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1. EL RECTOR MAYOR
Nos ha reconciliado consigo mismo y nos ha confiado
el ministerio de la Reconciliación1
1. Gracia y misericordia envuelven nuestra vida – “Por medio de Cristo” – Amor gratuito y praxis
salesiana. 2. El amor de Dios nos lleva a juzgarnos a nosotros mismos – Dios misericordioso y justo
– Sentido del pecado – Formación de la conciencia – Juicio y vida salesiana. 3. Conversión y vida
nueva en el Espíritu – El retorno a Dios – La salvación en las raíces del mal – Consecuencias
salesianas. 4. El sacramento de la Reconciliación – Un camino de revalorización del sacramento –
Sacramento de la Reconciliación y espiritualidad salesiana – Reconciliados y ministros de la
Reconciliación. Conclusión: cruzar el umbral.
Roma, 15 de agosto de 1999
Solemnidad de la Asunción de la Sma. Virgen María
El 2000 se perfila no sólo como una fecha del calendario, aunque especial, sino como
un paso adelante de la cultura con consecuencias imprevisibles sobre las personas y sobre el
género humano. Estimula a una lectura y una evaluación de conjunto sobre lo que hemos
vivido en el siglo que se concluye y reanima esperanzas que parecen estar hoy al alcance del
esfuerzo humano y más allá.
Para nosotros es una invitación, casi una provocación, a mirarnos de nuevo como
discípulos de Cristo, en una transformación compleja y arrolladora, pero en la cual se
descubre un sentido y una dirección. De semejante evolución nos sentimos solidarios y parte
viva: no sólo críticos, sino responsables de lo que ha sucedido y de lo que sucederá.
Queremos, por ello, acoger y llevar comunitariamente a cabo la consigna principal del
Jubileo expresada repetidas veces por el Santo Padre en la Bula de convocación: “El Año
Santo es por su naturaleza un momento de llamada a la conversión...”2. “La conmemoración
bimilenaria del misterio central de la fe cristiana sea vivida como camino de reconciliación y
como signo de genuina esperanza para quienes miran a Cristo y a su Iglesia”3
También a nosotros se nos ofrece una oportunidad extraordinaria de vivir de nuevo la
experiencia de la Reconciliación según nuestra condición de consagrados salesianos,
comprendiendo cada vez mejor su dimensión humana y educativa juntamente con la teologal.
Hoy urge llegar a ver en qué modo la salvación realizada por Dios en Cristo tiene importancia
para el hombre que vive la experiencia de la división y del sufrimiento, de la conflictividad y
de la culpa. La Revelación cristiana, en efecto, debe ser capaz de instruir al hombre sobre
cómo debe estar en el mundo, humana y divinamente bien.
Deberemos, pues, volver a tomar y relacionar, articulándolos luego según las
situaciones, los diversos aspectos de la Reconciliación: vuelta a Dios y acercamiento a los
hermanos, unificación interior y reconstrucción de las relaciones sociales, armonía del propio
ser y compromiso por la justicia, alegría íntima y construcción de la paz en el mundo, verdad
1
cf. 2 Cor 5,18.
2
Incarnationis Mysterium, 11.
3
Incarnationis Mysterium, 4.
1

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y caridad, revelación y denuncia del mal oculto y “renovación” en el Espíritu, don
sacramental y estilo de vida y acción.
1. Gracia y misericordia envuelven nuestra vida
Podríamos hacer una lista de las laceraciones personales y sociales producidas por el
pecado, poniendo en evidencia la extrema urgencia de reconciliación que el mundo siente, sin
que sea capaz de lograrla. Diversos documentos eclesiales tienen esta orientación y vosotros
mismos la habéis seguido con los jóvenes.
Pero en esta ocasión, coronando el camino que nos ha conducido hasta el 2000,
prefiero, como primer paso, remontarme a la fuente que hace posible y real la reconciliación.
Dicha fuente está en la Trinidad, en Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, es decir, amor
total que se comunica: en Él se da la donación y la acogida incondicional del otro. Esto
permite pensar en la Reconciliación como algo que está en los orígenes, no determinada por
una culpa nuestra o sólo dependiente de ella, sino como una realidad que tiene su raíz en Dios
y se extiende a toda nuestra experiencia humana.
Es verdad que “reconciliación” hace referencia inmediata a una cierta “separación”,
división o culpa precedente; pero es todavía más cierto que la posibilidad originaria de todo
perdón es el hecho de que Dios sea en sí mismo Amor, Gratuidad, Misericordia, Entrañas de
ternura, Altruismo, Donación, o como se quiera decir.
La forma trinitaria de Dios, que es comunión, da a la “reconciliación” un sentido
absolutamente positivo. El otro, sea persona o cosa, es válido para Él según su forma actual de
ser. La “misericordia” es aquel radical “dejar ser” por lo que todas las cosas son benditas al
venir a la luz, respetadas en su existencia, esperadas en vista de su plena realización.
Si en Dios mismo hay varias Personas que tienen origen en el amor y viven en el
amor, se sigue que Dios es capaz de asumir el peso de todo ser, incluso del hombre pecador, y
crear las condiciones de posibilidad para que la creación esté dirigida hacia la participación
real de su misma vida.
De este modo, el pecado no llega a romper la unidad del plan de Dios y a debilitar la
responsabilidad paterna que Dios se ha echado encima poniendo en el mundo otras libertades.
Dios se muestra se muestra capaz de asumir desde el principio la responsabilidad del posible
rechazo de su criatura. Por eso, la Escritura hace una referencia al “Cordero inmolado” desde
la fundación del mundo4: el amor incondicional de Dios que su Hijo ofrece, había previsto y
aceptado el riesgo de la libertad.
En una palabra, la Creación está ordenada a la Alianza, nuestra existencia a la
comunión con Dios: ésta ocupa el primer lugar en la intención, es el objetivo final. La
reconciliación es aquella predisposición por la que Dios no se arrepiente de su creación, sino
que en cualquier situación la recrea internamente para atraerla nuevamente a sí.
Este pensamiento fundamenta sobre bases verdaderamente sólidas el amor auténtico y
la gratuidad: dar no es perder, sino ser más plenamente; perdonar y ser perdonado no es
recoser o remendar, sino recrear y ser recreados en el Espíritu en virtud de la “pasión” que ha
llevado a Dios a hacernos partícipes de su vida y a participar Él de nuestra existencia.
El primer esfuerzo de nuestra reflexión personal y del anuncio evangélico será el de
comprender la Revelación de Dios, como se nos manifiesta en Cristo, el único en condiciones
de representar la plenitud de Dios y su voluntad salvífica universal5.
4
cf. Ap 13,8.
5
cf. Col 2,9.
2

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Un lenguaje que evite simplificaciones o ambigüedades y que se deje instruir por la
luminosidad evangélica, manteniendo sin aumentarlas ni disminuirlas algunas tensiones,
debería ser la actitud de todo educador de la fe, de modo que pueda garantizar a todos el
encuentro confiado con un Dios acogedor, verdaderamente capaz de obrar toda
reconciliación; capaz, después de todos nuestros intentos y después del reconocimiento de
nuestra impotencia, de “confortarnos en todas nuestras tribulaciones”6, de perfeccionar todo lo
bueno a lo que nos hayamos sentido tenazmente atraídos7, y, al final, en condiciones de
“enjugar toda lágrima”8.
“Por medio de Cristo”9
Esta actitud de Dios hacia el hombre se revela en la existencia de Jesús, que la
reproduce en sus gestos y la ilumina con sus palabras. Él reconcilia en sí lo humano y lo
divino: asume al hombre y lo llena de Dios; hace de todos nosotros “una sola criatura”,
destruye el muro de toda división10 y reúne la humanidad que camina hacia su realización
definitiva en una historia con vicisitudes alternas. Él instaura la posibilidad de un hombre y de
una humanidad nueva, la propone en sus enseñanzas y la inicia en el Espíritu con su muerte y
Resurrección.
Por eso anuncia la misericordia, pide la conversión, obra la reconciliación y la entrega
a su Iglesia como don y misión: “Todo esto proviene de Dios que nos ha reconciliado consigo
por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación”11.
Hay en el Evangelio muchas escenas de reconciliación y de perdón de las que una
atenta lectio puede sacar infinitos tesoros. A nosotros, que preferimos la contemplación de
Jesús Buen Pastor, tales escenas nos impresionan de modo particular, y con gusto nos
detenemos en subrayar sus características.
La reconciliación en las narraciones del Evangelio es siempre iniciativa de Jesús: no es
la persona, hombre o mujer, quien se adelanta o desea el perdón, sino que es Jesús quien lo
ofrece. La persona, acaso, se siente bajo la opresión del sentido de culpa o de la condena
social. A menudo se mueve por interés de la propia salud, por curiosidad o por un interrogante
espontáneo e inmediato.
Es Jesús quien se dirige a Leví12; es Jesús quien mira a Zaqueo y se invita a su casa13;
es Jesús el que sale en defensa de la mujer pecadora14 y de la adúltera15; es Jesús quien
pronuncia el perdón para el paralítico bajado desde el tejado en busca de la salud16; es Jesús
quien mira a Pedro, ya olvidado de su infidelidad17.
6
cf. 2 Cor 1,4.
7
cf. Mt 25.
8
Ap. 21,4.
9
cf. 2 Cor 5,18.
10
cf. Ef 2,14
11
2 Cor 5,18.
12
cf. Lc 5,27.
13
cf. Lc 19,5.
14
cf. Lc 7,48.
15
cf. Jn 8,10.
16
cf. Lc 5,20.
17
cf. Lc 22,61.
3

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El camino de reconciliación – ésta es otra constante – no empieza con la acusación de
las culpas, sino con sentirse “personas” reconocidas, en una relación nueva e inesperada,
ofrecida gratuitamente, que ilumina la vida y hace ver al mismo tiempo sus deformidades y
sus posibilidades. En el origen del deseo de reconciliación se halla siempre el impacto de la
palabra o de la persona que nos despierta de nuestro letargo en una existencia depauperada y
nos llama de nuevo al ser.
Es preciso, pues, ir más allá de la mentalidad que se fija en las infracciones o en el
incumplimiento de los propósitos, como si fueran el elemento principal que mueve a la
reconciliación. Es necesario, en cambio, ponerse frente a las propias relaciones con Dios: ver
si Él cuenta para nosotros, si sentimos su presencia y acción en nuestra vida, si esperamos
mucho de Él y si nos interesa mucho no perderlo.
Lo más importante para nosotros y para nuestra actividad pastoral es reconocer, gustar
y proclamar la misericordia de Dios, y concentrar la atención en Él, Padre de Jesús y nuestro.
La misericordia de Dios recompone la historia que, de otra manera, se deshace; y restablece
continuamente la alianza que solemos descuidar por nuestra debilidad u olvido.
Por eso, la experiencia de la reconciliación en el Evangelio es siempre una experiencia
de sobreabundancia de gracia, más allá de lo razonable; es experiencia de alegría y de
plenitud. Hay gran fiesta por quien se convierte, con escándalo de las personas que se
consideran buenas. Hay derrame de perfumes costosos, con protestas de los ahorradores. Hay
un banquete y hay invitaciones para todos, con quejas de la gente seria. Hay justificaciones de
faltas, injustificadas a los ojos de los hombres, sin necesidad de fianza alguna; y una
comprensión cariñosa de lo humano que roza la ingenuidad.
El contexto de la reconciliación es siempre de alabanza y de acción de gracias. Esto
reproduce lo que cantan repetidamente los salmos: “Dad gracias al Señor porque es bueno;
porque es eterna su misericordia”18. “Bendice, alma mía, al Señor... Él perdona todas tus
culpas y cura todas tus enfermedades”19.
La sinfonía de motivos con que se describe la reconciliación, como un acontecimiento
de relaciones y de vida más que como un cumplimiento religioso, comunica lo que sucede en
la persona cuando descubre que tiene valor para Dios y es amada por Él.
Amor gratuito y praxis salesiana
La gran mediación e instrumento de reconciliación fue y es la humanidad de Cristo.
Ésta derribó todos los muros y las distancias entre Dios y los hombres. Con ella la
comunicación de Dios con nosotros ha alcanzado los máximos niveles posibles.
Es ésta una afirmación que tiene aplicaciones muy concretas en nuestra vida y en
nuestra praxis pastoral. Al deseo de reconciliación no se llega fácilmente sin la experiencia
humana de la acogida. La praxis pastoral del Buen Pastor sugiere, pues, saber aceptar con
gratitud el afecto que se nos ofrece y mostrar consideración, estima y escucha de las personas.
Es éste el camino que conduce a examinar nuevamente la propia vida y al deseo de cambio de
conducta.
Es precisamente esto lo que hace ver cómo los aspectos más luminosos de nuestro
carisma son ya “reconciliación”. La característica “preventiva” de nuestra pedagogía es un
reflejo inmediato del corazón misericordioso de Dios20 y, por eso, auténtica actuación humana
de la reconciliación que Él es y ofrece: la revelación cristiana afirma, en efecto, que Dios
18
Sal 106 (107).
19
Sal 102 (103).
20
cf. Const 11.
4

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previene no sólo como Creador, sino también como Redentor, porque sólo por su iniciativa le
es posible al hombre desear de modo real los dones que provienen de ella.
La “gratitud al Padre por el don de la vocación divina a todos los hombres”21, de que
hablan nuestras Constituciones, es la conmoción con que nos acercamos a todo joven por
pobre que sea, seguros de que en él hay nostalgia de una dignidad mayor, de un “paraíso” no
tan perdido que Dios no pueda dárselo de nuevo.
El cariño (“l’amorevolezza”) que caracteriza nuestras relaciones es manifestación
sensible del proyecto y del deseo de Dios, incluso y sobre todo para el muchacho difícil, que
ha perdido todo rastro de una posible comunión gozosa con las personas y la vida.
El optimismo es el reconocimiento de aquella intención divina de felicidad, nunca
retractada, siempre presente en cualquier gesto de bien por pequeño que sea, que se da tal vez
de modo debilísimo, pero que debe y debe ser reactivado también con el ofrecimiento sencillo
de simpatía humana, en la que lo divino y lo humano se unen de modo concreto y crecen
juntos: representación de la “humanidad y benignidad de nuestro Salvador”22, por la que
encontrar al Señor era ver a Dios.
Nuestro estilo pastoral, de lo concreto, de la iniciativa y de la laicidad, es, en fin, la
forma más radical del convencimiento de que la paternidad de Dios y su Señorío se
manifiestan y se hacen creíbles en los signos de la liberación del mal y en el ofrecimiento de
una vida digna para todos. Donde se tenga cuidado de un pequeño, allí Dios es bendecido: por
eso, el cumplimiento transparente de nuestra misión de evangelización-promoción-educación
llegará a ser reconciliación, incluso donde ésta, por mil motivos, no es solicitada, ni querida,
ni soñada, ni denominada como tal: reconciliación como gracia preveniente, concedida
“cuando aún éramos pecadores”23.
El Reino se hace ya presente en la acogida de la necesidad del joven, desde el “sabes
silbar” al “catecismo”, sin solución de continuidad, sin barreras, sin contraposiciones ni
envidias.
Una reflexión análoga se puede aplicar también a la vida de nuestras comunidades, y
espero que lo hagáis. Es un reflejo de Dios, y es sabiduría humana, el hecho de que, en
nuestras relaciones, todo pase preferentemente a través de la lógica del corazón, del espíritu
de familia y de caridad, de la estima y confianza recíprocas24.
Es una gran verdad que la reconciliación se actúa mejor en la humildad y en el valor
de dar el primer paso; y peor en la espera, más o menos atrincherada, del otro. Y es sobre todo
verdad que los caminos de la reconciliación se recorren dentro de relaciones en las que el otro
se siente más estimado que juzgado.
Profundizar el espíritu de familia, bajo este aspecto de la reconciliación, significará
decirnos concretamente qué es para nosotros, más allá de lo puramente formal, la
comunicación fraterna y el silencio, la iniciativa y la paciencia, la sinceridad y la corrección
fraterna. Más radicalmente, observando tantas situaciones comunitarias, nos preguntamos:
¿Cuánto debemos imitar el amor preveniente de Dios y la bondad del Buen Pastor para
reanimar a un hermano amargado, decepcionado, herido en la vida, resentido por muchos
errores cometidos o sufridos? ¿Cómo se logrará dar nuevamente vida a quien está tan
“mortificado” que no siente ya en sí recursos de recuperación?
2. El amor de Dios nos lleva a juzgarnos a nosotros mismos
21
Const 11.
22
Tt 3,4 (Vulg.).
23
Rm 5,8.
24
cf. Const 65.
5

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La incondicional gratuidad de Dios, el hecho de que “Dios es luz y en Él no hay
tinieblas”25, cierra el camino a una interpretación de la bondad de Dios reducida a un simple
“no hacer caso”, a una identificación del perdón como un “no dar importancia”, a un perdón
de la culpa que no sea una verdadera destrucción del mal, a una comprensión de la
misericordia separada de la justicia, o a una idea de la justificación que no tenga en cuenta
algún juicio sobre nuestras orientaciones, actitudes y acciones.
Es ésta una consideración que ha de madurar gradualmente; pero debe quedar claro
enseguida que, si la misericordia es algo precedente, gratuito, absoluto y total, todo esto
precisamente hace radicalmente inaceptable el mal.
El mal, especialmente en su forma más extrema, que es el pecado, no se puede integrar
de ninguna manera en el contexto de amor y de don que surge de nuestra vida y que nosotros
descubrimos cuando pensamos en Dios. El mal es siempre desintegrante. La percepción de su
malignidad será tanto más aguda cuanto mayor haya sido la experiencia del bien.
Por eso, la reconciliación, el ser amados incondicionalmente, no suprime, sino que
fundamenta un juicio sobre nuestras intenciones y acciones. El amor gratuito de Dios, a la vez
preveniente y misericordioso, no elimina ni aligera o contradice la exigencia ética en el obrar
del hombre: al contrario, le pone un fundamento más sólido y absoluto, lo ilumina más y lo
llena. No borra la consideración de las contradicciones humanas, sino que enseña cómo
desenmascararlas, cómo gobernarlas y cómo superarlas.
El don y el conocimiento de la vida de Dios, precisamente porque con Jesús se han
hecho carne, deben convertirse en vida del hombre. Nuestro deseo de reconciliación y el
recurso a la misericordia de Dios no deben, pues, interpretarse reduciendo lo ético a lo
subjetivo, como si no hubiera criterios para distinguir lo que es bueno y lo que es malo; ni
según lo que podríamos llamar el “debilismo” tan difundido hoy, que hace imposible
determinar cualquier bien que no sea únicamnente reconocimiento de la existencia, libertad y
propiedad del otro.
La gratuidad de Dios no es olvido o suspensión de la justicia, ni simple simpatía
(ausencia de juicio): ¡para Él “no hay bondad sin justicia”!
Dios misericordioso y justo
También este aspecto debe clarificarse a la luz de la Palabra en el paso de milenio
caracterizado por una multiplicidad de imágenes de Dios, a menudo confeccionadas con
criterios subjetivos. Cuando Dios habla al hombre, habla a “este” hombre; no habla nunca en
forma abstracta. La Revelación es, ante todo, pedagogía: iluminación de la realidad, propuesta
de vida verdadera, tiempo de la larga paciencia, asunción amable por parte de Dios de la
dureza de nuestro corazón.
Por esto, la Escritura habla tanto del amor de Dios como de su ira; por esto, Yahvéh
es un Dios tierno y celoso, es llamado rico de gracia, pero también lento a la ira. Por esto,
Jesús cuenta las parábolas del Reino, unilateralmente luminosas; pero también las del rechazo,
claramente tenebrosas; por esto, Jesús es la novedad absoluta; pero como perfeccionamiento,
y por esto la superación de la Ley Antigua es el Mandamiento del Amor. Por esto, existe un
Antiguo y un Nuevo Testamento y, en el Nuevo Testamento, una tensión entre lo pre- y lo
post-pascual; por esto, la Resurrección es el fruto de la Pasión.
Para comprender los caminos de la reconciliación, se debe tratar de articular estas
dialécticas, no eliminarlas. Nuestra meditación y el lenguaje religioso deberán tener tanto
cuidado de hablar bien de Dios como de dirigirse con realismo al hombre; de anunciar la
25
Rm 5,8.
6

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acogida divina incondicional e individuar las situaciones del rechazo humano; de ilustrar la
confianza absoluta que Dios merece y denunciar la incredulidad del hombre.
Un anuncio o una catequesis demasiado “optimista” (esto es, que minimiza la
responsabilidad del hombre) puede ser tan dañino como la opuesta versión “pesimista”. El
ofrecimiento del perdón debe siempre ir coordinado con la necesidad del arrepentimiento,
antecedente o consecuente, sea reconocido por uno mismo o suscitado desde fuera.
Se requiere en todo esto una gran vigilancia en la reflexión y en la palabra. El amor y
la ira de Dios no están en el mismo plano, como tampoco lo están la salvación y el juicio, el
desatar y el atar, el perdonar y el retener, el denunciar y el perdonar, las caricias y los
castigos. Una madura reflexión personal y un buen anuncio articularán los términos de estas
polaridades siguiendo los criterios de la copresencia y de la asimetría. Mostrará que la ira es
una modalidad del amor, que se ata para poder luego desatar, que los “noes” están en función
de “síes” mayores. Y hará ver que de aquí procede todo éxito, todo riesgo y todo fracaso en
campo educativo, en el cielo y en la tierra.
Acerca de la unión inseparable de salvación y de juicio, de la copresencia y de la
asimetría de los dos términos, la doctrina cristiana es sumamente instructiva: no deteriora la
imagen de Dios presentándolo como un juez “objetivo y lejano”; pero tampoco anula la
responsabilidad del hombre.
Toda afirmación cristiana encuentra su núcleo en la Pascua del Señor, ¡donde resulta
que nuestro Juez es el Redentor! Por eso, los cristianos afirman la existencia tanto del Paraíso
como del Infierno. Saben, sin embargo, por declaración autorizada de la Iglesia, que en el
primero hay muchos hermanos y hermanas, mientras no saben con certeza si en el segundo
hay alguien. Nadie parte de este mundo con señales de una segura condenación.
Voluntad salvífica universal y posibilidad de un rechazo extremo aparecen igualmente
afirmadas, pero como asimétricas: la una es la realidad más estable que existe, la otra es una
posibilidad que Dios no desea en absoluto; la una es ofrecimiento positivo de Dios, la otra,
sólo un posible fracaso sufrido por Él.
Sentido del pecado
Cuanto venimos diciendo tiene su aplicación evidente en nuestra vida. ¡Nada hay más
imperioso que el amor! La cosa más grave, en los hechos como en la conciencia, es haber
herido a un verdadero y gran amor. Y así sucesivamente: haber hecho mal a una persona
buena; haber hecho sufrir a un inocente; haber deformado una verdad; haber despreciado algo
infinitamente bello: esto es lo que provoca los sentimientos de culpa más fuertes. “En el
paraíso y en el infierno arde el mismo fuego: el fuego del amor de Dios” (Urs Von Balthasar):
amor acogido, en un caso, rechazado en el otro.
Hablar del amor de Dios es necesario, pero no suficiente. Si se quiere hablar
responsablemente de reconciliación, se deben tener en cuenta las contradicciones del mal y de
la culpa humana. Si el amor es el horizonte último de la vida de Dios y del hombre, ¿qué
consecuencias se siguen de vivir llevando encima un amor rechazado o ignorado y qué
liberación puede haber para semejante situación?
Ahora bien, esta situación de rechazo se renueva desde siempre y amenaza a todos.
Muchas son las divisiones que se producen en el corazón y en la vida de los hombres.
Podríamos hacer una larga lista de tales divisiones siempre presentes, - en macro, media y
pequeña escala - en el contexto histórico o en nuestras comunidades.
En los últimos documentos de la Iglesia se señalan las macroconsecuencias del mal: la
violación de la dignidad humana, la discriminación racial, social, religiosa, la prepotencia del
poder político y económico, la violencia y las agresiones bélicas, la explotación de los pobres,
7

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la injusta distribución de la riqueza, la corrupción en la administración de los bienes comunes.
La división, la contraposición y hasta el odio han echado raíces en la conciencia después de
acontecimientos históricos impensables, pero que sin embargo han sucedido realmente.
Puesto que el horizonte educativo nos es connatural, me limito al panorama juvenil,
deteniéndome no tanto en los fenómenos más evidentes, muchas veces comentados, como son
las formas extremas de evasiones, la conflictividad social no resuelta o el libertinaje, cuyo
poder destructivo se ve a simple vista.
Quiero referirme más bien a las divisiones más íntimas, que, según la instrucción de
Jesús, son la raíz de las otras más llamativas. El panorama juvenil se presenta rico de
encrucijadas entre posibilidades y carencias. En efecto, nos encontramos con generaciones
laceradas entre estímulos y contraestímulos, contradictorios e irreconciliados: los jóvenes de
hoy son individualistas y solidarios, consumistas y espiritualistas, racionalistas y superficiales,
divididos entre afectos y actuaciones, emociones y responsabilidades, estética y ética. Más de
cerca, son sensibles a los temas de la paz, pero se comprometen menos en el frente de la
justicia; están sobrecargados de informaciones, pero son débiles en la reflexión; tienen un
sentido agudo de la libertad, pero son cada vez más incapaces de decisión; se entusiasman
cuando se les habla de valores, pero son reacios ante la llamada de las exigencias
incondicionales de éstos; son abiertos y aparentemente inmunes de complejos en las
relaciones, pero les cuesta mucho resolver los conflictos en una manera que no sea regresiva;
reconocen la importancia del cuerpo, pero lo convierten luego en terreno de experimentación
indiscriminada, sustraída a la responsabilidad ética; no les cuesta trabajo admitir que hay un
Dios, pero no soportan que Él tenga un rostro; lo quieren tipo “autoservicio” y hecho a su
medida.
Más formalmente, sufren todavía los residuos modernos de la discordancia entre
libertad y ley, entre espontaneidad y regla, intuición y esfuerzo, cuerpo y alma, identidad
personal y pertenencia cultural.
Se puede hacer una descripción análoga de lo que sucede entre nosotros como
individuos consagrados y como comunidad. Contradicciones, divisiones entre lo que se dice y
lo que se hace, incoherencias entre lo exigido y lo practicado están a la orden del día. El
descuidar la vigilancia en evaluar todo esto, ¿no va acaso oscureciendo la experiencia misma
del amor de Dios tan lúcidamente confesada y profesada?
He ahí por qué el cuidado para unir y distinguir acogida y responsabilidad, don y
deuda, es una indicación cultural y pastoral verdaderamente urgente: reconciliación significa
en este sentido elaborar nosotros y dar a los jóvenes una sabiduría capaz de unificar las
polaridades de las que la vida está constituida y de sanar las tensiones negativas que dejan el
ánimo dividido.
Pienso que no es necesario comentar mucho más cuánto se relaciona esto con el
“sentido del pecado”, cuya ofuscación hasta la desaparición en vastos sectores se lamenta hoy,
no sin razón. “Restablecer el sentido justo del pecado es la primera manera de afrontar la
grave crisis espiritual, que afecta al hombre de nuestro tiempo”26.
La madurez de juicio a la que lleva el amor consiste precisamente en percibir las
posibilidades que ofrece la vida y los correspondientes peligros que pesan sobre ella. El captar
sólo una de estas dimensiones es distorsión visual y en el fondo infantilismo. Todo bien tiene
su contrario que se le opone en lo más profundo de nosotros mismos y en el mundo que nos
rodea: amor y odio, compromiso e indiferencia, rectitud y deslealtad..., en el fondo, luz y
tinieblas, vida y muerte.
Restablecer el sentido del pecado en nosotros y en aquellos a los que se dirige nuestro
ministerio conlleva captar la relación que nuestras actitudes y nuestras acciones tienen con el
26
Reconciliatio et paenitentia, 18.
8

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amor de Dios, y la incidencia que nuestra relación con Dios tiene sobre los hermanos y sobre
el mundo y por consiguiente, comprender el potencial destructivo que posee el mal, también
cuando le demos cabida en aquellas acciones hoy consideradas “privadas”, y asumir la
responsabilidad de sus efectos en nosotros y en la historia pequeña y grande.
Formación de la conciencia
El ambiente en el que estamos inmersos nos lleva, casi sin darnos cuenta, a una cierta
indiferencia frente al mal moral, a una nivelación de los valores y, por lo mismo, a disminuir
la culpabilidad y la vigilancia. Se ve de todo y no se hace ningún caso. Parece que nos hemos
habituado al hecho de que cada uno escoja su forma de vida, con tal de que no viole las
normas de la convivencia y los derechos ajenos.
El juicio corriente en relación con tendencias y conductas se fundamenta a menudo en
razones inmediatas: estadísticas, ventajas personales, situaciones de dificultad. El análisis de
las culturas ha hecho ver cuánto dependen de ellas ciertas normativas que se creían absolutas.
El sentido del pudor, el respeto de la autoridad, una cierta forma de matrimonio, la expresión
de la sexualidad han sido relativizados, juzgándolos mudables y no perennemente
obligatorios.
El sentido de Dios se ha debilitado. Su imagen se ha oscurecido en la conciencia
personal y social de muchos. Esto hace difícil pensar que las acciones humanas puedan tener
algo que ver con la voluntad de Dios. Estamos atentos a no chocar con los vecinos y a no
ofender a los que nos rodean.
El estudio de los comportamientos humanos atribuye “los sentimientos de culpa” al
tipo de personalidad, a la educación familiar, al ambiente social. Se subrayan sus
condicionamientos y la necesidad de liberarse de ellos, más bien que el reclamo a la
responsabilidad que pueden contener.
Ha ido creándose una separación entre moral “privada” y moral “pública”, por lo que
muchas cosas, incluso de importancia social, se dejan ya a las decisiones individuales: aborto,
eutanasia, divorcio, homosexualidad, fecundación. Sobre todo esto, en ámbito social y
también educativo, se da cabida a una sensibilización, pero ordinariamente se refiere sólo a
los peligros y a las precauciones que se deben tomar; no ofrece un fundamento ético sólido;
mucho menos con una referencia transcendente.
Todo esto influye en los jóvenes como una nube tóxica. No hay que admirarse de que
aparezca en ellos un conjunto de síntomas y de reflejos de la cultura que respiran. Su
formación moral resulta fragmentaria. De hecho asumen criterios y normas de diversas
fuentes: de la familia y de la escuela, de las revistas y de la TV, de los amigos y de la propia
reflexión. La decisión, con frecuencia, se toma según preferencias subjetivas.
En el mismo sentido, el ambiente influye sobre los adultos, religiosos y educadores, si
la lectura atenta de la Palabra de Dios y el discernimiento no los mantiene vigilantes. Se
puede apagar la sensibilidad. Pasamos así, como siguiendo la regla del péndulo, de una
mentalidad precedente, severa y acusadora, a otra de signo opuesto, “alegre” y
despreocupada; de haber visto el pecado en todo, a no verlo ya en nada ni en nadie; de haber
acentuado los castigos que el pecado merece, a presentar un amor de Dios sin responsabilidad
por parte del hombre: la suerte de éste sería “igual”, sea cual fuera la respuesta que dé a su
Señor. Pasamos de la severidad en corregir la conciencia errónea, a una actitud de respeto que
no se preocupa ni siquiera de formarla; de los diez mandamientos aprendidos de memoria, a
no enseñar ya una vida cristiana coherente.
Ser “cristianos adultos”, “verdaderos educadores de la fe”, evangelizadores realistas
significa: no desconocer o disimular la presencia del mal, en la vida privada y social, y ser
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conscientes de su capacidad destructiva; saber que Cristo ha vencido todo mal y nos da todo
bien; saber individualizar el mal en sus raíces y en sus manifestaciones, iluminados por la
Palabra de Dios; ser conscientes de que, con su encarnación, pasión, muerte y resurrección,
Jesús nos indica el camino para superarlo: abandono en Dios, resistencia, vigilancia, lucha
intelectual, moral, espiritual.
Juicio y vida salesiana
Desde el punto de vista de nuestro carisma, me limito a recordar qué espléndido
resultaba el equilibrio personal, pastoral y pedagógico de Don Bosco, que nosotros estamos
llamados a continuar y actualizar. Él educaba con la palabra al oído y con el cuidado del
ambiente, con el afecto personal y con un reglamento preciso; era sacerdote de quien todos se
sentían preferidos, y maestro capaz de proponer, de hacer comprender y asimilar las
exigencias de la vida comunitaria y de la misión, atento a valorar con sabiduría, y prodigio de
energía emprendedora.
En cuanto a la reconciliación, aparecen en Don Bosco tanto la intuición de la calidad
estimulante que tiene el bien por su naturaleza, como la aguda percepción del desastre
producido por el pecado, ¡hasta la somatización! Es notable, en la línea de la doble atención
que hemos llamado copresencia y asimetría entre gracia y juicio, el hecho de que Don Bosco,
en su código narrativo, hable siempre clara y directamente del bien, y que, en cambio, se
exprese siempre figurativamente (sueños, elefantes, monstruos, imágenes, alusiones...) a
propósito del mal, afirmando así la justicia de toda obra buena y la injustificabilidad de toda
obra mala. Por otra parte, sobre este modo suyo de expresarse dejó una precisa indicación
pedagógica para sus discípulos.
La lógica del corazón no anula el deber de la responsabilidad, y el espíritu de familia
no elimina el servicio de la autoridad. Al contrario, la sostiene: por un lado, porque es
precisamente un fruto del espíritu de familia el favorecer la sinceridad al corregir y la apertura
a la corrección; por otro, porque la abdicación del servicio de autoridad lleva las tensiones a
niveles insoportables y hace a menudo prácticamente imposible encauzar el mal de tipo
individualista, derrotista y regresivo.
El servicio de autoridad como capacidad de orientación, reclamo y corrección es un
sacrificio, pero es en favor del bien común, se rige por una visión realista de las cosas, es
indispensable en todas las situaciones en que los caminos de la persuasión deben seguirse o
han sido recorridos inutilmente.
Este pensamiento surge de la consideración de las tensiones que se viven en nuestras
comunidades, por razones generacionales, de compatibilidad o de difícil colaboración: lo que
a veces parece verse son obediencias claras a las que no corresponde un reconocimiento
afectivo, y claras desobediencias a las que no sigue una intervención efectiva. En otras
palabras: muchas veces no se sabe cómo mantener juntas la justicia y la bondad.
Ahora bien, la claridad de la propia posición vocacional/comunitaria y la rectitud en el
ejercicio del propio deber son la premisa para un mejor discernimiento espiritual, y, por lo
tanto, para construir caminos de reconciliación, al mismo tiempo más justos y más buenos.
3. Conversión y vida nueva en el Espíritu
Unimos en este tercer paso los dos puntos precedentes, anticipando también esta vez lo
que queremos sugerir: la reconciliación comporta el discernimiento en dos direcciones: una
“revisión en profundidad del pasado”, para descubrir las huellas del amor de Dios y del bien
1

2 Pages 11-20

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2.1 Page 11

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que tal amor ha depositado en nosotros y para renegar de todo aquello que por nuestra parte
ha sido incredulidad, ingratitud, dureza, miedo, violencia; y un “colocarse en el futuro” como
actitud de abandono en la fuerza renovadora del Espíritu, de reconocimiento y aceptación de
aquella mayor carga de amor, de comunión y de perdón que la vida nos pide, como llamada
de atención a nuestra libertad y como responsabilidad de nuestra condición de ser precedidos,
envueltos, acompañados y esperados por el amor divino.
Cuando digo “discernimiento” no pienso en algo puramente “intelectual”, sino en el
“corazón” bíblico, en el centro del alma en el momento en que se decide, se resuelve, se
determina en el bien, ante sí mismo y ante los hermanos; y en último término ante Dios.
“Reconciliación” es una palabra de total significado positivo, pero que denota la
superación de algo negativo. Desde siempre el hombre es destructor de alianzas de amor y por
esto el amor humano va siempre acompañado de una reconciliación. Los cristianos no son ni
pesimistas ni optimistas respecto del hombre: miran sencillamente la historia inmediata y
amplia, entre otras razones porque es precisamente en ella donde Dios se ha revelado;
piensan, pues, en una bondad original del hombre en términos reales, es decir, limitada y
perdida; piensan en el pecado original como reactivado continuamente por el pecado personal,
a pesar de que haya sido derramada la sangre de Cristo.
Las ventajas de tal comprensión son notables, porque hay gran diferencia entre estar
en el mundo pensando que todos son buenos y que todo debe funcionar, y así la vida es el
espacio de mil desilusiones; y estar en el mundo sabiendo que va como puede, pero
procurando hacer surgir lo más posible el milagro del amor, y así la vida ¡es el espacio de
felices sorpresas!
Con razón, pues, insistimos en la educación para el amor. Pero educar para el amor es
enseñar a tener en cuenta el perdón, el acercamiento y la reconciliación como modalidades en
la que el amor se hace posible y concreto.
Correlativamente, educar y educarse en la fe es no sólo adquirir o comunicar el
conocimiento de que Dios para nosotros es Padre, sino un volver a Él. El acto de fe es superar
la incredulidad, en cualquier forma teórica o práctica que haya tomado. Ya hay allí una
distancia que superar, para poder acoger la venida de Dios. No sin razón, el disponerse a
acoger el alegre mensaje está señalado por Jesús de manera que, si ponemos atención, resulta
sorprendente: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en
el Evangelio”27. La conversión abre la puerta de la fe.
El anuncio de la tierna paternidad de Dios no puede ser hecho sino en la forma de
invitación a un volver a Él. Puede parecer duro, y en cambio es alentador y sobre todo
evangélico, porque quiere decir que a nadie se le priva nunca del ofrecimiento de la
paternidad divina: todos son esperados y pueden seguir llegando a ella y gozarla sin medida.
El retorno a Dios
La ocasión extraordinaria del Jubileo para el comienzo del milenio nos invita a ir al
fondo, más que navegar por la superficie de los fenómenos. San Pablo, en la continuación del
texto que he puesto como título de esta carta, suplica: “Dejaos reconciliar”28, indicando así
que la reconciliación es respuesta a la iniciativa de Dios.
Nos preguntamos: ¿Por qué la reconciliación es algo que el hombre no puede
encontrar por sí mismo, sino que es ante todo obra de Dios? ¿Por qué la tarea del hombre es la
fe, es decir, entrar en un perdón ofrecido, corresponder a una iniciativa de Dios? ¿Qué hemos
hecho, qué hemos destruido, para hacer tan difícil, más aún, imposible, contando con nuestras
27
Mc 1,15.
28
2 Cor 6,13.
1

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solas fuerzas, la comunión con Dios y entre nosotros, los hombres? ¿Por qué razón la historia
de la salvación es el deseo de Dios de hacer alianza con el hombre, y, por tanto, de alcanzar
una reciprocidad de amor, y sin embargo ésta debe ser siempre propuesta de nuevo por la
unilateral obstinación del amor de Dios? En términos más radicales: ¿Por qué la nueva y
eterna alianza está sellada en la soledad de Jesús en la cruz? ¿Qué se produce en el dinamismo
de la libertad humana como consecuencia del pecado? ¿Y por qué se ha producido desde
siempre algo como el pecado, es decir, recelo, rechazo, orgullo, autosuficiencia, incredulidad,
incluso respecto de Dios?
Un primer elemento de respuesta es éste: ¡el vértigo que nos hace precipitar en el mal
es el deseo de nuestro bien! La reconciliación es cosa delicada porque toda división surge
sobre una cierta percepción y deseo del bien. No sin razón Jesús nos ha enseñado a rezar
poniendo en nuestros labios la invocación “no nos dejes caer en la tentación”29, es decir, no
obrar de modo que la estima de tus mismos dones nos haga olvidar el lazo que nos une a Ti,
que eres el Donante.
Este vértigo está indicado en la Escritura en la solicitación del tentador: “Seréis como
Dios”30: es una tentación sutil, porque se inserta en la intención de Dios de crearnos como
hijos suyos, de ponernos en el mundo como seres dotados de verdadera libertad. De hecho,
que el hombre desee en cierto modo “todo”, es lo que Dios mismo ha puesto en su corazón;
pero es algo muy sutil distinguir entre “tenerlo todo”, y “recibirlo todo”; y es algo muy sutil
considerar la libertad como pura autonomía, en vez de considerarla como regalo: en el primer
caso se produce una desvinculación, en el segundo una acción de gracias; en el primer caso, la
vida es soledad; en el segundo es gratitud. El árbol del bien y del mal nos sugiere cabalmente
este querer tener sin recibir, este ser sin pertenecer, este valorar sin referirnos al Señor.
Hay un segundo elemento de respuesta a la pregunta sobre la dificultad del hombre
para reconciliarse: en la mente de Dios la prohibición del fruto del árbol sugiere la diferencia
entre Creador y criatura. Es una sugerencia positiva, porque garantiza y preserva el valor
original de la criatura; ésta está llamada a establecer una relación, a entrar en un diálogo con
Alguien que la quiere hasta hacerla existir. Pero la serpiente sugiere que esto es merma de una
cuota importante de libertad y de felicidad, y así logra oscurecer todo el “bien de Dios” que el
hombre tiene a su disposición: suspicacia, desconfianza, incredulidad contra Dios, imagen de
Él ya oscurecida.
Contra todo esto, cada religión, incluido el cristianismo, debe luchar continuamente.
Pero, mientras todas las religiones están objetivamente marcadas por esta realidad, el
cristianismo queda en cambio excluido de ella: Jesús es el hombre sin incredulidad, el Hijo, la
síntesis de libertad y pertenencia. Y esto ya está indicado en el Génesis 3, donde se bosqueja
la victoria futura que viene de la descendencia de la mujer31, llamado con razón
“Protoevangelio” porque preanuncia el corazón de la salvación, “la obra que debemos hacer”
para salvarnos: tener fe, reproducir en nuestro humano abandono en Dios y
proporcionalmente en las relaciones humanas de confianza la misma “fe de Jesús”32.
La parábola del padre misericordioso describe las dos posibles reconciliaciones a partir
de las dos macropatologías de la fe: la autosuficiencia ingrata y la insatisfacción resentida, la
fuga y la esclavitud, la lejanía y la aridez del corazón, en todo caso una paternidad mal
entendida. ¿Quién podría decir que no nos afectan también a nosotros?
El hijo menor siente el ansia de disponer de su propia parte; el hijo mayor trabaja
honradamente en la casa del padre. Pero, ¿por qué razón el menor debería interpretar el estar
29
Mt 6,13.
30
Gn 3,5.
31
cf. Gn 3,15.
32
Jn 6,28-38.
1

2.3 Page 13

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en casa como una merma de felicidad, y el mayor como una merma de libertad? ¿Por qué el
menor no pensó que su herencia estaba asegurada plenamente en el corazón y en la casa de su
padre, y por qué el segundo no pensó que el cabrito habría podido tomarlo cuando hubiera
querido (“todo lo mío es tuyo”33)? ¿Cuánto cuesta, cuán fácil o difícil es la reconciliación para
un corazón desconfiado y para un corazón resentido? Jesús sugiere que es tan difícil, que el
Padre tiene que poner en juego una vez más su iniciativa, su amor preveniente: con el menor,
“salió corriendo a su encuentro y lo abrazó”34; y con el mayor, “el padre salió a persuadirlo”35.
Pero precisamente de esta forma Jesús sugiere que es también todo muy fácil: si la
iniciativa es del Padre, entonces nuestro papel es sólo el de “dejarse reconciliar”, ¡el de entrar
en el perdón de Dios!
Quedamos, de todos modos, avisados para siempre de un doble aspecto dramático que
cada vez deberemos experimentar: la incapacidad del hijo menor de dar por sí mismo el paso
del remordimiento al arrepentimiento, y el resultado no definido de la actitud del hijo mayor,
que se resolverá desgraciadamente fuera de la narración, y será la condenación a muerte de
Jesucristo.
La salvación en las raíces del mal
Las dinámicas que producen toda división en la vida de las personas son las mismas
que describen el Génesis 3 y Lucas 15. La incredulidad y las malas relaciones que se siguen,
la convicción de que la felicidad hay que conquistarla más que recibirla, que más que
confiarse es mejor arreglarse por sí mismo, que las razones del amor, al final, no son tan
genuinas como parecía, son las consecuencias del mal que van configurando nuestros
corazones y nuestras relaciones.
Todos los niños, en un determinado momento, después de haberlo recibido todo, hacen
la experiencia de tener que escuchar un “no”. Para ellos aquellos “noes” son una crisis de
adaptación; para los padres son una simple modalidad del “sí”, la oportuna aquí y ahora. Para
los padres, de todos modos, es un riesgo y para los niños una alternativa dramática: depende
de muy poco hacer ambigua y no confiable la figura del padre, o confirmarla como luminosa
y digna de confianza; hay una distancia mínima entre decir: “lo hace por mi bien”, o: “me
quita una cuota de felicidad”.
De igual manera, todos los niños hacen el descubrimiento doloroso de no ser un
centro exclusivo y solitario de la atención y del afecto. Pero, ¿por qué semejante
descubrimiento se vive bajo el signo de la envidia y del malestar, más bien que de la alegría?
¿Por qué resulta enseguida difícil ser acogedores y generosos? ¿Por qué los sicólogos hacen
notar que la oblatividad, aunque se exprese con alguna débil señal desde el principio, en
realidad es más bien un objetivo?
Está claro que todo esto es ya tarea de reconciliación; se trata de aprender a estar en el
mundo en la lógica del amor, más que en la del egoísmo; más en el estilo de la circulación de
los dones, que en el del acaparamiento. Pero, ¡cuántas experiencias debe hacer y cuántas
decisiones interiores debe tomar un muchacho, un joven, un adulto para convencerse de que el
amor se multiplica, no se divide; que el amor hace lugar al otro sin que nadie pierda el propio;
que en el amor no hay temor, porque en el amor verdadero ¡nadie es demasiado pobre y nadie
es demasiado rico!
Si es ésta la tentación, la prueba radical de la vida en nosotros mismos, ella se hace
fuerte y difícil de superar, a causa de las formas más evidentes y más difusas del mal: hay
33
Lc 15,31.
34
Lc 15,20.
35
Lc 15,28.
1

2.4 Page 14

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padres objetivamente indignos de confianza, hay familias deshechas, amigos que traicionan;
hay vínculos tejidos por interés, hay errores cometidos de buena fe, hay la experiencia de ser
mal interpretado, del no comprenderse; hay cosas que dan verdaderamente miedo en este
mundo; hay el dicho “fiarse es bueno, no fiarse es mejor”; hay sentimientos y gestos malos;
hay odio y venganza, hay acaparamiento de los bienes y explotación de los débiles; hay
homicidios y genocidios.
Así la reconciliación, en el sentido más amplio del término, resulta difícil, porque no
puede ser deseo regresivo del útero materno, un retirarse a un oasis tranquilo, sino que debe
conjugarse de modo concreto con los deberes de la justicia, con las justas reivindicaciones,
con la denuncia del mal, con la defensa del pobre y del inocente, con la neutralización del
prepotente, con el paciente trabajo de construir la paz y la solidaridad.
Consecuencias salesianas.
Entre las posibles consecuencias salesianas, me parece de capital importancia leer, a la
luz de estas reflexiones sobre la difícil tarea de la reconciliación, la profunda sabiduría del “no
basta amar” de Don Bosco: la expresión manifiesta de afecto que el amor requiere en nuestro
carisma está precisamente motivada por el hecho de que para un corazón herido, como puede
ser el de un muchacho pobre o de un hermano probado, no es fácil volver a nutrir en sí aquella
confianza que está en el origen de una respuesta; entonces el amor del educador o del
hermano trata de superar toda sospecha con esta estrategia aseguradora que es el ofrecimiento
de un afecto tan gratuito y manifiesto que vence todo recelo.
Lo sorprendente es que siempre que sucede un contacto de simpatía, como el que Don
Bosco describe en las relaciones con sus muchachos, los corazones se abren, también, muy
pronto. Se deducen dos enseñanzas: la primera es que la reconciliación es tan esperada que
cuando es ofrecida y favorecida, más que exigida y pretendida, ¡se produce enseguida! Y la
segunda es que el educador que usase la potencia de los afectos en forma instrumental o
seductiva produciría un desencanto, un cinismo, una violencia que podría no tener igual. No
hay, en efecto, experiencia más horrible que la traición, porque el mentís de la confianza se
produce donde uno había hecho, acaso ya con esfuerzo y trepidación, la mayor aportación de
afecto.
No es difícil intuir el compromiso pedagógico que se pide hoy a los educadores para
hacer frente al consumismo afectivo que atrapa los corazones con la seducción de la amistad,
del calor, de la comprensión, del diálogo, o bien sólo como juego lúdico, como excitación
emocional, pero fuera de una responsabilidad y de un compromiso de vida.
Por lo que respecta a la comunidad, tenemos necesidad de reflexionar mejor sobre los
grandes temas de nuestra espiritualidad. El esfuerzo debería ser el de trabajar mucho más, y
mucho más en comunión, sobre lo que está a mitad de camino entre la indicación general de
un proyecto y el detalle particular de un itinerario, es decir, sobre experiencias brotadas de la
vida y que ahora se pueden proponer de forma más amplia.
La mejor premisa para toda reconciliación es el anuncio y la experiencia de la
gratuidad: el coraje del perdón puede nacer sólo del descubrimiento de que el mundo no está
fundado sobre el cálculo ¡sino sobre la donación! Y no hay catequesis, lección escolar o
acontecimiento lúdico que no se preste a suscitar en los jóvenes la atención a todo lo que en el
mundo existe por puro don.
En esta línea, Don Bosco decía que la flor más hermosa que puede brotar en el corazón
de un muchacho es la gratitud: ayudar a los chicos (¡y a los hermanos!) a darse cuenta de los
dones, a sentir la gratitud, a dar gracias con la palabra, a responder con la vida, es el mejor
modo de instalar la educación en sus dinamismos originarios.
1

2.5 Page 15

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Una segunda indicación para que la reconciliación sea posible es la acogida, que debe
ser pensada en forma correlativa con la gratuidad, porque ésa es la actitud que permite a un
don no quedar frustrado, no pararse en la misma fuente, no retirarse de manera prematura y
mortificada, tener una historia “humana”.
La acogida funciona preventivamente y funciona retrospectivamente: hace el primer
gesto y es capaz también de sanar eventuales roturas pidiendo disculpas y perdón. La acogida
muestra que el amor hace sitio al otro: por eso da contenido al “no basta amar” haciéndose
simpático y hospitalario, escuchando en forma comprometida, haciendo sentirse al otro como
importante, digno de consideración; no prejuzgando y menos aún juzgando, simpatizando con
el punto de vista del otro y sus buenas razones, permitiendo al otro que exista, incluso que se
equivoque sin sentirse demasiado humillado o juzgado más de cuanto sea necesario.
Hoy es pedagógica y espiritualmente cualificante elaborar una sabiduría concreta que
articule el gran mandamiento del amor en un código concreto, cotidiano, practicable,
comprensible. A manera de ejemplo, muchas reconciliaciones no se dan, y mucho amor se
pierde, porque nuestros desenfoques espirituales, nuestra “educación”, nuestra historia de
pecado han hecho difícil distinguir bien entre ser reservados y cerrarse, entre sinceridad y
falta de delicadeza, entre solicitud y prisa, entre el amor por la verdad y el dogmatismo, entre
la dulzura de la caridad y la debilidad.
Estos ejemplos se refieren prevalentemente al área de la relación personal, pero con un
suplemento de reflexión no sería difícil trazar un mapa de atenciones para la reconciliación a
nivel comunitario, eclesial y también macro-social.
La orientación de nuestras preguntas debería ser más o menos ésta: ¿En qué cosas los
hombres y particularmente mis hermanos se sienten felices y estimulados a donarse? ¿En qué
se sienten mortificados? ¿Qué es inevitable por razones de justicia, de orden institucional, de
organización razonable? ¿Qué es, en cambio, evitable y, una vez eliminado, puede concurrir a
abatir la indiferencia, la marginación, la desmotivación, la conflictividad, el sectarismo...?
¿Qué favorece o perjudica la institución y la conservación del otro como adversario,
concurrente, extraño?
Una tercera sugerencia en dirección de la reconciliación es la paciencia, entendida
como olvido de sí y como aceptación realista del otro, como previa disposición a la
comprensión y al perdón, como práctica constante en el hacer el bien, como común y útil
reconocimiento de que todos somos débiles, falibles y pecadores.
Introducir un itinerario pedagógico en el que el perdón aparezca como condición
normal más bien que como acto ocasional y extremo, como honor más bien que como peso,
como ventaja más bien que como pérdida, conduciría a hermanos y jóvenes a comprender
mejor el corazón de Dios y a tener más corazón con los hermanos.
En este sentido, todo el que esté comprometido en la guía de almas, y ante todo de la
propia, sabe qué difícil es, pero también cuántos frutos da una educación a la lógica humilde y
divina del primer paso, a la capacidad de no dar importancia a los errores hechos y sufridos y
de mirar al futuro dando amor en forma incondicional.
Me parece importante, además, para nuestra alegría y – como educadores de la fe –
para no predicar lo que no vivimos, experimentar activamente la reconciliación en todas las
formas más espontáneas, y al mismo tiempo encontrar caminos de reconciliación y de
penitencia más explícitos, predispuestos y celebrados. La pregunta que quiero poner a vuestra
atención es la siguiente: ¿es posible, en fidelidad a nuestra tradición, que en materia de
reconciliación se apoya mucho en la figura del Director, favorecer formas más participadas,
menos reservadas, sino más comunitarias, presumiblemente menos delicadas pero más
sinceras, de reconciliación? ¿Es posible entrar más claramente en la ola de comunión que
marca la vida y la conciencia de la Iglesia hoy? ¿Es posible igualmente substraer la
1

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Reconciliación sacramental a la deriva individualista que tiende a “poner la conciencia en
paz”?
Muchas veces, en el contexto de retiros espirituales se han ofrecido momentos de
verdad y de reconciliación expresos (breves intercambios entre dos para pedirse perdón,
afrontar una aclaración, darse gracias, corregirse y pedir corrección...), siempre con gran
aceptación por parte de los participantes, particularmente de los jóvenes. Tales momentos
representan, para una gran parte, una ocasión importante. Efectivamente, uno puede convivir
con cierta frialdad o desilusión – no son cosas del otro mundo –, pero si se ofrecen un clima y
una situación adecuada, entonces se realiza la apertura humilde, la clarificación sincera, la
acogida de la corrección, el valor de la verdad. Se pensaba mal de otro y, en cambio, después
de cuatro palabras, todo queda desdramatizado. La idea es que tal vez no basta apelar a la
buena voluntad y al dictado constitucional sobre el espíritu de familia: algunos valores hay
que “ritualizarlos”.
Lo mismo debe decirse de los itinerarios penitenciales: un compromiso comunitario de
producir signos un poco más valientes, sin esconderse enseguida detrás de la coartada de las
diferencias, de la salud, de los ancianos, del sentido común, sin objetar sin más ni más que se
trata de radicalismos elitistas, sino afrontando los problemas con más directa sinceridad, ¡sólo
nos haría bien! Por ejemplo: ¿Qué podría hacer una comunidad que se reconoce aburguesada
en su estilo de vida, para pedir perdón a los pobres en el año jubilar? ¿Cómo podría hacer
visible esta reconciliación?
Como Apéndice a nuestras Constituciones se ha querido poner el escrito de Don
Bosco sobre los “cinco defectos que deben evitarse36. Es un patrimonio de sabiduría
concreta, realmente no genérico sino indicador de nuestro carisma, que tal vez antes hemos
recibido en forma moralizante y luego lo hemos olvidado. En esta paginita de Don Bosco se
evidencia en todos los puntos la óptica de Congregación, con la que como Salesianos
deberíamos inmediatamente razonar: reconciliación querrá decir entonces, ante todo, revisión
del propio egoísmo al considerar las cosas y los problemas que encontramos en la vida
cotidiana de la comunidad, en la pertenencia a la Inspectoría y a la Congregación, en el
cumplimiento de la misión.
Sobre la misma pauta se pueden considerar hoy algunas líneas de un indispensable
replanteamiento de la vida en el contexto actual, entendida como vuelta al Evangelio y a las
raíces de nuestra vocación, examinando elementos específicos de la experiencia religiosa
salesiana de los que nos sentimos carentes: ¿Hasta dónde está vivo y explícito el amor a
Cristo que estuvo en el origen y debe estar en el centro de nuestra vida consagrada? ¿Qué
decir de nuestro deseo y esfuerzo por actualizar el sistema preventivo en favor de los jóvenes
y las situaciones de nuestro tiempo? La misión salesiana ¿no ha sido muchas veces pensada y
realizada bajo el signo del individualismo, de la timidez, de puntos de vista estrechos? La
comunión fraterna visible, signo de la presencia del Señor y elemento de reconciliación en el
ambiente, ¿ha sido suficientemente real y expresiva? La comunicación de nuestro carisma y
espiritualidad a los seglares ¿se ha hecho bajo el signo de la esperanza, de la urgencia, de la
gracia que representa?
4. El Sacramento de la Reconciliación
Cuanto venimos diciendo se encuentra expresado y realizado para nosotros,
individuos, comunidad cristiana, mundo, en el sacramento de la Penitencia. Éste es el
acontecimiento de salvación que Dios pone hoy a disposición de todos con amor infinito.
36
Constituciones, Apéndice, pág. 236-237.
1

2.7 Page 17

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Nacido del corazón de Cristo en la plenitud de la Pascua, hace desear y realiza la
reconciliación, el perdón, la posibilidad de ser recreados como hijos de Dios por la fuerza del
Espíritu.
Es uno de los poderes, mandatos, servicios o misión, como se quiera decir, que Jesús
ha entregado a la Iglesia de la forma más clara y más solemne: “¡Paz a vosotros! Como el
Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les
dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos”37.
Estamos en el día de la Resurrección, en el cenáculo, donde los discípulos están
reunidos y Jesús les muestra las señales de su muerte y Resurrección.
El Apóstol iluminará, en una secuencia que no tiene necesidad de comentario, la
relación Dios-Cristo-nosotros-vosotros: “El que es de Cristo es una criatura nueva: lo antiguo
ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios que, por medio de Cristo, nos
reconcilió consigo y nos encargó el servicio de reconciliar. Es decir, Dios mismo estaba en
Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha
confiado el mensaje de la reconciliación”38.
En la misión de la Iglesia y en nuestra experiencia cristiana personal la reconciliación,
en cuanto posibilidad de una nueva humanidad, es sustancial. La Iglesia la asume, la predica,
la propone, la actúa en toda su extensión: en la persona, en la comunidad de los creyentes, en
el mundo; con Dios, entre los hombres, con la realidad, con la historia y los acontecimientos,
para que el Espíritu haga nuevas todas las cosas. La propone a través de diversos caminos: la
Palabra, la oración, la caridad, el sufrimiento aceptado, la penitencia, la Eucaristía.
La realiza según su naturaleza sacramental, mediante un signo visible y humano que,
por la fe, pone en contacto con la gracia salvadora. De este signo, a lo largo de los siglos, ha
aclarado las condiciones para que lleve a un verdadero encuentro con Dios y la gracia llegue a
los pliegues ocultos de la persona y de la comunidad.
El signo, en efecto, es eficaz también porque es pedagógico: porque implica y educa la
libertad del hombre. Esta nota es importante porque hace ver que el sacramento no es un rito
purificador, sino un acontecimiento: un encuentro “humano” entre Dios y la persona en la
comunidad; encuentro en el que tanto Dios, como la persona y la comunidad están total y
seriamente comprometidos: Dios con el ofrecimiento del perdón, la persona con su sincero
arrepentimiento, la comunidad con la acogida.
Pensar lo contrario, es decir, que Dios perdone sin necesidad de que el tome
conciencia y se arrepienta, querría decir pensar que el sacramento funciona como un
distribuidor automático (cuando quieras, ¡aprieta el botón!), sin participación de la conciencia
humana, prácticamente reducido a un rito mágico; así, si el sacramento fuese sólo
representación del arrepentimiento humano, pero no gesto e intervención de Dios, quedaría
reducido a una ceremonia, negado en la seguridad de su eficacia.
En el primer caso, Dios queda negado en su omnipotencia, porque se le
instrumentaliza, sometiéndolo a nuestros fines y a nuestro horario; en el segundo caso, queda
reducido a uno que en el fondo no ama, porque no se compromete en nuestra historia real. En
los dos casos la Iglesia, que debe ser mediadora, continuación y actualización del misterio y
del ministerio de Cristo, quedaría reducida a una “agencia de servicios religiosos”.
La catequesis, pero siempre en primer lugar nuestra comprensión adulta de la
Reconciliación sacramental, debe aceptar y cumplir los gestos que reconocen la disposición
de Dios y los que expresan las disposiciones del hombre. En el sacramento, en efecto, se
37
Jn 20,20-22.
38
2 Cor 5,17-19.
1

2.8 Page 18

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elabora y se resuelve a la luz de la Palabra de Dios la trágica experiencia del bautizado que es
el pecado y la culpa.
Un camino de revalorización del sacramento
No me detengo a recordar el esfuerzo de la Iglesia por mantener genuina e
integralmente los componentes del “signo” sacramental, para no deseducar al hombre con una
distribución “automática” y para esclarecer las dimensiones teologales, históricas y
antropológicas contenidas en la Reconciliación.
El signo sacramental ha sido mejor colocado en el contexto comunitario de la Familia
de Dios; el dolor reconducido a la relación filial con Dios; el examen de conciencia a una
toma de responsabilidad a la luz de la Palabra de Dios respecto de los males que anidan en
nosotros y de los que con nuestra colaboración “suelta” acaban por hacerse enormes en el
mundo; el propósito llevado nuevamente al compromiso de “convertirse” al Evangelio y
trabajar por una humanidad según el corazón del Padre en los espacios a los que nuestra
existencia y nuestro espíritu pueden lograr; la “penitencia”, vista como una actitud y una
práctica que pasa del sacramento a la vida y viceversa, como deseo de repetir los gestos
cotidianos del amor, como vigilancia evangélica y participación en la comunión de los santos.
No me detengo tampoco a analizar las causas generales de un cierto lamentable
alejamiento del sacramento: no os será difícil individualizarlas. Pensad en el debilitamiento de
nuestra relación con Dios, pensad en la ofuscación del sentido del pecado y en la dificultad de
reconocer la mediación de la Iglesia; pensad en la vida espiritual descuidada a partir de la
oración, y en el individualismo de la conciencia, por el que se querría gestionar personalmente
las valoraciones, las culpas y los remordimientos; pensad en una catequesis defectuosa y en el
abandono de este ministerio por parte de muchos sacerdotes.
Tampoco entro en el motivo, a menudo presentado también por religiosos y gente
comprometida en la pastoral, de lo inadecuada que resulta para el hombre de hoy la confesión
personal, no genérica, de los propios pecados. Estoy seguro de que como educadores y
pastores os habréis dado razones teologales y pedagógicas de los elementos del signo
sacramental y estáis preparados, también, para proponer con eficacia tales motivaciones a
jóvenes y adultos.
Ofrezco más bien algunas reflexiones con una visión amplia del conjunto.
Si la Pascua es el fruto de la Pasión, hay que reconocer que nuestro corazón no sólo es
hermoso, es decir, sede de aspiraciones y posibilidades, o sólo frágil y limitado, sino también
pecador, y que “salvarlo”, hacerlo “nuevo”39 no es empresa fácil.
La fe cristiana no habla de un Dios genéricamente benévolo y de un hombre
genéricamente inestable o limitado. Habla de un Dios que tanto nos ha amado que ha llegado
a desangrarse por nosotros; y habla de un hombre cuya culpa es tan grave que su salvación
resulta verdaderamente gravosa.
Una experiencia espiritual madura y una buena evangelización no deberán disolver el
misterio pascual en una universal y abstracta “voluntad” salvífica, sino que recordarán que se
trata de una voluntad “salvífica” realizada en la crucifixión. Hay en la historia de Cristo un
vínculo intrínseco entre encarnación y pasión, entre el “se hizo hombre” y el “padeció, murió
y fue sepultado”; como hay también en el camino del hombre un vínculo intrínseco entre
redención y divinización, entre ser recuperado y liberado y convertirse en hijo de Dios.
La superación de una mentalidad y de una catequesis excesivamente fijada en el
pecado no debe eliminar la “memoria” de que ha sido necesaria la muerte de Jesús, para que
39
cf. Sal 50 (51).
1

2.9 Page 19

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el perdón llegase a ser una posibilidad real40. El sacramento nos conduce también al corazón
de esta realidad y nos libra de la ligereza y del consumismo religioso.
Añado una segunda reflexión. La historia de las culturas testimonia la conciencia de
que del mal y del pecado no se sale por uno mismo. El disgusto de sí mismo, el reconocerse
culpable, el sentido de culpa equilibrado o excesivo, por sí solos, no constituyen caminos para
salir del mal. Sólo denuncian la existencia de un trauma.
Más problemática aún es la pregunta de si nos podemos reconocer verdaderamente
pecadores sin llegar a una condena de nosotros mismos. Una respuesta a esta cuestión el
hombre no logra encontrarla con sus propias fuerzas. La santidad de Dios y la maldad humana
representan dos abismos difíciles de explorar. Si uno radicaliza la propia autocondenación,
llega al escepticismo o a la desesperación; pero si acusa o ignora a Dios, entonces pierde el
único interlocutor de una posible salvación. Hay toda una literatura moderna que expresa este
dilema.
Por otra parte, que esté garantizado un verdadero perdón, el hombre, con sus propias
fuerzas, no lo ha comprendido nunca; es el problema más grande de todas las culturas y de
todas las religiones. El motivo es sencillo: como en la culpa el hombre es a la vez culpable y
juez, él no puede darse el perdón a sí mismo.
Es decir, el perdón debe “producirse”: debe ser un hecho concreto, no una deducción
de principios, un regreso arrepentido sobre sí mismo o un simple postulado de nuestro deseo.
Por tanto, o se produce, o no existe; o es regalado (que éste es el significado etimológico de la
palabra per-dón), o no puede ser exigido.
Dos consecuencias. Una para colocar el perdón “cristiano”, y el sacramento que lo
significa, en su punto de luminosidad en la experiencia religiosa universal, en un momento
histórico que se caracteriza por la plurirreligiosidad. La suspensión de juicio acerca del
perdón de las culpas caracteriza las religiones, que en esto demuestran honradez intelectual y
moral. La más lúcida es la hebrea. En los salmos se siente el suspiro de quien se sabe culpable
frente a Dios, está arrepentido y se abandona en su misericordia. Pero la respuesta que
explicita el perdón seguro no se siente sino en casos singulares por boca de un profeta41.
Precisamente en este punto el cristianismo resulta universalmente interesante, porque
anuncia una posibilidad de liberación ofrecida por Dios, y, al mismo tiempo, digna del
hombre. Efectivamente, la salvación cristiana, lejos de ser un “decreto” de amnistía, es el
evento del Hijo de Dios que en la cruz es a la vez Inocente (signo de cuánto mal hace el mal)
y Culpable (ahora es Él el “Maldito”, el objeto de la reprobación de Dios42), Juez (con su
muerte el Espíritu “convence al mundo de pecado”43) y Juez en la sorprendente forma de
Redentor: el juicio de condenación cae sobre Él en lugar de caer sobre nosotros, ¡Él ha sido
“hecho pecado”44 en lugar de nosotros! Así Él no condona, sino que “quita”, “arranca” de raíz
el pecado del mundo.
La segunda consecuencia se refiere a la llamada personal que el sacramento lleva
consigo y su inserción en un estilo, camino o esfuerzo de vida en Cristo. La liberación, el
desarraigo del mal no pueden ser simplemente un decreto de Dios. Si Dios no logra
persuadirnos interiormente del bien, el orden del mundo podría ser establecido sólo como
orden policial, pero no sería ya un mundo de amor. ¡Y Dios quiere sólo este mundo!
Por eso, el signo sacramental lleva el hecho concreto de la reconciliación hasta los
pliegues últimos y personalísimos del hombre. Entre tantas formas del mal que hay en el
40
cf. 1 Pd 2,24-25.
41
cf. 2 Sam 12,13.
42
cf. Is 52-53.
43
cf. Jn 16,8.
44
1

2.10 Page 20

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mundo, es a la vez comprensible y extraño que nuestra atención se deje llevar enseguida a las
formas inevitables (enfermedades, terremotos, guerras o plagas en las que no se tiene
responsabilidad directa...). Es sintomático que tal atención al final se transforma para no
pocos en recelos y procesos acerca de la efectiva bondad y del poder de Dios. ¿Por qué no nos
escandalizamos más del mal que proviene de la libertad, que puede ser evitado y, sin
embargo, no se evita? ¿Es realmente razonable elevar acusaciones antes de reconocer el mal
que nosotros mismos hemos contribuido a producir y a multiplicar? ¿Por qué, por honradez
humana y cristiana, no somos conscientes del drama que hay en nosotros, es decir, del hecho
de estar traspasados por deseos buenos y también malos; de la contradicción de hacer el mal
que no queremos o de no hacer el bien que, ciertamente, queremos, en vez de buscar una
“justificación” de todo ello?
O ¿por qué, siempre como cristianos, en vez de formular preguntas abstractas, no
contemplamos con mayor atención la Revelación de Jesús, el cual en nombre del Padre y con
la fuerza del Espíritu ha hecho gestos de liberación del mal, y sólo ésos? Y ¿por qué nuestra
preocupación no es la de evitar el mal y mitigarlo en los hermanos?
Sacramento de la Reconciliación y espiritualidad salesiana
La conexión salesiana con este tema es inagotable. Comprende la experiencia
espiritual de Don Bosco, el puesto central que él asignó al sacramento de la penitencia en su
pedagogía para los jóvenes, el universo sacramental en que se desarrolla toda la espiritualidad
salesiana y, no en último lugar, la “historia” singular de Don Bosco como confesor de
jóvenes, que nosotros estamos llamados a actualizar.
La experiencia ininterrumpida de Don Bosco desde los primeros años de su
adolescencia, en el período del seminario, como joven sacerdote y como hombre famoso la
presenta sintéticamente don Eugenio Ceria con estas pinceladas: “Don Bosco se aficionó a la
confesión desde su más tierna edad, y ningún cambio de vida fue parte para entibiar en él su
amorosa propensión a acercarse a ella con frecuencia... Cuando empezó sus estudios en
Chieri, dueño enteramente de sí mismo, buscóse al punto un confesor fijo... Sacerdote en
Turín, se confesaba cada ocho días con el beato Cafasso. Muerto este Siervo de Dios, recurrió
al ministerio de un piadoso sacerdote, condiscípulo suyo, que cada lunes por la mañana iba a
confesarlo a la sacristía de María Auxiliadora, y luego se confesaba a su vez con Don Bosco
mismo.
Durante los viajes y en las ausencias de su confesor ordinario, se mantenía fiel a su
querida práctica, dirigiéndose ora a un salesiano, ora a otros, según los casos. Por ejemplo,
durante su estancia de dos meses en Roma, en 1867, se confesaba cada semana con el Padre
Vasco, jesuita que había conocido en Turín.
A veces sus hijos, al principio, vacilaban en confesarlo, mas él les decía: - ¡Vamos,
haced esta caridad a Don Bosco; dejad que se confiese!”45.
Se dan ciertamente diferencias en el planteamiento de la vida espiritual y de la praxis
sacramental entre el tiempo de Don Bosco y el nuestro. Pero sería ligereza histórica pensar
que Él siguiera sólo una costumbre devocional. Cada palabra y enseñanza suya (¡y hay
tantas!) manifiesta el sentido del encuentro vivificador con Dios que la Reconciliación lleva
consigo, la convicción de la necesidad y riqueza de la mediación de la Iglesia, la función del
sacramento en un camino de santidad serena, alegre y en constante crecimiento.
Acerca de la incidencia atribuida por Don Bosco a la Reconciliación sacramental en la
educación de los jóvenes tenemos hoy estudios documentados que colocan orgánicamente el
45
CERIA E., Don Bosco con Dios, ed. Española CCS, Madrid 1984, pág. 122-123.
2

3 Pages 21-30

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3.1 Page 21

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sacramento en el programa total de crecimiento humano y cristiano46. Se ha acentuado muchas
veces la catequesis constante de Don Bosco sobre la Reconciliación-confesión hecha con
palabras y también de forma práctica, es decir, predisponiendo las oportunidades y las
condiciones para que los jóvenes se sintiesen movidos a acercarse por primera vez y después a
asumirla como práctica constante.
Don Lemoyne escribe: “Toda frase de Don Bosco fue una exhortación a la
confesión”47. El carácter hiperbólico de la expresión aparece inmediatamente; como también
nos resulta evidente a todos la frecuencia, la insistencia y la variedad con que Don Bosco
expone este punto en los sermones y en las “Buenas Noches”, en las biografías de sus jóvenes
y en los relatos, en los libros de “oraciones”48 y en las narraciones de los sueños.
En cada una de las tres biografías ejemplares (Domingo Savio, Miguel Magone,
Francisco Besucco) hay un capítulo sobre la confesión. En la de Domingo Savio, que es la
primera en orden de tiempo (año 1859), se encuentran juntos los dos sacramentos: la
penitencia y la eucaristía49. En cambio, en la de Miguel Magone, dos capítulos, el cuarto y el
quinto, uno narrativo y otro didáctico directamente dirigido a los jóvenes y a los educadores,
están dedicados sólo a la confesión.
Bajo forma biográfica, Don Bosco propone una pedagogía para ayudar al joven a
superar las propias tendencias deterionantes, a crecer en humanidad y a orientarse a Dios
mediante la penitencia.
Un estudioso, don Alberto Caviglia, sostiene que el capítulo quinto de la biografía de
Miguel Magone es uno de los escritos más importantes y precioso de la literatura y de la
pedagogía de Don Bosco, un documento insigne de su magisterio espiritual50.
Más original que la insistencia de su catequesis sobre la penitencia-reconciliacoón-
confesión es la valoración de la incidencia educativa de la penitencia, que no sustituye su
naturaleza “sacramental”, sino que arraiga en ella, como signo eficaz de la gracia ofrecida a
través del ministerio de la Iglesia y acogida con fe. Va de acuerdo con la idea del crecimiento
del muchacho como hijo de Dios, crecimiento “humano” en el mejor sentido de la palabra,
que necesita un intercambio continuo con el misterio que resuena en la conciencia.
La penitencia despierta la conciencia de sí y del propio estado, introduce en un
ambiente de santidad y de gracia, mueve energías interiores de construcción de la persona.
Hace crecer desde dentro al honrado ciudadano y al buen cristiano y esto se ve en la vida,
como parecen decir las tres célebres biografías.
Precisamente esta visión “educativa” determinaba una praxis pastoral sui generis: la
penitencia no quedaba reducida o aislada al momento ritual; tenía como antecámara el
ambiente que predisponía y la relación de amistad y confianza con los educadores,
particularmente con el principal de ellos, el Director. Había una continuidad entre
reconciliación en la vida y momento sacramental. En el Oratorio el joven se sentía acogido y
estimado, en un clima de familia y confianza, estimulado a la comunicación e invitado a
progresar, con relaciones que lo invitaban y lo provocaban a verificarse. Es precisamente ésta
la historia ejemplificada en la biografía de Miguel Magone. No pocas veces los jóvenes
pasaban de la conversación amigable con Don Bosco en el patio al acto penitencial.
La Reconciliación, especialmente la extraordinaria, era rodeada de un clima festivo,
según el estilo evangélico: la celebración eucarística, a la que seguía algo “especial” en el
comedor, el tiempo de juego, la expresión musical y artística acompañaban y arropaban el
46
cf. BRAIDO P., Il Sistema preventivo di Don Bosco, PAS Verlag 1964, parte III, cap. III, pag. 274-285;
SCHEPENS J., Pénitence et Eucharistie dans la méthode éducative et pastorale de Don Bosco, Roma 1986.
47
El texto se encuentra citado por CERIA E., Don Bosco con Dios, pág. 124.
48
cf. El Joven Cristiano.
49
cf. BOSCO J., Vida del joven Domingo Savio, cap. XIV.
50
cf. CAVIGLIA A., Magone Michele, pag. 461.
2

3.2 Page 22

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perdón alcanzado. Los jóvenes podían contar con todas las condiciones favorables: tiempo,
lugar, personas, invitaciones.
Tal vez hoy, más que repetir literalmente la afirmación de que la penitencia y la
eucaristía son las columnas de la educación, es urgente meditar y recuperar su original
traducción pedagógica.
Precisamente la experiencia educativa llevó a Don Bosco a ser un extraordinario
confesor de jóvenes: extraordinario por la cantidad de penitentes, por el tiempo que dedicó y
por la práctica que adquirió y expresó en observaciones llenas de sentido pastoral;
extraordinario por el placer que sentía al reconciliar a los jóvenes con Dios y con la vida;
extraordinario también por el efecto que este acto exquisitamente sacerdotal provocaba en
tantos jóvenes que quisieron dejar su recuerdo.
Existe una fotografía de Don Bosco que ha dado la vuelta al mundo. En ella Don
Bosco posa mientras confiesa a los jóvenes. El muchacho Pablo Albera apoya la cabeza en la
de Don Bosco, como para hacer la confesión de los pecados, mientras algunos clérigos y
muchos jóvenes alrededor del reclinatorio esperan su turno51 .
Esta fotografía no es casual. Es una de las primeras (año 1861), querida por Don
Bosco con la intención de manifestar su pensamiento, “casi un testamento moral para su
Familia. Le gustaba, quiso que se ampliara la imagen allí recogida”52. Es un póster, un cartel,
un anuncio “casi publicitario” antes de tiempo. Para hacerla hubo que preparar la escena
porque, con el fotógrafo bajo el paño, el tiempo de exposición era más bien largo. Se llamaron
y se dispusieron los muchachos y se recuerda la frase que Don Bosco dijo al pequeño Albera
escogido como penitente.
Entre los jóvenes y confesando era la imagen bajo la cual quería ser conocido.
Practicaba así lo que había dicho y escrito: “Está probado por la experiencia que el
mejor apoyo de la juventud lo constituyen los sacramentos de la confesión y la comunión.
Dadme un chico que se acerque con frecuencia a estos sacramentos y lo veréis crecer en su
juventud, llegar a la edad madura y alcanzar, si Dios quiere, la más avanzada ancianidad con
una conducta que servirá de ejemplo a cuantos le conozcan. Persuádanse los jóvenes de esto
para ponerlo en práctica; compréndanlo cuantos trabajan en la educación de la juventud, para
que lo puedan aconsejar”53.
La fotografía, además, transmite un detalle interesante: parece estar en un espacio
abierto con los muchachos arracimados. Precisamente el concepto educativo y filial de la
penitencia liberaba a Don Bosco de toda rigidez respecto del lugar y la secuencia del rito.
Confesaba en el patio, confesaba en el recibidor; confesó en la carroza y en el tren. Hoy se
acentúan los signos comunitarios y rituales del sacramento para una celebración que llegue al
sentimiento, a la imaginación, a la conciencia; no se puede pasar por alto esta su capacidad de
unir la sustancia del acto con el esfuerzo de iniciar a los jóvenes en él, colocándolo en un
contexto juvenil y educativo.
Precisamente en este contexto se multiplicaron los Salesianos confesores de jóvenes
que tanta influencia tuvieron en los resultados vocacionales masculinos y femeninos.
Reconciliados y ministros de la Reconciliación
Intencionadamente he presentado antes, unidas, la experiencia personal de
reconciliación de Don Bosco y su praxis educativa pastoral. ¿Cómo habría podido imaginar lo
que significa para el chico la recuperación de la paz interior, si él mismo no hubiera sentido
51
cf. SOLDÀ G., Don Bosco nella fotografia dell’800, pag. 84-89.
52
cf. ib.
53
BOSCO J., Vida del joven Domingo Savio, cap. XIV.
2

3.3 Page 23

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nunca su necesidad? Y ¿cómo habría podido reproducir la acogida paternal de Dios, si él no la
hubiera sentido y gustado? Y ¿cómo habría podido concebir tanta confianza en el sacramento
para el camino de crecimiento y santidad, si no hubiera sido testigo directo? ¿De dónde habría
sacado la comprensión, la capacidad de espera, de estímulo y promoción, de comunión para
su Familia y sus colaboradores?
El Apóstol mismo parece unir los dos aspectos cuando repite: “Dios nos ha
reconciliado consigo mismo por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de la
reconciliación”54.
¡Gracia personal y ministerio! La Reconciliación, más que “una práctica de piedad”
ocasional o un servicio sacerdotal, es un nuevo espacio en el que se coloca la totalidad de la
vida, el que Jesús proponía cuando decía “Convertíos”. Tiene en el sacramento su punto
eficaz y expresivo porque éste, como el bautismo, nos injerta en la muerte y Resurrección de
Cristo y en él participa toda la Iglesia.
Esto es verdad también para nosotros. Por la gracia de unidad, la experiencia personal
de la Reconciliación y la praxis pedagógica y pastoral se refuerzan mutuamente.
Reconciliados, nos hacemos artífices y mediadores de reconciliación.
Por esto, nuestro proyecto de espiritualidad que son las Constituciones, tratando de
nuestra misión, afirman que “Con los jóvenes celebramos el encuentro con Cristo en la
escucha de la Palabra de Dios, en la oración y en los sacramentos”55. “Con ellos” indica
ciertamente las circunstancias materiales de tiempo y de lugar, pero mucho más aún el
planteamiento de la vida vivida a la luz del Evangelio y de nuestra consagración.
En este sentido toda la vida debe verse como un camino de “conversión continua”56
que une muchos aspectos, como la entrega cotidiana cada vez más generosa a nuestra misión,
la vigilancia, el perdón recíproco, la aceptación de la cruz de cada día57, la oración y los
momentos de evaluación58, y tiene en el sacramento su punto de fuerza y cumplimiento:
“Recibido frecuentemente, según las indicaciones de la Iglesia, nos proporciona el gozo del
perdón del Padre, reconstruye la comunión fraterna y purifica las intenciones apostólicas”59.
De esta nuestra experiencia madura y continua brotan deseos y energías para crear
ambientes educativos reconciliadores y para guiar a los jóvenes a encontrar el punto de unidad
y consistencia que su vida necesita. De ella surge también la capacidad de individualizar y
asumir caminos de reconciliación en la múltiple conflictividad de nuestro contexto y de
nuestro mundo.
Respecto del sacramento de la penitencia en el campo juvenil y en la comunidad
cristiana, asistimos hoy a un triple fenómeno: el primero es el abandono de este sacramento
por parte de muchos; el segundo es el uso rápido por parte de un cierto número; el tercero,
positivo, es la demanda incluso de dirección espiritual por parte de un grupo, pequeño en
número, pero que va en busca de calidad espiritual.
La respuesta a esta disposición diversificada consiste en recorrer con el grupo mayor el
itinerario educativo que va desde la acogida al anuncio de la bondad paternal de Dios y de su
deseo de contarnos como hijos; en asistir al segundo grupo, con propuestas educativas
proporcionadas y capaces de apoyar su esfuerzo aún imperfecto; finalmente, en hacernos
ministros de la Reconciliación, disponibles y capaces, para todos aquellos que han
emprendido conscientemente un camino de vida espiritual.
54
2 Cor 5,18.
55
Const. 36.
56
Const. 90.
57
cf. ib.
58
cf. Const. 91
59
Const. 90.
2

3.4 Page 24

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Siempre y en todo caso deberemos esforzarnos en poner a los jóvenes en contacto con
un circuito de gracia – hecho de motivaciones, celebraciones y experiencias – que tiene como
horizonte el Misterio Eucarístico. Éste es memoria eficaz y fuente viva de la Reconciliación
perenne, realizada por la Cruz. Conduce a la Reconciliación y es, al mismo tiempo, su
coronación suprema y su máxima expresión porque, uniéndonos a Cristo, nos introduce en la
comunión trinitaria de Dios y en la unidad eclesial de los hermanos.
Conclusión: cruzar el umbral60
La noche entre el 24 y el 25 de diciembre, Navidad del 1999, seremos invitados a
pasar la puerta santa: el Papa, “al cruzar su umbral, mostrará a la Iglesia y al mundo el Santo
Evangelio, fuente de vida y de esperanza para el tercer milenio”61. Es el signo de la entrada de
Cristo en la humanidad. Para nosotros es la invitación a entrar en un nuevo espacio y situar
nuestra vida en un ámbito más claramente iluminado por el amor de Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo, marcado por la fraternidad incondicional y enriquecedora entre las personas,
caracterizado por la apertura de la mente y del corazón a las aspiraciones y esperanzas de la
humanidad hechas posibles por la presencia de Cristo en el tiempo, por una mayor
sensibilidad para escuchar las voces de los jóvenes y un esfuerzo mayor para ir al encuentro
de sus necesidades.
“Pasar por aquella puerta significa confesar que Cristo Jesús es el Señor, fortaleciendo
la fe en Él para vivir la vida nueva que nos ha dado. Es una decisión que presupone la libertad
de elegir y, al mismo tiempo, el valor de dejar algo...”62.
Con la esperanza de encontrarnos todos juntos, unidos espiritualmente, al cruzar la
“puerta” que nos introduce en la plenitud del tiempo que es Cristo, os saludo cordialmente y
os doy la bendición de María Auxiliadora.
Rector Mayor
Juan E: Vecchi
60
cf. Incarnationis Mysterium, 8.
61
Ib.
62
Ib.
2