Cf. Conc. Ecum. Vaticano II, Decreto sobre la adecuada renovación de
la vida religiosa Perfectae caritatis, 14; cf. Código de Derecho Canónico,
can. 601.
18 Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelica testificatio (29 junio
1971), 29.
19 Cf. ibíd., 25.
20 San Ignacio de Loyola, Constituciones de la Compañía de Jesús, 84, en
Obras completas de San Ignacio de Loyola, BAC 86, Madrid 1952, 387.
21 Cf. Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum
caritatis (22 febrero 2007), 12.
22 Cf. Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y
Congregación para los Obispos, Notas directivas sobre las relaciones entre
Obispos y Religiosos en la Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978), 13.
23 Perfectae caritatis, 14.
24 Benedicto XVI, Homilía en la Misa de inicio de su pontificado (24
abril 2005), en L'Osservatore romano, edición semanal en lengua
española, 29 de abril de 2005, 6.
25 San Ignacio de Antioquia, Carta a Policarpo 4, 1, en Padres
apostólicos y apologistas griegos, BAC 629, Madrid 2002, 416.
26 Cf. San Agustín, Enarraciones sobre los salmos 70.1.2, en Obras de

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San Agustín, BAC 246, Madrid 1965, XX, 819.
27 Cf. La vida fraterna en comunidad, 50.
28 Benedicto XVI, Discurso a los superiores generales (22 de mayo de
2006), en L'Osservatore romano, edición semanal en lengua española, 26
de mayo de 2006, 3; cf. Caminar desde Cristo, 24-26.
29 Cf. Conc. Ecum. Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 11;
Caminar desde Cristo, 26.
30 Cf. Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 8; 37; 81.
31 Cf. Vita consecrata, 42.
32 Cf. Mutuae relationes, 34-35.
33 Benedicto XVI, Homilía de la misa Crismal (20 de marzo de 2008), en
L'Osservatore romano, edición semanal en lengua española, 28 de marzo
de 2008, 6.
34 Caminar desde Cristo, 32.
35 Cf. Código de Derecho Canónico,, can. 590, 2.
36 Cf. Vita consecrata, 46.
37 Vita consecrata, 70.
38 Cf. La vida fraterna en comunidad, 32.
39 Cf. Código de Derecho Canónico, cann. 617-619.
40 Ibíd., c. 618.
41 Ibíd., c. 618.
42 Ibíd., c. 601.
43 Ibíd., c. 619.
44 La comunidad religiosa tiende a conseguir y manifestar la primacía del
amor de Dios, que constituye el fin proprio de la vida consagrada, y por lo
mismo su primera obligación y el primer apostolado de cada uno de los
miembros de la comunidad. Cf. Código de Derecho Canónico, cann. 573;
607; 663, § 1; 673.
45 Código de Derecho Canónico, c. 619.
46 Cf. Código de Derecho Canónico, cann. 619, 602, 618.

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47 Cf. Perfectae caritatis, 14.
48 Vita consecrata, 92.
49 Sacramentum caritatis, 15.
50 Cf. ibíd., 42.
51 La vida fraterna en comunidad, 51.
52 Cf. Perfectae caritatis, 14.
53 San Benito, Regla 3, 1.3, 80.
54 Cf. Vita consecrata, 43; La vida fraterna en comunidad, 50c; Caminar
desde Cristo, 14.
55 La vida fraterna en comunidad, 32.
56 Vita consecrata, 92.
57 Cf. ibíd., 43.
58 San Benito, Regla 71, 1-2, 185.
59 Ibíd., 72, 4-7, 186-187.
60 San Basilio, Las reglas más breves, Interrog. 115: PG 31, 1162.
61 San Bernardo, Sobre la consideración, II, XI, 20, en Obras completas
de San Bernardo, II, 113.
62 Santa Clara de Asís, Testamento, 61-62, en Escritos de Santa Clara y
documentos contemporáneos, BAC 314, Madrid 1970, 284.
63 Juan Pablo II a la Plenaria de la Congregación para la Vida Consagrada
y las Sociedades de Vida Apostólica (20 noviembre 1992), en AAS 85
(1993) 905; cf. La vida fraterna en comunidad, 54, 71.
64 Ibíd., 54.
65 San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, 95, 4-5, 179.
66 Vita consecrata, 92.
67 Cf. Ibíd., 43.
68 Cf. La vida fraterna en comunidad, 50.
69 Cf. ibíd., 59.

4.8 Page 38

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70 San Francisco de Asís, Carta a un Ministro, 7-10, 72.
71 Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Dives in misericordia (30 noviembre
1980), 6.
72 Vita consecrata, 55; cf. Caminar desde Cristo, 31.
73 La vida fraterna en comunidad, 70.
74 San Benito, Regla 68, 1-5, 182-183.
75 San Francisco de Asís, Admoniciones III, 5-6, 78.
76 San Francisco de Asís, Admoniciones III, 9, 78.
77 Cf. Pablo VI, Evangelica testificatio, 28-29.
78 Juan Pablo II, Carta Encíclica Veritatis splendor (6 agosto 1993), 64.
79 Ibíd., 64.
80 Evangelica testificatio, 28.
81 Aelredo de Rievaulx, Oratio pastoralis, 1; 7; 10, en CC CM I, 757-763.
82 Vita consecrata, 112.