Fe y inculturacion-es


Fe y inculturacion-es

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COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL
LA FE Y LA INCULTURACIÓN [*]
(1987)
Texto aprobado «in forma specifica»
por la Comisión Teológica Internacional[1]
INTRODUCCIÓN
1. La Comisión teológica internacional ha tenido ocasión, muchas veces,
de reflexionar sobre las relaciones entre la fe y la cultura[2]. En 1984 ha
hablado directamente de la inculturación de la fe en el estudio sobre el
misterio de la Iglesia, que hizo con ocasión del Sínodo extraordinario de
1985[3]. Por su parte, la Pontificia Comisión Bíblica tuvo su sesión
plenaria de 1979 sobre el tema de la inculturación de la fe a la luz de la
Escritura[4].
2. Hoy la Comisión Teológica Internacional pretende llevar a cabo esta
reflexión, de manera más profunda y más sistemática, por la importancia
que este tema de la inculturación de la fe ha adquirido por todas partes en
el mundo cristiano y por la insistencia con que el Magisterio de la Iglesia
ha abordado este tema desde el Concilio Vaticano II.
3. Proporcionan la base para ello los documentos conciliares y los textos
de los Sínodos que los han prolongado. Así en la constitución Gaudium et
spes, el Concilio ha mostrado qué lecciones y qué consignas ha sacado la
Iglesia, de sus primeras experiencias de inculturación en el mundo greco-
romano[5]. Después ha consagrado un capítulo entero de ese documento a
la promoción de la cultura (el sano fomento del progreso cultural)[6]. Tras
haber descrito la cultura como un esfuerzo por una más plena humanidad
y por una mejor acomodación del universo, el Concilio ha considerado
largamente las relaciones entre la cultura y el mensaje de la salvación. A
continuación ha enunciado algunos de los deberes más urgentes de los
cristianos con respecto a la cultura: defensa del derecho de todos a la
cultura, promoción de una cultura integral, armonización de las relaciones
entre cultura y cristianismo. El Decreto sobre la actividad misionera de la
Iglesia y la Declaración sobre las religiones no cristianas retoman algunas
de estas orientaciones. Dos Sínodos ordinarios han tratado expresamente
de la evangelización de las culturas, el de 1974 consagrado a la
evangelización[7] y el de 1977 sobre la formación catequética[8]. El
Sínodo de 1985, que celebraba el vigésimo aniversario de la clausura del
Concilio Vaticano II ha hablado de la inculturación como «una íntima
transformación de los auténticos valores culturales por su integración en el
cristianismo y la radicación del cristianismo en todas las culturas
humanas»[9].
4. Por su parte, el Papa Juan Pablo II ha asumido, de manera especial y

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con todo el corazón, la evangelización de las culturas: el diálogo de la
Iglesia y de las culturas reviste, a sus ojos, una importancia vital para el
futuro de la Iglesia y del mundo. El Santo Padre ha creado un organismo
curial especializado para que le ayude en esta gran obra: el Consejo
pontificio para la cultura[10]. Por lo demás, la Comisión Teológica
Internacional se alegra de poder reflexionar hoy con este Dicasterio sobre
la inculturación de la fe.
5. Apoyándose en la convicción de que «la Encarnación del Verbo ha sido
también una encarnación cultural», el Papa afirma que las culturas
comparables analógicamente con la humanidad de Cristo en lo que tienen
de bueno, pueden jugar un papel positivo de mediación para la expresión y
la irradiación de la fe cristiana[11].
6. Dos temas esenciales están vinculados a estas perspectivas. En primer
lugar, el de la transcendencia de la Revelación con respecto a las culturas
en que se expresa. En efecto, la Palabra de Dios no podría identificarse o
vincularse de modo exclusivo a los elementos de cultura que la transmiten.
El evangelio, donde se implanta, impone frecuentemente incluso una
conversión de las mentalidades y una enmienda de las costumbres:
también las culturas deben ser purificadas y restauradas en Cristo.
7. El segundo gran tema del magisterio de Juan Pablo II se refiere a la
urgencia de la evangelización de las culturas. Esta tarea supone que se
comprendan y se penetren las identidades culturales particulares con una
simpatía crítica y que, con un cuidado de universalidad congruente con la
realidad propiamente humana de todas las culturas, se favorezcan los
intercambios entre ellas. El Santo Padre fundamenta así la evangelización
de las culturas sobre una concepción antropológica fuertemente enraizada
en el pensamiento cristiano ya desde los Padres de la Iglesia. Porque la
cultura cuando es correcta, revela y fortifica la naturaleza del hombre, la
impregnación cristiana de la cultura supone la superación de todo
historicismo y de todo relativismo en la concepción de lo humano. La
evangelización de las culturas debe, por ello, inspirarse en el amor del
hombre en sí mismo y por sí mismo, especialmente en los aspectos de su
ser y de su cultura que están atacados o amenazados[12].
8. A la luz de este magisterio, como también de la reflexión que el tema de
la inculturación de la fe ha suscitado en la Iglesia, propondremos, en
primer lugar, una antropología cristiana que sitúa la naturaleza, la cultura
y la gracia en su relación mutua. Veremos a continuación el proceso de
inculturación que se realiza en la historia de la salvación: antiguo Israel,
vida y obra de Jesús, Iglesia primitiva. Una última sección tratará de los
problemas que actualmente se plantean a la fe por el encuentro con la
piedad popular, las religiones no cristianas, la tradición cultural de las
Iglesias jóvenes y finalmente los diversos aspectos de la modernidad.
I. Naturaleza, cultura y gracia
1. Los antropólogos recurren de buena gana, para describir o definir la
cultura, a la distinción, que se hace a veces oposición, entre «naturaleza» y
cultura. Por lo demás, el significado de la palabra naturaleza cambia según

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las diversas concepciones de las ciencias de la observación, de la filosofía
y de la teología. El Magisterio entiende esta palabra en un sentido muy
preciso: la naturaleza de un ser es lo que lo constituye como tal, con el
dinamismo de sus tendencias hacia sus finalidades propias. Las
naturalezas tienen de Dios lo que son, como también sus fines propios. Por
eso están llenas de un significado en el que el hombre, en cuanto imagen
de Dios, es capaz de leer «el designio querido por el Creador»[13].
2. Las inclinaciones fundamentales de la naturaleza humana, expresadas
por la ley natural, aparecen entonces como una expresión de la voluntad
del Creador. Esta ley natural declara las exigencias específicas de la
naturaleza humana, exigencias que son significativas del designio de Dios
sobre su creatura razonable y libre. De este modo queda descartado todo
malentendido que, percibiendo la naturaleza en un sentido unívoco,
reduciría el hombre a la naturaleza material.
3. A la vez, conviene considerar a la naturaleza humana según su
despliegue concreto en el tiempo de la historia: lo que el hombre dotado
de una libertad falible, sometida frecuentemente a las pasiones, ha hecho
de su humanidad. Esta herencia, transmitida a las generaciones nuevas,
implica a la vez tesoros inmensos de sabiduría, de arte y de generosidad, y
un lote considerable de desviaciones y de perversiones. La atención se
dirige entonces juntamente a la naturaleza humana y a la condición
humana, expresión que integra datos existenciales, de los que algunos —el
pecado y la gracia— tocan la historia de la salvación. Si, por tanto,
utilizamos la palabra «cultura» en primer lugar en un sentido positivo —
por ejemplo, como sinónima de desarrollo— como han hecho el Concilio
Vaticano II y los Papas recientes, no olvidamos que las culturas pueden
perpetuar y favorecer opciones de orgullo y de egoísmo.
4. La cultura se comprende en la prolongación de las exigencias de la
naturaleza humana, como cumplimiento de sus finalidades; así lo enseña
especialmente la constitución Gaudium et spes: «Es propio de la persona
humana no llegar a la verdadera y propia humanidad si no es mediante la
cultura, es decir, cultivando los bienes y los valores de la naturaleza... En
sentido general, con la palabra cultura se indica todo aquello con lo que el
hombre afina y desarrolla sus múltiples cualidades de alma y cuerpo»[14].
Los campos de la cultura son, por tanto, muchos: el hombre «procura
someter el mismo orbe de la tierra por el conocimiento y el trabajo; hace
más humana la vida social... por el progreso de las costumbres y de las
instituciones; finalmente expresa, conserva y comunica a través del
tiempo, en sus obras, las grandes experiencias espirituales y las
aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos e incluso a todo el
género humano»[15].
5. El sujeto primero de la cultura es la persona humana considerada según
todas las dimensiones de su ser. El hombre se cultiva —en esto consiste la
finalidad primera de la cultura—, pero lo hace gracias a obras de cultura y
a una memoria cultural. Así la cultura designa también el medio en el cual
y gracias al cual las personas pueden crecer.
6. La persona humana es un ser de comunión: se expande dando y

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recibiendo. Por ello, la persona progresa en solidaridad con los otros y a
través de los lazos sociales vivos. Así realidades como la nación, el
pueblo, la sociedad, con su patrimonio cultural, constituyen para el
desarrollo de la persona «un medio histórico y determinado... del que [el
hombre] obtiene los valores para promover la civilización»[16].
7. La cultura que es siempre una cultura concreta y particular, está abierta
a los valores superiores comunes a todos los hombres. La originalidad de
una cultura no significa, por tanto, repliegue sobre sí misma, sino
contribución a una riqueza que es bien de todos los hombres. Por ello, el
pluralismo cultural no podría interpretarse como la yuxtaposición de
universos cerrados, sino como la participación en el concierto de
realidades, orientadas todas ellas hacia los valores universales de la
humanidad. Los fenómenos de penetración recíproca de las culturas,
frecuentes en la historia, ilustran esta apertura fundamental de las culturas
particulares a los valores comunes a todos los hombres, y por ello la
apertura de las culturas entre sí.
8. El hombre es un ser naturalmente religioso. La orientación hacia el
Absoluto está inscrita en su ser profundo. La religión, en sentido amplio,
es parte integrante de la cultura en que se enraíza y que desarrolla. Por
ello, todas las grandes culturas implican la dimensión religiosa como clave
de bóveda del edificio que constituyen, dimensión que inspira las grandes
realizaciones que han marcado la historia milenaria de las civilizaciones.
9. En la raíz de las grandes religiones está el movimiento ascendente del
hombre a la búsqueda de Dios. Purificado de sus desviaciones y defectos,
este movimiento debe ser objeto de un respeto sincero. Sobre él se injerta
el don de la fe cristiana. Porque lo que distingue a la fe cristiana, es ser
libre adhesión a la propuesta del amor gratuito de Dios que se nos revela,
que nos ha dado a su Hijo único para liberarnos del pecado y que ha
derramado su Espíritu en nuestros corazones. En este don que Dios hace
de sí mismo a la humanidad, reside la radical originalidad cristiana frente
a todas las aspiraciones, demandas, conquistas y adquisiciones de la
naturaleza.
10. La fe cristiana, porque transciende todo el orden de la naturaleza y de
la cultura, por una parte, es compatible con todas las culturas en lo que
tienen de conforme con la recta razón y la buena voluntad, y por otra
parte, es ella misma, en grado eminente, un factor dinamizante de cultura.
Un principio ilumina el conjunto de las relaciones entre la fe y la cultura:
la gracia respeta la naturaleza, la cura de las heridas del pecado, la
conforta y la eleva. La elevación a la vida divina es la finalidad específica
de la gracia, pero no puede realizarse sin que la naturaleza sea sanada y
sin que la elevación al orden sobrenatural lleve la naturaleza, en su línea
propia, a una plenitud de perfección.
11. El proceso de inculturación puede definirse como el esfuerzo de la
Iglesia por hacer penetrar el mensaje de Cristo en un determinado medio
socio-cultural, llamándolo a crecer según todos sus valores propios, en
cuanto son conciliables con el Evangelio. El término inculturación incluye
la idea de crecimiento, de enriquecimiento mutuo de las personas y de los

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grupos, del hecho del encuentro del evangelio con un medio social. Según
Juan Pablo II, en los grandes apóstoles de los eslavos «se encuentra un
ejemplo de lo que hoy se llama inculturación, a saber: la inserción del
evangelio en una cultura autóctona y la introducción de esa misma cultura
en la vida de la Iglesia»[17].
II. Inculturación e historia de la salvación
Israel, Pueblo de la Alianza
Jesucristo, Señor y Salvador del mundo
El Espíritu Santo y la Iglesia de los Apóstoles
1. Consideramos las relaciones de la naturaleza, de la cultura y de la
gracia en la historia concreta de la Alianza de Dios con la humanidad. En
esta historia que comienza con un pueblo particular, culmina en un hijo de
ese pueblo que es también Hijo de Dios, y a partir de él se extiende a todas
las naciones de la tierra, se muestra «la admirable condescendencia de la
Sabiduría eterna»[18].
Israel, Pueblo de la Alianza
2. Israel se ha comprendido a sí mismo como formado de modo inmediato
por Dios. También el Antiguo Testamento, la Biblia del antiguo Israel, es
el testigo permanente de la revelación del Dios vivo a los miembros de un
pueblo escogido. En su forma escrita, esta revelación lleva también los
rasgos de las experiencias culturales y sociales del milenio en el que este
pueblo y las civilizaciones circundantes se han encontrado mutuamente en
la historia. El antiguo Israel ha nacido en un mundo que habrá dado ya a
luz grandes culturas, y ha crecido en conexión con ellas.
3. Las más antiguas instituciones de Israel (por ejemplo, la circuncisión, el
sacrificio de primavera, el reposo sabático) no le son especificas. Las ha
tomado de los pueblos vecinos. Una gran parte de la cultura de Israel tiene
un origen parecido. Sin embargo, el pueblo de la Biblia ha hecho que estos
préstamos, cuando los ha incorporado a su fe y a su práctica religiosa,
sufrieran cambios profundos. Los ha discernido a través de la fe en el Dios
personal de Abrahán (creador libre y ordenador sabio del universo, en el
que el pecado y la muerte no pueden tener su origen). El encuentro con
este Dios, vivido en la Alianza, permitió comprender al hombre y a la
mujer como seres personales y, consecuentemente, rechazar los
comportamientos inhumanos inherentes a otras culturas.
4. Los autores bíblicos han utilizado y, a la vez, transformado las culturas
de su tiempo para narrar, a través de la historia de un pueblo, la acción
salvífica que Dios hará culminar en Jesucristo, y para unir a los pueblos de
todas las culturas, llamados a formar un solo cuerpo, del que Cristo es la
cabeza.
5. En el Antiguo Testamento, culturas fundidas y transformadas son
puestas al servicio de la revelación del Dios de Abrahán, vivida en la
Alianza y consignada en la Escritura. Fue una preparación única, en el
plano cultural y religioso, para la venida de Jesucristo. En el Nuevo

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Testamento, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, revelado y
manifestado más profundamente en la plenitud del Espíritu, invita a todas
las culturas a dejarse transformar por la vida, la enseñanza, la muerte y la
resurrección de Jesucristo.
6. Aunque los paganos son «injertados en Israel» (cf. Rom 11, 11-24), hay
que subrayar que el plan original de Dios se refiere a toda la creación (cf.
Gén 1, 1-2. 4a). En efecto, se concluyó una Alianza, por medio de Noé,
con todos los pueblos de la tierra que están dispuestos a vivir en la justicia
(cf Gén 9, 1-17; Eclo 44, 17-19). Esta Alianza es anterior a las que se
hicieron con Abrahán y con Moisés. A partir de Abrahán, Israel está
llamado a comunicar a todas las familias de la tierra, las bendiciones que
ha recibido (Gén 12, 1-5; Jer 4, 2; Eclo 44, 21).
7. Señalemos, por otra parte, que los diversos aspectos de la cultura de
Israel no mantienen las mismas relaciones con la revelación divina.
Algunos atestiguan la resistencia a la Palabra de Dios, mientras que otros
expresan su aceptación. Entre estos últimos hay que distinguir todavía
entre lo provisorio (prescripciones rituales y judiciales) y lo permanente,
de alcance universal. Ciertos elementos «en la Ley de Moisés, los profetas
y los salmos» (Lc 24, 44; cf. v. 27) tienen precisamente el sentido de ser la
prehistoria de Jesús.
Jesucristo, Señor y Salvador del mundo
I. La transcendencia de Jesucristo con respecto a toda cultura
8. Una convicción domina la predicación de Jesús: en él, en su palabra y
en su persona, Dios hace culminar, superándolos, los dones que ya había
otorgado a Israel y al conjunto de las naciones (Mc 13, 10; Mt 12, 21; Lc
2, 32). Jesús es la luz soberana y la verdadera sabiduría para todas las
naciones y todas las culturas (Mt 11, 19; Lc 7, 35). En su misma actividad
muestra que el Dios de Abrahán, ya reconocido por Israel como creador y
Señor (Sal 93, 1-4; Is 6, 1), se dispone a reinar sobre todos los que creerán
al evangelio; más aún, Dios reina ya por Jesús (Mc 1, 15; Mt 12, 28; Lc
11, 20; 17, 21).
9. La enseñanza de Jesús, especialmente en las parábolas, no teme corregir
y, si el caso lo pide, rechazar no pocas ideas sobre la naturaleza de Dios y
su obrar que la historia, la religión practicada de hecho y la cultura han
sugerido a sus contemporáneos (Mt 20, 1-16; Lc 15, 11-32; 18, 9-14).
10. La intimidad completamente filial de Jesús con Dios y la obediencia
amorosa que le hace ofrecer su vida y su muerte a su Padre (Mc 14, 36),
testifican que en él el designio original de Dios sobre la creación, viciado
por el pecado, ha sido restaurado (Mc 1, 14-15; 10, 2-9; Mt 5, 21-48).
Estamos ante una nueva creación y el nuevo Adán (Rom 5, 12-19; 1 Cor
15, 20-22). También las relaciones con Dios en muchos aspectos están
profundamente cambiadas (Mc 8, 27-33; 1 Cor 1, 18-25). La novedad es
tal que la maldición que golpea al Mesías crucificado, se convierte en
bendición para todos los pueblos (Gál 3, 13; Deut 21, 22-23), y que la fe
en Jesús salvador sustituye al régimen de la Ley (Gál 3, 12-14).

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11. La muerte y la resurrección de Jesús, gracias a las cuales el Espíritu ha
sido derramado en los corazones, han mostrado las insuficiencias de las
sabidurías y de las morales meramente humanas, e incluso de la Ley
aunque dada a Moisés por Dios, todas ellas instituciones capaces de dar el
conocimiento del bien, pero no la fuerza para cumplirlo, el conocimiento
del pecado, pero no el poder de substraerse a él (Rom 7, 16ss; 3, 20; 7, 7;
1 Tim 1, 8).
II. La presencia de Cristo con respecto a la cultura y a las culturas
A) La particularidad de Cristo, Señor y Salvador universal
12. La encarnación del Hijo de Dios, por haber sido integral y concreta,
fue una encarnación cultural. «El mismo Cristo por su encarnación se unió
a determinadas condiciones sociales y culturales de los hombres con los
que convivió»[19].
13. El Hijo de Dios ha querido ser un Judío de Nazaret en Galilea, que
hablaba arameo, estaba sometido a padres piadosos de Israel, los
acompañaba al Templo de Jerusalén, donde lo encuentran «sentado en
medio de los doctores, oyéndolos y preguntándoles» (Lc 2, 46). Jesús
crece en medio de las costumbres y de las instituciones de la Palestina del
siglo primero, aprendiendo los oficios de su época, observando el
comportamiento de los pescadores, de los campesinos y de los
comerciantes de su ambiente. Las escenas y los paisajes de los que se
nutre la imaginación del futuro rabino, son de un país y de una época bien
determinados.
14. Nutrido con la piedad de Israel, formado por la enseñanza de la Ley y
de los profetas, a la que una experiencia completamente singular de Dios
como Padre permite dar una profundidad inaudita, Jesús se sitúa en una
tradición espiritual bien determinada, la del profetismo judío. Como los
profetas de otro tiempo, él es la boca de Dios y llama a la conversión. La
manera es igualmente muy típica: el vocabulario, los géneros literarios, los
procedimientos de estilo, todo recuerda la línea de Elías y Eliseo: el
paralelismo bíblico, los proverbios, las paradojas, las amonestaciones, las
bienaventuranzas y hasta las acciones simbólicas.
15. Jesús está de tal manera ligado a la vida de Israel que el pueblo y la
tradición religiosa en que se sitúa, tienen, por este mismo hecho, algo de
singular en la historia de la salvación de los hombres: este pueblo elegido
y la tradición religiosa que ha dejado, tienen una significación permanente
para la humanidad.
16. No. La encarnación no tiene nada de improvisación. El Verbo de Dios
entra en una historia que lo prepara, lo anuncia y lo prefigura. Cristo, en
primer lugar, se puede decir que forma cuerpo con el pueblo que Dios se
ha preparado en orden del don que hará de su Hijo. Todas las palabras que
han proferido los profetas, preludian la Palabra subsistente que es el Hijo
de Dios.
17. Así la historia de la alianza concluida con Abrahán y, por Moisés, con

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el pueblo de Israel, como también los libros que narran y explanan esta
historia, conservan para los fieles de Jesús el papel de una pedagogía
indispensable e insustituible. Por lo demás, la elección de este pueblo del
que ha salido Jesús, jamás ha sido revocada. Mis parientes según la carne
—escribe Pablo— «son los Israelitas, de los que es la adopción filial y la
gloria y la alianza y la legislación y el culto y las promesas, de los que son
los padres, y de los que procede Cristo según la carne: que es sobre todas
las cosas Dios bendito por los siglos. Amén» (Rom 9, 3-5). El buen olivo
no ha perdido sus privilegios en favor del olivo salvaje que ha sido
injertado en él (Rom 11, 24).
B) La catolicidad del Único
18. Por muy particular que sea la condición del Verbo hecho carne —y,
por tanto, de la cultura que lo acoge, lo forma y lo prolonga—, el Hijo de
Dios no se ha unido primariamente a esta particularidad. Porque Dios se
ha hecho hombre, ha asumido también, en cierta manera, una raza, un país
y una época. «Porque en él la naturaleza humana ha sido asumida, no
suprimida, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime.
Pues el mismo Hijo de Dios, por su encarnación, de alguna manera, se
unió con todo hombre»[20].
19. La transcendencia de Cristo no lo aísla por encima de la familia
humana, sino que lo hace presente a todo hombre, más allá de todo
particularismo. «No se le puede considerar extranjero con respecto a nadie
ni en ninguna parte»[21]. «Ya no hay judío ni griego, ya no hay esclavo ni
libre, ya no hay varón ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús»
(Gál 3, 28). Cristo nos alcanza tanto en la unidad que formamos como en
la multiplicidad y en la diversidad de los individuos en que se realiza
nuestra naturaleza común.
20. Sin embargo, Cristo no nos alcanzaría en la verdad de nuestra
humanidad concreta, si no entrara en contacto con nosotros en la
diversidad y la complementariedad de nuestras culturas. En efecto, las
culturas —lengua, historia, actitud general ante la vida, instituciones
diversas— nos acogen, para bien o para mal, en la vida, nos acompañan y
nos prolongan. Si el cosmos entero es misteriosamente el lugar de la
gracia y del pecado, ¿cómo no lo serían también nuestras culturas que son
los frutos y los gérmenes de la actividad propiamente humana?
21. En el Cuerpo de Cristo, las culturas, en la medida en que son animadas
y renovadas por la gracia y la fe, son, por lo demás, complementarias.
Ellas permiten ver la fecundidad multiforme de que son capaces las
enseñanzas y las energías del mismo evangelio, así como los mismos
principios de verdad, de justicia, de amor y de libertad, cuando están
atravesados por el Espíritu de Cristo.
22. Finalmente hay que recordar que la Iglesia, esposa del Verbo
encarnado, no se preocupa de la suerte de las diversas culturas de la
humanidad por estrategia interesada. Quiere animar desde el interior estos
recursos de verdad y de amor, que Dios ha dispuesto en su creación como
semina Verbi, protegerlos y liberarlos del error y del pecado con que los

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hemos corrompido. El Verbo de Dios no viene a una creación que le sea
extraña. «Todas las cosas han sido creadas por él y para él, y él es antes
que todas las cosas y todas las cosas se mantienen en él» (Col 1, 16-17).
El Espíritu Santo y la Iglesia de los Apóstoles
I. De Jerusalén a las naciones:
los comienzos característicos de la inculturación de la fe
23. El día de Pentecostés, la irrupción del Espíritu Santo inaugura la
relación de la fe cristiana y de las culturas como un acontecimiento de
cumplimiento y de plenitud: la promesa de la salvación, cumplida por
Cristo resucitado, colma el corazón de los creyentes con la efusión del
mismo Espíritu Santo. Las «maravillas de Dios» serán «publicadas» en
adelante a todos los hombres de toda lengua y de toda cultura (Hch 2, 11).
Mientras que la humanidad vive bajo el signo de la división de Babel, el
don del Espíritu Santo se le ofrece como la gracia, transcendente y, sin
embargo, muy humana, de la sinfonía de los corazones. La comunión
divina (koinonía) (Hch 2, 42) re-crea una nueva comunidad entre los
hombres, penetrando, sin destruirlo, el signo de su división: las lenguas.
24. El Espíritu Santo no instaura una super-cultura, sino que es el
principio personal y vital que va a vivificar la nueva comunidad en
sinergía con sus miembros. El don del Espíritu Santo no es del orden de
las estructuras, sino que la Iglesia de Jerusalén que Él forma, es koinonía
de fe y de agapé que se comunica en la pluralidad sin dividirse; es el
Cuerpo de Cristo, cuyos miembros están unidos sin uniformidad. La
primera prueba para la catolicidad apareció cuando diferencias ligadas a la
cultura (tensiones entre Helenistas y Hebreos) amenazaban la comunión
(Hch 6, 1ss). Los Apóstoles no suprimieron las diferencias, sino que
desarrollaron una función esencial del Cuerpo eclesial: la diakonía al
servicio de la koinonía.
25. Para que la Buena Nueva sea anunciada a las naciones, el Espíritu
Santo suscita un nuevo discernimiento en Pedro y en la comunidad de
Jerusalén (Hch 10 y 11): la fe en Cristo no exige de los nuevos creyentes
que abandonen su cultura para adoptar la Ley del pueblo judío: todos los
pueblos están llamados a ser beneficiarios de la Promesa y a participar de
la herencia confiada para ellos al Pueblo de la Alianza (Ef 2, 14-15). Por
tanto, «nada más allá de lo necesario», según la decisión de la asamblea
apostólica (Hch 15, 28).
26. Pero el misterio de la Cruz, escándalo para los judíos, es locura para
los paganos. Aquí, la inculturación de la fe choca con el pecado radical
que retiene «cautiva» (cf. Rom 1, 18) la verdad de una cultura que no ha
sido asumida por Cristo: la idolatría. Mientras el hombre «está privado de
la gloria de Dios» (cf. Rom 3, 23), todo lo que «cultiva», es imagen opaca
de sí mismo. El kerygma paulino parte entonces de la Creación y de la
vocación a la alianza, denuncia las perversiones morales de la humanidad
ciega y anuncia la salvación en Cristo crucificado y resucitado.
27. Después de la prueba para la catolicidad entre comunidades cristianas

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culturalmente diferentes, después de las resistencias del legalismo judío y
de la idolatría, en el gnosticismo la fe se entrega a la cultura. El fenómeno
nace en la época de las últimas cartas de Pablo y de Juan; y alimentará la
mayor parte de las crisis doctrinales de los siglos siguientes. Aquí la razón
humana, en su estado vulnerado, rechaza la locura de la Encarnación del
Hijo de Dios e intenta recuperar el Misterio acomodándolo a la cultura
reinante. Ahora bien, «la fe reposa no en la sabiduría de los hombres, sino
en el poder de Dios» (cf. 1 Cor 2, 4ss).
II. La tradición apostólica:
inculturación de la fe y salvación de la cultura
28. En los «últimos tiempos» inaugurados en Pentecostés, Cristo
resucitado, Alfa y Omega, entra en la historia de los pueblos: desde
entonces el sentido de la historia y, por tanto, de la cultura se desvela (Ap
5, 1-5), y el Espíritu Santo lo revela actualizándolo y comunicándolo a
todos. La Iglesia es el sacramento de esta Revelación y de esta comunión.
Centra toda cultura en que Cristo es acogido, colocándola en el eje «del
mundo futuro», y restaura la Comunión rota por el «príncipe de este
mundo». La cultura está así en situación escatológica: tiende hacia su
cumplimiento en Cristo, pero sólo puede ser salvada asociándose al
repudio del mal.
29. Cada Iglesia local o particular tiene vocación de ser, en el Espíritu
Santo, el sacramento que manifiesta a Cristo, crucificado y resucitado, en
la carne de una cultura particular:
a) La cultura de una Iglesia local —joven o antigua— participa del
dinamismo de las culturas, y de sus vicisitudes. Aunque está en situación
escatológica, permanece sometida a las pruebas y a las tentaciones (cf. Ap
2 y 3).
b) La «novedad cristiana» engendra en las Iglesias locales, expresiones
particulares culturalmente tipificadas (modalidades de las formulaciones
doctrinales, simbolismos litúrgicos, tipos de santidad, directrices
canónicas, etc.). Pero la comunión entre las Iglesias exige constantemente
que la «carne» cultural de cada una no sirva de pantalla al mutuo
reconocimiento en la fe apostólica y a la solidaridad en el amor.
c) Toda Iglesia enviada a las naciones sólo da testimonio de su Señor si
con respecto a sus lazos culturales se conforma a él en la kénosis primera
de su Encarnación y en el abajamiento último de su Pasión vivificante. La
inculturación de la fe es una de las expresiones de la Tradición apostólica,
de la que Pablo subraya muchas veces el carácter dramático (1 y 2 Cor
passim).
30. Los escritos apostólicos y los testimonios patrísticos no limitan su
visión de la cultura al servicio de la evangelización, sino que la integran
en la totalidad del Misterio de Cristo. Para ellos, la creación es el reflejo
de la Gloria de Dios, el hombre es su icono viviente, y en Cristo se ha
dado la semejanza con Dios. La cultura es el lugar en que el hombre y el
mundo son llamados a encontrarse en la Gloria de Dios. El encuentro falta

2 Pages 11-20

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2.1 Page 11

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o se oscurece en la medida en que el hombre es pecador. En el interior de
la creación cautiva se vive la gestación «del universo nuevo» (Ap 21, 5):
la Iglesia «gime» (cf. Rom 8, 18-25). En ella y por ella, las creaturas de
este mundo pueden vivir su redención y su transfiguración.
III. Problemas actuales de inculturación
La piedad popular<
Inculturación de la fe y religiones no cristianas
Las jóvenes Iglesias y su pasado cristiano
La fe cristiana y la modernidad
1. La inculturación de la fe que hemos considerado en primer lugar, sobre
todo, desde un punto de vista filosófico (naturaleza, cultura y gracia), y
después desde el punto de vista de la historia y del dogma (la
inculturación en la historia de la salvación), plantea todavía problemas
considerables a la reflexión teológica y a la acción pastoral Así las
cuestiones que el descubrimiento de nuevos mundos hizo surgir en el siglo
XVI, continúan preocupándonos. ¿Cómo concordar con la fe las
expresiones espontáneas de la religiosidad de los pueblos? ¿Qué actitud
adoptar frente a las religiones no cristianas, especialmente frente a
aquellas que están «conexas con el progreso de la cultura»?[22] En
nuestro tiempo han surgido cuestiones nuevas. ¿Cómo deben considerar
las «jóvenes Iglesias» nacidas en nuestro siglo de la indigenización de
comunidades cristianas ya existentes, su pasado cristiano y la historia
cultural de sus pueblos respectivos? Finalmente, ¿cómo debe el evangelio
animar, purificar y fortificar el mundo nuevo en el que nos han hecho
entrar especialmente la industrialización y la urbanización? Nos parece
que estas cuatro cuestiones se imponen a quien reflexiona sobre las
condiciones actuales de la inculturación de la fe.
La piedad popular
2. Por religiosidad popular en los países que han sido tocados por el
evangelio, se entiende generalmente la unión de la fe y de la piedad
cristiana, por una parte, con la cultura profunda y formas de la religión
anterior de las poblaciones, por otra. Se trata de esas devociones muy
numerosas en que los cristianos expresan su sentimiento religioso en el
lenguaje simple, entre otros, de la fiesta y de la peregrinación, de la danza
y del canto. Se ha podido hablar de síntesis vital a propósito de esta
piedad, ya que une «espíritu y cuerpo, comunión e institución, persona y
comunidad, fe y patria, inteligencia y afecto»[23]. La calidad de la síntesis
—como puede preverse— depende de la antigüedad y profundidad de la
evangelización, así como de la compatibilidad de los antecedentes
religiosos y culturales con la fe cristiana.
3. En la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, Pablo VI ha
confirmado y alentado una valoración nueva de la piedad popular. «Estas
expresiones [con las que se significan la búsqueda de Dios y la fe], aunque
largo tiempo consideradas menos puras y, a veces, despreciadas, vuelven
casi por todas partes a ser mejor estudiadas y conocidas por los hombres
de nuestro tiempo»[24].

2.2 Page 12

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4. «Si se orienta bien, sobre todo por una acción de evangelización —
continuaba Pablo VI— la misma [piedad popular] es rica también en
muchos bienes. Pues muestra una sed de Dios que sólo pueden
experimentar los sencillos y pobres de espíritu; da a los hombres la
capacidad de darse y entregarse hasta el heroísmo, cuando se trata de
confesar la fe. Trae consigo un fino sentido para poder percibir los
atributos inefables de Dios: a saber, su paternidad, providencia, la
presencia de su amor perpetuo y benevolente. Engendra en el interior del
hombre tales actitudes que difícilmente pueden encontrase semejantes o
iguales: a saber, la paciencia, la conciencia de que la cruz ha de ser llevada
en la vida diaria, el desapego, la abierta aceptación de los demás, la
observancia de las obligaciones»[25].
5. Por lo demás, la fuerza y la profundidad de las raíces de la piedad
popular se han manifestado claramente en este largo período de desestima,
de que hablaba Pablo VI. Las expresiones de la piedad popular han
sobrevivido a las numerosas predicciones de su desaparición, que la
modernidad y los progresos del secularismo parecían garantizar. En
muchas regiones del orbe han conservado e incluso aumentado el atractivo
que ejercían sobre las multitudes.
6. Muchas veces se han denunciado las limitaciones de la piedad popular.
Consisten en un cierto simplismo, fuente de diversas deformaciones de la
religión, en concreto de supersticiones. Se permanece en el nivel de
manifestaciones culturales sin que una verdadera adhesión de fe y la
expresión de esta fe se comprometan en el servicio del prójimo. La piedad
popular, mal orientada, puede conducir incluso a la formación de sectas y
poner así en peligro la verdadera comunidad eclesial. Ulteriormente tiene
el peligro de ser manipulada sea por poderes políticos sea por fuerzas
religiosas extrañas a la fe cristiana.
7. La conciencia de estos peligros invita a practicar una catequesis
inteligente, que estime los méritos de una piedad popular auténtica y que
sea, al mismo tiempo, capaz de discernimiento. Una liturgia viva y
adaptada está igualmente llamada a jugar un gran papel en la integración
de una fe muy pura y de las formas tradicionales de vida religiosa de los
pueblos. Sin duda alguna, la piedad popular puede aportar una
contribución insustituible a una antropología cultural cristiana que
permitiría reducir la distancia, a veces trágica, entre la fe de los cristianos
y ciertas instituciones socio-económicas de orientación muy diferente que
rigen su vida diaria.
Inculturación de la fe y religiones no cristianas
I. Las religiones no cristianas
8. Desde sus orígenes, la Iglesia ha encontrado, en muchos niveles, la
cuestión de la pluralidad de las religiones. Todavía hoy los cristianos
constituyen sólo alrededor de un tercio de la población mundial. Por lo
demás, tendrán que vivir en un mundo que experimenta una simpatía
creciente por el pluralismo en materia religiosa.

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9. Teniendo en cuenta el puesto importante de la religión en la cultura, una
Iglesia local o particular implantada en un medio socio-cultural no
cristiano debe tener en cuenta muy seriamente los elementos religiosos de
este medio. Esta preocupación, por lo demás, será a la medida de la
profundidad y de la vitalidad de estos datos religiosos.
10. Si se puede tomar un continente como ejemplo, hablaremos de Asia
que ha visto nacer muchas de las grandes corrientes religiosas del mundo.
El hinduismo, el budismo, el Islam, el confucionismo, el taoísmo y el
sintoísmo, aunque ciertamente cada uno de estos sistemas religiosos en
partes distintas del continente, están profundamente enraizados en los
pueblos y muestran mucho vigor. La vida personal, como también la
actividad social y comunitaria, han sido marcadas, de manera decisiva, por
estas tradiciones religiosas y espirituales. También las mismas Iglesias de
Asia consideran la cuestión de las religiones no cristianas como una de las
más importantes y urgentes. Son incluso el objeto de esa forma
privilegiada de relación que es el diálogo.
II. El diálogo de las religiones
11. El diálogo con las otras religiones es parte integrante de la vida de los
cristianos: por el intercambio, el estudio y el trabajo en común, este
diálogo contribuye a una mejor inteligencia de la religión del otro y al
crecimiento en la piedad.
12. Para la fe cristiana, la unidad de todos en su origen y en su destino, es
decir, en la creación y en la comunión con Dios en Jesucristo va
acompañada de la presencia y de la acción universales del Espíritu Santo.
La Iglesia en diálogo escucha y aprende. «La Iglesia católica no rechaza
nada de lo que es verdadero y santo en estas religiones. Con sincero
respeto considera aquellas maneras de obrar y vivir, aquellos preceptos y
doctrinas que aunque discrepen, en muchos puntos, de los que ella tiene y
propone, sin embargo frecuentemente traen consigo un rayo de aquella
Verdad que ilumina a todos los hombres»[26].
13. Este diálogo tiene algo de original, ya que, como lo atestigua la
historia de las religiones, la pluralidad de las religiones ha engendrado
frecuentemente discriminación y celos, fanatismo y despotismo, cosas
todas que han valido a la religión la acusación de ser fuente de división en
la familia humana. La Iglesia, «sacramento universal de salvación»[27], es
decir, «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de
todo el género humano»[28], es llamada por Dios a ser ministra e
instrumento de la unidad en Jesucristo para todos los hombres y todos los
pueblos.
III. La transcendencia del evangelio con respecto a la cultura
14. Sin embargo, no podemos olvidar la transcendencia del evangelio con
respecto a todas las culturas humanas en las que la fe cristiana tiene
vocación de enraizarse y de desarrollarse según todas sus virtualidades. En
efecto, por grande que deba ser el respeto por lo que es verdadero y santo
en la herencia cultural de un pueblo, sin embargo esta actitud no pide que

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se preste un carácter absoluto a esta herencia cultural. Nadie puede olvidar
que, desde los orígenes, el evangelio ha sido «escándalo para los judíos y
locura para los gentiles» (1 Cor 1, 23). La inculturación que toma el
camino del diálogo entre las religiones, no podría, en modo alguno, dar
ocasión al sincretismo.
Las jóvenes Iglesias y su pasado cristiano
15. La Iglesia prolonga y actualiza el misterio del Siervo de Yahveh, al
que ha sido prometido: «te pondré como luz de las naciones, para que seas
mi salvación hasta los confines de la tierra» (Is 49, 6); él será «la Alianza
del pueblo» (Is 49, 8). Esta profecía se realiza en la última Cena, cuando,
la víspera de su Pasión, Cristo, rodeado de los Doce, da a los suyos su
cuerpo y su sangre como comida y bebida de la Nueva Alianza,
asimilándolos así en su propio cuerpo. Nacía la Iglesia, pueblo de la
Nueva Alianza. En Pentecostés recibirá el Espíritu de Cristo, el Espíritu
del Cordero inmolado desde los orígenes y que ya trabajaba para satisfacer
el anhelo tan profundamente enraizado en los seres humanos: la unión más
radical en el respeto más radical de la diversidad.
16. En virtud de la comunión católica que une todas las Iglesias
particulares en una misma historia, las jóvenes Iglesias consideran el
pasado de las Iglesias que les han dado nacimiento, como una parte de su
propia historia. Sin embargo, el acto decisivo de interpretación que señala
su madurez espiritual, consiste en reconocer esta anterioridad como
originaria y no sólo como histórica. Esto significa que acogiendo con fe el
evangelio que les han anunciado las Iglesias más antiguas, las jóvenes
Iglesias han acogido al mismo «guía del camino de la fe» (Heb 12, 2) y la
entera Tradición en la que la fe está atestiguada, así como la capacidad de
engendrar formas originales en que se expresará la fe única y común.
Iguales en dignidad, viviendo del mismo misterio, auténticas Iglesias-
hermanas, las jóvenes Iglesias manifiestan, juntamente con las que les son
mayores, la plenitud del misterio de Cristo.
17. La Iglesia, pueblo de la Nueva Alianza, en cuanto que hace memoria
del misterio pascual y anuncia sin cesar la vuelta del Señor, puede decirse
escatología comenzada de las tradiciones culturales de los pueblos, a
condición, sin duda, de que estas tradiciones hayan sido sometidas a la ley
purificadora de la muerte y de la resurrección en Jesucristo.
18. Como san Pablo en el Areópago de Atenas, la joven Iglesia hace una
lectura nueva y creativa de la cultura ancestral. Cuando esta cultura pasa a
Cristo, «se quita el velo» (2 Cor 3, 16). En el tiempo de incubación de la
fe, esta Iglesia había descubierto a Cristo como «exegeta y exégesis» del
Padre en el Espíritu[29]; por lo demás, no cesa de contemplarlo como tal.
Ahora lo descubre «exegeta y exégesis» del hombre, fuente y destinatario
de la cultura. Al Dios desconocido, revelado en la Cruz, corresponde el
hombre desconocido que la joven Iglesia anuncia en su cualidad de
misterio pascual vivo, inaugurado por gracia en la antigua cultura.
19. En la salvación que hace presente, la joven Iglesia se esfuerza por
encontrar todos los vestigios de la solicitud de Dios por un grupo humano

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particular, los semina Verbi. Lo que el prólogo de la Carta a los Hebreos
dice de los Padres y de los profetas, puede tomarse y vale, de alguna
manera, analógicamente de toda cultura humana con respecto a Jesucristo,
en lo que es recto y verdadero en las culturas y en lo que contienen de
sabiduría.
La fe cristiana y la modernidad
20. Las mutaciones técnicas que han provocado la revolución industrial y
después la revolución urbana, han afectado el alma profunda de las
poblaciones, beneficiarias y también muy frecuentemente víctimas de
estos cambios. Por ello, se impone a los creyentes, como una tarea urgente
y difícil, comprender la cultura moderna en sus rasgos característicos,
como también en sus expectaciones y sus necesidades con respecto a la
salvación aportada por Jesucristo.
21. La revolución industrial fue igualmente una revolución cultural.
Valores asegurados hasta entonces se pusieron en cuestión, como el
sentido del trabajo personal y comunitario, la relación directa del hombre
a la naturaleza, la pertenencia a una familia de apoyo tanto en la
cohabitación como en el trabajo, el enraizamiento en comunidades locales
y religiosas de dimensiones humanas, la participación en tradiciones, ritos,
ceremonias y celebraciones que dan sentido a los grandes momentos de la
existencia. La industrialización, provocando un amontonamiento
desordenado de las poblaciones, aporta graves perjuicios a estos valores
seculares, sin suscitar comunidades capaces de integrar nuevas culturas.
En un momento en que los pueblos más indefensos están buscando un
modelo apropiado de desarrollo, se perciben mejor tanto las ventajas como
los riesgos y los costes humanos de la industrialización.
22. Se han realizado grandes progresos en muchos campos de la vida:
alimentación, salud, educación, transportes, acceso a los bienes de
consumo de toda especie. Sin embargo, inquietudes profundas surgen en
el inconsciente colectivo. En muchos países, la idea de progreso ha cedido
el puesto, sobre todo después de la segunda guerra mundial, al desencanto.
La racionalidad en materia de producción y de administración, cuando
olvida el bien de las personas, trabaja contra la razón. La emancipación
con respecto a las comunidades de pertenencia ha enterrado al hombre en
la multitud solitaria. Los nuevos medios de comunicación destruyen de la
misma manera que pueden unir. La ciencia por las creaciones técnicas que
son su fruto, aparece, a la vez, creadora y homicida. Por ello, algunos
desesperan de la modernidad y hablan de una nueva barbarie. A pesar de
tantos fracasos y faltas, es necesario esperar una reacción moral de todas
las naciones, ricas y pobres. Si el evangelio es predicado y escuchado, es
posible una conversión cultural y espiritual: ésta llama a la solidaridad, al
cuidado por el bien integral de la persona, a la promoción de la justicia y
de la paz, a la adoración del Padre, del que procede todo bien.
23. La inculturación del evangelio en las sociedades modernas exigirá un
esfuerzo metódico de búsqueda y de acción concertadas. Este esfuerzo
supondrá en los responsables de la evangelización: 1) una actitud de
acogida y de discernimiento crítico; 2) la capacidad de percibir las

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expectaciones espirituales y las aspiraciones humanas de las nuevas
culturas; 3) la aptitud para el análisis cultural en orden a un encuentro
efectivo con el mundo moderno.
24. En efecto, se requiere una actitud de acogida en quien quiere
comprender y evangelizar el mundo de este tiempo. La modernidad está
acompañada de progresos innegables en muchos campos, materiales y
culturales: bienestar, movilidad humana, ciencia, investigación, educación,
nuevo sentido de la solidaridad. Además la Iglesia del Vaticano II ha
tomado una viva conciencia de las nuevas condiciones en las que debe
ejercer su misión, y en las culturas de la modernidad se construye la
Iglesia de mañana. A propósito del discernimiento se aplica la consigna
tradicional repetida por Pío XII: hay que «conocer más y mejor la cultura
y las instituciones de los diversos pueblos y cultivar y promover sus
valores y dotes espirituales... Todo lo que en las costumbres de los pueblos
no está indisolublemente ligado a supersticiones y errores debe
considerarse siempre con benevolencia y, sí es posible, conservarse intacto
y protegido»[30].
25. El evangelio suscita cuestiones fundamentales en quien reflexiona
sobre el comportamiento del hombre moderno: ¿Cómo hacer comprender
a este hombre la radicalidad del mensaje de
Cristo: la caridad incondicional, la pobreza evangélica, la adoración del
Padre y el asentimiento constante a su voluntad? ¿Cómo educar en el
sentido cristiano del sufrimiento y de la muerte? ¿Cómo suscitar la fe y la
esperanza en la obra de resurrección realizada por Cristo?
26. Tenemos que desarrollar una capacidad de analizar las culturas, de
percibir sus incidencias morales y espirituales. Se impone una
movilización de toda la Iglesia, para afrontar con éxito la tarea sumamente
compleja de la inculturación del evangelio en el mundo moderno. En esta
materia, debemos abrazar la preocupación de Juan Pablo II: «Desde el
comienzo de mi pontificado he considerado que el diálogo de la Iglesia
con las culturas de nuestro tiempo era un campo vital, en el que está en
juego el destino del mundo en este final del siglo XX»[31].
CONCLUSIÓN
1. Pablo VI después de haber dicho que es necesario «tocar y cómo
revolucionar, con la fuerza del evangelio, las normas de juicio, los valores
principales, los centros de interés y los modos de pensar, las fuentes de
inspiración y los modelos de vida de la humanidad que contrastan con la
palabra de Dios y el designio de la salvación»[32], añadía que «hay que
evangelizar —no por fuera, como si se tratara de añadir un adorno o un
color externo, sino por dentro, a partir del centro de la vida y hasta las
raíces de la vida— o sea penetrar con el evangelio las culturas y también
la cultura del hombre, en el sentido amplísimo y riquísimo que estas
palabras reciben en la constitución Gaudium et spes… El Reino que se
anuncia en el evangelio, se vive por hombres que están imbuidos por una
determinada cultura como propia, y para edificar el Reino hay que
emplear necesariamente ciertos elementos de la cultura y de las culturas

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humanas»[33].
2. Por su parte, Juan Pablo II afirmaba: «En este final del siglo XX, la
Iglesia debe hacerse toda a todos, encontrándose con simpatía con las
culturas de hoy. Hay todavía ambientes y mentalidades, así como países y
regiones enteras que deben ser evangelizados, lo que supone un largo y
valiente proceso de inculturación para que el evangelio penetre el alma de
las culturas, respondiendo así a sus expectaciones más altas y haciéndolas
crecer a la misma medida de la fe, de la esperanza y de la caridad
cristiana... A veces, las culturas no han sido todavía tocadas más que
superficialmente y, en todo caso, porque se transforman sin cesar, exigen
un acercamiento renovado... Además, aparecen nuevos sectores de cultura
con objetivos, métodos y lenguajes diversos»[34].
NOTA ANEXA
Para guiar a los lectores en la eventual publicación de las diferentes
relaciones preparatorias, damos aquí su lista. En efecto, el R. P. Gilles
Langevin S.I., presidente de la subcomisión y redactor principal, a partir
de esos trabajos (que continúan siendo de sus autores, ya que fueron
escritos por ellos bajo su propia responsabilidad), ha redactado la síntesis
que la Comisión Teológica Internacional ha aprobado con tres votaciones
sucesivas, de las que las dos primeras aportaron correcciones importantes.
He aquí el conjunto de los temas tratados:
I. Diversos aspectos de la reflexión y de la acción de la Iglesia sobre el
problema de la inculturación:
1. Estado de la cuestión por lo que se refiere al Magisterio:
1) El Concilio Vaticano II y los Sínodos (Prof.
Philippe Delhaye).
2) Las alocuciones pontificias (Prof. André Jean
Léonard).
2. La teología y la acción pastoral:
1) En Asia (Prof. Peter Miyakawa).
2) En África (Prof. James Okoye).
3) En América Latina (Prof. José Miguel Ibáñez
Langlois).
4) En el Mundo Atlántico (Prof. Giuseppe
Colombo).
II. Sagrada Escritura y Teología
1. Dios Padre: Antiguo Testamento y Judaísmo (Dr. Hans Urs
von Balthasar).
2. Jesucristo:

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1) La asunción de la naturaleza humana (Prof.
Gilles Langevin).
2) La salvación y la divinización (Prof. Francis
Moloney).
3. El Espíritu Santo y la Iglesia (Prof. Jean Corbon).
III. Antropología
La naturaleza creada, caída y redimida (Prof. Georges Cottier).
IV. Eclesiología: la comunidad cristiana y las comunidades humanas
1. Las religiones no cristianas (Prof. Felix Wilfred).
2. Las relaciones de las jóvenes Iglesias con las tradiciones
eclesiásticas antiguas (Prof. Balthélemy Adoukonou).
Documento en forma de conclusión pastoral: La modernidad (Prof. Hervé
Carrier).
[*] Texto oficial latino en Commissio Theologica Internationalis, Fides et
Inculturatio: Gregorianum 70 (1989) 625-646.
[1] Documento preparado por la comisión teológica Internacional durante
su sesión plenaria de diciembre de 1987, aprobado ampliamente en forma
específica durante la sesión plenaria de 1988 y publicado con el
consentimiento de su eminencia el cardenal Joseph Ratzinger, presidente
de la Comisión. En la Nota anexa a este documento se encuentran los
nombres de los miembros que han contribuido más particularmente a la
elaboración de este texto.
[2] Véanse los textos La unidad de la fe y el pluralismo teológico (1972),
Promoción humana y salvación cristiana (1976), Doctrina católica sobre
el matrimonio (1977), Cuestiones selectas de Cristología (1979).
[3] Temas selectos de Eclesiología (1984), 4.
[4] Pontificia Comisión Bíblica, Fede e cultura alla luce della Bibbia-Foi
et culture à la lumière de la Bible (Torino [Editrice Elle Di Ci] 1981).
[5] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 44: AAS 58
(1966) 1064-1065.
[6] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 53-62: AAS 58
(1966) 1075-1084.
[7] Pablo VI, Exhort. apostólica Evangelii nuntiandi, 18-20: AAS 68
(1976) 17-19.

2.9 Page 19

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[8] Juan Pablo II, Exhort. apostólica Catechesi tradendae, 53: AAS 71
(1979) 1319-1321.
[9] Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi.
Relatio finalis, II, D, 4 (E Civitate Vaticana 1985) 17-18.
[10] Juan Pablo II, Carta por la que se instituye el Consejo Pontificio
para la Cultura (20 de mayo de 1982): AAS 74 (1982) 683-688.
[11] Juan Pablo II, Alocución en la Universidad de Coimbra (15 de mayo
de 1982), 5: Insegnamenti 5/2, 1695; Id., Alocución a los Obispos de
Kenya (7 de mayo de 1980), 6: AAS 72 (1980) 497.
[12] Juan Pablo II, Alocución a los miembros del Consejo Pontificio para
la Cultura (18 de enero de 1983), 7: AAS 75 (1983) 386.
[13]Pablo VI, Enc. Humanae vitae, 13: AAS 60 (1968) 489.
[14] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 53: AAS 58
(1966) 1075.
[15] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 53: AAS 58
(1966) 1075.
[16] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 53: AAS 58
(1966) 1075.
[17] Juan Pablo II, Enc. Slavorum apostoli (2 de junio de 1985), 21: AAS
77 (1985) 802.
[18] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 13: AAS 58
(1966) 824.
[19]Concilio Vaticano II, Decreto, Ad gentes, 10: AAS 58 (1966) 959.
[20] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22: AAS 58
(1966) 1042.
[21] Concilio Vaticano II, Decreto, Ad gentes, 8: AAS 58 (1966) 957,
donde la afirmación se hace en plural hablando, a la vez, de Cristo y de la
Iglesia.
[22] Concilio Vaticano II, Decl. Nostra aetate, 2: AAS 58 (1966) 741.
[23] III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla. La
Evangelización en el presente y en el futuro de América Latina (Madrid,
BAC, 1979) 188.
[24] Pablo VI, Exhort. apostólica Evangelii nuntiandi, 48: AAS 68 (1976)
37.
[25] Pablo VI, Exhort. apostólica Evangelii nuntiandi, 48: AAS 68 (1976)

2.10 Page 20

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37-38.
[26] Concilio Vaticano II, Decl. Nostra aetate, 2: AAS 58 (1966) 741.
[27]Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 48: AAS 57
(1965) 53.
[28]Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 1: AAS 57
(1965) 5.
[29] Cf. H. de Lubac, Exégèse médiévale, t.1 (París 1959) 322-324. Pío
XII, Enc. Summi Pontificatus (20 de octubre de 1939): AAS 31 (1939)
429.
[30] Pío XII, Enc. Summi Pontificatus (20 de octubre de 1939): AAS 31
(1939) 429.
[31] Juan Pablo II, Carta por la que se instituye el Consejo Pontificio
para la Cultura: AAS 74 (1982) 683.
[32] Pablo VI, Exhort. apostólica Evangelii nuntiandi, 19: AAS 68 (1976)
18.
[33] Ibid., 20: AAS 68 (1976) 18.
[34] Juan Pablo II, Alocución a los miembros del Consejo Pontificio para
la Cultura, 4: AAS 75 (1983) 384.