Don Miguel Rua. Auffray. CCS 1957


Don Miguel Rua. Auffray. CCS 1957

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NIHIL OBSTAT
Rodolfo FIERRO TORRES, S. D. B.
IMPRIMASE
El Inspector de la Inspectoría
San Juan Bosco
Alejandro VICENTE
Madrid, 10 de julio de 1957
NIHIL OBSTAT
Domingo CRESPO ROSALES, Pbro.
IMPRIMATUR
José M. LAHIGUERA
Obispo Auxiliar y Vic. General
Madrid, 15 de julio de 1957

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QUEM DE ALTERIUS A PATRE LEGÍFERO
SUPREMI MODERATORIS VITA
LIBRUM COMPOSUI
HUNC
VELUTI PATRI FILIUS
PETRO RICALDONI
QUI IN SALESIANORUM SODALITATE REGENDA
CUNCTIS FERE SUFFRAGIIS
QUARTUS SUCCESSIT
D. D. D.

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BIBLIOGRAFÍA
ALBERA (P.), Lettere circolari ai Salesiani. (Turin, Societá editrice in-
internazionale, 1929.)
AMADEI (A.), Don Bosco ed U suo apostolato. (Turin, Societá editrice
internazionale, 1929.)
AMADEI (A.), // Servó di Dio Michele Rúa, vol. I. (Turin, Societá edi-
trice internazionale, 1931.)
BARBERIS (A.), Don Giulio Barberis. (San Benigno Canavese, Scuola
tipográfica Don Bosco, 1932.)
BONETTI (J.), / cingue lustri dell9Oratorio Salesiano. (Turin, Tipogra-
fía Salesiana, 1892.)
BOURG (J. du), Les entrevues des Princes á Froshdorf. (Paris, Librairie
académique Perrin, 1910.)
BULLETIN SALÉSIEN, la collection complete en franjáis et en italien9 de
l'année 1879 á l'année 1910. (Turin, Societá editrice internazionale.)
CERIA (E.), Memoire Biografiche del Beato Giovanni Bosco, vol. XIt
XII, XIII. (Turin, Societá editrice internazionale.)
CHIUSO (T.), La Chiesa in Piemonte (4 vols.). (Turin, Giulio Speirani
e figli, 1892.)
CIMATTI (V.), Don Bosco educatore (Turin, Societá editrice internazio-
nale, 1925.)
COSTAMAGNA (J.), Lettere confidenziali ai direttori delle Case Salesiane
del Vicariato sul Pacifico. (Santiago, Escuela tipográfica Salesiana,
1901.)
COSTAMAGNA (J.), Conferenze ai Figli di Don Bosco. (Santiago, Librería
Salesiana editrice, 1900.)
FASCIE (B.), Del modo educativo di Don Bosco. (Turin, Societá editrice
internazionale, 1927.)

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— 12 —
líneas y había hecho surgir de la nada, para recoger a la juven-
tud abandonada.
Don Rúa no creó nada totalmente suyo, no era su misión; la
misma Asociación de Antiguos Alumnos estaba ya establecida
por Don Bosco, de la adolescencia a la madurez, todo cuanto el
Padre puso entre sus manos.
Gracias a los cuidados de este experto jardinero, se desarrolló
el árbol plantado por Don Bosco.
Fue el lugarteniente incomparable durante treinta y cinco
años y el Jefe supremo durante Veintidós.
***
Mas para dar a conocer a Don Rúa, se levanta ante nosotros
un doble escollo.
Su vida se fundió totalmente en la de Don Bosco; padre e hijo
anduvieron entregados a la misma tarea; sus trabajos se confun-
dieron de forma tan inexplicable que, durante treinta años, la
fuerte personalidad del uno ahogó la del otro, tanto más cuanto
que Don Rúa se empeñó en disimular, a toda costa, cuanto ptí-
diera saber a mérito suyo, f Cómo separar estas dos existencias,
ni cómo dejar en las sombras, o en un segundo plano, el lumino-
so perfil de un personaje que no era el héroe del libro? La gran
figura del fundador se interponía en cada página entre la inten-
ción del escritor y la ejecución de su plan. No siempre era fácil
apartarlo.
Por otra parte, para dar al lector idea exacta de la actividad
de Don Rúa, era necesario encuadrarlo en la historia de los oríge-
nes de la Obra salesiana, y resultaba que esta historia, una de
dos: o ya era conocida por el público, con lo que resultaría mo-
lesto repetirla; o no la conocía, y entonces era insuficiente tratarla
per summa capita. Era, pues, difícil resolver qué espacio conve-
nía dar al relato de ciertos sucesos para no fastidiar a unos, ni
dar idea superficial a otros.
Si no hemos llegado a salvar estos dos escollos, esperamos!
perdón de la indulgencia de nuestros lectores.

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— 13 —
Hemos querido hacer una biografía breve del primer sucesor
de Don Bosco, según los gustos de hoy.
Para satisfacer }este deseo del público, hemos adoptado el
método que ha asegurado el éxito de la mayor parte de los bió-
grafos contemporáneos, sean profanos o religiosos. No hemos in-
tentado decir todo cuanto se puede de nuestro héroe. Hemos se-
leccionado lo principal. Una biografía no es un acta, en la que
se anotan, día a día, las más insignificantes acciones y palabra*
de un personaje determinado, sino una reunión de los principales
aspectos que hacen resaltar su figura. Nos hemos propuesto di-
bujar unas hermosas avenidas que se encuentran en una gran
plaza.
Hemos evitado aplastar el lector bajo el peso de la abundan-
cia de datos, creyendo que, más fácilmente, se destacaría la si-
lueta precisa de nuestro héroe, con la selección de algunos de-
talles característicos, que no con un montón de documentos.
Ya sabemos que la forma y el plan no son todo; que lo esen-
cial es el fondo y la materia. Pero ¿ quién no concede la vida y
relieve que al todo prestan los detalles? AndréS Maurois, prín-
cipe de los biógrafos, dijo con mucha razón: "El biógrafo como
el fotógrafo y el paisajista, debe saber aislar lo que hay de esen-
cial en el conjunto" .
Guiados por este precepto, huimos el método de seguir al
héroe, sin ahorrar al lector un sólo detalle de su vida, para con-
centrar la atención en unos cuantos hechos culminantes. Claro
que también con este procedimiento seguimos el orden cronoló-
gico, imposible de evitar, pero sin preocuparnos demasiado.
En resumen, no hemos sacrificado la Verdad histórica por la
verdad psicológica; simplemente, hemos subordinado la prime-
ra a la segunda, porque queríamos hacer una obra sobre su vida.
Por io mismo, hemos adoptado una forma que goza de las
simpatías del público actual: capítulos cortos y rápidos, frases

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— 14 —
corrientes y un estilo que, al decir de Montaigne, pretende ser
sobre el papel el mismo de los labios.
La Hagiografía ha hecho considerables progresos durante los
últimos tiempos, hasta llegar a las biografías modernas, que de-
voran los lectores.
Han adquirido rapidez de estilo, emoción y sencillez. A todos
nos gusta descubrir por nosotros mismos lo que hay de admira-
ble, porque todos nos consideramos suficientemente inteligentes.
Hablan los hechos y basta exponerlos, sin imponerlos.
Hemos intentado comprender al lector contemporáneo.
Ojalá lo hayamos conseguido, ¡aunque sea a medias!
Han colaborado muchos en el libro.
En primer lugar, nuestro Hermano y colega Don Ángel Ama-
dei9 cuyo primer Volumen de la Vida de Don Rúa, en italiano, nos
ha documentado abundantemente hasta 1898. Sin esta obra no
hubiéramos podido ni empezar nuestro trabajo.
También nos ha ayudado mucho el autor anónimo de Ar-
tículos para el proceso del Ordinario. Este Volumen, de apenas
un centímetro de espesor, es de una densidad histórica extraor-
dinaria: hemos entrado a saco en él.
Los Padres Trione y Ceria — dos grandes nombres salesia-
nos — nos han proporcionado el material de dos capítulos (el
P. Trione el del cap. XXXIII de la cuarta parte y el P. Ceria el
del XXIII de la tercera) y, además, nos han prestado luces y
alientos continuos.
Corazones puros de la niñez y de religiosas, cuerpos cruci-
ficados por el dolor y almas fervorosas han sostenido nuestro es-
fuerzo con sus oraciones y sus sufrimientos.
El autor ofrece, a las puertas del libro, a todos estos cola-
boradores conocidos y desconocidos, la expresión de su cordial
agradecimiento .

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Durante el tiempo que duró este trabajo, que hubiéramos que-
rido menos imperfecto, hubo un pensamiento que nos animó sin
cesar para no abandonar nuestro deseo o dejarlo para más ade-
lante: fue el de ayudar, con la presente biografía, al reclutamien-
to de tropas de refuerzo y relevo, de que tanto necesita la Obra
salesiana, para llevar a cabo la aplastante tarea que las circuns-
tancias reclaman.
Nunca como hoy fue tan codiciada por todos los partidos la
juventud, y, sobre todo, la juventud popular, centro radioso de
las mejores esperanzas.
La mies es mucha, pero faltan operarios.
Nuestras Velas y fatigas quedarán bien pagadas, si alguno
de esos jóvenes ardorosos que aún titubean en la primera en-
crucijada de la vida, se decidieran, con la lectura de este libro,
a poner sus pies sobre las huellas del gran apóstol, cuya alma
maravillosa hemos intentado pintar.

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PROLOGO
1847. Mes de mayo.
Escenario: Tarín, capital de los Estados sardos.
Al Este de la ciudad, en una plaza circular, junto a las anti-
guas murallas, bulle el mercado municipal de Porta Palazzo.
Tenderetes de ladrillo pintarrajeado de amarillo, cubiertos con
caprichosos tejados de madera de pino, o con simples lonas, guar-
dan toda clase de productos alimenticios, las más variadas ropas,
o las flores más raras.
Allí se vende de todo. Las flores en la parte superior, junto a
la ciudad; abajo, el pescado; a lo largo de la avenida, las ropas;
y en otro semicírculo de la vasta plaza se mezclan frutas, legum-
bres, carnes y quesos. Lo mismo se Vende una cacerola vieja
que una palangana esmaltada.
Un gentío bullicioso de hortelanos y mayoristas, tenderos y
amas de casa, comerciantes y comisionistas, llena la plaza pro-
duciendo sordo rumor.
Al son dé una guitarra se oye el romance sentimental de
moda. Ante una mesa, a los cuatro vientos, plantada sobre unos
caballetes, las cartománticas leen en las manos de los campesi-
nos, que han ido a Vender sus productos, el futuro de su Vida.
Un vendedor ambulante grita a todo pulmón la última novedad.
A dos pasos, en una depresión del terreno a la izquierda, hay
una plazuela anexa para el mercado de animales, que los domin-
gos se transforma en mercado de trastos viejos, a donde Van a
parar todos los desechos de la ciudad.
Al lado está el "Rondó", lugar siniestro, donde se levanta
el cadalso para las ejecuciones de muerte.
Es este un lugar, a las afueras de la ciudad, lleno de vida

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ruidosa, trabajosa y trágica. Hay pasto abundante para todos los
gustos.
Allí se dan cita los galopines ociosos de los arrabales, los
chiquillos que hacen novillos y todos los pillos y caras sospecho-
sas. Allí hay ocasión para robar, tramar asaltos, preparar bromas,
hacer pillerías y, a Veces, para ganar cuatro cuartos cargando y
descargando los carros de los hortelanos.
A menudo, un cura atraviesa por medio de la gente. Todo
el barrio le conoce: es Don Bosco, joven de unos treinta años.
Apenas aparece, toda la chiquillería corre a él: es su especiali-
dad. Al caer de la tarde, abre la puerta de su pobre casa a cuan-
tos quieran entrar, y les enseña muchas cosas, para que así
tengan contacto con la sotana. Los domingos los recoge en un
patinillo, junto al Orfanato de niñas, en donde es ayudante del
capellán, y acuden a centenares. Por la mañana oyen misa y por
la tarde les da lección de catecismo, antes de la Bendición con
el Santísimo. Todo esto lo llama él un Oratorio.
Todos quieren a este sacerdote, porque es sencillo y comu-
nicativo. Se le puede hablar, preguntarle, pedirle una estampita
o unas perrillas; él se para, escucha, sonríe y da gusto a los más
exigentes. No tiene miedo en recogerse la sotana para jugar con
sus muchachos. ¡Hay que Verlo correr! No hay modo de alcan-
zarle; corre como un gamo y se escurre como una anguila.
Precisamente aquella mañana apareció por allí. Eran las
ocho y media, la hora de entrar en la escuela.
Los muchachos atraviesan el mercado para ir a las próximas
Escuelas de los Hermanos. Algunos Ven a Don Bosco y se acer-
can a él.
¡Una medalla, Don Bosco, una medallita!
Y el buen curita hunde sus manos, sin cansarse, en los bol-
sillos.
De pronto se planta ante él un muchachito de aspecto más
bien tímido. Tiene unos diez años, ojos inteligentes, porte cuí-«
dado, hasta elegante, casi aspecto muy fino y un poco triste.
También él tiende la mano.
Ah, ¿eres tú, Miguelillo? ¿Qué es lo que quieres?

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Una medalla, como los oíros, si le quedan.
<f Una medalla? No, mucho más que eso.
—Pues (f qué?
—Mira, toma.
Y diciendo esto, Don Bosco tiende su mano izquierda abierta,
pero del todo vacía, y aplicando la derecha perpendicularmentá
sobre ella hace como si la quisiera cortar en dos, para darle la
mitad.
Famos, toma, toma.
Toma, toma...; pero ¿qué podía tomar? La mano seguía
Vacía.
Miguelín enarcaba las cejas sin entender.
—"e* Qué quiere decir con esto?"—, parecía preguntar con
sus ojillos.
Pero Don Bosco no respondía a su muda pregunta.
Aún no había llegado la hora de explicar el enigma al niño
Miguel Rúa.
Llegaría cinco años más tarde.

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PRIMERA PARTE
CAMINO DEL SACERDOCIO

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— Miguel; Miguelín.
—¡ Ah, muy bien, Miguelín! ¿Te gusta esto?
— Mucho.
— Entonces ... ¿ volverás ?
— Siempre que pueda.
¡ Ay ! No podría ser a menudo : una enorme muralla se al-
zaba frente a su deseo.
Su madre era viuda. El cabeza de familia, Juan Bautista Rúa,
había muerto el 2 de agosto de 1845. De su primer matrimonio
tuvo cinco hijos, los cinco varones ; y del segundo, otros cua-
tro, tres varones y una hembra. Miguelito era el último.
Al nacer, 9 de junio de 1837, ya habían fallecido cuatro de
sus hermanos. Los tiempos eran duros y los salarios exiguos ;
resultaba, por consiguiente, difícil acallar el hambre. La higiene
de los hogares estaba en sus comienzos. Los hijos nacían débiles
y enfermizos. Así podemos comprender, al menos en parte, la
rápida desaparición de la familia Rúa.
Sin embargo, su jefe ocupaba un lugar respetable en la Fá-
brica de Armas de Turín. Por sus propios méritos y su entrega
a la empresa había llegado a contramaestre. Desgraciadamente
la muerte le arrancó de entre los suyos, a los sesenta años. Muer-
to él, los dos sobrevivientes del primer matrimonio, ya mayores,
abandonaron a su madrastra, la cual se quedó con sus tres mu-
chachos, Juan Bautista, Luis y Miguel, puesto que la niña tam-
bién había ya volado al cielo.
Por ser pensionista del Estado conservó su habitación dentro
de la fábrica, en la cual trabajaba ya el mayor. Los dos peque-
ños iban a la escuela adjunta a la capilla de la fábrica.
Tenía ésta, en efecto, un capellán, el cual aseguraba los ser-
vicios religiosos dominicales. Durante la semana, enseñaba a los
hijos de los empleados. En los bancos de aquella humilde escue-
la aprendió Miguelín a leer, escribir y contar. Inmediatamente
llegó a ser uno de los primeros alumnos, aprendió en seguida a

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— 25 —
ayudar a misa y sobresalió siempre, entre los primeros, en el ca-
tecismo. Resultaba, pues, un modelo y casi una rueda impres-
cindible de la capillita. He aquí por qué los domingos, la señora
Rúa, cediendo a las súplicas del capellán, no dejaba a Miguel
marcharse con Luis tanto como él lo deseaba, al oratorio de Don
Bosco, a pesar de su proximidad.
A veces le decía que sí, y a veces le decía que no ; pero el
muchacho nunca podía marchar sino después de la misa del an-
ciano capellán.
Esta privación, que aceptaba dócilmente, le ataba más estre-
chamente al Oratorio y, sobre todo, a Don Bosco. Los gritos de los
muchachos que se divertían en el corralillo del Refugio de Santa
Filomena llegaban a sus oídos y aquel alboroto de los amigos
devoraba sus ansias. ¡ Qué pena, no poder ir con ellos ! ¡ Qué
pena, ay, no poder volver a ver a aquel cura que, a la primera,
le había robado el corazón !
Las mismas pruebas que en sus inicios sacudían aquella obra
hacían que los jóvenes la amasen más, quizá por ese ansia de
aventuras que los muchachos llevan en el alma.
En efecto, el Oratorio de Don Bosco no era un Oratorio co-
mún. Era el tipo perfecto del Oratorio nómada, del oratorio va-
gabundo, obligando a alzar tiendas a cada momento.
Nunca hubo una familia numerosa con más trabajos para ins-
talarse. Ningún propietario quería a inquilinos tan alborotadores.
Así es que el pobre sacerdote tuvo que pasear por doquiera su
abundante rebaño. La calleja que cruzaba ante su habitación
fue durante unos meses el primer patio de juego. Expulsado de
allí, encontró domicilio en los alrededores de una iglesia vieja
abandonada. Pero una partida de vecinos, estorbados en sus par-
tidas dominicales de bolas, obligó a la bandada de muchachos a
largarse. Se fueron a otra iglesia, la de un cementerio ante el
cual se extendía un amplio campo donde poder jugar ; su gozo
no duró más que un domingo. El capellán del cementerio les

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— 26 —
arrojó por demasiado alborotadores. Afortunadamente, la esta-
ción les permitió salir al campo y vivir al aire libre, como lo hi-
cieron, siempre el cura a la cabeza.
Pero éste empezaba a perder su sonrisa. Y la perdió del todo
unos meses más tarde, cuando a fines del invierno, fue arrojado
su indeseable cortejo de una pradera, a la que todos aquellos pi-
lluelos iban a divertirse. Los campesinos les obligaban a mar-
charse acusándoles de no dejar ni rastro de raíces en el suelo.
Verdaderamente, ¡ aquel Oratorio tenía mala suerte !
La malignidad de la gente, o mejor, su incomprensión, iba a
terminar por desacreditar al Jefe: « — Está tocado, pierde la ca-
beza», insinuaban unos. ((Hace castillos en el aire ; habla de Ora-
torios futuros, de internados, de iglesias, de obras múltiples, de
colaboradores numerosos, como si los viera. ¡ Locura de gran-
dezas !»
— ((Está trastornado) , susurraban otros ; ((a ojos vistas pierde
el sentido. ¿Cuándo se vio a un sacerdote meterse así en medio de
una turba de chiquillos? Cuando se viste sotana, hay que guardar
las distancias. ¡ Estar a la reserva, nada mejor para ganarse el
respeto
¡ El respeto ! ¡Sí, eso buscaba aquel cura ! El no hacía caso
de eso; miraba más arriba. Quería los corazones, y, para ganar-
los, se ponía a su nivel.
Precisamente eso era lo que, vagamente, removía el alma de
Miguelín, el cual advertía que aquel sacerdote le amaba de veras,
aquel sacerdote aparecido providencialmente en su camino, dos
meses después de la muerte de su padre, como para reempla-
zarlo.
Se interesaba por cuanto a su gran amigo se refería.
¡Cómo sufrió aquel domingo de diciembre de 1846, cuando
el capellán de la fábrica le preguntó, después de misa, mientras
se desabotonaba a toda prisa la sotanita:

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CAPÍTULO II
LA L L A M A D A
¡ Qué contento se debió quedar Miguelín al saber que el Ora-
torio que él quería tanto, el Oratorio a donde escapaba corriendo
siempre que su madre se lo permitía, estaba salvado para siem-
pre, asentado sólidamente sobre las dos habitaciones que Don
Bosco había alquilado, para él y su madre, en casa Pinardi !
Pero la alegría del hijo no tenía comparación con la del Padre.
Aquel cachito de patio y aquel mísero cobertizo, transforma-
do en capilla por el sacerdote, eran sólo el punto de partida. El
contrato firmado libraba a la obra de nuevas expulsiones.
Ahora había que buscar más habitaciones para instalar las es-
cuelas nocturnas y la clase de canto, y más tarde los dormitorios
para los oratorianos sin techo, o los huérfanos de la guerra del 48.
Grave preocupación. Don Bosco resolvió el problema alquilando
una tras otra todas las habitaciones que los inquilinos del inmue-
ble abandonaban, abrumados por el ruido que de día y de noche
armaba la turba de muchachos. Cuando ocupó todas las habita-
ciones, compró la casa por 30.000 francos y 500 más para hor-
quillas y alfileres de la señora Pinardi. La obra se consolidaba.
Pero hacían más falta los hombres que los locales. Un sacer-
dote solo no podía llegar a todo. Su madre le ayudaba, cierto ;
hacía de cocinera, lavandera, costurera, barrendera. Otro buen
sacerdote, capellán con él de las niñas del Refugio de Santa Fi-
lomena, le prestaba una ayuda fiel, pero nada más que durante
las horas libres, bastante raras, por cierto.
¿Cómo resolver el problema? ¿Cómo asegurar la marcha de
la obra, del momento, y la vida del mañana?

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— 31 —
Era a principios de verano de 1848, y había que enfocar el
porvenir de aquel muchachito de once años. ¿A qué destinarlo?
¿No sería mejor dejarle en la Fábrica de Armas? Allí había de-
jado su padre excelente recuerdo; dos de sus hermanos trabaja-
ban en ella ; allí habitaba la familia. Nada más natural a elegir.
Un obstáculo: el muchacho era inteligente, pero endeble.
¡ Eso no importa nada ! Entrará en las oficinas. Pero, para hacer
un buen papel, y sobre todo para ascender, se imponía ampliar los
estudios.
Esto nos explica cómo en octubre de aquel año entraba en los
Hermanos de las Escuelas Cristianas que, muy cerca de allí, en
Porta Palatina, tenían una escuela media, en donde enseñaban
—copiamos de los programas— ((además de las ciencias religio-
sas, los preceptos de corpposición literaria, el sistema de pesos y
medidas en uso en el Piamonte, el sistema métrico decimal re-
cientemente adoptado, Geografía de Asia y de África, Historia de
los duques de Saboya, desde Amadeo VII hasta Carlos Manuel II,
elementos de Historia Natural, Dibujo y Caligrafía.))
La asistencia a la escuela de los Hermanos no apartaba al mu-
chacho de su Oratorio, ni de Don Bosco ; todo lo contrario. Entre
la fábrica y el colegio estaba el mercado que había que atrave-
sar ; y era el mercado precisamente uno de los lugares de caza
más frecuentados por el celoso sacerdote. ¡ Cuántas veces se cru-
zaron allí el padre y el hijo ! Ya lo hemos visto atrás.
Además, la madre de Miguelito ya le dejaba acompañar a su
hermano Luis, los domingos por la tarde, al Centro de la Juven-
tud. Para el chico era una alegría encontrarse con el que había
conquistado tan fuertemente su corazón. Aún se conservan las
calificaciones con el «muy bien», que cada mes le llevaba Migue-
lín, como para decirle: «¡ Vea cómo le honro en la Escuela de los
Hermanos !».
En la misma escuela de los Hermanos encontraba todos los sá-
bados, y a veces los domingos, a Don Bosco, que era confesor de
los alumnos y predicada en las fiestas. Ya entonces el poder su-
gestivo del gran educador era casi irresistible. Apenas se presen-
taba en público, los corazones volaban hacia él.

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— 32 —
«Recuerdo, decía Miguelín cincuenta años más tarde, los do-
mingos en que Don Bosco venía a celebrar y predicar a la escuela.
Aún no había atravesado la puerta y un estremecimiento general
recorría los bancos. Todos nos levantábamos, salíamos de nuestro
sitio y nos apretujábamos en su derredor. No estábamos satisfechos
hasta haberle besado la mano. Intentaban los buenos Hermanos
frenar aquel desorden, pero en vano. Pasaban varios minutos has-
ta que Don Bosco lograba llegar a la sacristía. Las tardes de confe-
siones, sucedía lo mismo. Todos mis compañeros, dejando los
otros confesores, se dirigían hacia su confesonario. ¿Cómo expli-
car aquella atracción irresistible de nuestros corazones? Sólo así:
nos sentíamos verdaderamente amados, nosotros y nuestras almas,
en el Señor.»
Este intercambio creciente de intimidad duró mientras Miguel
asistió a la escuela Cuatro Brazos de los Hermanos, que fue du-
rante dos cursos completos: de 1848 a 1850. Al acabar el segun-
do, en cuyo programa se leía además: ((estudio del francés, ele-
mentos de cosmografía, ejercicios de correspondencia comercial,
dibujo lineal y de adorno, curso de canto y de latín», se puso de
nuevo sobre el tapete la cuestión del porvenir del muchacho.
Su madre seguía pensando en las oficinas de la fábrica.
Los Hermanos, por su parte, encantados de la inteligencia, de
la pureza, de la piedad de aquel niño y hasta de su compostura co-
rrecta, casi elegante, habían puesto sus ojos sobre él. ((A saber si
el cielo no le destina para nosotros...», pensaban. Y, en el nombre
del cielo, le hicieron algunas preguntas.
Miguel no respondió ni que sí, ni que no. Parecía esperar otra
cosa.
Un día, la ansiosa espera de su corazón cesó.
Don Bosco le tomó aparte y, clavando sus ojos en los del niño,
muy paternalmente, le preguntó:
—¿Qué piensas hacer para el próximo curso, Miguelín?
—Entrar en la fábrica, para ayudar a mi madre, que se ha sa-
crificado tanto por nosotros.
—¿ No te gustaría continuar tus estudios ?
—Sí..., pero...

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—¿Qué dirías si se tratase de estudiar latín, para llegar un día
a sacerdote?
—Diría que sí, en seguida. Pero mi madre... ¿quién sabe?
—Prueba de hablarla ; ya me dirás lo que ella piensa.
¿Puede acaso dudarse de lo que pensaría una cristiana de su
talla?
—((Verte sacerdote, hijo mío, respondió ella, sería el más gran-
de honor de mi vida. No sabría cómo agradecer al Señor honor tan
grande para mi familia. Dile, pues, a Don Bosco que, por este
año consiento, haremos la prueba ; luego, ya veremos...»
Delirando de alegría, corrió el muchacho aquella tarde hasta
su gran amigo.
—Don Bosco, ha dicho mi madre que puedo probar este año...
Así que aquí me tiene. ¡ Haga de mí lo que quiera !
Puso el sacerdote su mano sobre los hombros del chiquillo,
como quien toma posesión de algo, y miró fijamente a Miguelín.
¡ Escena silenciosa, pero muy elocuente !
En los ojos del hijo se leía una alegría indecible.
En la mirada del padre brillaba una inmensa esperanza.

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_ 3_y9j, _
Miguelito no asistió a aquella provechosa escuela más. que un
año, porque el ((Curso Bonzanino» no pasaba del cuarto año.
A la apertura del curso de 1851, el jovencito entró en la es-
cuela del sacerdote Píceo, profesor de Humanidades. Gran amigo
de Don Bosco y admirador de su celo, consintió el sacerdote, con
gusto, en admitir entre sus alumnos de quinto, y después de re-
tórica, al jovencito Rúa, que terminó brillantemente en un año sus
dos clases.
Para mayor emulación de sus discípulos, el sacerdote Píceo
había inventado este ((truco» pedagógico : había bautizado los dos
primeros bancos de la clase con el nombre de Senado, y los cua-
tro primeros alumnos de cada curso, en conducta y aplicación,
se sentaban en ellos después de cada ejercicio de prueba. Desde
octubre del 51 hasta julio del 52, Rúa se sentó siempre entre los
senadores. Los rivales eran difíciles, inteligencias privilegiadas y
encarnizados estudiantes ; mas a pesar de ello estuvo siempre a la
cabeza durante aquel curso escolar, que fue doble para él, pues
hizo el quinto y el de retórica . El título de bachiller coronó aquel
año de esfuerzos. Un miembro del jurado decía a don Píceo, des-
pués de haber preguntado a su alumno en el examen oral : ((Le
envidio este muchacho. Este llegará lejos, créame» .
Su ardor en el estudio tenía un gran mérito. Por dos veces,
durante aquellos años, entristeció su alma afectuosa la muerte.
En dos años, uno tras otro, víctimas de no se sabe qué mal, mu-
rieron sus dos hermanos.
Luis en febrero de 1851, a los diecisiete años, y Juan Bautis-
ta, a los veintitrés, en marzo de 1853.
Las dos muertes le afectaron profundamente, probablemente
más la primera. Una ternura particular unía su alma a la de Luis.
Era de un natural endeble que nunca pudo mejorar ; pero tenía
un alma fuerte y purísima. Don Bosco, cuyo Oratorio frecuentaba
con asiduidad, le tenía en alta estima ; los Hermanos, de los que
fue alumno, le querían para ellos. Este doble testimonio prueba el

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— 30 —
Reclutando obreros; pero, ¿dónde?
¿En las alturas, entre el clero? Lo ensayó, sin éxito.
¿Entre los católicos abnegados de la ciudad? Lo ensayó tam-
bién, con algún éxito ; pero los deberes del mundo acaparaban
demasiado su buena voluntad.
Entonces Don Bosco miró hacia abajo e inauguró un método,
que ya no abandonó, porque siempre le dio buen resultado.
Con un trabajo lento pero seguro, hizo brotar de entre su tro-
pa los mandos para su Obra ; reclutó los cuadros de entre las filas
de sus soldados ; sacó de aquel su pequeño mundo jefes más ca-
paces que nadie para iluminarle y conducirle.
No fue tarea fácil. Eran tiempos extraordinarios los del año 48.
Fiebre ardiente corría por las venas de Italia, que soñaba en la
conquista de sus libertades y en alcanzar su unidad, echando fue-
ra al extranjero, al austríaco descubierto o disfrazado. La idea
embriagadora emborrachaba lost espíritus y se tambaleaban las
mejores cabezas. Por aquella época se llegó a ver en Turín a se-
minaristas que, desobedeciendo formalmente a su Arzobispo, se
echaban a la calle mezclados con el pueblo para aclamar la nueva
Constitución. Otros, sin sonrojar siquiera, lucían, en pleno coro
catedralicio, durante la noche de Navidad, una escarapela sobre
la sobrepelliz. La política se mezclaba en todo ; todo lo envenena-
ba y, muy a menudo, se volvía contra la religión./
En aquellos tiempos, en general, la idea y el hábito religiosos
estaban desacreditados, a menos que hicieran profesión pública
de nacionalismo. Soplaban vientos de anticlericalismo. Se mira-
ban los hábitos ceñudamente, todo alejaba las almas del claustro
y del seminario.
Volvía una tarde Miguelito de hacer los recados de su madre,
cuando oyó a sus espaldas a un obrero que le decía: —cQu^ can-
tas, desgraciado? Si algunos te oyeran estabas arreglado. Nuestro
hombrecillo tarareaba sencillamente el Himno de Garibaldi, apren-
dido a fuerza de andar por los patios de la fábrica.

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CAPÍTULO II
LA L L A M A D A
¡ Qué contento se debió quedar Miguelín al saber que el Ora-
torio que él quería tanto, el Oratorio a donde escapaba corriendo
siempre que su madre se lo permitía, estaba salvado para siem-
pre, asentado sólidamente sobre las dos habitaciones que Don
Bosco había alquilado, para él y su madre, en casa Pinardi !
Pero la alegría del hijo no tenía comparación con la del Padre.
Aquel cachito de patio y aquel mísero cobertizo, transforma-
do en capilla por el sacerdote, eran sólo el punto de partida. El
contrato firmado libraba a la obra de nuevas expulsiones.
Ahora había que buscar más habitaciones para instalar las es-
cuelas nocturnas y la clase de canto, y más tarde los dormitorios
para los oratorianos sin techo, o los huérfanos de la guerra del 48.
Grave preocupación. Don Bosco resolvió el problema alquilando
una tras otra todas las habitaciones que los inquilinos del inmue-
ble abandonaban, abrumados por el ruido que de día y de noche
armaba la turba de muchachos. Cuando ocupó todas las habita-
ciones, compró la casa por 30.000 francos y 500 más para hor-
quillas y alfileres de la señora Pinardi. La obra se consolidaba.
Pero hacían más falta los hombres que los locales. Un sacer-
dote solo no podía llegar a todo. Su madre le ayudaba, cierto ;
hacía de cocinera, lavandera, costurera, barrendera. Otro buen
sacerdote, capellán con él de las niñas del Refugio de Santa Fi-
lomena, le prestaba una ayuda fiel, pero nada más que durante
las horas libres, bastante raras, por cierto.
¿Cómo resolver el problema? ¿Cómo asegurar la marcha de
la obra, del momento, y la vida del mañana?

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CAPÍTULO III
¡A ESTUDIAR LATÍN !
Una noche de mayo de 1847, Don Bosco soñó.
La Santísima Virgen le invitaba a caminar bajo una pérgola ta-
pizada de rosas. Las flores festonaban los pilares, envolvían de ra-
milletes los arcos y cubrían el suelo con profusión, exhalando un
perfume sin rival.
Don Bosco obedeció.
Y a los primeros pasos sintió la acerada punta de las espinas.
Volvió atrás para calzarse y reemprendió el camino, seguido de
una turba de desconocidos que, seducidos por la hermosura de las
flores y su perfume embriagador, pedían acompañarle.
Casi desde el umbral, las rosas ensangrentaban piernas, manos
y cara.
La gente que miraba cómo caminaban, decía: «¡ Ah, es Don
Bosco, que anda sobre una alfombra de rosas ! ¡ Qué hombre más
feliz
Los que le seguían pensaban de otro modo. Iban perdiendo su
entusiasmo y gemían: «Nos ha engañado». Y deshacían el ca-
mino.
Ante la fuga general, una profunda tristeza invadió al apóstol.
«¡ Que tenga que llegar yo solo al final !», murmuró.
Entonces se le presentó un nuevo grupo de clérigos y legos
que, con aire decidido, dijeron: ((¿Nos quiere? Estamos dispues-
tos a seguirle a todas partes».
A su cabeza reemprendió el camino, y, esta vez, casi todos los
compañeros de viaje le acompañaron hasta el final de la pérgola.

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— 36 —
¡ Pero en qué estado llegaron ! Delgados, agotados, ensangren-
tados.
Por fortuna, al salir a la planicie, alzóse una ligera brisa que
rehizo sus fuerzas y cicatrizó sus heridas ; como por arte de en-
cantamiento, el soñador se encontró en medio de una multitud de
jóvenes, a quienes sus compañeros divertían, guiaban y educaban.
Este sueño tardó casi tres años en realizarse. Antes de alistar
al jovencito Rúa, Don Bosco había intentado cuatro veces conducir
hacia el sacerdocio unas posibles vocaciones. Resultado desconso-
lador: desbandada general. De la última prueba sacó dos candi-
datos para el Seminario Mayor.
Sin dejarse abatir por el fracaso, Don Bosco echó la red por
quinta vez, entre los mejores de sus oratorianos, y amén de Rúa
recogió otra media docena.
Apenas terminado el curso se dieron al estudio, a pesar del
calor sofocante. Había que hacer el primer curso de latín durante
las vacaciones. Aplastado por mil cuidados y preocupaciones, Don
Bosco tuvo que encomendar la clase a uno de sus alumnos del
curso superior, un tal Reviglio, que murió siendo párroco de San
Agustín, en Turín. El se limitaba a dar algún vistazo de cuando
en cuando.
— ¿Cómo va eso? — preguntó quince días más tarde al impro-
visado profesor.
— Bastante bien — respondió — ; Marchisio trabaja como un
negro; Perrero habla poco, pero entiende de prisa y retiene sin
dificultad.
— ¿Y Rúa?
— Rúa deja mucho que desear. No sé lo que le pasa, pero el
latín no le dice nada.
— Sin embargo — insistió Don Bosco — , tiene tanta inteligencia
como los otros dos.
— Es posible, pero se ve que no la usa.
Cuando Miguelín se enteró de la conversación, se llenó de

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— 37 —
pena. La acusación era justa ; tal vez no lo era tanto la explica-
ción. Puede que hubiera algo de pereza. También podía darse que
la cabeza, entregada hasta entonces a disciplinas elementales fuer-
tes, acostumbrada, sobre todo, a las ciencias exactas, se descon-
certara de cara a unos estudios que no se parecían casi en nada a
lo que él sabía, teniendo que caminar por senderos totalmente
nuevos.
Sea ello lo que fuere, el solo pensamiento de que Don Bosco,
informado de aquel abandono, hubiera podido dudar por un mi-
nuto de su buena voluntad, bastó para levantar al muchacho de
su decaimiento. Ya no hubo que lamentarse más de su aplicación,
sino que, desde quel día hasta el fin de sus estudios, estuvo siem-
pre entre los primeros de su clase.
En octubre de 1850 empezó el segundo curso, con unos cuan-
tos compañeros, en la escuelita del reverendo sacerdote Merla.
Era éste un sacerdote que mataba sus ocios dando clases de latín
en su casa. Siete eran los que, desde la de Don Bosco, iban cada
mañana, con la cartera al hombro, a la del reverendo Merla para
descifrar De viris illustribus de Cornelia Nepote. Sólo uno de los
siete perseveró: Rúa. Uno tras otro, con uno o dos años de in-
tervalo, abandonaron los estudios y a Don Bosco.
Por otoño del año siguiente, 1851, cambió de profesor. El re-
verendo Merla se sintió llamado a otro apostolado: lo había so-
licitado y consiguió entrar de capellán de prisiones. Don Bosco
tuvo que buscar entonces nuevo maestro para su tropa, ya muy
crecida. Lo encontró en la persona del señor Bonzanino.
Era el señor Bonzanino toda una institución. Sentía la ense-
ñanza y a ella se daba en cuerpo y alma. Sus éxitos constantes se
debían a su método: claro, ordenado y práctico. Con larga ex-
periencia se preocupaba de los elementos esenciales ; resolvía las
cuestiones de acuerdo con los principios básicos y sabía poner en
sus clases, más bien rígidas, entusiamo e inteligencia.
Vivía cerca de la iglesia de San Francisco de Asís, en la mis-
ma casa donde Silvio Pellico había escrito, a la vuelta de su cau-
tiverio, Mis prisiones. Por la mañana, el portal de su casa se lle-
naba de muchachos, casi todos de la clase acomodada, que acu-

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— 38 —
dían a sus tres cursos de latín y griego. Enseñaba a todos a la vez.
Unos estudiaban mientras daba clase a los otros, y a la inversa.
Así es que, en la misma mañana se podía asistir a la explicación
de Cornelio Nepote, de César o de Salustio ; de Pedro, de Ovidio
o de Virgilio. Ningún tabique, material ni moral, separaba las
clases. El profesor exigía solamente atención, los deberes bien he-
chos y las lecciones bien sabidas. En lo demás, entera libertad.
El sistema era de provecho para los buenos alumnos. Los que te-
nían alguna laguna en su instrucción, la llenaban fácilmente, si-
guiendo al mismo tiempo el curso inferior. Los de espíritu audaz
e inteligencia robusta podían escalar el curso superior. Bonzanino
tuvo alumnos que entraron en segundo curso en octubre, pasaron
a tercero por Pascuas y terminaron cuarto con el año escolar. El
sábado por la mañana, totalmente consagrado a la redacción del
tema con el que se obtenía la clasificación semanal, presentaba
un espectáculo verdaderamente curioso: los alumnos aplicados se
empeñaban, en tratar el tema de su curso, dándose el tono de su-
perar la composición de la clase superior.
Miguelito se aprovechó a las mil maravillas de aquel ambien-
te animoso. Uno de sus compañeros de clase, Francesia, certifica
que Rúa, cuando hacía el cuarto año, se empeñaba en atender a
las clases y redactar los deberes de las dos clases inferiores, para
así robustecer los elementos de las lenguas clásicas.
Su aplicación era digna de nota, por lo que ya entonces se le
presentaba como modelo.
A menudo, los lunes, tras haberse arrodillado en el confeso-
nario de Don Cafasso, en la iglesia de San Francisco de Asís, su-
bía Don Bosco a casa del señor Bonzanino.
Apenas el buen profesor le veía entonaba el elogio de sus
alumnos, pero sobre todo el de Miguelito.
—¡ Maravilloso ! ¡ Muchacho maravilloso ! ¡ Siempre el prime-
ro !—exclamaba. —¡ Qué alma pone en el estudio este hombre-
cito !
—Pero su compañero Marchisio le debe seguir de cerca—in-
sinuaba D. Bosco.
—Le sigue, sí; pero a distancia respetable.

5 Pages 41-50

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— 40 —
escogido corazón de aquel joven, cuyo recuerdo quedó imborrable
en el alma de Miguel. Cincuenta y siete años más tarde, el 25 de
febrero de 1910, unos días antes de morir, evocaba Don Rúa toda-
vía su angelical figura, como se recuerda un ser muy querido, a
quien se ha abandonado unas horas antes.
La muerte de Juan Bautista le causó distinto dolor. ((Era el
martes de Pascua, día lluvioso y desabrido, cuenta uno de sus
condiscípulos de entonces, Francesia ; repasábamos nuestras lec-
ciones de latín en la sacristía de la capilla ; pero yo advertía que
el alma de Miguel estaba lejos, ausente, perdida en sombría tristeza.
—¿Qué te pasa?—le pregunté.
—Mi hermano Juan ha muerto—me respondió sollozando.
Para calmar su pena le acompañé al pie del altar y juntos re-
zamos largo rato por su hermano.
—La próxima vez me toca a mí—me dijo al volver a la sacris-
tía, —sí, me toca a mí.
En efecto, quedaba él solo ; su hermanita María había muerto,
Luis y Juan también. Parecía que el mismo mal misterioso que se
había llevado a sus tres hermanos, le debía coger pronto a él, pues
la envoltura de su alma era bien frágil.
Sin embargo, fue aquel año cuando Don Bosco le garantizó
cincuenta años más de vida, por lo menos.
Volvía una tarde, hacia fines de septiembre, de casa del sacer-
dote Don Picco en compañía de Miguel. Aquel buen maestro,
bienhechor insigne de su obra, se llamaba Mateo y había ido a
felicitarle su día onomástico. A la vuelta, al pasar cerca de la
iglesia de la Gran Madre de Dios, cayó la conversación sobre el
octavo cincuentenario del Milagro del Santísimo Sacramento, que
celebraría Turín aquellos días (1).
(1) Es muy conocido el gran milagro eucarístico. Se remonta al 1453. Unos ladro-
nes habían robado en la iglesia de Exilies (Alto Piamonte) un copón-custodia. Atra-
vesando la ciudad de Turín, la muía se negó a seguir caminando, cuando estaban a dos
pasos del Palacio del Ayuntamiento. Entonces la Santa Hostia, saliéndose del vaso
sagrado, se elevó en los aires, permaneciendo así durante varias horas. Por la tarde
de aquel día, tras las plegarias de una enorme multitud allí congregada, bajó a po-
sarse sobre una patena que sostenía el Obispo. En el lugar del milagro se levanta
una de las más hermosas iglesias de Turín, llamada iglesia del Milagro del Santísimo
Sacramento.

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— 45 —
Poco a poco, siempre al lado del maestro, iba aprendiendo a
hacer sus veces.
Por aquella época (1852-1854) hacía furores en Turín la pro-
paganda protestante, particularmente por el barrio de la Estación
principal. Don Bosco, al ver tantas almas que caían en las redes
seductoras, emprendió una campaña de prensa contra el error, con
una lluvia de opúsculos, trataditos, almanaques y hojas volantes.
De ordinario, escribía sus obras de noche, con fiebre, con una
letra apenas legible. Había correcciones a millares ; se amontona-
ban las enmiendas unas sobre otras ; signos convencionales remi-
tían desde la parte inferior de la cuartilla a un rincón superior ;
cada página daba la impresión de un campo de batalla.
A veces, por la mañana, se divertía poniendo ante los ojos es-
pantados de sus jóvenes escolares, una o dos de ellas. Aunque
se desojaban mirando, no podían descifrar nada. Y entonces de-
cía Don Bosco: «¡ Trabajo para Rúa ; vosotros no entendéis nada,
pero Rúa se encarga de aclararlo todo En efecto, al atardecer,
cuando Miguel Rúa terminaba sus deberes y su traducción, se
daba a descifrar los jeroglíficos de su maestro y, con su impecable
caligrafía, le devolvía las páginas totalmente limpias.
Aquel muchacho adivinaba el pensamiento de su padre y se
empeñaba en llevarlo a la práctica no solamente en el dédalo de
los manuscritos sino en los más humildes detalles de la vida. Lo
había elegido por modelo y era su empeño reproducirlo hasta en
las más mínimos trazos.
Por eso, ya entonces, crecía la fama de su virtud. Decíase de
Rúa: aEs un santo como Don Bosco, con la diferencia de que el
uno tiene cuarenta años y el otro nada más que dieciséis». ((Todos
vosotros sois unos muchachos excelentes, afirmaba uno de los ba-
rrenderos de la casa, pero el mejor de todos es Rúa.» Bien a las
claras se vio el día en que Don Bosco pidió a sus alumnos que ma-
nifestaran por escrito aquel a quien creían el mejor de todos. Como
por unanimidad, todos los votos fueron para Miguel Rúa.

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— 41 —
Don Bosco escribió un folleto de ocasión que el público arran-
caba de las manos. En vista del éxito de la obrita, el buen santo
dijo a su amiguito: ((Cuando en 1903 se celebren las fiestas del
noveno cincuentenario, tú harás reimprimir este trabajito. Yo ya
no estaré, pero tú sí que estarás.
—¡ Ah, Don Bosco ! —interrumpió el joven—, eso es fácil de
decir, pero la muerte puede hacerme antes una mala pasada.
—Te garantizo que no te la hará. Por consiguiente, piensa en
publicar entonces de nuevo mi escrito.
En efecto, el jovencito Rúa había de vivir todavía cincuenta
y siete años y, fiel a la promesa, haría reimprimir en 1903 el es-
crito del padre.

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CAPÍTULO II
LA L L A M A D A
¡ Qué contento se debió quedar Miguelín al saber que el Ora-
torio que él quería tanto, el Oratorio a donde escapaba corriendo
siempre que su madre se lo permitía, estaba salvado para siem-
pre, asentado sólidamente sobre las dos habitaciones que Don
Bosco había alquilado, para él y su madre, en casa Pinardi !
Pero la alegría del hijo no tenía comparación con la del Padre.
Aquel cachito de patio y aquel mísero cobertizo, transforma-
do en capilla por el sacerdote, eran sólo el punto de partida. El
contrato firmado libraba a la obra de nuevas expulsiones.
Ahora había que buscar más habitaciones para instalar las es-
cuelas nocturnas y la clase de canto, y más tarde los dormitorios
para los oratorianos sin techo, o los huérfanos de la guerra del 48.
Grave preocupación. Don Bosco resolvió el problema alquilando
una tras otra todas las habitaciones que los inquilinos del inmue-
ble abandonaban, abrumados por el ruido que de día y de noche
armaba la turba de muchachos. Cuando ocupó todas las habita-
ciones, compró la casa por 30.000 francos y 500 más para hor-
quillas y alfileres de la señora Pinardi. La obra se consolidaba.
Pero hacían más falta los hombres que los locales. Un sacer-
dote solo no podía llegar a todo. Su madre le ayudaba, cierto ;
hacía de cocinera, lavandera, costurera, barrendera. Otro buen
sacerdote, capellán con él de las niñas del Refugio de Santa Fi-
lomena, le prestaba una ayuda fiel, pero nada más que durante
las horas libres, bastante raras, por cierto.
¿Cómo resolver el problema? ¿Cómo asegurar la marcha de
la obra, del momento, y la vida del mañana?

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Reclutando obreros; pero, ¿dónde?
¿En las alturas, entre el clero? Lo ensayó, sin éxito.
¿Entre los católicos abnegados de la ciudad? Lo ensayó tam-
bién, con algún éxito ; pero los deberes del mundo acaparaban
demasiado su buena voluntad.
Entonces Don Bosco miró hacia abajo e inauguró un método,
que ya no abandonó, porque siempre le dio buen resultado.
Con un trabajo lento pero seguro, hizo brotar de entre su tro-
pa los mandos para su Obra ; reclutó los cuadros de entre las filas
de sus soldados ; sacó de aquel su pequeño mundo jefes más ca-
paces que nadie para iluminarle y conducirle.
No fue tarea fácil. Eran tiempos extraordinarios los del año 48.
Fiebre ardiente corría por las venas de Italia, que soñaba en la
conquista de sus libertades y en alcanzar su unidad, echando fue-
ra al extranjero, al austríaco descubierto o disfrazado. La idea
embriagadora emborrachaba los1 espíritus y se tambaleaban las
mejores cabezas. Por aquella época se llegó a ver en Turín a se-
minaristas que, desobedeciendo formalmente a su Arzobispo, se
echaban a la calle mezclados con el pueblo para aclamar la nueva
Constitución. Otros, sin sonrojar siquiera, lucían, en pleno coro
catedralicio, durante la noche de Navidad, una escarapela sobre
la sobrepelliz. La política se mezclaba en todo ; todo lo envenena-
ba y, muy a menudo, se volvía contra la religión./.
En aquellos tiempos, en general, la idea y el hábito religiosos
estaban desacreditados, a menos que hicieran profesión pública
de nacionalismo. Soplaban vientos de anticlericalismo. Se mira-
ban los hábitos ceñudamente, todo alejaba las almas del claustro
y del seminario.
Volvía una tarde Miguelito de hacer los recados de su madre,
cuando oyó a sus espaldas a un obrero que le decía: —cQu^ can-
tas, desgraciado? Si algunos te oyeran estabas arreglado. Nuestro
hombrecillo tarareaba sencillamente el Himno de Garibaldi, apren-
dido a fuerza de andar por los patios de la fábrica.

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27 —
—¿A dónde vas tan ligero?
—Con Don Bosco.
—¡Cómo! ¿Pero tú no sabes...?
—¿El qué?
—Que está gravemente enfermo...
—No es posible ; me lo encontré anteayer.
—Pues, sí, sí, está enfermo de un mal del que difícilmente
se cura. Está mal de la cabeza.
<(Si me hubieran dicho eso de mi padre, no hubiera tenido
tanta pena)), confesaba cincuenta años más tarde.
Otra vez, el comandante Genie, director de la fábrica, le de-
tuvo en el patio:
—Hola, Miguelín, ¿sigues yendo con Don Bosco?
—A veces ; cuando mi madre me deja.
—¡ Pobre Don Bosco ! ¿ No sabes que está loco ?
No se hubiera podido asestar más duro golpe al alma de aquel
niño. De momento, no dijo nada, porque era bizarro. Pero cuan-
do el oficial se alejó, derramó lágrimas tan ardientes y abundan-
tes como las del día en que murió su padre.
Y rezó fervorosamente por su gran amigo.
¡ Ah, plegaria de un corazón infantil purísimo, de cuánto va-
liste ante el cielo ! Unas semanas después se salvaba para siem-
pre el Oratorio San Francisco de Sales, instalándose en la casa del
señor Pinardi, de donde debía irradiar sobre Turín, Piamonte,
Italia y el mundo entero. (
Fue un lunes de Pascua, el 1 3 de abril de 1846, cuando Don
Bosco fijó definitivamente su tienda viajera en un rincón de los
suburbios turineses, llamado Valdocco.
Aquella misma mañana también, recibía Miguelito, por pri-
mera vez, al Señor.
¡ Original coincidencia !
Mientras Miguelín, con la cabecita entre las manos, curvado
en éxtasis mudo, de amor, suplicaba al Salvador guardase mu-
chos días a su Oratorio ; aquel centro de juventudes se cimentaba
sólidamente de cara a un porvenir maravilloso, del que habría de
ser, él mismo, uno de los principales artífices.

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CAPÍTULO II
LA L L A M A D A
¡ Qué contento se debió quedar Miguelín al saber que el Ora-
torio que él quería tanto, el Oratorio a donde escapaba corriendo
siempre que su madre se lo permitía, estaba salvado para siem-
pre, asentado sólidamente sobre las dos habitaciones que Don
Bosco había alquilado, para él y su madre, en casa Pinardi !
Pero la alegría del hijo no tenía comparación con la del Padre.
Aquel cachito de patio y aquel mísero cobertizo, transforma-
do en capilla por el sacerdote, eran sólo el punto de partida. El
contrato firmado libraba a la obra de nuevas expulsiones.
Ahora había que buscar más habitaciones para instalar las es-
cuelas nocturnas y la clase de canto, y más tarde los dormitorios
para los oratorianos sin techo, o los huérfanos de la guerra del 48.
Grave preocupación. Don Bosco resolvió el problema alquilando
una tras otra todas las habitaciones que los inquilinos del inmue-
ble abandonaban, abrumados por el ruido que de día y de noche
armaba la turba de muchachos. Cuando ocupó todas las habita-
ciones, compró la casa por 30.000 francos y 500 más para hor-
quillas y alfileres de la señora Pinardi. La obra se consolidaba.
Pero hacían más falta los hombres que los locales. Un sacer-
dote solo no podía llegar a todo. Su madre le ayudaba, cierto ;
hacía de cocinera, lavandera, costurera, barrendera. Otro buen
sacerdote, capellán con él de las niñas del Refugio de Santa Fi-
lomena, le prestaba una ayuda fiel, pero nada más que durante
las horas libres, bastante raras, por cierto.
¿Cómo resolver el problema? ¿Cómo asegurar la marcha de
la obra, del momento, y la vida del mañana?

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Reclutando obreros; pero, ¿dónde?
¿En las alturas, entre el clero? Lo ensayó, sin éxito.
¿Entre los católicos abnegados de la ciudad? Lo ensayó tam-
bién, con algún éxito ; pero los deberes del mundo acaparaban
demasiado su buena voluntad.
Entonces Don Bosco miró hacia abajo e inauguró un método,
que ya no abandonó, porque siempre le dio buen resultado.
Con un trabajo lento pero seguro, hizo brotar de entre su tro-
pa los mandos para su Obra ; reclutó los cuadros de entre las filas
de sus soldados ; sacó de aquel su pequeño mundo jefes más ca-
paces que nadie para iluminarle y conducirle.
No fue tarea fácil. Eran tiempos extraordinarios los del año 48.
Fiebre ardiente corría por las venas de Italia, que soñaba en la
conquista de sus libertades y en alcanzar su unidad, echando fue-
ra al extranjero, al austríaco descubierto o disfrazado. La idea
embriagadora emborrachaba los1 espíritus y se tambaleaban las
mejores cabezas. Por aquella época se llegó a ver en Turín a se-
minaristas que, desobedeciendo formalmente a su Arzobispo, se
echaban a la calle mezclados con el pueblo para aclamar la nueva
Constitución. Otros, sin sonrojar siquiera, lucían, en pleno coro
catedralicio, durante la noche de Navidad, una escarapela sobre
la sobrepelliz. La política se mezclaba en todo ; todo lo envenena-
ba y, muy a menudo, se volvía contra la religión./.
En aquellos tiempos, en general, la idea y el hábito religiosos
estaban desacreditados, a menos que hicieran profesión pública
de nacionalismo. Soplaban vientos de anticlericalismo. Se mira-
ban los hábitos ceñudamente, todo alejaba las almas del claustro
y del seminario.
Volvía una tarde Miguelito de hacer los recados de su madre,
cuando oyó a sus espaldas a un obrero que le decía: —cQu^ can-
tas, desgraciado? Si algunos te oyeran estabas arreglado. Nuestro
hombrecillo tarareaba sencillamente el Himno de Garibaldi, apren-
dido a fuerza de andar por los patios de la fábrica.

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CAPÍTULO II
LA L L A M A D A
¡ Qué contento se debió quedar Miguelín al saber que el Ora-
torio que él quería tanto, el Oratorio a donde escapaba corriendo
siempre que su madre se lo permitía, estaba salvado para siem-
pre, asentado sólidamente sobre las dos habitaciones que Don
Bosco había alquilado, para él y su madre, en casa Pinardi !
Pero la alegría del hijo no tenía comparación con la del Padre.
Aquel cachito de patio y aquel mísero cobertizo, transforma-
do en capilla por el sacerdote, eran sólo el punto de partida. El
contrato firmado libraba a la obra de nuevas expulsiones.
Ahora había que buscar más habitaciones para instalar las es-
cuelas nocturnas y la clase de canto, y más tarde los dormitorios
para los oratorianos sin techo, o los huérfanos de la guerra del 48.
Grave preocupación. Don Bosco resolvió el problema alquilando
una tras otra todas las habitaciones que los inquilinos del inmue-
ble abandonaban, abrumados por el ruido que de día y de noche
armaba la turba de muchachos. Cuando ocupó todas las habita-
ciones, compró la casa por 30.000 francos y 500 más para hor-
quillas y alfileres de la señora Pinardi. La obra se consolidaba.
Pero hacían más falta los hombres que los locales. Un sacer-
dote solo no podía llegar a todo. Su madre le ayudaba, cierto ;
hacía de cocinera, lavandera, costurera, barrendera. Otro buen
sacerdote, capellán con él de las niñas del Refugio de Santa Fi-
lomena, le prestaba una ayuda fiel, pero nada más que durante
las horas libres, bastante raras, por cierto.
¿Cómo resolver el problema? ¿Cómo asegurar la marcha de
la obra, del momento, y la vida del mañana?

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CAPÍTULO IV
LA C L A V E DEL E N I G M A
Aquel jovencito que triunfaba tan fácilmente era algo más que
im alumno aprovechado: era también un apóstol. El estudio no
cortaba sus horizontes. Al margen de su vida intelectual, o por
mejor decir, por encima de ella, abríase otra, de entrega total al
servicio de Don Bosco. Empleaba todas sus horas libres en el
Oratorio, en donde prestaba los mil servicios de entre bastido-
res para aliviar los hombros del maestro.
Uno de sus compañeros, que más tarde se alistaría con él en
las filas de Don Bosco, Juan Cagliero, describe, en cuadro pinto-
resco, sus actividades.
((Era, dice, nuestro vigilante para ir y volver de clase, y, la verdad,
formábamos un gracioso contraste con él. Cuanto más ligeros, jaraneros
y casi indisciplinados éramos nosotros, tanto más tranquilo, reservado
y diligente se mantenía él. No siempre le hacíamos caso, pero con sus
amables palabras y su piedad extraordinaria se nos imponía en la clase,
en el estudio y en el recreo.
Parece que le veo todavía, los domingos por la mañana, de centinela
junto a la fuente. Don Bosco confesaba antes de la misa, y Rúa vigilaba
para que ninguno de los penitentes absueltos dejase de comulgar por
Irreflexión, yendo a tomar unos sorbos de agua fresca.
Durante la misa, nos animaba a orar con su postura recogida. No
nos dejaba cbarlar, y, después de la comunión, si nuestros ojos y la
mente andaban distraídos, nos llamaba la atención, diciéndonos bajito :
^'Da gracias, da gracias a Nuestro Señor".
En las conversaciones no cesaba de alabar a Don Bosco y su amor
a la juventud, y nos recomendaba continuamente se le recompensára-
mos con una docilidad ejemplar.

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— 44 —
Delicado en extremo, no toleraba la frase equívoca entre los apren-
dices de la calle y los que empezaban a hospedarse en la casa de Don
Bosco; y mucho menos aún entre los alumnos del señor Bonzanino o
los de Don Píceo, que parecían inclinados al sacerdocio.
Por aquel entonces, el insaciable celo apostólico de Don Bosco
tendía a recoger el mayor número posible de jóvenes ajenos a la
acción bienhechora del sacerdote, faltos, sobre todo, de lecciones
de doctrina cristiana. Para lograrlo, escogía, de entre sus mejores
discípulos, unos cuantos ayudantes. Los domingos y días de fies-
ta, a continuación de la misa, éstos se distribuían por las prade-
ras vecinas y por los solares que abundaban en derredor del Ora-
torio. Uno a uno, se mezclaban con disimulo entre los grupos de
pilluelos que jugaban por allí ((a las perras», a las cartas, a las
tres en raya, a cara o cruz, o a otras cosas. La habilidad estabat
primero, en entretener a los jugadores con alguna ocurrencia hija
de su propia imaginación ; segundo, en dar tiempo a que llegara
Don Bosco, para que pudiera hablar con ellos, encantarles y con-
ducirles triunfalmente al aprisco. ¡ Edición moderna de la pará-
bola del Buen Pastor, que deja a las noventa y nueve ovejas fieles
para correr en busca de la infiel y devolverla, conmovido, al redil !
De entre estos ayudantes, sobresalía Rúa.
En la vida de San Francisco de Sales, uno de los precursores
del apostolado moderno, se lee que, apesadumbrado al encontrar-
se con un pueblo sumido en la ignorancia religiosa, estableció unos
((cursillos elementales de la fe cristiana», que él mismo dirigía en
la catedral. Para reunir numeroso público, encargaba, antes de la
instrucción dominical, a un joven, vestido de azul, ir por las calles
de Annecy agitando una campanilla y gritando: «Id a la doctrinaT
allí aprenderéis el camino del paraíso».
Don Bosco empleaba el mismo procedimiento durante la cua-
resma (única época, en aquel tiempo, en que oficialmente se en-
señaba el catecismo) para aumentar su auditorio de muchachos y
jóvenes. Y era Rúa quien, con la campana en la mano, recorría
los campos de los alrededores, lugares ordinarios de cita de la ju-
ventud ociosa, para anunciar la hora de empezar el catecismo.

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— 46 —
Despacio, sobre seguro, iba madurando el fruto. A fines de
septiembre de 1853 le pareció oportuno a Don Bosco recogerlo.
El Oratorio seguía creciendo más y más. Su primera preocu-
pación, después de la compra de la casa del señor Pinardi, fue
la de construir una capilla para sustituir el cobertizo que, por el
momento, albergaba al Señor ; hija de esta preocupación nació la
iglesia de San Francisco de Sales, con una capacidad para unos
ochocientos niños.
Como advirtiera, además, la insuficiencia de sus locales para
contener los centenares de oratorianos, y deseando favorecer otros
barrios de la ciudad, menos apartados que Valdocco, con obra
tan oportuna y bienhechora como la suya, abrió en seguida en
Turín otro Oratorio, a dos pasos de la estación principal, y, dos
años más tarde, un tercero, en otra barriada de la ciudad.
Una tarde, después de las oraciones, anunció a los mucha-
chos, agrupados en su derredor, el plan que tenía. Les habló en
estos términos pintorescos: ((Cuando una colmena está muy llena,
enjambra y se va a formar otra colmena. Lo mismo nos sucede
a nosotros. Aquí somos demasiados. Durante el recreo nos da-
mos codo con codo ; en la capilla estamos como sardinas en ba-
nasta. Es imposible moverse. Imitaremos a las abejas y funda-
remos otro Oratorio.»
Y como se dijo, se hizo. En tres puntos distintos de la gran
ciudad se encendieron tres nuevos hogares de vida cristiana, a
los que pudieron acudir para iluminar su alma y calentar su co-
razón millares de jóvenes.
Tres años más tarde, obligado por las circunstancias, hizo le-
vantar un pabellón nuevo, destinado a acoger a los desgraciados
que la miseria o los peligros habían amontonado, pues, en efecto,
aparte del Oratorio tenía ya un embrión de internado. Treinta
muchachos habitaban en la casa Pinardi. Durante el día salían
a trabajar o estudiar en la ciudad ; volvían al mediodía y por la
noche para comer y dormir. Pero esta forma de vida, medio fue-
ra, medio dentro, tenía graves inconvenientes. Hasta que Don
Bosco no dispusiera de locales y de trabajo, no podía instalar sus
talleres, y hasta que tuviese profesores, no podía abrir sus clases

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— 47 —
Por consiguiente, había que ponerse de manos al trabajo para
resolver con urgencia el problema de encontrar cuanto antes los
colaboradores que exigía el rápido desarrollo de la Obra.
Imposible encontrar ninguno más entregado ni más inteligen-
te que Rúa: hacía dos años que daba prueba de ello.
Así es que, a principios de otoño de 1853, le pidió se quedase
para siempre con él.
El 24 de septiembre, Miguel entró como interno en aquella
casa que debía habitar durante casi sesenta años.
Entró con el número 37.
Ocho días más tarde, partía con un grupo de muchachos que
acompañaban a Don Bosco a su casa natal, hasta Becchi, luga-
rejo de Castelnuovo de Asti. Cada ciño, por la misma época, la
semana anterior a la fiesta del rosario, era la semana de vendi-
mias, y se llevaba Don Bosco consigo a cuantos le era posible.
Con ellos pasaba dos semanas deliciosas, que son la primera
colonia de vacaciones que se conozca. Algunos días, sobre todo
los más calurosos, no se apartaban de la sombra de la acogedora
morada, y, sentados en derredor de su maestro, aquellos mucha-
chos pendían de sus labios oyéndole contar historietas locales, o
comentar las páginas de San Jerónimo, su autor predilecto.
Otros, después de oír Misa, iban a vendimiar por las colinas
del Monferrato, y volvían por la noche, bajo las estrellas, can-
tando a varias voces canciones populares piamontesas.
A veces, les invitaban los párrocos de los alrededores ; la in-
vitación se convertía en una gran excursión que les obligaba a
dormir fuera de casa varias noches. Salían llevándose consigo
todos los bártulos de un teatrito ambulante, montable a la intem-
perie ; dormían, ya a la luna de Valencia, ya en los salones del
ayuntamiento, ora sobre el heno de un pajar, ora en la casa del
cura. Todos quedaban edificados de su piedad y de aquella exac-
ta disciplina unida a una desbordante alegría. Las gentes senci-
llas se divertían locamente y quedaban embelesadas. Por donde

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— 48 —
pasaban quedaba probado que Don Bosco enlazaba perfectamen-
te religión y alegría.
En Becchi dormían en el granero de la casa de su hermano ;
comían a su mesa, y rezaban en una habitación de la planta baja
dedicada a la Virgen del Rosario.
El día de la fiesta no cabía en la humilde capilla la multitud
que acudía de todos los pueblos cercanos. Entonces se hacía todo
al aire libre. Un tonel, recubierto de adornos y follaje, servía de
pulpito ; los fieles seguían el oficio desde fuera, mientras los mu-
chachos de Don Bosco, apretujados junto al altar, cantaban. Por
la noche se terminaba la fiesta con fuegos artificiales que ilumi-
naban el cielo. Los pocos supervivientes de aquellos tiempos he-
roicos recuerdan todavía aquellas semanas de vacaciones y la
fiesta de clausura, igual que se recuerda un descanso maravilloso
en medio de dos grandes trabajos.
El año 1853 la solemnidad revistió un brillo singular. En la
pobre capilla de Becchi puso Don Bosco la sotana a dos de sus
hijos: Rocchetti y Rúa. El cura de Castelnuovo, Don Cinzano,
el mismo que presidió diecisiete años antes la misma ceremonia
para Don Bosco, celebró la misa. Era el domingo tres de octubre.
Los chicos del Oratorio estallaban de alegría contemplando a dos
compañeros elegidos para colaborar con Don Bosco.
Durante la comida, a la hora de los postres, Don Cinzano, in-
clinándose hacia Don Bosco, le dijo: «¿Te acuerdas de cuando,
siendo clérigo, me decías: Señor Cura, ya verá usted cómo un
día tendré alrededor de mí sacerdotes, clérigos y coadjutores;
tendré estudiantes y aprendices ; tendré una banda de música,
un orfeón, una iglesia grande; tendré...? Tú pierdes la cabeza,
Juan, te respondía yo entonces. Ahora empiezo a creer en tus sue-
ños. Se ve que venían de Arriba.»
El nuevo clérigo, revestido aquella mañana con la librea del
Señor, iba a convertir aquellos sueños en realidad. Precisamente
por eso le había escogido Don Bosco.
Al atardecer, de vuelta hacia Turín, se aclaró un misterio.
—¿Se acuerda—preguntó el nuevo clérigo Rúa—de nuestros
encuentros de antaño en Porta Palazzo, cuando yo le paraba ca-

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— 49 —
mino de la escuela, y le pedía una medalla? Usted me respondía
con un gesto extraño, que aún no acierto a entender.
—¿Cómo, Miguelito, aún no lo has entendido? Pues está muy
claro. Cuanto más adelantes, mejor entenderás lo que te quería
decir: ((En la vida, tú y yo, trabajaremos a medias. Dolores, pre-
ocupaciones, responsabilidades, alegrías y lo demás, todo lo de-
más, nos serán comunes. ¿Aceptas?
—¿Puede usted dudar de ello?—murmuró Miguel trasportado
<3e alegría al verse convidado a tan maravillosa participación.

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CAPÍTULO V
EL P R I M E R S A L E S I A N O
Poco después de esta imposición de sotanas, hablaba Don
Bosco una tarde con uno de sus íntimos sobre su intención de po-
nerla a algunos alumnos más.
—¿Para qué quiere tantos curicas?—preguntó su, amigo.
Tres Oratorios en la ciudad, no creo sea cosa del otro mundo.
—Usted no adivina la necesidad que tengo de ayuda, pero yo
la veo. Déjeme hacer.
—Insisto, ¿para qué quiere tantas sotanas?
—Ya lo verá, ya lo verá ; tenga paciencia.
Los cálculos del gran apóstol eran exactos: en misteriosos
sueños, había contemplado el desarrollo prodigioso de sus escue-
las y el crecimiento maravilloso de la familia religiosa que debía
ocuparse de ellas.
Pero era preciso reclutar todo un regimiento de ayudantes vo-
luntarios, formarlos, encuadrarlos ; y esto en unos tiempos de
terribles dificultades, en una época en la que las palabras ((novi-
ciado», ((votos», ((congregación», horrorizaban a todos, y en la
que los poderes públicos trabajaban de mil maneras para extin-
guir las órdenes religiosas. ¡ Ardua tarea !
No tardó mucho en poner manos a la obra. Un sábado, el 2
de junio de 1852, después de las oraciones de la noche, reunió
en su habitación a unos cuantos discípulos bien seleccionados.
Rúa estaba entre ellos. Aparentemente se trataba de una simple
conferencia moral ; en realidad era el primer jalón que él plan-
taba. ¡ Cuántos más debería plantar antes de llegar al término de
su camino, que sería largo, muy largo, y cortado por inimagina-

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— 52 —
bles obstáculos ! Todo eran dificultades en su derredor ; pero en
su casa, en la sombra, germinaba una nueva vida oculta.
Arrojó la primera simiente de futuras cosechas en el alma de
sus niños, con extremada prudencia. Una sola palabra desafortu-
nada, una alusión demasiado clara, su verdadero designio reve-
lado desde un principio, hubieran bastado para alejar para siem-
pre sus buenas voluntades. No les pidió al principio más que una
cosa: que le quisieran ayudar. Nada más. Sus sencillas pláticas
del domingo por la noche trataban sobre las virtudes cristianas y
religiosas ; pero cuando exponía su poderoso atractivo para hacer-
las amar prácticamente, entonces Don Bosco daba la impresión
de no mirar más que a formar, a su lado, unos auxiliares total-
mente entregados a su bienhechora labor. Método idéntico al que
seguía Nuestro Señor en sus relaciones con los apóstoles, método
de revelación progresiva, que deja penetrar en el fondo del pen-
samiento poco a poco, a medida que las almas están preparadas
para recibirlo y los espíritus para entenderlo.
Durante varios años, mientras las circunstancias se lo permi-
tieron, el domingo por la noche, tras las oraciones, continuó Don
Bosco aquella obra de lenta formación. Crecieron los primeros
discípulos. Rúa vistió la sotana con Rocchetti; otros le siguieron,
Cagliero, Francesia, Bonetti ; se constituyó una especie de estado
mayor en derredor del jefe, con indicios de perseverancia ; cada
mes que pasaba aumentaba el núcleo ; y de semana en semana,
la idea del apóstol tomaba cuerpo, se precisaba y penetraba dere-
chamente en sus corazones. En 1854, exactamente el 26 de enero,
durante la novena preparatoria para la solemnidad de San Fran-
cisco de Sales, el nuevo batallón tomó un nombre. Todos los
soldados se llamarían en adelante ((Salesianos». He aquí la par-
tida de bautismo, tal como la hemos copiado de un cuaderno de
notas de Rúa:
«El día 26 de enero de 1854, por la noche, nos reunimos en la ha-
bitación de Don Bosco. Además de Don Bosco, estábamos Cagliero,
Roechetti, Artiglia y Rúa. Nos propuso empezar, con la ayuda del Se-
ííor, una temporada de ejercicios prácticos de caridad con el prójimo.
Después de aquella temporada, podríamos ligarnos con una promesa,

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— 53 —
y esta promesa se podría transformar, más adelante, en voto. A partir
de aquella noche se llamó salesiano todo el que adoptaba aquel género
de apostolado.»
Salesianos, es decir, discípulos de San Francisco de Sales, el
apóstol del celo incansable, el hombre más dulce de su siglo, el
que convertía por la persuasión.
Al tomar este nombre empezaron aquellos jóvenes la prueba
de un noviciado privado.
Resulta una palabra muy fuerte la de ((prueba» para calificar
aquel tiempo de aprendizaje espiritual, durante el cual las almas
se dirigían hacia un género de vida por ellas escogido, a través
de una serie de ejercicios apropiados, conferencias doctrinales, y
la práctica continuada de las virtudes religiosas.
Don Bosco mismo les daba las conferencias todos los domin-
gos por la noche, después de las oraciones, en su propia habita-
ción, según costumbre. Por nada del mundo las hubiera dejado,
ya que todo el porvenir de su obra estaba allí, en aquel puñado
de discípulos que había que moldear según el ideal de educador
por él concebido.
Los ejercicios con que domaba su voluntad eran los de la vida
ordinaria: jornadas agobiadoras en el Oratorio, escuelas noctur-
nas, clases, asistencias, ensayos de teatro, de gimnasia o de mú-
sica, recreos animados, y — para divertirse (?) — estudios que ha-
bían de hacer por sí mismos, aprovechando los raros descansos
de tan agotadoras ocupaciones. El no pensaba en nada más, des-
pués de esta vida de total entrega al servicio de la juventud ne-
cesitada, sino en la frecuencia habitual de los sacramentos, un
corto número de prácticas piadosas que agrupase aquellos jóve-
nes, a horas determinadas, para rehacer su provisión de luz y de
energía. Y ahí estaba su formación ; a eso se ceñían sus exigen-
cias. Lo demás, lo dejaba en las manos de la Providencia, que,
por cierto, no andaba inactiva. Ella hablaba al corazón de aque-
llos jóvenes de la manera más persuasiva, con la voz del ejemplo.

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_ 53 —
y esta promesa se podría transformar, más adelante, en voto. A partir
de aquella noche se llamó salesiano todo el que adoptaba aquel género
de apostolado.»
Salesianos, es decir, discípulos de San Francisco de Sales, el
apóstol del celo incansable, el hombre más dulce de su siglo, el
que convertía por la persuasión.
Al tomar este nombre empezaron aquellos jóvenes la prueba
de un noviciado privado.
Resulta una palabra muy fuerte la de ((prueba» para calificar
aquel tiempo de aprendizaje espiritual, durante el cual las almas
se dirigían hacia un género de vida por ellas escogido, a través
de una serie de ejercicios apropiados, conferencias doctrinales, y
la práctica continuada de las virtudes religiosas.
Don Bosco mismo les daba las conferencias todos los domin-
gos por la noche, después de las oraciones, en su propia habita-
ción, según costumbre. Por nada del mundo las hubiera dejado,
ya que todo el porvenir de su obra estaba allí, en aquel puñado
de discípulos que había que moldear según el ideal de educador
por él concebido.
Los ejercicios con que domaba su voluntad eran los de la vida
ordinaria: jornadas agobiadoras en el Oratorio, escuelas noctur-
nas, clases, asistencias, ensayos de teatro, de gimnasia o de mú-
sica, recreos animados, y — para divertirse (?) — estudios que ha-
bían de hacer por sí mismos, aprovechando los raros descansos
de tan agotadoras ocupaciones. El no pensaba en nada más, des-
pués de esta vida de total entrega al servicio de la juventud ne-
cesitada, sino en la frecuencia habitual de los sacramentos, un
corto número de prácticas piadosas que agrupase aquellos jóve-
nes, a horas determinadas, para rehacer su provisión de luz y de
energía. Y ahí estaba su formación ; a eso se ceñían sus exigen-
cias. Lo demás, lo dejaba en las manos de la Providencia, que,
por cierto, no andaba inactiva. Ella hablaba al corazón de aque-
llos jóvenes de la manera más persuasiva, con la voz del ejemplo.

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CAPÍTULO VI
TRABAJADOR SIN DESCANSO
Don Bosco no admitió bajo su techo al joven clérigo Rúa,
y le vistió la sotana, y le admitió a la profesión religiosa para es-
tarse él cruzado de brazos. Si ya de simple oratoriano y estudian-
te en la escuela del señor Píceo, atendía Miguelito a todo, además
de lo ordinario del Oratorio, con la profesión religiosa aumentaron
sus trabajos.
No le quedó tiempo ni para respirar ; apenas, apenas, para
dormir.
Su segundo maestro de latín, el señor Bonzanino, estaba, por
aquellos años, la mar de preocupado porque sus alumnos, des-
pués del decreto de aplicación del sistema métrico decimal en los
Estados sardos (1845) se armaban líos en la aritmética. El mi-
nisterio de Instrucción Pública había dado a las escuelas cinco
años de tiempo para sustituir, en la enseñanza, las medidas nue-
vas por las antiguas ; pero habían pasado ya los cinco años y los
chicos no habían llegado a aprender la relación de las medidas
antiguas con los metros, litros y gramos. Se imponía un buen
maestro de aritmética ; Bonzanino se lo pidió a Don Bosco, él
le designó a Rúa.
Un día vieron los alumnos presentarse como maestro al que,
dos años antes, era su compañero. Intentaron armar jaleo, pero
se encontraron con la horma de su zapato. ((Hace un momento,
en el patio, les dijo para empezar, éramos todavía compañeros.
Ahora soy vuestro profesor, y creo que vosotros vais a ser unos
alumnos atentos y diligentes.))

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— 60 —
Oratorio abierto por Don Bosco en 1849. La dirección espiritual
la había encomendado a varios sacerdotes amigos, Borel, Mu-
rialdo, Rossi, los cuales se habían reemplazado después de al-
gunos meses.
Para hacer este favor, que consistía en ir los domingos por la
mañana, confesar, celebar la Misa y predicar la homilía, unos
tenían que hacerlo a más de sus ocupaciones sacerdotales, otros
en espera de un nombramiento en la diócesis. Así que el servicio
era irregular. ¿Quién aseguraba, pues, con talesí capellanes la
continuidad de vida del Oratorio? El clérigo Rúa.
El domingo, de mañanita, ya estaba él allí. Apenas llegaban
los primeros chiquillos, se las ingeniaba para encaminar los más
posibles hacia el confesonario del sacerdote, mientras asistía a
los otros en el patio. Durante la misa guardaba el orden y dirigía
las oraciones y el canto. Después, distribuía el panecillo y el cho-
colate y organizaba animadísimos juegos hasta llegar el mediodía.
Apenas el último oratoriano había franquedo la puerta, entra-
ba él en la habitación del portero para tomar un plato de sopa ca-
liente. En el bolsillo llevaba el resto de la comida: un trozo de
carne o una raja de salchichón, un pedazo de queso o dos man-
zanas y la tradicional pañotta (panecillo).
Unos minutos para respirar y volvían a golpear los chiquillos
en la puerta. Desde las dos de la tarde hasta entrada la noche les
entretenía. Casi siempre le tocaba a él solo divertirles, catequi-
zarles y darles buenos consejos para toda la semana.
Después de rezar las oraciones de la noche, el joven clérigo
volvía a pie a Valdocco, pero no se tenía derecho. Tomaba la
más frugal de las cenas y subía a acostarse sin pedir nada, can-
sado, agotado... y feliz.
En este Oratorio de San Luis fundó, entre los mayores, las
Conferencias de San Vicente de Paúl. Por ellas estableció con-
tacto con las familias pobres del barrio y extendió los rayos bien-
hechores de la obra. Su experiencia de secretario en las fundadas

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— 61 —
dos años antes por Don Bosco en el Oratorio de San Francisco de
Sales le facilitó la organización de este elemento de apostolado,
cuyo funcionamiento maravilloso aseguró con su celo desde el
principio.
¡ Celo incansable el suyo ! Por aquel entonces estaba ya echan-
do las bases de una asociación que secundaría poderosamente la
acción de Don Bosco en la formación individual de sus alumnos.
Resulta una historia curiosa la de la fundación de la Compañía
de la Inmaculada Concepción.
Una mañana, camino de la escuela del señor Picco, conver-
saban unos cuantos sobre el suceso del día.
— ¿Te has fijado — decía Durando a Bongiovanni — que no ha
comulgado nadie esta mañana ? ¡ Qué pena más grande habrá te-
nido Don Bosco ! ¿ No podríamos arreglárnoslas entre nosotros
para que hubiera todos los días algunas comuniones durante la
misa?
Dicho y hecho: Dominguito Savio, alumno preferido de Don
Bosco, enterado del proyecto, se adueñó de los deseos de sus com-
pañeros hasta ser, por así decirlo, el alma de aquel grupo.
Tras esta campaña eucarística los valientes muchachos se em-
peñaron en ejercer el apostolado entre los alumnos de mala con-
ducta. Cada cual elegía en secreto a uno, y, con los mil medios
que la caridad cristiana sugiere, esforzábase en apartarle del mal,
en llevarle por los buenos senderos y en ayudarle a levantarse tras
de cada caída. Los miembros de aquella asociación se trocaron en
apóstoles de la Eucaristía y ángeles guardianes visibles de sus
compañeros ; su influencia en la casa fue grande.
Por presidente eligieron en seguida al miembro más destaca-
do, al clérigo Rúa, el cual añadió la nueva preocupación a todas
las demás, con su proverbial naturalidad.
Nuevas preocupaciones le trajeron los años siguientes 1857,
1858 y 1859.
Un día le confió Don Bosco la clase de la explicación del Nue-

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— 62 —
vo Testamento a los clérigos de la casa, ya que él no podía quitar
ni media hora a la tarde del sábado, totalmente dedicado al con-
fesonario.
Otro, el gran apóstol de la Prensa encargó a su discípulo
compusiera un manual de Historia Sagrada. El clérigo Rúa puso
manos a la obra y escribió más de ochocientas páginas.
Al abrirse los primeros talleres salesianos en los locales recien-
temente construidos, se planteó el serio problema pedagógico de
guardar la disciplina entre unos aprendices que trabajaban en
casa y otros que iban a trabajar a la ciudad cada mañana. Tam-
bién le tocó al clérigo Rúa encargarse de velar por el orden y la
moralidad de aquel ambiente tan abigarrado.
Apenas se establecieron en la casa con carácter definitivo los
tres primeros cursos de latín, fue necesario poner al frente un pre-
fecto de estudios, que asegurase la unidad de la enseñanza y se
responsabilizase de la eficacia de la misma. Nuestro joven clérigo
tomó sobre sus espaldas la nueva carga.
¿ Qué no haría él por satisfacer el menor deseo de Don Bosco ?
Un día, a ruegos de su maestro, le vieron cómo iba, siguiendo la
línea del ferrocarril, hasta el campamento de los soldados fran-
ceses, llegados a Italia para la campaña militar del 1859, a ense-
ñarles la gramática francesa, que muchos no habían visto ni por
el forro.
Vamos a terminar la narración de tantas ocupaciones. Pero
antes preferimos responder a la pregunta que espontáneamente
brota: ¿Cómo podía un joven de poca salud, de escasa autoridad,
desempeñar tantas ocupaciones? ¿Dónde encontraba tiempo para
llegar a tantas obligaciones?
De las noches, que él sabía acortar ; madrugando, ya que Don
Bosco no le hubiera permitido acostarse tarde.
En lo más crudo del invierno —¡ y bien sabe Dios a qué extre-
mos llega su crudeza al pie de los Alpes !— se levantaba a las
tres de la mañana, y, apenas vestido, corría a despertar a los

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— 63 —
ocho o diez compañeros que, con permiso de Don Bosco, se le-
vantaban también al canto del gallo.
Durante el verano era casi un placer ; pero en el invierno re-
sultaba muy duro.
—¡ Cuántas veces nos sucedió—contaba más tarde uno de
aquellos muchachos—, encontrarnos, al saltar de la cama, con
la palangana helada ! Abríamos entonces el ventanuco de la bu-
hardilla, nos inclinábamos sobre la canal del tejado, y metiendo
las manos en la nieve nos dábamos el lavado más ((refrigerante»
que imaginarse puede.
Después iban al estudio. Durante la primera media hora, Rúa
meditaba, con el libro delante, tal como le había enseñado su
maestro. Los demás, inclinados sobre sus libros, estudiaban con
afán, como aquellos famosos humanistas del renacimiento que se
pasaban la noche a la llamita temblorosa de una vela.
La iluminación de aquel estudio mañanero no era mucho me-
jor. Consistía en tres velones de aceite, que apodaron ((capuchi-
nos» por su apagador en forma de capucha.
A su débil luz se enfrascaban los valientes jóvenes en los auto-
res griegos y latinos: ¡ era una delicia ! Sólo rompía el silencio el
rasguear de las plumas sobre el papel y el volver de las hojas del
diccionario.
A las cinco y media, los demás compañeros se juntaban al
grupo de valientes que había añadido dos horas y media a su jor-
nada de trabajo.
Sí; un día murieron, mas no por estos excesos.
La historia guarda el nombre glorioso de algunos.
Allí estaba Juan Cagliero, que falleció a los ochenta y ocho
años, siendo cardenal de la Santa Madre Iglesia.
Allí estaba Juan Francesia, fallecido a los noventa y dos
años, y fue uno de los mejores latinistas de Italia.
Allí estaba nuestro héroe, Miguel Rúa, que murió a los seten-
ta y tres años, siendo Superior General de la Congregación Sale-
siana.

7.9 Page 69

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7.10 Page 70

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CAPÍTULO VII
MADRE E HIJO JUNTOS
A los diez años de empezar su obra de educación en favor de
la juventud pobre y abandonada se veía ya el desarrollo prodigio-
so de la obra de Don Bosco.
Empezó con un grupito de muchachos a quienes enseñaba
las verdades de la fe. El grupo se convirtió rápidamente en el
Oratorio que crecía a ojos vistas. Casi un año entero anduvo a la
caza de un nido: cuando lo encontró, las ruedas de aquella má-
quina se pusieron en movimiento, particularmente las escuelas
nocturnas, que atrajeron y mantuvieron, bajo la influencia del
maestro, toda una juventud, cada vez más interesada.
Entre aquellos muchachos los había desgraciados y débiles ;
desgraciados faltos de todo, hasta de familia ; débiles, expuestos
a la perniciosa atmósfera de los talleres, a los peligros de la calle,
a los escándalos de los malos ejemplos ; había que dar techo a los
unos y proteger a los otros. Y entonces abrió, a más del Oratorio,
una casa de internado, pequeña, que poco a poco se fue agran-
dando.
Casi no era más que un abrigo ; un techo donde dormir de
noche y una mesa frugal, siempre preparada, para acallar el ham-
bre. Pero en seguida, bajo aquellas pobres paredes se organizó
una ciudad de trabajo, con sus talleres rumorosos y clases ates-
tadas.
Al mismo tiempo, una hermosa iglesia, en honor de San Fran-
cisco de Sales, patrón del lugar y del grupito de apóstoles, susti-
tuyó la miserable capilla, donde se ahogaban los centenares de
muchachos.

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— 66 —
Se diría que todo era perfecto ; sin embargo, faltaba en aque-
lla gran familia la mirada vigilante y los asiduos cuidados de una
madre. Una madre para dar de comer, para lavar, remendar, co-
ser y zurcir en medio de aquel mundo infantil. Don Bosco lo ad-
virtió en seguida y llamó en su ayuda a su anciana madre, que
acudió en seguida, a pesar de sus sesenta años a punto de cumplir.
Ella libró a su hijo de la mayor parte de las ocupaciones ma-
teriales, que no eran pocas, y como si tuviera treinta años, volvió
a ser, para sus hijos adoptivos, la madre de otros tiempos, inge-
niándose de mil modos para corregir, transformar y llevar por los
senderos del bien los corazones de aquellos muchachos difíciles.
Diez años estuvo entre ellos, diez años de entrega absoluta,
de oración, de pobreza, empleados en alimentar y vestir los cuer-
pos para hacer mejores sus almas.
Pero un día, una mañana fría del mes de noviembre de 1856,
la que hacía de madre de los seiscientos muchachos —¡ Mamá
Margarita !— víctima de pulmonía doble, dejó caer su cuerpo
consumido sobre el lecho del dolor.
Su recia complexión piamontesa sucumbió ante la enferme-
dad, después de poco más de una semana de lucha. El 24 de no-
viembre le administró el Viático su propio confesor. Presentes
estaban sus dos hijos: José y Juan, deshechos de pena. Por toda
la casa se rezaba ; una ola de tristeza inundaba los corazones de
aquellos niños a quienes la muerte arrebataba su paño de lá-
grimas.
Sólo el pensamiento de que aquella mujer, en guardia para
acudir en socorro de cualquier necesidad, les dejaba para siem-
pre, deshacía de pena a los muchachos empeñados en esperar del
Cielo el milagro que sus plegarias imploraban.
Pero el milagro no llegó.
Y al amanecer del 25 de noviembre, Mamá Margarita moría,
tan santamente como había vivido.
Antes de exhalar el último suspiro, dijo a su hijo sacerdote:
((Dejo mis cuidados maternales en otras manos; el cambio será
duro, pero la Santísima Virgen no os faltará y vendrá en vuestra
ayuda».

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— 67 —
En efecto, apenas enterrada en la fosa común, otra mujer
ocupaba su lugar en la cocina, en el lavadero y en la ropería.
Fue la señora Rúa, que, a sus cincuenta y seis años, entra-
ba al servicio del Oratorio.
Dos años antes, al morir su penúltimo hijo, había dejado la
Fábrica de Armas, yendo a vivir a dos pasos del Oratorio, al lado
de su hijo Manuel, en la antigua ((Posada de la Jardinera», que
poco a poco había limpiado Don Bosco de huéspedes no muy de-
seables. Un paso más y estaría bajo el mismo techo de su hijo.
Y fue aquel noviembre de 1856 cuando entró.
j Inescrutables designios de la Providencia ! Se iba una y lle-
gaba otra madre, que, por veinte años, iba a pensar en aquellos
muchachos y les iba a querer y a cuidar, como a hermanos pe-
queños de su último hijo, el clérigo Miguel Rúa.

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CAPÍTULO VIH
SEIS AÑOS DE ESTUDIO INTENSO
Hemos visto los días de intenso trabajo del clérigo Rúa. Se
cumplía la promesa de Don Bosco: la mitad de sus atrevidos pro-
yectos estaba en manos de su discípulo. Aunque aumentaba sus
horas de trabajo robándole tiempo al sueño, no le bastaban, ya
que debía atender sus estudios personales y añadir a los estudios
clásicos las ciencias religiosas, para preparar su mente y su cora-
zón para el sacerdocio.
¿ En dónde aprendía las ciencias sagradas ? ¿ Quién le enseña-
ría la Filosofía, la Teología, la Sagrada Escritura, la Historia de
la Iglesia, el Derecho Canónico? Don Bosco no tenía tiempo para
tomar a su cargo tal responsabilidad ; los sacerdotes que le ayu-
daban ya habían dejado muy atrás los libros... Quedaba el Se-
minario Mayor, sí; pero, ¡ ay, cómo andaban allí las cosas !
***
Es triste recordar los años de 1848 a 1865, en el Seminario
Mayor de Turín. Ya hemos dejado entrever cómo la pasión polí-
tica había llegado a salvar las puertas del Santuario. Los hechos
que hemos citado se habían repetido, poniendo al descubierto el
mal espíritu infiltrado en las filas de la juventud clerical.
Cierto día, pasando los seminaristas, en plena ciudad, por
delante del Nuncio de Su Santidad, no se descubrieron. Otra vezr
se preparaba una manifestación, al volver el Rey Carlos Alberto
de Genova, para quitarle los escrúpulos concernientes a la con-
cesión de Privilegios y la declaración de guerra contra Austria.

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— 70 —
Habiendo llegado a oídos del Arzobispo que los seminaristas
iban a tomar parte en ella, les advirtió que se abrían las puertas
del Seminario para cuantos quisieran, pero que se cerraban defi-
nitivamente para los que las franquearan. Pues bien, salieron más
de ochenta.
Unas semanas después, en febrero de 1848, se sumaron a
otra manifestación, con la escarapela sobre el bonete. Y un pe
riódico revolucionario de Turín, El Resurgimiento, felicitaba a
los autores de la hazaña, que contaba así:
«Hasta los seminaristas han querido manifestar al rey su gratitud
y su simpatía por las nuevas ideas. No disponían más que de escasos
medios, dada la delicada situación en que se encuentran, pero los han
empleado. Salieron a la calle con la escarapela sobre el bonete y se pa-
searon por las calles.., contra viento y marea. ¡Que el Señor proteja y
premie a estos jóvenes valientes!»
El Superior, afligido por los progresos del mal espíritu y por
los sucesos de insubordinación referidos, presentó su dimisión al
Arzobispo, el cual no la admitió, quizá con la esperanza de que
su autoridad llegaría a contener la marea. Mas no fue así. Seguían
calentándose los espíritus, circulaban los periódicos incendiarios
y se repetían las desobediencias. Un día, se acabó la paciencia
arzobispal ; cerró el Seminario y mandó a los alumnos a sus
casas.
Fue una decisión fuerte e impulsiva. Ciertamente San Fran-
cisco de Sales no hubiera obrado así; pero el Arzobispo de Turín
—de la casa de los Marqueses Fransoni, tal como él empezaba sus
pastorales— era un prelado chapado a la antigua, muy digno,
muy celoso, pero también muy autoritario y no transigía con las
ideas revolucionarias.
Hubiera tildado de utopía el intento de encauzar el movi-
miento o, por lo menos, conducir poco a poco los corazones has-
ta una visión más clara de las cosas. Para él no había más que
un remedio: el despido general.

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Casi podía hacerlo impunemente, puesto que en su diócesis
seguían abiertos otros dos seminarios: el de Bra y el de Chieri,
con los cuales podía asegurar el relevo, aún cuando tenían pocos
alumnos.
La mayor parte de los seminaristas recibió mal el castigo. Re-
corrieron los patios entonando canciones revolucionarias. Algu-
nos, a los que pronto se añadieron los arrepentidos, acudieron a
los seminarios de las diócesis vecinas, o solicitaron del Arzobispo
permiso para continuar, al menos, las clases del Seminario
Mayor.
El arzobispo se lo concedió.
Por desgracia, estalló mientras tanto la guerra con Austria, y
el Ministerio, que andaba a la caza de hospitales provisionales,
requisó el inmenso local, que sus habitantes dejaron vacío, rele-
gando al profesorado a vivir en míseros tabucos.
Siete años más tarde, el 1853, dio un paso más, un paso sec-
tario: se apoderóó de las rentas fijas del Seminario, con la excusa
de que ya no alimentaban a nadie, como si el profesorado y los
estudiantes pobres de Bra y de Chieri debieran alimentarse del
aire. A continuaciónó alojó todo un batallón de cazadores de in-
fantería en los locales que, mientras tanto, había servido para al-
macén de municiones, armas y forrajes.
Los pobres profesores quedaron reducidos a vivir con su mo-
desto salario, y a enseñar las ciencias sagradas en medio del ba-
rullo infernal de un cuartel.
**
Los seminaristas eran pocos.
Cuando el clérigo Rúa comenzó la Filosofía, eran diecisiete.
La mayor parte vivían con Don Bosco, algunos en sus casas y
otros con los Padres del Oratorio o del Santísimo Sacramento. Tan
desgraciados sucesos ponían a aquella juventud clerical a la altu-
ra de los tiempos que precedieron al Concilio de Trento, que ins-
tituyó los Seminarios. Era una desgracia.
Tabucos indecentes, transformados en clases, sin capacidad

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— 72 —
ni para pocos alumnos. Mas, a pesar de todo, estudiaban con
empeño y había dos horas de clase por la mañana y hora y inedia
por la tarde.
Durante seis años —dos de Filosofía y cuatro de Teología—,.
es decir, desde 1853 hasta 1860, acudió el clérigo Rúa al Semi-
nario Mayor para asistir a las clases que daban aquellos buenos
señores, en compañía del clérigo Rocchetti, primero, y después
con Francesia, Cagliero, Bonetti, Ruffino y otros.
En el primer curso de Filosofía era el único alumno ; en los
cursos de Teología se encontró con otros condiscípulos, y como
en las clases del señor Píceo, apenas entró fue el primero siem-
pre. Era el alumno más aplicado y ordenado. Sus apuntes cla-
ros y exactos, en excelente latín, manifiestan aún su espíritu or-
denado y su aplicación.
«.¡Qué bien me venían, en vísperas de examen, los apuntes de Ruafi
exclamará más tarde el simpático mozo Cagliero—. También otros
los aprovecharon. También Don Marengo, nuestra profesor, los con-
sultó antes de publicar sus obras De Institutionibus Theologicis y De
Sacramentis in Genere, y puedo asegurar que, ciertamente, no lo hacía
sólo por curiosidad.»
A la salida del Seminario, por la tarde, iba Miguel, tres ve-
ces por semana, a dar clases de repaso general al niño Manuel
Fassati, hijo del Marqués de Fassati, uno de los bienhechores más
grandes de Don Bosco. Los demás días acudía a casa del anciano
sacerdote Peyron, sabio maestro de griego y hebreo, el cual se
sentía feliz iniciando en el estudio de estas lenguas a un talento
tan despejado. Rúa aprovechó tanto en la escuela de tal maestro,
que, en pocos años, llegó a poder leer los Evangelios directamen-
te en griego y en hebreo y a traducir fácilmente textos de mediana
dificultad.
Siempre tuvo preferencia por la lengua del pueblo de Dios.
Si hubiera tenido tiempo, ciertamente lo hubiera dedicado a ella.
No olvidó nunca cuanto aprendió del abate Peyron ; quedó pro-
fundamente grabado en su tenaz memoria.

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— 73 —
A cincuenta años de distancia, cuando en 1906 se embarco
en Siracusa camino de Malta, pidió al P. Mezzacasa, salesiano,
experto orientalista y profesor de Sagrada Escritura, le prestara
para el viaje su traducción de los Proverbios de Salomón. A la
vuelta, devolvió el manuscrito con anotaciones de su puño y le-
tra, diciéndole: ((Los Proverbios fueron siempre mi libro de ca-
becera, y la Sagrada Escritura mi estudio favorito».
Y después, recordando los lejanos días de sus estudios, se
puso a conjugar en hebreo y a repetir frases y expresiones de la
antigua lengua. ((Ya ves que aún queda algo en mi cabeza—aña-
dió sonriendo—. ¡ Ah, el hebreo !, ¡ cómo me gustaba ! Caglieror
sentado al piano, componía sus romanzas y motetes ; Francesia
escribía sus dísticos impecables, y yo me zambullía en el hebreo ?
¡ Qué tiempos aquellos !

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CAPÍTULO IX
A LOS PIES DE PIÓ IX
Tras el clérigo Rúa, fueron presentándose a Don Bosco, poco
a poco otros jóvenes. Así es que hacia 1857 se encontró al frente
de un pequeño batallón de voluntarios que, de acuerdo con la fa-
mosa profecía del primer sueño, estaba dispuesto a seguirle has-
ta el final de su espinoso camino. Allí estaban Cagliero, France-
sia, Cerrutti, Ruffino, Bonetti, Albera y otros más: valioso prin-
cipio, lleno de buena voluntad y entusiasmo, que hacía soñar ma-
ravilloso porvenir.
Natura non fácil saltus, la naturaleza no procede a saltos, dice
el adagio latino. Don Bosco, a fuer de realista, lo cumplía ; a
paso lento y calculado, adelantaba hacia el término que se había
propuesto: la fundación de una congregación.
Había de llegar un día en que todos aquellos jóvenes reuni-
dos, sabiamente formados con su palabra y su ejemplo, estarían
maduros para el sacrificio: aceptarían espontáneamente el yugo
de una regla y el triple lazo de la profesión religiosa. Pero antes,
para que Dios bendijera su empresa, creyó necesario ir a Roma
para aconsejarse con el Papa y solicitar su aprobación.
Muchos, y entre ellos sus mejores amigos, así se lo recomen-
daban. ((Funde una congregación», le decía San José Cafasso,
preocupado por el porvenir de su obra. Su propio Arzobispo,
Mons. Fransoni, le daba el mismo consejo desde su destierro de
Lyon. El reverendo Borel, excelente sacerdote de la diócesis,
que le ayudaba desde hacía diez años, pensaba lo mismo. Hasta
Urbano Rattazzi, anticlerical hasta los tuétanos, que había sido

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— 76 —
y volvería a ser Presidente del Consejo de Ministros, compartía
la misma opinión. «Mi querido Don Bosco, le dijo un día, usted
no es inmortal, ¿qué será de su obra cuando usted muera?, ¿ha
pensado en ello?»
¡ Vaya si lo pensaba ! Como que no hacía otra cosa.
Precisamente aquel año de 1857 terminaba la redacción de las
Reglas de la nueva sociedad. Estaban inspiradas en las Constitu-
ciones de diversas órdenes religiosas, pero recogían, sobre todo,
la experiencia de diez años de apostolado, una experiencia vivi-
da. Faltaba solamente someterlas al visto bueno de Roma.
El 18 de febrero de 1858 salía Don Bosco hacia la ciudad eter-
na en compañía del clérigo Rúa, llevando consigo el texto de las
Reglas de la futura Congregación Salesiana, elegantemente co-
piado.
Nuestros dos viajeros fueron a Roma por mar, costeando des-
de Genova hasta Civitá-Vecchia. Desembarcaron el día 21 de fe-
brero por la noche. Don Bosco se alojó en casa de su amigo, el con-
de Rodolfo de Maistre, hijo del gran escritor, en la calle de las
Cuatro Fuentes, número 49, y Don Rúa con los padres Rosmi-
nianos, muy amigos de su Superior.
En espera de la audiencia pontificia, los dos viajeros, acom-
pañados ora por uno, ora por otro de los tres hijos del conde Ro-
dolfo, Carlos, Francisco y Eugenio, teniente de los zuavos pon-
tificios, recorrieron la ciudad santa.
De rodillas, temblando de fe y de emoción, visitaron las gran-
des Basílicas de Santa María la Mayor, San Juan de Letrán, San
Pablo de Extramuros y Santa Cruz de Jerusalén. En San Pedro
entraron a las once de la mañana y no salieron hasta las cinco de
la tarde, rendidos, pero llenos de admiración.
Estuvieron en las catacumbas de San Calixto, guiados por el
célebre De Rossi, cuya ciencia y trabajos sacaron del olvido la
necrépolis sagrada ; estuvieron desde las ocho de la mañana hasta
las seis de la tarde, sin salir nada más que una hora para comer

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— 77 —
con los padres Trapenses, que las guardaban entonces. Bajaron
también a los subterráneos de la Basílica Vaticana y a la Prisión
Mamertina ; subieron al Capitolio y escalaron la majestuosa cú-
pula de San Pedro. Subieron de rodillas la Escalera Santa, igual
que lo hicieron, a través de los siglos, tantos corazones compun-
gidos. En el Coliseo, sobre aquellas ruinas consagradas con la
sangre de los mártires que dieron testimonio de su fe, hicieron
devotamente el Via-Crucis. Visitaron las principales, de las tres-
cientas iglesias de Roma : San Pedro in Vinculis, San Luis de los
Franceses, Santa Práxedes, Santa María de la Victoria, San Pedro
in Montorio, Santa Cecilia, San Gregorio el Grande, San Juan y
San Pablo, San Lorenzo, Santa María de los Angeles, Santa Ma-
ría de la Vía Lata, San Clemente, San Esteban, Santa María in
Navicella, San Agustín, los Santos Apóstoles, Santa Inés, San
Ignacio, etc...
Don Bosco, cuando no tenía compromiso para celebrar la misa
en alguna comunidad o en la capilla de alguno de sus bienhecho-
res, iba a algún santuario célebre: ya a Santa María del Pueblo,
ya a Santa Prudenciana ; hoy a San Andrés del Valle, mañana
a Santa María de la Minerva o a Nuestra Señora de la Encina.
Padre e hijo recorrieron en todas direcciones la Roma cristia-
na, la de los primeros siglos de la iglesia, y la que más tarde
construyeron los Papas, ávidos de llenar sus ojos, su imaginación
y su memoria con los recuerdos sagrados que, más tarde, saldrían
de los puntos de su pluma o aflorarían a sus labios.
Cuando llovía o faltaba el benévolo cicerone, el clérigo Rúa
cumplía su oficio de secretario. Ya redactaba el Diario del Viaje,
al dictado de Don Bosco o siguiendo anotaciones, para mandarlo
a la gran familia de Turín ; ya contestaba al correo de su maes-
tro ; ya pasaba al limpio, para la colección Lecturas Católicas un
Mes de María, empezado en Turín, y que Don Bosco terminaba
en Roma durante los ratos libres.
Para sacar algún partido y para ir formando pedagógicamente

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— 78 —
a su discípulo, el gran educador aprovechaba todas las ocasiones
para visitar Obras de Educación de la Juventud.
Al pasar por Genova se hospedaron en la Obra de los Peque-
ños Aprendices, que dirigía el sacerdote Montebruno.
En Roma había mucho más que ver.
Visitaron detenidamente la institución de Tata Giovanni,
Papa Juan, que tenía más de ciento cincuenta aprendices, los
cuales, como en los primeros tiempos del Oratorio, salían a tra-
bajar fuera de casa ; el Orfanato de San Miguel, con ochocientos
alumnos repartidos en diez talleres ; las Escuelas de la Caridad,
abiertas por las Conferencias de San Vicente de Paul para hijos
de obreros, y otros tres Centros, dirigidos por las mismas Confe-
rencias de San Vicente de Paúl.
Por donde pasaban observaban y tomaban nota, sobre todo
de los métodos de educación empleados. Alababan unos y lamen-
taban a veces otros, como puede apreciarse en esta página del
Diario de los dos viajeros, escrita después de su visita a las tres
instituciones antes dichas, el domingo 14 de marzo:
«Esta mañana he ido, en compañía del Marqués Patrizí, a visitar
un Oratorio. Los alumnos estaban reunidos en Santa María de la Enci-
na. Habría unos cuarenta jovencitos, cuyo porte nos hizo pensar en los
nuestros de Valdocco. No tienen prácticas de piedad nada más que por
la mañana : misa, confesión para los que están preparados, catecismo y
un sermoncito. Hay dos sacerdotes al frente : mientras el uno oficia, el otro
asiste. Las Conferencias de San Vicente de Paúl dan el catecismo y di-
rigen las oraciones. ¡ Qué lástima que, por la tarde, no tengan otra fun-
ción piadosa, con una platiquita que tanto bien haría a estos mu-
chachos!
Por la tarde, como este Oratorio no tiene patio, se junta con el de
San Juan de los Florentinos. Hasta entrada la noche funcionan los dos
juntos. Mas no hay ni sombra de práctica religiosa. Ciertamente la di-
versión aparta a los muchachos de los peligros de la inmoralidad, pero
es lástima que, por la tarde, no tengan una leccioncita de doctrina cris-
tiana. Los muchachos se divierten, pero no rezan. Un solo sacerdote,
preocupado por el alma de estos muchachos, haría un gran bien, tanto
más cuanto que estos chiquillos de Roma parecen muy bien dispuestos.

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— 79 —
Basta verles en derredor nuestro, escuchándonos, besándonos la manor
tanto a mí como a Rúa, el cual las escondía cuando le era posible, pero
terminaba por dejársela besar.
Al atardecer, siempre en compañía del Marqués Patrizi, cruzamos el
Tíber para visitar la institución de la Asunción. Muy simpática. Gran
patio, a propósito para jugar, al lado de la iglesia. Muchachos mayores,
ceremonias bien hechas; nos parecía estar entre nuestros amiguitos de
Turín. Tuvimos gran placer oyendo al director, padre Biondi, hacer la
plática, preguntando a continuación a los jóvenes para cerciorarse de
que le habían entendido. Daba la impresión de que estábamos en nues-
tra casa. Dos sombras en el cuadro : por la mañana no hay prácticas
religiosas, cada cual se arregla por sí mismo, y, además, pudiendo tener
cómodamente cuatrocientos muchachos, apenas si hay ochenta. Aque-
llos chicos simpatizaron tan de prisa con nosotros que nos acompañaron
durante bastante tiempo, y, dos de ellos, hasta la misma puerta de nues-
tra casa, que estaba a más de una hora a pie.»
j Maravillosa lección de cosas, las visitas a las instituciones
juveniles de Roma ! Con ellas confirmó Don Bosco a su discípulo
en la excelencia de los principios educativos aplicados en Turín.
Por entonces tenía ya trazadas las principales líneas de su pe-
dagogía. La duración de las buenas costumbres en un joven, está
en razón directa de su fe y su piedad, pensaba Don Bosco. Urge,
por consiguiente, asentar sólidamente la pureza de nuestros mu-
chachos sobre este doble cimiento. Hacer vivir al adolescente en
gracia de Dios, será siempre el sueño dorado de la educación cris-
tiana. Ahora bien, no podrá ser así sin el frecuente contacto con
la misericordia de Dios, que otorga el tribunal de la penitencia ;
sin la fuerza divina, que comunica la Eucaristía ; y sin la ayuda
del cielo que infaliblemente se alcanza con la oración y la devo-
ción a la Virgen Santísima. ¿Qué caminos seguir para alcanzar-
lo? Primeramente, apartamiento del pecado, con una vigilancia
paternal y constante, cariñosa y atenta ; después, envolvimiento
de la libertad juvenil con un ambiente permanente de alegría ; a
continuación, empleo de una disciplina que, sin comprimir, sin
ahogar la vida pujante de los tiernos arbolitos la permita mani-
festarse y desarrollarse ; finalmente, llegar a la conquista del co-

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— 80 —
razón de la juventud, haciéndose querer por los muchachos, rom-
piendo las barreras tradicionales que, más que el respeto, crean
la desconfianza.
Solo cuando el maestro tiene entre sus manos el corazón del
alumno, puede conducirle suavemente y con seguridad, sin gol-
pes ni sacudidas, hacia ese mundo sobrenatural de la salvación ;
a condición de que su piedad descanse sobre una base sólida de
doctrina cristiana.
Don Bosco no perdía ocasión para llevar a la práctica su teo-
ría. Hasta en Roma, a fin de instruir al clérigo Rúa y aún a otros.
He aquí tres hechos que manifiestan claramente su innegable efi-
cacia :
Al visitar la institución de San Miguel-in-Rippa, en seguida
comprendió Don Bosco el sistema de educación de aquella Casa.
Se practicaba a ultranza el método represivo. La presencia de
un superior hacía temblar a los alumnos ; el temor era el único
auxiliar del educador. «¡ Qué lástima !, pensó Don Bosco. ¡ Unos
muchachos tan cariñosos, vivarachos, tan fáciles a entregarse
como son estos chicos de Roma, y obligarles a estar tan encerra-
dos en sí mismos ! ¡ Ah , si yo pudiera convencer a estos buenos
sacerdotes cómo se equivocan
Dos minutos más tarde le presentó la Providencia una oca-
sión. Iba Don Bosco en compañía del Cardenal Tosti, protector
de la Institución, y de uno de los Superiores de la Casa, a atra-
vesar un pasillo para ir de un taller a otro, en el preciso momento
en que un muchacho se tropezó con el grupo. Bajaba a saltos del
piso superior, cantando y silbando. Al advertir la presencia de
tales personajes se le anudó la garganta y se detuvo avergonzado,
con la gorra en la mano y la cabeza baja. Si hubiera podido es-
conderse bajo tierra, lo hubiera hecho.
— ¿Qué modales son ésos? ¿Esto es lo que aquí se os ense-
ña? — dijo enojado el Director — . Vuelve al taller, luego nos ve-
remos .

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— 81 —
Y volviéndose a Don Bosco:
—Perdone, Don Bosco, si...
—¿De qué?—interrumpió Don Bosco mientras se alejaba el
muchacho—. Sí, ¿de qué? En efecto, no comprendo en qué pue-
da haber faltado este niño.
—Pero ¿no le parece una falta de respeto, ir silbando por
la casa?
—Tal vez, pero muy ligera, y..., además, involuntaria. Como
ustedes recordarán, San Felipe Neri solía decir a sus muchachos
en Roma: ((Estad quietos, si podéis; y si no podéis, gritad, sal-
tad ; pero, por favor, no pequéis» ; y esto es lo que importa. Tam-
bién yo, en ciertos momentos, en Turín, exijo un silencio perfec-
to. Pero cierro los ojos ante ciertas ligerezas. Además, dejo a los
míos en plena libertad de cantar y de gritar ; lo único que les re-
comiendo es que, al menos, respeten las paredes. Créanme, vale
más un poco de desorden que un silencio solapado e hipócrita.
Pero lo que más me molesta ahora es que ese pobre chico esté su-
friendo por mi culpa ; el rencor echará raíces en su corazón...
¿Por qué no vamos a consolarle?
Unos minutos más tarde entraban en el taller del muchacho
los tres visitantes. Don Bosco le llamó ; se acercó avergonzado,
con los ojos clavados en el suelo y confuso por su falta.
—Mi querido amigo—le dijo Don Bosco—, tengo una buena
noticia que darte ; acércate, acércate, no tengas miedo ; tu supe-
rior te lo permite—. Y cuando le tuvo junto a sí: —Está todo arre-
glado, ¿sabes?, pero con la condición de que serás un buen chi-
co y de que seremos amigos, ¿conformes? Toma esta medallita,
como recuerdo; me debes un Avemaria, ¿eh?
El muchacho, conmovido, tomóle la mano, se la besó con ca-
riño y levantando su rostro, en cuyos ojos se transparentaba su
alma, le dijo:
—Me la pondré al cuello y la guardaré siempre, como recuer-
do suyo.
Sus compañeros, que estaban ya al corriente de lo sucedido,
sonreían contemplando el inesperado desenlace y saludaban ca-

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— 82 —
riñosamente a Don Bosco al pasar entre sus filas, mientras el buen
Director hacía el propósito de no ser riguroso por naderías.
La lección impresionó, aunque no convenció al Cardenal Tosti*
quien, de allí a poco, volvió sobre el mismo tema. Don Bosco le
repitió el principio fundamental de su sistema de educación: «Es-
imposible educar la niñez sin ganarse antes su confianza, su
amor)).
—Y ¿cómo hacer para ganársela?—preguntó el Cardenal.
—Haciendo lo posible y lo imposible por acercarnos a los ni-
ños, rompiendo las barreras que les separan.
—Pero ¿cómo acercárnoslos?
—Acercándonos nosotros a ellos, Eminencia. Procurando ce-
ñirnos a sus gustos, haciéndonos semejantes a ellos. Vamos a verr
¿ por qué no pasamos de la teoría a la práctica ? ¿ En qué lugar de
Roma encontraríamos un grupo de muchachos?
—En la plaza de las Termas o en la plaza del Pueblo.
—Vamos a la plaza del Pueblo.
Dieron orden al cochero y diez minutos más tarde estaban en
la plaza. Bajó Don Bosco de la carroza y el Cardenal se quedó
en observación mirando por la portezuela.
Un grupo de muchachos jugaba. Se acercó a ellos Don Bosco
y echaron a correr todos. Su Eminencia pensó, tras los cristales:
¡ Vaya éxito !
Pero Don Bosco no se dio por vencido. Llamó a los mucha-
chos con palabras cariñosas y gestos bondadosos. Tras alguna
duda, muchos volvieron hasta él. Don Bosco les hizo regalitos,
les preguntó su nombre, por su familia, por su escuela, por sus
juegos. Cuando los más huraños vieron aquel cura bondadoso
entre sus compañeros, se acercaron. Y entonces Don Bosco les
dijo: —Ea, volved a empezar y dejadme jugar con vosotros—.
Y recogiéndose un poco la sotana se puso a correr con ellos. Ante
espectáculo tan poco corriente, acudieron, por los cuatro costados
de la plaza, otros jóvenes que por allí vagaban. Don Bosco aco-
gió a todos bondadosamente, les habló con amabilidad, les rega-
ló una medallita y les preguntó con sencillez si rezaban y si se
confesaban.

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— 83 —
Al acabar la partida, no le dejaban marchar ; pero él no qui-
so hacer esperar demasiado al Cardenal que aguardaba ; la prue-
ba estaba hecha. Entonces los muchachos, conquistados en un
cuarto de hora por el amor del sencillo sacerdote, le hicieron corte
de honor hasta el coche, que arrancó entre dos hileras de joven-
citos que aplaudían a rabiar.
—C^a visto Su Eminencia?—dijo entonces al Cardenal.
En efecto, el Cardenal había visto y admirado cómo, en unos
minutos, se había ganado a aquellos muchachos asustados. Siem-
pre sucedía lo mismo cuando Don Bosco se acercaba a un grupo
de jóvenes.
He aquí otro ejemplo, tan bonito como los otros dos.
Volvía, en compañía del Marqués Patrizi, de visitar por se-
gunda vez el Oratorio de Santa María de la Encina, y, apenas
atravesaron el Tíber, llegaron a una plazuela donde jugaban unos
chiquitos.
Corrió Don Bosco hacia ellos con una medalla en la mano.
—¿Quién la quiere?—repetía a aquella tropa que en un se-
gundo le rodeó.
—Yo, yo—exclamaron a coro los chiquillos.
—¡ Eh ! Sois demasiados para una sola medalla. Será para el
más bueno. ¿Quién es?
—Yo, yo—repitieron todos.
—Si todos sois igualmente buenos, estamos en el mismo lío,
hijos míos. Se la daremos al más malo... ¿quién es el peor de
vosotros ?
—Yo, yo, yo—gritaron de nuevo los chavales.
—No lo creo—exclamó Don Bosco—. No tenéis cara de serlo ;
yo creo que todos sois unos buenos muchachos, estoy seguro.
La alabanza cambió el sesgo de la conversación. Don Bosco
comenzó a preguntarles si iban a misa los domingos, a qué igle-
sia ; si iban al Oratorio del P. Biondi, etc. Al fin les dejó, reco-
mendándoles que fueran buenos cristianos y prometiéndoles que
volvería a pasar por la plaza para dar una medalla a cada uno.
Al encontrarse Don Bosco con sus compañeros, encantados

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— 85 —
go las Lecturas católicas, cuya colección me atrevo a ofrecer a Su
Santidad.
—Hermoso trabajo. Nunca fue más necesaria que hoy la edu-
cación de la juventud. Creo que hay en Turín otro sacerdote, Don
Bosco, que trabaja en el mismo campo que usted...
—Santidad, Don Bosco es un servidor. En las listas de la au-
diencia han cambiado mi nombre.
Sonrió el Papa ante el error del Protocolo, y en seguida, mu-
cho más comunicativo y alegre, le dijo:
—¿Y qué hace usted en su Oratorio?
—De todo un poco, Santidad. Celebro misa, predico, confie-
so, doy clase ; y a veces hasta preparo la sopa y barro las habi-
taciones.
En los labios de Pío IX se dibujó una sonrisa, y le preguntó
cuántos muchachos tenía y cuántos clérigos y sacerdotes le ayu-
daban y colaboraban en la redacción de las Lecturas católicas.
Luego, volviéndose hacia su compañero, dijo:
—Y tú, hijo mío, ¿eres ya sacerdote?
—Todavía no, Santidad ; estudio tercer curso de teología.
—¿Qué tratados estudiáis ahora?
—Bautismo y Confirmación.
—Oh, ese es el más fácil de todos.
En aquel momento, un recuerdo surgió en la mente del Papa:
—Ah, ¿no es su Oratorio el que en 1849, cuando tuve que ir
a Gaeta, hizo una colecta por el Papa, que alcanzó, según me pa-
rece, los 33 francos y 65 céntimos?
—Sí, Santidad. Y nuestros jóvenes siguen tan unidos como
entonces a la Silla Apostólica. Precisamente son ellos los que han
encuadernado para Su Santidad esta colección de Lecturas cató-
licas.
—¿Cuántos tiene?
—Doscientos internos ; quince aprenden de encuadernadores.
—¡ Bravos muchachos ! Voy a regalarles una medallita.
Pasó a la habitación contigua y volvió con quince medallas
de la Inmaculada Concepción.
—Aquí tiene—dijo Pío IX—, una para cada uno de los en-

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— 86 —
cuadernadores. Esta otra para su compañero—añadió, ofreciendo
una mayor al clérigo Rúa.
Después, volviéndose a Don Bosco y entregándole un estuche
que contenía otra aún mayor, le dijo:
—Y ésta para usted.
Los dos se pusieron de rodillas para recibir el regalo.
A levantarse, dijo Don Bosco a Pío IX:
—Santo Padre, quisiera decirle algo especial.
Entonces salió Rúa, y el Papa y su fiel servidor reanudaron la
conversación.
—Me parece—exclamó Pío IX— que usted ha empezado mu-
chas obras. ¿Qué sería de ellas si usted muriese?
Don Bosco la cazó al vuelo y respondió:
—Precisamente, Santidad, he venido a Roma para hablar de
este asunto. Desearía que Su Santidad me ayudase a fundar una
Congregación, de acuerdo con los tiempos actuales.
Y le explicó brevemente su manera de pensar.
—Escriba las Reglas de esa Sociedad Religiosa— le respondió
Pío IX, que había escuchado con grande atención—. Redáctelas
de acuerdo con ese modo de pensar. Por un lado es necesario que
ningún Gobierno pueda, por muy imbuido que esté de los princi-
pios modernistas, molestar su Congregación ; y por otro, sus miem-
bros deberán estar unidos al superior no por una promesa, sino por
los votos, votos simples, se entiende. Hay que servirse de esta
fuerza, para tener atados a los subditos. En fin, que las Reglas
de esta Sociedad (porque ya la llamaría más bien Sociedad que
Congregación) sean de fácil observancia ; que ningún hábito dis-
tinga a sus religiosos ; que sus prácticas de piedad no llamen la
atención del mundo. Resumiendo: que cada Salesiano sea un
religioso dentro de la Iglesia de Jesucristo, y un ciudadano más
en el mundo, con todos sus derechos. No es un problema de fá-
cil solución, pero estudíelo y vuelva a presentarme el fruto de su
trabajo.
La audiencia terminó.
Llamó de nuevo Don Bosco a su compañero de viaje y, de ro-
dillas los dos a los pies de Pío IX, recibieron la bendición que el

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— 84 —
todavía de la escena que acababan de contemplar, le preguntó
Patrizi:
—¿Qué ha hecho de la medalla?
—Aquí está—respondió Don Bosco.
Sin ningún regalo, sólo con mezclarse entre los niños, ponién-
dose a su nivel con familiaridad de buena ley, había ganado su
corazón. ¡ Era su prodigioso talento de educador, que triunfaba
lo mismo en Roma que en Turín !
Don Rúa contemplaba todas aquellas cosas en silencio y las
guardaba en su corazón.
Ya hacía quince días que nuestros viajeros se paseaban por
Roma, aumentando sus conocimientos al contacto de tantos re-
cuerdos y tantas Obras, cuando recibieron aviso para la audien-
cia pontificia. La había solicitado Don Bosco en su visita al Car-
denal Antonelli, Secretario de Estado de Su Santidad, y se la
concedían para el 9 de marzo, a las once.
Un poquito antes, Padre e hijo franquearon la Puerta de
Bronce y, atravesando el patio de San Dámaso, llegaron a los
Salones Pontificios. Aún tuvieron que esperar hora y media, por-
que aquella mañana había numerosas audiencias, hasta ser lla-
mados. Un pequeño incidente precedió su entrada: el guardia
noble que anunciaba, sea que se equivocase, sea que estuviera
mal escrito, dijo: Sacerdote Bosser. Entendiendo se trataba de
él, Don Bosco avanzó.
Tras las genuflexiones de protocolo, los dos peregrinos, llenos
de emoción, llegaron a los pies de Pío IX, el cual les mandó le-
vantarse.
—¿Usted es piamontés?—preguntó.
—Sí, Santidad. Y hoy al acercarme a Su persona, tengo la
más grande alegría de mi vida.
—¿ A qué se dedica usted en su tierra ?
—A la instrucción de la juventud ; además, escribo y propa-

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— 87 —
Pontífice formuló así: Benedictio Dei Omnipotentes, Patris, et Filii
et Spiritus Sancti descendat super te, super socium tuum, super
tuos in sortem Domini vocatos et benefactores tuos et super omnes
pueros tuos et super omnia opera tua, et maneat nunc, et sem-
per, et semper, et semper. ((Que la bendición de Dios Todopo-
deroso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre ti, sobre
tu compañero, sobre tus llamados a la viña del Señor, sobre tus
bienhechores, sobre todos tus niños y sobre todas tus obras, y
permanezca siempre, y siempre, y siempre.»
Le bendición del Papa, dividida entre el padre y el hijo pre-
ferido, seguía, según se ve, cumpliendo la predicción de Don
Bosco.
Doce días más tarde, el 2] de marzo, obtuvo Don Bosco una
segunda audiencia, en la cual le cupo la suerte de poner en ma-
nos del Pontífice el manuscrito de las Reglas, corregidas de
acuerdo con las directivas recibidas. Aquella entrega era el primer
paso oficial para alcanzar de Roma la aprobación de la Sociedad
y de sus constituciones.
El 6 de abril fue el de la audiencia de despedida. Durante ella
el Papa se mostró extraordinariamente bondadoso. Fue a las nue-
ve de la noche, acompañado de su inseparable compañero, y se
vio colmado de atenciones por el Santo Padre. Pío IX metió las
manos en su limosnera y le entregó un puñado de monedas de
oro, con encargo de que diera una buena merienda a sus mucha-
chos del Oratorio de Turín. Le otorgó cuantos favores e indul-
gencias había pedido y, finalmente, le devolvió el manuscrito de
las Reglas de la futura Congregación, leído de cabo a rabo, y con
acotaciones de su puño y letra.
—Preséntelo—le dijo—al Cardenal Gaude, que se encarga-
de su examen y aprobación.
Así lo hizo Don Bosco. Pero antes retocó el texto de acuerdo
con las indicaciones del Papa ; y Don Rúa volvió a copiar, de
nuevo, el manuscrito con su magistral caligrafía. Fue su último
trabajo de secretario en la Ciudad Eterna.
Ocho días más tarde, el 14 de abril, tomaron el vapor en Ci-
vitá-Vecchia. Con mar tranquila llegaron el 15 a Genova, para

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— 90 —
rechos a nuestro corazón, porque advertíamos que sus palabras nacían
de un gran amor por nuestras almas.»
La Congregación Salesiana, todavía en mantillas, aún no ha-
bía sido aprobada por Roma ; por consiguiente, el clérigo Rúa
no podía ordenarse más que a título diocesano. Debía, en conse-
cuencia, presentar un patrimonio suficiente. ¿Dónde encontrar-
lo? Don Bosco no podía de ningún modo prestarlo, pues no te-
nía más riquezas que su propio trabajo ¡y... sus deudas !
Lo halló en el Conde Rodolfo de Maistre, el cual garantizó
su patrimonio apenas se lo pidió Don Bosco, ya que perduraba
todavía en él la gratísima impresión que el joven clérigo le había
dejado, mientras fue su huésped en Roma.
Don Rúa, agradecido a tanta bondad, escribió al bienhechor,
el cual le respondió desde Beaumesnil, en Normandía de Fran-
cia, felicitándole ((por su entrega a Dios en el momento más so-
lemne, el de la prueba y la persecución)).
Salvada esta última dificultad, el clérigo Rúa podía ya subir
al altar. El día 28 de julio, en el pueblecito de Caselle, cerca de
Turín, Monseñor Balma impúsole las manos y le ordenó sacer-
dote.
La víspera, por la tarde, llegó Don Rúa con dos compañeros
a la casa del Barón Bianco de Barbania, uno de los mejores bien-
hechores de Don Bosco.
A la mañana siguiente advirtieron los criados, al limpiar la
habitación, que el huésped no había deshecho la cama.
<(—Es un santo—dijeron luego al Barón—. No ha dormido en
toda la noche. ¡ Seguro que ha estado rezando todo el tiempo !
—No me extraña—replicó el Barón—. Es alumno de Don
Bosco, y está todo dicho.))
El día 30 de julio celebró su primera misa en el Oratorio de
Valdocco. ¡ Imagínese con qué fervor !
Uno de sus compañeros, Cerruti, dice:
((Me parece verle celebrando su primera misa. Le recuerdo,
como si fuera ayer mismo, con su porte recogido al salir al altar ;
con aquel aire radiante al consagrar el Pan Eucarístico, y su ros-

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— 91 —
tro inflamado, como el de un serafín, al descender para ofrecer-
nos la Hostia santa.»
El domingo siguiente, fiesta de Nuestra Señora de las Nieves,
toda la Casa celebró con entusiasmo el suceso. A su paso, a su
aparición no se oía más que «¡ Viva Don Rúa !». Todas las ban-
deras, gallardetes, estandartes y trapillos que la pobre casa tenía,
colgaban de los balcones o se balanceaban entre los árboles. Los
jóvenes del Oratorio del Santo Ángel, con los que Don Rúa ha-
bía trabajado tanto, aumentaron la alegría de los 500 internos de
la Casa con su presencia, sus gritos y sus vivas. Reinaba alegría
universal. Había regalos de todo orden. Llamaba la atención el
de su madre: una cama de hierro. El no quería aceptarlo dicien-
do: ((Es demasiado buena y bonita para mí» y tuvo que impo-
nerse Don Bosco para que la llevaran a su miserable buhardilla.
Cantó la misa asistido por Don Bosco. ¿Quién estaba más
contento, el hijo, que llegaba a la cumbre del sacerdocio después
de diez años de rudo trabajo y obstinada constancia, o el padre
que ponía todas sus complacencias en su Miguelín, que, ya sacer-
dote, iba a compartir con él las más graves preocupaciones y los
sueños más ardientes? Era difícil adivinarlo.
Después de vísperas, hubo una veladita músico-literaria, en
la que todos pudieron manifestar sus propios sentimientos de
cara al neosacerdote. Sus compañeros de fatigas y madrugones
hicieron el gasto. Cagliero acompañó al piano algunas romanzas
de su repertorio. Francesia leyó una magnífica oda, cuyas estro-
fas evocaban los méritos del festejado y el fecundo apostolado
que le esperaba. Los chiquitos rivalizaron en hipérboles para ma-
nifestar al asistente general su cariño. En una de las felicitacio-
nes dijeron ((que era el modelo de la juventud, ejemplo de semi-
naristas, émulo de Domingo Savio» muerto en olor de santidad
tres años antes. En otra (¡siempre en tono mayor!) le compara-
ban ((con San Pedro, por su amor a Jesucristo ; con San Juan, por
su avidez de las cosas del cielo ; con San Luis Gonzaga, por la
pureza de su vida ; con San Bernardo, por su amor a la Virgen,
y con Don Bosco, por su entrega a la juventud».
Desde muy cerca asistía la señora Rúa a la fiesta, sin casi po-

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— 96 —
seo de unirse al gran educador fue creciendo en su alma. Aguardó
aún dos años, hasta que, vencido por las instancias y razones de
Don Bosco, se presentó a él en 1854.
Inmediatamente puso Don Bosco en sus manos la disciplina
y administración de la Casa. Don Alasonatti cumplió con escru-
pulosidad la doble carga. Era naturalmente austero consigo mismo
y severo para con los demás. Pequeño, seco, de cara angulosa y
huesudo, abstraído y poco comunicativo, parecía nacido para pre-
fecto de disciplina. Sacerdote modelo, con un espíritu de sacri-
ficio extraordinario y una piedad angelical, exigía a los demás,
y con el mismo rigor, lo que a sí mismo se imponía. Con el ejer-
cicio de maestro en la escuela de Avigliana había aumentado su
rigorismo.
En el Oratorio le respetaban todos, pero se apartaban de el
Era el mismísimo reglamento en persona. No sabía reír. Don Bos-
co intentó muchas veces lograrlo ; trabajo perdido. Es difícil
cambiar a los cuarenta y dos años.
Los dos meses que Don Bosco estuvo en Roma, fueron fata-
les para el ambiente de la Casa. A pesar de las recomendaciones
de su superior y del continuo recuerdo de la consigna que le dejó
al partir, Don Alasonatti, dejándose arrastrar por su natural se-
vero, puso en el Oratorio una disciplina militar. Cuando Don
Bosco partía en febrero de 1858, dejó una familia; a su vuelta
se encontró con un cuartel.
Poco a poco, tuvo que rehacer la atmósfera de cordialidad, ex-
pansión y alegría en que quería ver siempre envuelta la vida de
sus hijos y luego aguardó pacientemente la hora soñada, la orde-
nación de Don Rúa. Con las riendas del mando en las manos de
su discípulo se podía él ausentar o dedicarse a otras necesidades
apremiantes dentro de casa, porque todo marcharía bien. Y no se
equivocó.
Don Rúa se posesionó de sus cargos con todo el entusiasmo ;
y en seguida comenzó a reinar en aquella bulliciosa colmena mo-
vimiento y orden, alegría y disciplina, alboroto y aplicación.

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— 127 —
solamente entonces, parece que se acordó de Don Rúa. Apenas el
enfermo se dio cuenta de su presencia.
«—Oh, Don Bosco—le dijo—si ha llegado mi última hora^
no tenga reparo en decírmelo ; estoy preparado para todo.
—Mi querido Don Rúa—replicó el Santo—, no lo quiero,
¿entiendes?, no quiero que te mueras. Aún tienes mucho que
hacer.»
Y le bendijo.
A la mañana siguiente, después de misa, de nuevo estaba Don
Bosco junto a su hijo, consolándole y entreteniéndole con algunas
bromas. El médico, que seguía con ansiedad el desarrollo de la
peritonitis, había perdido toda esperanza y lo dijo claramente.
—Quizá es aún más grave de lo que usted dice, doctor—re-
plicó Don Bosco— ; pero Don Rúa debe curar ; tiene mucho que
hacer a mi lado.
Y al ver sobre la mesa la cajita de los Santos Óleos, preguntó:
—¿Qué es eso?
—Son los Santos Óleos para la Extremaunción.
—¿La Extremaunción? ¿Para quién?
—Para Don Rúa.
—¿A quién diantre se le ha ocurrido?
—A mí, Don Bosco—dijo adelantándose el clérigo Savio—.
Si usted le hubiera visto ayer tarde... ; daba lástima ; si hasta el
médico...
—Hombres de poca fe—interrumpió el Santo—. Óyeme bien,
Don Rúa—dijo entonces en tono gracioso al enfermo—, óyeme
bien ; aunque te tiraran por la ventana abajo, tal como estás, no
te morirías.
Y así fue ; unos días más tarde, pese a los pronósticos de la
ciencia, estaba fuera de peligro. La bendición de Don Bosco dio
sus frutos y las oraciones de todos los de casa fueron oídas.
En efecto, apenas supieron los alumnos que la vida de Don
Rúa estaba en peligro, organizaron turnos en la capilla. Su ora-
ción no paraba. Su cariño por Don Bosco no les permitía verle
sin su colaborador ; frente al peligro que le amenazaba, demos-
traban el aprecio y amor que, tal vez sin advertirlo, nutrían por

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CAPÍTULO XI
LA EDAD DE ORO DE UNA CASA
Con impaciencia había aguardado Don Bosco el día de la or-
denación sacerdotal del discípulo preferido. Deseaba ardiente-
mente lanzar al apostolado al colaborador formado con tantos cui-
dados.
Al comienzo de octubre de 1860, confió a Don Rúa (1) la di-
rección general de los estudios y la responsabilidad moral de to-
dos los alumnos. Así, como Prefecto de Estudios y Director Es-
piritual, podría llenar cumplidamente sus ansias de apostolado.
Hasta entonces había tenido Don Bosco un excelente auxiliar
en Don Alasonatti, sacerdote de la diócesis de Turín, que pro-
videncialmente se le unió en 1854. Había nacido en Avigliana,
bonito pueblecillo, próximo a la ciudad, a orillas de dos lagos de
los Alpes. Pertenecía a una familia acomodada y había renun-
ciado al ministerio parroquial para entregarse a la educación de
la juventud en su propio pueblo, como maestro municipal.
Don Bosco le conoció en 1850, con motivo de los primeros
Ejercicios Espirituales cerrados que hizo con sus aprendices. Se
los llevó, a más de ciento, al Seminario Menor de Giaveno y el
último día les condujo hasta Avigliana. En la terraza del Santua-
rio de Nuestra Señora de los Dos Lagos preparó Don Alasonatti
el desayuno de aquellos muchachos que le robaron el corazón con
su animación y alegría. Dos años más tarde, con idéntico motivo,
volvió a encontrarse con Don Bosco y su familia adoptiva ; el de-
(1) Así, Don (con n y no con m) llaman en Italia a los sacerdotes. Y así llama-
remos nosotros también a nuestro héroe durante todo el relato.

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— 97 —
Fue aquella la edad de oro de la Casa.
Tres rasgos la distinguieron: el aumento de alumnos, la atmós-
fera sobrenatural que envolvió las almas y el ansia de santidad que
contagió a aquellos jóvenes.
En julio de 1861 se examinaron ante Don Picco y el señor Bon-
zanino, los amigos de siempre de la Obra, trescientos diecisiete
alumnos de humanidades. En 1862 alcanzaron a 34] y en 1863
llegaron a 360. Y en la sección de aprendices, con los talleres en
plena actividad, eran poco más o menos los mismos. El espíritu
reinante en la casa era la mejor propaganda para los padres.
Y es que allí imperaba el Evangelio ; el cumplimiento del de-
ber y la alegría ; el temor de Dios y el trabajo ; la piedad y la ca-
ridad ; el celo y la pureza, sostenidos e iluminados por pensamien-
tos de Fe.
Cada cual atendía a su deber, lo mismo en la clase que en el
taller. Ni una sola cabeza se movía en el estudio, aunque asomase
una visita ; podía el vigilante ausentarse unos minutos y seguían
las frentes inclinadas sobre los libros. Y todo esto en absoluta es-
pontaneidad.
En el patio había un bullicio sin par. Diez, quince, veinte ani-
madas partidas corrían de aquí para allá. Los que no jugaban pa-
seaban con sus asistentes. De vez en cuando, rompiendo la con-
versación o en el descanso de los juegos, se veía a los muchachos
que corrían a hacer una visita ante el Sagrario.
El espectáculo que ofrecía la iglesia aún era más edificante. A
diario, por la mañana y por la tarde, el confesonario de Don Bos-
co estaba asediado por los muchachos ávidos de vivir en gracia de
Dios. Las comuniones resultaban interminables.
Un testigo de la época, el niño Ballesio, que llegó a ser canóni-
go de Moncalieri, escribía, veinticinco años más tarde:
«Muchos de nuestros compañeros eran más que buenos, excelentes;
modelos acabados de piedad, de trabajo, de dulzura y de penitencia;
eran ejemplos vivos y atrayentes. Aquellos jóvenes no hubieran come-
tido un pecado mortal ni por todo el oro del mundo; su devoción, sóli-
da y tierna a un mismo tiempo, tenía algo de maravilloso. ¡Cuántas

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bando con su mirada y con su palabra, sosteniéndoles con su ter-
nura, estaba Don Bosco.
«El era el alma de la Casa, ha escrito uno de sus hijos de otrora.
Aún me parece verlo, sonriendo dulcemente en medio de sus hijos, bajo
el pórtico, o en medio del patio; a veces, sentado por el suelo, cercado
de siete u ocho círculos de niños vueltos hacia él, como flores abiertas
hacia el sol.»
A su lado, en la sombra, estaba Don Rúa, artífice eficaz de
aquella florescencia de virtudes. Don Bosco pensaba y dirigía ;
Don Rúa lo realizaba. Mantenía la disciplina y, en calidad de di-
rector espiritual y antiguo presidente de la Compañía de la In-
maculada, esparcía espíritu animador. Estaba presente en todas
partes para guardar el orden y mantener la disciplina. Se ocupa-
ba de todo.
Sin embargo, su humildad y su modestia eran tales que nadie
hubiera advertido que él estaba al frente de aquella organización.
Tenía el don de disimular su trabajo y hasta sus éxitos. Todo lo
atribuía a su maestro, Don Bosco. Cargaba sus hombros para des-
cargar los del padre y asumía papeles ingratos para dejarle hacer
cumplidamente de padre.
Si por un solo día se hubiese ausentado, se hubiera advertido
el peso que su frágil naturaleza había asumido, a más de las cla-
ses que daba, del repaso de la Teología para obtener licencias de
confesión, de los sermones que Don Bosco le hacía predicar a
treinta y seis comunidades, de las Lecturas católicas que casi di-
rigía y de la correspondencia de Don Bosco, que despachaba en su
ausencia.
***
En un lugar separado de la fábrica marcha el motor que da
fuerza, luz y calor. Muy pocos advierten su proximidad, aunque
es el alma del taller.
Así era Don Rúa.
Trabajaba en la sombra, pero su acción era poderosa.

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CAPÍTULO XII
IN LABORE REQUIES»
(Descanso en el trabajo)
Estaba escrito que el celo dominical de Don Rúa se desplega-
ría en los tres Oratorios salesianos abiertos por Don Bosco en Tu-
rín. Se entregó primero al Oratorio de San Francisco de Sales,
en donde entró el 1847, a los diez años; más tarde, siendo clé-
rigo, prestó sus servicios, allá por el año 1854, en el Oratorio de
San Luis Gonzaga, junto a la Estación Central; y, finalmente, el
1860, le rogó Don Bosco que se ocupara del Oratorio del Ángel
de la Guarda.
Estaba este Oratorio en el barrio de Vanchiglia, al Este de la
ciudad. Era un arrabal en formación, con grandes solares, casi-
tas humildes y granjas de hortelanos.
El sacerdote Murialdo, amigo y colaborador de Don Bosco,
estuvo al frente del mismo desde sus comienzos, pero atacado por
una enfermedad incurable, terminó por no poder atenderlo con
asiduidad. Era necesario un ayudante que asumiese casi toda la
responsabilidad. Y Don Bosco puso a Don Rúa in labore requies.
Este era su descanso dominical, tras las duras jornadas de toda
la semana.
Don Rúa no sabía hacer nada a medias. Así es que, apenas
comenzó, puso las ruedas que faltaban en aquella Obra. Fundó
las Conferencias de San Vicente de Paúl, para así llegar hasta
el seno de las familias pobres del barrio. Y, además, la Compa-
ñía de San Luis Gonzaga, para seleccionar entre el montón de sus
oratorianos un grupo que comulgase quincenalmente, lo que era

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palpar el gran bien que allí se hacía y hasta prever los frutos. Un
día, para consolar al Arzobispo, desterrado en Lyón, le escribió
una carta a la que Monseñor Fransoni contestó con estas frases
halagadoras:
«Me gustan mucho las agradables noticias que me da del Oratorio
de San Francisco de Sales y sus múltiples secciones. Y también me gozo
con las de su segundo Oratorio de San Luis Gonzaga. Pero más me sa-
tisfacen los resultados obtenidos en su tercera obra, en el barrio de
Vanchiglia, aunque no lleguen a los de las otras dos. Se advierte un
gran progreso desde que Don Rúa está al frente. ¡ Bendito sea Dios!»
¿Se puede imaginar el cansancio de un domingo así, en el
Oratorio? Resultaba el más agotador de la semana. Era un tra-
bajo de roturación en medio de almas totalmente abandonadas,
algunas de las cuales oían hablar de Dios por vez primera. Pero
quizá por eso mismo, por la novedad del mensaje que les llevaba
aquel joven sacerdote y por los sacrificios que se imponía, su pa-
labra daba el treinta, el sesenta y, a veces, el ciento por uno. En
el mismo lugar por donde ayer vagaba un rebaño en busca de
pastor, despertaba ahora a la luz una nueva cristiandad.

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CAPÍTULO X11I
LOS VEINTIDÓS PRIMEROS SALESIANOS
Por diciembre de 1859 había puesto Don Bosco los cimientos
de una Sociedad religiosa, Dieciocho candidatos —Don Alaso-
natti, sacerdote ; un diácono; el subdiácono Miguel Rúa ; trece
clérigos y un lego— aceptaban la forma de vida que les proponía
y estaban decididos a seguirle a donde quisiera.
Su decisión fue tan firme que, seis meses después, los dieci-
séis novicios, instigados por Don Rúa, firmaban esta promesa
formal:
«Si desgraciadamente, dadas las actuales circunstancias, no pudié-
ramos ligarnos con los santos votos, cada uno de nosotros, doquiera nos
podamos encontrar, aun dispersos por el mundo, se compromete, aún
cuando no quedaran más que dos de los presentes, o uno sólo, a tra-
bajar por reconstruir esta Sociedad y observar sus Reglas en cuanto le
fuera posible.»
Con tales sentimientos, parecía que aquellos jóvenes estaban
ya maduros para el paso definitivo de la emisión de los santos
votos. Pero Don Bosco no lo creyó oportuno y siguió formando
su alma durante dos años más, a su estilo y según su espíritu.
Persuadido estaba que labraba las piedras fundamentales, y como
quería que su edificio resistiese las tempestades y los años, las
tallaba despacio, con todo cuidado y cariño. Por fin, el miércoles
14 de mayo de 1862, creyó llegada la hora de recoger para el
servicio de Dios y de la juventud aquellas buenas voluntades im-
pacientes. En la humilde habitación, testigo de sus reuniones se-
manales, los 22 primeros discípulos del Santo, emitieron sus pri-

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CAPÍTULO XIV
DIRECTOR, A LOS VEINTISÉIS AÑOS
Recordemos la idea principal de la alocución de Don Bosco
en la noche del 14 de mayo de 1862: Dios bendice nuestro es-
fuerzo y quiere que sigamos adelante. Un suceso rubricaría su
afirmación un año más tarde, y precisamente en octubre de 1863.
La Sociedad Salesiana no había salido hasta la fecha de la
ciudad que la vio nacer ; desde este año empezaría a enjambrar
fuera de Turín.
En 1862 habían ofrecido a Don Bosco unos terrenos y una
casa para establecer su obra en Mirabetto, población del Monfe-
rrato, a 14 kilómetros de Cásale y 18 de Alejandría, totalmente
cercada de viñedos. Aunque el terreno era amplio, la casa valía
muy poquita cosa. Don Bosco determinó derribarla y construir en
su lugar un edificio para un centenar de alumnos, con la idea de
que la mayor parte pretendiesen ser sacerdotes. Al igual que en
muchas otras diócesis del Norte de Italia, había en la de Cásale
gran escasez de vocaciones. Los vientos anticlericales que por
doquier soplaban, las ahogaban en germen. Las familias se ne-
gaban a entregar sus hijos para el altar cuando alguno de ellos,
por casualidad, lo deseaba.
Monseñor Calabiana, Obispo de Cásale, aprobó la idea, ape-
nas se la propuso Don Bosco. Así que en el mismo otoño de 1862
comenzó la construcción, que quedó terminada en un año.
De acuerdo con el señor Obispo, la fundación se llamó Semi-
nario Menor, bajo la protección de San Crisóstomo. En efecto,
la realidad respondía al título, con el cual, además, se ponía al
abrigo de todos los enredos oficiales. La finalidad de la casa era

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— 110 —
aumentar las filas del clero, por consiguiente, escapaba a toda ins-
pección académica.
Quiso, sin embargo, por precaución, que la mayor parte de
los profesores destinados a aquel colegio tuviesen diploma del
Estado. Precisamente aquel año, ante la escasez de profesores, el
Ministerio de Educación Nacional se vio obligado a dar exámenes
extraordinarios a fines de septiembre. Sin ningún título previo,
sin haber acudido a clase durante cuatro años a la Universidad,
todos los que estuvieran bien preparados podían, si aprobaban
aquellos exámenes, obtener el diploma de profesor.
Había que aprovechar la ocasión. Don Bosco empujó a cinco
de los suyos, Rúa a la cabeza, para que la atrapasen. Durante las
vacaciones se prepararon concienzudamente los futuros maestros
del Seminario Menor de San Carlos de Mirabello.
Estaban rendidos del curso, pero era Don Bosco quien les pe-
día aquel sacrificio y no dudaron un momento. Arrastrados por
el ejemplo de Don Rúa, a pesar del calor sofocante del verano
y sin dejar ninguna de sus ocupaciones ordinarias, se presentaron
a exámenes.
Todos salieron bien, pero Don Rúa estuvo sobresaliente.
En el examen práctico de Pedagogía le pidieron que hiciese un
resumen de la geografía general de Palestina. No le podían ha-
ber preguntado nada mejor. El antiguo alumno de Sagrada Es-
critura de Don Bosco, hizo una maravillosa descripción. Se situó
en el país de Jesús, como si estuviera en su propia tierra, paseó
el auditorio de Judea a Galilea, atravesando Samaría; recorrió
con ellos, de Norte a Sur, el río Jordán, describiendo con alegría
y precisión los dos grandes lagos que encontró a su paso, el de
Genesaret y el Mar Muerto ; marcó las fronteras exactas de aque-
lla bendita tierra por todos los costados; en fin, estuvo deslum-
brador. Uño de los miembros del Jurado, el abate Rayneri, pe-
dagogo consumado, decía unos días más tarde: ((Don Bosco de-
bería obligar a doctorarse a ese joven sacerdote. Su lección ha
sido maravillosa».
#**

11.7 Page 107

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Así es que nadie se extrañó al verle nombrado director del
segundo establecimiento salesiano. Don Bosco le dio por ayudan-
tes a cinco clérigos, de los cuales, sólo Pro ver a le aventajaba en
un año. Bonetti tenía veinticinco, y los otros tres, Albera, Cerrutti
y Belmonte, apenas si llegaban a los veinte. El único sacerdote
era Don Rúa. Su madre fue con él para cuidarse de la ropería y
fue, durante siete años, la Providencia viviente de aquel colegio.
Se abrió la casa el 20 de octubre de 1863.
Para asegurar los comienzos, envió Don Bosco algunos de los
mejores alumnos de Turín, que fueran como la levadura de la
masa.
Antes de marchar entregó a Don Rúa cuatro páginas con
unos consejos preciosos, marcados con tal sello de la mayor sa-
biduría, que traspasando los límites circunstanciales se extienden
a todos los tiempos y lugares. Don Rúa los encuadró cuidadosa-
mente y los tuvo ante sus ojos toda la vida, en su despacho.
He aquí algunos:
«—Nada te turbe.
Evita las privaciones en la comida y no duermas menos de sei$
horas. Es necesario para la salud y para trabajar por el bien de las
almas.
—Cada mañana, la meditación y cada día, la visita a Jesils Sacra-
mentado.
—Hazte querer más que temer.
—Si acusan a alguien, infórmate bien antes de tomar una decisión*
Muchas veces la viga se convierte en una pajuela.
—Haz de modo que a tu personal no le falte el alimento ni el des-1
canso. Repara en el cansancio de tus hermanos. Si cayeren yen/ermo^
o se indispusieren, que les suplan en seguida.
—Habla a menudo, en público o en privado, con tus hermanos. Vi-
gila para que no estén sobrecargados de trabajo-, qiie no les falte nada;
ni ropa ni libros. Observa si andan tristes, o enfermos., o preocupados
con sus alumnos. Remedia sus necesidades apenas las conozcas.
—-Vigila la puntualidad de tu personal, y que todos vayan a recree*
con los alumnos.
—Reúne, de vez en cuando, a los profesores, a los asistentes, a los
jefes de grupo y recomiéndales que impidan las malas conversaciones
y que alejen los libros, grabados y alumnos peligrosos para la pureza
de costumbres.

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— 112 —
Haz recreo con los alumnos siempre que puedas y aprovecha ese
momento para decirles alguna palabrita al oído.
—Funda la Compañía de la Inmaculada Concepción, pero deja la
dirección en manos de los mismos socios.
—La bondad y la cortesía deben ser las virtudes caracteríticas de un
director, cara a los de dentro y cara a los de fuera.
—Frente a una dificultad material., cede cuanto puedas, aún a pre-
cio de perder; lo importante es conservar la caridad.
—Si se trata de dificultades de orden espiritual o moral, entonces
hay que resolver el conflicto en favor de la mayor gloria de Dios y la
salvación de las almas. Todos los derechos se deben sacrificar a este
doble bien: compromisos, exigencias del amor propio, gustos persona-
les, caprichos, hasta el propio* honor.»
Al leer estos consejos se advierte en el espíritu de quien los
escribió el miedo a que los pocos años del director pasaran junto
a la necesidad, el sufrimiento físico o moral, las penas, sin ad-
vertirlos. ¡ Se piensa tan poquito en las penas de los otros a los
veinte años ! En esa edad, desbordante de salud y actividad, ¡ se
llega tan difícilmente a comprender, a palpar ciertas dificulta-
des, a veces trágicas, en las que tropiezan las almas débiles e in-
expertas ! Y, sobre todo, ¡ se piensa tan poco en la dificultad de
la propia juventud para ganarse la confianza de los subditos, tan
necesaria para el buen gobierno de una casa !
El espíritu práctico de Don Bosco lo preveía todo ; por eso, con
prudencia, acentuaba la paternal solicitud que un buen director
salesiano debe poseer.
Don Rúa recibió estos consejos con alegría y se ingenió para
ponerlos en práctica con docilidad filial. Lucerna pedibus meis
üerbum tuum. Las palabras de su maestro fueron, ciertamente,
la luz que guió sus pasos durante sus dos años de directorado.
Triunfó en toda la línea.
Y su éxito, atestiguado por todos, fue debido al empeño pues-
to en reproducir en Mirabello lo que había visto en Turín ; a su

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— 113 —
constante preocupación para que la piedad fuera la base de la
vida colegial, a su vigilancia continua, a su bondad paternal.
Procuró hacer de la casa un centro de protección y, sobre
todo, de transformación. Para obtenerlo quiso que los alumnos
encontrasen dentro de sus muros alegría serena, fruto de la paz
de la conciencia, y sostenida con todas las industrias que su celo
inventaba ; disciplina, suave y no exagerada, que admitía un cier-
to margen de libertad ; superiores convertidos en padres, en her-
manos mayores que se mezclaban con sus alumnos en toda suerte
de juegos, de cuidados y ocupaciones, demostrándoles plena con-
fianza y ganándoselos de mil modos ; no soñando más que en
crear en su derredor ese ambiente de familia tan necesario para
el desarrollo del hombre ; fusión de corazones y cariñosa vigilan-
cia que adivinara las penas más secretas del alma para aliviarlas
a tiempo; y, por encima de todo esto, o mejor, envolviéndolo
todo, vida de piedad profunda y concienzuda, de la cual sacasen
los adolescentes, según su edad y temperamento, la fuerza para
resistir al mal presente, la luz para iluminar los caminos oscuros
de otro día, y la fidelidad al deber para siempre.
Buscaba todos los medios a su alcance para alimentar este es-
píritu de piedad. Mañana y tarde se sentaba al confesonario, en
espera de penitentes para concederles el perdón divino ; después
de las oraciones de la noche, daba las buenas noches a sus hijos,
minuciosamente preparados, antes de que fueran a acostarse ; los
domingos les daba dos instrucciones: una por la mañana para ex-
plicarles las hermosas páginas de la Historia Sagrada, y la otra
por la tarde, para enseñar las virtudes del cristianismo ; se cele-
braban con fervoroso entusiasmo las fiestas de San Carlos y San
Luis Gonzaga, el Mes de María, las fiestas principales del ciclo
litúrgico y de la Santísima Virgen, que preparaba con una novena
o un triduo ; terminaba cada mes con el Ejercicio de la Buena
Muerte, día de retiro, siempre seguido de un paseo largo ; y cada
año, por primavera, Ejercicios Espirituales de tres días, durante
los cuales, dando de mano a todo trabajo material, ponía a sus
muchachos frente a las verdades eternas y las obligaciones del
buen cristiano.

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— 114 —
Hasta Turín llegaron los ecos de aquella vida de intenso tra-
bajo, de sana alegría y fervorosa piedad. El entonces historiador
de la incipiente Sociedad Salesiana, el clérigo Ruffino, anotaba
en la Crónica:
«Don Rúa hace en Mirabello lo mismo que Don Bosco aquí. Conti-
nuamente se le ve cercado de alumnos, conquistados por su amabilidad,,
para oírle contar mil cosas interesantes. Al principio del año recomendó
a su personal que no fuera excesivamente exigente; que no riñera a los
alumnos continuamente; que supieran cerrar los ojos. Durante el re-
creo del mediodía, siempre está mezclado con los jóvenes, jugando o
cantando con ellos.»
El joven religioso de veintiséis años era un Director modelo.
Lo mismo cuidaba de la limpieza de los locales que del orden
de los registros ; del cumplimiento del reglamento, como de la
marcha de los estudios ; del aprovechamiento de los alumnos,
como del ambiente general ; pero, por encima de todo, tenía un
corazón paternal para todos los que le rodeaban, inquieto por sa-
ber de sus penas y necesidades, y pronto a consolar a unos y re-
mediar a otros.
«Para mí, escribía cuarenta y cinco años más tarde el clérigo Ce-
rruti, uno de sus colaboradores, fue una gran pena dejar a Don Bosco
para ir como profesor primero y después como director de estudios a
Mirabello. Pero mi dolor se endulzó con el pensamiento de que allí
había de encontrar una copia exacta de mi maestro. Todavía recuerdo
los dos años pasados bajo le dirección de Don Rúa; su incansable acti-
vidad, su habilidad en el trato de los hombres, su celo por el bien re-
ligioso y moral de sus alumnos y del personal, igual que por su pro-
greso intelectual y su desarrollo físico. Jamás olvidaré aquella su bon-
dad, más de madre que de padre, con la que me cuidó en mayo de
1865, cuando estuve gravemente enfermo.))
Los consejos de Don Bosco, que vigilaba día a día la vida de
aquella casa, su primera hija, sostenían a Don Rúa en su labor
de educador.

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— 115 —
Compuso un reglamento para aquel Colegio, que, con algu-
nas modificaciones que la experiencia sugirió, se convirtió des-
pués en el reglamento base de todas las Casas Salesianas. Iba a
menudo a sorprenderles en pleno funcionamiento, y cuando le
era posible les escribía sus recomendaciones paternales.
«Tendría mucho que deciros, escribía un día a sus queridos hijos
de Mirabello, pero lo dejo para mi próxima visita. JHioy solamente os
doy unos consejos que el Señor me ha inspirado, para que ptiséis un
buen año.
—Huid de la ociosidad, madre de todos los vicios. Cumplid diligen-
temente vuestros deberes escolares y religiosos.
Comulgad con frecuencia. La comunión frecuente es la columna
poderosa que 'sostiene el mundo moral y físico, impidiendo que se de&
rrumbe.
Amad a la Santísima Virgen y recurrid a Ella. Jamás se ha oído
decir que ninguno de cuantos han acudido a Ella no haya sido escu-
chado.
Creedme, hijitos míos, no exagero al decir que la Sagrada Comunión
es una poderosa columna sobre la cual descansa uno de los polos del
mundo y que el otro se apoya en la devoción a la Santísima Virgen.
Por eso repito a Don Rúa y a todos los Superiores de la Casa que in-
sistan, con la solicitud que presta el amor de Dios, para que estos tres
recuerdos queden profundamente grabados en vuetra alma, esa vuestra
alma tan querida por el Salvador del mundo.
Habiéndole preguntado Don Rúa si podían desprenderse de
un alumno tercamente indisciplinado, respondió Don Bosco que
si no era peligroso para sus compañeros, era mejor cargarse de
paciencia hasta llegar a dominar su rebelde voluntad. Y no se
arrepintió de seguir esa indicación. Vio que (da paciencia todo lo
alcanza».
Desgraciadamente, a veces, se coló algún lobo rapaz en me-
dio de aquellas ovejitas mansas y puras. Don Rúa, fiel a las en-
señanzas del maestro, no dudó en separarle irremisiblemente del
rebaño.
«¡Si supieras!—escribía cierta vez a un amigo. ¡Acabo de dar un
escobazo de esos que bacen época! P..., B . . y L..., ya no están en el

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— 116 —
Seminario. He tenido que enviarles a su casa. Pedimos cada día a San
Carlos aparte del rebaño los lobos voraces, o que les trueque en corde-
ros. Y hasta ahora nuestro buen Patrón ha cumplido a las mil mara-
villas nuestro ruego.»
Ciertamente aquel grupito de educadores, aunque sacrificados
y llenos de buena voluntad, distaban de ser perfectos. Su juven-
tud les traicionaba, de vez en cuando ((metían la pata». Entonces,
siguiendo el consejo de Don Bosco, se consignaba en el Cuaderno
de las Experiencias la falta, para no volver a cometerla.
Por cierto que en ese famoso cuaderno había de todo ; torpe-
zas hijas de la inexperiencia y observaciones acerca de las rela-
ciones con las autoridades, con los padres, con los proveedores ;
llamadas de atención sobre ciertas dificultades locales, ordenan-
zas sobre programas, fiestas del año, veladas músico-literarias,
normas higiénicas que la prudencia o algún suceso desagradable
había dictado ; en fin, todo cuanto podía ayudar para prevenir
desórdenes y facilitar la disciplina de la casa.
De entre los consejos dados por Don Bosco al joven Director
de Mirabello, había dos que Don Rúa no cumplía o acomodaba
con habilidad.
((No duermas menos de seis horas», habíale prescrito Don
Bosco. Pero él, la verdad, no hacía mucho caso. Desde la casa de
enfrente, donde vivía un amigo o un bienhechor, se dominaba la
ventana de su habitación, a menudo iluminada hasta media no-
che, y, a veces, hasta el alba. Aquellas almas generosas se la-
mentaban a Don Bosco, éste a Don Rúa, y él se excusaba de que
no podía hacer de otro modo. ¡ Tenía demasiadas ocupaciones !
¡ Demasiado trabajo !
También le había recomendado Don Bosco no hiciera ningu-
na mortificación especial en la comida. Y esto lo cumplía Don
Rúa al pie de la letra, pero se resarcía por otro lado.
Invitó para los exámenes de julio de 1864 a sus antiguos

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— 117 —
maestros Don Picco y el señor Bonzanino, y se presentó con ellos,
a última hora, el clérigo Durando, uno de los veintidós primeros
salesianos. Como no había en la casa muchas habitaciones para
forasteros, Don Rúa, que no esperaba el terecer huésped, le ce-
dió su habitación para ir a dormir Dios sabe dónde. En la preci-
pitación se olvidó de cambiar la ropa de la cama. Cuando, des-
pués de las oraciones de la noche, fue a buscarla, Don Durando
leyó en su cara una grave contrariedad.
— ¿Qué te pasa? — le preguntó — . Estás preocupado.
— Es que he perdido una cosa — respondió Don Rúa palpando
la cama recién hecha.
— ¿Qué es?
— Un chisme.
— ¿Grande? ¿Pequeño?
— Mas bien grande.
— Pero ¿qué es?, dímelo.
Don Rúa no respondía.
— Adivino lo que has perdido — dijo entonces el amigo.
—Pero estáte tranquilo ; el chisme ese no se ha perdido. Lo guar-
do yo.
Y al decirlo señalaba en un rincón de la habitación una larga
plancha que Don Rúa solía poner entre el colchón y las sábanas.
— Esto no lo debes hacer — le reprendió Don Durando — . ¿Lo
sabe Don Bosco?
— ¡ Imagina ! — replicó confundido el culpable, cogido en fla-
grante — . A más, no creas que lo pongo siempre...
Estas dos anécdotas, escogidas entre ciento, indican bien a
las claras cómo Don Rúa unía la oración de la penitencia a su vida
ejemplar y a su fervorosa piedad para mantener el buen espíritu
en la Casa.
Así es que el Seminario Menor de Mirabello marchaba a las
mil maravillas. Una cifra y un testimonio lo demuestran.
El testimonio es el de su sucesor en la dirección. Decía un día

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— 118 —
Don Bonetti: «Casi he necesitado diez años para llegar a tener la
casa tan por la mano como la tenía Don Rúa en sólo dos años de
rectorado».
Y la cifra es impresionante. En pocos años, el Seminario Ma-
yor de Cásale, que se proveía casi exclusivamente de Mirabello,
subió de 20 alumnos a ciento veinte.
Claro que no todos los alumnos del Seminario Menor de San
Carlos acabaron bien. Más de una vez, Don Rúa tuvo que despe-
dir a algunos ; pero aun entonces, preocupado por el porvenir de
sus almas arrojadas al torbellino de la vida, no perdía toda espe-
ranza. Las verdades religiosas sembradas en sus mentes podían
renacer más tarde. En efecto, no se equivocaba. Más de uno de
aquellos hijos pródigos, alguno muy pronto, volvió a la casa pa-
terna.
El año 1909, el Padre Francesia, el más antiguo amigo de
Don Rúa, haciendo visita de inspección por el Alto-Monferrato,
se tropezó, en un centro de Enseñanza Media, con un profesor
que, tras de darse a conocer, le encargó el siguiente recado para
Don Rúa, que yacía en cama a punto de muerte: ((Durante el
año 1865 estuve en Mirabello ; fui un mal alumno que descora-
zonaba al buen padre. Le di muchos trabajos. Era yo joven, es
cierto ; pero me daba buena cuenta de cuanto hacía. Me aguantó
mucho más que lo hubiera hecho mi propio padre ; tocó las fibras
de mi corazón, con suavidad que mi propia madre no hubiera
usado. Pero no obtuvo nada de mí. Me tuvo que despedir. Aún
recuerdo la mañana de mi salida. Me hice el indiferente hasta la
insolencia, y sólo cuando me encontré en la carretera, rompí a
llorar. Han pasado cuarenta y cinco años. Por fortuna me rehice
pronto. Volví a la iglesia y a la frecuencia de los sacramentos. Has-
ta he educado cristianamente una inmensa familia. Ayudo en la
actualidad a mi párroco cuanto puedo. Pero no quiero tejer mi elo-
gio, sino el de Don Rúa, porque él es quien me ha salvado. Aún
después de mi salida del colegio, hice algunas muy gordas en Tu-
rín ; pero Dios me abrió los ojos. Volví al buen camino. Me gra-
dué, y con mi título me gano honradamente la vida y la de mis
hijos.»

12.5 Page 115

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— 119 —
Aquel hombre, en la raya de sus sesenta años, lloraba como
un niño mientras hacía esta declaración:
((...He querido decirle todo esto para que se lo cuente a Don
Rúa. Dígale que he vuelto a ser un buen cristiano. Le gustará
mucho.»
Al volver a Turín fue Don Francesia a la cabecera de su amigo
enfermo y le contó lo sucedido.
— ¿A que no sabes a quién me he encontrado? Fulano...,
tu antiguo alumno de Mirabello. ¿Le recuerdas?
— Mucho. ¿Qué es de él?
— Me ha encargado que pida perdón a su antiguo director y
•que le diga que marcha por buen camino.
— ¡ Oh, qué buena noticia ! — exclamó el pobre viejo. — Cuán-
ta pena me dio ese muchacho. Una vez más me persuado de que
no hay que dudar nunca de la misericordia de Dios. Si no llega
Tioy, llega mañana.
Se ve, pues, que también durante estos dos años de directo-
rado tuvo Don Rúa sus espinas. Pero no faltaron las rosas. Aque-
lla primera casa salesiana fuera de Turín, fue semillero fecundo
de la naciente Congregación. Siete años más tarde fue trasladada
a unos cuantos kilómetros más allá, a Sorgo San Martina, desde
donde sigue proveyendo con abundancia a los noviciados sale-
sianos.
Saltaba a los ojos de todos, también a los de Don Rúa, el bri-
llante resultado. Por lo que a fines de 1864 sacudió su espíritu
una fuerte tentación de amor propio. Cuanto más la apartaba,
más ella arreciaba, reclamando su atención ante éxito tan innega-
ble para arrancarle un pensamiento deliberado de complacencia.
Hasta que al fin, no pudiendo más, tomó la pluma y, con confian-
za filial, se echó totalmente en las manos de Don Bosco. Confesó
al Padre el incesante asalto del mal. La respuesta no se hizo espe-
rar: fue una respuesta paternal y oportuna.

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— 122 —
durado para este empleo. Había demostrado en Mirabello de
cuánto era capaz ; fue la admiración de todo el mundo ver los re-
sortes de actividad, de iniciativa y de mando, que escondía su na-
turaleza singular.
Todos estaban pendientes, apenas llegó, de las reformas dis-
ciplinarias que pondría, dado el ambiente que reinaba. Don Ala-
sonatti era un santo varón, cuyo recio temple quedó de manifiesto
en las últimas semanas de su vida ; pero su gobierno —el de un
hombre enfermo y de reacciones violentas— había cambiado algo
el espíritu de la Casa, que ya tenía casi setecientos alumnos. Se
imponía una reforma, una reforma disciplinaria, una reforma in-
terior de vida cristiana. ((Basta que Don Rúa lo intente y todos le
seguiremos», se susurraba en su derredor. Tanto se sentía la ne-
cesidad de una reforma inmediata.
Mas la prudencia de Don Rúa supo resistir la discreta invita-
ción. Mientras vivió Don Alasonatti no cambió nada, por delica-
deza ; actuaba como un interino. Cuando murió, esperó todavía
unos meses antes de cambiar la menor costumbre. De muy buen
acuerdo, pensaba que, antes de hacer el menor cambio, hay que
estudiar el ambiente. ¡ Un movimiento brusco del timón ha hecho
tantas veces zozobrar la barca !
Por otra parte, no le faltaba trabajo para ocupar su actividad.
Como Prefecto de disciplina del gran establecimiento, tenía
que preocuparse de los 350 aprendices y de la marcha de los ta-
lleres, con toda la contabilidad que supone la compra de materia-
les y utillaje, el pago de los obreros, las facturas de los clientes.
Le encargó, además, Don Bosco de la vigilancia de las obras de
la iglesia en construcción y la ((faenita» de calmar, al menos en
parte, a los empresarios que acosaban un poquito...
Dejó, además, en sus manos la responsabilidad total de las
Lecturas católicas, opusculitos de propaganda que, de mil diver-
sos modos, sostenían la fe del pueblo en una época en la que el
liberalismo, la revolución y el protestantismo iban de bracete para
socavar las creencias religiosas. No era una carga pequeña: doce
mil suscriptores aguardaban cada mes aquellos relatos seductores,

12.7 Page 117

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— 123 —
escritos con sencillez. No era tan sencillo producir escritos cauti-
vadores, ortodoxos y económicos, a plazo fijo, no. Y encima, co-
rregir las pruebas de imprenta del número mensual.
Para descansar de estos trabajos tenía Don Rúa que despachar
la mayor parte de las cartas de Don Bosco, que, por cierto, des-
de la colocación de la primera piedra de la iglesia se agolpaban
por centenares cada día sobre la mesa del constructor. Con razón
dijo Don Bosco: ((Cada piedra de este santuario podría contar un
milagro». Los milagros solicitados, o descritos, o agradecidos,
multiplicaban las cartas que, siempre ,( aguardaban contestación
urgente, sobre la mesa de Don Rúa o de sus secretarios, ya que
pronto tuvo que tomar hasta tres.
Al volver a su querida ciudad de Turín, después de dos años
de ausencia, se encontró Don Rúa, según vamos viendo, aumen-
tada la dulce esclavitud de antaño.
¡ Y él era feliz ! , no tenía otra preocupación que la de aliviar
a Don Bosco para que pudiera cumplir los designios de la Provi-
dencia. ((Todavía no he tomado el pulso a todos los resortes de
esta casa, decía una noche a Francesia ; pero en cuanto me pon-
ga al corriente, ¡ cómo me voy a frotar las manos
Ese momento llegó en seguida.
Entonces, cuando creyó dominar el cargo, o mejor la serie de
cargos que su maestro había colgado sobre sus débiles hombros,
pensó en las reformas interiores que la buena marcha exigía.
Seguramente que la disciplina salesiana es la menos exigente
de todas. Se conforma con lo estrictamente necesario para la mar-
cha regular y ordenada de un centro de educación. Pero cuando
Don Rúa tomó las riendas del gobierno, no reinaba este ((míni-
mum». Quien se extrañe de ello, ha olvidado los principios cu-
riosos de la Obra de Don Bosco.
Por una serie imperceptible de metamorfosis, el Oratorio de
San Francisco de Sales, con sus dos secciones de aprendices y es-
tudiantes, se presentaba, en 1865, como un poderoso organismo

12.8 Page 118

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— 126 —
diciada aprobación oficial. Don Bosco determinó volver a Roma,
por segunda vez, para activarla.
Teniendo a Don Rúa al timón de la casa, podía irse tranqui-
lo. Salió el 7 de enero, con el Padre Francesia, y no volvió hasta
el 2 de marzo, con las manos vacías y el corazón lleno de espe-
ranza, porque las dificultades mayores contra su proyecto parecían
resueltas.
A su vuelta tuvo la dulce sorpresa —la que nueve años antes
no halló— de encontrar a sus hijos tan alegres, cariñosos, traba-
dores y piadosos como los había dejado. La casa no había sufrido
en su ausencia. Durante los dos meses había trabajado bien Don
Rúa, en la sombra, como quien no toma parte en nada.
Aquel año y el siguiente fueron años muy pesados para él.
Durante el otoño de 1866 se colocó la última piedra de la cúpula
de María Auxiliadora, y la ornamentación interior marchaba a tal
velocidad que, al acabar el 1867, pudieron fijar la fecha exacta
de la consagración, que fue el 9 de junio.
La preparación de las fiestas de la inauguración —que fueron
un triunfo— y todo el peso de la octava que siguió a las mismas,
recayó sobre Don Rúa. Durante todo el mes de junio no pudo
dormir más de cuatro horas cada noche, tal fue el cúmulo de cosas
a prever, organizar, decidir, vigilar y animar. El exceso de traba-
jo le agotó. Una mañana de julio, a punto de salir de casa, en la
misma puerta, cayó en los brazos de un amigo. Al llegar a su al-
coba se rehizo. Fue una mejoría engañosa ; días más tarde una
peritonitis fulminante le ponía a las puertas de la muerte.
Y Don Bosco estaba ausente.
Apenas volvió, en la misma portería, le anunciaron la dolo-
rosa noticia. Dio la impresión de que no le sorprendía.
Era la víspera del retiro mensual de los muchachos ; en vez
de ir hacia la enfermería, marchó derecho a la sacristía para con-
fesar a los niños que le esperaban.
Terminó bastante tarde. Le avisaron de nuevo para que se
acercaba a la cabecera del enfermo, que empeoraba por momen-
tos. Don Bosco sonrió bondadosamente y fue al comedor, cenó,
subió a su habitación, dejó los documentos que traía del viaje y,

12.9 Page 119

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— 128 —
su Prefecto de disciplina. A pesar de su severidad, Don Rúa se
hacía querer por su justicia, su entrega total al bien de los alum-
nos y su prontitud en perdonar.
La prueba fue cuando, ya convaleciente, tres semanas más
tarde, salió de su habitación.
Bajo los pórticos de la casa tendieron la mejor alfombra de
la casa ; pusieron un sillón y, al son de la música, y entre los
aplausos de los setecientos alumnos que le rodeaban, Don Rúa
tuvo que sentarse. Estudiantes y artesanos fueron desfilando para
decirle la alegría que tenían de verle bueno y para prometerle que,
en adelante, corresponderían más a su celo por sus almas.
Don Rúa pronunció unas palabras de agradecimiento ; pero
fueron muy cortas porque la emoción anudaba su garganta. ¡ Es
tan dulce ver que se reconocen las fatigas por los mismos por quie-
nes se sufre !
Unos días más tarde partía para Trofarello, población a doce
kilómetros de Turín, junto al Po. El aire puro del campo, el des-
canso absoluto, los cuidados maternales de una bienhechora de
Don Bosco pondrían nuevo al infatigable trabajador que quiso to-
mar sobre sus espaldas la mitad de la tarea de su maestro.

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— 87 —
Pontífice formuló así: Benedictio Dei Omnipotentis, Patris, et Filii
et Spiritus Sancti descendat super te, super socium tuum, super
tuos in sortem Domini vocatos et benefactores tuos et super omnes
pueros tuos et super omnia opera tua, et maneat nunc, et sem-
per, et semper, et semper. «Que la bendición de Dios Todopo-
deroso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre ti, sobre
tu compañero, sobre tus llamados a la viña del Señor, sobre tus
bienhechores, sobre todos tus niños y sobre todas tus obras, y
permanezca siempre, y siempre, y siempre.))
Le bendición del Papa, dividida entre el padre y el hijo pre-
ferido, seguía, según se ve, cumpliendo la predicción de Don
Bosco.
Doce días más tarde, el 21 de marzo, obtuvo Don Bosco una
segunda audiencia, en la cual le cupo la suerte de poner en ma-
nos del Pontífice el manuscrito de las Reglas, corregidas de
acuerdo con las directivas recibidas. Aquella entrega era el primer
paso oficial para alcanzar de Roma la aprobación de la Sociedad
y de sus constituciones.
El 6 de abril fue el de la audiencia de despedida. Durante ella
el Papa se mostró extraordinariamente bondadoso. Fue a las nue-
ve de la noche, acompañado de su inseparable compañero, y se
vio colmado de atenciones por el Santo Padre. Pío IX metió las
manos en su limosnera y le entregó un puñado de monedas de
oro, con encargo de que diera una buena merienda a sus mucha-
chos del Oratorio de Turín. Le otorgó cuantos favores e indul-
gencias había pedido y, finalmente, le devolvió el manuscrito de
las Reglas de la futura Congregación, leído de cabo a rabo, y con
acotaciones de su puño y letra.
—Preséntelo—le dijo—al Cardenal Gaude, que se encarga-
de su examen y aprobación.
Así lo hizo Don Bosco. Pero antes retocó el texto de acuerdo
con las indicaciones del Papa ; y Don Rúa volvió a copiar, de
nuevo, el manuscrito con su magistral caligrafía. Fue su último
trabajo de secretario en la Ciudad Eterna.
Ocho días más tarde, el 14 de abril, tomaron el vapor en Ci-
vitá-Vecchia. Con mar tranquila llegaron el 15 a Genova, para

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— 90 —
rechos a nuestro corazón, porque advertíamos que sus palabras nacían
de un gran amor por nuestras almas.»
La Congregación Salesiana, todavía en mantillas, aún no ha-
bía sido aprobada por Roma ; por consiguiente, el clérigo Rúa
no podía ordenarse más que a título diocesano. Debía, en conse-
cuencia, presentar un patrimonio suficiente. ¿Dónde encontrar-
lo? Don Bosco no podía de ningún modo prestarlo, pues no te-
nía más riquezas que su propio trabajo ¡y... sus deudas !
Lo halló en el Conde Rodolfo de Maistre, el cual garantizó
su patrimonio apenas se lo pidió Don Bosco, ya que perduraba
todavía en él la gratísima impresión que el joven clérigo le había
dejado, mientras fue su huésped en Roma.
Don Rúa, agradecido a tanta bondad, escribió al bienhechor,
el cual le respondió desde Beaumesnil, en Normandía de Fran-
cia, felicitándole ((por su entrega a Dios en el momento más so-
lemne, el de la prueba y la persecución».
Salvada esta última dificultad, el clérigo Rúa podía ya subir
al altar. El día 28 de julio, en el pueblecito de Caselle, cerca de
Turín, Monseñor Balma impúsole las manos y le ordenó sacer-
dote.
La víspera, por la tarde, llegó Don Rúa con dos compañeros
a la casa del Barón Bianco de Barbania, uno de los mejores bien-
hechores de Don Bosco.
A la mañana siguiente advirtieron los criados, al limpiar la
habitación, que el huésped no había deshecho la cama.
((—Es un santo—dijeron luego al Barón—. No ha dormido en
toda la noche. ¡ Seguro que ha estado rezando todo el tiempo !
—No me extraña—replicó el Barón—. Es alumno de Don
Bosco, y está todo dicho.))
El día 30 de julio celebró su primera misa en el Oratorio de
Valdocco. ¡ Imagínese con qué fervor !
Uno de sus compañeros, Cerruti, dice:
((Me parece verle celebrando su primera misa. Le recuerdo,
como si fuera ayer mismo, con su porte recogido al salir al altar ;
con aquel aire radiante al consagrar el Pan Eucarístico, y su ros-

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SEGUNDA PARTE
NUEVAS ACTIVIDADES DE DON RÚA

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— 97 —
Fue aquella la edad de oro de la Casa.
Tres rasgos la distinguieron: el aumento de alumnos, la atmós-
fera sobrenatural que envolvió las almas y el ansia de santidad que
contagió a aquellos jóvenes.
En julio de 1861 se examinaron ante Don Píceo y el señor Bon-
zanino, los amigos de siempre de la Obra, trescientos diecisiete
alumnos de humanidades. En 1862 alcanzaron a 341 y en 1863
llegaron a 360. Y en la sección de aprendices, con los talleres en
plena actividad, eran poco más o menos los mismos. El espíritu
reinante en la casa era la mejor propaganda para los padres.
Y es que allí imperaba el Evangelio ; el cumplimiento del de-
ber y la alegría ; el temor de Dios y el trabajo ; la piedad y la ca-
ridad ; el celo y la pureza, sostenidos e iluminados por pensamien-
tos de Fe.
Cada cual atendía a su deber, lo mismo en la clase que en el
taller. Ni una sola cabeza se movía en el estudio, aunque asomase
una visita ; podía el vigilante ausentarse unos minutos y seguían
las frentes inclinadas sobre los libros. Y todo esto en absoluta es-
pontaneidad .
En el patio había un bullicio sin par. Diez, quince, veinte ani-
madas partidas corrían de aquí para allá. Los que no jugaban pa-
seaban con sus asistentes. De vez en cuando, rompiendo la con-
versación o en el descanso de los juegos, se veía a los muchachos
que corrían a hacer una visita ante el Sagrario.
El espectáculo que ofrecía la iglesia aún era más edificante. A
diario, por la mañana y por la tarde, el confesonario de Don Bos-
co estaba asediado por los muchachos ávidos de vivir en gracia de
Dios. Las comuniones resultaban interminables.
Un testigo de la época, el niño Ballesio, que llegó a ser canóni-
go de Moncalieri, escribía, veinticinco años más tarde:
«Muchos de nuestros compañeros eran más que buenos, excelentes;
modelos acabados de piedad, de trabajo, de dulzura y de penitencia;
eran ejemplos vivos y atrayentes. Aquellos jóvenes no hubieran come-
tido un pecado mortal ni por todo el oro del mundo; su devoción, sóli-
da y tierna a mi mismo tiempo, tenía algo de maravilloso. ¡Cuántas

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— 98 —
veces los señores acompañaban su hijos a aquel lugar sagrado, para
poner ante sus ojos el espejo de piedad de los muchachos, hijos dtel
pueblo!»
Reinaba entre todos cordial amistad. Allí no había riñas, ni
golpes, ni insultos. Bastaba la palabra del amigo, la intervención
del superior para apaciguar una disputa. Reinaba la caridad com-
pleta, atenta, delicada para quien sufría por algo ; los nuevos, so-
bre todo, cuando lloraban por los rincones y con aquellos que te-
nían alguna pena o malas noticias o que andaban envueltos en
las nubéculas de la melancolía. Un alumno de entonces describe
maravillosa y lacónicamente el espíritu de familia de aquellos
años: «Nos queríamos como hermanos y formábamos un corazón
y un alma sola, para amar a Dios y consolar a Don Bosco».
Había una santa rivalidad para el bien, que sostenía todas las
voluntades. La puntuación de nueve se consideraba como una
desgracia; el diez era moneda corriente. Cuando el domingo por
la tarde leía Don Bosco las notas de la semana, eran muy raros
los regular ; la mayor parte obtenía muy bien y caían los mal en
medio de un murmullo de desaprobación.
Por aquella época murió en la enfermería de la Casa el alum-
no Francisco Besucco, pastorcillo de los Alpes, convertido en es-
tudiante de latín por Don Bosco. Moría extasiado, envuelto en luz
deslumbradora, levantándose de su catre y entonando un cántico
a la Santísima Virgen. ((Muero con la pena de no haber amado a
Dios como El se merece», gemía en sus últimos minutos.
También había malos elementos, alguna oveja sarnosa entre
aquella multitud de setecientos alumnos, ¡ quién lo duda ! Pero su
influencia estaba paralizada ; o se decidían a cambiar de vida, o
eran despedidos bonitamente, con motivo de un triduo o de una
novena, porque parecía que el Señor se aprovechaba de aquellos
días, de oración más frecuente y de piedad más fervorosa, para
descubrirlos y despedirlos.
***

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— 99 —
El Oratorio de San Francisco de Sales era de 1860 a 1865 un
rinconcito de paraíso en la tierra. ¿A quién, a qué causa atribuir
tan maravillosos resultados?
En primer lugar al recuerdo, siempre vivo, de dos alumnos
de la Casa: Domingo Savio y Miguel Magone, flores exquisitas
nacidas en el jardín de Don Bosco. El primero fue un ángel que
anduvo por la tierra sin mancharse durante sus quince años ; el
otro fue un convertido: de jefe de pandilla en su pueblo se trocó,
en la escuela incomparable del maestro, en el más dulce, el más
puro, el más trabajador, el más piadoso de los muchachos ; todo
un penitente. Dominguito murió en 1857, en Mondonio, su pue-
blo ; Miguel, el 1859, en el Oratorio. Pero el perfume de las dos
flores, de tan distinto aroma, siguió embalsamando el jardín.
El primero de estos dos santitos dejó tras sí una institución, la
Compañía de la Inmaculada Concepción, que continuaba sus en-
sueños apostólicos. Y era precisamente esta Compañía el alma se-
creta de todo el fervor de aquella vida espiritual. Sus socios se
empeñaban en observar el Reglamento al pie de la letra ; en em-
plear minuciosamente el tiempo, y en ser apóstoles con el ejem-
plo, la palabra, los avisos y el consejo. La influencia de tal aso-
ciación en la Casa era considerable. Era como la levadura de la
masa.
El ejemplo de aquellos bravos muchachos era sostenido por el
esfuerzo de sus maestros, grupo de clérigos y legos que eran el
meollo de la futura Sociedad. Les hemos visto ya mártires del tra-
bajo. La mayor parte de ellos, además de dar clase, estudiaban
ciencias sagradas y asistían a la Universidad para adquirir un
título. Para descansar, asistían a los muchachos en el dormitorio,
en el comedor o en el patio. No tenían un instante para respirar.
Y, sin embargo, tenían una alegría prodigiosa y un entusias-
mo inagotable. Se comprende fácilmente que su celo se alimenta-
ba con la Sagrada Comunión, la oración, la visita a Jesús Sacra-
mentado y la devoción a la Santísima Virgen.
Los muchachos caminaban al paso de sus jóvenes maestros,
que se santificaban y escalaban las alturas. Era algo maravilloso.
En medio, animando sus actividades, avivando la llama, apro-

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— 100 —
bando con su mirada y con su palabra, sosteniéndoles con su ter-
nura, estaba Don Bosco.
ccEl era el alma de la Casa, ha escrito uno de sus hijos de otrora.
Aún me parece verlo, sonriendo dulcemente en medio de sus hijos, bajo
el pórtico, o en medio del patio; a veces, sentado por el suelo, cercado
de siete u ocho círculos de niños vueltos hacia él, como flores abiertas
hacia el sol.»
A su lado, en la sombra, estaba Don Rúa, artífice eficaz de
aquella florescencia de virtudes. Don Bosco pensaba y dirigía ;
Don Rúa lo realizaba. Mantenía la disciplina y, en calidad de di-
rector espiritual y antiguo presidente de la Compañía de la In-
maculada, esparcía espíritu animador. Estaba presente en todas
partes para guardar el orden y mantener la disciplina. Se ocupa-
ba de todo.
Sin embargo, su humildad y su modestia eran tales que nadie
hubiera advertido que él estaba al frente de aquella organización.
Tenía el don de disimular su trabajo y hasta sus éxitos. Todo lo
atribuía a su maestro, Don Bosco. Cargaba sus hombros para des-
cargar los del padre y asumía papeles ingratos para dejarle hacer
cumplidamente de padre.
Si por un solo día se hubiese ausentado, se hubiera advertido
el peso que su frágil naturaleza había asumido, a más de las cla-
ses que daba, del repaso de la Teología para obtener licencias de
confesión, de los sermones que Don Bosco le hacía predicar a
treinta y seis comunidades, de las Lecturas católicas que casi di-
rigía y de la correspondencia de Don Bosco, que despachaba en su
ausencia.
***
En un lugar separado de la fábrica marcha el motor que da
fuerza, luz y calor. Muy pocos advierten su proximidad, aunque
es el alma del taller.
Así era Don Rúa.
Trabajaba en la sombra, pero su acción era poderosa.

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CAPÍTULO XI1
«IN LABORE REQUIES»
(Descanso en el trabajo)
Estaba escrito que el celo dominical de Don Rúa se desplega-
ría en los tres Oratorios salesianos abiertos por Don Bosco en Tu-
rín. Se entregó primero al Oratorio de San Francisco de Sales,
en donde entró el 1847, a los diez años; más tarde, siendo clé-
rigo, prestó sus servicios, allá por el año 1854, en el Oratorio de
San Luis Gonzaga, junto a la Estación Central; y, finalmente, el
1860, le rogó Don Bosco que se ocupara del Oratorio del Ángel
de la Guarda.
Estaba este Oratorio en el barrio de Vanchiglia, al Este de la
ciudad. Era un arrabal en formación, con grandes solares, casi-
tas humildes y granjas de hortelanos.
El sacerdote Murialdo, amigo y colaborador de Don Bosco,
estuvo al frente del mismo desde sus comienzos, pero atacado por
una enfermedad incurable, terminó por no poder atenderlo con
asiduidad. Era necesario un ayudante que asumiese casi toda la
responsabilidad. Y Don Bosco puso a Don Rúa in labore requies.
Este era su descanso dominical, tras las duras jornadas de toda
la semana.
Don Rúa no sabía hacer nada a medias. Así es que, apenas
comenzó, puso las ruedas que faltaban en aquella Obra. Fundó
las Conferencias de San Vicente de Paúl, para así llegar hasta
el seno de las familias pobres del barrio. Y, además, la Compa-
ñía de San Luis Gonzaga, para seleccionar entre el montón de sus
oratorianos un grupo que comulgase quincenalmente, lo que era

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— 104 —
palpar el gran bien que allí se hacía y hasta prever los frutos. Un
día, para consolar al Arzobispo, desterrado en Lyón, le escribió
una carta a la que Monseñor Fransoni contestó con estas frases
halagadoras:
«Me gustan mucho las agradables noticias que me da del Oratorio
de San Francisco de Sales y sus múltiples secciones. Y también me gozo
con las de su segundo Oratorio de San Luis Gonzaga. Pero más me sa-
tisfacen los resultados obtenidos en su tercera obra, en el barrio de
Vanchiglia, aunque no lleguen a los de las otras dos. Se advierte tm
gran progreso desde que Don Rúa está al frente. ¡ Bendito sea Dios!»
¿Se puede imaginar el cansancio de un domingo así, en el
Oratorio? Resultaba el más agotador de la semana. Era un tra-
bajo de roturación en medio de almas totalmente abandonadas,
algunas de las cuales oían hablar de Dios por vez primera. Pero
quizá por eso mismo, por la novedad del mensaje que les llevaba
aquel joven sacerdote y por los sacrificios que se imponía, su pa-
labra daba el treinta, el sesenta y, a veces, el ciento por uno. En
el mismo lugar por donde ayer vagaba un rebaño en busca de
pastor, despertaba ahora a la luz una nueva cristiandad.

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CAPÍTULO XIII
LOS VEINTIDÓS PRIMEROS SALESIANOS
Por diciembre de 1859 había puesto Don Bosco los cimientos
de una Sociedad religiosa, Dieciocho candidatos —Don Alaso-
natti, sacerdote; un diácono; el subdiácono Miguel Rúa ; trece
clérigos y un lego— aceptaban la forma de vida que les proponía
y estaban decididos a seguirle a donde quisiera.
Su decisión fue tan firme que, seis meses después, los dieci-
séis novicios, instigados por Don Rúa, firmaban esta promesa
formal:
«Si desgraciadamente, dadas las actuales circunstancias, no pudié-
ramos ligarnos con los santos votos, cada uno de nosotros, doquiera nos
podamos encontrar, aun dispersos por el mundo, se compromete, aún
cuando no quedaran más que dos de los presentes, o uno sólo, a tra-
bajar por reconstruir esta Sociedad y observar sus Reglas en cuanto le
fuera posible.»
Con tales sentimientos, parecía que aquellos jóvenes estaban
ya maduros para el paso definitivo de la emisión de los santos
votos. Pero Don Bosco no lo creyó oportuno y siguió formando
su alma durante dos años más, a su estilo y según su espíritu.
Persuadido estaba que labraba las piedras fundamentales, y como
quería que su edificio resistiese las tempestades y los años, las
tallaba despacio, con todo cuidado y cariño. Por fin, el miércoles
14 de mayo de 1862, creyó llegada la hora de recoger para el
servicio de Dios y de la juventud aquellas buenas voluntades im-
pacientes. En la humilde habitación, testigo de sus reuniones se-
manales, los 22 primeros discípulos del Santo, emitieron sus pri-

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CAPÍTULO XIV
DIRECTOR, A LOS VEINTISÉIS AÑOS
Recordemos la idea principal de la alocución de Don Bosco
en la noche del 14 de mayo de 1862: Dios bendice nuestro es-
fuerzo y quiere que sigamos adelante. Un suceso rubricaría su
afirmación un año más tarde, y precisamente en octubre de 1863.
La Sociedad Salesiana no había salido hasta la fecha de la
ciudad que la vio nacer ; desde este año empezaría a enjambrar
fuera de Turín.
En 1862 habían ofrecido a Don Bosco unos terrenos y una
casa para establecer su obra en Mirabello, población del Monfe-
rrato, a 14 kilómetros de Cásale y 18 de Alejandría, totalmente
cercada de viñedos. Aunque el terreno era amplio, la casa valía
muy poquita cosa. Don Bosco determinó derribarla y construir en
su lugar un edificio para un centenar de alumnos, con la idea de
que la mayor parte pretendiesen ser sacerdotes. Al igual que en
muchas otras diócesis del Norte de Italia, había en la de Cásale
gran escasez de vocaciones. Los vientos anticlericales que por
doquier soplaban, las ahogaban en germen. Las familias se ne-
gaban a entregar sus hijos para el altar cuando alguno de ellos,
por casualidad, lo deseaba.
Monseñor Calabiana, Obispo de Cásale, aprobó la idea, ape-
nas se la propuso Don Bosco. Así que en el mismo otoño de 1862
comenzó la construcción, que quedó terminada en un año.
De acuerdo con el señor Obispo, la fundación se llamó Semi-
nario Menor, bajo la protección de San Crisóstomo. En efecto,
la realidad respondía al título, con el cual, además, se ponía al
abrigo de todos los enredos oficiales. La finalidad de la casa era

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— 110 —
aumentar las filas del clero, por consiguiente, escapaba a toda ins-
pección académica.
Quiso, sin embargo, por precaución, que la mayor parte de
los profesores destinados a aquel colegio tuviesen diploma del
Estado. Precisamente aquel año, ante la escasez de profesores, el
Ministerio de Educación Nacional se vio obligado a dar exámenes
extraordinarios a fines de septiembre. Sin ningún título previo,
sin haber acudido a clase durante cuatro años a la Universidad,
todos los que estuvieran bien preparados podían, si aprobaban
aquellos exámenes, obtener el diploma de profesor.
Había que aprovechar la ocasión. Don Bosco empujó a cinco
de los suyos, Rúa a la cabeza, para que la atrapasen. Durante las
vacaciones se prepararon concienzudamente los futuros maestros
del Seminario Menor de San Carlos de Mirabello.
Estaban rendidos del curso, pero era Don Bosco quien les pe-
día aquel sacrificio y no dudaron un momento. Arrastrados por
el ejemplo de Don Rúa, a pesar del calor sofocante del verano
y sin dejar ninguna de sus ocupaciones ordinarias, se presentaron
a exámenes.
Todos salieron bien, pero Don Rúa estuvo sobresaliente.
En el examen práctico de Pedagogía le pidieron que hiciese un
resumen de la geografía general de Palestina. No le podían ha-
ber preguntado nada mejor. El antiguo alumno de Sagrada Es-
critura de Don Bosco, hizo una maravillosa descripción. Se situó
en el país de Jesús, como si estuviera en su propia tierra, paseó
el auditorio de Judea a Galilea, atravesando Samaría; recorrió
con ellos, de Norte a Sur, el río Jordán, describiendo con alegría
y precisión los dos grandes lagos que encontró a su paso, el de
Genesaret y el Mar Muerto ; marcó las fronteras exactas de aque-
lla bendita tierra por todos los costados; en fin, estuvo deslum-
brador. Uño de los miembros del Jurado, el abate Rayneri, pe-
dagogo consumado, decía unos días más tarde: ((Don Bosco de-
bería obligar a doctorarse a ese joven sacerdote. Su lección ha
sido maravillosa)).

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— 119 —
Aquel hombre, en la raya de sus sesenta años, lloraba como
un niño mientras hacía esta declaración:
«...He querido decirle todo esto para que se lo cuente a Don
Rúa. Dígale que he vuelto a ser un buen cristiano. Le gustará
mucho.»
Al volver a Turín fue Don Francesia a la cabecera de su amigo
enfermo y le contó lo sucedido.
—¿A que no sabes a quién me he encontrado? Fulano...,
tu antiguo alumno de Mirabello. ¿Le recuerdas?
—Mucho. ¿Qué es de él?
—Me ha encargado que pida perdón a su antiguo director y
que le diga que marcha por buen camino.
—¡ Oh, qué buena noticia !—exclamó el pobre viejo. —Cuán-
ta pena me dio ese muchacho. Una vez más me persuado de que
no hay que dudar nunca de la misericordia de Dios. Si no llega
lioy, llega mañana.
Se ve, pues, que también durante estos dos años de directo-
rado tuvo Don Rúa sus espinas. Pero no faltaron las rosas. Aque-
lla primera casa salesiana fuera de Turín, fue semillero fecundo
de la naciente Congregación. Siete años más tarde fue trasladada
a unos cuantos kilómetros más allá, a Borgo San Martirio, desde
donde sigue proveyendo con abundancia a los noviciados sale-
sianos.
Saltaba a los ojos de todos, también a los de Don Rúa, el bri-
llante resultado. Por lo que a fines de 1864 sacudió su espíritu
una fuerte tentación de amor propio. Cuanto más la apartaba,
más ella arreciaba, reclamando su atención ante éxito tan innega-
ble para arrancarle un pensamiento deliberado de complacencia.
Hasta que al fin, no pudiendo más, tomó la pluma y, con confian-
za filial, se echó totalmente en las manos de Don Bosco. Confesó
al Padre el incesante asalto del mal. La respuesta no se hizo espe-
rar: fue una respuesta paternal y oportuna.

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122
durado para este empleo. Había demostrado en Mirabello de
cuánto era capaz ; fue la admiración de todo el mundo ver los re-
sortes de actividad, de iniciativa y de mando, que escondía su na-
turaleza singular.
Todos estaban pendientes, apenas llegó, de las reformas dis-
ciplinarias que pondría, dado el ambiente que reinaba. Don Ala-
sonatti era un santo varón, cuyo recio temple quedó de manifiesto
en las últimas semanas de su vida ; pero su gobierno —el de un
hombre enfermo y de reacciones violentas— había cambiado algo
el espíritu de la Casa, que ya tenía casi setecientos alumnos. Se
imponía una reforma, una reforma disciplinaria, una reforma in-
terior de vida cristiana. ((Basta que Don Rúa lo intente y todos le
seguiremos», se susurraba en su derredor. Tanto se sentía la ne-
cesidad de una reforma inmediata.
Mas la prudencia de Don Rúa supo resistir la discreta invita-
ción. Mientras vivió Don Alasonatti no cambió nada, por delica-
deza ; actuaba como un interino. Cuando murió, esperó todavía
unos meses antes de cambiar la menor costumbre. De muy buen
acuerdo, pensaba que, antes de hacer el menor cambio, hay que
estudiar el ambiente. ¡ Un movimiento brusco del timón ha hecho
tantas veces zozobrar la barca !
Por otra parte, no le faltaba trabajo para ocupar su actividad.
Como Prefecto de disciplina del gran establecimiento, tenía
que preocuparse de los 350 aprendices y de la marcha de los ta-
lleres, con toda la contabilidad que supone la compra de materia-
les y utillaje, el pago de los obreros, las facturas de los clientes.
Le encargó, además, Don Bosco de la vigilancia de las obras de
la iglesia en construcción y la «faenita» de calmar, al menos en
parte, a los empresarios que acosaban un poquito...
Dejó, además, en sus manos la responsabilidad total de las
Lecturas católicas, opusculitos de propaganda que, de mil diver-
sos modos, sostenían la fe del pueblo en una época en la que el
liberalismo, la revolución y el protestantismo iban de bracete para
socavar las creencias religiosas. No era una carga pequeña: doce
mil suscriptores aguardaban cada mes aquellos relatos seductores,

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— 123 —
escritos con sencillez. No era tan sencillo producir escritos cauti-
vadores, ortodoxos y económicos, a plazo fijo, no. Y encima, co-
rregir las pruebas de imprenta del número mensual.
Para descansar de estos trabajos tenía Don Rúa que despachar
la mayor parte de las cartas de Don Bosco, que, por cierto, des-
de la colocación de la primera piedra de la iglesia se agolpaban
por centenares cada día sobre la mesa del constructor. Con razón
dijo Don Bosco: ((Cada piedra de este santuario podría contar un
milagro». Los milagros solicitados, o descritos, o agradecidos,
multiplicaban las cartas que, siempre,( aguardaban contestación
urgente, sobre la mesa de Don Rúa o de sus secretarios, ya que
pronto tuvo que tomar hasta tres.
Al volver a su querida ciudad de Turín, después de dos años
de ausencia, se encontró Don Rúa, según vamos viendo, aumen-
tada la dulce esclavitud de antaño.
¡ Y él era feliz !, no tenía otra preocupación que la de aliviar
a Don Bosco para que pudiera cumplir los designios de la Provi-
dencia. ((Todavía no he tomado el pulso a todos los resortes de
esta casa, decía una noche a Francesia ; pero en cuanto me pon-
ga al corriente, ¡ cómo me voy a frotar las manos
Ese momento llegó en seguida.
Entonces, cuando creyó dominar el cargo, o mejor la serie de
cargos que su maestro había colgado sobre sus débiles hombros,
pensó en las reformas interiores que la buena marcha exigía.
Seguramente que la disciplina salesiana es la menos exigente
de todas. Se conforma con lo estrictamente necesario para la mar-
cha regular y ordenada de un centro de educación. Pero cuando
Don Rúa tomó las riendas del gobierno, no reinaba este ((míni-
mum)). Quien se extrañe de ello, ha olvidado los principios cu-
riosos de la Obra de Don Bosco.
Por una serie imperceptible de metamorfosis, el Oratorio de
San Francisco de Sales, con sus dos secciones de aprendices y es-
tudiantes, se presentaba, en 1865, como un poderoso organismo

14.7 Page 137

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— 126 —
diciada aprobación oficial. Don Bosco determinó volver a Roma,
por segunda vez, para activarla.
Teniendo a Don Rúa al timón de la casa, podía irse tranqui-
lo. Salió el 7 de enero, con el Padre Francesia, y no volvió hasta
el 2 de marzo, con las manos vacías y el corazón lleno de espe-
ranza, porque las dificultades mayores contra su proyecto parecían
resueltas.
A su vuelta tuvo la dulce sorpresa —la que nueve años antes
no halló— de encontrar a sus hijos tan alegres, cariñosos, traba-
dores y piadosos como los había dejado. La casa no había sufrido
en su ausencia. Durante los dos meses había trabajado bien Don
Rúa, en la sombra, como quien no toma parte en nada.
Aquel año y el siguiente fueron años muy pesados para él.
Durante el otoño de 1866 se colocó la última piedra de la cúpula
de María Auxiliadora, y la ornamentación interior marchaba a tal
velocidad que, al acabar el 1867, pudieron fijar la fecha exacta
de la consagración, que fue el 9 de junio.
La preparación de las fiestas de la inauguración —que fueron
un triunfo— y todo el peso de la octava que siguió a las mismas,
recayó sobre Don Rúa. Durante todo el mes de junio no pudo
dormir más de cuatro horas cada noche, tal fue el cúmulo de cosas
a prever, organizar, decidir, vigilar y animar. El exceso de traba-
jo le agotó. Una mañana de julio, a punto de salir de casa, en la
misma puerta, cayó en los brazos de un amigo. Al llegar a su al-
coba se rehizo. Fue una mejoría engañosa; días más tarde una
peritonitis fulminante le ponía a las puertas de la muerte.
Y Don Bosco estaba ausente.
Apenas volvió, en la misma portería, le anunciaron la dolo-
rosa noticia. Dio la impresión de que no le sorprendía.
Era la víspera del retiro mensual de los muchachos ; en vez
de ir hacia la enfermería, marchó derecho a la sacristía para con-
fesar a los niños que le esperaban.
Terminó bastante tarde. Le avisaron de nuevo para que se
acercaba a la cabecera del enfermo, que empeoraba por momen-
tos. Don Bosco sonrió bondadosamente y fue al comedor, cenó,
subió a su habitación, dejó los documentos que traía del viaje y,

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338
Señor Jesucristo: Non sibi placuit, es decir, no se dio ningún
gusto.
Su espíritu de actividad y su renuncia a todo, descansaba so-
bre la base de una piedad profunda, en la que estaba anegada el
alma de Don Rúa.
Era una piedad sencilla la suya, pero ¡ qué filial !
Sin éxtasis, ni rayos en la frente, ni elevaciones sobre el nivel
del suelo, pero con su pensamiento siempre en Dios y con, su co-
razón volcado a los pies de Jesús y de María.
Conoció, como Don Bosco, todas las formas de oración: la que
murmuran los labios, la que alimenta el espíritu con la medita-
ción y la que eleva el alma de repente frente a la verdad divina.
Un amigo de la infancia nos ha pintado en pocas líneas un
cuadro expresivo de la actitud de Don Rúa en oración :
((Los que le vieron saben que le bastaba envolverse en una señal de
la cruz y abrir sus labios a la oración para que su espíritu quedara so-
brecogido de la importancia del acto que ejecutaba y volara su alma,
en alas de la fe, hasta las regiones donde no llegan, las voces de) la tierra.
Llegaba el primero a la meditación, se arrodillaba siempre en el
mismo sitio, tapando sus ojos enfermos con un pañuelo blanco que sos-
tenía con las dos manos sobre el rostro y no se movía de esta actitud
hasta acabar la meditación. Parecía una estatua.»
Durante la celebración de la misa se advertía su fervor y todos
sus sentimientos a través de su persona y particularmente de su
cara. A menudo, después de la consagración, vertía lágrimas. Has-
ta su última enfermedad, a pesar de las llagas e hinchazón de sus
piernas hacía la genuflexión completa, hasta tocar el suelo con la
rodilla.
Era edificante verle orar. Hasta cuando rezaba el Angelas, en
medio del patio, se le veía unido a Dios y a la Virgen Santísima.
Santiguarse y recordar la presencia de Dios eran para él una
misma cosa.

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— 337 —
el invierno, y otra de merino para el verano/Pero él las usaba al
revés: la de merino en invierno y la de lana en verano.
Quería seguir haciendo lo mismo después de la muerte de Don
Bosco, pero su amigo, el P. Francesia, se opuso.
—Ya basta—le dijo—. Conviene respetes el orden de las esta-
ciones en tu modo de vestir.
—Entonces, ¿no tendré derecho a hacer penitencia?—gimió el
pobre Superior.
—Conténtate con llevar el peso de la Congregación—replicó
su afable censor.
Ya en 1884 intervino el mismo Don Bosco para que terminase
con sus importunas mortificaciones. Le escribió desde Roma ro-
gándole «se quitase la coraza que terminaría por perjudicar su sa-
lud». La coraza era, sin duda, un doloroso cilicio con que castiga-
ba sus carnes.
Pasó en sus viajes a España y Portugal muy cerca del santuario
de Nuestra Señora de Lourdes y no fue capaz de apearse para vi-
sitar el lugar de las célebres apariciones de la Inmaculada Concep-
ción. No era por falta de desos, pero no les secundaba.
A imitación de San Francisco de Sales, que dejaba durante los
oficios de pontifical que las moscas atormentasen su calva hasta
hacerle sangre, Don Rúa no espantaba durante la misa, los oficios
o el sermón, los importunos insectos atraídos por la supuración de
sus ojos. Permanecía impasible sufriendo la picadura mientras
ellos se aprovechaban de su paciencia. Parecía que no lo sentía. Y
es que gustaba soportar aquel dolor, para doblegar la naturaleza.
Nunca se le vio probar bocado entre comidas.
Si alguna vez le pusieron entre la ropa blanca alguna pieza
más fina, mejor hecha o de superior calidad, la devolvía tal cual
se la habían puesto. Don Rúa no admitía excepción en su ropa ni
en su comida. Tuvieron que imponerse los médicos, para obligarle
en las últimas semanas a un régimen más adecuado a su salud, lo
mismo que se necesitó interviniera Pío X, en 1907, para que dur-
miera una horita más.
Cabe aplicarle aquel elogio que el evangelista hizo de Nuestro
22

14.10 Page 140

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TERCERA PARTE
BRAZO DERECHO DE DON BOSCO

15 Pages 141-150

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15.1 Page 141

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15.2 Page 142

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CAPÍTULO XVI
LA LUZ BAJO EL CELEMÍN
Cuando la Providencia escoge un hombre para una gran em-
presa, de ordinario pone a su lado los hombres que le han de ayu-
dar, ora para preparar el terreno, ora para apartar obstáculos y
hasta tomar, a sus expensas, una buena parte del trabajo. Para
que Don Bosco pudiera, aún a trueque de mil dificultades, llevar
a cabo su obra de fundador de Congregaciones, de educador, de
constructor, de escritor y promotor de tantas iniciativas modernas,
puso el Cielo en su camino dos hombres: Pío IX y Don Rúa. Sin
el primero hubiera sido aplastado por los enemigos exteriores, y
sin el segundo le hubieran consumido las preocupaciones inte-
riores.
Don Rúa fue el brazo derecho de Don Bosco durante más de
veinte años ; pero, en su generosa entrega, se mantuvo siempre
entre bastidores.
Por un lado le quitaba, con filial cariño, cuanto podía estor-
barle ; y en los diversos cargos mandaba con responsabilidad de
jefe. Mas, por otro, para que no hubiese colisión de autoridades,
y no restar en nada la de Don Bosco, acudía a él en todo momen-
to. A él estaban reservadas las soluciones de cualquier asunto
serio, de forma que la personalidad de Don Rúa desaparecía to-
talmente ante la del Padre. Trabajaba en la oscuridad y atribuía
a su maestro el éxito de su trabajo.
Cuando actuaba, determinaba, modificaba o reformaba algo,
daba la impresión de que no lo hacía por sí mismo, sino que cum-
plía órdenes y deseos de Don Bosco. Solamente cuando había que
dar alguna orden severa, entonces, con un sacrificio deliberado,
demostraba cómo aquel castigo, aquella expulsión, aquella deter-
minación era suya, totalmente suya.

15.3 Page 143

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— 132 —
Miles de testigos certifican con qué rara competencia y ener-
gía, con qué espíritu de abnegación y asistencia, desempeñaba su
papel de mando; pero, ninguno mejor que el P. Vespignani, uno
de los salesianos más famosos de la segunda generación:
«La habitación, el despacho de Don Rúa, escribe en sus memorias,
fueron desde que llegué a Turín, una atalaya sin par, desde donde pude
contemplar la vida de la naciente Sociedad. Aquel despacho era como
el puente de una gran embarcación, o mejor, la cabina de mando del
capitán que, inclinado sobre el mapa, sigue continuamente la ruta
mientras da las órdenes para asegurar las maniobras.»
Todos coinciden confirmando el mérito de Don Rúa en el cum-
plimiento de este cargo. Aquel aire de guardián de la disciplina
de que se revestía ; su talento de hábil piloto, tan ampliamente
demostrado en Mirabello, que debía ocultar ; su afectuoso cora-
zón, cuyos latidos debía contener, eran una triple inmolación que,
a fuer de hijo agradecido, repetía a diario para que la parte odio-
sa de aquella enorme casa de educación no recayese sobre la ca-
beza de su padre.
Don Bosco, con su alma de santo y su gran experiencia de la
vida, rindió el mejor homenaje a su escondida abnegación.
Era un tres de mayo por la noche. Volvía Don Bosco a casa,
después de haber predicado la fiesta de la Invención de la Santa
Cruz en una de las parroquias de Turín. Le acompañaba el clé-
rigo Gostamagna. De camino, contaba el Santo las maravillosas
gracias que Dios derramaba sobre su principiante Congregación.
((—¡ Qué preciosos elementos pone Dios en mis manos !—de-
cía—. Cagliero tiene un talento musical prodigioso; Francesia y
Lemoyne son escritores de talla ; Ghivarello es un santo.
—¿Y Don Rúa?—interrumpió el clérigo.
—¿Don Rúa? Óyelo bien, mi querido Santiago. Si Dios me
dijera: "Ha llegado tu última hora, escoge un sucesor para que
tu obra no perezca y pide para él todos los dones, cuantas gracias
juzgues necesarias", me encontraría en un gran apuro. No sabría
pedir que ya no esté totalmente en el alma de Don Rúa.»

15.4 Page 144

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CAPÍTULO XVII
UN NOVICIADO O R I G I N A L
¡ 1869 ! Es un año histórico en los fastos de la Congregación
Salesiana. Después de once años de reflexión, de dificultades ven-
cidas, de enmiendas propuestas, Roma aprobó, el uno de marzo,
la joven sociedad religiosa. A última hora, surgieron obstáculos
serios e imprevistos; pero, asistido por el Cielo, el mismo Don
Bosco, que estaba presente en Roma, los allanó. Fue todo un
triunfo.
Pero aún le quedaron por ganar dos más. El de 1874, con la
aprobación de las Reglas, y el de 1884 con el privilegio de exen-
ción, que independizaba la Congregación, dejándola ligada di-
rectamente a Roma.
Mientras tanto, la familia milagrosa, en el decir de Pío IX,
crecía día a día. En aquellas fechas tenía veintiséis profesos per-
petuos, treinta y tres trienales y treinta y un novicios. Poquito a
poco, mas con firmeza, el granito de mostaza se convertía en
árbol.
¿Quién lo cuidaría durante su crecimiento? ¿Quién prepara-
ría aquellos jóvenes, durante el año de su noviciado, para los fu-
turos deberes de su tarea de educadores?
Don Bosco no podía pensar en ello.
Durante diez años se había sacrificado para formar la célula
madre. La célula estaba con vida y se reproducía ; el organismo
tomaba cuerpo. Bastaba seguir su desarrollo armónico, cortar ele-
mentos perjudiciales para el crecimiento y apartar materias refrac-
tarias a la asimilación. Otro se podía encargar de este trabajo.
Claro que no el primero que topase...

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— 134 —
Cierto hombre de experiencia dijo: ((Dos personas hay que
saber escoger en una entidad religiosa: el maestro de filosofía y
el maestro de novicios. El uno forma las inteligencias ; el otro,
los corazones y las voluntades».
¡ Es una opinión muy exacta ! Don Bosco pensaba lo mismo.
Por eso eligió a Don Rúa para empezar y continuar el trabajo de
la formación de los nuevos sujetos que se enrolaban tras su ban-
dera.
No podía haber elegido otro. ¿Quién, mejor que él, entendía
y encarnaba el espíritu del fundador? ¿Quién poseía su discerni-
miento para juzgar sobre el valor de una vocación, su claridad de
doctrina para marcar un camino seguro, su visión para adivinar
la parte a reformar en cada individuo, su autoridad para imponer
correcciones, enmiendas, para ejecutar imprescindibles amputa-
dones?, su sentido de la piedad, para comunicar gusto a las co-
sas divinas y aquella su vida regular, ejemplar, que condensaba
en páginas vivas toda una teoría ascética?
Durante seis años, hasta el 1875, fecha en que hizo el traspa-
so al Padre Barberis, Don Rúa se entregó a este trabajo con el
cuidado y amor que puede imaginarse.
Todos los jueves reunía en la iglesia de San Francisco de Sa-
les a su rebañito para la conferencia semanal; seguía, aconseja-
ba, orientaba, corregía a sus novicios en los detalles de la vida
cotidiana ; y hablaba con cada uno de ellos, dos veces al mes, por
lo menos, en plena intimidad.
Tenía el noviciado salesiano, por aquellos tiempos, un aspec-
to curioso. Había en él lo esencial: la educación y la prueba;
pero nada más. En razón de los inmensos peligros que corría la
juventud obrera, Don Bosco había obtenido de la bondad de
Pío IX, a fin de formar rápidamente su ejército de educadores,
un privilegio extraordinario: el de poder hacer pasar el período
de prueba de sus futuros colaboradores, no en un noviciado del
todo separado, sino en una casa salesiana en plena marcha.
La entrada en noviciado tan original, ordinariamente, se or-
ganizaba así:
Por la noche, terminadas las oraciones, Don Bosco llamaba

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— 135
a un alumno de la clase de retórica sobre el cual había puesto sus
ojos con antelación, y, a quemarropa, le decía:
—Oye, ¿sabes que querría hacer tratos contigo?
—¿Tratos conmigo?
—Sí, sí. Dime: ¿te gustaría quedarte con Don Bosco para
siempre, para ayudarle en sus obras?
—Quizá... La verdad es que no se me había ocurrido. No sa-
bría cómo arreglármelas...
—Entonces ve a Don Rúa y habíale de estos tratos ; él ya en-
tenderá.
Y aquella misma semana había uno más en el noviciado, o en
el aspirantado, si convenía que el joven esperase algo más.
Don Rúa le juzgaba apto, le ponía la sotana y, de la noche a
la mañana el joven candidato subía un peldaño más en la escala
social de la casa. Pertenecía ya a los que querían ((quedarse con
Bon Bosco». Las palabras: noviciado y congregación religiosa no
existían. Se huía de ellas.
Escribe el Padre Barberis: «Cuando Don Bosco nos invitaba a en-
trar en la Congregación, jamás daba a entender que se tratase de una
Orden religiosa. ¡Pobre de él si lo hubiera dicho! Hubiéramos huido
todos espantados. Nos arrastró, a pesar nuestro, por así decir, hasta
d"onde hemos llegado. ¡ Qué suerte la nuestra la de habernos cogido de
este modo!»
Durante todo un año, el novicio, casi sin advertirlo, partici-
paba de los actos de comunidad, se las arreglaba como podía
para la media hora de meditación diaria, asistía a la lectura es-
piritual, acudía los jueves por la tarde a la conferencia de Don
Rúa sobre las virtudes religiosas, se entregaba a su maestro de
novicios para que le corrigiera y transformara, cumplía los diver-
sos cargos que le daban, con los cuales adquiría su poquito de
autoridad ; catecismo dominical, asistencia en el estudio o en el
dormitorio, repasos a los atrasados, lecciones de solfeo, clase noc-
turna, etc., hasta que, un día, Don Rúa, juzgándolo digno de for-
mar en las huestes de Don Bosco, le avisaba de que aquella mis-
ma semana, junto con fulano y mengano, delante de Don Bosco

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— 136 —
pronunciaría sus primeros votos religiosos. Con esta íntima ce-
remonia se terminaba el noviciado.
Hoy nos sonreímos de un baño tan ligero de ascetismo, de esa
formación en medio de una vida agitada, porque han cambiado
mucho las cosas. Hoy en día, los jóvenes ávidos de entregarse a
la educación de los muchachos, entran en una casa especial, en
la cual, casi totalmente separados del mundo, van formando len-
tamente su espíritu para la ruda tarea, con ejercicios espirituales
sabiamente distribuidos. La Santa Madre Iglesia así lo requiere
y todos se someten a su querer con diligencia.
No se crea, sin embargo, que el antiguo método, que las cir-
cunstancias impusieron y Roma toleró, diera escasos frutos. Los
grandes misioneros salesianos, que llevaron la luz de la fe hasta
las proximidades del Polo Sur, lo mismo que la mayor parte de
los religiosos que formaron la segunda generación de la Congre-
gación, que se desparramaron por diez naciones de Europa y
América, salieron de ese noviciado original cuyo padre maestro
era Don Rúa.
Entresacamos del diario de uno de sus novicios, el P. Ves-
pignani, que entró ya sacerdote, una página encantadora que pone
de manifiesto la constante preocupación de Don Rúa para probar
las vocaciones que se le presentaban en el fuego de la acción.
En ella vemos cómo, a menudo, andaba en ello la mano de Don
Bosco.
«De ordinario — escribe el buen sacerdote — , Don Rúa probaba a
quienes pretendían entrar en la Congregación Salesiana encargándoles
el catecismo dominical de los alumnos internos o de los muchachos del
Oratorio. ¡Qué mejor, pensaba yo, que hacernos romper las primeras
lanzas nada menos que en el primer campo de las actividades de Don
Bosco! Me confiaron una sección del internado, compuesta de unos
ciento veinte muchachos, de primer curso de Bachillerato, que se re-
unían en un amplio local.
Me preparé lo mejor que supe, de acuerdo con las enseñanzas del

15.8 Page 148

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_ 137 —
Seminario. Tracé el plan, a mi ver, de éxito seguro : importancia del
Catecismo, ventajas de su estudio, forma de aprenderlo, eran los tres
puntos que pretendía desarrollar.
Rezadas las oraciones, empecé. Casi no había comenzado a hablar,
cuando reinaba ya un murmullo general. Fue creciendo, poco a poco,
hasta convertirse en un charloteo descarado. Mis alumnos eran todos
nuevos, indisciplinados. El barullo fue creciendo hasta ahogar total-
mente mi débil voz, impidiéndome que siguiera.
De vez en cuando, algunos de los disipados muchachos, compadeci-
dos de mí, se volvían hacia sus compañeros indicánndoles que se calla-
ran. Pero sus esfuerzos eran vanos.
Entonces, me paré de repente. Las conversaciones se pararon tam-
bién de golpe, para comenzar de nuevo apenas intenté despegar de
nuevo mis labios.
Empecé a gritar, para ver de dominar el tumulto. Los muchachos
me miraron sorprendidos y continuaron tan frescos su jaleo. Finalmen-
te, sonó la campana y me apresuré a terminar la clase, con el Agimus,
bajo la compasiva mirada de mis alumnos.
De un salto me planté ante Don Rúa para contarle mi fracaso. Me
escuchó con la sonrisa en los labios y, para consolarme, me dijo:
—Lo mismo sucede a todos los principiantes, por desconocimiento
del ambiente. La segunda vez irán mejor las cosas.
—'Estoy seguro de que la segunda vez me sucederá lo mismo. Son
todos muchachos nuevos; son demasiados. Por otra parte yo tengo poca
voz, y me falta energía y experiencia.
—No hay que desanimarse—insistió Don Rúa—. Le aseguro que la
próxima vez todo irá mejor. A propósito, ¿lleva usted preparada al-
guna historieta para contar?
—'Pues no.
—¿Cómo puede ser eso? Siempre hay que ir con alguna narración
sugestiva y detallada. Así se cautiva la atención de los muchachos.
Me preparé una bella historieta para el domingo siguiente y, ape-
nas advertí que se desencadenaba el barullo, comencé mi narración.
Pero ¡ay de mí!, no pude llegar ni a la mitad. Al principio aguzaron
todos las orejas, pero como los del final apenas me oían, se pusieron
a charlar; con lo que todos se contagiaron hasta ahogar totalmente la
voz del pobre narrador.
Fue un segundo fracaso, tan grande como el primero.
Yo pensaba : lo grande es que he venido a este centro de educación
para trabajar en favor de la juventud y resulta que no soy capaz ni de
enseñar el Catecismo, como lo hacía en mi Parroquia. ¿Qué haría yo
para vencer tal dificultad?
Aquella misma noche volví a ver a Don Rúa, el cual me reanimó

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— 138 —
asegurándome que aquellas dificultades eran el pan de cada día de los
educadores noveles. Pero me relevó de aquel trabajo.
Puédese imaginar mi descorazonamiento. Me presenté a Don Bosco,
y después de contarle mis fracasos, le confesé mi temor de no poder
cumplir las tareas más elementales de la vida salesiana.
—Pero cómo—replicó el buen Padre—, ¿pierde usted los estribos
ante un centenar de muchachos que, además de no ser malos, están de-
seando escucharle para aprender? Lo tínico que falta es conocerlos me-
jor, compenetrarse más.
—Fácil es decirlo, pero ¿cómo hacerlo?
—No es tan difícil. Mézclese con ellos. Tráteles con familiaridad,
hágase uno más entre ellos.
—Pero ¿dónde y cuándo me voy a mezclar con ellos? Yo no sé ju-
gar, ni correr, ni divertirme en su compañía. Mi delicada salud me im-
pide jugar de ese modo.
—'Está bien, póngase usted junto a la fuente. Allí encontrará du-
rante el desayuno o durante la merienda, grupos de muchachos que ha-
blan un poco de todo : del juego, de la clase, de los estudios. Acérqtie-
seles, hágase su amigo y todo marchará como sobre ruedas.
Con aquel consejo renació en mí la esperanza, aunque por el mo-
mento no alcanzaba a ver su importancia. Sin embargo determiné cum-
plirlo al pie de la letra. A la hora del desayuno me coloqué junto a la
fuente.
Era el desayuno de entonces un simple panecillo que repartían a
la salida de misa. Apenas lo cogían, corrían los muchachos, según una
vieja costumbre, junto a la fuente, devorando a dentelladas su pan.
Después se esparcían por el patio y comenzaban sus juegos. Los alrede-
dores de la fuente eran un punto estratégico.
Me acerqué por allí. Me paseaba bajo los soportales próximos sin
perder de vista la fuente ni los muchachos que la rodeaban devorando
su panecillo.
Llegado el momento propicio, me acerqué a ellos, entablé conversa-
ción, les pregunté por sus cosas, las cuestiones del día; les pregunté
quién era el primero en las traducciones y en matemáticas, y hasta me
atreví a hablarles de cómo oían el catecismo.
A medida que yo hablaba, se agrupaban en derredor de mí los chi-
quillos juguetones del día anterior. Respondían a mis preguntas con
franqueza. Hasta que les solté la que reventaba por salir de mis labios:
"¿Y por qué armáis tanto jaleo durante el catecismo?" Parecían ba-
jados de las nubes; ninguno de ellos había querido molestarme y, de
haberlo sabido, hubieran estado atentos; que habían comenzado dos a
charlar y los otros les habían seguido...; que, como el maestro no les

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— 139 —
avisaba, se creían autorizados a hacerlo...; y que, por fin, todos se ha-
bían contagiado. Pero no había ni sombra de mala voluntad».
Vi que nuestras almas no se habían entendido; caminaban por líneas
paralelas y no se hubieran juntado jamás si Don Bosco no me hubiese
enviado a la fuente.
Volví varias veces durante la semana. Y al domingo siguiente, yo
mismo pedí a Don Rúa que me dejara dar el catecismo. Estuvieron los
muchachos atentísimos y les gustó muchísimo la historieta.
Gané la partida porque me había conquistado la confianza y el cora-
zón de los muchachos. ¡Tanto me valió el colocarme junto a la fuente!»
Es, pues, de ver cómo la formación se daba en contacto con
la realidad. Don Rúa no perdía ocasión para enseñar la teoría a
sus futuros colaboradores. Pero se preocupaba, sobre todo, de
echarles al agua para que aprendieran a nadar. Aunque se hun-
dieran un poco, con tal de no llegar al fondo, con gusto les de-
jaba echarse solos. El permanecía vigilante en la orilla ; si se hun-
dían mucho, no necesitaba pedir socorro: su vigoroso brazo les
sacaba en seguida a la orilla.

16 Pages 151-160

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CAPÍTULO XVIII
CARGOS SOBRE CARGOS
A partir del año 1869 empezó Don Bosco a cargar sobre las
espaldas de su alter ego, una a una, múltiples responsabilidades.
Pasóle primero la homilía dominical, que predicaba desde ha-
cía veintiocho años, y Don Rúa, aún a trueque de mil sacrificios,
la dio durante veinte años.
En su manera de predicar se traslucía el alma, y aunque no
siempre breve, era claro, ordenado y eminentemente práctico. Su
entusiasmo estaba supeditado a la lógica del discurso. Ni retórica,
ni gritos ; poca, muy poquita gesticulación ; hermosa sencillez de
doctrina, encaminada a dejarse entender e iluminar las almas.
En los Ejercicios Espirituales de fin de curso para los Salesia-
nos, le encargaba Don Bosco la meditación de la mañana y de la
noche, y en ellas vertía los tesoros de su luminosa espiritualidad.
Cuantos le conocieron aseguran que había nacido para maes-
tro, tal era la claridad y el orden de su mente. Por eso no sor-
prende que el año 1870, al inaugurar Don Bosco en su casa los
estudios eclesiásticos —que hasta entonces hicieron sus primeros
religiosos en el Seminario Mayor de Turín— nombrara a Don
Rúa profesor de Sagrada Escritura. Sus conocimientos de las len-
guas griega y hebrea constituían una buena preparación remota ;
mas, por encima de todo, estaba su talento claro que le hacía a
propósito para ello.
A fines del mismo año, le pedía Don Bosco otro sacrificio.
Dada la escasez de profesores para la Enseñanza Media, el
Estado anunciaba exámenes extraordinarios para primeros de
otoño.

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— 142 —
Maravillosa ocasión. Don Bosco tomó la pelota al vuelo y rogó
a Don Rúa que se presentara. El porvenir era oscuro, frente a las
aviesas intenciones del nuevo Poder, que acababa de establecerse
en Roma. Había que andar prevenidos, especialmente de cara a
una posible legislación escolar que dificultara la enseñanza reli-
giosa. Por consiguiente, urgía tomar la delantera y obtener cuan-
tos títulos se pudiera para parar los golpes.
Tan preventivas medidas eran hijas de un hombre de gobier-
no. Pero la elección del candidato resultaba algo dura, puesto
que Don Rúa andaba ya aplastado bajo el peso de tantas respon-
sabilidades. Con esta nueva preocupación le condenaba fatalmen-
te a acortar el sueño. Y Don Rúa ya no era un niño: ¡ tenía trein-
ta años ! A esa edad y apartado de los libros, ¿tendría la flexibi-
lidad necesaria para prepararse a los exámenes?
Don Bosco sabía muy bien lo que se hacía. Le constaba de la
preparación de su discípulo y su memoria, su método y su entre-
ga tenaz al trabajo. El éxito demostró el acierto de la elección.
Pese a que el tribunal no era propicio a aprobar candidatos tan
contrarios a las ideas del momento, Don Rúa triunfó. Su examen
fue tan brillante que el P. Peyron —el único eclesiástico que per-
tenecía a la comisiónn examinadora— exclamó: ((Con cinco hom-
bres como éste, yo abro una Universidad».
Al día siguiente de su triunfo volvía Don Rúa a su ordinario
quehacer. Aquel trimestre de vida intelectual no fue más que un
paréntesis de su vida totalmente entregada a trabajos austeros,
a los que volvía alegremente.
Uno de ellos era el confesonario. Durante treinta años lo ocu-
po fielmente, cada mañana, entre la meditación y la misa. Ayudó
en este ministerio a Don Bosco mientras vivió, y, al morir, ocupó
su lugar en la sacristía de la Basílica de María Auxiliadora, entre
las dos puertas que dan al Santuario.
El número y constancia de sus jóvenes penitentes certifican la
veneración y el provecho de aquellas almas juveniles que buscan
el perdón, la luz y la dirección de su corazón sacerdotal. Al igual
que Don Bosco, cifraba Don Rúa el éxito de la educación en la

16.4 Page 154

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— 143 —
posesión de la divina gracia. Para él, era un colegio ideal aquel
en que todas las almas vivieran en amistad con Dios.
La confesión era, por tanto, su gran medio de educación.
¡ Qué ideal más maravilloso ; levantar las almas caídas, poner-
las en guardia frente al peligro, infundirles odio al pecado, ayu-
darle a luchar contra las malas costumbres, iluminar los replie-
gues de la conciencia, sugerirles medios para aguantar firmes en
el cumplimiento del deber, orientar los corazones al bien, a la
pureza, hacia el altar! ¿Acaso no era eso el cumplimiento del
consejo que Don Bosco le dio al alba del sacerdocio: guerra sin
cuartel al infierno? A ello se entregó Don Rúa con un ardor ca-
racterístico y, gracias a él, el reino de Dios ensanchaba sus fron-
teras en el corazón de los jóvenes.
Al salir de la iglesia volvía al torbellino de sus múltiples ocu-
paciones y volvía a ser el responsable de la disciplina ; de una
disciplina suave, pero imprescindible para el buen orden de un
gran centro de educación.
Se esforzaba para aumentar el orden y regularidad de la Casa ;
intentaba corregir los abusos disimuladamente introducidos y pro-
curaba reinase la obediencia de sus sueños: una obediencia de
persuasión.
Poco a poco suprimió las salidas de los aprendices a la ciudad
para cumplir encargos de los jefes de taller ; separó a los estu-
diantes de los artesanos, durante las horas de recreo; organizó
y puso en marcha las clases para después del trabajo ; estable-
ció la revista semanal, que la pasaba el administrador, y se pre-
ocupó continuamente de la competencia profesional y pedagógi-
ca de los jefes de taller.
Había en su disciplina una voluntad fuerte y amable, sin mie-
do a perder la propia estima con tal de asegurar el orden. Nada
escapaba a sus ojos durante las muchas e imprevistas vueltas que
daba por la casa. Aparecía cuando menos se esperaba, lo mismo
de día que de noche. Parecía el guardián viviente del reglamento.

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— 144 —
Cuenta el joven Dogliani, uno de los primeros hijos de Don
Bosco, que con el andar del tiempo haría una brillante carrera
musical, llegando a ser el primer maestro de capilla de la Basílica
de María Auxiliadora y compositor fecundo, una vez estaba él
estudiando tranquilamente una lección de violín en un local des-
tinado a librería, pasada ya la medianoche, cuando de pronto
oyó llamar.
((Será alguno que se equivoca de puerta», pensó, y siguió to-
cando.
Pero como siguieran golpeando cada vez con más fuerza, fue
a abrir, y cuál no sería su sorpresa al encontrarse cara a cara con
Don Rúa.
«—¿Pero eres tú quien toca así?—preguntó.
—Sí, Padre—respondió el artista en ciernes, un poco aturdido
al verse pillado a aquellas horas...
—Entonces, termíname el ejercicio empezado.
Cuando Dogliani terminó, díjole Don Rúa:
—Muy gracioso, desde fuera hubiera dicho que tocabais dos.
—Es que toco un ejercicio a doble cuerda.
—¡ Ah !, vamos a ver eso.
Y el músico accedió.
—¡ Muy bien, muy bien !—exclamó entonces Don Rúa—.
También me pareció oir así como una flauta...
—Seguramente ; merced a los armónicos que se obtienen apo-
yando con mucha suavidad el dedo sobre las cuerdas, resulta un
sonido agudo y dulce que parece una flauta. Oiga, óigalo usted.
—Es verdad, es verdad. Ahora que yo creo que te equivocas
acostándote tan tarde. Lo pagarás más adelante. Si tienes mucho
trabajo y necesitas que te ayuden, veremos de arreglarlo ; pero
la noche es para descansar, no lo olvides.
Y Don Rúa dejó allí plantado al artista, que determinó no to-
car más a aquellas horas el violín... ni la flauta.
Sucedió otra vez a las cuatro de la mañana.
Era verano. Algunos alumnos del curso de retórica, que se
habían levantado antes que sus compañeros, repasaban, senta-
dos en los peldaños de la escalera, a la luz de una lamparilla de

16.6 Page 156

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— 145 —
gas, diversas materias para los exámenes. Con tal atención estu-
diaban que no oyeron siquiera los pasos de uno que subía: no se
dieron cuenta hasta que lo tuvieron en el descansillo próximo.
—Es Don Rúa—dijo uno de ellos, asustado.
Y en un abrir y cerrar de ojos los muchachos se levantaron y
fueron corriendo a la cama en la que se metieron vestidos, pen-
sando para su capote: «¡ La que se va a armar hoy ! Don Rúa nos
llamará y...))
Pero Don Rúa no los llamó. Le bastaba con que le hubieran
visto. Ya tenían bastante con el miedo. Y es que Don Rúa era
bueno, muy bueno ; era hijo digno de aquel santo a quien repug-
naba castigar.
Este hombre, riguroso y, a la vez, dulce guardián de la ob-
servancia del reglamento, era el superior más alegre y expansivo
durante el recreo. Su delicia era jugar al marro o a las canicas ;
y ponerse a la cabeza de una turba de alegres chiquillos para can-
tar bajo el cielo estrellado, en las noches de verano, las canciones
que los mismos jovencitos entonaban.
El ((fiero)) Prefecto de disciplina cantaba alegremente, ponien-
do en ello toda el alma ; era la hora de recreo y el recreo era para
divertirse, según el reglamento.
¡ Qué hermosura hacerse niño con los niños !
10

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CAPÍTULO XIX
INSPECTOR PROVINCIAL
A partir del 1870 comenzaron a abrirse diversas casas sale-
sianas por el Norte de Italia. A los colegios de Lanzo y Mirabello
siguieron los de Alasio (1870), Varazze (1872) y San Pier d'Are-
na (1872) en la costa azul italiana.
Los primeros años de una casa, semejantes a la infancia, son
siempre difíciles. Un soplo puede a veces apagar una existencia.
Don Bosco lo sabía ; por eso, a pesar de sus ocupaciones, apro-
vechaba la más pequeña ocasión para llevar a sus obras la satis-
facción de su presencia, la luz de sus consejos y el acicate de su
celo. Sus visitas eran las del padre que llega, las del jefe supe-
rior a lo sumo ; pero no le hubiera gustado, ni por todo el oro del
mundo, que pudieran saber a inspección.
Dejó este duro y necesario papel en manos de Don Rúa, que
lo cumplía con aquel su sentido del deber y aquel cuidado de los
detalles que siempre lo distinguieron.
Compuso, para su norma, una especie de manual del buen
inspector, en el que se advierte la escrupulosidad con que reali-
zaba misión tan poco simpática por sí misma.
Al leer las páginas de aquel cuaderno parece que va uno si-
guiéndole, paso a paso, en su visita de inspección administrati-
va y moral por las casas.
Empieza por la capilla y la sacristía ; examina minuciosamen-
te la limpieza de los altares, de las paredes y del suelo ; la decen-
cia de los ornamentos sagrados y la exactitud de las ceremonias.
De allí pasa a las habitaciones de los superiores, para ver si
hay en ellas lujo superfluo. Al pasar por las aulas, comedores y

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— 148 —
dormitorios de los alumnos se preocupa de la limpieza de los lo-
cales y la cubicación del aire, la ventilación y el orden.
De cara a la vida religiosa de la casa empieza por los salesia-
nos. Se informa de si les dan las conferencias prescritas ; si se
les toma la cuenta de conciencia ; si reina entre ellos espíritu de
pobreza, de obediencia y modestia ; si cumplen todos con exacti-
tud las prácticas de piedad.
Se preocupa, sobre todo, de los clérigos de la casa; de cómo
andan en sus estudios de filosofía y teología ; si ponen empeño
en sus deberes de asistencia o de maestros ; si se dedican con es-
mero a la oración y la lectura espiritual,
Indaga el estado de salud reinante en la casa, toma nota del
nivel pedagógico y, sobre todo, se informa de la vida moral de
los alumnos: ¿les enseñan a rezar, a ayudar a misa?, ¿cómo les
asisten durante el estudio, en las clases, en la capilla, en el patio,
durante los paseos?, ¿cuidan de su persona y, sobre todo, de su
alma?, ¿funcionan las Compañías piadosas de la Inmaculada, del
Santísimo Sacramento, de San Luis?, ¿invitan de vez en cuando
a algún confesor extraordinario?, ¿reina espíritu de familia entre
maestros y alumnos?
Las preguntas se van haciendo más minuciosas. Don Rúa pre-
gunta si se despiertan vocaciones entre los alumnos y si los profe-
sores se preparan para obtener el título académico.
Llega más lejos y pregunta: ¿aprecia la población el cole-
gio?, ¿qué relaciones hay entre los superiores y la calle, y espe-
cialmente con la parroquia y autoridades?
Este interrogatorio ocupa la primera parte del cuaderno de
visitas de Don Rúa. La segunda parte estaba destinada a las ob-
servaciones, fruto de su inspección. Cada uno de los seis cole-
gios de la Sociedad tenía reservadas sus páginas, en las que ano-
taba las imperfecciones y defectos observados. Y de vuelta a Tu-
rín tomaba la pluma y entresacaba de sus notas cuanto creía ha-
bría de ser útil a los Superiores de las Casas.

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— 149 —
He aquí —escribe uno de ellos— las impresiones de mi última vi-
sita» El conjunto me ha satisfecho, lo mismo la conducta de nuestros
hermanos jóvenes que la de los alumnos. Llamo, sin embargo, tu aten-
ción sobre los siguientes puntos.
Y señalaba más de quince.
«Mi querido Director —añadía—, comprendo que muchos de estos
olvidos corresponden a tus subditos; pero conviene que lo sepas, por-
que la corrección viene siempre de arriba. Tú eres la cabeza y el pre-
fecto los brazos; los dos debéis ser ojos para ver y oídos para escuchar.»
En un colegio advertía que los manteles del altar tenían man-
chas de cera ; que había poca limpieza en el rinconcito de la lam-
parilla del Santísimo ; que faltaban emblemas religiosos en algu-
nas clases...
En otro, observaba que no se preocupaban bastante de que se
confesaran los muchachos. Algunos no lo habían hecho más que
una o dos veces al año...
Sus observaciones se extendían al superior y al último de los
hermanos.
A cierto director le reprochaba que diera él las correcciones,
porque así se alejan los corazones ; a otro le mandaba quitar la
alfombra de su habitación y evitar un aire autoritario que infun-
de temor a los alumnos ; a éste le sugiere se mezcle más con los
niños para conocer sus necesidades, acercarse más a su alma y
remediar así muchos males, y a aquél le impone cuide más su
delicada salud, liberándose, al menos, de la obligación de pre-
dicar.
Recomienda a los prefectos se cuiden de los hermanos coad-
jutores, para que cumplan fielmente sus deberes religiosos ; pa-
sen revista cada mes de sus alumnos, particularmente de su vida
religiosa ; lean cada semana un capítulo del reglamento a todos
juntos y conferencien a menudo con el Director para prever y re-
mediarlo todo.
A los salesianos insistía de modo especial, sobre la medita-
ción en comunidad, la lectura durante las comidas, las conferen-

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— 150 —
cías mensuales, la cuenta de conciencia, la clase de ceremonias
y la suscripción a todas las colecciones editadas por salesianos.
Renunciamos a seguir su inspección detallada y práctica en
los minuciosos detalles de sus observaciones. Basta lo dicho para
demostrar que él fue el primer inspector provincial de la incipien-
te sociedad.
¡ Era maravillosa la actividad desplegada por éste hombre !
Es de advertir que esta nueva y grave preocupación era además
de las otras.
Y no sería la última.
Por aquellos mismos años preparó varios números de la co-
lección de clásicos italianos ; sustituyó a Don Cagliero, que partió
para las misiones de Patagonia, como director espiritual de las
Hijas de María Auxiliadora ; ayudó momento por momento a
Don Bosco en la organización de su Congregación femenina (1872),
en la preparación de la primera expedición de misioneros (1875),
en la creación de los Cooperadores Salesianos (1876), en la fun-
dación de la obra de los Hijos de María para vocaciones tardías
(1876) y en la publicación del Boletín Salesiano (1877).
Todo eso era la tarea prevista, el trabajo fijo.
Lo imprevisto era a veces aún más pesado ; pero no huía de
ello, guiado siempre por el mismo pensamiento filial de descargar
a Don Bosco.
A todo llegaba, gracias a su espíritu metódico y ordenado, y
al dominio de sus nervios ; sabía hacerse ayudar, tenía una me-
moria prodigiosa, era un trabajador incansable, tranquilo y...,
sobre todo, amaba a Don Bosco con cariño indecible. Ya lo dijo
el gran San Pablo : el amor torna sobre sus hombros cuanto pue-
de aguantar ; Caritas omnia sústinet.

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CAPÍTULO XX
TRAS VEINTE AÑOS DE SACRIFICIO
Cuando Don Rúa fue a Mirabello en 1863, le acompañó su
madre para encargarse de la ropería del naciente Colegio. Tenía
ella sesenta y tres años.
Al volver su hijo a Turín, dos años más tarde, a consecuen-
cia de la muerte de Don Alassonatti, la buena mujer no se atrevió
a abandonar la nueva familia, tan necesitada de sus cuidados y
de la habilidad de su aguja. Así que permaneció en aquel Cole-
gio, hasta ser trasladado a Borgo San Martino, en 1870.
Aquel año volvió a Turín y, de nuevo, se puso al frente de
sus antiguos trabajos. La familia que Mamá Margarita confió a
sus cuidados, pudo contemplarla durante seis años más, desve-
lándose en el silencio y la oscuridad por atenderla.
Pero un día la muerte detuvo su paso y la obligó a dejar la
aguja y el dedal.
Desconocemos detalles de su última enfermedad ; nadie, ni
su hijo siquiera, nos hablan de la duración de la misma ni de sus
últimos momentos de existencia.
Falleció el 21 de junio de 1876, fiesta de San Luis Gonzaga.
El entierro salió de su propia parroquia, la de San Simón y
San Judas, y no de la iglesia de María Auxiliadora.
Su entierro fue sin flores ni coronas ; entierro de pobre, como
fue el de Mamá Margarita.
Como ella, fue enterrada en la fosa común, en un ataúd de
madera ; porque la pobreza de la casa de Don Bosco no alcanza-
ba para comprar una sepultura.
Pero también, como Mamá Margarita, fue acompañada des-

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CAPÍTULO XXI
EN TODO, MITAD Y MITAD
En los diversos cargos que Don Rúa ocupó desde el 1870 has-
ta el 1876, para el mantenimiento del orden en la Casa, puede
decirse que triunfó. Hay quien dice que hasta demasiado. En efec-
to: era el tipo de superior a quien se le teme más que se le ama.
Bastaba decirle a un niño de la casa o a un cleriguito: ((Te
llama Don Rúa», para verlo palidecer y subir temblando la es-
calera ...
Era frase corriente en el Oratorio: ((Más vale un no de Don
Bosco que un sí de Don Rúa)).
Don Bosco, que todo lo advertía, trataba a veces de moderar
aquella su dulce pero inflexible firmeza.
((Escucha, le dijo un día a la hora del desayuno, qué dispara-
te de sueño he tenido. Estaba yo en la sacristía y me quería con-
fesar. No está allí más que Don Rúa en su reclinatorio. No me
atreví a pedirle me confesara por miedo a su severidad y me mar-
ché como había entrado.))
Todos, hasta Don Rúa, rieron la ocurrencia, pero él siguió
velando por la disciplina con la misma exactitud.
Por un lado, aquel su celo era excelente ; por otro, podía mo-
lestar. Cagliero, el de las gracias llenas de sal, interpretando el
sentir general dijo un día: ((Don Bosco, usted no es eterno. Cuan-
do se vaya al cielo, que ojalá sea muy tarde, Don Rúa ocupará
su puesto. ¿Usted cree que le vamos a tener la misma confianza
que le tenemos a usted? Ca, no señor. ¿Dice usted que por qué?

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— 158 —
resuelvas este asunto», ((Don Rúa, provee», «Don Rúa, lee aten-
tamente y atiende», etc., etc.
Cada año, a fines de enero, alrededor de la fiesta de San Fran-
cisco de Sales, tenía Don Bosco la costumbre de reunir a los di-
rectores de todas sus Casas. Las reuniones solían durar de martes
a viernes, a fin de que los directores pudieran volver a sus Casas
para el domingo. En estas reuniones de familia se exponía !a si-
tuación de cada casa, se examinaban las dificultades, se trataban
los asuntos de mayor urgencia, se resolvían dificultades y se da-
ban, por autoridades competentes, consignas y normas pedagó-
gicas, administrativas y religiosas. Estas autoridades competen-
tes no eran sino Don Bosco y Don Rúa. Don Bosco se reservaba
para las reuniones generales. Don Rúa se encargaba de las otras
y presidía casi todas las sesiones. Entre los dos se repartían la res-
ponsabilidad de aquellas reuniones, que eran de provecho general.
Durante el 1877 se celebró el primer Capítulo General de la
Congregación Salesiana, en el Colegio de Lanzo, cerca de Turín.
Asistieron todos los directores y prefectos de las Casas Salesia-
nas. El segundo, se celebró en el mismo lugar tres años más tar-
de. Las actos y deliberaciones de aquellas reuniones fueron en-
viadas a cada una de las casas, precedidas de una circular en la-
tín en la que Don Bosco se explayaba en recomendaciones diver-
sas. Antes de darla a la imprenta, se la hizo leer a Don Rúa, y el
Padre añadió al texto algunas observaciones que el hijo le fue
haciendo.
A la pluma de Don Rúa iba dejando Don Bosco las cartas
mensuales para los directores de los Colegios ; y más tarde la
circular para los tres primeros Provinciales de la Sociedad. Los
temas principales eran recomendaciones, observaciones, llama-
das al orden, peticiones de ayuda ; ya entonces demostraba Don
Rúa lo que sería toda su vida: un apasionado defensor de la re-
gla, exacto, piadoso y, al mismo tiempo, paternarmente cariñoso.
Cuando desbordado por las ocupaciones y asediado por las

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continuas visitas, no podía Don Bosco, muy a pesar suyo, presidir
los Ejercicios Espirituales de los salesianos, delegaba en Don Rúa.
Así le suplió en San Pier d' Arena, en Mornese, en Lanzo y en
Marsella en 1880. Aquella fue la segunda vez que entraba en
Francia: con sus modales delicados y comedidos, la fineza de su
educación, su buen humor y su conocimiento de la lengua fran-
cesa, que hablaba sin esfuerzo, con buen acento, cautivó a cuan-
tos se le acercaron.
A fines de abril de 1881 se encontró en Genova con Don Bos-
co, que volvía de Francia, y le acompañó hasta Roma. León XIII
había encargado al fundador de los Salesianos la pesada tarea de
terminar la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús, sobre el monte
Esquilino, parada por falta de recursos. Hacía más de un año que
Don Bosco se había entregado a la ruda tarea, dando un grande
empuje a la obra ; iba a Roma para ver el estado de la misma.
Pero lo que pretendía, sobre todo, era examinar con Don Rúa
los planos de los arquitectos, sopesar las dificultades del empre-
sario, buscar los medios más seguros para terminar la obra, por-
que empezaba a envejecer y temía no ver acabado el Santuario.
Los ejemplos descritos, desgranados entre mil, muestran bien
a las claras cómo todo era común para aquellos dos corazones.
El pensamiento, las preocupaciones, los proyectos, las alegrías y
las penas de Don Bosco eran los pensamientos, preocupaciones,
proyectos, alegrías y pesares de Don Rúa. Fuera de los misterios
de la gracia, ocultos en el fondo de sus almas —¡ y quién sabe !—
todo lo del uno lo sabía el otro. Era un negocio totalmente a
medias.
Todo este honor era una carga que Don Rúa llevaba a cues-
tas. Porque no hay que creer que con esta especie de ascenso a
un plano superior, le aligerara en nada de las antiguas ocupacio-
nes. El único cargo antiguo de que había sido exonerado era de
la formación de los novicios y la dirección de la Casa. —¡ Y aún !—
¡ Cuántas veces se hubo de meter en los dos campos, especial-

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mente en el segundo ! Don Lazzero era un hombre bueno, el mo-
delo más acabado de un «buen papá» ; por eso precisamente era
poco exigente y la disciplina de la Casa se resentía a ojos vistas.
Don Rúa tenía que remediar muchas veces ciertos desórdenes que,
durante su mandato, fueron totalmente desconocidos. Sus hom-
bros se doblaban a veces bajo el peso de tantas responsabili-
dades.
((Don Rúa se mata—observaba un testigo de aquellos sus días
ultrarrepletos—. ¡ Qué apóstol, qué mártir El mismo Don Bos-
co da fe de este aserto.
Era la vigilia de la Asunción de 1876. Después de cenar le
preguntó un salesiano a quemarropa:
—¿Es verdad, Don Bosco, que algunos de sus hijos han muer-
to víctimas del trabajo?
—Si eso fuera cierto—respondió el incansable trabajador—,
nuestra Congregación marcharía mejor. Pero no es verdad. Nos-
otros trabajamos mucho, es cierto ; pero decir que han muerto
algunos sacerdotes víctimas del trabajo, es faltar a la verdad.
Los muertos durante estos últimos años estaban ya enfermos.
Don Alassonatti tenía un tumor en la garganta. Consultó a mu-
chos médicos y ensayó mil remedios, pero no pudo vencer el mal.
Don Rufino fue también un gran trabajador, pero cayó vícti-
ma de su imprudencia. Fue de Turín a Lanzo lloviendo a cánta-
ros. Al llegar, en vez de cambiarse de ropa, se puso a confesar,
totalmente calado, y contrajo una tuberculosis que acabó rápida-
mente con su organismo.
Don Croscerio trabajaba apasionadamente, sí, pero desde su
más tierna infancia estaba enfermo del corazón, por lo que murió
antes de lo que pensábamos.
Don Chiala, como bien sabéis, era inspector de correos antes
de hacerse salesiano, y presentó la dimisión de su empleo por
falta de salud.
Uno sólo, de entre nosotros, merecería el título de mártir del
trabajo: Don Rúa. Pero gracias a Dios se conserva lleno de salud.

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CAPÍTULO XXII
CARAS DISTINTAS
Al seguir paso a paso a nuestro héroe se puede fácilmente
llegar a pensar que no había en él más que una idea: la de copiar
en todos sus rasgos el modelo elegido.
Sí, es así. Pero no hasta el extremo de confundirse con él;
no hasta perder las propias cualidades por las del modelo.
En efecto, es difícil encontrar en el fondo dos hombres más
distintos que éstos y que vivieran tan a la par.
El hijo admiraba al padre e iba copiando, uno tras otro, los
secretos de su acción. El padre apoyábase en el hijo y veía, satis-
fecho y confiado, cómo crecían sus extraordinarias cualidades.
Pero cada uno seguía con su personalidad.
En los Anales de la Casa, hay una paginita que ilumina como
rayo de luz el contraste de aquellos dos caracteres.
29 de abril de 1879.
Don Bosco, aplastado bajo el peso de mil deudas. Ruina eco-
nómica total.
La lotería, que por novena o décima vez lanzaba al público,
no tenía éxito. Era imposible vender la finca y bienes del Barón
de Barbania, que acababa de heredar. Y había que pagar cien
mil francos...
No sabía dónde hallarlos. Durante la cena de aquella noche,
tras una larga sesión de confesonario, se desahogaba con los su-
yos buscando las causas de su penuria...
Allí estaba Don Rúa, atento, sin sospechar el «directo» con
que le iba a atacar.
De repente, volviéndose hacia él, le preguntó Don Bosco:
n

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CAPÍTULO XXIII
FRACASO DE UNA FUNDACIÓN
Una de las tareas de Don Rúa era atender la fundación y
principios de las Casas Salesianas que se abrían. ¡ Cuántas veces
apareció, a la puerta de algunas obras nacientes, nada más que
su cara sonriente ! Don Bosco andaba por otros lugares, preocu-
pado por asuntos sin fin...
Parecía que la presencia de Don Rúa en las fundaciones pro-
yectadas iba acompañada del éxito. Pero no siempre fue así.
Sus diligencias en París, en 1879, no tuvieron éxito. Usó
delicadeza y tacto exquisitos ; pero la fundación Salesiana en
la Ciudad de la Luz chocó con exigencias que ni Don Bosco ni
nadie podían aceptar.
El abate Roussel intentó traspasar su Instituto de Auteuil a
Don Bosco. Resulta una historia interesante.
El orfanato de este sacerdote y su simpática figura llamaron
la atención de todos los habitantes de París desde el 1870 al 1900.
Era una fundación semejante a la de Don Bosco. Una noche
invernal del 1865 se encontró con un pobre muchacho que revol-
vía un montón de basura.
— ¿Qué buscas ahí? — le preguntó.
— Algo para comer — respondió el muchacho.
Y movido a compasión, le dijo el sacerdote:
— Ven conmigo.
Tomándolo de la mano le llevó consigo y le dio cena y cama.
Lleno de gozo, salió al día siguiente a la calle y recogió a otro

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vagabundo. Una semana más tarde tenía ya seis muchachos en
su casa. Les vestía y alimentaba lo mejor que podía. Su caridad
para con aquellos muchachos de la calle, casi gitanos, no era muy
ordenada, viéndose obligado a mendigar para asegurar su subsis-
tencia.
Y no paró aquí. Necesitaba muebles para sus protegidos y los
obtuvo. Quiso librarles de los peligros de la miseria, de la calle,
del taller y entonces abrió una escuela de aprendices. El buen
sacerdote, que en un principio no pensó más que en albergarlos
durante tres meses para enseñarles el catecismo antes de lanzarlos
a la vida, comenzó a pensar en prepararlos para una mejor exis-
tencia dotándoles de honesta profesión y educación cristiana. Así
se fundó el Instituto Auteuil del abate Roussel.
Mas los asombrosos progresos de la prensa ponían en peligro
la fe y la inocencia de la juventud. Había que preservarla opo-
niendo a la prensa malsana, periódicos, revistas y libros sanos y
ortodoxos. Así nació su imprenta equipada para la publicación de
los dos semanarios católicos: La France ittustrée y L'Ami des
enfants.
Era verdaderamente asombroso ver la semejanza de origen y
desarrollo entre la obra de Roussel y la de Don Bosco. Con ra-
zón dijo el Santo de Turín, cuando su émulo de la caridad de
París manifestó el deseo de unírsele: ((Delante de Dios, ahora y
siempre, le considero como un salesiano más».
Ese deseo se remontaba al 1877.
Atravesaba por entonces la obra del abate Roussel una gra-
ve crisis.
Las dificultades económicas crecían con el número de alum-
nos y las filtraciones de la administración poco vigilada.
La moralidad cojeaba ; poca vigilancia, vigilantes improvisa-
dos, personal de paso, método represivo, formación individual
descuidada por el poco tiempo libre del abate Roussel, siempre
preocupado tras el dinero y por su profesión de periodista.

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— 167 —
Total, que al llegar el fundador a los cincuenta y tres años de
•edad, se preguntó: ¿Qué va a ser ^e m^ °kra a m* muerte?
.¿Quién la seguirá?
Habiendo presentado sus inquietudes a Pío IX, éste le su-
girió la idea de unir su obra a la de Don Bosco. El gran apóstol
de la juventud se encontraba precisamente en Roma. Fue a verle
el abate Roussel y empezaron los tratos.
—Llámenos a París—díjole Don Bosco—, a los ocho días allí
nos tiene.
El asunto se prolongó todavía un año. Pero en julio de 1878,
ante una borrasca económica que amenazaba con el naufragio,
decidióse el abate Roussel a ir a Turín. Fue precisamente durante
el mes de septiembre ; visitó el Oratorio detalladamente, habló
largamente con Don Bosco, trabó conocimiento y amistad con Don
Rúa y se quedó encantado.
El 10 de octubre siguiente, previa la autorización de su Arzo-
bispo el Cardenal Guibert, empezaron las conversaciones ofi-
ciales.
El Consejo Superior de la Congregación acogió favorablemen-
te la petición. Los salesianos prometieron su inmediata colabo-
ración con dos condiciones: libertad para aplicar en el estableci-
miento el sistema de educación de Don Bosco y un contrato en
regla que garantizase el porvenir.
Había que evitar, sobre todo, para después de la muerte del
fundador, tener que abandonar la obra, sin motivos suficientes.
No era conveniente estar a merced de cualquier incidente de los
que a veces nacen entre dos autoridades, aunque animadas casi
siempre de la mejor intención.
Don Rúa, acompañado del P. Cays de Giletta (1) fue a París
(1) El Conde Carlos Cays de Giletta y Cassalette nació el 16 de noviembre de
1813 en Turín. Al quedar viudo, después de ocho años de matrimonio, se entregó
totalmente a obras de apostolado. Fue presidente general de las Conferencias de San
Vicente de Paúl, en el Piamonte. Fue también uno de los ayudantes de primera hora
de Don Bosco, con sus generosas limosnas y con su trabajo personal como catequista
de los niños del Santo, en sus Oratorios de San Francisco de Sales y del Santo Ángel.
Durante la epidemia del cólera (1854) la familia real del Piamonte se hospedó en
«u palacio de Sassalette, a 15 kms. de Turín. Fue diputado del Parlamento piamontés

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— Í68
para presentar el proyecto. Salieron el 6 de noviembre y no vol-
vieron hasta el 30.
El asunto se enredaba. Se presentaron tan serias dificultades
que Don Bosco hubo de enviar a Don Rúa nuevas instrucciones,
en carta escrita desde Genova el 1 7 de noviembre.
Las instrucciones eran amplias. Se le concedía al abate Rous-
sel cuanto exigía ; se cerraban los ojos a la situación económica
de la casa ; hasta se le prometía la apertura de un noviciado (así
lo pedía el abate) con tal que el fundador garantizase suficiente-
mente el porvenir de la obra en París. ((Queremos tener la segu-
ridad, decía la carta, de que no nos veremos obligados a levar
anclas ante cualquier eventualidad».
Don Bosco cedía en sus concesiones cuanto podía, porque de-
seaba ardientemente instalar su obra en París. Lo confesaba en la
carta a Don Rúa : ((No te oculto que abrir en la actualidad una
casa en París me parece nos reportará ventajas morales, religio-
sas y hasta políticas» .
La fundación parecía podría dar gran brillo a la joven socie-
dad y llegar a ser un éxito sin precedentes. Los salesianos habían
comenzado a extenderse por doquiera, pero aún no habían logra-
do instalarse en una gran capital. Inesperadamente se les llegaba
la ocasión a las manos. ¡ Toda una ganga ! Una fundación en la
Ciudad de la Luz daría a conocer su existencia al mundo entero.
Aumentarían las vocaciones y aumentaría la simpatía de las gen-
tes por su Congregación. Todo un porvenir de conquista parecía
ligado a la entrada de los salesianos en París. Era lógico pensar
desde 1857 a 1860 ; pero se retiró de la política ante el sesgo que tomaba con Cavour
y Ratazzi.
En 1877 se hizo salesiano. Fue ordenado sacerdote al año siguiente y Don Bosco le
nombró Director de la fundación de Challonges, en Savoya, el 1879.
Murió en el Oratorio de Turín el año 1882.
Fue una de las vocaciones tardías más hermosas obtenidas por Don Bosco. Su en-
trega fue total. Durante sus cinco años dé vida religiosa dio grandes ejemplos de vir-
tud. El que albergó en su palalio a la familia real, supo vivir en la casa de Don Bosco,
en una miserable buhardilla.

18.3 Page 173

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— 169 —
que las Casas de la Sociedad ya existentes adquirirían mayor pres-
tigio.
Desde Turín se seguía con gran interés la marcha de las con-
versaciones en cuyo éxito todos confiaban. Se prolongaron duran-
te todo el mes de noviembre. El último día volvía Don Rúa para
exponer el resultado de su viaje.
Apenas comunicó las últimas exigencias del abate Roussel,
el Consejo Superior de la Congregación Salesiana rechazó unáni-
memente dos de ellas.
El texto del convenio restaba libertad de acción a los salesia-
nos en la administración de la obra y les ataba demasiado al fun-
dador del Instituto Auteuil.
Con esto podían fácilmente nacer conflictos entre los salesia -
nos y los miembros de la Junta ; y, además, se le quitaba al Su-
perior General (Don Bosco entonces y más tarde su sucesor) par-
te de la completa autoridad que su cargo requería. Por un lado se
quitaba libertad y por otro se tomaban demasiada. Se planteaba
una delicada cuestión...
Aún había más exigencias por parte de París ; tantas que el
pobre ((embajador)) quedó confundido.
Los religiosos que fueran a ayudar al abate Roussel irían a
prueba por un año. Para quedarse definitivamente deberían de-
mostrar durante trescientos sesenta y cinco días su habilidad ad-
ministrativa, pedagógica, religiosa, etc., etc. Era, en efecto, una
prueba.
El proyecto se venía abajo con los vientos de tales pretensio-
nes. Pero Don Bosco, que deseaba a toda costa triunfar, redactó
pacientemente un nuevo convenio, tomando como base algunas
propuestas que ya Don Rúa había, acertadamente, presentado en
París.
Por el momento renunciaba a la plena libertad de acción fren-
te al consejo de administración ; se renunciaba también a asumir
toda la responsabilidad material y moral de la obra ; y se organi-
zaba, dentro del mismo Instituto, un noviciado para la formación
del personal del momento y del porvenir.

18.4 Page 174

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— 163 —
Y después, corno hablando consigo mismo, añadió Don Bos-
co, a manera de conclusión:
—¡ Qué pena ! Aún no he podido encontrar el administrador
de mis sueños: un administrador que se abandone totalmente en
las manos de la Providencia, sin guardar un céntimo para ma-
ñana. SI alguna vez marcha mal nuestra hacienda, será por haber
calculado demasiado. Es así ; Dios se retira cuando aparece el
hombre.
¡ Qué dos mentalidades más distintas las de los dos apóstoles !
El uno echado totalmente en las manos de la Providencia,
para arrojarse a la obra del momento con audacia ilimitada ; el
otro, previsor, calculador, reduciendo al mínimum toda impre-
visión.
Dos mentes, dos maneras/ de ver las cosas, dos modos de
obrar.
La viveza de este diálogo recuerda el chocar de las espadas
en un juego de esgrima y da una idea clara de la sana libertad en
que se desenvolvía la naciente familia religiosa. No se anulaba la
personalidad, no se deformaba al individuo con un molde común ;
se perfeccionaban las dotes naturales, cada rostro conservaba sus
rasgos y los hombres se completaban para alcanzar un único fin
en la unidad de un gran amor y de una misma tarea.

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CAPÍTULO XXIV
COMPAÑERO DE VIAJE
Cuatro años más tarde, en abril de 1883, volvía de nuevo
Don Rúa a París, llamado por Don Bosco.
Había salido el Santo de Turín a fines de enero para visitar
las casas y amigos del Litoral. Cargado de años, de preocupacio-
nes, de trabajos y enfermedades, no sabía a ciencia cierta a dónde
se dirigiría después de esa visita. Andaba vacilando, como si es-
perase una señal del Cielo. Y cabe sospechar si la recibió cuando,
el primero de abril, tomaba deliberadamente el tren de París.
Los que han leído la vida de Don Bosco saben del recibimien-
to que le dispensó París. Durante casi un mes fue el hombre del
día. Una fuerza irresistible llevaba hacia él a la aristocracia y al
pueblo. Se agolpaban en las iglesias para verle, oírle y asistir a
su misa. Se estacionaban hileras de coches frente a la casa que le
albergaba. No había forma de desalojar su antecámara. Montones
de cartas le esperaban en la portería del palacio Combaud, de la
calle Mesina, donde moraba. Se llevó como secretario para este
viaje al P. De Baruel, francés. Pero como a las cuarenta y ocho
horas le viera ahogado bajo las olas de cartas y de visitantes, tele-
grafió a Don Rúa. Veinticuatro horas más tarde el alter ego se
presentaba en París y se entregaba a su tarea.
¡ Tarea dura y abrumadora !
Había que recibir a los visitantes, atenderles y calmar su im-
paciencia ; recibir a los periodistas y contestar a sus preguntas
discretas o indiscretas ; abrir los cientos de cartas que llegaban,
dar cuenta de ellas a Don Bosco y responder según sus intruc-
ciones.

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— 172 —
Durante aquellos días escribió el mismo Don Rúa a uno de sus
amigos: «No puedes imaginarte el montón de cartas que esperan
contestación sobre mi mesa. Ni con siete secretarios habría bas-
tante. Menos mal que se nos ha juntado un religioso de la vecin-
dad y nos echa una mano)).
No era una exageración de Don Rúa. El corresponsal de La
Liberté lo confirmaba: «Jamás habíamos visto tanta correspon-
dencia recibida en un solo día. Una montaña de cartas cubría el
escritorio y las ya rotas desbordaban las papeleras. Por algunos
rasgos de los trozos rotos se adivinaban manos femeninas. El se-
cretario general—fue el apodo con que el periodista bautizó a Don
Rúa— tomaba nota de su puño y letra de las que parecía mere-
cían respuesta y las metía en el fajo que tenía delante. ¡ Qué de
cartas, Señor
Ayudado por el Padre Baruel, las iba contestando Don Rúa en
los pocos momentos de ocio que le quedaban, y, sobre todo, cuan-
do Don Bosco salía de visita, a dar conferencias y presidir reunio-
nes. El día resultaba corto para despachar las más urgentes, por
lo que había que dejar correr la pluma durante la noche...
Este trabajo agotador y oscuro lo llevó a cabo con calma y ele-
gancia, con amabilidad y destreza, durante todo el viaje de Don
Bosco: en París, en Amiens, Lila, Dijon, Dole...
Cuando el 25 de mayo por la mañana emprendieron el regre-
so hacia Turín, Don Rúa estaba que no podía más...
Llegaron el 31 de mayo. Y aquella misma noche, sin descan-
sar, redactó Don Rúa una carta para todos los directores de las
casas contándoles detalladamente lo más importante del viaje
triunfal del Padre.
Empezaba así: «Nuestro Padre querido, ausente de Turín
hace cuatro meses, acaba de volver sano y salvo, por la gracia
del Señor. El viaje ha sido una continua demostración de adhe-
sión y veneración de los buenos franceses hacia Don Bosco y nues-
tra Congregación. Hemos de dar muchas gracias a Dios por el sin-
número de favores que durante el viaje ha concedido a nuestro
Padre y a sus hijos.))

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— 173 —
Dos meses más tarde tuvo que volver a ponerse en camino.
El heredero desterrado de la corona de Francia estaba a las
puertas de la muerte en Fróshdorf (Austria). Un mal misterioso
le consumía y reclamaban a Don Bosco junto a su cabecera para
ver si se hacía un milagro*.
Semiagotado, rendido todavía por las emociones del viaje por
Francia, el apóstol intentó liberarse de las fatigas de un nuevo
viaje. Pero de tal modo le acosaron con cartas, telegramas y em-
bajadas, que al fin tuvo que ceder y ponerse en las manos de
José de Bourg, camarero secreto del Príncipe, que se llegó ex-
profeso a Turín con encargo —según su propia expresión— de
llevarlo vivo o muerto.
Acompañado de Don Rúa, salió el 13 de julio, en coche cama.
El viaje fue durísimo. El Amable guía cuenta las peripecias
del mismo en una breve crónica publicada en 1910 (1). Llegaron
tarde a Venecia para empalmar con el tren de Austria y tuvieron
que tomar un ((tren carreta» que tardó veinticuatro horas en llegar
a Fróshdorf, con sus inacabables paradas.
«Menos mal, escribe el señor de Bourg, que el tiempo pasó bastante
aprisa charlando con mis dos compañeros de viaje. En vano intenté
hacerles tomar alguna cosa durante las largas paradas. La ((comilona»
de Don Rúa consistió en una bendición y un par de huevos hacia las
dos de la tarde. Mientras tanto, Don Bosco se paseó, el pobre hombre,
a lo largo del andén de la estación, con los brazos cruzados tras la es-
palda. La sotana de Don Bosco llamaba la atención de todo el mundo,
ya que los sacerdotes de Austria llevan levita negra y sombrero hongo.
No me extraña que, con tal régimen, estén los dos santos religiosos tan
delgados. Pero son unos santos, con lo que todo queda compensado.))
Una vez en Fróshdorf, Don Bosco se presentó ante el desahu-
ciado Príncipe. Durante los dos días que permaneció a su l^do
pareció que el Conde de Chambord mejoraba ; por lo cual el san-
to sacerdote se despidió del augusto enfermo haciéndole prometer
que visitaría el santuario de María Santísima . . ,^—.
_
guía la mejoría.
O^>S ^«,
DE
(1) Les entreüues des Princes a Fróshdorf.
^IÍS C^ \\ V ) O LJ

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— 174 —
El 1 7 de julio por la noche, volvían los dos viajeros a Turín.
Unos días más tarde recibía Don Rúa una agradable carta de
la Condesa de Chambord.
«El recuerdo de los dos días que Vdes., querido Don Rúa y Don
Bosco han pasado con nosotros nos será siempre muy grato.
Me alegro de que el viaje de vuelta haya sido bueno. No me extra-
ña : santos como usted y su Padre gozan de especial protección de los
ángeles custodios.
La salud del Príncipe es mejor cada día, gracias a Dios, a pesar de
las pequeñas crisis que se repiten, aunque a intervalos más largos.
Me dice, ahora mismo mientras escribo, que pida expresamente a
Don Bosco siga recordándole en sus santas oraciones, porque pone en
ellas toda su confianza.»
Sin embargo, Dios no juzgó oportuno oír las oraciones. La
mejoría del Príncipe no duró. Unas semanas más tarde, y a con-
secuencia de algunas imprudencias, el 24 de agosto, la Casa Real
de Francia perdía a su heredero.
Don Rúa acompañó también a Don Bosco el 1886.
El gran apóstol había cedido a la invitación y prometido visi-
tar a sus fervorosos amigos de Barcelona. Tenía setenta y dos
años ; caminaba difícilmente con sus varicosas piernas y su orga-
nismo que se debilitaba día a día. Pero a pesar de tan deplorable
estado de salud se impuso el duro sacrificio.
Don Rúa se le juntó en Marsella, camino de España, y al
llegar a la frontera le dio la más agradable de las sorpresas. A'
pasar la aduana habló en español con la policía y carabineros que
sellaban el pasaporte y revisaban los equipajes.
Creyó Don Bosco, al principio, que su compañero hubiera
aprendido algunas frases corrientes en algún manual de viajes ;
pero se tuvo que convencer bien pronto de que no era así.
Apenas supo que tendría que acompañar a Don Bosco a Bar-
celona, compró una buena gramática y La Imitación de Cristo
en español y se puso a estudiar la lengua de Cervantes.

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— 175 —
Tenía una memoria admirable y una ductilidad y tenacidad
extraordinarias ; conocía el latín, el italiano y el francés, pero, so-
bre todo quiso dar aquella alegría a Don Bosco.
Fue una agradable sorpresa para el corazón del anciano.
—¡ Muy bien, bravo !—le dijo—. Con tu español me sacarás
de apuros.
Y así fue. Don Rúa le sirvió de enlace muchas veces para tra-
tar con sus cooperadores. En su nombre habló a los alumnos de
las Escuelas Salesianas de Sarria y dio la conferencia reglamen-
taria a los cooperadores en la capilla de las mismas.
Los cooperadores de Barcelona recibieron a Don Bosco triun-
falmente. Como a un rey.
Le aguardaban en la estación las autoridades religiosas, civi-
les y militares de la ciudad. Había cuarenta landos a la puerta
para acompañarle hasta la casa salesiana de Sarria. Era tal la mul-
titud que se agolpó para verle, vitorearle y recibir su bendición
que tardó más de una hora en llegar desde el vagón hasta el
coche.
Las manifestaciones de entusiasmo no cesaron durante el
tiempo que el Santo permaneció en Barcelona. El número de visi-
tantes que iban cada día desde la ciudad a la casa salesiana,
situada en un arrabal próximo, crecía sin descanso. Los admirado-
res pertenecían a todas las clases sociales: señoras de la noble-
za y dignidades de ambos cleros, obreros e industriales, periodis-
tas y gente sencilla. En la casa salesiana de Sarria no se cabía,
por lo que la gente aguardaba pacientemente su turno sentada
al borde de la carretera.
Desfilaban ante Don Bosco en grupos de cincuenta, para re-
cibir una medallita y la bendición de María Auxiliadora. Los úl-
timos días hubo que recurrir a medios más prácticos aún: Don
Bosco se asomaba de vez en cuando al balcón y bendecía a la
multitud que se renovaba sin cesar.
La imponente afluencia de público dio ocasión a Don Rúa
para descargar en algo, a veces hasta en hacer milagros, a Don
Bosco.

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Una pobre madre desolada se presentó un día con su hijo. El
muchacho estaba desahuciado por los médicos.
Informado Don Bosco del caso, ordenó se presentase Don
Rúa para recibir la bendición de María Auxiliadora. Don Rúa se
la dio y el muchacho curó instantáneamente.
El milagro se apuntó en el haber de Don Bosco, pues todos
pensaron que había querido hacerlo por medio de un tercero.
Pero cuando más tarde se vio que la santidad del discípulo había
igualado, aunque en otro aspecto, la del Padre, al recordar la
curación maravillosa de Barcelona, vinieron en seguida a la men-
te las palabras de Don Bosco: ((Si Don Rúa quisiera, podría ha-
cer milagros».
El 6 de mayo volvió a Turín. A su paso por Francia se hos-
pedó en el Seminario Mayor de Montpellier ; en la estación de
Tarascón le ovacionó la multitud en ella congregada ; en Valen-
ce celebró misa en la catedral y se llenó el templo de una multi-
tud de fieles a quien nadie avisó ; en Grenoble se llenó la iglesia
de San Luis y le sacaron en triunfo.
Ya no hizo más que otro viaje, el 1887, para asistir a la con-
sagración de la iglesia del Sagrado Corazón, en Roma. También
le acompañó Don Rúa.
***
Ciertamente Don Bosco le llevaba consigo por el gusto de te-
ner a su lado al que era su brazo derecho y sabía guardarle tan-
tas atenciones. Pero lo hacía, sobre todo, pensando en el día de
mañana, en su Obra, en su Congregación, y en aquél que había
de ser cuerpo y alma de su joven Sociedad.

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CAPÍTULO XXV
VICARIO GENERAL
Una mañanita de otoño de 1879, mientras estaba de visita en
el Noviciado de San Benigno, quiso Don Bosco ir hasta Foglizzo,
distante siete kilómetros, para visitar a un amigo de la infancia.
Se llevó consigo a Don Clagiero, que había vuelto de la Argentina
hacía unas semanas, en busca de más misioneros para la Pata-
gonia.
De camino, al trote del caballejo que les llevaba, charlaban
padre e hijo de todo un poco. Acababa la pobre tartana de vadear
el Orco, afluente del Po ; rodaba todavía sobre el fino cascajo del
río, próximos a entrar de nuevo en el camino, cuando Don Bosco
le preguntó a Cagliero, de repente:
—Si yo muriera, ¿quién te parece a ti que podría reempla-
zarme?
—Mi querido Don Bosco, todavía hay tiempo para pensar en
ello. Aun no estamos preparados. Hace muy poco que conocemos
y practicamos las Reglas. Nuestro Señor no nos dejará huérfanos
tan pronto.
—Admitamos que sea así y que Nuestro Señor y la Santísima
Virgen escuchen vuestras oraciones... Pero razonemos frente a la
hipótesis...
—En tal caso, no veo más que uno capaz de reemplazarle.
—¡ Bah, bah ! Dos o tres, por lo menos.
—Más tarde, puede ser ; por ahora, no.
—¿Y cuál es tu candidato? Vamos a ver.
—Dígame usted cuáles son sus tres...
—Después. Ahora dime tú el tuyo.
12

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— 178 —
— Don Rúa. No hay otro.
— No te equivocas — respondió Don Bosco, después de haber
revelado los nombres que él tenía en su mente... — . No tenemos
otro ; él ha sido siempre mi brazo derecho.
— Y su cabeza, y sus ojos, y su corazón, Don Bosco. Es el más
a propósito para ocupar su puesto cuando el Señor, y quiera El
sea muy tarde, la arranque a nuestro cariño.
*##
En otra ocasión más solemne, el caudillo de las Misiones Sale-
sianas pronunció, al menos mentalmente, el mismo nombre. A
poco de haber sido consagrado Obispo, como Vicario Apostólico
de la Patagonia septentrional y central, Monseñor Cagliero fue a
Roma a presentarse al Padre Santo.
Durante la audiencia privada con León XIII, hablaron de Don
Bosco.
«Se hace viejo, dijo el Papa. Conviene que busque un Vica-
rio General que le ayude eficazmente y que recoja cuidadosa-
mente su espíritu. Cada instituto tiene su propio espíritu que hay
que conservar y transmitir íntegramente, si se quiere conservar el
instituto floreciente. Pensad ya en ello, porque es más fácil cono-
cer el espíritu de una Congregación mientras vive el propio Fun-
dador.»
((Mientras el Papa me confiaba sus deseos, sigue el joven Obis-
po, yo pensaba: Esto le toca a Don Rúa. Este es el papel que ha
desempeñado hasta el presente. No tiene más que continuar: él
es el hombre.»
Y como todos esperaban, él fue también el elegido por Don
Bosco.
Por aquella época, en el otoño de 1884, el gran apóstol no era
ya ni la sombra de sí mismo. A la vuelta de París comenzó su
ocaso. La enfermedad que debía llevárselo de este mundo iba mi-

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— 179 —
nando, poquito a poco, las fibras de su corazón. Cada mes esta-
ba más agotado ; apenas si podía arrastrarse sobre sus piernas ;
le costaba respirar. Se le veía totalmente gastado.
A ninguno le extrañaba. Había consumido su vida ; en menos
de cuarenta y cinco años había creado dos congregaciones y fun-
dado una orden tercera ; había construido tres iglesias, dio a la
imprenta católica ciento veinte obras, envió sus hijos más allá de
los océanos y abrió centros de instrucción popular en los cuatro
ángulos del mundo ; confesó a millares y millares de niños ; por
su humilde despacho desfiló una turba innumerable de almas in-
quietas o desgraciadas y trató con los poderosos de la tierra las
más complicadas cuestiones de la política. El célebre Combal,
médico de Montpellier, retrató su desgaste con aquella su frase
gráfica: ((Examinado a fondo, Don Bosco resulta un vestido viejo
para colgar en el perchero)).
Acabamos de ver cómo hasta el Papa se preocupaba de su
salud. En octubre de 1884, indagó, a través del Cardenal Ali-
moncla, Arzobispo de Turín, sobre quién descargaría parte de sus
responsabilidades. ((El Padre Santo —le escribía el Cardenal [a-
cobini— advierte que la salud de Don Bosco va de mal en peor
y teme por el porvenir de su Instituto. ¿Querría Su Eminencia in-
sinuarle, con el tacto del caso, designara al religioso que, en caso
de necesidad, pudiera reemplazarle, o le nombrase ahora Vica-
rio General con derecho a sucesión? El Padre Santo se reserva
elegir una de estas dos soluciones ; pero desea vivamente que Su
Eminencia realice, cuanto antes, esta misión, en favor de los al-
tos intereses de este Instituto.))
Informado de estos deseos de León XIII, reunió Don Bosco,
el 24 de octubre de 1884 a su Capítulo, el cual comprendió en
seguida el alcance de aquellas disposiciones. El largo silencio
que siguió al comunicado era un testimonio de la angustia de
aquellos corazones ante la sola hipótesis de una posible separa-
ción. Cuatro días más tarde, después de haber pedido luces al
Espíritu Santo, comunicó Don Bosco a sus consejeros que había
determinado elegir a Don Rúa para el cargo.
La elección satisfizo a Roma v León XIII ordenó redactaran

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— 180 —
el decreto confiriendo a Don Bosco la facultad para proceder a tai
nombramiento.
Diez meses más tarde, en circular del 24 de septiembre de
1885, lo anunciaba Don Bosco a toda la Congregación:
«Después de haber rogado mucho al Señor, invocando las luces del
Espíritu Santo y la protección especial de la Santísima Virgen, Auxilio
de los Cristianos, y de San Francisco de Sales, nuestro Patrón, valién-
dome de la facultad que recientemente me fue acordada por el Supre-
mo Pastor de la Iglesia, nombro Vicario General a Don Miguel Rúa.
actualmente Prefecto de nuestra Pía Sociedad. De hoy en adelante, me
sustituirá en el pleno ejercicio del gobierno de la Congregación.»
Con tal decisión sancionaba oficialmente lo que desde hacía
varios años se venía haciendo.
La sanción produjo inmediato efecto.
Don Rúa cambió radicalmente de la noche a la mañana.
Había sido hasta aquel momento el hombre de la disciplina,
del reglamento y del orden ; había cargado sobre sus hombros la
parte odiosa inherente al ejercicio de toda autoridad humana ; su
severidad exterior era proverbial; hasta su cara lo pregonaba.
Sin duda era un papel que no le hacía mucha gracia, pero alguien
tenía que hacerlo, y Don Rúa se sacrificaba a ello.
Ahora, al elevarle confiadamente Don Bosco hasta dividir su
paternidad, cambiaba de cara, de actitud y de tono. Desarrugó su
ceño, sus ojos se volvieron dulces, su voz suave y su rostro se
tornó sonriente. La metamorfosis, total e imprevista, le resultó
fácil. Después de veinte años de heroico dominio de sí mismo,
volvía a ser el padre afectuoso que conquistaba los corazones en
Mirabello. Volvía, de nuevo, a su natural.
Ciertamente que sus modales, su voz, sus rasgos, su sonrisa
no tenían aquella misteriosa fascinación de los de Don Bosco, que
arrastraba en pos de sí a la juventud ; pero, a partir de aquel oto-

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— 181 —
ño de 1885 hasta el final de su existencia, es decir, durante todo
un cuarto de siglo, fue para cuantos se le acercaron —somos tes-
tigos de ello— el padre atento y bueno que comprende, alienta,
sostiene, perdona, guía y ama ; el buen pastor que todos los días,
a cada instante, da su vida, gota a gota, por cada una de las ove-
jas de su rebaño.

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CAPÍTULO XXVI
LA P E N A MAS G R A N D E
El 23 de mayo de 1887, víspera de la fiesta de María Auxilia-
dora, quiso Don Bosco, llegado de Roma hacía tres días, asistir
a la conferencia que Don Rúa daba a los cooperadores salesia-
nos de Turín y los alrededores.
Después de la bendición con el Santísimo Sacramento, con
que se cerró, los fieles corrieron hacia él para recibir su bendición
y besar su mano. Empleó más de media hora para atravesar las
dos sacristías, y casi una para llegar hasta su habitación, ya que
la muchedumbre se apiñaba en su derredor en su afán de obtener
una palabra, un gesto, una sonrisa.
Parecía totalmente agotado. Las piernas se negaban a soste-
nerle ; su rostro demacrado, la palidez del semblante, el aban-
dono de toda su persona, la respiración afanosa, decían bien a
las claras que se acercaba a su fin a grandes pasos. Sonreía y sa-
ludaba al pasar a sus amigos, a sus antiguos alumnos, a sus co-
operadores, a sus niños. Pero se advertía un esfuerzo envuelto en
su último gesto de bondad.
El 13 de octubre se arrastró todavía hasta el restaurante de
los jardines del Valentino que rodean las orillas del Po. Allí le
esperaban novecientos obreros franceses, de paso por la ciudad,
que querían saludarle. Hiciéronle un recibimiento indescriptible.
Mas, víctima de su debilidad, no pudo decirles lo que sentía en
su corazón. Tuvo que hacerlo Don Rúa.
«Don Bosco, dijo él, agradece la visita a los peregrinos de Roma, re-
presentantes de Francia católica, la verdadera Francia, cuyo revivir se

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— 184 —
va acentuando gracias a la misericordia divina y a las iniciativas inteli-
gentes y generosas de sus mejores hijos.
También Don Bosco espera poder llevar su ayuda a ese renacer, del
que no duda ni por un momento, porque conoce mejor que nadie las
reservas de energía que Francia puede encontrar en su temperamento
cristiano para triunfar de los males que la acosan y cicatrizar sus heri-
das. Nunca olvidará que le bastó alzar su voz, tender la mano, para
recoger con destino a sus obras una parte de esa vitalidad poderosa que
burla las dificultades y no toma en cuenta los más arduos sacrificios.
Don Bosco os bendice gozoso. Como vanguardia del mundo católico
vais a la Ciudad Eterna a demostrar el despertar de vuestra noble pa-
tria; vais a comunicar al Papa vuestra simpatía por sus grandes sufri-
mientos y a repetirle vuestros votos y plegarias y enérgica actividad para
apresurar su triunfo pacífico.
Depositad a los pies de León XIII el homenaje de la más absoluta
adhesión de este santo anciano, y recordad, ante la tumba de los san-
tos apóstoles, a la gran familia salesiana pidiendo al Señor la conceda
las gracias necesarias para cumplir su misión dentro de la Iglesia ca-
tólica.
Antes de despediros quisiera Don Bosco dejar escapar de sus labios
el grito que bulle en el fondo de su corazón : / Viva Francia! Mas,
le faltan las fuerzas para ello, nadie puede impedirle que lo lance hacia
el cielo, expresando así su gratitud y su ardiente cariño.»
Frenéticos aplausos acogieron las elocuentes frases de Don
Rúa, mientras fueron desfilando ante Don Bosco todos los pere-
grinos para recibir su bendición y una medallita de María Auxi-
liadora.
El 20 del mismo mes fue Don Bosco a Foglizzo para la impo-
sición de sotanas. Don Rúa le acompañó. Tomaron hábito 94 no-
vicios. Una vez más contemplaba el santo el milagroso crecimien-
to de su familia religiosa. Al despedirse, dijo ya en el mismo um-
bral de la puerta: ((Para el próximo año no vendré yo ; vendrá
Don Rúa».
Sabía que sus días estaban contados.
Dos meses más tarde, el 24 de noviembre, se animó y bajó a
la Basílica de María Auxiliadora para imponer la sotana a cuatro
salesianos extranjeros: dosf polacos, el príncipe Augusto Czar-
toyski y el sacerdote Grabelski ; y los sacerdotes Noguier de Ma-

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185—•
lipay, francés, y Johnson, inglés. También en esta ocasión habló
Don Rúa.
«He aquí, dijo, cuatro caballeros cristianos que, en la flor de la edad,
renuncian deliberadamente a grandezas o carreras humanas paja entre-
garse al Señor. Dada su condición social podían aspirar al bienestar que
ofrece el mundo; pero prefieren la alegría de servir al Creador. Este
es un día solemne para ellos y para nosotros.
Para ellos, porque en adelante tendrán la herencia del Señor y se
podrán presentar ante el mundo con la librea de sus servidores. Y para
nosotros, porque estos cuatro novicios, ilustres por su cuna, por los car-
gos ocupados o por sus estudios, son presagio de un porvenir espléndido
para nuestra querida Congregación, que podrá, así lo esperamos, exten-
der mucho más el bien que, por la gracia de Dios, ya ha comenzado a
realizar.»
((Lo mismo hubiera dicho Don Bosco», repetía el público al
acabar la breve y ardiente alocución.
El 6 de diciembre se celebró en el santuario de María Auxi-
liadora la despedida de misioneros: era la que hacía doce, desde
la de 1875. Don Bosco quiso presidir la ceremonia. Sostenido por
su secretario, asistió al sermón.
La presencia de aquel pobre anciano, casi arrastrándose para
bendecir a los nuevos apóstoles de los indios del Ecuador, fue el
más elocuente sermón. Los asistentes se ponían de pie para con-
templarle.
Al terminar la bendición con el Santísimo y las palabras de
despedida a los misioneros que dirigió el Obispo Auxiliar de Tu-
rín, tuvo lugar una escena emocionante en extremo.
Uno a uno desfilaron los misioneros ante Don Bosco ; le sa-
ludaban y besaban su mano. Ninguno podía contener las
lágrimas.
Apenas terminaron de pasar los nuevos misioneros, entraron
precipitadamente en el coro todos los fieles, implorando la bendi-
ción del Santo. Y después, saliendo del templo con él, la mu-
chedumbre le hizo cortejo de honor hasta la escalera de sus ha-
bitaciones, aclamándole juntamente con los muchachos que se
sumaron al concurso.

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20.1 Page 191

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— 186 —
Fue aquella la última vez que Don Bosco estuvo en el Santua-
rio de su querida Auxiliadora.
***
Quince días más tarde, fue también la última vez que reci-
bió a sus pequeños penitentes. Hacía ya varios años que sus acha-
ques no le permitían confesar cada mañana como antaño ; pero
aún dedicaba a este ministerio las tardes de miércoles y sábados.
Precisamente aquella tarde se presentaron ante su secretario
unos treinta jovencitos, alumnos de las clases superiores, en edad
de estudiar seriamente su vocación, pidiéndole les dejase entrar.
Fue inútil decirles que el estado de salud del Padre era muy
delicado para que pudiera oírles. Estaban decididos a penetrar
a la fuerza.
Avisado por el secretario, le pareció a Don Bosco que era un
trabajo superior a sus fuerzas ; pero, después de un momento de
reflexión, dijo como si hablara consigo mismo: «¡ Y sin embargo,
es la última vez que podré confesarles
Sin atender la contestación, le recordaba el secretario que la
fiebre, la opresión..., y respondía Don Bosco emocionado: «Y
sin embargo es la última vez. Diles que pasen».
Y los confesó.
Fueron las últimas confesiones que oyó.
Era sábado y 17 de diciembre.
Todavía salió a dar un paseíto por la ciudad el martes, día 20,
en el viejo coche de la casa, acompañado de Don Rúa. Al volver,
casi hubo que subirle hasta su habitación, de la que ya no había
de salir más.
Y empezó la lenta agonía...
Su naturaleza fuerte luchó contra la muerte durante más de
un mes en altibajos continuos, sin la menor esperanza de éxito.
A finales de diciembre pareció llegada su última hora. La vi-

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— 187 —
gilia de Navidad, Monseñor Cagliero le administró el Viático so-
lemnemente.
El día 30, en un momento de lucidez, entre el delirio, al ver
a Don Rúa al pie de su cama, con Cagliero y Bonetti, murmuró:
((Recomiendo a todos los salesianos la devoción a la Santísima
Virgen y la Comunión frecuente».
—Este pensamiento—sugirió Don Rúa—, podría ser el agui-
naldo espiritual para todos sus hijos durante el año que va a em-
pezar.
Y el pobre enfermo respondió:
—Mi recomendación vale para toda la vida.
A primeros de enero pareció que las oraciones y sacrificios de
toda la familia salesiana habían conjurado, o por lo menos retar-
dado, el peligro. La mejoría sorprendió a los médicos y hasta al
mismo enfermo. El estómago digería bien y las fuerzas empeza-
ron a recobrarse.
La inesperada tregua, premio a las suplicas de los hijos de
todo el mundo, permitió a Don Bosco recibir a solas a Don Rúa
y hablarle en plena lucidez.
¿De qué hablaron en aquellos íntimos coloquios? No se sabe.
El hijo no reveló lo que el padre le comunicó en aquellas ho-
ras supremas. ¿Pero de qué podían hablar sino de la obra edifi-
cada en común?
Hacía cuarenta años que se habían encontrado, por vez pri-
mera, en el patizuelo del Oratorio... Y parecía ayer...
¡ Ah ! aquellas primeras palabras con que se comprendieron
sus almas...
Y el encuentro en Porta Palazzo, camino de la escuela, cuan-
do le ofreció las a medias: ((Miguelín, ¿quieres que trabajemos
siempre a medias?))
Y todo se lo habían partido, todo ; hasta la miseria, que no
fue pequeña... ¡ Qué de deudas habría de encontrarse por heren-
cia !... Don Bosco siente no poder ayudarle a llevar ese peso...
Pues ¿ y el otro peso que va a cargar sobre sus hombros ?: ¡la
Congregación !...

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— 188 —
Que la tendrá que amar, ¡ y guardar del espíritu malo para
que cumpla su misión providencial en favor de la juventud !...
Y pasa a su sucesor todos sus amores: los jóvenes, los niños,
sus hijos, los infieles que aguardan en los confines del mundo a
los apóstoles del Evangelio... ((Vela por ellos; trátales como yo
les he tratado, con inmensa caridad, con paciencia y dulzura...
»Animo, querido Don Rúa, Dios te ayudará y nuestros coope-
radores también... Todo lo que hemos hecho juntos, gracias a
ellos lo hemos hecho, no te olvides. Fueron admirables, y segui-
rán siéndolo. Allá arriba, no dejaré de rezar por ellos y sus fa-
milias...
»¡Nada te turbe! No te dejes abatir por nada... La Congre-
gación tiene ya hombres formados... La Santísima Virgen vela
por ella... El porvenir es nuestro, si todos permanecen fieles a
nuestro espíritu: trabajo y oración, ahí está todo...
»Y ¡el Papa, el Papa ! Los salesianos siempre y en todas par-
tes con el Papa...»
Las supremas recomendaciones bajaban del corazón del pa-
dre y eran recogidas con amor en el corazón del hijo.
Mientras del corazón del hijo subía al corazón paterno una sú-
plica: ((Siga su obra desde el cielo... Obtenga de la Virgen Auxi-
liadora para sus hijos tan abundantes gracias como su amplio y
rudo trabajo necesitan... Vele por nosotros, avísenos, defiénda-
nos... Haré cuanto esté a mi alcance; pero, ¡ ay, yo no soy Don
Bosco!... Le suplico que cuando esté junto al seno de Dios...
—Sí, sí, sí, Don Rúa, siempre, siempre, como ayer, todo a
medias... No estaré inactivo, quédate tranquilo. Seguiremos tra-
bajando juntos...))
Interrumpen el coloquio con este intercambio de promesas.
Continuarán mañana, si la mejoría sigue ; los dos saben muy
bien que es sólo una mejoría.
La muerte está rondando, muy cerca ya...

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— 189 —
Hasta que llamó a la puerta, la mañanita del 31 de enero.
Ya la víspera tomó Don Rúa el mando. Lo primero que hizo
fue convocar a todos sus hijos desolados en derredor de la cama
del padre para verle por última vez y darle el último adiós, be-
sando la mano que tantas veces les había bendecido.
A las tres de la tarde, un telegrama del Ecuador anunciaba
la feliz llegada a Guayaquil de los misioneros salesianos. Don
Rúa se apresuró a dar la nueva al moribundo, el cual pareció dar-
se cuenta.
A la una y cuarenta y cinco de la mañanita entró en la ago-
nía. Avisaron a toda prisa a los Superiores de la Congregación.
Don Rúa inclinado sobre la cabeza del padre, murmuró al oído,
con voz ahogada por el dolor: ((Don Bosco, aquí estamos todos
sus hijos. Perdone los disgustos que le hayamos causado. Como
señal de perdón y paternal bienquerer denos una vez más su ben-
dición. Yo guiaré su mano y pronunciaré las palabras de la fór-
mula.»
Fue una escena de desgarradora emoción.
Todos inclinaron su frente y Don Rúa, juntando cuantas fuer-
zas le permitía la angustia del momento, pronunció las palabras
de la bendición, mientras elevaba la mano, ya paralizada, de Don
Bosco, implorando la protección de María Santísima Auxiliadora
sobre los salesianos presentes y los dispersos por todo el mundo.
Hacia las tres llegó un telegrama de Roma: era la bendición
del Santo Padre. Monseñor Cagliero se la dio al pobre moribundo.
A las cuatro y media tocaban el Ángelus las campanas del
Santuario de María Auxiliadora. Cesó el estertor empezado a la
una y media ; la respiración se hizo más regular ; pero no duró
más que un instante. Era el final del combate. El moribundo sus-
piró por tres veces débilmente y murió.
Tenía setenta y dos años, cinco meses y quince días.
El reloj señalaba las cuatro y cuarenta y cinco de la mañana.
En el mismo momento, varias personas privilegiadas, en distintos
sitios, vieron su alma subir al cielo.

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A los pies de los santos despojos recitó Don Rúa el De Pro-
junáis y, después, poniéndose en pie, se volvió a sus Hermanos,
sus nuevos hijos, y les dijo: ((¡Huérfanos! Hemos perdido a
nuestro padre en la tierra, pero hemos ganado un protector en el
cielo. Seamos dignos hijos suyos, imitando los santos ejemplos
que nos deja».
Dos frases solamente; pero en ellas iba envuelto todo lo
esencial.
Unos instantes después, el sucesor de Don Bosco subía al al-
tar a celebrar la misa por el eterno descanso de su alma.
A continuación, sin tomar el más mínimo descanso, se retiró
a su habitación y escribió a todos los salesianos esparcidos por el
mundo:
«Co/i los ojos arrasados en lágrimas y temblando mi nwno de emo*
ción, os comunico la más dolor osa noticia que jamás pude daros: nues-\\
tro padre, el amigo, consejero y guía de nuestra vida ya no está con
nosotros...
En el momento de dolor que atravesamos, no puede nuestra cama
consolarse más que pensando que Dios, infinitamente bueno, no hace
nada que no sea justo y sabio. Resignémonos, pues; inclinemos la ca-
beza y- adoremos sus profundos designios.
...De momento no quiero añadir* a los detalles de su muerte más que
este recuerdo: hace muy poco, él mismo nos aseguraba que su obra no
sufriría quebranto con su muerte, puesto que estaba en las manos de la
bondad divina, gozaba de la protección d*e María Auxiliadora y estaba
sostenida por la caridad de los cooperadores salesianos.
Abrigo la firme esperanza de que así ha de ser, porque Don Bos*'o,
desde el cielo, <en donde ya le ha colocado nuestra veneración, dejará,
mentir su apoyo aún más fuertemente que cuando estaba en la tierra-
Será más padre qué nunca.
Encargado de sucederle, haré de mi parte los imposibles para corres-
ponder a vuestras esperanzas, ayudado con vuestro concurso y vuestros
consejos. Con el apoyo divino, el auxilio de María Santísima y la cari-
dad de nuestros amigos, creo que la Sociedad Salesiana continuará la
oi? a de su santo fundador en favor de la juventud abandonada y de
los países de misión.
Salesianos, Hijas de María Auxiliadora, Cooperadores y Cooperado-
ras, jovencitos y jovencitas confiados a nuestros cuidados, repitamos a
menudo: En el cielo encontraremos al Padre que hemos perdido, si no
olvidamos sus consejos y seguimos siempre sus ejemplos.y)

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El cuerpo de Don Bosco se expuso en la iglesita de San Fran-
cisco de Sales, sentado sobre un sillón.
Cuando por la noche, rezadas las oraciones, se retiraron to-
dos y no quedaron junto al difunto más que los cuatro religiosos
del primer turno de vela, Don Rúa se puso de rodillas junto al
padre dormido en el sueño imponente de la muerte.
Dos horas se prolongó la oración. Sin duda que en ella repasó
el tiempo vivido en compañía y trazó valerosamente los plar<es
del porvenir ; seguramente recordó los ejemplos y lecciones reci-
bidos y prometió mantener intacta la herencia y aumentarla en lo
posible ; pediría, cómo no, velase sobre aquella inmensa familia
privada de sus ternuras.
Al levantarse, su alma dolorida y resignada, parecía haber
adquirido fuerzas nuevas.
El sucesor de Don Bosco salía con paso firme hacia la ruda
tarea que le esperaba.
Ante él brillaba la dulce figura del Padre inolvidable y sus
ejemplos atrayentes. Sentía sobre su cabeza la protección de un
Santo.

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CUARTA PARTE
EL SUCESOR DE DON BOSCO
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CAPÍTULO XXVII
LA TOMA DE P O S E S I Ó N
En el testamento espiritual de Don Bosco a sus hijos, escri-
bía: ((Vuestro primer Superior General ha muerto, pero vuestro
verdadero Superior General, Jesucristo, no muere nunca. El debe
ser siempre vuestro Maestro, vuestro Guía, vuestro Modelo. El
primer Superior General ha muerto, pero será elegido otro que
ocupará su lugar, que cuidará de vosotros y de la salvación eterna
de vuestras almas ; escuchadle, amadle, obedecedle, rogad por
él, como lo habéis hecho por mí.»
El sucesor de Don Bosco había sido elegido por Roma, unos
años antes, en la persona de Don Rúa. En el Decreto de Vicario
General se le concedía el derecho de sucesión. Mas, por desgra-
cia, cuando al día siguiente de los funerales buscaron el decreto,
no apareció.
Se encontraron las cartas o copias de cartas cruzadas entre el
Cardenal Alimonda, Arzobispo de Turín, y el Cardenal Nina,
protector de la Congregación Salesiana, pero el decreto no se
encontró.
El contenido de las cartas parecía suficiente para disipar cual-
quier duda. En efecto, el Cardenal Nina escribía: ((Su Santidad
ha manifestado su satisfacción al saber la elección de Don Bosco.
Ya está tranquilo, porque sabe que aun cuando desaparezca su
fundador, está asegurado el porvenir de la Sociedad, con Don
Rúa al frente del gobierno».
Por su parte, el Cardenal Alimonda, al mismo tiempo que
agradecía al Cardenal Nina sus buenos servicios en el arreglo de
tan delicada cuestión, escribía: ((Agradezco a Su Eminencia la

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— 196 —
carta en que me informa del nombramiento de Don Rúa como
Vicario General de Don Bosco, con derecho a sucesión...»
Eran testimonios formales, pero la pérdida del documento
pontificio tenía perplejo a Don Rúa.
Informó al Cardenal Arzobispo, y éste, que recordaba muy
bien lo de tres años antes, no titubeó un instante. Pero aconse-
jóles, a él y al Capítulo Superior de la Congregación, que, en la
duda, recurrieran al Santo Padre.
Y con fecha 8 de febrero pidió Don Rúa, a través de Don Cé-
sar Cagliero, Procurador General de la Sociedad en Roma, a
S. S. León XIII, tuviera a bien determinar en el asunto.
El recurso terminaba con estas humildes palabras que deja-
ban al Papa en plena libertad de acción:
«Reconociendo mi debilidad y mi incapacidad, me veo obligado,
Santo Padre, a suplicaros dirijáis vuestros ojos hacia persona más digna
y dispenséis al autor de la presente súplica de las pesadas responsabili-
dades inherentes a tal cargo, asegurando a Vuestra Santidad que, con el
favor de Dios, he de prestar mi más fiel colaboración en favor de la
Pía Sociedad, desde el lugar en donde la obediencia me colocare.»
El Capítulo Superior de la Sociedad, por su parte, presidido
por Monseñor Cagliero, escribía al Cardenal Parocchi, nuevo pro-
tector de la Congregación, de este modo:
«Toda la Sociedad recibirá el nombramiento de Don Rúa para Su-
perior General con sumisión y con inmensa alegría. Sin embargo, si
por disposición de Roma, hubiera de llegar a la elección prevista por
las Reglas salesianas, Don Rúa será elegido por unanimidad, y esto por
dos razones : la primera, como homenaje a Don Bosco, del que siem-
pre fue confidente y brazo derecho; y la segunda, como testimonio de
la estima en que todos le tienen por sus grandes virtudes.»
Con fecha 11 de febrero de 1888, León XIII confirmaba el de-
creto de 24 de noviembre de 1884, designando a Don Rúa Supe-
rior General de la Pía Sociedad Salesiana para doce anos, a partir
de la muerte del fundador.

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— 197 —
El nombramiento produjo doble efecto. Al designar un Su-
perior para la joven Congregación, echaba por tierra cierto pro-
yecto que germinaba en ciertas mentes.
Algunas voces rumoreaban en las altas esferas vaticanas que,
((con la muerte de Don Bosco correría gran peligro su Congrega-
ción. Parecía que faltaba el hombre a propósito para tomar las
riendas del gobierno con mano segura y lograr, por sí mismo, la
unión de todos sus miembros, que, por consiguiente, se cernía
una trágica crisis sobre esta familia religiosa. ¿Saldría a flote?
Era muy dudoso.))
((En tales condiciones, ¿no valía la pena prevenir el mal?
Había un remedio muy sencillo: bastaba juntar la Congregación,
nacida ayer, con otra más antigua, de idéntica finalidad.))
Y hasta se mentaba la Congregación, antigua y respetable por
cierto, que podría absorber el nuevo rebaño sin pastor.
Por fortuna, se encontraba por aquellos días, en visita ad Zi-
mina, Monseñor Manacorda, Obispo de Fossano, diócesis del Pia-
monte. Era uno de los grandes admiradores de Don Bosco, que
se había puesto de su parte en muchas ocasiones, sobre todo, en
los momentos de persecución. Apenas supo lo que se tramaba, se
empeñó en hacerlo fracasar.
No ahorró fatigas para ello. Fue de una a otra Congregación,
llegó a la puerta de los más eminentes prelados, cansó con sus ins-
tancias a los Príncipes de la Iglesia, y habló diversas veces con el
Cardenal Protector de la Sociedad. Su rápida y oportuna inter-
vención tuvo el éxito apetecido ; las nubéculas que se acumulaban
sobre la joven Congregación se disiparon.
Un día, el Cardenal Bartolini, uno de los más aferrados al
desdichado proyecto, le dijo con cierta vehemencia:
—Monseñor, ¿pero usted cree que la Congregación Salesiana
puede durar mucho? ¿No nos traerá muchos disgustos? ¿No será
disuelta? ¿Piensa usted en los difíciles días en que ha nacido, en
los tiempos que atravesamos, en la crisis que la amenaza?))
—Eminencia—respondió ardorosamente el amigo de los sa-
lesianos—, oídlo bien, la Congregación Salesiana durará siglos y
siglos. He conocido a Don Bosco y conozco a los salesianos ; he

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convivido con ellos y gozo de su confianza ; Don Bosco no tenía
secretos para mí. Pues bien, repito cuanto acabo de decir.
—¿También responde usted de su porvenir?
— Sí, respondo de todo : de la estrecha unión entre sus miem-
bros, de su valer personal y de su porvenir en la Santa Madre
Iglesia.
— Si es así — respondió finalmente el Cardenal — , no tengo
nada más que decir ; me remito a su parecer.
La tempestad se deshizo y se disiparon las amenazas.
No hubiera jamás aparecido el nubarrón sobre la adolescente
Sociedad religiosa si Don Rúa no se hubiera empeñado durante
más de veinte años en apagar el brillo de su propia personali-
dad, por humildad sin duda, pero también por su adhesión a la
figura del maestro. Había concentrado en su derredor, en razón
de su alta misión providencial, hasta los méritos de sus propias
acciones, desapareciendo de la escena voluntariamente, como el
lugarteniente de un gran capitán.
Había nacido para mandar ; las pocas cualidades que le fal-
taban para desempeñar la labor, las adquirió durante sus trein-
ta años de obediencia ; hacía mucho tiempo que hubiera podido
pasar a primer plano para haber así tranquilizado a Roma, a la
hora de la transmisión de poderes. Pero no quiso ; prefirió vivir
en la oscuridad, alegrándose, en el silencio, de los triunfos del
Padre, en los que, sin darse cuenta, había tomado más parte que
nadie.
Como siempre, ¡ velaba la Providencia ! Se acercaba el mo-
mento de sacar la luz de debajo del celemín para colocarla sobre
el candelabro y esparcir su luz bienhechora...
Después de estos dolorosos acontecimientos, Don Rúa pudo
salir de Turín. Fue en seguida a postrarse a los pies del Papa,
para agradecerle sus bondades, una vez más, y, sobre todo, para,
a imitación de Don Bosco, poner su rectorado bajo la bendición
del Vicario de Jesucristo.

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— 199 —
El 28 de febrero fue recibido en audiencia pontificia.
León XIII, acogiéndole con palabras llenas de sencillez, desde
el primer momento, le infundió plena tranquilidad.
((—Ah, ¿es usted Don Rúa, el sucesor de Don Bosco?—le
dijo apenas apareció en el umbral de su despacho—. Participo
de vuestro dolor por la pérdida que acabáis de sufrir; y, al mis-
mo tiempo, me alegro ; Don Bosco era un santo. Os protejerá
desde el Cielo.
—Santo Padre—respondió Don Rúa—, agradezco tan conso-
ladoras palabras. Me animan mucho. Y ya que hoy tengo la suer-
te de arrodillarme a sus pies por vez primera como Superior Ge-
neral, permítame le ofrezca mi homenaje y el de nuestra Pía So-
ciedad. Los Salesianos todos desean ser siempre hijos respetuo-
sos, adictos y afectuosos de Su Santidad y de la Iglesia ; seguir
trabajando por la gloria de Dios y la salvación de las almas y sos-
tener las obras organizadas por su santo fundador.
—Muy bien—replicó León XIII—; seguid esas obras de
bien ; mas, por ahora, contentaos con robustecer las existentes.
Durante algún tiempo no penséis en extenderos más, sino en for-
taleceros.
—La recomendación de Su Santidad coincide exactamente—
observó Don Rúa—, con una de las que Don Bosco me dejó en
su lecho de muerte. En el Promemoria que me dejó una semana
antes de morir, manifiesta el mismo deseo de suspender la aper-
tura de nuevas casas, con el fin de completar los cuadros de las
que ya funcionan.
—Sí, sí, haced eso, lo mismo vosotros los Salesianos que las
Hijas de María Auxiliadora. No quisiera os sucediese lo que aca-
ba de pasar a cierta Institución que yo me sé. Quiso correr de-
masiado y no ha podido cumplir sus deseos. Fundaba casas con
dos o tres personas y las dejaban marchar así. El resultado ha
sido desastroso.
—Santidad, nuestras Constituciones mandan haya, al me-
nos, seis religiosos en nuestras casas.
—Perfectamente. Cuidad también de que el personal de vues-

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tras obras esté bien formado en la virtud. Ya en el noviciado hay
que lograrlo. ¿Se hace bien entre vosotros? ¿Cuánto dura?
—Un año para los aspirantes al sacerdocio y dos para los
coadjutores.
—Muy bien. Recomendad insistentemente a los maestros de
novicios que trabajen en reformar la vida de sus sujetos. Al lle-
gar al noviciado llevan mucha escoria ; hay que purificarlos. Se
debe poner a cada uno en un plan nuevo de sacrificio, de obe-
diencia, de humildad, de sencillez. La principal preocupación de
un novicio debe ser la de su perfección y la de crecer en ella sin
descanso. Si no se corrigen, no tengáis miedo en alejarlos. Mejor
es tener uno menos que muchos sin espíritu ni virtudes religiosas.
—Agradezco los consejos de Su Santidad con toda mi alma.
Constituirán nuestro tesoro, ya que nos vienen de labios del Jefe
de la Iglesia y Vicario de Jesucristo, para quien siempre nos in-
culcó Don Bosco, desde la más tierna infancia, obediencia, res-
peto y adhesión sin límites. Durante su última enfermedad, cuan-
do no tenía más que un hilito de voz, seguía infundiéndonos los
mismos sentimientos. Parece como que le oigo todavía repetir-
nos, unas horas antes de morir: «El Papa, el Papa..., los Sale-
sianos deben defender la autoridad del Papa siempre y por do-
quiera» .
—Ah, Don Bosco era un santo, está bien claro—exclamó
León XIII—. Pensaba y sentía como el gran Patriarca de Asís,
que, unos instantes antes de morir, recomendaba calurosamente
a sus frailes fueran siempre hijos fieles de la Iglesia Romana y
de su Jefe. Poned en práctica la última voluntad de vuestro Pa-
dre y el Señor os bendecirá, como yo lo hago en estos momentos.))
Al salir del Vaticano, brillaban sus ojos de alegría. Una fuer-
za nueva, la mejor de todas, sostendría sus actividades.
Al día siguiente volvió a Turín para asistir al funeral de trigé-
sima de Don Bosco.
El Cardenal Alimonda, Arzobispo de la ciudad, pronunció
la oración fúnebre del gran apóstol, a quien había conocido, ama-
do y consolado. El príncipe de la Iglesia se dignó asistir aquel
día a la modesta mesa de los salesianos. Durante la comida, se

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informó, con cariñosa atención, de las manifestaciones de sim-
patía de que había sido objeto la joven Congregación desde la
desaparición de su Padre ; preguntó a Don Rúa si las Autori-
dades civiles seguían manifestando su simpatía por la obra sa-
lesiana y si Don Bosco cumplía su palabra de preocuparse desde
el Cielo de las necesidades de sus hijos.
—Nunca estuvo tan en medio de nosotros, Eminentísimo Se-
ñor, como desde el día que se fue al Paraíso—respondió Don
Rúa—. Le contaré un hecho, de entre los cien acaecidos:
El mismo día de su muerte habíamos de pagar 30.000 fran-
cos por la compra de la casa de Ménilmontant, en París. No ha-
bía ni un céntimo en caja. Creíamos que el propietario del in-
mueble, al saber nuestro duelo, dejaría para más tarde la cues-
tión, o que intervendría la Providencia de una forma evidente.
Recuerdo cómo nos llegaban aquel día los telegramas de pésame
a montones. Apenas si teníamos tiempo de leerlos y redactar una
respuesta. Pues bien, en medio de aquel mar de telegramas, llegó
uno procedente de París. Decía así: ((Dispongo cierta cantidad,
dígame dónde dirigirme». Inmediatamente telegrafié: ((Llévela
al P. Ronchail, calle Boyer, 28, París)). Dos días después, reci-
bía el Director de nuestra obra de Ménilmontant a una señorat
de aspecto y porte modestísimos, que le entregaba un sobre ce-
rrado de parte de Don Rúa. Dentro había 30 billetes de 1.000
francos cada uno era la cantidad precisa a pagar el primer
plazo de la compra. El notario que firmó el acta, que sabía cómo
el P. Ronchail no tenía la misma víspera ni un céntimo, no salía
de su asombro, y decía:
—Sabía lo que era la obra salesiana ; pero, si hubiese tenido
la menor duda de la misión especial que parece haberle confiado
el Señor, me la hubiera quitado en seguida esta generosidad pro-
videncial.
El hecho, contado a los postres, con aquella sencillez que dis-
tinguía la palabra de Don Rúa, admiró a todos los convidados,
los cuales se sintieron también más convencidos de que Dios es-
taba con el bisoño ejército de la Iglesia y con su nuevo capitán.

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CAPÍTULO XXVIII
UN ALTO EN EL C A M I N O
El 8 de febrero de 1888 enviaba Don Rúa a los Superiores de
las Casas salesianas una circular que terminaba así:
((Una palabra más. Entre los papeles que al morir dejó nuestro Pa-
dre, siempre tan previsor, me he encontrado con una recomendación
sobre la manera de hacer frente a nuestras deudas, especialmente en
cuanto al pago de derechos de sucesión que habremos de satisfacer den-
tro de poco. Dice así: Suspended todos los trabajos de construcción;
no abráis nuevas Casas (que quiere decir: no contraigáis compromisos
que exijan gastos extraordinarios o aumento de personal); no aumen-
téis vuestras deudas, sino preocuparos de pagar los derechos de suce-
sión, de reducir progresivamente nuestro pasivo y completar el perso-
nal de nuestras casas ya en marcha. Os copio, sin comentarios, esta ad-
vertencia de nuestro Fundador moribundo.»
El mismo León XIII, como anteriormente hemos visto, llamó
la atención de Don Rúa sobre estas medidas de prudencia.
Y también Don Rúa sentía la necesidad de asentarse sobre
bases económicas y morales antes de dar un paso más adelante,
porque la situación económica de la Sociedad era grave.
La construcción de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús,
en Roma, consumía cantidades de locura. Precisamente a pri-
meros de enero acababa de llegar a Turín un fajo de facturas que
sumaban 600.000 francos, cuyo importe se había ocultado a Don
Bosco. Las Misiones salesianas, en período de pleno desarrollo,
se tragaban verdaderos tesoros. La misma mañana en que murió
Don Bosco era tal la situación de la Casa Madre que no había con
qué pagar la cuenta del pan del mes.

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— 204 —
Para colmo de desdichas, el conde Colle, de Tolón, gran
bienhechor de Don Bosco, que había, en su generosidad, puesto
más de tres millones en sus manos, acababa de fallecer hacía
una semana ; no había, por tanto, nada que esperar por aquel
lado. Parecía que la mala suerte les perseguía.
Sin embargo, nadie pudo impedir que ciertos periódicos pu-
blicaran, con motivo de la muerte de Don Bosco, que había de-
jado a Don Rúa una herencia fabulosa. ¿Ignorancia o maldad?
¿Quién lo sabe? Fue preciso que el Boletín Salesiano desmintiese
la infame noticia que pudo haber hecho un daño considerable a
la economía de la Sociedad, ya bastante empeñada. Lo hizo,
confesando la dolorosa verdad.
«Esa afirmación, se leía en la revista oficial de la Congregación Sa-
lesiana, si no ha intentado una vulgar calumnia, resulta al menos ri-
dicula. ¿Cómo hubiera podido Don Bosco reunir esa fortuna? ¿O se
han olvidado que debía procurar vida y alimentos para millares de des-
graciados, construir iglesias y casas de educación; sostener y fundar le-
janas misiones? Han pasado por sus manos los millones, es verdad,
pero vivió y murió siempre pobre. La única herencia, fabulosa por
cierto, que Don Rúa ha recibido de sus brazos agotados, son los milla-
res de huérfanos que se educan en las Casas salesianas. Es fácil calcular
nuestra preocupación en los difíciles días que atravesamos; con tantas
desgracias que socorrer y tan pocos medios disponibles. Por fortuna, la
Providencia y nuestros queridos Cooperadores bastan para tranquili-
zarnos.»
Las esperanzas de Don Rúa no fueron vanas. No podían
serlo pues ya Don Bosco, unos días antes de morir, después de
excusarse ante su sucesor de las muchas deudas con que iba
a cargar sus hombros, le rogaba no revelase al público la gra-
vedad de su situación, porque la Providencia vendría en su ayuda.
En efecto vino, de una forma manifiesta. Al principio dis-
minuyeron ligeramente las limosnas, pero después, poco a poco,
aumentó en mucho el importe de las mismas y muy pronto so-
brepasó las cantidades obtenidas hasta entonces.

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— 205 —
Sin haber hecho la menor publicidad de la difícil situación
económica, la caridad de los fieles entregó a Don Rúa el dinero
con que pagar las cotidianas necesidades de una casa que alimen-
taba casi novecientas bocas y con qué enjugar las deudas más
apremiantes.
De 1888 a 1889 pagó Don Rúa, en Roma, facturas por va-
lor de 345.000 francos. Cada día le llagaban por correo unos
1.000 francos, por término medio.
Cierta mañana recibió un donativo anónimo de 60.000 fran-
cos. Si un bienhechor desaparecía, surgían otros, quizá de me-
nor fortuna, pero cuyas sucesivas entregas alcanzaban el mismo
nivel.
Don Bosco seguía velando por sus hijos desde el Cielo.
Aliviado, en parte, de la preocupación económica, aprove-
chó Don Rúa del alto en el camino de las fundaciones, para se-
cundar el segundo deseo de Don Bosco y del Papa, reforzando
el personal de las Casas Salesianas.
Por aquellos años, los noviciados de la Sociedad se llenaban,
Los colegios de la Congregación parecían planteles de vocacio-
nes. El espíritu de piedad que en ellos reinaba, la caridad que
unía al personal, el ambiente de familia que en ellos reinaba, la
atmósfera de santa alegría que envolvía a las almas, todo aquel
conjunto favorecía la aparición de vocaciones sacerdotales y re-
ligiosas. Aquel año entró en el noviciado el joven Beltrami, el
cual perfumó durante quince años la Sociedad con el aroma de
sus virtudes ; habíale conquistado para salesiano la aljegría en
que vio envueltos a sus maestros en el colegio de Lanzo.
Los campos salesianos se poblaron de obreros. Más de 100
había en la casa de formación de Foglizzo el curso de 1888-89.
Fácilmente podía Don Rúa reforzar cada una de las casas exis-
tentes y hasta pensar en las misiones.
Los salesianos se internaban cada vez más en las regiones
desconocidas que se extienden desde el Sur de Argentina y Chi-
le hacia el Polo Sur, es decir, en el archipiélago que cubre el es-
trecho de Magallanes, en plena Tierra del Fuego, o país de los
indios fueguinos, raza tan primitiva que hizo pensar a Darwin,

22 Pages 211-220

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22.2 Page 212

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CAPÍTULO XXIX
EL Á R B O L C R E C E
Resulta muy duro para la juventud ardiente y nerviosa estar
a pie firme aguardando dos años.
La juventud salesiana ardía de impaciencia. No sé quién la
hubiera podido contener de no haber surgido la ocasión provi-
dencial que de nuevo la arrojó al campo de batalla del mundo.
Fue a fines de 1889. Un enviado especial del Gobierno de
Colombia llegó a Turín solicitando una fundación. Don Rúa, dó-
cil a la recomendación del Papa y a los consejos de Don Bosco,
no podía aceptar. Mas como el delegado insistiera, Don Rúa con-
testó :
—No puedo, no puedo. El Papa no quiere hagamos ninguna
fundación más, por el momento.
— Entonces — contestó el diplomático — , iré a Roma y obten-
dré de León XIII lo que aquí es imposible.
Doce días más tarde recibía Don Rúa, por medio del Procu-
rador general en Roma, una carta invitándole a condescender
con los deseos del Gobierno colombiano.
En resumen, la carta decía así: a Su Santidad, impresionado
por el informe del General Vélez, ministro de Colombia en
Roma, nos comunica a través del Cardenal Rampolla, que vería
con buenos ojos que los Salesianos fueran a aquella República)) .
Y, pues la orden venía de quien había aconsejado aguardar,
podíase, obedeciendo, estar seguros de que el cielo bendeciría la
nueva empresa.
14

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— 210 —
Y la bendijo, en efecto, copiosamente.
Año tras año fueron multiplicándose las fundaciones salesia-
ñas a través del mundo. Hasta aquellas fechas, estamos en 1889,
la Sociedad no existía más que en Italia, Francia, España, Ingla-
terra y en dos repúblicas sudamericanas, Argentina y Uruguay.
A partir de entonces empieza a levantar sus tiendas por todo el
mundo.
A fines del 1889 los salesianos franquearon los Alpes y se es-
tablecieron en Suiza, en el Cantón Tesino. A primeros del si-
guiente, desembarcaron sus misioneros en Colombia.
En 1891 abrían unas grandes escuelas profesionales en Lie-
ja (Bélgica), y ponían los cimientos de una parroquia en un barrio
humilde.
Durante el mismo año, penetraron en el continente africano y
se establecieron en Oran ; forzaron después las puertas del Asia
y recogieron en Palestina, de manos del santo canónigo Belloni,
tres centros de educación para la juventud.
En 1892 penetraban en América del Norte y fundaban en
Méjico.
Dos años más tarde los salesianos entraban en Lisboa y, atra-
vesando por tercera vez el Atlántico, aparecieron en Perú y Ve-
nezuela, donde fueron muy bien recibidos.
El 1895 penetraron en Bolivia, mientras en Europa se dirigen
hacia el Este y se establecen en Austria, y ponen las bases para
una importante parroquia en el Norte de-África, en Túnez.
Desde el Norte del gran continente africano, desde Egipto, a
donde llegaron el 1896, saltaron al Sur y abrieron en la ciudad
del Cabo una escuela de Artes y Oficios. Después, cruzando de
nuevo los mares, se instalaron en Paraguay y en los Estados
Unidos.
América Central les vio llegar el 1897, al mismo tiempo que
entraban en Polonia, donde les aguardaba una ubérrima cosecha.
Finalmente, el 1903, aparecieron en Turquía y abrieron una
gran casa en la misma Constantinopla.

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Apenas se instalaban en un país, sus obras se multiplicaban
de forma maravillosa. En España, de dos Casas existentes en
1890, llegaron a 30 en 1910. Lo mismo sucedía en los demás
países.
Su actividad revestía las formas más variadas. Seguían en
primera línea las que fueron el punto de arranque del celo de Don
Bosco: Oratorios, escuelas profesionales, colegios para niños po-
bres ; pero adoptaron formas nuevas que les permitieron realizar
más y mejor su programa de apostolado en favor de la juventud
obrera.
Así, por ejemplo, fundaron en Lieja un hogar para emplea-
dos y obreros y sembraron por Italia toda una constelación de
centros a donde acudían por las noches los estudiantes después
de sus clases en los Institutos Nacionales. Aquí abrían escuelas
de agricultura y allí organizaban seminarios para vocaciones tar-
días. Al principio rechazaban la dirección de una parroquia, y
luego, bajo la presión episcopal, aceptaban construirlas, al ver
por una parte al clero secular agobiado de trabajo y, por otra, al
advertir la pujanza parroquial en las obras de apostolado juvenil.
El árbol crecía a ojos vistas. El tronco subía hacia la altura,
y las ramas se extendían en derredor.
Sobre ellas estallaban flores de perfume exquisito de santi-
dad. Era una florescencia esparcida por más de 150 diócesis de
todas las partes del mundo.
En sus ramas, a su sombra, piaban bandadas de avecillas.
Destino cruel les aguardaba, tal vez un día hubiera aparecido su
pobre esqueleto entre las zarzas de un matorral, víctimas del
hambre, del frío o de los buitres rapaces. Mas creció un árbol
gigantesco para su abrigo, para alimentarlas y para amparar sus
gritos y sus juegos con su frescura, su paz y su protección...
Sin embargo, Don Rúa se vio obligado, por dos veces, a de-
tener la expansión de aquel crecer sin cesar, de un árbol en don-
de brotaban ramas en todo sentido.

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El exceso es siempre un peligro. Se podía agotar savia tan jo-
ven al querer alimentar demasiado ramaje. Era prudente conte-
nerla y concentrarla, en favor de la misma planta. Y el jardine-
ro lo hizo.
En 1900 se ordenó a toda la Sociedad un momento de des-
canso. Era un año jubilar. Así como el pueblo hebreo dejaba des-
cansar la tierra en años tales, así Don Rúa invocó la antigua
costumbre para imponer a sus hijos un alto en su actividad.
El 21 de enero de 1898 les escribía así:
«Deseo que el 1900, año jubilar, sea para nosotros año de descanso
total, en lo que concierne a nuevas fundaciones. Recomiendo, por con-
siguiente, con toda insistencia a nuestros Provinciales y Directores, no
acepten ningún compromiso para este año. La mano de obra disponible
será dedicada a reforzar el personal de las Casas necesitadas en este
sentido.»
Seis años más tarde imponía el mismo descanso pero por mo-
tivo distinto. El Capítulo General de la Sociedad Salesiana de
1904 quiso asentar la formación intelectual de los estudiantes sa-
lesianos sobre una base más sólida. Se impuso, en consecuencia,
a todos los Provinciales de la Congregación la obligación de hacer
cursar los estudios filosóficos y teológicos en Seminarios especial-
mente dedicados a estos estudios.
Inevitablemente esta decisión creaba considerables vacíos en
el personal en activo de los establecimientos salesianos, ya que,
hasta aquel momento, una buena parte de los religiosos jóvenes
realizaban sus estudios personales bajo la dirección de compe-
tentes maestros, sí, pero cumpliendo al mismo tiempo con la car-
ga de profesor o de asistente. Don Rúa, para facilitar la aplica-
ción progresiva de estas medidas, decidió, a fines de 1905, que
el Consejo Superior de la Sociedad no aceptaría ninguna oferta
de fundaciones ni ampliaciones de las ya existentes, durante cin-
co años.
***

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— 213 —
Decisiones, aparentemente tan rigurosas, en vez de detener la
carrera de la Congregación, la infundieron una fuerza nueva.
Tras esos dos períodos de descanso, la Sociedad adquirió un
empuje todavía más vigoroso.
Don Rúa heredó seis provincias religiosas ; ocho años antes
de morir tenía 27, y en 1910, poco antes de su muerte, llegaba
a las 34.
Este progreso asombroso o milagroso, como hubiera dicho
Pío IX, lo explicaba en 1905 el Jefe de este ejército de una forma
que, aunque justa, resultaba algo incompleta.
«Al tomar en mis manos, decía, el anuario de nuestra Sociedad, mi
corazón se dilata emocionado y brota de mis labios una espontánea ple-
garia. La relación de nuestras casas es una prueba evidente de que nues-
tra Congregación es obra de Dios, el cual, a pesar de nuestras insuficien-
cias, se digna servirse de los Salesianos para salvar muchas almas. Al
hojear el libro, recuerdo las predicciones de Don Bosco. Por eso abrigo
la firme esperanza de que el día en que la Iglesia se pronuncie sobre
la santidad de nuestro fundador tendrá muy en cuenta el rápido des-
arrollo de nuestra familia religiosa.»
El crédito poderoso de Don Bosco en el Paraíso explicaba tan
maravilloso crecimiento. Pero hay que añadir, como causa eficien-
te, el celo incansable, la delicada prudencia y todas las cualida-
des de un Jefe como Don Rúa.

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CAPÍTULO XXX
EL CAMPO DE LAS MISIONES SE ENSANCHA
10 de abril de 1886. Don Bosco estaba en Barcelona. Por la
mañana contó a Don Rúa, su compañero de viaje, un sueño que
acababa de tener.
La celestial pastorcilla que a los nueve años le marcó su mi-
sión, le había mostrado en sueños, aquella noche, los principales
jalones de la marcha conquistadora del ejército misionero.
Soñando, había llegado hasta los pies de la cordillera de los
Andes, a Santiago y a Valparaíso; de allí a las secas tierras del
África, y, finalmente, hasta la capital del Celeste Imperio, hasta
Pekín. Por muy robusta que fuera la fe del apóstol, no podía dar
fe a tantas marvillas. ¿Posible que tuviera que evangelizar tantas
tierras? cQue hubiera de recorrer tantos espacios? ¡ Con tan mez-
quino ejército y tan endebles medios ! No, ciertamente aquello
era un sueño.
Pero la misteriosa dama calmó así sus temores: «No temas,
no temas ; esto no lo harán sólo tus hijos, sino los hijos de tus
hijos y los hijos de éstos)).
Don Rúa no olvidó jamás el sueño de Barcelona, que, como
muchos otros, eran una profecía destinada a iluminar y sostener
la actividad de los misioneros salesianos.
Recordaba, además, los alientos profetices que, desde el mis-
mo lecho de muerte, daba Don Bosco en la persona de Monseñor
Caorliero a todos sus hijos esparcidos por los países de misiones:
«I Animo, ánimo ! Con la ayuda del Papa iréis al África, la atra-
vesaréis, penetraréis en Asia, en Mongolia y mucho más allá...))

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Durante mucho más de veinte años aguijoneó y sostuvo el
esfuerzo de Don Rúa este pensamiento de la inmensa tarea que
la Congregación Salesiana había de realizar en el campo mi-
sional.
Su esfuerzo alcanzó consoladores resultados.
Las misiones -salesianas, cuando él sucedió a Don Bosco, es-
taban enclavadas únicamente en el Sur de Argentina y Chile.
Ocupaban las entonces casi desiertas tierras de las Pampas, Pa-
tagonia y Tierra del Fuego. Allí se encontraron sus misioneros
con los indios alacalufe, yamanas y onas.
Lentamente fueron ocupando aquellas inmensidades, a pesar
de las decepciones del primer momento, de la ingratitud del te-
rreno, de la gran cantidad de enemigos con que se encontraron y
de su escaso número.
Para llevar la luz de la verdad hubieron de ir talando uno a
uno los maléficos árboles de la gran floresta de las sombras. A
los quince años de su llegada había florecido el desierto ; se po-
día decir que habían conquistado totalmente aquellas tierras para
el Evangelio.
La mirada de estos apóstoles se dirigió entonces hacia arriba,
mucho más arriba, hacia la República del Ecuador. Allí vivían,
muy lejos de la civilización y de la fe, unas tribus asiáticas, los
famosos y terribles jíbaros. Roma ofreció a Don Rúa aquellos te-
rritorios el año 1895, para evangelizarlos. El sucesor de Don
Bosco los aceptó inmediatamente con lo que el Vicariato Apostó-
lico de Méndez y Gualaquiza se confió al cayado del segundo
Obispo salesiano.
Unos meses más tarde, empujados por el celo de Don Rúa,
gran misionero en retaguardia, se internaron sus hijos en el co-
razón del Matto-Grosso, uno de los 21 Estados del Brasil, por-
que sabían que había unas tribus indias, los bororos, desparra-
mados por muchos kilómetros cuadrados, aguardando la predi-
cación del Evangelio. También estas tierras roturadas, cultiva-

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— 217 —
das y, en parte, sembradas con la divina palabra, fueron conver-
tidas por Roma, después de veinte años de trabajo, en Prelatura
con un tercer Obispo titular. Como vemos, las circunstancias hi-
cieron de este grupo de misioneros, siempre en aumento, casi un
equipo especializado en la evangelización de los indios de Amé-
rica. Ellos fueron antes del descubrimiento de Cristóbal Colón los
únicos dueños de aquellos territorios. Posteriormente, reducidos
a una ínfima minoría, vivían en estado libre en la selva, explo-
tados á menudo por los aventureros y traficantes. La fe cristiana,
que entró en las Américas con los estandartes de Colón, realizan-
do así la gran conquista de pueblos para Dios que la Reina de
Castilla soñara, aún no había llegado a todos los rincones de la
selva.
Muchos de aquellos desgraciados, hundidos en la ignorancia
siglos y siglos, no conocían de la civilización europea más que
lo peor: la rapacidad, la sed de oro, la inmoralidad y el placer
de la bebida.
Afortunadamente, para continuar la obra admirable de cris-
tianización comenzada por los hijos de San Francisco y San Ig-
nacio, llegaban de Europa continental apóstoles decididos, a re-
querimiento de los Obispos de aquellos países, para llevar a estos
desgraciados los divinos consuelos de la fe ; pero eran a todas lu-
ces insuficientes.
Antes de dejar este maravilloso campo de acción de los mi-
sioneros en el fondo de las selvas brasileñas, en la inmensidad
de la sabana argentina o en los altos valles del Ecuador, convie-
ne recordar la noble iniciativa que les puso al servicio de la le-
pra, en Colombia.
El Gobierno de esta católica República rogó incesantemente
a Don Rúa, desde 1891, que sus hijos se encargaran de dos gran-
des lazaretos que proyectaban construir para recoger a los des-
graciados atacados por tan terrible enfermedad. Don Rúa acep-
tó el ofrecimiento, y nunca le faltaron héroes sacrificados para
llevar, con los consuelos de la fe y los cuidados de su abnega-
ción, un rayo de alegría a aquellas ciudades del dolor.

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Hasta los primeros años del presente siglo parecía que la ac-
tividad de los misioneros salesianos estaba reservada para la raza
cobriza, pero he aquí que, en 1906, se les brindó la entrada en
India y China.
Se trataba de fundar una escuela profesional en Tanjore (In-
dia), para así abrirse paso más fácilmente a la predicación del
Evangelio. Igualmente, había que abrir un gran orfanato en Ma-
cao (China) para los muchachos huérfanos o abandonados por
sus propios padres. Es bien sabido cómo en China abundan los
niños abandonados a la vera del camino.
La primera expedición de salesianos que puso su planta en
aquellas tierras estaba dirigida por los PP. Versiglia y Olive. El
primero fue consagrado obispo y más tarde martirizado por una
horda de bandidos. El segundo murió víctima de su abnegación.
Pero su obra prosperó mucho, hasta formar la actual diócesis de
Shiu-Chow, en donde tantos campanarios católicos resisten, mu-
chas veces con éxito, las grandes tempestades contra la Iglesia.
De los hijos de Jafet, pasaron pronto estos misioneros hasta
los hijos de Cam. El 27 de febrero de 1910 se detenía en Turín
el gran Cardenal Mercier. Volvía de Roma para pedir a Don Rúa,
en nombre del Gobierno belga, que los salesianos fueran al Con-
go. Encontró a Don Rúa en cama. Le quedaban pocas semanas
de vida ; estaba hecho una pavesa ; pero velaba su pensamiento,
siempre firme y ardoroso. Apenas supo el objeto de la visita del
Arzobispo de Malinas, empeñó su palabra de Superior General
y prometió que al año siguiente saldría para Catanga el primer
equipo de salesianos belgas.
Y entonces Don Rúa pudo cerrar sus ojos seguro de que la
profecía de su Padre estaba a punto de cumplirse: «Iréis al Áfri-
ca, penetraréis en el Asia...»
Era verdad, le faltaba muy poco. La puerta de los dos conti-
nentes estaba entreabierta; bastaba empujarla un poquito más
cada año para dejar paso a los obreros de la salvación que les lle-
varían, después de tantos otros, la antorcha encendida de la fe
cristiana.

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CAPÍTULO XXXI
LA S A V I A DEL T R O N C O
No basta la juventud para explicar la vida y frondosidad de
un grande árbol. Hace falta, además, que sus raíces atraviesen
una tierra rica en sustancias nutritivas.
El desarrollo adquirido por la Sociedad Salesiana durante el
rectorado de Don Rúa no fue solamente el desarrollo de un cuer-
po joven desbordante de salud ; también un organismo lleno de
doctrina abundante y apropiada a sus necesidades.
Don Rúa aprovechaba todas las ocasiones para inyectársela.
Ya recogía para sus hijos las nuevas corrientes de piedad que el
Espíritu Santo vertía sobre la Iglesia ; ya avisaba a los suyos de
graves peligros que parecían avecinarse ; sacaba a veces útiles
lecciones de los sucesos públicos ; otras, diagnosticaba su mira-
da malignas enfermedades a punto de infiltrarse dentro de la
gran sociedad que él dirigía ; oteaba las necesidades del momen-
to e indicaba a sus religiosos la dirección a tomar en sus activi-
dades ; y, otras veces, más raras, pareciéndole amenazado algún
órgano esencial, sentábse a la cabecera del enfermo y le cuidaba
con tanta competencia como caridad.
Hasta el borde de la tumba tuvo Don Rúa esta doble preocu-
pación : preservar a los suyos de los ataques del espíritu destruc-
tor y colocarles de continuo de cara a su ideal.
Se han reunido en un grueso volumen las circulares que di-
rigió a sus hijos desde 1888 hasta 1910 ; forman todo un tratado
de la hermosa y fuerte espiritualidad salesiana, clara, práctica,
lo menos abstracta posible, tal como la necesitan unos hombres

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—220
enrolados en la acción febril, que tienen más necesidad de fle-
chas orientadoras que de consideraciones especulativas.
Los salesianos son verdaderos religiosos. El día de su pro-
fesión emiten los tres votos con que se consagran a Dios y se in-
tegran en una familia espiritual. Por eso Don Rúa les recordaba
oportunamente los principios esenciales que justifican y fortifi-
can el despego de todo lo creado para seguir más de cerca a Je-
sucristo ; pero su espíritu práctico encontraba, para el modo de
vida que llevaban sus hijos, argumentos especiales que reforza-
ban de una forma original las verdades tradicionales de la ascé-
tica religiosa.
Así, por ejemplo, para convencer a sus religiosos de que ha-
bían de permanecer pobres de espíritu en verdad, ahorrando las
cosas puestas a su disposición, razonaba de este modo:
«Nuestras obras viven de la caridad, como muy bien sabéis. Cuando
Don Bosco ponía mano a sus grandes empresas, no contaba más que con
la Providencia, representada por nuestros queridos Cooperadores Sa-
lesianos; ella no falta nunca. ¿Qué digo? Aumenta^ junto con nuestras
necesidades. No creáis, sin embargo, que los amigos que nos ayudan
disponen de medios abundantes. Muchos de ellos, que son pobres o dis-
frutan de un mediano pasar, se imponen grandes sacrificios para ayu-
dar nuestras obras. ¡Cuántas veces querría teneros a mi lado cuando
esas buenas almas me cuentan con toda ingenuidad sus piadosas indus-
trias para, céntimo a céntimo, traernos su limosna ! ¡ Cómo me gusta-
ría poder dejaros leer ciertas cartas íntimas! Entonces comprenderíais
cuánto debemos amar nuestra pobreza y practicar la economía. Sería
una verdadera ingratitud para con Dios y para con tantas almas gene.
rosas malgastar el fruto de sus sacrificios o simplemente gastarlo sin
consideración.»
Cuando Don Rúa quería persuadir a sus hijos de que fueran
religiosos dóciles, que volaran al cumplimiento del deber como
quien va a una fiesta y practicaran las reglas con exactitud mo-
nástica, les recordaba, sin duda, las bases ascéticas de la gran

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— 221 —
virtud de la obediencia, pero llamaba su atención perferentemen-
te sobre el provecho que para su propia autoridad sacarían so-
metiéndose con gusto a sus Superiores.
«Os habéis de convencer de que una Comunidad necesita, para ali-
mentar su alma, no solamente doctrina espiritual, sino también buenos
ejemplos. Pensad con frecuencia que vuestra vida es el libro en donde
leen vuestros inferiores cómo deben portarse. Cuando vosotros respe-
táis la autoridad de vuestros Superiores, cuando os sometéis a sus de-
cisiones, bien sabe Dios a precio de qué sacrificios, no hacéis más que
aumentar vuestra propia autoridad. San Gregorio Magno decía: "No
creo que una tela adquiera nuevo color con el tinte, ni un vaso el olor
del perfume en él derramado, tan fácilmente como los inferiores adop-
tan la manera de comportarse de sus superiores."
¡ Consoladora observación para los que edifican a sus hermanos con
el buen ejemplo! Observación inquietante para el que se contenta con
enseñar, sin refrendar su lección con la autoridad del ejemplo, de man-
dar sin tomarse el trabajo de obedecer!»
Para conservar a aquellos sus educadores de juventudes en
una pureza de costumbres intachable, no temía Don Rúa adver-
tirles que el infierno y sus secuaces acechaban su virtud, con el
siguiente ejemplo:
«Aún no hace mucho, entraban en uno de nuestros colegios dos her-
manos. Desde los primeros días se distinguieron como cabecitas lige-
ras, indisciplinados, perezosos, sin piedad, discutidores en el juego, ar-
mados, por así decir, de un sin fin de defectos. Por fortuna, el Director
del Colegio estaba empeñado en tratar a todos sus hijos según el méto-
do 3e Don Bosco, con mansedumbre y longanimidad, secundado por un
personal que no hacía sino imitar su ejemplo. Ninguno de ellos se des-
alentaba frente a la más rebelde voluntad; tornaban a empezar su tra-
bajo y solían acabar triunfando. Eso ocurrió con los dos hermanos. Poco
a poco empezaron a ser más estudiosos, se aficionaron a sus superiores,
y, siguiendo el ejemplo de sus compañeros, empezaron a frecuentar los
sacramentos. La confesión y comunión frecuente transformaron su cora-
zón. Probaron la alegría inefable de la conciencia tranquila. La paz de
su corazón asomó a su rostro, su frente adquirió candor y toda su cara
brilló de alegría.
Llegaron las vacaciones. La víspera de la partida, los dos hermanos
fueron a despedirse del Director y agradecerle el bien que les había he-

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— 224 —
((Estos muchachos vienen a nosotros el sábado por la tarde y el do-
mingo por la mañana, después de una semana de rudas fatigas, y llegan
a menudo para limpiar sus almas y alimentar su debilidad con el Pan
de los fuertes.
Los mayores, los de dieciocho a veinte años, atraen a los pequeños
con su ejemplo.
¿Cómo explicar los esfuerzos que estos muchachos hacen durante
toda una semana para conservarse en gracia, en los talleres, a pesar de
las malas conversaciones que oyen y de las escandalosas escenas que
contemplan?
¡ Cuántos padres, testigos de los progresos morales de sus hijos, vi-
nieron a agradecernos el bien que hacíamos a sus almas! Es frecuente
ver en nuestros Oratorios acercarse a la primera comunión a mucha-
chos de dieciséis y diecisiete años que, de otro modo, no hubieran te-
nido nunca'esta suerte.
En algunos Oratorios se ha logrado que hicieran ejercicios espiri-
tuales cerrados, por grupos; el fruto no tardó en verse. Algunos de los
ejercitantes estudian ahora para sacerdotes.
Hay salesianos que, siguiendo los ejemplos de Don Bosco, llegaron
aún más lejos; invitaron a algunos de los mayores que les ayudaban en
el Oratorio diciéndoles : "¿Por qué no os unís a nosotros?" Y más de
uno aceptó la invitación y entró en el noviciado.»
El número no le asustaba a Don Rúa en esta clase de obras.
Al contrario; sé alegraba cuando, como por ejemplo en España,
se encontraba a su paso con Oratorios de 300, 500, 1.000 y has-
ta 1.500 muchachos.
La juventud será mejor cuanto más se la atienda. Lo único
que importa es no dejar de lado la formación de su alma y em-
plear todos los medios a propósito para asegurar su perseve-
rancia.
«Aplaudo con toda mi alma, escribe, el celo de los que sueñan con
aumentar sin descanso el número de sus oratorianos. Pero que este em-
peño vaya a la par con el de llevar a las almas las verdades de la fe y
el de asentar sólidamente la perseverancia de la voluntad. Al predicar
no creáis que basta decirles todo lo que se os ocurre. Preparad vuestras
instrucciones, vuestras homilías, vuestro catecismo. Adaptad los discur-
sos a las necesidades del auditorio y hacedlos atrayentes. A ejemplo de
Don Bosco, invitadles a purificar a menudo sus corazones en el tribunal

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— 225 —
de la penitencia y a fortificar su alma con la Comunión. La Eucaristía,
recibida a menudo, obrará maravillosos cambios en esas almas...
Quisiera que todos los Directores estudiasen profundamente los me-
dios de perseverancia capaces de mantenr a los muchachos en nuestros
Oratorios. Veo que en algunos, los patios están llenos de niños y chicos
pequeños. ¿En dónde están los mayores?
Si abandonan tan pronto el Oratorio, ciertamente no están prepara-
dos para hacer frente a los peligros que les acechan a cada paso en los
talleres corrompidos de nuestras ciudades.
Mirad, pues, a ver si hay algún medio para asegurar su perseveran-
cia; asociarlos en algún círculo católico obrero o fundar en vuestra
misma casa un grupo especial, o abrir una caja de ahorros o de soco-
rros mutuos, tan útiles para iniciarlos en el ahorro.
¿No se podría, cómo sugiere cierto director de Oratorio, repartir
^ada domingo entre nuestros jóvenes hojitas religiosas en las que se
trate algún problema de apologética? He comprobado por mí mismo,
^escribe este salesiano, que muchos adolescentes corren riesgo de perder
la fe en el trato con amigos que no hacen más que vomitar injurias y
calumnias contra nuestra religión. Para contrarrestar este daño, habría
que hacer más atrayente el estudio de la religión, sirviéndonos de estas
hojitas, bien escritas, que prolongarían su acción hasta el hogar, a me-
nudo tan impenetrable, de nuestros orateríanos. »
Se advierte cómo Don Rúa hablaba de un asunto cuya técni-
ca poseía plenamente. Su propia y larga experiencia le demos-
traba el peligro que corría la Congregación si olvidaba la finalidad
para la que fue creada:
«Por favor, escribía, permaneced fieles a las tradiciones salesianas.
En algunos Oratorios se da excesiva importancia a la música, al teatro,
al deporte. Convierten lo accesorio en principal; el medio se convierte
en fin. Don Bosco no pensaba ni obraba así. La música, el teatro, el de-
porte son medios, sólo medios. Hay que emplearlos en donde hacen fal-
ta y nada más; y siempre con prudencia, para atraer a la juventud y
asegurarle su perseverancia. El fin del Oratorio es la enseñanza del Ca-
tecismo y la formación de las almas.»
La preocupación de Don Rúa iba más allá de los Oratorios.
Sus sueños envolvían también la multitud de jóvenes salidos
15

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226
de los internados salesianos, entre los dieciocho y veinte años.
¿Cómo asegurar el triunfo contra las tentaciones de la vida y las
pasiones, al salir de un ambiente tan recogido? De esta inquietud
nació la ASOCIACIÓN DE ANTIGUOS ALUMNOS, por cuya organi-
zación y desarrollo tanto se interesaba.
Por desgracia, a menudo muchas de estas organizaciones re-
sultan vacías e inútiles. Se reducen a una misa anual con un ser-
món desbordante 3e recuerdos evocadores y de vagos consejos,
un banquete tradicional cerrado con brindis y telegramas de ad-
hesión y una función de teatro por la tarde.
Don Rúa quería que fuesen asociaciones vivas, activas y be-
néficas, y esto no podía ser más que transformándolas en obras
de caridad, de piedad, de asistencia y enseñanza. A lo largo de
su rectorado se esforzó en darles esta dirección.
«Durante el siglo xix, escribía, el demonio ha causado un mal in-
menso a las almas a través de malvadas asociaciones. Se prepara para
hacer mucho más todavía durante el siglo XX. Salvemos a nuestros alum-
nos, a nuestros hijos, agrupándolos entre sí. El beneficio de estas aso-
ciaciones no se reduce solamente a ellos; llega también a sus parientes,
amigos y conocidos. Hemos de continuar siendo, a toda costa, los ánge-
les custodios de estos muchachos ya adultos como lo fuimos cuando eran
pequeños.»
¿Qué medios emplear para ello?
«En varios lugares, nuestros antiguos alumnos se han reunido en con-
greso fraterno, que ha tenido, cuando menos, el triple resultado de qué
se unieran más íntimamente, vencieran el respeto humano y se estimu-
laran al bien.
Por otra parte, redactaron un reglamento sencillo, pero sustancioso,
para mantenerse más unidos entre sí con los lazos de la piedad y la
caridad.
Algunos Directores se han ingeniado para sacar partido de las acti-
vidades y los ocios de los Antiguos Alumnos, sea empleándoles en la
enseñanza del catecismo, sea incribiéndoles en las Conferencias de San
Vicente de Paúl o en otras agrupaciones apostólicas.
Muchos de ellos se inscribieron como Cooperadores salesianos y nos
han ayudado de mil modos en nuestras empresas.
¿No podríamos estimularles a ayudarse entre sí en caso de necesi-

23.8 Page 228

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— 227 —
dad? Unas veces proporcionarían trabajo a compañeros desocupados;
otras visitarían a los enfermos; hoy les darían una recomendación para
una autoridad; mañana les socorrerían en su miseria. A veces, delica-
damente, les harían volver a tomar el camino de la Iglesia. Cómo me
gustaría, dice en otro lugar, que nuestras revistas dedicasen una sección
especial brindando empleos y colocaciones a nuestros antiguos alum-
nos sin trabajo.
¿Por qué no pueden llegar estos grupos de antiguos alumnos a for-
mar, según el ardiente deseo de uno de los mejores de entre ellos, una
vasta asociación que abrazara el mundo entero y llegara a ser tan uni-
versal como la Iglesia católica?
El deseo se ha realizado. Los jóvenes salidos de todas las Ca-
sas Salesianas, siguiendo esas directivas, se agruparon primera-
mente entre sí. Después formaron federaciones nacionales. Y
todas las federaciones se fundieron en una gran asociación inter-
nacional, con su presidente a la cabeza, su reglamento, su ban-
dera, su divisa, y, sobre todo, su campo de acción.
Según el deseo de Don Rúa, cada sección tiene vida propia,
al margen de la actividad salesiana, pero con alma salesiana. Es-
tas asociaciones multiplican sus iniciativas, casi todas con la mar-
ca de una señalada caridad social. Así con su abnegación queda
defendida y protegida la pureza de costumbres de la juventud.
No escapaba a la mente de Don Rúa que esta espiritualidad,
positiva y práctica, con la que quería alimentar a sus hijos, sería
letra muerta si no la recogían, asimilaban y distribuían al mismo
tiempo que él todos los directores de las obras salesianas. Por
eso se preocupó, con todo ahinco, de la formación de los que de-
bían ser intérpretes eficaces de su pensamiento y voluntad.
Si desgranamos las páginas de sus circulares podemos com-
poner, rasgo a rasgo, un retrato completo del superior ideal. In-
tentemos esbozarlo:
Ante todo, el superior debe estudiar muy de cerca el estado
moral y las condiciones económicas de la casa que ha de dirigir.
Se guardará muy bien de cambiar nada en ella durante un año

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— 228 —
y aún dos. Procurará gobernar, sin querer hacerlo él solo. El es
el centro, en derredor del cual todo gira, sí; el motor que pone
todo en movimiento, éso ; pero a través de otros. Por consiguien-
te, deberá respetar la esfera de acción de cada uno. Sólo la es-
casez de personal le permitirá ocupar un puesto que no sea el
suyo ; pero esta ocupación no deberá ser nunca tal que pueda
cerrar la entrada de los corazones. La parte odiosa, inherente al
ejercicio de la autoridad, la dejará siempre a otros.
Siendo como es el guía de sus hermanos en el camino de la
perfección, será también su primer deber dar buen ejemplo, me-
dio el más eficaz para conquistar voluntades.
Practicará el primero lo que después ha de exigir a sus cola-
boradores en nombre de la regla o de las necesidades de la casa.
Su preocupación será la de ser el primero en todo. A este medio
de persuasión juntará todos los que las reglas y la tradición sa-
lesiana pone en sus manos, como son los coloquios íntimos con
los hermanos, las conferencias quincenales, la corrección frater-
na y la solución mensual de los casos de moral.
Uno de los deberes de la autoridad, sobre el que más insistía
Don Rúa, era el de preocuparse fraternalmente de los jóvenes
religiosos recientemente salidos del noviciado o del estudiantado
filosófico. Su formación religioso-pedagógica está simplemente
esbozada ; atraviesan la edad más difícil de la vida ; las tentacio-
nes sacuden su corazón ; es muy grande su inexperiencia y ne-
cesitan inmenso cariño ; estos motivos deben convertir a su su-
perior en padre vigilante, pendiente de todas sus necesidades y
dispuesto a darles, según los días y circunstancias, oportunos
consejos, advertencias, ternura...
((Os recomiendo muy especialmente, queridos Directores —escribía
en 1901—, a los jóvenes religiosos que llegan por primera vez a vues-
tras casas. No tengáis la pretensión de que salgan del Noviciado total-
mente formados. Allí se les pone la base de la formación, se les inicia
en la piedad, en la observancia de las reglas, en la virtud. Sé lo mucho
que trabajan para alcanzar ese fin y estoy muy contento de la forma
con que se cultivan estos nuestros planteles. Hasta puedo asegurar que,
dado el actual estado de cosas, se hace todo lo que se puede. Sería in-

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— 229 —
discreto exigir más, y peor aún lamentarse de estos primeros resultados.
Imposible pretender que nadie, al salir de las casas de formación, sea
apto para toda clase de trabajos. Toca a su nuevo Director ayudarles,
formarles, animarles, no perderlos de vista. Trátenlos, pues, con pa-
ciencia inalterable, advirtiéndoles y adiestrándoles de mil modos, pero
siempre bondadosamente, a fin de salvaguardar el mayor tesoro de la
vida después del bautismo, que es la vocación religiosa.»
Este cuidado paternal tenía que revestir una forma especialí-
sima en el plan intelectual. Quería que el Director vigilase para
que los religiosos jóvenes de la Sociedad tuviesen tiempo y me-
dios para dedicarse a los estudios de las ciencias sagradas. Por
eso, Don Rúa insiste a menudo sobre el particular:
((Tiemblo, escribía a los Directores de sus casas, el 20 de enero de
1898, tiemblo al pensar en el porvenir de nuestra Sociedad, si, por cul-
pa nuestra, no estuvieren dotados nuestros seminaristas de sólidos co-
nocimientos.
No llevéis a mal os recuerde tan insistentemente la obligación que
tenéis de hacerles estudiar las ciencias sagradas. Es un grave deber de
conciencia, porque la más mínima negligencia en este aspecto, podría
poner en peligro una vocación religiosa. Es verdad que estas disciplinas
hay que estudiarlas siempre; en efecto, Don Bosco repetía a sus sesenta
años: "Ahora empiezo a saber confesar a los muchachos"; pero cuan-
do todos se deben dedicar a ellas con mayores medios y aprovechamien-
to es durante la juventud.»
Don Rúa, en su afán de enseñar al Director salesiano cómo
actuar en el campo pedagógico, se acerca a él y le dice se pre-
sente siempre ante sus jóvenes con el aspecto del Buen Pastor.
El Director es como un centinela que debe alejar de sus hijos
los amigos viciosos y los libros malos. Si quiere que le amen y le
tengan confianza, debe mezclarse con ellos en la iglesia y en el
patio. Debe recibirles siempre que vayan a él; su despacho debe
estar siempre abierto. Conviene que en la marcha ordinaria de
la vida se trate a la juventud con respeto y bondad sin olvidar
que fue redimida con la sangre de Jesús. Una Casa Salesiana
debe empeñarse en formar un hogar.
El Director, recordando a Don Bosco, que decía que los sa-
cramentos eran el medio más eficaz para transformar los corazo-

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Repetía sin descansar, casi hasta cansar los oídos de sus re-
ligiosos :
«Si queréis alcanzar de vuestros muchachos una entrega absoluta
que os asegure sustitutos para el día de mañana en el campo salesiano,
hacedles estudiar latín, envolved vuestras casas en una sana atmósfera
de piedad profunda, vigilad para que reinen las buenas costumbres,
atended las compañías religiosas, hacedles amar y recibir a menudo la
Sagrada Comunión, fuente de todo espíritu de sacrificio, y sed para
todos los jóvenes que os contemplan, ejemplo de vida sacrificada, mor-
tificada y feliz. Nada atrae tanto los corazones como la alegría que bro-
ta de la virtud.»
Las directrices religiosas y pedagógicas de Don Rúa, sus
fconstantes llamadas al orden, sus exámenes de conciencia sobre
la fidelidad al espíritu del fundador, ideal perenne siempre izado
ante sus ojos, mantenía en continuo alerta a la joven Congre-
gación.
No había rutina, el naturalismo no existía. Las voluntades
somnolientas se despertaban, los corazones ardorosos llegaban
muy lejos. Florecían las virtudes religiosas, se multiplicaban o se
ensanchaban las obras, acudían obreros sin cesar ; se anunciaba
el reino de Dios a la juventud con mayor amplitud.
El autor de todas estas circulares así lo manifestaba, al regre-
so de uno de sus viajes al extranjero:
«Recuerdo con íntima satisfacción el orden que he admirado en to-
das nuestras casas, la febril actividad que se despliega en favor de la
juventud y el celo por guardar el espíritu de nuestro fundador y pa-
dre. Si, por un lado, he visto con pena que mis hijos están aplastados
por el trabajo y que no se bastan a sí mismos, por otra, he admirada
el ardor con que muchos salesianos se entregan a la enseñanza, a la
asistencia y a la predicación. Me parecía encontrarme en los primeros
años de nuestra Congregación, en aquella dichosa época en que apenan
nacía una necesidad se presentaban diez voluntarios para realizarla.
También ahora he tenido este dulce consuelo, contemplando el ejemplo
de tantas virtudes. Son muchos los Directores e Inspectores que, ademán

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— 233 —
de Jas preocupaciones de su cargo, asumen otras responsabilidades de
la cas<i, como dar clase, por ejemplo. También abundan los Superiores
que, habiendo cesado repentinamente, aceptaron con la mayor natura-
lidad del mundo cargos menos brillantes y se entregaron con todo ca-
riño y entusiasmo a las tareas de simple maestro, de Director espiritual
o de Administrador. Que el Señor nos bendiga y conserve mucho» años
en este admirable trabajo y en tan santa indiferencia. Será la mejor
prueba de que los Salesianos siguen siendo hijos dignos de aquel incan-
sable trabajador y padre nuestro, Don Bosco.»

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— 236 —
beó ni un año siquiera en tomar el tren, a pesar de sus piernas
hinchadas por las varices y acribilladas de llagas, sus párpados
siempre inflamados y su débil corazón que había de terminar por
traicionarle. No paró hasta medio año antes de morir, y eso por-
que los médicos así lo ordenaron formalmente.
Recuerdo haberle visto el 1902, en Verviers, entretenerse,
con los ojos enfermos, en las salas del Círculo de la Juventud
Obrera de aquella ciudad, envuelto en la nube de humo de los
fumadores, que irritaba cruelmente la mucosa de sus párpados ;
fueron inútiles las invitaciones para salir, era feliz en medio de
sus hijos viéndoles cómo se divertían y charlaban.
Por eso no extraña que tal valor y semejante virtud provoca-
ran a su paso las mismas escenas a que se asistía en tiempos de
Don Bosco.
Solicitaban audiencia grandes de la tierra, como la familia
real de Portugal; Príncipes de la Iglesia, como los Arzobispos de
París, de Malinas, de Milán, de Bolonia, de Ñapóles, de Anco-
na, de Sevilla, se honraban con su amistad ; y, el pueblo cristia-
no, con esa intuiciónn que jamás le engaña, se precipitaba hacia
él. Le arrancaba un recuerdo, pedían su bendición, imploraban
su consejo; querían acercársele, tocarle..., le recortaban su vieja
sotana. El público le esperaba a la salida de la calle Cottolengo,
número 32, y le escoltaba a su vuelta. A veces, recibía durante
el camino ardientes y espontáneas demostraciones de veneración,
***
¿Cuáles eran los motivos que tan a menudo obligaban a via-
jar a aquel hombre a quien le hubiera gustado, más que a nadie,
entregarse tranquilamente, en la soledad de un despacho, a los
pesados deberes de su cargo?
En el fondo no había más que uno, aunque aparentemente
eran muchos.
Hoy ponía la primera piedra o inauguraba un nuevo edificio
salesiano en París, en Lieja, en Bolonia, en Londres o en Milán ;
mañana asistía a las bodas de plata de la casa de Niza o de la

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— 237 —
Congregación de las Hijas de María Auxiliadora. Un año iba a
Roma a presentar a Su Santidad el informe de la Sociedad o a
recibir las consignas del Vicario de Cristo ; otro, recorría los no-
viciados de Francia, de España, de Polonia y hasta de Palestina,
para imponer la sotana a sus futuros salesianos.
Acudía inmediatamente a los lugares de infortunio para mez-
clar sus lágrimas con los desgraciados y recoger los muchachos
desamparados.
Y, más a menudo, partía únicamente empujado por el deseo
de ver a sus hijos, animarles y estimularles ; para visitar a sus
bienhechores, agradecer su caridad y entusiasmarles para algu-
na obra nueva. A veces, abrumado por las deudas, hacía lo de
Don Bosco: se calaba el sombrero, tomaba su billete de tercera
para Francia y Bélgica y él mismo, tan tímido y tan reservado,
tendía valientemente su mano a sus amigos.
Observaba atentamente cada una de las casas por donde pa-
saba, en forma tal que podía su Director estar bien seguro de que
al despedirse, uno o dos días más tarde, por carta, recibiría la
manifestación de su satisfacción con las oportunas advertencias
dejadas caer con toda delicadeza.
Una de las mayores preocupaciones de sus viajes fue la de no
dejar descansar el ejército de cooperadores salesianos, hablar con
cada uno de ellos y aumentar sus filas. Donde se detenía, reunía
a los infatigables colaboradores que Don Bosco le confió en el le-
cho de muerte, en una iglesia o capilla céntrica. Recordaba las
palabras de su Padre: ((No temas meterte con ellos. No son ellos
los que te hacen la caridad, eres tú quien se la haces a su alma.
Su limosna es una obra de misericordia, por la que te estarán
agradecidos».
Su habitación estaba siempre abierta para ellos, igual que
para sus salesianos y alumnos ; las audiencias no tenían hora.
¡ Cuántos corazones hallaron consuelo, cuántas vocaciones se
decidieron, cuántas voluntades se enderezaron, cuántas bolsas se
abrieron y hasta se vaciaron, cuántos proyectos santos se conci-
bieron y esbozaron por todas las partes del mundo, solamente

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— 238 —
por el hecho de haber ido un día a llamar a la puerta de aquel
hombre de Dios y haberle abierto el alma !
Su ardiente deseo de conservar el espíritu de la Sociedad sa-
lesiana y de extender su acción, le hacían sobrellevar con buen
ánimo las fatigas de aquellos viajes, las innumerables conferen-
cias e interminables audiencias. Quería asegurarse, para la hora
de morir, de que el sagrado depósito del espíritu de la gran fa-
milia religiosa que había heredado, no sólo no se había vaciado>
sino que había crecido notablemente.
Causa admiración seguir a Don Rúa, año tras año, en su in-
cansable peregrinar, recorriendo miles y miles de kilómetros.
El 1889, se conformó con llegar hasta Parma y Faenza.
El 1890 fue hasta Roma, y luego emprendió un largo viaje
atravesando todo el Sur de Francia para llegar hasta Madrid y
Sevilla. Volvió a Turín y en seguida partió para Lyón, París y
Londres.
El 1891 avanzó hasta Trento, que entonces pertenecía a Aus-
tria, y atrevesó, a la vuelta, en zig-zag, Venecia y Parma.
El 31 de diciembre de aquel año, había devorado ya 10.200
kilómetros.
1892: parte para Roma, atraviesa el estrecho de Mesina, re-
corre la isla de Sicilia y vuelve a Turín costeando el Adriático.
1893: otra vez a Roma, durante la primavera. En otoño va a
Londres. De Inglaterra embarca para Amberes, visita a Bélgica,
pasa a Francia por Lilla y visita a París y Bretaña.
1894: entra primero en Suiza ; salta a Alsacia y se detiene en
Estrasburgo y Metz; sube a Lieja, penetra en Holanda, llega
a Rotterdam, baja a Bruselas por Amberes y Malinas y vuelve a
Turín. Dos meses más tarde hace una escapada a Lombardía.
1895: se embarca en Marsella a primeros de febrero y se hace
a la mar hasta Alejandría de Egipto ; entra por Jaffa en Pales-
tina y la recorre de Sur a Norte. Se detiene, a la vuelta, en El

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Cairo y Alejandría. Descansa un mes en Turín y, a fines de abril,
a Bolonia, Módena y Milán.
1896: lo dedica a recorrer Italia en todas direcciones, por el
Este hasta Verona y Vicenza y por el Sur hasta Ñapóles.
Total: 32.500 kilómetros.
Durante el 1897 y 1898 no salió de Italia. Tocó la suerte a las
provincias del Piamonte, Lombardía, Romana, Roma y Ñapóles.
Pero en febrero de 1899, flanqueó los Alpes, atravesó Sabo-
ya, visitó el Sur de Francia, atravesó España, entró en Porutgal,
se embarcó en Almería y llegó hasta Oran. Entró por Marsella en
Turín y a los pocos días salió para Roma y Ancona.
Crece la cinta; al acabar aquel año medía 43.400 kilómetros.
En febrero de 1900 hacía de nuevo el camino de Roma para
deshacerlo hasta Florencia ; se embarca a continuación en Ñapó-
les para pisar Sicilia por segunda vez y llegar hasta Malta. Surcó
el mar desde Marsala a Túnez, y, al regreso, recorrió de nuevo
Sicilia, de Palermo a Catania y de Agrigento a Siracusa. Bor-
deando las costas del Adriático, subió de nuevo hasta Turín.
Este viaje, que fue el más largo de todos, duró tres meses, e hizo
con él los 52.700 kilómetros.
Con un viajecito a Milán cerró los del año 1900, y en febrero
de 1901 partía de nuevo a Niza para conmemorar las bodas de
plata de la Casa Salesiana.
Un poquito más tarde tuvo que ir a Milán, Parma y Bolonia,
para presidir fiestas e inauguraciones. En otoño llegó hasta Po-
lonia y saludó a los hijos de aquella nación por vez primera.
En la primavera del 1902 vuelve a Suiza y luego desde Tu-
rín sale para Londres. A su vuelta visita otra vez las Casas de
Bélgica. Y casi sin descansar del largo viaje, se embarca en Li-
vorno para Cerdeña, en donde le esperan desde hace tiempo.
En 1903 vuelve a visitar el Norte de Italia hasta Trento y el
Sur hasta Ñapóles.
Con este viaje llegó a los 71.700 gilómetros.
Después del verano de 1904, volvió Don Rúa, por segunda
vez, a Polonia y, al regreso, entró en Bélgica en donde le espe-
raban emocionantes manifestaciones.

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El 1905 fue a Roma a principios de mayo y en octubre corrió
a Calabria para consolar las víctimas del terremoto.
Pero nunca viajó más que el 1906. En febrero a Londres.
Atraviesa Francia y hace una de sus largas y habituales visitas
a España y Portugal.
Vuelve a Turín al acabar marzo y parte en abril a Sicilia, des-
de donde salta a Malta. Vuelve a detenerse en Sicilia, pasa por
Ancona, La Spezia y Milán y, por fin, llega a Turín.
Durante el 1907 no viaja más que por Italia en todas direc-
ciones ; llega durante la primavera hasta Florencia por la Rivie-
ra, pasa luego a la Romana y Venecia y hace otra escapadita a
Suiza, al cantón Tesino.
Llegaba ya a los 86.500 kilómetros.
El 1908 partió por segunda vez para Palestina, para cumplir
un voto hecho en una hora trágica para la Congregación Salesia-
na. Llegó hasta Constantinopla por el Expreso-Oriente. Y des-
pués de tocar en Esmirna, Efeso, Beirut, Damasco, desembarcó
en Jaffa y recorrió Galilea, Samaría y Judea como un peregrino
penitente. Volvió por Egipto hasta Alejandría, en donde embar-
có para Malta y Sicilia. Llegó a Turín por el Adriático y Milán.
Y después, agotado..., se paró.
No se hacen cien mil kilómetros en veinte años tan impune-
mente ; estaba agotado, no podía más. Todavía no se habían in-
ventado los aviones.
Conservaba la cabeza fresca y su feliz memoria, pero el cora-
zón estaba cansado y las piernas le negaban su ayuda.
El infatigable viajero se acercaba al reposo eterno, tan bien
ganado.
Quiso antes, haciendo un supremo esfuerzo, ir a recibir la
bendición del Vicario de Jesucristo.
También Don Bosco había acabado así su vida.
Tenía, además, otro motivo especial.
León XIII había confiado a Don Bosco la erección de la iglesia

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— 241 —
del Sagrado Corazón de Jesús y el gran apóstol asistió, unos años
antes de morir, a la inauguración de aquel supremo homenaje de
su fe al glorioso Pontífice.
Pío X pidió a Don Rúa, el 1905, que construyese en el monte
Aventino, en pleno barrio socialista, un templo a Santa María
Libertadora. El santuario estaba acabado. Don Rúa quiso hacer
la consagración. Y ésta tuvo lugar el 29 de noviembre de 1908.
Unos días después, acudió Don Rúa al Vaticano para pre-
sentar al Papa, que celebraba su jubileo sacerdotal, aquel regalo
de la familia salesiana.
Al subir la escalinata que va desde el patio de San Dámaso
hasta las habitaciones papales, recordaría, sin duda, que veinte
años antes sostenía él mismo a Don Bosco que pisaba aquellas
gradas para rendir su última manifestación de fe a la Cátedra de
Pedro.
También él, buen soldado, iba a despedirse de su Capitán
antes de emprender el gran viaje que, después de tantas carre-
ras por la tierra, había de terminar —¡ por fin !— en los brazos
del mismo Dios.
16

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CAPÍTULO XXXIII
OBRERO DE LA PAZ SOCIAL
Era una de las características de Don Rúa su cariño por el
mundo obrero y su simpatía hacia cualquier organización desti-
nada a la protección de sus intereses ; no hay que extrañarse de
ello, pues al fin, ésa era parte de la herencia recibida de Don
Bosco.
Que no en balde aumentaban cada año las filas de ese ejér-
cito inmenso los alumnos formados en las escuelas profesiona-
les salesianas.
Además, siempre había creído Don Bosco que las organiza-
ciones obreras podían ser maravillosos instrumentos de aposto-
lado. ¿Podía haber ideal más hermoso que organizar un podero-
so y aguerrido ejército con aquellas fuerzas, ya acechadas por el
enemigo, para introducir a Cristo en los talleres, establecer una
legislación social inspirada en los Evangelios, alcanzar el míni-
mo bienestar imprescindible para practicar la virtud, como diría
muy pronto León XIII, y detener así la marea creciente del socia-
lismo? Era un campo que había agradado mucho a Don Bosco.
En 1875, el gran apóstol trabó amistad con León Harmel,
jefe destacado del movimiento católico, y aunque no tomó parte
activa en la organización del mismo, miró con simpatía sus tra-
bajos y aportó cada año soldados y jefes para aumentar sus filas
y cuadros de mando.
Casi al umbral de la muerte, en 1887, arrastrándose a duras
penas, se presentó ante un grupo de obreros franceses, peregri-
nos hacia Roma, para manifestarles su admiración y darles su
aliento, por boca de Don Rúa.

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— 244 —
Aquel día, mientras hablaba, no solamente expresaba Don
Rúa el pensamiento del Padre, sino también sus sentimientos
personales de cara a la clase trabajadora.
El Cielo le reservaba en este campo un papel tan eficaz como
oscuro.
El 7 de noviembre de 1889 recibió un telegrama firmado por
el cooperador señor Le Mire, rogándole respetuosamente se
dignase bendecir, a su paso por la estación, a todo un tren de
obreros franceses que se dirigían a Roma.
Don Rúa fue a la estación.
Llegó el tren. Bajaron los peregrinos. Rindió obsequios el
jefe de la peregrinación. La multitud de obreros se apretujó en su
derredor.
Fue aquello una manifestación silenciosa de veneración de
más de dos mil obreros en honor del humilde religioso.
Tres cuartos de hora de parada, cambio de vagón, comer...,
no importa ; aquel sacerdote que sonríe a todos, que les habla
amablemente, en su propia lengua, del país natal y del Papa que
les aguarda en Roma, les cautiva, y les tiene como encantados.
Han visto en él al verdadero amigo.
Por eso, al arrancar el tren, fue aquello una tempestad de
vítores, gritos, aplausos y sombreros que se agitaban desde las
ventanillas, mientras el sucesor de Don Bosco seguía sonriendo
en el andén y bendiciendo a los dos mil obreros.
Durante unos momentos sintió latir su corazón al compás de
los suyos.
Dos años más tarde, a fines de septiembre de 1891, organizó
León Hermel, siete trenes con más de cuatro mil peregrinos para
agradecer al Pontífice la Encíclica Rerum noüarum. La primera
etapa fue Turín. Harmel quería visitar con sus tropas la tumba
del gran amigo en Valsalice, cerca de la ciudad.
Allí se reunieron la mañana del 17 de septiembre, los princi-
pales Superiores de la Sociedad y los delegados de las Asocia-

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— 245 —
ciones obreras de Turín. Hacia las once aparecieron las primeras
filas de obreros franceses a las puertas de la casa de Don Bosco,
cantando himnos arrebatadores, mientras sus compañeros italia-
nos repetían sin cesar vivas a Francia y a León XIII.
Entraron en la capilla entonando el Magníficat. El director
de la peregrinación les hizo una breve reseña de Don Bosco, pre-
sentándole como a un gran trabajador de la viña del Señor, ami-
go del obrero y educador de sus hijos. Y, a continuación, desfila-
ron ante su tumba.
A la sombra de los árboles del patio del Colegio les sirvieron
la comida y Don Rúa quiso presidirla.
Se levantó a los postres y, en impecable francés, desbordó
todo su corazón. Les habló de la importancia que habían tenido
en la vida de Don Bosco el trabajo y el trabajador cristianos ; ex-
presó su admiración por su maravilloso movimiento social y reli-
gioso ; se alegró de que, una vez más, se manifestase la gran
alianza entre la Francia católica y la Sociedad Salesiana ; les pi-
dió pusieran a los pies de León XIII su respetuosa adhesión, y
después de gloriarse de ser presidente de honor del Círculo de
Obreros Católicos de su parroquia, emocionado, les aseguró que
les acompañaría siempre y en todas partes con su cariño y ayuda.
Al sentarse, la asamblea le tributó una interminable ovación.
Aquel jefe sencillo y paternal había sabido llegarles al alma.
Diez años más tarde tuvo ocasión Don Rúa de manifestar su
aprecio por el mundo obrero.
Veámoslo a través de la historia de la fundación del Sindica-
to Católico de modistas de Turín. Es muy curiosa.
Una señorita de la alta sociedad, Cesarina Artesana, dirigi-
da por el P. Rinaldi, había fundado en su parroquia un Oratorio
para jovencitas, al que acudían más de trescientas. Prosperaba
y realizaba un gran bien, pero advertía con pena la fundadora
que las mayores no perseveraban.

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— 246 —
¡ Cuántas veces había observado, yendo por la ciudad, que al
cruzarse con alguna de sus protegidas cambiaban de acera al ver-
la, volvían la cabeza, o bien bajaban los ojos !
No podían resistir la mirada de su antigua directora ; era una
especie de reproche mudo. Se diría que aquellas muchachas ha-
bían cambiado. ¿Por qué?
La señorita Artesana buscó la razón de tantas deserciones.
Era de orden social.
Aquellas muchachas no andaban bien a causa de los peligros
a que estaba expuesta su propia debilidad, pendiente de los ca-
prichos del horario que fatalmente las hurtaba a la vigilancia de
sus padres. En efecto, nada más arbitrario que las exigencias de
una gran casa de alta costura o de moda. Al llegar un cambio de
estación, una fiesta pública o privada, doce o catorce horas de
trabajo diario, para luego estar mano sobre mano. Semanas con
un día o dos de faena y otros velando hasta altas horas de la
noche. Horarios infames, regulados únicamente por el cansancio
de la dueña o el capricho de una cliente elegante.
¡ En semejantes condiciones resultaba harto fácil para una
muchacha, enredada con amistades o compañías peligrosas, ((in-
ventar historias» al llegar a casa !
—((Esta noche velamos, mamá»—, decía una antes de aca-
bar de cenar, cuando en realidad se trataba de una invitación al
baile o al teatro.
Llegaba el sábado y decía otra: ((Mañana tenemos que tra-
bajar para acabar un traje de noche urgente», y es que había
plan para toda la tarde del domingo.
Se comprende fácilmente a dónde podían llegar aquellas dé-
biles almas con libertades tales que facilitaban toda suerte de re-
laciones. La palabra ((modistilla)) era por aquel entonces, en Tu-
rín, sinónimo de muchacha bastante más que frivola...
No era fácil cambiar aquel estado de cosas.
La señorita Artesana, después de serias reflexiones y profun-
das investigaciones, tras de haber orado y pedido consejo, ter-
minó por adoptar un plan razonado de acción social.
Quejarse a las autoridades era inútil. No habían de oírla, por

25.4 Page 244

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— 247 —
mucho que la apreciaran y elocuente que fuere. Había que con-
vencerles, ya que sólo ellas podían remediar el mal, agrupando,
si no a todas, al menos a una buena parte de las interesantes mo-
distillas. ¿Cómo hacerlo? Ese era el problema.
Y se empeñó en resolverlo.
Comenzó por repartir diez mil invitaciones entre los diversos
talleres de modistería, para asistir a una gran conferencia de or-
den social que daría un elocuente orador, el P. Trione, salesiano,
en la iglesia de Santa Bárbara. Acudieron de todos los talleres de
Turín ; la iglesia resultó insuficiente. El predicador conquistó al
auditorio y aquella misma tarde se fundó la Mutualidad de jó-
venes obreras católicas. Estaba ya preparado un amplio y sim-
pático local para las primeras socias de la Obra.
Acudieron tantas, que se auguró un porvenir de éxito.
Había que lograr siguieran asociándose ; que perseverasen e
hicieran pública su satisfacción.
Para encadenarlas a la Obra con vínculos de afecto e interés
y estar así seguros del triunfo de su propaganda, recurrieron a
diversos medios.
Primeramente, no las atestaron de prácticas de piedad ; se
conformaron con lo estrictamente necesario. Se puso intenciona-
damente un nombre laico y se dejó la dirección en manos de las
fundadoras, mujeres de mundo, que sabían manejar a aquellas
jóvenes. Se abrió un amplio campo para las diversiones ; guar-
dan todavía las Crónicas de la Obra el recuerdo de un famoso
baile, que se dio el martes de carnaval, entre las modistillas y
las señoritas de la alta sociedad turinesa. Y, en el verano, se or-
ganizaron dos colonias de vacaciones, una en los Alpes y otra
junto al mar.
Por cierto que tales colonias resultaban muy necesarias, ya
que muchas de aquellas chicas, debilitadas por el excesivo tra-
bajo, apenas si podían obtener el certificado de salud necesario
para inscribirse en la Mutualidad. La primera vez que fueron a
estas vacaciones de reposo hubo que meter en el equipaje una
botella de coñac y otra de vinagre para los mareos del viaje, hijos
de la debilidad... o de la alegría. ¡ Qué gran novedad y qué suer-

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— 248 —
te la suya al poder pasar tres semanas a pleno aire junto a los
lagos de los Alpes o en las playas de la Costa Azul.
Fueron sesenta. Cuando volvieron se convirtieron en sesenta
rabiosas propagandistas. Hablaron tanto y tan alto de la Obra,
que arrastraron tras de sí varios centenares.
Estaba ganada la partida. Había que pasar de la defensa al
ataque.
Las quejas hasta entonces presentadas por las pobres obre-
ras ante las autoridades, habían sido siempre rechazadas con idén-
ticas razones: «Que no había nada que hacer ; que habría que
pescar a la dirección del taller en flagrante delito de violación del
reglamento ; que, aún entonces, pagarían la multa y todo arre-
glado ; que faltaba una ley a propósito para poder intervenir ;
que... habría que llegar a la Cámara Legislativa...»
El consejo no cayó en saco roto. Multiplicaron sus diligencias
acerca de los diputados, se dirigieron peticiones a los ministerios
competentes, se conmovió la opinión pública.
Y, un buen día, con el esfuerzo paralelo de los enemigos del
capital, los socialistas y el de sus amigas bien intencionadas, las
trabajadoras cristianas, se rindió la plaza. El Parlamento votó la
ley Luzzatti protegiendo el trabajo de la mujer y de los menores.
No se obtenía con ella todo lo apetecido, pero suprimía el trabajo
nocturno, imponía el descanso semanal y organizaba la inspec-
ción del trabajo. La puerta quedaba entreabierta. Había que em-
pujarla un poco más en la primera ocasión.
Y no se hizo tardar, porque la ley no se aplicó más que en los
grandes talleres. ¿Fue mala voluntad? ¿Falta de inspectoras de
trabajo? ¿Lentitud de movimiento de la máquina administrativa?
¡ Quién lo sabe !
La Mutualidad Católica volvió a la carga. Se pasaron circu-
lares a las modistillas y se recogieron seis mil firmas pidiendo res-
petuosamente a la autoridad extendiera a los pequeños talleres el
beneficio de la ley, y lo consiguieron.
Todo esto sucedía entre 1900 y 1908.
Al mismo tiempo que el socialismo triunfaba y se creía due-
ño seguro y definitivo del alma popular, se erguía otra organiza-

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— 249 —
ción, hija de una humilde cristiana, que se proponía hallar la
solución entre el capital y el trabajo, mas no en la lucha, sino en
la unión de clases ; no en la protesta inútil del individuo, sino
en la fuerza imponente de la asociación ; no con las armas del
odio, sino con la luz de la razón y los principios del Evangelio.
Fue, en efecto, una hermosa campaña la de aquella mujer
durante esos años. Si no desfalleció su actividad organizadora,
si pudo navegar con fortuna en medio de un mar sembrado de
escollos, fue porque detrás, en la sombra, había un corazón
sacerdotal, un alma de padre, una voluntad de apóstol que vela-
ba y sostenía la iniciativa.
Desde que la señorita Artesana empezó su Oratorio, Don Rúa
puso a su disposición uno de sus correligionarios como capellán.
Cuando hubo de buscar lugar y casa para las colonias veranie-
gas proyectadas, Don Rúa ofreció dos residencias de las Hijas
de María Auxiliadora, una en Giaveno, al pie de los Alpes, y
otra en Varazze, junto al mar, y rogó a sus religiosas dejaran ac-
tuar a aquellas señoras porque, sólo ellas, podían adivinar la pe-
queña dosis de piedad que convenía infundir el primer año en
aquellas almas todavía convalecientes. Fue él quien, en todo
momento, iluminó con sus consejos y su aliento la obra naciente.
Si en algún momento dudó la fundadora de la utilidad social
y religiosa de su obra, abandonó sus dudas un día que, cruzán-
dose por casualidad en la calle con Don Rúa, vio que se dirigía
hacia ella y le soltó a quemarropa esta frase que parecía una or-
den : « ¡ Adelante sin miedo ! ¡ Su obra es santa y Dios está con
usted
En 1906 tuvo otra ocasión Don Rúa para manifestar su sim-
patía en favor de los trabajadores. Por mayo de aquel año se de-
claró una huelga inquietante en las hilaturas Poma.
Anselmo Poma, fundador del establecimiento, era un católico
de vieja cepa, amigo de Don Rúa y cooperador salesiano fiel y
generoso. Había en su fábrica un millar de obreros y obreras.

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Nunca le faltaba trabajo y parecía que el personal le era adicto.
Se trataba, en efecto, de un gran caballero, trabajador, inteligen-
te, padre de familia ejemplar, amigo de favorecer a los desgra-
ciados, pero que no admitía tratos en punto a autoridad. Era víc-
tima de los errores sociales de la época. Mandaba sin admitir im-
posiciones de nadie.
Hay que admitir, sin embargo, que el trabajador puede te-
ner quejas justas que presentar ; mas ¿ cómo presentarlas a la
autoridad con la esperanza de que sean atendidas, si no es a tra-
vés de la Asociación obrera profesional?
Por desgracia no existían entonces los grupos obreros inspi-
rados en el espíritu del Evangelio y el socialismo hacía furores,
infiltrándose por todas las fábricas.
También se había infiltrado en las Hilaturas Poma agriando
los espíritus poco a poco. Un día se declaró la huelga de brazos
caídos a la hora de empezar el trabajo. Motivo: el personal pe-
día que, al igual que otras empresas similares, se disminuyeran
las once horas y media de trabajo a diez.
Pusieron al patrono al corriente del incidente y éste exigió em-
pezaran a trabajar inmediatamente; se estudiaría la demanda.
La estudió, se acordó la reducción solicitada, pero disminu-
yendo los salarios en la misma proporción. Entonces estalló la
huelga.
Durante los cincuenta días que duró hubo que lamentar es-
cenas de una violencia jamás vista.
La Bolsa del Trabajo, socialista, tomó el asunto por su cuen-
ta desde el primer momento y se empeñó en lograr la derrota de
la autoridad patronal. Pasaba a cada huelguista una lira diaria,
casi la mitad del salario, que no pasaba de dos y media, y, apo-
yándose en esta ayuda prestada, tomó la dirección de la resis-
tencia.
Sin embargo, a las cinco semanas de huelga, hubo unas obre-
ras que, hartas de no hacer nada y viendo acabarse sus ahorros,
pidieron al patrono la readmisión. Ante su respuesta afirmativa,
entraron en la fábrica.
Mas ya no pudieron salir. La turba se amotinó y las amena-

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zó para la salida. Tuvieron que quedarse alojadas en la fábrica ;
dormían sobre camillas y se hacían la comida con vulgares hor-
nillos.
Pronto se les unieron otros grupos procedentes de la Mutua-
lidad Católica de la señorita Astesana.
Su trabajo les costó, porque para salvar la barrera de huel-
guistas que hacían la guardia armados de piedras, hubo que al-
quilar un coche cerrado y hacerse custodiar por la policía. Les
recibieron con rabiosos ((mueras» y otras lindezas por el estilo,
mientras caía sobre la capota del coche una abundante lluvia de
piedras.
Al cabo de los cincuenta días, la situación era tan tirante
como el primero. Amenazaba convertirse en trágica. Aquello era
un callejón sin salida ; el señor Poma se empeñaba en no ceder
a la fuerza y los huelguistas se obstinaban en no volver al tra-
bajo si no era a base de diez horas y sin disminuir la paga.
Varias veces intervinieron Don Rúa y su vicario, Don Rinal-
di, cerca de su amigo para que cediese a una conciliación. Pero
fue inútil.
El 8 de julio, a instancias de Don Rúa, se intentó pulsar por
última vez las fibras sentimentales del patrono. Se juntaron en el
despacho del señor Poma el Secretario general del Gobierno Ci-
vil, Don Rúa, Don Rinaldi y la señorita Astesana y otras dos o
tres personalidades.
Las razones de Don Rúa, inspiradas en los mejores senti-
mientos de la caridad social, fueron tales que decidieron al señor
Poma a ceder ; su autoridad salía indemne del conflicto, declaró
que si aceptaba las nuevas condiciones de trabajo era única y ex-
clusivamente en razón de la actitud valiente de aquellas obreras
que, despreciando toda suerte de peligros, habían vuelto espontá-
neamente a las hilaturas.
Había que aprovechar la ocasión. Antes de acabar la reunión
redactó Don Rinaldi una carta para que la señorita Astesana la
dirigiera a todas las huelguistas, invitándolas a seguir el ejem-
plo de sus compañeras y a aprovechar las nuevas condiciones de
trabajo.

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— 252 —
Al día siguiente, día 9 y lunes, había terminado la huelga.
Terminaba con una nota de olvido recíproco y en un ambien-
te de reconciliación.
La intervención de Don Rúa en favor de aquellas pobres gen-
tes había triunfado.
El sucesor de Don Bosco fue fiel a esta nueva forma de apos-
tolado popular hasta el fin de sus días.
Dos días antes de su muerte, al recordar los consoladores re-
sultados que con su celo había cosechado en este campo de ac-
ción y a la vista de la mala semilla que el ((hombre enemigo» arro-
ja al surco mientras el propietario, por desgracia, alarga dema-
siado el sueño, se le oyó murmurar a su sucesor esta frase, que
es casi una oración: ((Sobre todo te recomiendo que continúes to-
das nuestras obras sociales» .

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CAPÍTULO XXXIV
A L E G R Í A S DE S E G A D O R
Desde que Don Rúa ocupó el cargo de Superior General no
se ahorró una fatiga.
En su despacho, la pluma en la mano, o escuchando a sus
visitantes ; sobre el pulpito en la Basílica de María Auxiliadora
o en las múltiples capillas e iglesias en donde hablaba a sus hi-
jos y a sus amigos y cooperadores ; durante sus interminables
viajes a través de veinte naciones, siempre y en todas partes se
entregaba a su trabajo en jornadas inacabables.
Hubiera sido raro que el Cielo no le hubiese dado en recom-
pensa, antes de alcanzar la gloria del Paraíso, algunos consue-
los para ayudarle a sostener el maravilloso esfuerzo de su alma
de apóstol.
En efecto, Don Rúa, como vamos a ver, padeció grandes do-
lores durante sus veintidós años de rectorado, pero también ex-
perimentó grandes consuelos.
Fue el primero, el milagroso crecimiento de su Congregación.
Las Obras Salesianas se multiplicaban año tras año ; los novicia-
dos se llenaban ; la abnegación de sus hijos se desenvolvía con
formas cada vez más variadas ; el nombre de Don Bosco invadía
el mundo.
El crecimiento no era solamente en número y extensión do-
blegando bajo su yugo, voluntariamente aceptado, tropas cada
vez mayores, sino también en calidad.

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— 254 —
Aquella doctrina ascética, al parecer tan reducida, las Re-
glas de la Sociedad, que a algunos parecían demasiado suaves,
producían maravillosos frutos de santidad.
El 8 de abril de 1895 moría en olor de santidad, en el cole-
gio de Alasio, en la costa azul italiana, el príncipe Augusto Czar-
toryski, sacerdote religioso salesiano. Sin dolores, sin agonía,
después de cinco años de sufrimientos, se apagaba al anochecer
de un día de primavera, murmurando: Domine Jesu Christe!...
como si saludase al que llegaba para abrirle las puertas de la
gloria.
El 30 de diciembre de 1897, expiraba en el colegio de Val-
salice, situado en las afueras de Turín, un émulo de Santa Te-
resita y Santa Magdalena de Pazzi, el Padre Beltrami,. joven re-
ligioso de veintisiete años, cuya divisa era: Vivir para padecer.
Seis años duró su calvario, sin perder la sonrisa ni un instante,
sin cesar de rezar o de trabajar. Verdadero serafín de amor de
Dios, se ofreció en sacrificio de expiación, como víctima por los
pecadores. Firmado con su propia sangre apareció su ofrecimien-
to, después de su muerte, en una bolsita que llevaba colgada al
cuello.
Apenas murieron el uno y el otro, empezóse a decir: ha
muerto un santo. La noticia saltó el estrecho recinto de los cole-
gios, invadió la tierra que les vio morir, pasó a otras naciones y
por fin corrió los mundos. Empezaron a caminar los peregrinos
hacia sus tumbas ; florecieron los milagros junto a sus sagrados
restos y la Iglesia empezó el largo proceso que llevará a los alta-
res a los dos jóvenes.
Estas dos flores del jardín de la Congregación Salesiana na-
cieron, crecieron, se desarrollaron, doblaron su tallo y murieron
delante de Don Rúa, casi ante sus propios ojos.
El pensamiento de que en el suelo de la Congregación y en
ambiente salesiano habían encontrado el alimento suficiente
para su crecimiento, llenaba su alma de una alegría dulce y pro-
funda.

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Tuvo otra, muy viva también, al saber que Roma demostraba
apreciar cada día más a la Sociedad Salesiana. Por tres veces,
en pocos años, escogía a sus hijos para honrarlos con la plenitud
del sacerdocio.
El 1893, León XIII nombró obispo al Padre Lasagna, uno de
los primeros y más ardorosos misioneros salesianos. Este eminen-
te religioso había implantado la Obra en el Uruguay y el Para-
guay, y se disponía a atravesar las fronteras del Brasil para
asentarla en los Estados del interior, poblados por tribus indias
abandonadas de todos, en la tupida floresta (Matto Grosso) o en
la sabana solitaria, sumergidas en la superstición.
Para facilitar su empresa apostólica, Roma le revestía de la
dignidad y poderes episcopales.
Dos años más tarde confería el mismo honor al P. Costa-
magna, encargándole de la evangelización de las tribus indias
esparcidas por millares de kilómetros cuadrados en la región de
Méndez y Gualaquiza, en el Ecuador.
Finalmente, el 1909, Pío X —que dispensaba a Don Rúa un
afecto igual que Pío IX tributó a Don Bosco— elevaba a la sede
de Carrara (Italia) al Procurador General de la Sociedad en Roma,
Padre Marenco, cuyas cualidades de inteligencia y corazón ha-
bía apreciado en diversas ocasiones.
¡ Y pensar que aún no hacía mucho tiempo había en Roma
quien temblaba por el porvenir de la joven Sociedad religiosa y
pretendía refundirla en otro cuerpo más robusto ! Ahora era ella
misma la que elegía, de entre sus hijos, pastores para su grey.
#**
En Bolonia, en abril de 1895, con ocasión del Primer Congre-
so Internacional Salesiano, un grupo selecto del clero italiano ma-
nifestó públicamente su satisfacción por cuanto había realizado
la Congregación y las sólidas esperanzas para el porvenir.
El Congreso fue organizado en sólo cuatro meses por un gru-
po de cooperadores salesianos de la docta ciudad, con el triple
fin de estudiar la Obra Salesiana en sus múltiples manifestacio-

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— 256 —
nes, buscar los medios para ayudarla y preparar la fundación de
una Casa Salesiana en Bolonia.
Su Arzobispo, el Cardenal Svampa, les ayudó y animó desde
el primer momento.
Este Príncipe de la Iglesia fue nombrado presidente de honor
de la Junta organizadora, constituida por Don Rúa, como presi-
dente efectivo, y los Marqueses de Villeneuve y Crispolti y Mon-
señor de T'Serclaes, como vicepresidentes.
Se organizaron cuatro secciones para los trabajos del Congre-
so ; la de los asuntos referentes a instrucción y educación, la de
prensa, la de las misiones salesianas y la de la organización de
los cooperadores salesianos.
Presidía las tres primeras un salesiano, doctor en Teología, y
la cuarta, Don Pascual Morganti, más tarde Arzobispo de Ra-
vena.
El P. Trione, maravilloso organizador, con el don de la opor-
tunidad, de la elocuencia y del ingenio, fue el secretario gene-
ral. A él se debió, en gran parte, el éxito de la iniciativa.
La prensa envió cincuenta y ocho representantes ; treinta y
seis italianos, cuatro españoles, cuatro franceses, cinco de Aus-
tria, cinco de Alemania, dos de Inglaterra y dos de Suiza.
Honraron con su presencia las sesiones públicas o las reunio-
nes particulares cuatro Cardenales, veintiún Arzobispos y Obispos
y el gran sociólogo católico Toniolo y Don Albertario, /lustre pe-
riodista milanés.
Las asambleas plenarias se celebraban en la iglesia de Santo
Domingo, en la que se conserva la gloriosa cabeza del fundador
de la Orden. Aunque tiene una capacidad de catorce mil perso-
nas, algunas noches se vio atestada.
Las otras reuniones eran en la iglesia de la Santa, como se
la llama en Bolonia, por conservarse en ella intacto el cuerpo de
Santa Catalina de Vigri, fundadora del convento de Clarisas,
contiguo al santuario.
Se abrió el Congreso con un Breve Pontificio de León XIII,
y durante los tres días que duró fueron creciendo por momentos

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— 257 —
el entusiasmo y la simpatía en favor de la Sociedad Salesiana y
el amor por la juventud.
Discursos, intervenciones, discusiones y determinaciones se
inspiraron siempre en la misma idea, que el joven Arzobispo de
Milán, Cardenal Ferrari, emitió el segundo día: ((Dios reserva una
hermosa parte de trabajo a la Congregación Salesiana para la res-
tauración del mundo cristiano, porque ella trae, siguiendo en esto
a su fundador, el específico contra los más graves males de la
hora presente, que es su trabajo para la conquista religiosa de la
juventud y su entrega a la clase obrera)).
Dos deseos, el uno de carácter religioso y social el otro, mar-
caron bien a las claras las corrientes del Congreso. En el prime-
ro se pedía que todos los congresistas trabajasen para lograr se
implantara la instrucción religiosa en todos los grados de ense-
ñanza y dentro del plan que la Iglesia quería. Con el segundo
se invitaba a los cooperadores salesianos patronos, a que retribu-
yesen a sus obreros, en la medida de lo posible, de acuerdo con
los principios del salario familiar proclamado por León XIII,
cuatro años antes, en la encíclica Rerum NoVarum.
La presión de los tiempos ha ido logrando la realización de
ambos deseos.
Don Rúa abrió y cerró el Congreso con dos discursos senci-
llos y emocionantes, breves y prácticos. Terminó así el último:
A Domino factum est istud et est mirabile in oculis nostris. ((Dios
lo ha hecho todo y ha sido un maravilloso espectáculo a nuestros
ojos».
La iglesia de Santo Domingo fue incapaz para contener la
multitud de la tarde de clausura ; y, al día siguiente, viernes 26
de abril, llegaron a 50.000 las personas que subieron a la colina
de la Guardia, rezando el rosario, detrás de Cardenales y Obis-
pos, para cantar ante la imagen milagrosa de la Virgen de San
Lucas el Te Deum en acción de gracias.
Al volver a Turín, Don Rúa comunicó a toda la Sociedad la
alegría que había inundado su corazón durante aquellos días de
bendición. Su relato, de encendido lirismo, bautizaba el Congre-
so con su verdadero nombre.
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— 258 —
«No os extrañe, decía, que uno de los Prelados asistentes al Congre-
so lo haya calificado de triunfal apoteosis. Tampoco yo me hubiera
atrevido a repetir tales alabanzas, que casi ofenden la modestia sale-
siana, de no haber sido para recordaios que ya Don Bosco había pre-
dicho estas horas de gloria para nuestra Congregación. Su sueño, de
la noche del 10 al 11 de septiembre de 1881, en San Benigno, presa-
giaba las dos fases: una inminente, de pruebas a soportar y peligros
a correr; otra, de grandes consuelos. Hacia 1890, decía Don Bosco, ha-
brá que temblar, y hacia 1895 sonará la hora del triunfo. Imposible
leer más claro el porvenir.»
Ocho años más tarde se cumplía otra profecía de Don Bosco
que llenaba de alegría el alma de Don Rúa.
Abierto al culto el templo de María Auxiliadora en 1868, em-
pezó a propagarse la maravillosa devoción a este título, a la ma
ñera de la nubécula de otro tiempo del profeta Elias, que fue
cubriendo rápidamente la tierra. Admirados sus hijos, oyeron a
su Padre decirles: ((Esto no es nada, esto no es nada ; veréis co-
sas más grandes».
¿Qué quería indicar? ¿Mayor desarrollo de esta devoción?
¿Aumento de gracias de la Virgen Santísima en favor del pue-
blo cristiano? No. Se refería a la hora de triunfo sin par que Don
Rúa mismo supo provocar en su ternura hacia la Madre de Jesús.
En una audiencia que S. S. León XIII le concedió el 5 de fe-
brero de 1903, solicitó del Soberano Pontífice la coronación so-
lemne de la Imagen milagrosa de la Santísima Virgen Auxilia-
dora de los cristianos.
Es muy antigua en la Iglesia la costumbre de coronar de glo-
ria la cabeza de la augusta Madre de Dios. No hav país católico
sin una Virgen a quien no se le haya concedido tal honor.
Tres autoridades pueden conceder tal favor: el Obispo de la
diócesis, el ilustre cabildo de la Basílica Vaticana y el Sumo Pon-
tífice.
Antes de firmar el decreto autorizando la ceremonia, el Ca-
bildo de San Pedro se asegura de la abundancia de gracias obte-
nidas por la invocación de la tal imagen sagrada y de la antigüe-

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— 259 —
dad secular del culto prestado en aquel lugar a la Madre de Dios.
Si la imagen en cuestión no ha sido honrada, al menos durante
un siglo, se rechaza el decreto.
Y ese no era el caso de María Auxiliadora. Apenas si hacía
treinta y cinco años que se había consagrado el templo y empe-
zado su culto.
Por esto fue Don Rúa en persona a pedir el honor de la co-
ronación a la Santa Sede, única que puede, en muchas ocasiones,
y por razones de conveniencia, no creerse ligada a la costumbre
tradicional.
León XIII opinó que la gloria de imagen tan milagrosa y la
rápida difusión del culto del título, compensaban abundantemen-
te lo reciente del origen y concedió el favor, delegando al mismo
tiempo para tan solemne acto, en el Cardenal Arzobispo de Tu-
rín, Monseñor Richelmy.
La grandiosa ceremonia se celebró el domingo 17 de mayo
de 1903, durante la novena preparatoria a la fiesta de María Au-
xiliadora. Ningún testigo la describió con términos más sentidos
y pinceladas más claras y fuertes que Don Rúa. En sus líneas se
advierte la profunda alegría que inundó su alma durante aque-
llas horas de fe ardorosa.
«El día 17 de mayo —escribe— quedará escrito con caracteres de
oro en los Anales de nuestra Sociedad. Desde las dos de la mañana,
empezaron a afluir a las puertas del santuario peregrinos de todas par-
tes. Nunca se había visto tanta gente en la plaza de María Auxiliadora
ni en todo el barrio de Valdocco. Como muy bien dijo el Cardenal
legado, había en la multitud un único pensamiento y un deseo co-
mún : contemplar las sienes de la Madre de Dios ceñidas con la corona
de gloria.
«Llegó el soñado momento. El Cardenal Richallmy, delegado por
el Papa para cumplir el sagrado rito, subió las gradas para llegar hasta
la cabeza de la Santísima Virgen y, con las manos temblando de emo-
ción, ciñó su frente con una maravillosa corona de oro y de diamantes.
Mientras pronunciaba las palabras del ritual: Sicut te coronamus in
ierris, ita a Christo coronari mereamur in coelis, temblaba también su
voz, en una mezcla de fe y de amor. La muchedumbre, no pudiendo
contener su entusiasmo, estalló en interminables aclamaciones, mien-
tras, desde lo alto de la cúpula, un coro de cien voces entonaba la an-

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— 260 —
tifón a : Corona áurea super caput ejus. Nadie podía contener las lá-
grimas ante semejante espectáculo de fe y piedad filial para con la San-
tísima Virgen María. Terminada la ceremonia, la multitud que llenaba
la plaza y no había podido contemplarla, se arrojó en oleadas impe-
tuosas hacia el santuario, en donde resonaron durante todo el día cán-
ticos y plegarias sin cesar.
Al atardecer de aquel día triunfal se organizó una procesión por
todo el barrio, y la estatua de la Santísima Virgen atravesó entre dos
nutridas hileras de fieles, seguida de un interminable cortejo de esplen-
dor y de fe. Al terminar, mientras la fachada y las cúpulas de la iglesia
se iluminaban con millares le lámparas eléctricas, el Cardenal-arzobis-
po bendijo la multitud apelotonada ante el santuario y después, avan-
zando, con la custodia en las manos, hasta el mismo umbral del tem-
plo, bendijo la muchedumbre que llenaba la plaza y calles adyacentes.
Todos recibieron la bendición inclinados, silenciosos y reverentes. Des-
pués aquellos millares de fervorosos cristianos aclamaron con gritos y
palmas a la Madre de Dios y a su divino Hijo. Fue un momento inol-
vidable.
Era ya bien entrada la noche y el pueblo seguía disfrutando del
espectáculo que ofrecía la iglesia iluminada y entrando en el santuario
sin parar. Parecía que no sabían separarse de la benditísima Virgen
María.
Las peregrinaciones duraron diez días. Acudieron de todas partes,
hasta de las más lejanas regiones, para venerar a María Auxiliadora
coronada por el Vicario de Jesucristo en la tierra.
En medio de tanto esplendor, mientras disfrutaba agradecido los
consuelos de tan imborrables días, una nubécula de tristeza velaba mi
alegría. Gemía mi corazón diciendo: ¡qué lástima que no hayan po-
dido contemplar esta hora de triunfo todos mis hijos esparcidos por el
mundo!»
La más grande, probablemente, de todas sus alegrías, la tuvo
Don Rúa a los sesenta años. Y fue el 24 de julio de 1907, al de-
clarar Venerable a Don Bosco la Sagrada Congregación de Ritos.
Con ello, el Siervo de Dios cubría la primera etapa hacia la gloria
de los altares.
Hacía cuarenta años que Don Rúa estaba trabajando para
ello.
El 1860 habíase formado, por su instigación, en el Oratorio

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de Turín, una Comisión que no había de dejar escapar ni un solo
hecho, ni una palabra, ni un gesto del gran apóstol de la juven-
tud. El Padre Francesia, antiguo amigo de Don Rúa, testigo de
aquellos tiempos, cuenta cómo nació esta idea.
«Apenas se ordenó de sacerdote Don Rúa, viendo que la santidad
de Don Bosco se hacía cada vez más notoria, se creyó en el deber de
reunir a los clérigos más antiguos de la casa y más ligados a la Obra,
para manifestarles su determinación de no dejar perderse en el olvido
las maravillas que se realizaban ante sus ojos.»
En la primera reunión que aquella curiosa comisión celebró,
Don Rúa precisó más la idea diciendo:
«Los dones luminosos que brillan en Don Bosco, los hechos extra-
ordinarios de que está llena su vida y que nosotros presenciamos ad-
mirados a diario; su manera de educar a la juventud; sus grandes pro-
yectos para el porvenir, nos dicen bien claro que hay en él algo de so-
brenatural y nos hacen presagiar días todavía más gloriosos para él y
para nuestra Obra. De todo ello nace para nosotros un gran deber:
hemos de empeñarnos en que no quede en el olvido nada de cuanto
a él se refiere.»
Era intención de Don Rúa que la comisión se reuniese cada
semana y diera cuenta por escrito de todo lo sucedido. Pero no
todos pensaban igual, confiesa el Padre Francesia.
«Durante las reuniones cada uno contaba lo que había visto u oído
de particular en la vida de nuestro incomparable Padre, y presentaba
los apuntes tomados de sus conversaciones, particularmente de lo que
se refería a los sueños nocturnos. Los secretarios designados tomaban
nota de todo ello, con gran asombro nuestro. ¿Para qué apuntar todas
esas maravillas, pensábamos nosotros? ¿No basta con guardarlas en
nuestra memoria? ¡Ay, ojalá hubiéramos todos escuchado la voz de la
prudencia: qué de tesoros hubiéramos conservado!))
La multiplicidad de ocupaciones de aquellos jóvenes religio-
sos, su dispersión por las fundaciones nacientes, el fiar en la su-
ficiencia de su memoria y un poco de negligencia también, fue-
ron espaciando les reuniones hasta que, al fin, se suprimieron.

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— 264 —
los puntos de su pluma, en aquella ocasión, acentos en él desco-
nocidos.
«¡Don Bosco es Venerable! —empezaba—. He aquí la gran noti-
cia, tanto tiempo esperada, que trajo el telégrafo la tarde del 24 de
julio. He aquí el alegre mensaje que, en las mil lenguas de la prensa
mundial ha recogido ya el corazón de todos nuestros fieles amigos. Es-
toy seguro de que a estas horas ha llegado la noticia hasta las selvas
brasileñas en donde nuestros misioneros trabajan entre los indios. No
he querido comunicaros la noticia hasta leer con mis propios ojos el
decreto y besar devotamente la firma del Papa.
¡Don Bosco es Venerable! ¿Recordáis cuando hace diecinueve años
temblaba mi mano al comunicaros la muerte de nuestro Padre? Os
decía entonces : Esta es la noticia más triste que doy y que daré en
toda mi vida. Ahora, por el contrario, os doy la más dulce que dar
podía antes de bajar a la tumba.
¡Don Bosco es Venerable! Sólo al pensarlo estalla un himno de
alegría y gratitud en mi pecho.
Los que vimos a nuestro Padre inolvidable aplastado bajo el peso
de penas indecibles, moviéndose entre sacrificios y persecuciones sin
número, le vemos ahora glorificado por la Santa Madre Iglesia a la faz
del mundo entero.
Si hasta el presente pudimos dudar de si nuestra Sociedad había
sido inspirada por Dios, podemos ahora estar tranquilos al ver a la
Iglesia que, con su infalible magisterio, declara Venerable a su Fun-
dador.»
Cuando uno lee estas vibrantes frases llenas de emoción ad-
vierte cuánto había deseado Don Rúa esa ocasión. Sin embargo,
aún había de esperar para cantar su Nunc dimitís. Aún le aguar-
daba otra gran alegría a su corazón, inflamado de amor al Papa.
A principios del siglo se levantó en Roma, al pie del Monte
Aventino, un barrio populoso llamado el Testaccio. El socialis-
mo se infiltró solapadamente junto con las primeras construccio-
nes e hizo de este barrio su fuerte avanzada de anticlericalismo.
Cuando el Santo Pío X se enteró de tan lamentable situación
se acordó de cómo los salesianos habían triunfado hacia veinti-
cinco anos en otro punto de la ciudad, y dijo un día: «Lo que hi-

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— 265 —
cieron en el Castro Pretorio me gustaría lo repitiesen en el Tes-
taccio».
Un deseo del Papa era una orden para los salesianos.
En consecuencia, Don Rúa aceptó el 1905 la misión de levan-
tar en medio del bastión revolucionario una obra parroquial com-
pleta. Se empezó por el Oratorio y las Escuelas y se terminó con
una hermosa iglesia dedicada a Santa María Libertadora.
En tres años acabó lo más importante de la obra, gracias a
los socorros recibidos de todo el mundo y, particularmente, de
las Señoras Oblatas de Santa Francisca Romana. A final de 1908
se consagró el templo y se abrió al culto.
Los salesianos, que hasta entonces habían trabajado sola-
mente con la juventud del barrio, empezaron a atender también
a los adultos.
Ya era hora. El hombre enemigo había sembrado a manos
llenas la cizaña entre aquellas pobres gentes.
Por eso, cuando el 29 de noviembre vio Don Rúa aquel gran-
dioso templo, que hubiera parecido inútil poco antes, totalmente
repleto de gente que acudía a él como a una tabla de salvación,
inundóse su pecho de profunda emoción.
Era la emoción del pastor que encuentra un redil abrigado y
pasto abundante para su inmeso rebaño que vagaba errante,
acechado por los lobos hambrientos.

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CAPÍTULO XXXV
CON LA M A N O AL T I M Ó N
El año 1898 se celebró el octavo Capítulo General de la So-
ciedad Salesiana. De acuerdo con las Constituciones, tocaba a la
Asamblea discutir los diversos problemas de la vida de la Con-
gregación, y antes, elegir los miembros del Gran Consejo de la
Sociedad.
Don Rúa hacía diez años que ocupaba el) cargo de Rector
Mayor.
Sus poderes no expiraban hasta dos años más tarde, puesto
que León XIII le nombró en febrero de 1888 para un período de
doce años.
Mas para evitar molestias y gastos a los electores que acudían
de los cuatro puntos cardinales, presentó al Papa su renuncia de
los dos años restantes, a fin de elegir en la misma ocasión el Su-
perior General y los seis Consejeros.
Roma accedió a su deseo, con lo que los delegados de toda
la Congregación acudieron a Turín con la misión de proceder a
tan importante elección.
La Asamblea estaba integrada por doscientos diecisiete dele-
gados. Los Consejeros salientes del Capítulo Superior, los dos
Obispos salesianos, Monseñor Cagliero y Monseñor Costamagna
—puesto que Monseñor Lasagna había muerto trágica y glorio-
samente en el Brasil—, el Procurador General de la Congrega-
ción, el Maestro General de Novicios, todos los Provinciales,
casi todos los Directores del Antiguo Continente y algunos del
Nuevo, acompañados de un religioso delegado de cada una de
las casas.

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— 268 —
Se reunieron en Valsalice, al pie de la tumba de Don Bosco.
Don Rúa presidía.
***
Se abrió el Capítulo la tarde del 29 de agosto. La primera
se dedicó a la comprobación de poderes de los electores.
Antes de comenzar la sesión solemne de la elección, el 30
por la mañana, rogó Don Rúa a uno de los secretarios leyera a la
Asamblea una notita escrita de su propio puño y letra.
Rogaba en ella a los electores olvidasen su nombre a la hora
de votar y eligiesen un Superior General más joven que él y, en
consecuencia, más capacitado para asumir las responsabilidades
de un cargo que, con el crecimiento de la Sociedad, eran cada
día más pesadas. Aseguraba a la Asamblea que seguiría traba-
jando para la gloria de Dios y bien de las almas desde el más
humilde lugar que le confiara la obediencia.
Terminada esta lectura, se levantó del sillón presidencial y
se dirigió a sentarse entre los electores.
Sus hijos se levantaron y, rodeándole, le suplicaron volviese
a ocupar el lugar de honor y dirigiese el escrutinio.
Fue inútil.
Entonces se pasó a la votación.
La elección fue la que se esperaba.
Dos electores, que quisieron obedecer a Don Rúa, escogien-
do un religioso más joven, votaron al Padre Bertello ; un buen
Hermano Coadjutor, cuya intención precisa no se adivinó, votó
por Don Bosco ; Don Rúa dio su voto a Don Marenco (que más
tarde llegó a Nuncio en Centro América), y los otros doscientos
trece votos recayeron sobre el sucesor de Don Bosco que, enton-
ces, tuvo que volver a ocupar la presidencia, entre una ovación
delirante.
***

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— 269 —
Unas semanas más tarde, explicaba su elección en una circu-
lar para todos los salesianos, de este humilde modo:
«La casi unanimidad con que se me ha elegido, me persuade una
cez más de la veneración que todos sentís por nuestro fundador. Me
habéis confirmado en el cargo porque él nie tomó por vicario general
suyo en los últimos años de su vida. Vuestra votación demuestra tam-
bién una gran deferencia para el que escogió el Papa. El me eligió,
al morir Don Bosco, por su sucesor y no habéis querido pensar en otro.»
Cierto, aquella elección triunfal expresaba el doble homenaje
de respeto. Pero expresaba también y, sobre todo, el orgullo que
sentían de tenerle a la cabeza ; la seguridad que experimentaban
con su gobierno prudente, firme y paternal, y la gratitud de la
Congregación por cuanto su incansable actividad había logrado
en diez años.

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CAPÍTULO XXXVI
POR EL CAMINO DE LA AMARGURA
«Entre mimos y palos hace caminar el Señor a nuestra Con-
gregación», repetía a menudo Don Rúa.
Lo mismo le sucedió a él en su vida. Con la única diferencia
de que solían ser más frecuentes las penas que las alegrías, par-
ticularmente durante sus últimos quince años.
Sin embargo, sólo una vez pareció que caía bajo el peso de
la cruz. Fue cuando los, así llamados, sucesos de Varazze.
Pero se repuso en seguida e hizo frente al dolor, con cara re-
signada y hasta sonriente.
Estaba acostumbrado a ello; en 1895 moría, asesinado cobar-
demente, uno de sus más ilustres religiosos, el P. Dalmazzo ; en
el mismo año, perecía, víctima de una trágica catástrofe ferro-
viaria, Monseñor Lasagna. En 1898 se desbordaron los ríos y
destruían en Patagonia los trabajos de diez años de labor apos-
tólica ; en 1901 salía un decreto en Roma que parecía censurar
una antigua costumbre salesiana ; en 1902, una borrasca anticle-
rical deshacía todas las casas salesianas de Francia; en 1906, se
independizaron, aunque por breve tiempo, las Hijas de María
Auxiliadora de sus hermanos mayores; en 1908, el trágico terre-
moto de Mesina sepultó en una noche a nueve de sus religiosos
y cuarenta muchachos; y en 1909 y 1910 atormentaban su cuer-
po gastado, crueles enfermedades...
Se acordaba de la advertencia de Don Bosco al terminar el
día de su primera misa: ((Para llegar a la Tierra Prometida hay
que atravesar el Mar Rojo y el Desierto», y supo entrar valerosa-
mente por él y caminar con paso decidido.

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— 272 —
«Hay muchos cedros en la cumbre del Líbano, decía un día el Car-
denal Maffi, haciendo su panegírico; unos alcanzan la longevidad, pro-
pia de la especie gracias a sus profundas y sólidas raíces, agarradas fuer-
temente a la tierra; otros, verdaderos gigantes de la montaña, no tie-
nen más que apariencias; cuando se desencadena sobre ellos la tem-
pestad, se aprecia el valor de unos y otros.»
Cuando se desató sobre Don Rúa se comprendió a qué clase
de cedros pertenecía.
Al responder Don Rúa, a principios del año 1896, a las fe-
licitaciones de sus hijos, les hacía notar cuántos días de alegría,
y también de dolor, había dado el año viejo a la Congregación.
Junto al gran número de hogares salesianos abiertos, la par-
tida de una expedición de más de cien misioneros, los esplendo-
rosos días del Congreso de Bolonia, el rápido correr de la causa
de Beatificación de Don Bosco y la consagración del tercer obispo
salesiano, cerniéronse dos trágicas catástrofes.
La primera, en Catanzaro, en el mismo despacho del Obispo
del lugar.
Un salesiano de gran valer, el P. Dalmazzo, murió allí a ba-
lazos.
El P. Dalmazzo era aquel niño que se estaba confesando con
Don Bosco cuando le avisaron de que el panadero se negaba a
dar más pan para su Oratorio.
El muchacho había determinado abandonar la casa de Don
Bosco y se había ido a confesar por última vez con el Santo. Pero
cuando unos instantes después contempló el milagro de la mul-
tiplicación de los panecillos, rogó a sus familiares le dejaran allí.
Siguió estudiando junto a Don Bosco hasta llegar a ser pre-
cioso colaborador.
Gracias a sus dotes de ingenio y carácter, ocupó muy pronto
altos cargos ; fue Director del Colegio de Valsalice, fundador de
la Obra Salesiana en Londres, rector del segundo santuario sa-
lesiano de Turín, San Juan Evangelista, Procurador general de

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— 273 —
la Sociedad en Roma y, finalmente, a ruegos de un Obispo de
Calabria, Superior del Seminario Mayor de Catanzaro.
Se entregó con todo el ardimento de su alma noble a la tarea.
Impuso fácilmente el orden y la disciplina en aquel centro de for-
mación, un poco desacreditado antes de su llegada; y florecieron
la piedad sólida y sincera y el amor por los estudios serios.
Era de un natural enérgico. Asumía toda responsabilidad y
solía imponer su voluntad por caminos derechos.
Sucedió, con motivo de las ordenaciones de la Trinidad de
1895, que no admitió para el subdiaconato a un seminarista que,
sin ser indigno, no estaba suficientemente preparado. Tratábase
de un sujeto raro, adornado de un misticismo de mala ley, en-
tregado a una piedad mal entendida, consistente no más que en
manifestaciones exteriores, con lo que se dibujaba un interrogan-
te sobre su vocación y su carácter.
Don Dalmazzo, siendo como era un superior prudente, firme
y precavido, no le admitió a las órdenes.
Cuando el seminarista lo supo, pidió audiencia al Obispo, el
cual, amablemente, se la concedió.
Entró en el despacho como un alocado. Se desató en arran-
ques de inimaginable cólera, y produjo una escena violenta ante
el Prelado, declarándose víctima de la calumnia y reclamando
justicia. Desde las oficinas próximas se oían sus voces, tanto que
el P. Dalmazzo, cuyo despacho estaba pared por medio con el
del señor Obispo, temiendo que aquel desgraciado superexcita-
do pasase de las palabras a los hechos, acudió para rogarle ter-
minase aquel escándalo.
Apenas apareció, el seminarista, se enfureció y comenzó a
gritar: ((Este es el autor de mi desgracia», y sacando un revólver
del bolsillo, descargó varios disparos sobre el pobre superior que
cayó por tierra, con la cara deshecha y bañado en sangre.
Le llevaron a su habitación y pareció que se reanimaba.
El doctor pronosticaba la pérdida de la palabra, porque una
bala, penetrando hasta el fondo del paladar, le había destruido
todas las cuerdas vocales.
Todos quedaron esperanzados cuando, de repente, una he-
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morragia fulminante llevó al pobre herido al tribunal del Señor.
La inconsciencia del asesino fue tal que tuvo el valor, des-
pués de cuatro años de cárcel, de pedir su readmisión en el se-
minario.
Era un desequilibrado que nunca debiera haber vestido
sotana.
Otra catástrofe, más terrible aún, martirizaba el corazón de
Don Rúa, cinco meses más tarde.
Monseñor Lasagna, su secretario y varias Hijas de María Au-
xiliadora perecían víctimas de un brutal choque de trenes.
Las víctimas, procedentes de Montevideo, formaban parte de
une expedición de diecisiete misioneras, a cuya cabeza marchaba
el mismo Monseñor Lasagna, e iban a fundar tres Casas Salesia-
nas en el Estado de Minas Geraes, en el Brasil.
Acababan de salir de la estación de Juiz de Foraz, cuando el
Obispo se asomó por casualidad a la ventanilla y vio, con espan-
to, que en dirección contraria venía por la misma vía otro tren a
toda marcha.
Apenas si tuvo tiempo para gritar: ((María Auxiliadora, sál-
vanos» y se produjo el choque con un ruido espantoso.
Las locomotoras se empotraron una contra otra, la mayor
parte de los vagones descarriló hasta caer deshechos por tierra
y el furgón de correos penetró en el de los misioneros y lo dejó
hecho astillas.
Bajo los escombros se oían gritos reclamando socorro.
Dos salesianos que milagrosamente quedaron a salvo, re-
puestos del susto, pensaron en seguida en su Obispo. Estaba con
la cabeza apoyada sobre la ventanilla y el pecho hundido. Del
precioso vagón que el ministerio brasileño había puesto a su dis-
posición, no quedaba más que un montón de maderas y hierros,
bajo los cuales se encontraban los cadáveres horriblemente mu-
tilados de otro salesiano y cuatro Hijas de María Auxiliadora.
Era Monseñor Lasagna una gran esperanza para la Socie-

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dad, ya que, rara vez, se vieron acumuladas en una misma per-
sona tan valiosas cualidades. No le faltaba nada: prestancia físi-
ca, rostro sonriente y simpático, profunda cultura, espíritu de
iniciativa y corazón lleno de bondad. ¡ Su nombre hubiera que-
dado unido a la historia de las misiones católicas ! ¿ Qué conquis-
tas no hubiera hecho entre las tribus selváticas del Matto Grosso
el que había asentado tan sólidamente la obra salesiana en el
Uruguay en menos de veinte años?
Aquella mañana del 5 de noviembre de 1895 la criminal dis-
tracción de un guaraagujas privó a la Sociedad Salesiana y a la
Iglesia de un apóstol y de un jefe de primer orden.
Cuando llegó a Turín el telegrama con la trágica noticia, es-
taba Don Rúa en el noviciado de Foglizzo. Don Lazzaro fue allá
en el primer tren, para comunicárselo.
—¿Qué viento te trae por aquí?—le preguntó el Padre ape-
nas vio al antiguo amigo.
Y al advertir la preocupación y gravedad del P. Lazzero,
añadió:
—¿Me traes alguna mala noticia?
—Sí, el Señor le pide un gran sacrificio.
—¿Cuál?
—Hay que acatar sus misteriosos designios y besar la mano
que nos golpea.
—Pero ¿de qué se trata?
—Roguemos por el alma de nuestro querido Monseñor La-
sagna...
—¿Ha muerto?
—Sí, murió ayer en un choque de trenes, con su secretario y
cuatro religiosas.
Don Rúa palideció y unas lágrimas brotaron de sus ojos.
¡ Quería tanto a Lasagna, a quien había visto crecer !
Pero se rehizo en seguida. Eran las siete de la mañana, hora
de la misa para la comunidad. Y, agobiado de dolor, fue a cele-
brar el Santo Sacrificio por el alma de su antiguo alumno de Mi-
rabello y Turín.

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— 276 —
Con la muerte de Monseñor Lasagna se retardaba todo un
porvenir de conquistas.
Cuatro años más tarde una inundación destruía el trabajo de
diez años en las misiones de Patagonia.
Al Norte de Patagonia, en la República Argentina, habían
realizado los salesianos grandes progresos desde 1890. En sus
inmensos territorios semidesiertos abrieron escuelas que se llfe-
naban apenas se inauguraban ; levantaron una pequeña catedral
en Viedma, sede episcopal de Monseñor Cagliero, primer obis-
po salesiano ; y llevaron la palabra y la gracia de Dios por las es-
campadas poblaciones de aquellas vastas regiones que había que
recorrer a caballo.
El Estado les ayudó en su trabajo de civilización, construyen-
do nuevos tramos de ferrocarril para facilitar el transporte y abrien-
do canales para el riego de tierras totalmente áridas.
Toda una era de prosperidad se abría para aquel país de de-
solación. Las fundaciones salesianas se multiplicaban y se alza-
ban ya cien modestos campanarios sobre la infinita sabana pam-
pera.
Cuando, de repente, un cataclismo inesperado destruyó en
pocos días todo el trabajo y todas las esperanzas. Cinco ríos, Ne-
gro, Neuquén, Colorado, Chubut y Limay, desbordados con el
deshielo de las nieves y las incesantes lluvias, inundaron la lla-
nura en cientos de kilómetros. Treinta mil personas tuvieron que
buscar refugio en las primeras montañas de la cordillera. Pueblos
enteros se derrumbaron como castillos de naipes, bajo la presión
de las aguas. Rawson y Viedma, capitales de provincia, desapa-
recieron. Por fortuna no hubo víctimas humanas. Unos a pie y
otros en barcas, todos se pusierno a salvo.
Después de ocho días de angustia, de frío y de hambre, co-
menzaron a descender las gentes a sus pueblos, según se iban
retirando las aguas y entonces pudieron apreciar la inmensidad
del desastre en toda su magnitud.
Los pueblecitos alegres y graciosos de antes, eran ahora un
informe montón de escombros ; las pocas casas que quedaban en
pie, algunas, por fortuna, de los salesianos y de las Hijas de

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— 277 —
María Auxiliadora, estaban sucísimas. Como verdaderas arcas
de Noé, los pisos altos se habían convertido en establo de un sin
fin de animales. Durante más de cuarenta días trabajaron sin ce-
sar diversos equipos para sacar escombros y barro, desinfectar,
secar y reparar los locales estropeados.
De los campos, ni hablar ; todo estaba perdido.
Al saber el enorme desastre de la más floreciente de las mi-
siones salesianas, Don Rúa quedó sobrecogido. Pero se rehizo en
seguida y se apresuró a comunicarlo ; de los emocionados pun-
tos de su pluma saltaron una descripción y una plegaria conmo-
vedoras.
Escribía así:
((Hace seis meses teníamos en el Norte de Patagonia un manojo de
obras florecientes. Las casas de Viedma, Patagones, Pringles, Conesa,
Roca, Cho-Malal, Junín de los Andes, Rawson eran como árboles fron-
dosos que elevaban al cielo sus ramas cargadas de frutos, de frutos de
santidad y caridad. Ahora están por el suelo la mayor parte de aque-
llos maravillosos árboles; los que quedan en pie, perdieron sus frutos. El
Señor ha visitado nuestra Misión. Aunque la prueba ha sido amarga
bendecimos la mano que nos golpeó. También esta vez sabrá el Cielo
sacar bien del mal. Nosotros nos abandonaremos más en las manos de
la Providencia y vosotros redoblaréis vuestra caridad para ayudarnos.
Confío esta misión a vuestro generoso e inagotable corazón.»
Y, una vez más, no fue vana su esperanza.
Aún no se había repuesto su alma de la prueba, cuando, al
año, le llegó de Roma una orden ante la que se inclinó inmedia-
tamente, sin sombra de duda, pero con el corazón deshecho.
La Congregación del Santo Oficio creyó oportuno intervenir
en ciertas costumbres de orden espiritual del Instituto.
Siguiendo una de las tradiciones más antiguas de la Socie-
dad, el Director de cada Casa, a ejemplo de Don Bosco, confesa-
ba los alumnos. Esto se hacía con toda naturalidad. Razones his-
tóricas y pedagógicas, en nada despreciables, autorizaban lo que

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— 278 —
espíritus más susceptibles llamaban peligroso maridaje entre el
foro externo y el interno.
Don Bosco había visto a Don Cafasso obrar así. Don Cafasso,
durante sus tres años de superior en el Colegio Eclesiástico, con-
fesaba a todos sus alumnos. Nunca pudo pensar Don Bosco, que
imitando a aquel santo pudiera equivocarse.
Tanto más, cuanto que sus primeros penitentes eran mucha-
chos que acudían a la catcquesis. ¿Y qué director de centro cate-
quístico no confiesa a sus niños? Al transformarse el Oratorio en
un internado, ni el confesor ni los penitentes pensaron en cam-
biar su modo de obrar al respective. Había, además, junto a Don
Bosco, otros confesores, cuya sola presencia aseguraba la liber-
tad de conciencia.
Si alguien hubiese tildado esta costumbre de peligrosa, le
hubiera respondido el gran educador: ((Observe que el Director
de nuestras Casas no es un superior. Es un Padre, el más amado
de los padres. La parte odiosa está totalmente confiada al Prefec-
to. El es el que riñe, el que avisa, castiga y despide. Las medi-
das disciplinares están en sus manos, no en las del Director. Por
tanto, no hay conflicto para el alma del Director, que si está in-
formado como padre espiritual en el tribunal de la penitencia,
como superior está al corriente de cualquier infracción por los
otros. Pero corresponde al Prefecto de disciplina. El Director es
siempre un buen padre que, aún al umbral de la puerta, tiende
sus brazos al niño o al joven expulsado por el Prefecto.»
A esta triple razón, que si no justificaba explicaba al menos
todo un proceder, añadía Don Rúa todavía le herencia legada por
Don Bosco. Delante de su cadáver había jurado conservar ciega-
mente todo cuanto le dejaba, sobre todo, lo que al espíritu se re-
fería. Y aquella tradición era, según su opinión, una pieza maes-
tra del armazón moral de la Sociedad.
Se equivocaba, ciertamente, pero con toda la buena fe.
Por eso, cuando unos meses más tarde, llegó esta prohibición
para todas las Casas Salesianas, tuvo una grande y dolorosa sor-
presa. Tanto más, cuanto que en las Deliberaciones de los Capí-
tulos Generales de la Sociedad ya se había tratado varias veces,

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_ 2f* 7i 9s _
en términos muy claros, sobre el particular, y, a pesar de ello, ha-
bían sido aprobados por la Congregación de Obispos y Regulares.
Quedó desconcertado su espíritu durante unas semanas.
Greía él que la disposición de Roma era un reproche, lo que
para él, como para Don Bosco, representaba una grande pena.
Y pensaba, además, que la buena marcha de sus casas y el espí-
ritu de piedad que en ellas debía reinar estaban totalmente ligado
a aquel sistema.
Los que le observaban durante aquellos días no podían com-
prender el aire apenado de su rostro, su repliegue dentro de sí
mismo, su prolongado silencio, su oración ardorosa y prolongada.
Pronto recobró sus energías. Y comunicó a sus directores la
orden recibida en una carta clarísima y breve.
«Hasta ahora, decía, nosotros seguimos en camino de acuerdo con
las Deliberaciones de nuestros Capítulos Generales, que nos parecía el
mejor para nuestra manera de desenvolvernos. Pero el encargado por
Dios de enseñar a las gentes y a los maestros de las gentes, nos comu-
nica que debemos abandonarlo. Ejecutemos esta disposición, agrade-
cidos y respetuosos, con docilidad plena y voluntaria, como lo hubiera
hecho nuestro Padre Don Bosco, a quien siempre vimos obedecer rá-
pidamente la menor indicación del Vicario de Cristo en la tierra.»
Apenas partió esta carta, fechada en la Octava de los Santos
Apóstoles Pedro y Pablo, se quedó tranquilo.
Su tranquilidad aumentó con el tiempo al ver que aquella me-
dida, protectora de la libertad sagrada de las conciencias, no sólo
no perjudicaba el espíritu de las Casas, sino que daba al Director
más facilidad para el ejercicio de su plena autoridad, con lo que
ayudaba poderosamente a la disciplina y la dirección de las
almas.
Don Rúa podía repetir aquella preciosa frase del fogoso pu-
blicista católico francés Luis Veuillot, después que hubo leído
un Breve prontificio bastante severo: ((Hay bendiciones de Dios
que entran en casa rompiendo los cristales».

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CAPÍTULO XXXVII
LAS ULTIMAS ESTACIONES DEL CALVARIO
Las pruebas que la paciente alma de Don Rúa hubo de sopor-
tar hasta primeros de siglo fueron harto pesadas ; pero no pue-
den ni compararse, en duración y profundidad, con las que si-
guieron.
Las últimas estaciones de su calvario fueron las más dolo-
rosas.
Eran torturas que deshacían el corazón de Don Rúa porque
caían sobre lo que le era más querido, las dos Congregaciones
confiadas a sus cuidados.
Los últimos años de su vida fueron un verdadero martirio
interior. Lo sufrió con resignación continuada, sostenida por la
gracia de Dios, el recuerdo de la paciencia de Don Bosco y el
cariño y las oraciones, cada día mayores, de sus hijos y coope-
radores.
Sufrió, gimió y hasta lloró, pero se detuvo sereno, en medio
de la tempestad, como el piloto valeroso que entre las olas que
barren la cubierta, se hace atar al timón para dirigir las manio-
bras y no cede el puesto de mando hasta que se calma el oleaje
y se serena el cielo.
*#*
El 1895 estalló una revolución en el Ecuador ; el Gobierno
quedó en manos de unos facciosos, los cuales, apenas llegados
al poder, la tomaron, según costumbre, con las congregaciones
religiosas.

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— 282 —
Expulsaron del país a varias de ellas, bajo pretexto de que
conspiraban con el adversario en derrota.
Los salesianos que, por principio, se abstienen de toda políti-
ca, acariciaban la esperanza de ser respetados por el furor anti-
rreligioso. Pero fue ilusión de poco tiempo.
La noche del 23 al 24 de abril de 1896 penetró en el cole-
gio de Quito un grupo de gente armada y se dio a un registro,
del piso al techo, buscando los depósitos de armas o, por lo me-
nos, rastros de la conspiración.
Inútil decir que no apareció el menor rastro que pudiera com-
prometer.
Entonces condujeron a todos los religiosos de la Casa a la Je-
fatura de Policía para tomarles declaración. Se les acusaba de
haber prestado ayuda secretamente a los enemigos del partido.
Protestaron de su inocencia, pero no se les creyó, por lo que
fueron condenados a destierro inmediato.
A primera hora del día, escoltados por un piquete, empren-
dieron el camino del Perú, a pie.
Anduvieron durante veinticinco días y veinticinco noches a
través de la selva virgen, atravesando fangosos pantanos, por sen-
deros impracticables, superando ríos difíciles de vadear y sopor-
tando grandes torturas.
El Padre Milano no resistió el martirio y cayó para no volver
a levantarse. Agotado por el hambre y la sed, el cansancio y la
fiebre, le dejaron en el hospital de Guayaquil en donde murió
unos días más tarde.
Las otras tres Casas Salesianas del Ecuador, Cuenca, Rio-
bamba y Saguelqui, sufrieron igual suerte.
Solamente se salvaron las residencias misioneras del país de
los jíbaros.
No era muy prudente aventurarse a entrar por aquellas zo-
nas para tales faenas...
Aquellos indios, aunque no estaban todavía convertidos, ido-
latraban a los misioneros y disparaban maravillosamente la ca-
rabina, y mejor aún el arco.

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— 283 —
Y como no hay mal que por bien no venga, de esta persecu-
ción cruel e imprevista sacó el Señor su bien.
Los religiosos que quedaron libres con la expulsión brutal
del Ecuador, se repartieron por las Provincias Salesianas de Chi-
le y Perú. Con el refuerzo se multiplicaron las fundaciones en
ambas repúblicas, hasta el extremo de que, tres años más tarde,
al cambiar los vientos, resultó difícil cubrir los cuadros para los
Colegios de Cuenca y Riobamba que de nuevo abrían sus puer-
tas, porque los religiosos desterrados sostenían otros Colegios en
aquellas naciones.
La prueba fue dura, pero breve.
Seis años más tarde comenzaba otra prueba muy distinta en
Francia. Son páginas muy tristes para la historia de la Iglesia
en este país, las de principios de siglo.
Una cadena ininterrumpida de leyes y decretos, dictados por
el racionalismo, el laicismo y las logias masónicas, terminó ne-
gando a las Congregaciones religiosas todo derecho.
Debían secularizarse inmediatamente, huir al destierro o soli-
citar una autorización especial del Estado.
Las tres soluciones llevaban aparejados inconvenientes y ven-
tajas. Podíase escoger cualquiera de ellas.
Las Congregaciones no siguieron una conducta unánime: es
una pena confesarlo, pero fue así.
Mientras unas se disolvieron, poniéndose al servicio de los
Obispos o dedicándose, bajo su dirección, a múltiples formas de
apostolado individual, otras pasaron la frontera y algunas soli-
citaron candorosamente la aprobación del Estado.
Los Superiores de las Casas Salesinas de Francia se reunie-
ron con Don Rúa en Turín en septiembre de 1901, y decidieron,
casi por unanimidad, la secularización.
Los Padres Bellamy, Cartier y Bable influyeron con sus razo-
nes y singular competencia en tal decisión. Don Rúa, con senti-
miento de muerte, permitió a sus desgraciados hijos hicieran la

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— 284 —
prueba para ver de salvar aquellos sus queridas Obras. Salus
animarum suprema lex esto. Solamente les suplicó, para reme-
diar de algún modo los peligros de la escisión, se inspirasen siem-
pre, en su trabajo de educadores y en sus relaciones con el mun-
do, en el espíritu que animó en toda ocasión al Fundador de la
Sociedad.
Aquel unánime y firme sentimiento de defender el terreno
palmo a palmo mientras fuera necesario, defendiéndose como en
guerrilla, se rompió desgraciadamente, al menos en parte, por la
intervención de una alta personalidad.
El santo Cardenal Richard, Arzobispo de París, llamó a las
pocas semanas al P. Bologne, Provincial de las Casas Salesianas
del Norte de Francia, para comunicarle que tenía serios motivos
para creer que el Gobierno aceptaría la solicitud de autorización
de los Salesianos. Algunos diputados católicos, presididos por
Mackaut, le habían asegurado que el Gobierno sería generoso con
las Congregaciones que se doblegaran a las exigencias de la Ley.
El mismo día se telegrafió a Turín solicitando el parecer de
Don Rúa, el cual respondió: ((Haced lo que más convenga».
El P. Bologne, a pesar de las advertencias de algunos sale-
sianos del peligro que en ello había, entregó, junto con la solici-
tud de autorización, la lista completa de todos sus religiosos, el
inventario de los bienes muebles e inmuebles de la Sociedad y
el estado de cuentas.
Con este paso no comprometía más que la parte de su reba-
ño, a saber, la Provincia salesiana del Norte, a lo que se creyó
autorizado para añadir la Casa de Oran.
Las Casas de la Provincia del Sur permanecieron fieles a la
decisión tomada en Turín y se atricheraron en la secularización.
Gracias a ella tuvieron que presentarse ante los tribunales y su-
frir un gran calvario, pero salvaron la mayor parte de sus casas.
No sucedió lo mismo en París.
Emilio Combes, Presidente del Consejo y Ministro del Inte-
rior y de Cultos, firmó un documento en el cual se daba a conocer
a los senadores el origen, finalidad y actividades de la Congre-

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— 285 —
gación Salesiana. Era un tejido de mentiras, calumnias e inju-
rias indignas de un juez.
Decía, en primer lugar, que el fundador de la Sociedad, era
un ((tal Don Bosco», el cual ((soñando con añadir una nueva pro-
vincia a sus conquistas)) había llegado a París en 1883 «precedi-
dido de fama de vidente y curandero)). Que, ayudado por una
prensa de su devoción, explotó hábilmente su taumaturgia hasta
en las iglesias de París».
A continuación describía a los hijos de aquel «hombre há-
bil)) como intrigantes, explotadores de la niñez y de la creduli-
dad popular, enemigos de las instituciones nacionales, del co-
mercio y de la industria privada, hombres avaros, que acumula-
ban riquezas para provecho del extranjero, enredadores que se
colocaban frente al clero secular, hombres nefastos para la polí-
tica y la economía de Francia y, finalmente, luchadores sin des-
canso.
No hace falta decir que el informe pretendía dar a los sena-
dores ((únicamente los resultados de serias pesquisas))...
Dos detalles, histórico el uno y profesional el otro, bastan
para demostrar la inconsistencia del informe.
Fijaba en 1883 la fecha de entrada de los salesianos en Fran-
cia, cuando aquel año poseían ya cuatro grandes colegios en el
Sur.
Apodaba con mil nombres a unos educadores que hacía cua-
tro días, precisamente con motivo de la clausura de la gran ex-
posición de 1900, acababan de recibir de un jurado internacional,
compuesto por hombres de gran valía, la medalla de oro por el
conjunto de sus trabajos profesionales.
Todas las inexactitudes, mentiras y calumnias dei informe
iueron refutadas ante la comisión investigadora presidida por
Clemenceau.
Pero el terrible Jefe de Estado no tuvo la más mínima ternu-
ra. Se advertía en sus preguntas, y hasta en la forma de escuchar
las respuestas, que ya había tomado su determinación. Daba
como bueno todo el fardo de acusaciones, aunque concedía la
inexactitud de algunos detalles. Con su proverbial y ruda fran-

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— 286 —
queza mostraba a los pobres religiosos la antipatía que sentía por
sus formas de actividad. Los salesianos salían de cada sesión con
la impresión de que estaban condenados.
Les quedaba un resquicio de esperanza. Waldeck-Rousseau,
autor de la ley, que además había protestado de la forma poco
inteligente con que la aplicaba su sucesor, había prometido a un
salesiano —que podría dar todavía testimonio— que él votaría
en tavor de la autorización.
Los pobres religiosos salesianos, siempre entre el temor y la
esperanza, aguardaban la sesión pública que había de decidir su
suerte.
Esta se celebró durante los días 3 y 4 de julio de 1902. La
defensa de los salesianos corrió a cargo de dos oradores de gran
talento, Berenguer, del partido centro, protestante, pero de alma
muy religiosa, y Lamargelle, jefe del partido de derechas.
Los dos oradores machacaron y redujeron a polvo la triple
acusación: la explotación de la niñez, la competencia ilegal a la
industria y al comercio, y la falta de higiene en algunos de sus
locales.
El Presidente del Consejo lo entendió muy bien, pero enton-
ces, prolongando el debate, puso de manifiesto la única razón
capaz de conseguir el voto de la mayoría antirreligiosa de la
asamblea: que las Congregaciones habían pasado de moda y que
eran la remora del progreso de la humanidad...
Pareciéndole al relator general que todavía flotaba una ligera
indecisión en los bancos de la mayoría, subió a la tribuna.
Era Saint-Garmain, perteneciente al partido radical y dipu-
tado por Oran. Hacía pocos días que otro diputado, amigo de los
salesianos, había dicho a uno de éstos: ((¿Qué le pasa a Saint-
Germain con ustedes? Apenas se nombra a los salesianos, en los
corredores o por las salas, se enfurece».
¿Qué le sucedía? Había que ir a preguntarlo a Oran, en don-
de la obra salesiana, llena de vida y de esplendor, no le dejaba
dormir tranquilo. Estaba convencido de que el trabajo apostólico
de aquellos religiosos minaba lentamente su situación parlamen-

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— 287 —
taria. Por eso evitaba su propia desgracia haciendo ejecutar a sus
enemigos a través de sus amigos políticos.
Así, sin ocuparse de la refutación detallada y victoriosa de
los oradores de centro y derecha, pretendió se condenara a los
salesianos por sus publicaciones. Presentó dos números de las
Lecturas Católicas, de tres años atrás, editados en la Casa Sale-
siana de Marsella, en los que se entablaba una vigorosa polémica
contra los gobernantes. No había más que un paso para incluir
a los salesianos entre los ((frailes conjurados)), de los que todo
Estado laico debe desembarazarse. Y él lo dio, rogando a los se-
ñores diputados condenasen a aquella Sociedad en nombre de los
altos intereses de la República.
En dando que el perro ha de rabiar, rabia, dice el proverbio.
Y se pasó a la votación.
Algunos senadores de izquierda se volvieron hacia el banco
desde donde Waldeck-Rousseau había seguido en silencio los
debates de la Cámara. Era el autor de la ley ; había dicho re-
cientemente que se había falseado el espíritu de la misma. Era el
momento a propósito para dar a conocer, con su voto favorable,
su desaprobación por política tan francamente sectaria. Más de
un Padre conscripto en dudas, aguardaba su decisión para imi-
tarlo.
Pero Waldeck-Rousseau, sin ni sombra de duda* votó con
papeleta azul. Era la condenación.
El escrutinio arrojó 158 votos en contra y 98 a favor.
La Congregación Salesiana cesaba de existir oficialmente en
toda la República.
Al día siguiente de esta lamentable votación, el P. Bologne,
que había esperado con su natural bondad y candidez hasta el
último momento del escrutinio, recibía una carta que sirvió de
bálsamo para su herido corazón. Era del señor Lamergelle, que
decía:
((He salido de la sesión totalmente descorazonado. Estaba per-
suadido de que los adversarios, a quienes me dirigía, sabían per-
fectamente que todas las acusaciones contra ustedes eran falsas

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— 288 —
y que era inútil mi palabra puesto que estaban decididos, a pesar
de todo, a votar la supresión.
Son de una mala fe que indigna.
El relator no tuvo más argumentos a su favor que aquellos
dos escritos.
Pero aunque no hubieran existido, igualmente les hubieran
condenado.»
Nadie lo dudaba, porque los salesianos entregaban cada año
a la sociedad jóvenes valientemente cristianos, que inquietaban
a los maestros del día, cuyo ideal laico de cerrados horizontes,
que no dejan levantar los ojos del suelo, se oponía a la doctrina
de unos educadores que aspiraban a otro ideal de existencia,
más allá de la vida presente. Había que acabar con ellos.
La sentencia se ejecutó rápidamente. Los salesianos, mudos e
impotentes, presenciaron la clausura de sus institutos ; vieron ale-
jarse para siempre de su lado a los muchachos a quienes habían en-
tregado su juventud y los ardores de su corazón.
Ante sus ojos, unos liquidadores interesados vendieron en pú-
blica subasta, casi por nada, aquellas casas de trabajo y oración,
cada una de cuyas piedras encerraba una historia.
Y una mañana triste de otoño, con la maleta en la mano,
marcharon hacia el destierro. La mayoría partió para la hospita-
laria Bélgica, otros, los más jóvenes, fueron a Italia o a España,
y algunos hasta América y China.
Muchos ya no volvieron a su patria y duermen el sueño eter-
no en tierra extranjera.
Otros, con alegría mal disimulada, volvieron doce años más
tarde para ocupar su puesto ante el peligro, cuando el 4 de agos-
to de 1914 la patria llamaba a todos sus hijos.
Diez de ellos cayeron en el frente de batalla y están enterra-
dos en esos inmensos cementerios militares, que no se pueden
cruzar sin que la emoción ahogue la garganta...
Una veintena de los que salieron con vida de la gran guerra
quedaron tan envejecidos, deshechos y cansados que ya no sir-
vieron para la vida febril de la Obra.
Los demás se pusieron a trabajar para curar las llagas mora-

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— 289 —
les del país, más graves, en frase del presidente Doumergue, que
la misma ruina económica.
Don Rúa no alcanzó a ver el fin de la trágica historia.
Murió antes y sólo le tocó vivir la parte dolorosa: la clausu-
ra y venta de sus prósperas Casas ; la dispersión de la juventud
confiada a los cuidados de su hijos ; la expulsión de sus religio-
sos ; la desaparición de los colegios, de donde salían tantas vo-
caciones salesianas ; treinta años de esfuerzos reducidos a la nada
y la incertidumbre del porvenir...
En efecto, ¿qué sería de las hermosas provincias salesianas
de Francia?, ¿cuándo podrían reemprender el trabajo?, ¿con qué
elementos?, ¿qué sería de los generosos amigos que las sostenían
con su largueza?, ¿en dónde fijarían sus tiendas al volver, des-
poseídos como estaban de todo?
Estas eran las preguntas dolorosas que el corazón atormenta-
do del padre se hacía mientras lloraba con sus hijos tan probados
y rogaba por su perseverancia en el destierro.
Su sufrimiento aumentaba con la imposibilidad de ayudar-
les. No había puente de unión entre Turín y París, Turín y Mar-
sella. No había modo de tener relaciones oficiales entre padre e
hijos, como antes.
Cuando atravesó Francia, camino de Londres, en 1902 y
1906, no se pudo detener en ninguna de sus casas, en las que sus
hijos secularizados, o sus sucesores, trabajan en favor de la ju-
ventud ; les podía comprometer su presencia...
Mirarlas de lejos y pasar..., era lo único que podía hacer.
Fue un punzante dolor que le acompañó hasta la tumba, pues
cuando él moría en 1910, nadie podía todavía anunciar la aurora
de la resurrección.
Aún hubo, durante los primeros años del siglo, otras penas
para el corazón de Don Rúa. Sutiles en apariencia, pero muy do-
lorosas por tratarse de la segunda familia salesiana que Don Bos-
19

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— 290 —
co le dejó; las Hijas de María Auxiliadora, fundadas en 1872.
Era una verdadera herencia, ya que entonces, el Superior Ge-
neral de los Salesianos era, al mismo tiempo, por expresa volun-
tad de Pío IX, el Superior de las Hijas de María Auxiliadora.
En 1901, la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares
marcó a las Congregaciones religiosas femeninas las nuevas con-
diciones para solicitar de Roma la aprobación de sus Constitu-
ciones. Una de ella era la de plena independencia frente a toda
Congregación de varones de finalidad similar.
Y como las Hijas de María se encontraban entonces en perío-
do de aprobación cerca de la Santa Sede, tuvieron que someterse
a aquella disposición.
Don Rúa, que sentía la separación, intentó prorrogarla, pero
la vio consumada en 1906.
Para las religiosas resultó un cambio radical.
En efecto, hasta aquel momento la administración de sus bie-
nes, las nuevas fundaciones, la marcha general de la Sociedad
había corrido a cargo de Don Rúa o de un delegado suyo. A él
competía velar por la observancia de las Reglas y el manteni-
miento del buen espíritu ; él era, en una palabra, el alma de toda
su vida de apostolado, de educación y de economía.
De la noche a la mañana pasaron aquellas prerrogativas a la
Superiora General y su consejo.
Era un cambio grande. Don Rúa tembló. Temía que un vira-
je tan rápido trajese inconvenientes para la disciplina interior de
la Sociedad.
Tenía el sucesor de Don Bosco tan a pecho conservar intacto,
en su estructura y en su espíritu, el depósito que su Padre le con-
fiara, que pasó por verdaderos momentos de angustia durante
aquel otoño de 1906.
El tiempo ha demostrado que no había para tanto. Las Hijas
dd María Auxiliadora, una vez independientes, marcharon tan
paralelamente, tan cerca a los salesianos que, por reflejo, Ion pen-
samientos, las inspiraciones y el espíritu de los unos influyó na-
turalmente en los otros.

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— 291 —
Quince años más tarde, un buen día, por mediación del Car-
denal Cagliero, que había sido su primer Superior, volvieron a
pedir con insistencia al Papa, no que volviesen las cosas al esta-
do de antes, lo que era imposible, sino la dirección espiritual del
Superior General de los Salesianos.
Benedicto XV accedió a sus súplicas y nombró al P. Pablo
Albera, segundo sucesor de Don Bosco, delegado apostólico del
Instituto de las Hijas de María Auxiliadora, encargándole man-
tener, por sí mismo o por sus representantes, el espíritu del fun-
dador ; preocuparse de sus necesidades espirituales, morales e
intelectuales ; salvaguardar, si fuere necesario, sus intereses eco-
nómicos ; en una palabra, aconsejar paternalmente y velar por su
asistencia en toda ocasión.
Era la solución que Don Rúa deseaba después de la separa-
ción. Pero no la vio, ni asomar siquiera, y sufrió mucho.
Aún no se había repuesto de este golpe cuando cayó sobre su
cabeza un terrible mazazo, que ha pasado a la historia de la Con-
gregación bajo el nombre de (dos sucesos de Varazze)).
Varazze es una linda ciudad de la costa mediterránea, entre
Genova y Savona, con un clima delicioso.
En invierno y en verano se duplica su población con el aflujo
constante de turistas, que convierten la estación balnearia en una
ciudad alegre y mundana.
Está cercada de vegetación y coronada de verdor y flores.
Cultiva y exporta claveles, jacintos y violetas. Un paraíso terre-
nal de vida placentera.
Los salesianos se habían instalado en Varazze el 1872, y las
Hijas de María Auxiliadora el 1893. Podía decirse que entre el
Colegio de San Juan Bautista para niños y el de Santa Catalina
para muchachas, tenían en sus manos toda la juventud de la po-
blación.
Había en el de niños unos setecientos alumnos, entre exter-

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— 292 —
nos e internos, que seguían la enseñanza primaria y los cursos téc-
nicos y secundarios.
Por el año 1907 estaba al frente del Colegio como Directo^
el P. Viglietti, que fue secretario particular de Don Bosco. Era
un hombre fino, delicado y de pluma fácil. Escribía novelitas y
cuentos al estilo de De Amicis.
Acababa de expirar el curso escolar. Tras el reparto de pre-
mios volaron los alumnos a vacaciones ; los profesores empeza-
ban a gustar las delicias de los primeros días de descanso cuando
estalló la tempestad.
El día 29 de julio, hacia los ocho de la mañana, fuerzas arma-
das cercaron la casa. El subgobernador de Savona, el comisario
de Policía de Varazze y el teniente de la guardia local, entraron
en la capilla, donde asistían a misa de Comunidad los religiosos
y algunos alumnos que esperaban a sus padres para partir de va-
caciones.
Mandaron salir a todos y a la misma puerta separaron los re-
ligiosos de sus alumnos y les encerraron en la primera aula
abierta.
Allí les tomaron declaración y les detuvieron en espera de ór-
denes superiores.
Mientras tanto, unos revisaban la casa del suelo al techo, ce-
bándose particularmente en los papeles y armarios de los profe-
sores, y otros interrogaban, tendenciosamente, uno a uno, a los
alumnos.
Finalmente, hacia las cuatro de la tarde les condujeron es-
coltados a la policía. ¡ Triste cortejo el de las sotanas de sacerdo-
tes y clérigos y las chaquetas de los coadjutores ! El anciano Pa-
dre Paseri, que hacía treinta y dos años enseñaba el abe a los
niños de Varazze, por cuyas manos habían pasado ya dos gene-
raciones de alumnos, se apoyaba sobre el brazo del P. Viglietti.
—¿Qué quieren hacer con nosotros?—preguntaba angustiado
a su superior.
Querían humillarles con las declaraciones de un delator.
Era el delator un joven de quince años, un tal Carlos Maria-
no, muchacho abandonado, que fue adoptado por la viuda Bes-

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— 293 —
son, la que le había inscrito como alumno en el colegio salesiano.
Acusaba a los Padres de tres crímenes: inmoralidades con los
alumnos del colegio ; celebración solemne y nocturna de misas
negras o del diablo, con asistencia de las Hijas de María Auxilia-
dora, de los PP. Capuchinos, del Arcipreste del lugar y también
de alumnos invitados a la infernal ceremonia ; calumnias e insul-
tos en público contra la familia real y Garibaldi.
El careo ante las autoridades fue algo inaudito.
Los acusados no daban fe a sus oídos. Ni entendían los tér-
minos de la acusación (¿misas negras?), y dudaban si eran ju-
guete de alguna singular fantasmagoría.
Por otra parte, el joven delator lanzaba sus acusaciones con
una sangre fría, una precisión y una seguridad tales que descon-
certaban.
Parecía que había vivido, en realidad, las abominables esce-
nas que describía.
—¿Qué responden a eso?—preguntó el presidente.
—Que todo—contestó el Director—, es un amasijo de men-
tiras. Conozco muy bien a mi personal para poder afirmar su ino-
cencia en cuanto al primero y último puntos de la acusación, ya
que el segundo no tiene pies ni cabeza.
—Medite bien sus palabras—insistió el magistrado improvi-
sado— pues tenemos quejas de algunos padres e informes médi-
cos suficientes para llevarles a la cárcel.
—Repito, que niego absolutamente todo. Hagan ustedes lo
que les parezca bien.
Si la policía estaba tan segura de la culpabilidad de los edu-
cadores, ¿por ^é procedía, con una indigna parcialidad, a un
segundo interrogatorio de los alumnos, a la misma hora y en sa-
lones contiguos? A fuerza de amenazas y de miedo, hasta de gol-
pes, obligáronles a confesar cosas indecibles.
Para colmo les hicieron sufrir un examen médico por un tal
doctor F..., de quien hablaremos más adelante. Inútil decir que
su informe encerraba crueldades excesivas.
Los jueces tenían un testimonio sin par para su interrogatorio:
era el Diario del joven Mariano, en donde se relataban escrupu-

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— 294 —
lesamente los pretendidos horrores secretos celebrados en la casa
desde hacía varios meses. Cuanto cabe en una imaginación his-
térica, obsesionada con pensamientos torpes, estaba descrito en
las vibrantes páginas de un enorme cuaderno, al que intentaban
dar crédito hombres maduros.
Al día siguiente se cerró el colegio. Enviaron a sus casas a los
alumnos y condujeron a la cárcel de Savona, maniatados, a dos
salesianos: un clérigo y un hermano coadjutor.
Gran parte de la prensa italiana, que, por cierto, no brillaba
por su respeto a la religión, aprovechó el asunto para sublevar la
opinión contra el clero.
Una ola de furioso anticlericalismo se desató por toda la na-
ción.
Se leía en los titulares de los periódicos: El escándalo de Va-
razze. Inauditas indecencias en Varazze. De qué son capaces los
curas. La pocilga de Varazze. Un colegio salesiano cerrado por la
autoridad.
El infame rumor corría de boca en boca. Se insultaba a los
sacerdotes por calles y plazas. En Roma acudieron en manifes-
tación hasta las puertas de los Príncipes de la Iglesia. En Alassio,
próximo a Varazze, los salesianos no pudieron salir para los Ejer-
cicios Espirituales, que hubieron de hacer en casa, protegidos por
la policía. Hasta la prensa católica, desconcertada por los relatos
detallados de tanto horror, tardó en acudir a la defensa ; sólo al-
gunos de los grandes periódicos y no ((clericales)), como el Corrie-
re detta Sera, de Milán, y La Stampa, de Turín, mantuvieron va-
lientemente el buen sentido.
Fueron quince días atroces.
Y, curiosa coincidencia, en diez ciudades de Italia, entre ellas
Roma, Ñapóles, Milán, La Spezia y Como, estallaban escánda-
los similares. Parecían puestos de acuerdo para alimentar simul-
táneamente con el barro de esta literatura todas las publicaciones
locales.
Todo, la monstruosa multitud de protestas, las violencias con-
tra las instituciones religiosas y las ruidosas manifestaciones ca-

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— 295 —
llejeras, daban a entender, bien a las claras, que se trataba de una
campaña organizada.
Los más avisados empezaron a sospechar de dónde partían
los golpes. La opinión pública se iba poniendo de acuerdo y acu-
saba de la infamia a la estupidez anticlerical de un funcionario,
sin espíritu crítico de ningún género, juguete de las logias.
Un hecho vino a confirmar las sospechas. El famoso diario
del acusador no era del todo original. Buen número de páginas
estaban escritas de puño y letra del Dr. F..., amigo íntimo de un
gran jefe de la masonería de Roma, el mismo que el primer día
del interrogatorio obligó al examen médico de los alumnos del
colegio.
Empezaba a aclararse el asunto.
Y se aclaró todavía más cuando Don Rúa, tomando por su
mano la defensa de sus hijos ultrajados, eligió tres celebridades
del foro italiano para vindicar su honor.
El asunto duró muy poco, una vez que pasó a las manos de
los tres abogados.
Se echaron rápidamente sobre el enemigo, atacando a los
acusadores, querellándose contra los diarios calumniosos, exigien-
do examen médico del denunciante y de su supuesta madre, des-
haciendo los vergonzosos relatos de las diversas publicaciones,
avergonzando a la gente sensata del país de haberse dejado sor-
prender tan crédulamente, intentando un proceso contra el doc-
tor F... y cómplices; en una palabra, cambiando la opinión. El
buen sentido se impuso.
Inmediatamente se mudaron las cosas. Los muchachos a quie-
nes se había arrancado villanas acusaciones, se retractaron es-
pontáneamente. Los periódicos que se habían volcado contra los
salesianos se batieron prudentemente en retirada ; el subgober-
nador de Savona fue destituido ; fueron suspendidas tres publi-
caciones obstinadas en su actitud ; el clérigo y el hermano coad-
jutor detenidos fueron puestos en libertad al cabo de un mes; el
profesor del famoso Besson, clérigo Calvi, a quien había hecho
detener dos veces, le convenció de impostor ante el juez de ins-
trucción ; los médicos psiquiatras declararon tratarse de ((un mu-

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chacho degenerado cuyo estado mental se agravaba con la crisis
de la pubertad que atravesaba)), y que la pretendida madre «era
una trastornada, complicada con histerismo y erotismo tardío» y
que el diario «era un tejido de fantásticas quimeras)).
Además, empezaron a llegar de todas partes testimonios de
simpatía. En Varazze se sucedían las manifestaciones reclaman-
do el castigo de varios de los verdaderos culpables ; pusieron en
cuarentena a los dos acusadores, al muchacho y a su pseuda-ma-
dre. El anciano Don Paseri no podía salir a la calle, porque el
público le hacía escolta de honor desde el umbral del Colegio.
El Ayuntamiento pedía a las autoridades la apertura del Colegio.
Llovían solicitudes en las oficinas de inspección de enseñanza y
hasta el alcalde de Varazze se dirigió al mismo Rey con la si-
guiente demanda:
((Dígnese Su Majestad considerar que los salesianos han ido acusa-
dos grave e injustamente de hechos que, tras serio examen, se demos-
tró no existieron. Desgraciadamente la población de Varazze ha sufrido
con ello enormes perjuicios y, en la actualidad, hay un gran disgusto
al no poder reanudar las clases en el Colegio Salesiano, famoso por el
celo y competencia de esos religiosos.»
El Rey respondió que pasaba la súplica al Ministerio de Ins-
trucción Pública. Y éste, a los pocos días, fines de noviembre,
autorizó la reapertura del Colegio. Es imposible describir la ale-
gría de los setecientos muchachos que, después de cuatro meses
de separación, se volvieron a encontrar con los maestros y guías
de su juventud.
El innoble proceso contra los salesianos terminó triunfalmente.
Como se supo más tarde, el golpe tenía por objeto llegar al
laicismo de todas las escuelas del país.
Deshecho el golpe, Varazze, que deseaba desde hacía años
un Oratorio, lo vio abrirse unos meses más tarde, cumpliéndose
aquello de que no hay mal que por bien no venga.
La reparación fue completa, y la opinión pública, de vuelta
ya sobre el lamentable suceso, repetía el acertado juicio de un pe-
riodista de Turín, que había titulado un artículo en La Stampa:

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— 297 —
((Acusación de un loco, vista a través de la linterna mágica de un
cerebro de subgobernador incapaz, aumentada con todo lo que
un espíritu partidista podía añadir». ((Por fortuna este espíritu
partidista, decía el periodista, ha demostrado ser tan poco inteli-
gente como el subgobernador».
Esta vez los hijos de las tinieblas no brillaron por su astucia
ni habilidad y fueron vencidos por los hijos de la luz.
Ahora que ¡ Dios sabe a costa de cuántos sufrimientos !
Durante aquellos meses de agosto y septiembre pasó Don Rúa
las más crueles semanas de su vida. Ni por un momento dudó
de la inocencia de sus hijos, pero tampoco dejaba de ver los de-
sastres de la furia desencadenada por las pasiones sectarias. El
nombre salesiano se cubría de oprobio, se sospechaba de dos
Congregaciones, se comprometía todo un porvenir de conquistas
morales y, sobre todo, se ponía en peligro la herencia de su Pa-
dre Don Bosco...
Aun cuando un día se hiciera justicia a la inocencia, ¿cuán-
do se borrarían los últimos vestigios de la inmunda calumnia?
A su mente venían las palabras de Voltaire: ((Calumnia, calum-
nia, que algo queda».
¿Qué podía esperar para sus hijos el anciano de setenta años
que no podía salir a la calle sin ser vilmente insultado ; qué po-
día esperar de un pueblo levantado en su contra con tanto odio?
Nunca se le vio tan triste, tan absorto y tan apesadumbrado
como entonces. Sin duda, su alma grande dominaba el sufri-
miento, pero era un sufrimiento indecible. A veces se le sorpren-
día con la cabeza entre las manos y así permanecía largo rato
sumido en reflexiones y plegarias.
A pesar de ello siguió atendiendo todas sus obligaciones ; con-
cedía audiencias, despachaba el correo, hacía algunas visitas,
presidía su consejo ; pero su espíritu andaba lejos, estaba en Va-
razze en donde luchaban sus hijos con la tormenta. Estaba lejos,
muy lejos, en un porvenir mejor que borraría aquella página del
recuerdo de los hombres : estaba con Dios, a los pies de María
Auxiliadora, y de su Padre Don Bosco, suplicándoles se levan-
taran sobre las embravecidas olas y apaciguaran la tempestad.

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— 298 —
Y un día no pudo más. Su alma se recogió aún más profun-
damente, y sólo, en la presencia de Dios, firmó en el secreto de
su corazón un contrato con Jesús Crucificado: «Por vuestra bon-
dad, murmuró su oración, devolved a mi familia su honor intac-
to, y, en penitencia, recorreré otra vez antes de morir el país de
vuestra sagrada Pasión y Muerte».
Su oración fue atendida y él cumplió su voto.
El primero de febrero de 1908 se puso en camino. Atravesó
el Sur de Europa hasta Constantinopla, y luego, costeando el
Asia Menor y Siria, desembarcó el 12 de marzo en el puerto de
Caifa
Recorrió de nuevo en todas direcciones Tierra Santa, la tierra
testigo del Nacimiento, Vida pública, Pasión, Muerte y Resu-
rrección del Señor ; pero se detuvo, sobre todo, en dos sitios.
Primero, en la falda de la Colina de Hermón, en Naim, en don-
de Jesús resucitó el hijo de la viuda ; y después, en las orillas del
Mar Muerto, precisamente en la desembocadura del Jordán, jun-
to a las pizarrosas aguas del lago que cubre Sodoma y Gomorra.
Aquí suplicó al Señor alejara siempre de sus Casas el vicio que
atrae las maldiciones del Cielo ; y allí pidió para todos los mu-
chachos de sus Casas que estuvieran tocados de ese mal la gracia
de una resurrección total y rápida.
El año 1908, que empezaba con un himno de acción de gra-
cias, terminaría de nuevo con lágrimas.
Durante la noche del 27 al 28 de diciembre, un violento tem-
blor de tierra, seguido de espantosa marea, sembraba la destruc-
ción y la muerte en las dos orillas del estrecho de Mesina. En unos
minutos quedaron arrasadas Reggio, Mesina y otras poblaciones
de menor importancia, dejando sepultadas bajo sus ruinas dos-
cientas mil víctimas. Fue un ¡ ay ! de dolor para Italia y para todo
el universo.
La Congregación Salesiana tenía un hermoso Colegio en Me-
sina. ¿Qué fue de sus profesores y alumnos? No se pudo saber

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nada en claro durante todo el día 29. Estaban interrumpidas to-
das las comunicaciones. Temblaba de impaciencia el corazón de
Don Rúa. No llegaba ni una noticia.
El prolongado silencia revelaba lo enorme del desastre. En-
tonces, fieles a la caritativa tradición de Don Bosco, envió a los
Arzobispos de Mesina y Catania el siguiente telegrama, en el
que estaba todo su corazón, abierto en favor de las víctimas del
cataclismo :
((Inquieto por suerte mis hermanos y alumnos de Calabria y Sici-
lia, creo atraer sobre ellos misericordia de Dios abriendo mis Casas
niños y jóvenes huérfanos consecuencia terremoto. Ya telegrafié Padre
Fascie. provincial Sicilia, se ponga su disposición para proveer más
urgentes necesidades de pobres desgraciados.»
Por la tarde del 31 llegó, por fin, el telegrama suspirado,
puesto el 29 en Mesina. Comunicaba la espantosa realidad: nue-
ve salesianos, de los diecinueve que componían la comunidad,
habían perecido, juntamente con 39 alumnos y cuatro emplea-
dos. La Casa quedó convertida en un montón de ruinas, como si
se hubiera abierto un abismo a sus pies. Una parte del edificio se
hundió de tal forma que la parte más alta, según declaraba un
testigo, estaba casi al mismo nivel del patio.
Tuvieron que trabajar más de ocho días para sacar de entre
los escombros las víctimas, imposibles de reconocer, por estar
completamente deshechas, la cabeza triturada, el pecho hundi-
do, las extremidades retorcidas...
¡ Era el final de un año trágico... !
El que empezaba no le daría tan terribles golpes, pero acaba-
ría, poquito a poco, sordamente, con la ruina total de su organis-
mo consumido.
Su salud estaba casi agotada a principios de 1909.
Las varices habían convertido sus piernas en una llaga.
Sus ojos daban lástima ; el exceso de trabajo nocturno terminó

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con una implacable conjuntivitis. La mucosa de los párpados, in-
flamados y enrojecidos, estaba siempre en estado lacrimoso.
Su corazón, aquel pobre corazón que había latido por tan no-
bles aspiraciones, martirizado tan a menudo por terribles sufri-
mientos, palpitaba con ritmo desordenado.
Era un cuerpo gastado.
Sin embargo, aún trabajaba. Pero dentro de la flaca envoltura,
se mantenía una voluntad de acero.
Don Rúa advertía que la vida se le escapaba ; sus dolores se
agudizaban como para gritar..., pero no salió una queja de sus
labios jamás. Nadie sospechó, hasta su muerte, el heroico es-
fuerzo que debía realizar para trabajar, rezar, caminar y sonreír
como en sus tiempos mejores.
Cuando el dolor era muy fuerte, recordaba con fe los ejem-
plos de paciencia que su padre Don Bosco le había dejado ; daba
una mirada interior a Jesucristo crucificado, agobiado de pesares
y tristezas ; recordaba que las aflicciones de aquí abajo son esca-
lones para el cielo ; soñaba con sus hijos, soldados de las rudas
batallas de la fe, a quienes podía ayudar eficazmente aceptando
generosamente sus dolores, y, fortalecido con aquellos pensa-
mientos, sentimientos y recuerdos, continuaba subiendo, con se-
renidad y calma, una a una, las estaciones del camino de la
amargura.

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CAPÍTULO XXXVIII
SIN AMOR, NO HAY SALVACIÓN
Cuenta San Jerónimo que el apóstol San Juan, como no pu-
diera caminar en los últimos años de su vida, se hacía llevar por
sus discípulos para predicar. Mas como su debilidad le impidie-
se hacer largos discursos, se contentaba con repetir a los fieles:
«Hijos míos, amaos los unos a los otros».
Cansados de oírle repetir siempre lo mismo, dijéronle un día
los que le rodeaban: ((¿No podrías hablarnos de otras cosas?))
«¿Para qué?, contestó el santo anciano. En este pre-
cepto está toda la Ley. Ponedlo en práctica y con esto os basta.))
También Don Rúa, durante toda su vida, hasta en el punto
de muerte, no se cansó de predicar la caridad por la limosna.
Cuando en las ciudades que atravesaba se le veía subir al pulpi-
to, era seguro que, de una u otra forma, entraría en su tema.
«Amad, amad a vuestro prójimo, a vuestro prójimo desgracia-
do, al niño abandonado, al infiel en quien nadie piensa ; amadle
con eficacia, poniendo en manos de los salesianos ese instrumen-
to casi necesario para la salvación, la limosna.))
De sus conferencias, circulares, discursos y conversaciones,
se desprende todo un tratado sobre la limosna, que podría resu-
mirse en estas tres ideas que él desarrollaba de mil modos:
Salvar a la juventud y extender el Evangelio por los confines
de la tierra es casi imposible sin la limosna ; es jugar con la sal-
vación del alma intentar pasar las puertas del paraíso sin ser ge-
neroso en la tierra ; la limosna, seguro de paz eterna, es también
en la tierra, en nuestros difíciles tiempos, patente imprescindible
para la concordia social. Lo superfluo mal empleado desencade-

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— 302 —
na las revoluciones. En resumen, sin la limosna es difícil sal-
varse.
Don Rúa pronunciaba estos discursos con motivo de las re-
uniones de los Cooperadores Salesianos. Don Bosco, al morir, le
confirió la custodia de esta tercera entidad, magnífica tercera or-
den de acción, suscitada providencialmente al margen de sus
obras, gracias a su espíritu práctico.
Un día, contaba Don Rúa en Turín los humildes orígenes de
''m esta asociación esparcida hoy por todo el mundo, y decía:
«Apenas nació el primer Oratorio, ya encontró Don Bosco ayudan-
tes a los que nosotros llamábamos Bienhechores del Oratorio de San
Francisco de Sales. A medida que creció su obra, el Señor multiplicó
el número de estos ayudantes. Don Bosco tuvo siempre para aquellos
señores y señoras, de toda clase y condición social, que tan generosa-
mente le ayudaban, un profundo reconocimiento.
Agradecía su colaboración lo mejor que podía, escribiéndoles, ha-
ciéndoles regalitos, enviándoles las primicias de su imprenta, algún
objeto piadoso, libros...
Mas su pensamiento organizador no terminaba ahí. Soñaba con algo
mejor.
Un día determinó presentarse al dueño de los tesoros de la Iglesia,
a Su Santidad Pío IX, que le dispensaba especial cariño. Empezó su-
plicándole la concesión de indulgencias particulares para algunos de
sus más generosos bienhechores. Recuerdo muy bien todos los pasos
que en este sentido dio durante nuestro primer viaje a Roma, en 1858.
Y de vuelta a Turín, ¡qué alegría tuvo al comunicar a aquellos buenos
amigos las indulgencias alcanzadas!
Algo más tarde, hacia 1875, ante el maravilloso crecimiento de su
obra, pensó Don Bosco en agrupar a todos sus bienhechores en una
amplia asociación con el deseo de favorecerles con gracias especiales.
Y fue así como concibió la organización de la Pía Unión de Coopera-
dores Salesianos, cuyo reglamento compuso él mismo.
Al presentar al Papa esta forma anticipada de Acción Católica, re-
cibió de Pío IX los elogios más halagadores. Su Santidad manifestó in-
mensa satisfacción por aquella iniciativa que le permitiría extender so-
bre los fieles las riquezas de los favores espirituales de la Iglesia.»

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— 303 —
Don Rúa no cesó, por su parte, de aumentar estos fervores
espirituales, solicitando diversas veces de la bondad de León XIII
y de Pío X la concesión de nuevas indulgencias para sus bien-
hechores.
Para recabar su precioso concurso recurría con frecuencia al
argumento de la división del trabajo. ((Los salesianos solos no lo
pueden hacer todo ; ellos aportan su trabajo y su abnegación, a
vosotros toca aportar generosamente el resto, que es el nervio de
toda guerra, hasta el de la guerra contra el infierno.»
«Nosotros somos los brazos, decía un día en Verona, y vosotros sois
los que los aguantáis.»
«¿Cómo hacer, decía en otra ocasión, para encontrar los medios con
que abrir y sostener tantas obras de caridad? Pongámonos de acuerdo
y baga cada uno su parte. Los Salesianos e Hijas de María Auxiliadora
ponen a la disposición de Dios y del prójimo su buena voluntad, su sa-
lud y su vida. Vosotros habéis de hacer lo que hacen los padres y ma-
dres de familia cuando parten sus hijos para la guerra, habéis de rogar
a Dios para que les guarde de todo peligro, les conceda la victoria contra
sus enemigos, y, conocedores de sus inmensas necesidades, les habéis
de ayudar también materialmente, enviándoles socorros oportunamente...
)>Imposible describir las necesidades de nuestros misioneros, se la-
mentaba en su carta circular a los cooperadores en enero de 1893.
Nuestros misioneros jamás retroceden ante el sacrificio de su comodi-
dad y de su propia vida. Pero si no tienen los medios pecuniarios ne-
cesarios para asegurar el servicio de Dios y cubrir sus gastos, la mar-
cha evangélica se parará. En un instante se perdería el fruto de sus
grandes sacrificios. ¡Podéis imaginar con qué pena!»
Al solicitar esta ayuda económica, Don Rúa comunicaba a
sus bienhechores la finalidad a que se destinaba. Su primera pre-
ocupación era la de suscitar, formar, mantener y aumentar la
mano de obra apostólica imprescindible para tantas empresas,
adiestrar tropas de refuerzo y relevo. En segundo lugar, se cui-
daba de que estos apóstoles de la salvación tuviesen locales e ins-
trumentos capaces para facilitar su tarea.
«Así como sin obreros es imposible cultivar la más mínima parcela
de terreno, así como es imposible hacer la guerra sin un ejército adies-

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— 304 —
trado, así tampoco podremos nosotros sostener nuestras obras ni fundar
otras nuevas si no conseguimos formar sacerdotes, catequistas y jefes
de taller. La obra más importante que nuestros cooperadores no deben
dejar de lado es, por consiguiente, la formación de personal compe-
tente. Esta formación cuesta un ojo de la cara, porque nos obliga a
mantener, durante años y años, en el estudio o en el taller, a los jóve-
nes deseosos de unirse a nosotros.
Hay que suministrarles libros y utensilios. Hay que pensar, además,
en alimentarles y vestirles. Una buena parte de vuestra limosna va a
parar al sostenimiento de estos viveros de obreros de la redención.»
«¿Quién fue Don Bosco?, preguntaba un día en una iglesia de Can-
iies. Fue un sacerdote lleno de caridad. ¿Y qué son sus obras? Son una
prueba palmaria de la Providencia. ¿Qué son los Cooperadores Salesia-
iios? Los ángeles de la Providencia. ¿En dónde está su campo de ac-
ción? En los Oratorios, los internados, las misiones. Así, pues, ayudad-
nos a levantarlos y a que prosperen.»
*#*
Para mejor encender en las almas la llama de la caridad, pro-
curaba Don Rúa elevar a un plano superior el egoísmo humano.
Con la palabra y la pluma se empeñaba en convencer a sus ami-
gos de que con la limosna lo ganaban todo, empezando por el
cielo. Sacrificando los bienes terrenos, dando lo superfluo en fa-
vor de los abandonados, aseguraban su eterna salvación. ¿Se
podría dudar ni un instante?
Por eso escribía en cierta ocasión a los Cooperadores Sale-
sianos:
«Don Bosco, antes de morir, manifestó el deseo de redactar un fo-
lleto útilísimo que quería titular: Los pobres, puerta del cielo para
los ricos. Las páginas de este librito hubieran estado llenas de máximas
sacadas de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres; de ejemplos de
la vida de los Santos, de relatos de conversiones ejemplares en el úl-
timo momento y de muertes envidiables de cristianos generosos. Hu-
biera sido un libro tan interesante como todos los demás salidos de su
pluma. Por desgracia se lo impidió su ya precaria salud.
Pero aunque no tengamos su librito, conocemos su pensamiento,
que es el que hoy me anima a empujaros hacia las obras de caridad.
¿Quién de entre vosotros no desea su eterna salvación?, ;,quién no

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— 305 —
sueña con oir un día, de labios de su Juez, sentencia favorable?, ¿quién
es el que no quiere ver abiertas las puertas del cielo al salir de este
mundo? Pues bien, esta suerte está en vuestras manos si hacéis limosna
y practicáis la caridad. Jesucristo no engaña. Y El nos ha dicho : "Ve-
nid, benditos de mi Padre, entrad en posesión del reino eterno, por-
que me habéis socorrido en la persona de mis discípulos".»
«Mis queridos amigos — decía en otra ocasión — , millares de pobres
muchachos imploran vuestra ayuda por mis labios. Unos son huérfa-
nos y otros desgraciados. Con vuestra limosna obtendréis el perdón de
vuestros pecados y se os abrirán las puertas del cielo.»
«El Señor — afirmaba otra vez — pagará vuestra caridad en la otra
vida con la eterna bienaventuranza : Date et dabitur vobis. Mensuram
bonam et confertam et coagitatam et superfluentem dabunt in sinum
vestrum; vuestra herencia será una medida generosa, llena, desbordan-
te... ¿Quién es el que os lo promete? Dios mismo, siempre fiel a sus
promesas. Dios todopoderoso, que cuenta con todos los medios para
cumplirlas.»
Pero Don Rúa sabía que, para ciertos corazones, sumidos en
el goce y posesión de las riquezas, resultan inútiles cuantas razo-
nes de un orden sobrenatural se les presenten. Por eso no deja-
ba nunca de poner ante su auditorio la importancia de ciertos in-
tereses humanos, mostrando cómo, también en este mundo, toda
limosna lleva su recompensa y cómo también, no haciéndola, se
corren graves peligros. Decía un día:
«El Señor, que no deja sin recompensa ni un vaso de agua dado en
su nombre, paga con generosidad vuestra caridad. La recompensará en
esta vida con su divina gracia, la paz en vuestras casas, la prosperidad
en vuestros negocios, el éxito en la educación de vuestros hijos, la sa-
lud, una larga vida.»
«El año pasado, decía a otro auditorio, han quebrado muchos ban-
cos. Los que tenían depositado en ellos su capital, empobrecieron de
la noche a la mañana. Su ruina trae a mi recuerdo la recomendación
que Don Bosco hacía a menudo a sus amigos, sobre todo a los que no
tenían herederos forzosos : "Colocad vuestro capital, les decía, en un
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vela; la fe y humildad que exhalaba su persona y la sonrisa
compendio de su austeridad, su bondad, su candor infantil y una
especie de llama interior que esparcía calor sobre todas las par-
tes del discurso.
Y si repentinamente el nombre de su padre, de su maestro,
salpicaba alguna de sus frases, lanzábase inmediatamente en
aquella dirección y empezaba a explicar la misión providencial
del santo que había formado su alma, su pasión por la juventud,
las dificultades iniciales de su obra, toda la hermosa historia de
amor divino vivida en su compañía, y seguía hablando sin can-
sarse hasta agotar el tema. Subíale el alma a los labios, palpita-
ba el corazón al compás de las palabras y conquistaba a su au-
ditorio.
El final de su vida fue todo un himno de ardiente caridad,
un himno triunfal de elocuencia sin formas retóricas, de esa elo-
cuencia que habla directamente al alma y hace brotar en los más
puros corazones una fuente desbordante de bondad que cae a to-
rrentes sobre las miserias del mundo.

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CAPÍTULO XXXIX
A VECES QUISO
Hablaba un día Don Bosco con los suyos y se le escaparon
estas palabras, que dicen mucho de la gran virtud y poder de su
discípulo: <(Si Don Rúa quisiera, haría milagros».
Pero Don Rúa quiso muy pocas veces. Impedíaselo su pro-
pia humildad. Tal vez le espantaba tan extraño poder.
Sin embargo, a veces, atrepellando el orden natural de las
cosas, arrancó prodigios al Cielo con su plegaria.
Mas aún entonces ponía con habilidad una barrera protectora
entre el milagro y la admiración de las gentes.
A veces hizo el milagro a gran distancia ; rezaba en la so-
ledad de su celda por enfermos que le suplicaban oraciones des-
de muy lejos, y éstos se curaban.
Otras, lo realizaba en el recoleto de una habitación, lejos de
todo público.
Cuando de ningún modo podía evitar la presencia de las gen-
tes, ya se cuidaba él mismo de atribuir a María Auxiliadora y
a su gran siervo Don Bosco los prodigios que salían de sus ma-
nos. El no hacía nada, absolutamente nada ; no era más que un
soplo suplicante de la poderosa intercesión de lo Alto en favor
de la miseria humana.
Pero su fama de santidad corría, a pesar de sus precauciones.
Por donde iba, por cuantas naciones atravesaba, acudían a él,
como antes habían acudido a Don Bosco, igual que se va tras de
los santos para rogar su mediación ante el Señor y apartarse de
su lado curados o iluminados.

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— 310 —
Al igual que a su Padre, le sucedió muchas veces leer el por-
venir de sus interlocutores como en un libro abierto.
Sor Clara Liprandi, Hija de María Auxiliadora, llevó un día
al Siervo de Dios junto a la cabecera de su madre, de sesenta años
de edad, víctima de un ataque apoplético. No había esperanzas
de curación. Los médicos aseguraban su muerte para dentro de
unas semanas, o tal vez días. La arterioesclerosis deshacía a la
pobre enferma.
Imagínese la alegría y la sorpresa de la religiosa al oir a Don
Rúa:
—Animo, valor ; usted saldrá de ésta. La Santísima Virgen
todavía no ha preparado su lugar en el Cielo. Usted se tiene que
morir tres años después de mí.
Y así sucedió. La anciana falleció el 1913, a los tres años jus-
tos de la muerte de su bienhechor.
El Padre Fassio, uno de los secretarios, que antes había sido
misionero en América, le preguntó un día, a título de cierta cu-
riosidad que velaba sus ganas de volver a las misiones, cuántos
años estaría todavía a su servicio. Don Rúa se recogió un instan-
te y respondió:
—No sueñes más en América ; no volverás más. Todavía es-
tarás conmigo en Turín, siete años.
Esto era el 1903. Don Rúa moría el 6 de abril de 1910.
El 17 de septiembre de 1892, fiesta de los Siete Dolores de
la Virgen, fue la señorita Clerici, en compañía de una prima re-
ligiosa de las Hijas de María Auxiliadora, a Valsalice para vi-
sitar la tumba de Don Bosco.
Al atravesar el patio del Colegio se encontraron con Don Rúa,
a quien le presentó la religiosa.
Don Rúa la entregó una medallita prediciéndola su porvenir
de este modo:
—Hija mía, usted se hará religiosa, irá al extranjero y hará
mucho bien.

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Contaba la señorita el suceso, añadía:
—¿Yo religiosa? Me parece que esta profecía no se cumpli-
rá. Quiero demasiado a mis padres para separarme de su lado.
Sin embargo se separó. Catorce años más tarde entró en el
Noviciado de las Hijas de María Auxiliadora y el día 6 de enero
de 1907, al siguiente de su profesión, partía para Albania, eií
donde trabajó ardorosamente en favor de la juventud durante
diez años.
Otra vez, durante la primavera de 1899, de paso por Marse-
lla, le llevaron a la cabecera de una religiosa belga, Sor Victori-
na, atacada hacía varios meses de artritismo, paralizada en todos
sus miembros. Pidiéronle bendijera a la enferma y él lo hizo con
gran devoción, añadiendo:
—Hay que resignarse a la voluntad de Dios.
Y durante más de treinta años se resignó aquella humilde
Hija de María Auxiliadora a permanecer clavada sobre su lecho
de paralítica, en la Casa Madre de la Congregación, en Nizza
Monferrato.
A fines de enero de 1892 estaba Don Rúa en Sicilia para re-
solver la apertura de una nueva Casa Salesiana en Marsala. El
profesor Gambini, compositor de una cantanta que se interpretó
en honor del Siervo de Dios, asistía a la conferencia que dio a
los cooperadores de la ciudad.
Al fin de la misma se presentó a Don Rúa con sus dos hijos.
—¿Cómo os llamáis, hijos míos?—les preguntó.
—Miguel y Luis.
—¡ Qué coincidencia ! También yo tuve un hermano que se
llamaba Luis, y yo me llamo Miguel. Nosotros nos quedamos sin
padre muy pronto...
Y después de un rato de silencio añadió:
f Queréis venir conmigo al nuevo orfanato ? Os querré como
un padre.
¡ Qué proposición más extraña !, pensó el padre cortando la
conversación y despidiéndose de Don Rúa.

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El siervo de Dios estrechó afectuosamente su mano y le dijo
por toda despedida:
—¡ Hasta la vista, hasta vernos en el Paraíso !
Los testigos de la escena repetían entre sí: ((Triste pronós-
tico el de Don Rúa ante esos dos muchachitos...»
El pronóstico se confirmaba a poco con un trágico suceso.
Aquel excelente profesor que parecía desbordante de salud,
cayó atacado de meningitis unos días más tarde y entregó su alma
a Dios, dejando huérfanos a sus hijos Miguel y Luis...
Se encontraba Don Rúa en Lieja en julio de 1894, con motivo
de la consagración de la iglesia de San Francisco de Sales, cons-
truida gracias a la generosidad de los cooperadores de la región.
Entre la Comunidad de Hijas de María Auxiliadora, vecina al
Instituto Salesiano, había dos monjitas llamadas Rossini, pero que
no eran parientes entre sí. Una de ellas, Sor Victoria, estaba gra-
vemente enferma de los pulmones ; la otra, Sor Cesarina, rebosa-
ba salud.
Don Rúa recibió una a una a todas las religiosas, para darles
algún buen consejo.
Cuando llegó Sor Cesarina, se preocupó detalladamente sobre
su salud:
—Usted ¿no está bien, verdad? Animo, hermana, ánimo.
—Padre, yo creo que se equivoca—replicó la hermana—, tal
vez me confunde; la que está enferma es Sor Victoria, la que es-
pera para entrar ; está muy malita la pobre...
Pero Don Rúa seguía repitiendo:
—Ea, ánimo, valor ; ¡ siempre conforme con la voluntad de
Dios !
Al terminar la audiencia, Sor Cesarina fue a contar a la Supe-
riora la equivocación de Don Rúa. Pero después, reflexionando,
pensó si no sería ella la equivocada y que Don Rúa la avisaba de
un mal próximo.
En efecto, unos días más tarde, se resfrió y empeoró hasta atra-
par una tuberculosis galopante. Volvía Don Rúa a Turín y ella
ya había comparecido ante el Tribunal de Dios.

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313
Sor Victoria, que parecía estaba a las puertas de la muerte, vi-
vió todavía cinco años.
Las Hermanitas del Refugio de Santa Filomena, próximo a la
Casa Madre de Turín, del que fue capellán Don Bosco en los co-
mienzos de su carrera sacerdotal, se presentaron ante Don Rúa con
una jovencita. No sabían qué hacer con ella, era un diablillo. Se
rebelaba contra toda disciplina, era mala con sus compañeras,
irrespetuosa con sus maestras y sostenía un lenguaje y ciertas acti-
tudes casi escandalosas. La Superiora, descorazonada, antes^ de
tomar una decisión extrema, recurría a Don Rúa, en demanda de
su bendición.
Don Rúa recibió sonriente a la niña. Se mostró bueno, dulce
y paternal con ella. Le entregó una medalla de María Auxiliadora,
cuando la tuvo de rodillas a sus pies, la dijo:
—Hija mía, te bendigo de todo corazón para que seas buena,
santa y hasta para que te hagas religiosa.
Su triple predilección se realizó.
La muchacha cambió a ojos vistas, con gran extrañeza de sus
maestras, que advertían la energía y constancia de sus esfuerzos.
Terminó por corregirse de todos los defectos que se le reprocha-
ban, y tomó el velo de las Hermanas de la Inmaculada Concep-
ción en Ivrea.
Don Rúa leía el porvenir y penetraba en el fondo de las almas.
He aquí otros dos ejemplos:
Habiendo ido un día a celebrar la Santa Misa en el Instituto
de las Hijas de María Auxiliadora de Nizza, hubo una alumna que
se abstuvo de comulgar.
Al salir Don Rúa de la capilla, después de su acción de gra-
cias, se tropezó con la joven. Quiso ésta huir su mirada y con-
versación, pero él la llamó, la miró profundamente y la dijo,
muy bajo:
—¿ No has comulgado porque tu última confesión no fue bue-
na, verdad? ¡ Arregla eso pronto !

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— 314 —
Otra vez se presentó ante él una señora reclamando sus ora-
ciones para obtener una gracia muy importante.
— Con mucho gusto — respondió Don Rúa — . La tendré pre-
sente ante el Señor. Pero recuerde que para que El oiga mis súpli-
cas, antes... hay que allanar las montañas y terraplenar los valles.
La buena señora comprendió. Su conciencia no estaba del todo
limpia. Más de un reptil se escondía bajo la hierba. Empezd por
una limpieza a fondo de su alma.
Romper el velo del porvenir, descubrir el secreto de las con-
ciencias, manifestar a un alma con toda claridad la voluntad de
Dios, son todas señales de lo divino. Sólo Dios puede saber lo que
sucede en el mundo. Si el ojo humano llega a penetrar este do-
ble misterio, es porque Dios le presta su mirada durante unos ins-
tantes. No se equivoca la voz popular cuando llama milagrosas
ciertas revelaciones repentinas.
Sin embargo, cautiva más la atención de las multitudes una
curación instantánea. Y se concibe. Esta clase de hechos mara-
villosos, como el leer en las conciencias, exige una total comuni-
cación entre las dos personas, y la predicción de hechos es algo
que queda inacabado por el momento. El milagro profético tie-
ne dos partes : ¿ y quién le asegura a uno vida hasta que llegue
la segunda?
Por el contrario, una curación es algo inmediato y público.
Un cuerpo enfermo ; se acerca un santo, hace oración, da una
bendición, da una orden y la enfermedad huye como por arte
de encantamiento...
Es lógico que tales sucesos gocen de más favor entre la gen-
te sencilla que los contempla, aunque no sean más milagrosos
que los otros.
Nuestro Señor permitió también esta aureola de gloria, con
hechos de esta índole, para la cabeza de Don Rúa.
El profesor M. de Magistris, que lo había sido de Literatura

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— 315 —
en el colegio de Alassio, cayó herido de apoplejía el 1892, cuan-
do apenas contaba cuarenta y dos años. Los médicos que le vi-
sitaron dieron pocas esperanzas de éxito. Llamaron a Don Rúa.
Cuando éste llegó estaba el enfermo agonizando en pleno es-
tado comatoso.
Don Rúa se recogió profundamente, rezó con todo fervor jun-
to al buen cooperador salesiano y después, volviéndose hacia los
familiares, dijo con un tono que infundía confianza a todos:
—No temáis. No se morirá. Tened la misma confianza que
yo tengo.
Y volviéndose al enfermo, cuyo pleno conocimiento advertía
bajo la rigidez cadavérica, murmuró, poniendo las manos sobre
su ardorosa cabeza:
—Estáte tranquilo, mi querido José, curarás, y aún vendrás
a sentarte a mi mesa.
Esto sucedía el 29 de mayo de 1892. Treinta y ocho años más
tarde nos lo contaba todavía el profesor De Magistris.
Dos años antes hubo otra curación singular.
Había en Saint Cyr, cerca de Tolón, un tal Juan Rondín, a
quien Don Bosco había curado milagrosamente de gastritis pri-
mero y de taquicardia después. Posteriormente había quedado to-
talmente sordo. Acudió a la conferencia que Don Rúa dio en la
iglesia parroquial, pero el desventurado no pescó ni una palabra.
—Bueno, pensó, cuando termine el Oficio me acercaré a él
y me curará como Don Bosco.
Pero le asediaron en forma tal a la salida del templo que el
pobre hombre no hallaba modo para acercarse a su médico. En-
tonces se dirigó al orfanato de niñas, a donde debía ir Don Rúa.
Apenas le vio se echó a sus pies. Y sin dar tiempo a Don Rúa
ni para preguntarle qué deseaba, comenzó a gritar como acostum-
bran los sordos:
—No oigo ni palabra. Pero déme su bendición y sanaré.
Don Rúa le preguntó:
—Si usted cura, ¿me promete que se hará cooperador sale-
siano ?

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— 316 —
—Es sordo, no oye nada—dijeron los circunstantes.
Pero con gran estupefacción de todos le oyeron replicar:
—<j Cooperador salesiano ? ¿ Qué es eso ?
Este hecho aparece en las Actas de la Causa de Don Rúa,
depuesto bajo juramento por uno de los testigos, que lo oyó de
labios de Sor Alejandrina, Superiora del Orfanato.
En junio de 1889, a principios de su rectorado, fue al Cole-
gio Salesiano de Borgo San Martino, para celebrar la fiesta de
San Luis Gonzaga. En la estación le esperaron con la banda de
música y Je acompañaron hasta el colegio al marcial compás de
un pasodoble.
Poco antes de llegar a la puerta cesó la música, porque esta-
ba moribunda una de las religiosas de servicio de la comunidad.
Enferma de tifus, complicada con broconeumonía y con un ata-
que nefrítico. Tenía temperaturas altísimas, frecuentes delirios y
se debilitaba rápidamente. No había esperanza alguna.
Después de cenar, Don Rúa fue a la cocina para saludar a las
Hermanas y al observar su tristeza, se emocionó. La Superiora
manifestóle su pena por perder una de las Hermanas y le pidió
le tomara los votos perpetuos en su lecho de muerte.
El Siervo de Dios se recogió unos instantes y les dijo en tono
de plena seguridad:
—No lloréis ; la Hermana no morirá. Tiene mucho bien que
hacer todavía en la tierra. No tengo tiempo de ir a verla, pero de-
cidla que esté tranquila. Mañana pasaré. Esta noche, a las nue-
ve, le daré la bendición de María Auxiliadora desde mi habi-
tación.
Al salir de la cocina, Don Rúa, asistió a las oraciones de la
noche con los alumnos, a los que recomendó rezaran, antes de
acostarse, tres avemarias en favor de la religiosa enferma.
Sor Filomena, que no podía dormir desde hacía quince días,
cayó en un profundo sueño a las diez ; y cuando, a la mañana
siguiente pasó el médico y preguntó a qué hora había muerto la
Hermana, le respondienron que todavía vivía y que parecía
mejorar.

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317
En efecto, el médico encontró que no tenía más que una gran
debilidad que debía combatir con presteza.
Vivió veinticinco años más y falleció siendo directora de un
hospitalillo salesiano en Damasco (Siria).
Al año siguiente, confirmóse su poder ante el Señor y la se-
guridad de sus predicciones con un caso idéntico, sucedido en la
Casa Madre de las Hijas de María Auxiliadora.
Sor María Sorbone, religiosa salesiana, se iba apagando po-
quito a poco, víctima de cáncer en el estómago. Hacía más de
cuarenta días que no tomaba nada, cuando Don Rúa, que había
ido para presidir el Capítulo General de las religiosas, pasó a
visitarla.
—Bese la reliquia de Don Bosco que llevaba al cuello—le
dijo—, y pídale la curación.
A continuación la bendijo y la hizo pronunciar sus votos per-
petuos.
Púsole sobre la cabeza la tradicional corona de flores y dijo:
—Deseamos que viva tantos años como rosas hay en esta co-
rona. En efecto, usted debería morir ahora, pero Don Bosco ne-
cesita milagros... Usted vivirá, sanará, pero no del todo, porque
siempre tendrá algún mal que la atormente. A pesar de ello hará
mucho bien.
Y bendijo por tercera vez a la religiosa antes de salir de la
habitación.
Aún no había bajado la escalera y ya Sor María pedía de
comer.
Creyeron que deliraba ; pero como insistiera en sus deseos,
la llevaron alimentos ligeros.
Antes de la puesta del sol tuvieron que darla de comer siete
veces.
A la mañana siguiente se quedó pasmado el médico al ver
que la enferma que creía había de encontrar muerta, salió a re-
cibirle gritando que estaba sana.
Se restableció en seguida, pero cada año hubo de soportar al-

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— 318 —
guna prueba. La profecía de Don Rúa se cumplía al pie de la
letra.
Sor María un día tuvo miedo... Había contado las rosas de
la corona, por lo que un día pensó con ansiedad: «es la última
que deshojo, es el último año de mi vida...»
Don Rúa adivinó su angustia. Y tomándola un aparte le dijo:
—Prométeme trabajar por la gloria de Dios y la salvación de
las almas, y le diré a Don Bosco que doble, que multiplique el
número de sus años.
Hace cuarenta y tres años que esta religiosa se levantó cura-
da ; ha pasado con mucho el número de rosas de la corona y con-
tinúa yendo y viniendo entregada a la salvación de la juventud,
justificando con su existencia el nombre con que Don Rúa la bau-
tizó: Sor Milagro.
Cierto día, durante el verano de 1905, supo que el Conde
Cays, hijo del Padre Cays de Giletta, su compañero de viaje a
París en 1878, que como se sabe se había hecho salesiano al en-
viudar, acababa de caer gravemente enfermo. Una terrible ne-
fritis le ponía a dos pasos de la muerte.
Creyó que el aire de la montaña le iría bien y se trasladó al
castillo de sus padres en Casalette, cerca de Turín, en los pri-
meros contrafuertes de los Alpes. Pero el mal seguía y hasta se
agravó. Su señora pensó en Don Rúa y le rogó intercediese por
la salud amenazada del conde.
Al día siguiente de escribir la carta al Siervo de Dios, llegó
a Casalette el Barón Garofoli, pariente del enfermo, y dijo ape-
nas le vio:
—Acabo de dejar a Don Rúa con quien he viajado de Ales-
sandria a Turín. Te traigo su bendición y algo más. Es una no-
ticia que te alegrará ; me ha encargado te diga que estés tranqui-
lo, porque tu curación es segura.
No era, en efecto, mal recado. El buen amigo de Don Rúa
fue rehaciéndose lentamente, y alcanzó perfecta salud gracias a
las oraciones del hombre de Dios.

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Contaremos un hecho más de la interminable serie.
Visitando en Giaveno, a treinta kilómetros de Turín, una ins-
titución naciente de religiosas, le rogaron bendijera a una para-
lítica que yacía en cama hacía varios años.
Aceptó y subió a la habitación de la enferma.
Apenas pasó la puerta advirtió que cerraban con llave. Aque-
llo era una emboscada. La enferma lo confesó ingenuamente.
—Padre—le dijo—, usted no sale de esta habitación sin mí.
Tiene que curarme.
Seguramente encontraría Don Rúa que no era un proceder
muy elegante, pero admiró la fe inspiradora de tanta audacia.
Se recogió, rezó y... salió de la habitación con la anciana pa-
ralítica, que había recobrado el uso de todos sus miembros.
Aún vivió muchos años, bendiciendo al Cielo por haberle
inspirado aquella ocurrencia, gracias a la cual recuperó el mo-
vimiento.
El suceso siguiente no lo trae Auffray, pero nos parece importante.
Lo cuenta el P. Fierro, testigo ocular.
Visitaba Don Rúa el Colegio de Este, de las Hijas de María
Auxiliadora. Apenas llegado bajó corriendo la Hermana sacris-
tana y le decía: «Padre, ¡le maledica, le maledica!» «Padre,
j maldígalas, maldígalas
—Pero, hija mía, ¿a quién? Si los sacerdotes estamos para
bendecir, no para maldecir a nadie.
¡Le formiche!, ¡le formiche! ¡Las hormigas!, ¡las hor-
migas !
Efectivamente, en la casa había una invasión de hormigas.
Pronto llegó la Directora y aclaró:
—Lo invaden todo, y parece que se han aposentado en la sa-
cristía y la iglesia, y cuantos más insecticidas se echan, parece
que ellas se multiplican más.
—Bueno—dijo Don Rúa—, la Iglesia tiene sus exorcismos.
¿Tenéis fe en las oraciones de la Iglesia?
—Padre, ¡ sí!
—Entonces preparad roquete, estola, ritual, agua bendita.

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— 320 —
Pero no olvidéis que también las hormigas son criaturas de Dios
y tienen derecho a vivir. Si se marchan de la casa habrá que bus-
carles un sitio en otra parte y proporcionarles alimento.
—Allá en un rincón de la huerta, y les echaremos los desper-
dicios.
Así se convino.
Con la expectación que es de imaginar, fueron todas las Her-
manas y alumnas a la capilla. Don Rúa se vistió y rezó los exor-
cismos.
Todo fue acabarlos y empezar las hormigas a marcharse en
larga fila hacia la huerta y el sitio que les habían destinado.
Naturalmente, la admiración fue grande, sobre todo en las
niñas, que empezaron a murmurar: ¡Milagro!, ¡milagro!
El Siervo de Dios replicó:
—Sí, milagro. El milagro de vuestra fe, el milagro de la ora-
ción de la Iglesia. ¿No dijo Nuestro Señor que si tuviéramos fe,
aunque fuera tan pequeñita como grano de mostaza, diríamos al
monte: ¡ quítate de ahí y échate en el mar ! y el monte se quita-
ría? Pues cuánto más las hormigas...
Pero las hormigas os han dado una gran lección de obedien-
cia. Ya las habéis visto, calladitas, calladitas, sin quejarse ni re-
funfuñar se han marchado a donde se les ha mandado.
La madre Clelia Genghini, luego Secretaria del Capítulo Ge-
neralicio, que presenció el hecho, solía narrarlo con muchos de-
talles.
*#*
Queda patente cómo en diversas ocasiones Don Rúa consin-
tió en hacer milagros que, según decía su Padre, podían alcan-
zar sus oraciones.
Pero no abusó de este privilegio. Y cuando lo empleó, tomó
las mil precauciones para desconcertar el fervor de las multitu-
des ; temía que la fama de taumaturgo detuviera su marcha hacia
el cielo o perjudicara la gloria de su Padre.
Hasta en el empleo de este misterioso poder pensaba en Don

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Bosco. Si los intereses superiores de las almas exigían que inter-
viniese y emplease su poder de intercesión, lo hacía con una dis-
creción que le clasificaba en la familia de los taumaturgos, pero
lejos, muy lejos de Don Bosco...
Por fortuna, las turbas no se dejaban influenciar por sus sen-
timientos de humildad y, aún en vida, corrían a él como a una
fuente de luz y de energía. Sabían que Elias, al abandonar la tie-
rra había dejado a su sucesor, en los pliegues de su manto, entre
otras virtudes, la de penetrar hasta el fondo de los corazones, la
de descorrer los velos del porvenir y la de devolver la salud a ios
enfermos.
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21

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CAPÍTULO XL
EL H O M B R E Y EL S A N T O
Si el contraste moral entre Don Bosco y Don Rúa saltaba a
la vista, el físico era todavía mayor.
El rostro, la sonrisa, la actitud del uno eran la paternidad per-
sonificada ; en el otro, todo era una dulce gravedad, actividad or-
denada con su punta de austeridad.
Cuando andaban por el patio entre los chicos, aquél era ale-
gre, expansivo, comunicativo ; éste, resultaba tan afable como el
Padre, pero era más reservado, más concentrado.
Para pintar a Don Bosco bastaría evocar los rasgos del Buen
Pastor con que los artistas primitivos le pintaron, al fresco, sobre
los muros de las Catacumbas, atrayendo las ovejas a sí y ellas si-
guiéndole. Don Rúa tenía que ir él en su busca o, por lo menos,
dar los primeros pasos. Cuando las había juntado, ya no se apar-
taban de su lado, prisioneras de un cierto encanto misterioso ;
pero tenía que lograr juntarlas.
Resumiendo, aparecía el uno y los corazones volaban hacia
él ; el otro, daba cierto miedo al principio. Había que acercarse
a él y entonces, sí, también él ataba, pero de otro modo.
Todos los retratos que de él tenemos, después de sus treinta
años, confirman esta primera impresión de su persona. Los años
fueron marcando, cada vez con más fuerza, los distintos rasgos
de su rostro, pero permanecía lo característico: su ancha frente,
alta y despejada, los pómulos salientes, ojos hundidos en las ór-
bitas, con un cerco rojo, a partir de los sesenta años, boca bastan-
te grande, labios muy finos, cuya delicada comisura, unida a la
fuerza de su mirada, revelaban una fuerza de voluntad poco co-

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— 324 —
mún y un extraño contraste entre la parte alta de la cabeza, gran-
de y severa de pensador, y la inferior, dulce, fina, casi graciosa.
Nada vulgar en su conjunto: toda una personalidad.
La altura de su cuello completaba la de su persona. No era
alto, pero lo parecía por su delgadez. Se advertía sus huesos
bajo la pobre tela de su sotana, particularmente cuando paseaba
en su favorita actitud: cabeza un tanto inclinada hacia adelante,
hombros levantados y brazos ante el pecho, con la palma de una
mano apoyada sobre el dorso de la otra.
Bajo esta envoltura tan pobre de carnes, se escondía un alma
maravillosa.
Era hombre de inteligencia superior. Sin ser un espíritu ori*
ginal, ni hombre de fórmulas nuevas o que marchara fuera de ca-
minos trillados, gozaba de espíritu penetrante. Entendía las co-
sas en seguida. Siempre fue el primero entre los de su clase, con
el mismo éxito en las diferentes materias. Su cultura general era
amplia y sólida, acrecida después con la lectura, los escritos, la
reflexión y el trato de los hombres.
Uno de sus íntimos decía: ((Con los años envejece todo en él,
menos su cerebro, tan fresco a los setenta años como a los
treinta».
Tenía cierta agudeza de la que daba frecuentes pruebas,
particularmente cuando quería dejar caer algún consejo o cubrir
su humildad.
Así, un día le preguntó a un Hermano coadjutor, empeder-
nido fumador, a quien quería corregir de su costumbre:
—¿Es verdad que se fuma en el Oratorio?
—No sé nada, Don Rúa.
—Veo que yo estoy mejor informado ; te aseguro que en cier-
tos lugares se fuma. Debieras ocuparte de impedir este desorden.
—¿ Pero cómo ?
—¡ Oh !, es muy sencillo. Tú les dices, por ejemplo: Ya sa-
béis que el olor del tabaco me produce náuseas, espero me evita-
réis esta molestia no fumando. Y los muchachos, que tienen muy
buen corazón, verás cómo te ahorrarán esa molestia.

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— 325 —
Durante una fiesta estuvo encargado de vigilar el servicio del
banquete, a la puerta del comedor.
Inclinado sobre la barandilla de la escalera vio cómo uno de
los improvisados camareros tomaba una ciruela y se la comía
apresuradamente. Se ve le supo a cielo, porque metía a continua-
ción la mano en la compota para sacar otra, cuando de lo alto de
la escalera se oyeron tres sílabas que paralizaron sus dedos: «¡ Y
van dos
Era la voz de Don Rúa, testigo de su golosinear.
—«Tu casa está muy pobre—decía un día al Padre Binelli,
maestro de novicios en Francia—, vamos a tener que hacer algo
por ella.»
—No, no, Don Rúa, por favor. Al contrario, le voy a dar
algo para nuestras obras.
—No, no, déjame en paz ; déjame hacer, que no me arruina-
ré. Toma estos tres billetes de cien francos; es poco, pero...
—Don Rúa, usted me confunde, no sé cómo agradecérselo...
—No me lo agradezcas. Son tuyos. Los encontré en el cajón
de la mesa de la habitación en donde he dormido. Más cuidado,
querido Don Binelli, menos distracciones...
Otra vez le preguntaba al P. Versiglia, más tarde Obispo y
mártir de la fe y la pureza, en China.
—¿Nunca ha hecho usted milagros, Don Rúa?
—Sí, pero no me gusta contarlos.
—Cuénteme uno, al menos.
—Pues bien, escucha ; pero ¿no se lo contarás a nadie, eh?
—Conforme.
—Hace poco todavía, me llamaron para que fuera a dar la
bendición de María Auxiliadora a una señora anciana, paralítica
incurable... Cedí a las instancias de la familia que esperaba su
curación. Le di la bendición y...
—¿Y se levantó curada?
—No, murió un cuarto de hora después.
Esta su preciosa inteligencia estaba ayudada por su prodigiosa
memoria. A todos dejaba admirados. Cualquier idea, fecha,

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— 328 —
Hubiera sido difícil encontrar una vida más ordenada y regla-
mentada que la suya. Hasta durante su última enfermedad se
impuso un reglamento para sus últimos días.
Sabía a dónde iba, y marchaba siempre por el camino más
seguro, sin desviarse jamás ; a paso lento a veces, mas sin perder
la dirección.
Era de una voluntad tranquila, de esas que se empeñan en
vencer un obstáculo y terminan con el triunfo.
Una voluntad iluminada y perseverante que acabó por hacer
de él un hombre incomparable. No importa que su imaginación
no anduviera sobrada de originalidad. ¿Acaso la necesitaba?
Conocía muy bien el plan de combate: Por centésima vez
Don Bosco se lo había indicado antes de morir y con él tenía su-
ficiente. Marchaba derecho al objetivo y sus tropas le seguían.
Era un jefe de valer sin cuento por las cualidades de espíritu cla-
ro y seguro y de carácter.
Jamás anidó en su alma el desaliento, en su larga vida de
casi tres cuartos de siglo. Algunas pruebas atormentaron su alma
e inundaron su corazón de tristeza ; pero su voluntad siempre
tranquila y decidida no abandonó nunca una obra emprendida.
Se acordaba en toda ocasión de Don Bosco, el cual nunca se apar-
taba del surco, pese a las más crueles tormentas.
Hay un hecho muy significativo que revela, en su pequenez,
la energía de su alma. Durante los últimos días de su existencia
no era capaz de escribir una palabra, pues temblaba su mano por
la debilidad y la fiebre. Quería, sin embargo, despachar perso-
nalmente el correo. Acudió entonces a poner sobre el dorso de su
mano un trozo de ladrillo o madera para que, comprimiéndola,
redujese en parte las convulsiones de sus nervios.
Don Rúa era un hombre de espíritu equilibrado, de corazón
paterno y voluntad de jefe y organizador. Era una planta vigo-
rosa, cuya savia ascendía impulsada por la gracia de Dios, en

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— 329 —
la que se injertaba y desarrollaba una frondosa santidad de rara
calidad.
Aquel niño de cuatro años que dijo en Roma señalándole con
el dedito: ((Usted es un santo», era el portavoz de las inmensas
muchedumbres que querían acercarse a él para respirar el perfu-
me de sus virtudes cristianas, a pesar de su rostro demacrado, su
mirada penetrante y su austera actitud.
Monseñor Mantegazza, Obispo auxiliar de Milán, solía repe-
tir: ((Tres cosas hay en Turín dignas de veneración: el Santo
Sudario, Nuestra Señora del Consuelo y Don Rúa».
El P. Franco, de la Compañía de Jesús, se preguntaba ya en
1869: ((¿Quién es más santo de los dos? ¿Don Bosco o Don
Rúa?» y respondía a continuación: ((No sabría decirlo)).
Por su parte, Monseñor Bertagna, Obispo auxiliar de Turín,
gran amigo de Don Bosco y teólogo de fama, no dudaba en decir:
((Si para canonizar a Don Bosco faltaran por casualidad pruebas
de la heroicidad de sus virtudes, bastaría decir que ha formado a
Don Rúa».
Su formación se había logrado por la vía de los principios que
siempre animaron la espiritualidad del fundador de los Salesianos.
Hay rasgos característicos que distinguen a sus hijos de los
otros religiosos.
Tiene el salesiano un algo que hace se le conozca en seguida.
Su virtud esencial es el amor y una pasión por el trabajo, como
la tiene el franciscano por la pobreza, el dominico por la predica-
ción de la verdad, el trapense por la penitencia y el jesuíta por la
defensa de la Iglesia.
La virtud del trabajo en la Sociedad Salesiana es una tradi-
ción de familia, es la última voluntad del fundador a la hora de
la muerte, es la única gran penitencia que tiene impuesta, es el
escudo de su virtud.
Don Rúa practicó esta virtud en grado heroico. Fue mártir

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— 332 —
la meditación del día. Y como protestara el enfermero dicién-
dolé que no podía hacer aquel esfuerzo de atención, suplicó:
—Léeme, al menos, el resumen de los dos puntos.
¡ Fiel hasta el ultimísimo momento !
Por nada del mundo retardaba su confesión semanal. Cuen-
ta el Padre Albino Ronchail que, yendo cierta vez de Lila a Ruitz
en compañía de Don Rúa, éste le pidió que le oyera en confe-
sión apenas partió el tren, porque era su día. Allí mismo, en ple-
no vagón de tercera clase, Don Rué se puso de rodillas y el Pa-
dre Ronchail tuvo que confesarle.
El viernes anterior a su muerte, con el exceso de dolores y la
asfixia lenta que avanzaba, se olvidó de la confesión semanal.
Pero al despedirse por la noche de su confesor, el P. Francesia,
le dijo:
—Dame la bendición antes de dejarme.
—Querido Don Rúa—respondió entonces el confesor—, si
quieres, te daré también la absolución.
—Ah, ¿es viernes? Perdóname; si pierdo hasta la noción de
los días por culpa de este corazón que me ahoga sin descanso.
Pero espera un momento que voy a prepararme.
Cuatro días más tarde moría. Fiel hasta la última semana.
Mientras pudo, o sea hasta el mes de noviembre de 1909,
hizo recreo con la comunidad, después de comer. Así lo quería
la Regla ; no quiso argüir que no se lo permitían sus ocupaciones,
su cansancio, sus enfermedades. Había que dar ejemplo y se es-
taba entre sus hijos, paseando bajo los pórticos, rodeado de una
turba de muchachos a quienes contaba bonitas historietas.
Un día comía con la comunidad Monseñor Cagliero, recién
llegado de América ; los comensales creyeron que Don Rúa dis-
pensaría de la lectura de Regla y así, apenas terminados los ver-
sículos del Nuevo Testamento se pusieron a charlar. Pero el buen
Padre, dirigiéndose al Obispo, dijo en seguida: «Estoy seguro,
Monseñor, que le gustará oir la hermosa voz del Padre Rabaglia-
ti. Lee admirablemente» .
Y el Padre Rabagliati no tuvo más remedio que tomar el li-

33.2 Page 322

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— 333 —
bro y dejar oír su hermosa voz. Terminaron las conversaciones
y siguió la lectura.
Como quiera que durante los últimos meses se le viera decaer
de día en día y que no admitía ninguna especialidad, los religio-
sos imaginaron la siguiente estratagema: Encargaron un caldo
más sustancioso para la mesa en donde él se sentaba. Don Rúa
lo tomó durante algunos días, pero después adivinó el engaño.
Entonces, pidió un día un plato de caldo de la sopera general. La
comprobación le demostró que no se había equivocado, con lo
que no apareció más la sopera especial.
Su celo por la Regla llegaba a detalles inimaginables. Des-
pués de la primera crisis de su enfermedad quería que cada ma-
ñana su enfermero, el Hermano Balestra, le despertase a palma-
das y diciendo Benedicamus Domino como quiere la Regla sale-
siana que se haga cada mañana a la hora de levantarse.
Después de las oraciones de la noche, observante como era
Don Rúa del silencio sagrado, que alcanza hasta después de
la misa de comunidad, acostumbraba sorprender, apareciendo sú-
bitamente, a aquellos religiosos distraídos u olvidadizos que se
entretenían charlando por la casa. Cuando menos se le esperaba,
aparecía él y se dispersaban los culpables. A veces se acercaba
a ellos y temiendo que reanudaran la conversación, les invitaba
con toda amabilidad a rezar con él el santo rosario que, fácilmente
alcanzaba, por aquella noche, a las tres partes. Después de pa-
searse con sus víctimas durante una media hora, terminado el ro-
sario les acompañaba hasta la puerta de su habitación y se des-
pedía deseándoles muy buenas noches.
En su cuidado por la Regla llegaba hasta las prescripciones
de la Sagrada Liturgia que él cumplía y hacía cumplir hasta en
las menores exigencias.
Porque vio un día a uno de sus hijos salir al altar sin bonete,
le dio el suyo, y cuando al terminar la misa se lo devolvió, le
dijo: ((No olvides más la rúbrica que dice capite coperto. Al ver
a otro salesiano que salía al altar y llevaba el cáliz muy bajo,
le susurró: Ante pectus, ante pectus\\ a la altura del pecho. Y
otra vez, al acabar una misa solemne que él mismo había canta-

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— 341 —
y hacer lo mismo que él. Así lo proclamó unos días después del
triste suceso, en la primera carta dirigida a todos los salesianos.
((Nuestra principal preocupación debe ser —escribía— la de
sostener y extender oportunamene las obras fundadas por Don
Bosco, la de seguir fielmente sus métodos de educación, la de imi-
tar el modelo que el Cielo, en su bondad, nos ha dado. Este es el
programa que mi cargo de Superior General me impone.))
Y fue fiel al mismo.
Don Rúa no era un espíritu vulgar. Tenía ideas propias ; sabía
pensar por sí mismo en muchos asuntos. Su puesto no se lo per-
mitía ; su humildad no le dejaba obrar más que como lo hubiera
hecho Don Bosco.
Hasta cuando, solicitada por su oración, bajaba la fuerza del
Altísimo a sus manos para operar el milagro, se empeñaba en de-
mostrar que era Don Bosco o la Virgen que seguían la serie de sus
maravillas. Su único mérito consistía en hacer invocar nombres
tan poderosos...
Donde mejor se veía su humildad era en sus viajes. Al verse
asediado por las muchedumbres que de mil modos manifestaban
su afecto, decía: «¡ Cómo quieren a Don Bosco !)) Cuando el en-
tusiasmo de las multitudes iba derecho a su propia persona, re-
chazaba todo honor diciendo: ((Os equivocáis, mis queridos ami-
gos ; yo no soy Don Bosco)). Y cuando se daba cuenta de que la
veneración un poco indiscreta de los fieles, llegaba hasta cortarle
la sotana, no cesaba de murmurar: «¡ Cómo se equivocan ! ¡ Si
me conociesen bien, otra cosa sería
Nunca puso ningún título en su tarjeta de visita. Era Superior
de una gran Congregación ; había sufrido brillantes exámenes que
que le autorizaban a usar el título de Profesor, muy estimado en
Italia, pero en sus tarjetas de visita no se leía más que:
Don MIGUEL RÚA, presbítero
Oratorio Salesiano, Via Cottolengo, 32
Turín
Al P. Belmonte, primer Vicario General, le sucedió el P. Fe-
lipe Rinaldi, elegido por Don Rúa.

33.4 Page 324

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— 342 —
Arreglando los papeles del difunto P. Belmonte, encontró las
últimas pruebas de imprenta del Manual del buen Administrador.
Y le dijo a Don Rúa:
—No sabía que Don Belmonte hubiese escrito este volumen.
He encontrado las pruebas de imprenta en un cajón. Es una obra
de valor. Yo creo que conviene acabar de imprimirla. ¿Qué le
parece a usted?
—Haz como gustes—contestó Don Rúa.
El libro apareció bajo el nombre de Don Belmonte, y se hubie-
ra seguido en el error, Dios sabe hasta cuándo, si otro día no hu-
biera caído en manos del P. Rinaldi el mismo original de puño y
letra de Don Rúa.
La tristeza que invadió al Siervo de Dios cuando el doloroso
drama de los sucesos de Varazze, se debió en parte al sentimien-
to de que eran sus pecados los que habían merecido esta prueba a
la Sociedad.
«El Señor ha castigado a los inocentes, iba repitiendo, por mi
presunción y mi soberbia. El peso del gobierno de la Sociedad es
superior a mis fuerzas. Yo no debí aceptarlo cuando me eligieron
en 1898. Mis hermanos pagan ahora bien caro esta factura de or-
gullo» .
Era inútil razonarle y asegurarle que se equivocaba ; persistía
en su sentimiento y se golpeaba duramente el pecho.
Después de la elección que tanto pesaba sobre su corazón,
hizo unos propósitos que marcaban su conducta como Superior
General y que guardó escritos hasta el fin de su vida en la car-
tera. Al leerlos se advierte cómo quiere basar sobre la más pro-
funda humildad todas las virtudes que, según él, debe tener un
superior: afabilidad, dulzura, caridad, calma, prudencia, celo
por la erloria de Dios y la salvación de las almas. Helas aquí:
1898.—Rectorem posuerunt: Te eligieron por jefe; por con-
siguiente :
1.° Noli extolli: no te hinches: humildad.
2.° Esto in illis quasi unus ex ipsis: está en medio de ellos,
como uno de ellos mismos: afabilidad.

33.5 Page 325

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— 343 —
3.° Curam illorum habe: caridad atenta para proveer a to-
dos de lo necesario, en lo espiritual y en lo temporal.
4.° Et sic conside: trata los asuntos de la Sociedad con cal-
ma y prudencia.
5.° Et Omni cura tua explícita, recumbe: dedica tu celo a
promover la gloria de Dios y la salvación de las almas.
De sobra conocía él este tipo ideal del superior. Lo había te-
nido ante sus ojos durante cuarenta años, sin cansarse de admi-
rarle e imitarle.
Se entregó a él desde niño, y no se separaron jamás. Lo mis-
mo joven que de hombre maduro, le siguió paso a paso y le es-
tudió en los menores detalles.
Su camino estaba iluminado por las palabras, las recomen-
daciones y los consejos de Don Bosco recogidos uno a uno escru-
pulosamente. Estaba impregnado de su espíritu y tenía su vo-
luntad identificada con la del Santo.
Ningún capitán tuvo un soldado más dócil, no hubo un santo
con devoto más convencido.
Don Rúa no tenía otra obsesión que la de reproducir lo menos
imperfectamente posible a su Padre. Lo repetía a menudo: «¡ Ah,
si pudiese ser una pálida copia de Don Bosco
Este deseo era la expresión de su sed insaciable de santidad.
La voluntad humana más tenaz es limitada para poder reprodu-
cir la infinita variedad de los aspectos de Jesucristo. Se ha de re-
signar a copiar solamente algunos rasgos de su adorable rostro.
El alma humana es incapaz de desarrollar en sí los gérmenes di-
vinos en ella depositados por el bautismo, y se ha de conformar
con elevar a un grado eminente alguna de las virtudes. Es la ley
de la división del trabajo, transportada al dominio sobrenatural
y aplicada a la imitación del Salvador de la humanidad.
Don Bosco se doblegó humildemente a sus exigencias y sacó
del corazón de Jesús su amor por la juventud y su celo incansa-
ble por salvarla.

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— 344 —
Don Rúa le imitó.
Pero, al poner sus pies sobre las huellas de Don Bosco, si-
guiendo su ideal, no tenía más objeto que manifestar a Nuestro
Señor y a su bendita Madre, el amor que ardía en su corazón por
ellos.
Esa era la aspiración de su alma ; la clave de la bóveda de su
edificio espiritual eran Jesús y María.
Conocerlos y amarlos, hacerles conocer y hacerles amar.
Y en él, todo: su actividad incansable, que convertía las ho-
ras en oración ; su exacto cumplimiento de la regla, que no era
más que un acto de sumisión al querer divino ; su constante em-
peño en liberarse de los bienes de la tierra, que impiden la as-
censión del alma ; sus trabajos, sus sacrificios, sus perpetuas re-
nuncias, dirigidas a apartar del camino a la creatura demasiado
dominadora ; su humildad, que le conservaba en su lugar, sin
usurpar ningún derecho divino sobre su vida ; todo esto — ex-
presión de la fórmula salesiana trabajo-oración-templanza — , no
era para Don Rúa más que la fórmula para decir a Jesús y a Ma-
ría que les amaba.
Un amor tierno, celoso, inquieto, ardiente que se veía claro
en su vida de oración y que se demostraba con su vida de trabajo.
Al llegar aquí se amontonan los hechos con tal abundancia
que la pluma del escritor no sabe cuáles elegir.
Con las lágrimas en los ojos, le decía al enfermero que le
vendaba las piernas durante su última enfermedad, con cariño
más que filial:
— Te ruego hagas esto por amor de Dios, no por Don Rúa.
Se enteró de que Crispí, el famoso hombre de Estado y anti-
guo amigo de Don Bosco, favorecedor de la revolución, se en-
contraba moribundo en Ñapóles. Escribió en seguida al P. Pi-
collo, Provincial salesiano, suplicándole hiciera los imposibles
para llegar hasta aquella alma enferma, aunque tuviera que ves-
tirse de paisano para lograrlo.

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— 345 —
Le sugería el P. Francesia, en su lecho de muerte, ofreciera
sus sufrimientos por el alma de uno que le había proporcionado
muchos sinsabores, y le respondió: «Lo he hecho siempre. Y no
sólo por este buen amigo, sino también por Fulano, Zutano y
Mengano». Eran tres de sus antiguos subordinados que martiri-
zaron cruelmente su corazón.
Su ardiente celo deseaba multiplicar de tal modo las Casas
Salesianas, que un día, el que había de ser su sucesor, Don Pa-
blo Albera, le dijo: «Yo creo que como el demonio no puede ten-
tarlo por ninguna parte, llegará a lograr algo por ahí. Le empuja
a demasiadas fundaciones, se va a debilitar la organización de la
Sociedad)).
Era un temor exagerado. Don Rúa encendía los nuevos ho-
gares salesianos solamente para acercar a ellos las almas y salvar
la juventud en peligro.
Un día le hicieron saber que el alma de uno de sus antiguos
alumnos llegado a Turín corría peligro de muerte.
El desgraciado había ido allí para cometer una falta irrepara-
ble. Don Rúa le escribió inmediatamente una carta al hotel en
donde se hospedaba. El hijo pródigo no respondió. Entonces,
Don Rúa salió en busca de la oveja perdida. Se presentó en el ho-
tel, persuadido de que con sus palabras, sus súplicas y sus lágri-
mas ablandaría aquel corazón obstinado y le detendría al borde
del abismo.
Hubiera logrado su objeto de haber podido atrapar durante
diez minutos aquella pobre alma en la red de su ternura.
El desgraciado lo entendió así y mandó a decir que estaba
ausente.
Don Rúa volvió a instar.
Entonces el hijo pródigo le hizo saber que no quería recibirle.
Ante el redoblado esfuerzo del padre angustiado que tembla-
ba por la salvación del hijo, el desgraciado huyó cobardemente
por otra puerta.
Venator animarum: cazador de almas. También Don Rúa

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— 346 —
merecía este título, que se inventó para calificar el ardoroso celo
de un gran santo.
Estaba al acecho de la menor ocasión para alcanzar las almas
en peligro, las angustiadas, las tristes, las débiles sobre todo, y
recogerlas, cargarlas sobre sus hombros y llevarlas en triunfo al
redil de Jesucristo.
¡ Qué hermosa escena la que presenciaron los curiosos en la
estación de Braga, en Portugal !
Acababa de bajar del tren Don Rúa. Allí había acudido para
esperarle lo mejor de la ciudad ; le presentaron sus homenajes
y le ofrecieron sus coches. Toda una hilera de carruajes le aguar-
bada en la plaza de la estación. Don Rúa no tenía más que
elegir.
En aquel momento vio un grupo de muchachos mal vestidos
y peor calzados, que contemplaban con curiosidad al anciano
sacerdote rodeado de tan elegantes señores.
Don Rúa se dirige hacia ellos. Les tiende los brazos y les
llama. Acuden los chiquillos. Les habla, les interroga, les acari-
cia. Y rodeado de aquella selecta compañía, que no le quería de-
jar, emprende el camino del Colegio Salesiano.
¡ Extraño cortejo ! Un anciano sacerdote a la cabeza y una
nube de muchachos colgados de su sotana. Siguiéndole la flor y
nata de Braga, a pie. Y detrás, cerrando la comitiva, los coches
vacíos, que marchaban lentamente a través de una de las arterias
más importantes de la ciudad.
A ratos parecía estar en Turín en la época en que Don Bosco
andaba por sus plazas cercado de muchachos o por una de las
calles de la antigua Annecy, cuando parecía San Francisco de
Sales y corrían todos los chicos hacia su sotana morada ; o más
bien en los caminos de Galilea, cuando pasaba el Salvador del
mundo y acudían a bandadas los chiquillos para recoger las inefa-
bles ternuras de su sagrado corazón.

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CAPÍTULO XLI
TRES T E S T I M O N I O S DE PESO
Obras son amores y no buenas razones, dice el refrán. Y es
verdad.
Nada mejor que los hechos para demostrar la heroicidad de
las virtudes de un Siervo de Dios.
Pero una vez dados a conocer tales hechos, ¿resultará inútil
dar a conocer el testimonio de los contemporáneos que vieron a
esos hombres andar, y rezar, y obrar milagros? Creemos que no.
Son muy dignas de nota las impresiones de esos testigos de ex-
cepción, sobre todo cuando son competentes en materia de san-
tidad.
He aquí tres testimonios de gran peso sobre Don Rúa, bro-
tados de labios de otros tres hombres de Dios.
El primero es del Padre María-Antonio, apóstol de la región
de Tolosa, cuya palabra arrastraba las multitudes del Sur de
Francia, a fines del siglo XIX y principios del XX.
Conoció a Don Rúa en Niza, en 1889. Le trató de cerca e
hizo de Don Rúa el siguiente juicio:
«He visto un milagro : he visto a Don Bosco resucitado. Don Rúa
no es solamente su sucesor, es otro Don Bosco. Tiene su dulzura, su hu-
mildad, su sencillez, su alma grande, su alegría comunicativa.
Todo es prodigioso en la vida de las obras de Don Bosco, pero el
más «rrande prodigio me parece esta prolongación de Don Bosco en la

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— 348 —
persona de Don Rúa. ¿Qué hombre grande, que otro santo tuvo un
sucesor semejante a él?
Al morir la madre de Don Bosco, Mamá Margarita, ocupó su lugar
la madre de Don Rúa y se convirtió también en la madre de los pobre-
citos desgraciados. Muere Don Bosco y Don Rúa ocupa su lugar entre
sus hijos.
He oído predicar a Don Rúa : predica con la misma sublime senci-
llez. Le he visto en reuniones privadas : habla con el mismo sugestiona-
dor encanto. Estuve a su lado durante una fiesta que le dieron en el
Círculo Católico Obrero de Niza: me parecía ver y oir a Don Bosco»
Don Bosco era una copia viviente de Jesucristo : cuando Don Rúa ha-
blaba o escuchaba me parecía tener ante mí otra nueva imagen del Sal-
vador.»
Así decía el Padre Capuchino María-Antonio, cuya causa de
Beatificación está introducida.
El Arzobispo de Turín que, durante diez años, mantuvo tra-
tos y amistad con Don Rúa, hizo de él el siguiente elogio después
de su muerte:
¡Nada más fácil, y al mismo tiempo más difícil, que el elogio fúne-
bre de Don Rúa!
Sus días fueron siempre iguales. De todos se puede decir lo mismo.
Ahí está la dificultad. ¿Cómo hablar, cual convendría, de su profunda
humildad y del ardoroso celo de este santo sacerdote? Gracias a ella
descendía sobre él abundante lluvia de gracias divinas, y por su celo no
se desperdiciaba el más pequeño favor del cielo.
No le gustaba predicar sermones de campanillas y muy pocas veces
subió al pulpito de las grandes iglesias; pero ¡con qué gusto y con cuán-
to fruto lo hacía de continuuo en las reuniones íntimas de sus herma-
nos y en las capillas privadas de sus múltiples casas! ¡Qué bien sabía,
en el sacramento de la penitencia, en las confernecias particulars y en
las entrevistas íntimas, poner el dedo en la llaga, con suavidad y ener-
gía a tm mismo tiempo, dejando caer el oportuno remedio y empujan-
do las almas hacia la curación!
Aunque fue un maestro incomparable de la palabra y de la pluma,
enseñó más con los ejemplos de su santa vida. Fue una lección viviente
v modelo admirable para todos, particularmente para los que le rodea-

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— 349 —
ban con su tierna piedad, su minucioso cumplimiento de las Reglas, la
continua vigilancia sobre sí mismo, el empleo escrupuloso de todos sus
minutos y su empeño en avanzar constantemente por el camino de la
perfección. Aunque sin proferir sus labios las palabras del apóstol.
Imitatores mei estofe sicut et ego Christi, las iba repitiendo sin cesar
con su actitud.
¡ Qué escuela de virtud la suya, cuando decía la santa misa, hacía
meditación, lectura espiritual, la visita al Santísimo Sacramento; cuan-
do hablaba, cuando acortaba sus noches y cuando abrazaba a sus hijos
que partían para las misiones! Pues ¿y cuando corregía, con aquellos
sus reproches llenos de dulzura? Se buscaban sus enseñanzas, se las
tenía en mucho y se propagaban hasta lejanas tierras. ¿Por qué se ha-
brá cerrado para siempre una escuela de tan alta santidad?
No se sabe qué más admirar en este elogio, si la fuerza de
penetración o el emocionado acento de Su Eminencia el Carde-
nal Richelmy, uno de los Arzobispos más santos que han hon-
rado la silla de San Máximo durante el pasado siglo.
Hasta Pío X hizo este soberbio, pero gran panegírico de la
virtud de Don Rúa.
Unos días antes de su muerte, que no creía tan próxima, el
20 de julio de 1914, una semana antes de la trágica declaración
de la Gran Guerra, recibió en audiencia a Monseñor Salotti, de-
fensor de varias causas de Beatificación, y le dijo:
— Tenga mucho cuidado con la calidad de los sujetos que
elige.
—Santidad, sólo elijo a excelentes personajes. Su Santidad
participa de mi opinión, pues veo sobre su mesa dos de ellos,
Juana de Arco y el Cura de Ars.
— Ah, r defiende Su Eminencia a mi querida guerrera y a
mi curita? Muy bien. Buena elección. Diga a sus amigos de Fran-
cia que deseo grandemente ceñir la aureola sobre la frente de
ambos.
De los santos de Francia pasaron a hablar de los santos de
Italia : de Contardo Ferrini, profesor de la Universidad de Pa-

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— 335 —
se deshacía. Su sombrero llegó a ser célebre por su color verde.
Ahora que, eso sí, ni una mancha ni un roto. Don Rúa tenía la
preocupación de la limpieza. También brillaba la pobreza en su
despacho. Mientras fue vicario de Don Bosco, su mobiliario se
componía, única y exclusivamente, de una mesita, tres sillas de
madera y dos estampitas clavadas en la pared con un alfiler, una
frente a la mesa y la otra encima de la misma.
Cuando sucedió a Don Bosco no quiso se cambiara nada de
aquella estancia sagrada, que ocuparía veintidós años. Quería
conservarla pobre y desnuda como la encontró. Cierto ecónomo,
creyendo acertar, aprovechó la ausencia forzada de uno de sus
viajes para cambiar el pavimento de ladrillo rojo por mosaico
brillante, fácil de limpiar. Al volver Don Rúa y no encontrar
aquellos ladrillos desgastados, pisados por Don Bosco durante
treinta y cinco años, experimentó una gran pena ; se había des-
truido la historia y se había faltado al espíritu de pobreza.
Durante muchos años fue presidente de la Compañía del
mendrugo. En los principios de la Obra, los alumnos de Don Bos-
co no fueron ciertamente los niños buenos de la edad de oro.
Procedían de ambientes deficientes y daban muchos trabajos a su
bienhechor. Tenían poca educación, escasa gratitud, un espíritu
de desorden espantoso y una gran cantidad de defectos, cuando
no vicios inimaginables.
A menudo, aquellos pobres desgraciados, antes mendigos,
tiraban por los patios trozos de pan, del pan que tanto costaba al
que se lo daba. Con tal motivo —fue idea del clérigo Rúa— se
formó esa célebre Compañía, cuya misión era la de recoger los
mendrugos y guardarlos para la primera comida. Don Rúa, aún
siendo Superior General, cincuenta años más tarde, seguía prac-
ticando la costumbre .
Por amor a la economía recogía cuantos trocitos de papel
blanco llegaban a sus manos. Todo le servía: sobres usados, pa-
peles de propaganda, las páginas limpias de una carta, cubiertas
de cuadernos..., todo. ¡Cuántas cartas para sus hijos, cuántas
notas de sermones, qué de borradores de circulares, cuántos pro-

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— 350 —
vía, émulo de Federico Ozanam por su caridad, de Don Cafasso,
confesor de Don Bosco, y del mismo Don Bosco.
—Espero—dijo entonces Pío X—, que no echará en olvido
a Don Rúa. Yo veo en él ese conjunto de virtudes heroicas que
constituyen el santo. ¿A qué aguardan los Salesianos para em-
pezar su causa? ¡Oh, qué gran siervo de Dios! ¡La Iglesia se
ocupará de él ciertamente !
Estas palabras eran como el eco de las que poco antes había
dicho ante el Cardenal La Fontaine, prefecto de la Congregación
de Ritos: ((Si se introdujese la causa de Don Rúa, su Beatifica-
ción podría adelantar a la de Don Bosco».
Así hablaba el Papa Pío X, el Papa de la Comunión frecuen-
te, el Papa de la Comunión de los niños.

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CAPÍTULO XLII
LOS Ú L T I M O S MESES
Desde el 31 de diciembre de 1908, en que comunicó en las
Buenas Noches el inmenso desastre de Mesina, con la pérdida
de cincuenta y dos vidas en el Colegio Salesiano de aquella ciu-
dad, Don Rúa no era ya ni la sombra de sí mismo. Resistía, pero
su organismo se deshacía cada vez más aprisa.
Aquella misma noche, al verle tan delgado y descarnado, do-
blado bajo el peso de tantas pruebas y, sin embargo, tan resig-
nado, pasó por la mente de todos el mismo pensamiento: «Job,
otro Job».
Pese a tantos sufrimientos y enfermedades, pese a aquellas
sus pobres piernas convertidas en una pura llaga, pareció reha-
cerse al empezar la primavera de 1909 ; pero él abrigaba pocas
esperanzas.
Era costumbre de la Casa y de los amigos de la Obra honrar
a Don Bosco en la persona de su sucesor el día 24 de junio, con
ocasión de la fiesta de San Juan Bautista. Aprovecharon la oca-
sión para anunciarle que empezaba el año de sus bodas de oro
sacerdotales. El 29 de julio se cumplían los cincuenta de su orde-
nación sacerdotal y sus hijos y amigos todos pretendían celebrarlo
con toda solemnidad. Uno de sus grandes bienhechores, el Ba-
rón Manno, presidente de la Junta organizadora de festejos, le
manifestó aquella tarde los deseos de todos, rogándole se cuida-
se para llegar hasta la fecha jubilar.
Don Rúa agradeció a sus amigos la cariñosa iniciativa, pro-
metiendo ayudarles en su piadoso proyecto ; pero ni entonces ni
nunca, creyó poder llegar a tal fecha.

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— 352 —
Un mes más tarde, el día 29 de julio de 1909, se inauguró
solemnemente el comienzo del año jubilar. La iglesia de María
Auxiliadora se llenó de público hasta rebosar: alumnos, antiguos
alumnos, bienhechores, amigos y feligreses asistieron a la misa
celebrada por Don Rúa. Esta solicitud de celebrar con él la fe-
cha más querida, le emocionó ; pero también aquel día manifes-
tó bien claro que no acabaría su quincuagésimo año de sacer-
docio.
Tampoco Don Bosco había llegado. Y también en esto tenía
que imitarle.
Sospechando su antiguo amigo y confesor P. Francesia que,
bajo su sonrisa de incredulidad escondiera alguna seguridad ba-
sada en profecías de Don Bosco, le preguntó a quemarropa:
—¿No sabes nada respecto a tu partida de este mundo?
—Absolutamente nada.
—¿No te dijo nada Don Bosco? ¿No se te ha aparecido
nunca ?
—Una vez, o al menos me lo pareció. Fue para indicarme la
manera de salir de un apuro en el que me encontraba hacía tres
años. ((¿Cómo no se te ha ocurrido acudir al señor X?, me dijo.
Ya sabes cómo aprecia nuestra Obra». Escribí en seguida a aquel
señor y, tres días más tarde, el asunto estaba en vías de solución.
Ya ves que Don Bosco no olvida nunca a sus hijos.
—¿Pero crees que te quiere pronto en el Paraíso?
—De esto no me ha dicho nada. Vayamos adelante con con-
fianza.
Y siguió yendo y viniendo, entregado a sus obligaciones, aun-
que sentía que perdía sus fuerzas cada día.
***
Aún se atrevió a presidir los Ejercicios Espirituales de sus
religiosos durante el verano.
Del 11 de junio al 20 de noviembre, fue treinta y dos veces
al Tribunal eclesiástico de Turín en donde se instruía la Causa
de Beatificación de Don Bosco.

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— 353 —
El 21 de octubre fue con todo su Consejo a la casa de San Be-
nigno, próxima a Turín, para estudiar las bases del Capítulo
General de la Sociedad a celebrarse durante el año siguiente.
Precisamente allí sufrió la primera crisis que le obligó a des-
cansar. El día 23 su voluntad se inclinó ante su débil cuerpo que
se negaba a obedecer. Le transportaron a Turín, se metió en
cama y continuó todavía al frente de todo.
Después de unas semanas de inquietud, se restableció un
poco. Hasta bajó entre la Comunidad a primeros de enero. Pero
el 13 de febrero se tuvo que dar por vencido y, siguiendo las ór-
denes del médico, volver a acostarse,
Le aconsejaron que no celebrase la misa. Sin embargo, se le-
vantó el 14, porque quería a toda costa celebrar una vez más el
Santo Sacrificio. Con mucho trabajo llegó hasta el fin.
El 15 por la mañana, después de la Santa Comunión, que re-
cibió en cama, dio gracias y desayunó. Le llevaron el volumino-
so correo del día, trató de revisarlo para repartirlo entre sus se-
cretarios, pero después de dos o tres pruebas, tuvo que renunciar
a ello. Se velaron sus ojos y no podía ni leer. Entonces, tomando
el paquete lo entregó al enfermero y le dijo: «Toma todo esto y
llévaselo a Don Rinaldi. Dile que responda él mismo. Yo no pue-
do más» .
Con aquel gesto triste pero resignado, se cerraba su jornada
de trabajo. El dolor y la oración se repartían el resto de sus días.
Apenas Don Felipe Rinaldi, Vicario de Don Rúa, compren-
dió la gravedad de la enfermedad, hizo saber a todas las Casas
de la Congregación la dolorosa nueva, suplicando oraciones para
arrancar del cielo un milagro.
En cuanto se hizo pública la gravedad empezaron a presen-
tarse en el Oratorio sus mejores amigos para demostrarle su afec-
to. Recibía a todos con su gracia y amabilidad habituales.
Por su habitación desfilaron los Arzobispos de Vercelli y Es-
mirna, los Obispos de Aosta y de Asti, ambos antiguos alumnos
23

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— 354 —
suyos, y los de Mondoví, Casal, Ivrea, auxiliar de Turín, el
Príncipe Gonzaga de Milán, el Marqués Crispolti y muchos otros
personajes amigos de la Obra Salesiana. La Princesa Leticia Bo-
ñaparte, prima del rey, pedía cada día informes de su salud. Y
tres Príncipes de la Iglesia tuvieron a mucho honor subir hasta
su habitación.
El Cardenal Richelmy, Arzobispo de Turín, bienhechor in-
signe de la Obra, gran amigo y admirador de Don Bosco, fue a
visitarle el 18 de febrero. Apenas le vio Don Rúa traspasar el
umbral de su modesta celda, se quitó el bonete y se deshizo en
frases de agradecimiento. El Cardenal le manifestó su viva sim-
patía y deseos de curación con palabras que le salían del cora-
zón, y luego le dio la bendición apostólica.
Diez días más tarde se la trajo de Roma el Cardenal Mer-
cier, Arzobispo de Malinas. Este ilustre Príncipe de la Iglesia se
detuvo en Turín el 27 de febrero para pedir a Don Rúa, en nom-
bre del Gobierno de Bélgica, que los Salesianos fueran al Congo,
Cuando entró en la habitación del enfermo empezó a darle la
bendición especialísima que le había encargado Pío X al salir
de Roma. Y en seguida, tomando las manos descarnadas del en-
fermo, se las besó varias veces con respeto y emoción Aquella
escena muda explicaba mejor que las palabras la veneración que
el santo Arzobispo tenía por el humilde religioso.
El 1 ] de marzo llegaba el Cardenal Maffi, Arzobispo de Pisa,
uno de los mejores amigos de Don Rúa. Levantó los ánimos del
querido enfermo con las noticias que le dio sobre el Oratorio sa-
lesiano hacía poco fundado en Marina de Pisa, a dos pasos de
su sede episcopal. Luego, accediendo a los deseos de Don Rúa,
le bendijo. Pero, a ejemplo del Cardenal Mercier, se arrodilló a
los pies de la humilde cama para recibir la bendición del piadoso
anciano.
***
También llegaron de Roma por aquellos días los más dulces
consuelos.

34.8 Page 338

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— 355 —
Escribía el P. Muñerati, Procurador General:
«He comunicado el estado de salud de Don Rúa a Monseñor Bressan,
secretario particular del Papa, y me dice que informaría inmediata-
mente a Su Santidad.
Nuestro protector el Cardenal Rampolla, a quien también se lo co-
muniqué en seguida, manifestó su gran pena.
La visita al Cardenal Vives y Tuto, defensor de la Causa de Don
Bosco, lia sido muuy emocionante. Me llevó en seguida a su Oratorio y
juntos hemos rezado a María Auxiliadora y a Don Bosco.
Acogida semejante me dieron el Cardenal Merry del Val, Secreta-
rio de Estado de Su Santidad, el Cardenal-Vicario, el Cardenal Genari.
Todos manifiestan su dolor y hacen votos por el restablecimiento de
nuestro querido enfermo.»
Detrás de esta carta, llegó el parte siguiente, expedido por el
Secretario particular del Papa:
«Muy reverendo Don Rinaldi: Su Santidad acaba de saber con pena
la noticia de la enfermedad del querido Don Rúa, vuestro Superior
General; hace votos por el restablecimiento de su preciosa salud y le
envía, con todo el cariño de su corazón, la bendición apostólica. Con la
esperanza de recibir dentro de poco mejores noticias del querido en-
fermo, me declaro respetuosamente s. s. en J. C. José Bressan.»
Por su parte, el Cardenal Rampolla, antiguo Secretario de Es-
tado de León XIII, escribía a Don Rúa de su puño y letra:
«Mi querido Padre: Con gran pena me entero de su enfermedad y
ruego al Señor por su pronta curación. Ya he dicho al P. Munerati me
tenga al corriente de su estado de salud, y experimento un verdadero
placer al saber que hoy ha tenido una ligera mejoría. Ruego al Cielo
le conceda pronto la salud para seguir guiando por la senda luminosa
del bien a los hijos del Venerable Don Bosco.
Le suplico, Reverendo Padre, acepte los sentimientos de mi mejor
aprecio y profunda adhesión, con lo que tengo el honor de profesarme
suyo affmo. en J. C., Mariano, Cardenal Rampolla.»
La humilde celdita del Siervo de Dios fue testigo durante
aquellos días de tres escenas conmovedoras.
El 25 de febrero era el aniversario de la muerte de su herma-

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— 356 —
no Luis Rúa, que falleció el 1853. Don Rúa no había olvidado
nunca a aquel hermano arrancado tan pronto a su afecto. Al ano-
checer dijo con plena melancolía al P. Francesia: ((Creía que mo-
riría hoy y que Luis vendría a buscarme».
¡ Le había querido mucho a su hermanito ! Habían pasado
cincuenta y siete años desde su muerte y conservaba su recuerdo
impreso en el corazón. ¡ Recuerdos de la juventud ; los más tier-
nos, los más frescos, los más queridos !
Aquel mismo día le visitó su muy querido Hermano Supe-
rior del Colegio de San José, acompañado de un representante
de los Antiguos Alumnos. Esta visita le conmovió profunda-
mente.
¡ Cuánto quería él a los Hermanos ! Ellos fueron quienes, des-
pués de su madre, le enseñaron a amar a Dios. No había olvida-
do nunca aquellos años de su infancia en que iba cada día a sus
escuelas y se encontraba a menudo con Don Bosco cerca del
mercado !
La víspera había ido a visitarle el Reverendo Rigoli, cura de
Somma Lombardo, presidente de la Asociación de los Antiguos
Alumnos de Lombardía, para presentarle los deseos de curación
de todos los miembros de aquella Asociación.
Recibió con ello un gran consuelo, pues él había sido el crea-
dor y alentador de la pujante Asociación de Antiguos Alumnos
Salesianos. De él salieron la idea y las altas directrices de esta
vasta Asociación.
La semilla había sido buena, puesto que antes de morir, po-
día contemplar la cosecha con sus propios ojos.
— Ah — le dijo al visitante — , ¡ cuánto bien pueden hacer los
Antiguos Alumnos agrupados, a sus almas, a sus familias y a
su país ! Veo con satisfacción cómo crece la Asociación . Bendi-
go a todos de corazón.
La mejoría a que hacía alusión la carta del Cardenal Ram-
polla fue verdad, pero muy corta por desgracia. A mediados de

34.10 Page 340

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— 357 —
marzo se manifestó una mejoría sensible que, por lo menos, fue
un alivio. Renació la esperanza en todos los corazones, tanto más
cuanto que el enfermo mantenía la moral a un nivel muy elevado.
Al estacionarse este estado, y pareciendo alejada toda grave-
dad, Don Rúa no se preocupaba más que de una cosa: de ocupar
bien el tiempo. Llamó a su enfermero, el fiel Balastra, y le dijo:
—Toma una hoja de papel y haz el favor de escribir lo que
te voy a dictar.
Y empezó:
«ENSAYO DE REGLAMENTO PARA CADA DÍA:
A las 5: Despertarse.
» 5,20: Misa, comunión, acción de gracias.
» 6,15: Meditaciónn.
» 6,45: Descanso.
De 8 a 9: Visita del médico, desayuno, audiencias de salesianos,
A las 9: Curas y visitas, con permiso de los médicos.
» 12 : Comida y un poco de conversación.
» 2. Descanso.
» 3,30: Oración, lectura espiritual, un poco de recreo.
y> 4: Curas.
» 6: Descanso y un poco de distracción moral.
» 8: Cena, oraciones y disposiciones para la noche.
N. B.—Se recomienda al fiel coadjutor Balestra velar por el cumpli-
miento de este Reglamento.»
Corno se ve, Don Rúa fue, hasta el final, el hombre del orden
y del cumplimiento de las Reglas.
La esperanza de que el enfermo se recuperase y pudiera llegar
hasta las bodas de oro duró muy poco. A partir del 23 de marzo
desapareció la mejoría y empezó a encontrarse tan débil o más
que un mes antes. Al curso de la enfermedad se añadía la pos-
tración de varias semanas de continuo sufrimiento.
Daba pena verle.
A mediados de febrero, su amigo el Marqués de Crispolti no
le había encontrado cambiado. «Estaba apoyado sobre varias al-
mohadas, escribía, porque no podía respirar si permanecía ten-

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— 336 —
yectos se trazaron sobre aquellos trozos de papel, robados casi
siempre a la papelera !
Tenía una gran alegría cuando se encontraba con una de sus
casas sin reservas. En 1908, volviendo de su segundo viaje a Tie-
rra Santa, pidió al administrador de la Casa Salesiana de Constan-
tinopla un par de medias de lana para sustituir las suyas harto gas-
tadas. Buscaron por toda la casa, pero no hubo manera de encon-
trar el par de medias tan necesario para dar calor a sus piernas en-
fermas. ((¡Esta es verdadera pobreza salesiana!)), dijo sonriendo
al administrador, que excusaba su penuria. Y se puso sonriendo
las únicas medias de algodón que se pudieron encontrar.
Ese espíritu de sacrificio, el mismo que guiaba su rigor en la
observancia de la vida común y apartaba su corazón de los bienes
del mundo, era el que le empujaba a negar a sus sentidos y a sus
gustos los manjares más inocentes. Por principio, buscaba la for-
ma de contrariarlos. De haber vivido en el rigor de un claustro,
hubiera sido un modelo monástico por el fervor y abundancia de
sus mortificaciones.
Se contuvo porque pertenecía a la escuela de San Francisco de
Sales y de San Juan Bosco. Aún así, desde su ordenación sacer-
dotal hasta el fin de su vida, puso unas tablas en la cama para mor-
tificar su sueño.
Siendo todavía prefecto del Oratorio, el año de 1876, le pidió
un breviario cierto sacerdote joven.
—Enséñame el viejo—le dijo.
Se lo mostró y estaba todavía en bastante buen estado.
—¿Quieres que cambiemos?—le propuso Don Rúa tendién-
dole el suyo.
Hacía dieciséis años que lo tenía. Daba lástima verlo con el
lomo roto, las hojas amarillentas, los cantos deslustrados, las ta-
pas desteñidas por el uso... Ante aquel ofrecimiento, el peticiona-
rio se tuvo por feliz guardando el suyo.
En el ropero de Don Rúa había dos sotanas: una de lana para

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— 358 —
dido. Me habían dicho que le encontraría deshecho, pero no tuve
esa impresión. Estaba tan acostumbrado a ver su escuálido rostro
que no encontré diferencia con su estado habitual. Solamente su
mano, tan descarnada de ordinario, parecía hinchada.»
A fines de marzo, después de un mes de sufrimiento, no era
lo mismo.
Primero, aún estando en cama, se ponía la sotana y se echa-
ba encima una esclavina negra para recibir a sus visitantes. Ahora
se conformaba con un sencillo pañolón para oír la misa y luego
se hundía bajo las sábanas, permaneciendo inmóvil, acostado
sobre el lado izquierdo. Empezaban a hinchársele la cara y las
manos.
La enfermedad, miocarditis senil, según diagnosticaron Ibs
médicos, producía sus efectos ordinarios y se llenaban de agua
las extremidades.
El último parte firmado por los doctores Battistini y Clérico
era más alarmante. Decía así:
«Las condiciones del enfermo, ya muy serias por sí mismas, se han
agravado durante estos días a causa de un agotamiento continuo. Dado
su estado actual no se puede contar con una mejoría, ni siquiera rela-
tiva, y hay que esperar un desenlace fatal próximo. No hay peligro
inminente, pero puede presentarse de improviso. Su mismo agotamiento
orgánico puede provocar la muerte en un espacio de algunas semanas
y aún menos.»
*#*
Secundando los deseos del enfermo, el 24 de marzo, Jueves
Santo, aniversario de la institución de la Sagrada Eucaristía, le
administraron el Viático, antes de los Oficios litúrgicos de la
mañana.
A las seis y cuarto subió la estrecha escalera de la celda del
enfermo el P. Rinaldi acompañado de todos los religiosos de la
casa, con hachas encendidas.
La ceremonia no podía ser más solemne en su extrema senci-
llez. Apenas el celebrante, con el corazón desgarrado y las la-

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359 —
grimas en los ojos, hubo dicho el Misereatur y el Indulgentiam»
Don Rúa hizo señal de que quería hablar.
Le elevaron sobre las almohadas y, con voz extrañamente
clara, dijo así:
«En ocasión tan solemne, me creo en el deber de deciros unas pa-
labras.
Agradezco las oraciones que habéis hecho por mi salud. Que el Se-
fior os lo recompense y os pague las que todavía haréis.
Añado todavía esto, porque no sé si tendré ocasión de volver a ve-
ros a todos reunidos. Tened la bondad de comunicar a los ausentes es-
tos pobres pensamientos.
Rogaré al Señor todos los días por vosotros. Espero oiga el voto que
hago en este momento por vuestras almas : ¡ seamos y permanezcamos
dignos hijos de Don Bosco! Esto es lo que más deseo.
Nuestro Padre nos dijo en su lecho de muerte : "Hasta volvernos a
ver en el Paraíso". Os doy la misma despedida.
Para que así sea, os recomiendo tres cosas:
Gran amor a la Eucaristía.
Sentida devoción a María Santísima Auxiliadora.
Profundo respeto, humilde obediencia y sincero amor a los Pas-
tores de la Iglesia y, de un modo particular, al Papa.
Si el Señor me recibe en el Paraíso, al lado de Don Bosco, tampoco
allí dejaré de rezar por todos vosotros.»
A esta emotiva escena asistió, junto con la Comunidad, el
profesor Rodolfo Betazzi, que lo había pedido como un gran fa-
vor. Al marchar, firmó en el libro de visitantes añadiendo estas
palabritas: «Feliz por haber asistido al Viático de un santo».
***
La noche del Domingo de Pascua, Don Rúa empeoró nota-
blemente. Hacia las nueve y media se presentaron de forma in-
quietante todos los síntomas de la embolia. Fue perdiendo poco
a poco la palabra y el conocimiento. Acudieron en derredor de
su lecho todos los Superiores. Telefonearon al doctor Battistini,
el cual se presentó en seguida. Cuando llegó había cedido el pe-
ligro.

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— 362 —
Durante los últimos días de su vida no cesó de insistir en la
necesidad de aumentar el número de los obreros de la viña, para
cubrir las necesidades de las Obras Salesianas, para ayudar las
misiones y extender el reino de Dios.
Y, casi a las puertas de la eternidad, volvió sobre este tema
que tantas veces había recomendado:
«I Vocaciones, vocaciones ! Dios nos las da, pero hay que sus-
citarlas, hacerlas fructificar y, sobre todo, hay que conservarlas.»
Uno de sus compañeros, el P. Cerruti, con quien se expansio-
nó sobre el particular, dio la idea de componer una plegaria al
Sagrado Corazón de Jesús, para que los Salesianos la recitaran
todos los días, suplicando al Dueño de la mies enviara obreros
y les conservara.
Don Rúa lo aprobó.
Y le leyeron la oración compuesta. Cor Jesu Sacratissimum,
ut mullos operarios... y él corrigió: ut bonos et dignos operarios
Piae Salesianorum Societati mittere et in ea conservare digneris,
te rogamus audi nos, es decir: ((Sagrado Corazón de Jesús, os
suplicamos oigas nuestra plegaria: dignaos enviar y conservar
en la Pía Sociedad Salesiana buenos y dignos operarios».
Don Rúa la aprobó y la fue repitiendo palabra por palabra,
con profunda piedad. Pidió después que la pusieran sobre su al-
mohada, probablemente para hacérsela leer frecuentemente al
enfermero, aprenderla de memoria y murmurarla con los labios
o con el corazón, durante su agonía, tantas veces como pudiese...
¡ Vida noble la que se extingue con este grito de celo !
Don Bosco decía al morir: ¡adelante, adelante!
Don Rúa suplicaba en su agonía: ¡Vocaciones, vocaciones!
Una misma llama de amor divino consumió el alma del Pa-
dre y la de su hijo mayor, en los últimos momentos.

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CAPÍTULO XLIH
ÚLTIMOS DÍAS
A primeros de abril nadie dudaba ya del fin que el parte mé-
dico pronosticaba. El día 4 daban los médicos un segundo parte
para la Prensa, anunciando el fatal desenlace:
crDespués de un período relativamente bueno, aunque sin esperanzas
de mejoría duradera, la insuficiencia cardíaca y el estado general d<>
debilidad han aumentado, dejando prever un desenlace fatal muy pró-
ximo.»
En realidad de verdad, el pobre Don Rúa no podía más. La
asfixia aumentaba poco a poco.
Los dolores debían ser horribles, porque, a pesar de su pa-
ciencia, se escapó de sus labios esta débil queja: ¿Hay que su-
frir aún más para morir?, dijo dirigiéndose a Don Albera.
Su lucidez era completa.
Aquella misma noche los alumnos de la Casa, antes de co-
menzar las oraciones de la noche, precisamente en los pórticos
bajo la ventana de su habitación, entonaron la canción: Presso
I9augusto avello, «Junto a la sagrada tumba». Es un canto pia-
doso que expresa la ternura de la familia salesiana a su Patriarca
y que termina así:
Don Bosco vengo a te.
«Don Bosco, voy a Ti.»
El eco de las últimas notas llegó a oídos del enfermo. Abrió
los ojos, sonrieron sus labios y con un entusiasmo insospechado,
repitió también él: Sí, Don Bosco, también yo voy a Ti, voy a Ti.

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— 366 —
hecho cuanto estaba a vuestro alcance para conservarme en el
campo de la lucha?
Por la mañana del 5 de abril llega un telegrama del Vatica-
no. Pío X conoce y venera al querido moribundo y le envía, en
la hora suprema, para ayudarle a franquear la eternidad, su ben-
dición apostólica.
Apenas se la dan anuncian a Monseñor Morganti, Arzobispo
de Rávena, que acaba de llegar. Don Rúa le ve, saca los brazos
de debajo la ropa y los tiende a su querido hijo: «¡ Oh, qué con-
tentó estoy! ¡qué contento!», repite abrazando tiernamente a su
antiguo alumno.
Monseñor Morganti le suplica le bendiga, y Don Rúa lo hace
en seguida. Apenas si se oye su voz, como sofocada por un so-
llozo.
— Ahora a mí — murmura Don Rúa, después de haber recita-
do la fórmula. Y recibe humildemente la bendición de ese hijo
predilecto, que tanto deseaba ver antes de dejar la tierra.
Después de mediodía se acentúa la postración.
Al caer de la noche empieza a nublársele la vista.
A las diez entra en agonía, muy tranquilo, recobrando el co-
nocimiento por momentos.
Hace tres días rogaba que los que le asistiesen en sus últimos
momentos le sugiriesen oraciones jaculatorias. «Aunque parezca
sin conocimiento, decía, hacedlo y dadme a menudo la absolu-
ción».
Su amigo de infancia y confesor P. Francesia, está a su cabe-
cera y no deja de cumplir su voluntad.
Hacia la una y media de la madrugada, vuelve un poco en
sí, y aprovecha el P. Francesia para decirle al oído:

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— 367
—Todos estamos aquí pidiendo al Señor que te abra el Pa-
raíso. No dejes de saludar a Don Bosco por nosotros.
Al nombre de Don Bosco se ilumina su rostro y sonríe dul-
cemente.
Unos instantes después Don Francesia murmura: Domine ad
adjuvandum me festina, Señor, venid pronto en mi ayuda.
—Oh sí—replica Don Rúa—, festina, festina, pronto, pronto...
Cada jaculatoria le saca de su sopor y la repite fervorosa-
mente.
La última que repite es la que aprendió de Don Bosco duran-
te su infancia:
«Madre querida Virgen María, haced que yo salve el alma
mía.»
—Sí, salvar mi alma—exhala—, salvar mi alma, eso es todo,
eso es todo.
Fueron sus últimas palabras.
Así se unían el fin de una vida y el principio de la otra.
**#
A las ocho y cuarto, el último parte médico quitaba toda ilu-
sión.
Entonces se desarrolló una escena conmovedora.
Los niños, que no habían podido acercarse a Don Rúa du-
rante su larga enfermedad, pudieron pasar a besar por última
vez su mano. En una fila interminable, fueron desfilando uno tras
otro, junto al lecho del moribundo, ya insensible. ¡ La pena del
corazón de aquellos niños saltaba a sus ojos al ver al amigo que
jugaba con ellos en el patio hacía seis meses !
Detrás de los Salesianos y sus alumnos pasaron las Hijes de
María Auxiliadora y sus niñas, y después toda la multitud con-
gregada en la iglesia para rezar y pedir al Señor disminuyera los
padecimientos de la última hora de aquel gran obrero de su viña.
Más de una hora duró el desfile.
Casi apenas terminó, a las nueve y treinta y siete minutos, sin
una queja, sin movimiento alguno, casi sin que se dieran cuenta,

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— 368 —
el alma grande del sucesor de Don Bosco volaba al seno de Dios.
El doctor Battistini se inclinó para cerciorarse de que había
fallecido. Luego se volvió hacia los Salesianos ansiosos que le in-
terrogaban con su mirada...
Su gesto lo dijo todo...
Se oyeron unos sollozos... Una voz entonó el De Profanáis,
mientras el médico, inclinándose de nuevo sobre Don Rúa, be-
saba en la frente los despojos de un santo.

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CAPÍTULO XLIV
QUI SE HUMILIAT EXALTABITUR
Amortajaron piadosamente al querido difunto y pusieron en-
tre sus manos el crucifijo, que tantas veces había besado durante
su vida y el sencillo rosario tantas veces desgranado entre sus de-
dos bajo los pórticos, después de las oraciones de la noche.
Luego lo llevaron a la iglesita de San Francisco de Sales.
¡ Cuántos recuerdos se unían allí!
Sesenta años antes, también él había ayudado, como muchos
otros de los primeros alumnos de Don Bosco, a su construcción,
descargando ladrillos y subiendo tejas. Desde 1865 había susti-
tuido a su maestro en aquel pulpito para las homilías del domin-
go. Y el 29 de julio de 1860, había celebrado allí su primera misa.
Quién le hubiera dicho que su vida sacerdotal, empezada bajo
aquellas bóvedas, tendría que acabar en aquel modesto túmulo
donde estaba ahora expuesto, pálido, sin que la muerte le hubie-
se desfigurado, como dormido, con un resto de sonrisa en los
labios...
**#
Esparcida la triste noticia por los periódicos, acudieron los
fieles de todos los rincones de la ciudad para saludar, por última
vez, al gran amigo de los pobres y de los desgraciados. Gentes
de toda edad y condición ; grandes de la tierra, personajes céle-
bres, autoridades religiosas, civiles y militares, nobles y estudio-
24

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— 370 —
sos ; pero, sobre todo, gente del pueblo, las pobres madres ca-
mino del mercado, los obreros al salir del trabajo, los muchachos
a la entrada o salida de la escuela, los desgraciados, las ancianos,
los que sufren, los oprimidos por el mal y la miseria, pasaron a
rendir su último homenaje al humilde religioso que tanto les
había amado.
No se interrumpían los rezos ni la devoción de la gente que
entregaba continuamente a unos religiosos, que velaban a su lado,
objetos para pasarlos por las manos del Padre que parecía dor-
mido. Anillos, rosarios, devocionarios, medallas, todos buscaban
algo con qué tocarle para guardar un recuerdo.
Un viejecito se acercó tembloroso hasta el cadáver, sacó de su
bolsillo un reloj de cobre bruñido y lo pasó al salesiano. Las ma-
dres levantaban las curiosas cabecitas de sus hijos por encima de
la muchedumbre para que conservaran su recuerdo durante su
vida, y aquel muerto tan dulce no les daba miedo.
En la cara de todo el mundo se advertía un aire de tristeza y
muda contemplación ; se marchaban con pena.
El desfile duró tres días desde las nueve de la mañana hasta
las nueve de la noche.
En los pliegos de la puerta de la iglesia se confundieron las
firmas de todas las clases sociales. Firmas de gente culta y firmas
temblorosas y torcidas de gente del pueblo que quisieron mani-
festar, también de este modo, el agradecimiento de su corazón.
***
Por la tarde de aquel día, el Ayuntamiento de la ciudad de
Turín rindió homenaje solemne a la memoria del hijo ilustre de
la ciudad.
Acudieron setenta y un miembros. La representación de con-
cejales católicos era muy pequeña, pero ante tan alta figura se
calmaron las pasiones políticas y radicales y socialistas se incli-
naron con respeto.
Al abrirse la sesión, antes de leer el orden del día, el Alcalde
de la ciudad, Teófilo Rosso, concedió la palabra al señor Rinau-

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371
do, profesor de Historia en la Escuela de Guerra y encargado dé
curso en la Universidad. Era antiguo alumno de la Casa Salesia-
na y debía muchos favores a Don Bosco y a Don Rúa.
Con voz emocionada, el ilustre paisano y alumno del difun-
to, tejió un elogio de Don Rúa, tan justo y completo, que la asam-
blea demostró varias veces con sus aplausos que vibraba al uní-
sono del orador.
«Don Rúa, afirmó él con toda fuerza, es el santo que la humanidad
atormentada reclama. Su fe, transparente como el cristal y resistente
como el diamante, no se perdió en contemplaciones místicas y apare-
ció ante nuestros ojos emocionados como el santo todo actividad aue
busca las almas. Desde 1845, desde aquel día en que, a los ocho años,
sintió sobre su frente la caricia de Don Bosco, hasta el momento en que
su cuerpo agotado cayó sobre el lecho de muerte, no tomó ni un día de
descanso. ¡Sesenta y cinco años de trabajo asiduo y fecundo! ¡Qué
ejemplo de trabajo!
La misión de este hombre, continuador de la obra de Don Bosco.
fue la de preparar para la vida nuevas generaciones a las que inspiró
con su ejemplo el sentimiento del deber, la alegría del trabajo y la no-
bleza del sacrificio. ¿Quién, hasta entre los mismos que no participan
de su fe, no se inclinará ante un alma tan grande y bendecirá las creen-
cias que la engendraron?
El Marqués Corsi, en nombre de la minoría católica del Con-
sejo municipal, quiso añadir unas palabras de admiración. A tan
poca distancia de la muerte no se podía hablar mejor de él y de
su obra.
((Don Rúa, dijo, fue el compañero, el más fiel intérprete, el conti-
nuador más prudente de Don Bosco. A él se debe el trabajo sin descan-
so en el desarrollo de ese conjunto de instituciones esparcidas por el
mundo, con mezquinos medios, pero con intrépido coraje; esas inspi-
raciones y esos ejemplos de caridad cristiana que ennoblecen al hom-
bre, acercan las clases sociales y trabajan por la paz entre los pueblos.
El pueblo de Turín admiraba, personificado en su persona, el mila-
gro viviente de una institución que, salida de la nada, sin ayuda del
gobierno, ayudada únicamente por la caridad de los católicos, se man-
tiene y difunde por el mundo civilizado, sosteniendo los principios de
justicia y de amor que forman la esencia del Evangelio.
La admiración de sus conciudadanos por el sucesor de Don Bosco,

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— 372 —
debe encontrar, en el Consejo Municipal, el primero y más cálido in-
térprete.»
En efecto, antes de levantar la sesión, el Alcalde pidió a su
Consejo se encargara de interpretar ante los Superiores de la Con-
gregación Salesiana los sentimientos de la ciudad por la doloro-
sa pérdida que acababan de sufrir.
Tres días más tarde se celebraron los funerales.
El desfile ante el cadáver no cesó hasta el último minuto. Fue
preciso establecer un servicio que mantuviera el orden. Un pe-
riódico de la ciudad escribió : «Han desfilado ante los restos mor-
tales de Don Rúa más de 100.000 personas, sin distinción de
partidos, empezando por las autoridades».
Los trenes de la mañana del 9 de abril trajeron una enorme
multitud de viajeros de todas partes. El revisor de uno de los tre-
nes de Milán a Turín, viendo un departamento lleno de eclesiás-
ticos dijo: «Ya sé a dónde van ustedes, Al entierro de Don
Rúa. También los obreros de Turín pasaron ayer, antes o des-
pués del trabajo, a rezar junto al cadáver de nuestro Don Rúa».
Y el hombre estalló en sollozos. Era un antiguo alumno.
La misa, cantada por el Obispo salesiano Monseñor Marenco,
se ejecutó en canto gregoriano. Don Rúa había luchado para ha-
cerlo gustar y adoptar en todas las Casas de la Congregación ; no
se hubieran atrevido a arrullar las primeras horas de su sueño con
un canto que no fuera el de la Iglesia.
Por la tarde se celebró el entierro. Aunque estaba anunciado
para las cuatro, desde las tres no se cabía en la plaza de María
Auxiliadora en donde se había agolpado la multitud. Acudieron
de todos los barrios de la ciudad, de los suburbios y de los pue-
blos vecinos.
Para dar una idea, no de los que se agrupaban en apiñadas
filas a lo largo del recorrido, sino de la cantidad de asociaciones,
sociedades, grupos, instituciones que componían el duelo, baste

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— 374 —
de la Escritura la alegría incomparable que se mezclaba con la
común tristeza: ((¡Bienaventurados los muertos que mueren en
el Señor ! A los ojos de los locos parecen deshechos, pero gozan
ya de la paz del Señor».
Al acabar el cántico, ocho salesianos alzaron sobre sus hom-
bros el cadáver del Padre y le condujeron, acompañados de lar-
go cortejo, mientras se entonaba el Benedictus, hasta la capilla
para cantar el último responso.
Después, descendieron por la escalera principal y dejaron el
a,taúd ante la tumba de Don Bosco.
Debajo, a la derecha, estaba abierto un nicho para la inhu-
mación.
Roció el sacerdote otra vez el ataúd con agua bendita y lo co-
locaron en la tumba.
Los albañiles se acercaron para tapar la pared.
Pero antes de que levantaran la piedra que ocultaría para
siempre a sus miradas los restos del Padre tan amado, un sale-
siano, el P. Marchisio, Director de la Casa Madre de Turín, se
adelantó y, con un gesto espontáneo del corazón, dijo esta pa-
labras :
«En nombre de tus hijos repartidos por el mundo entero, dejo jun-
to a tus restos el último adiós de nuestro tierno corazón. En este mo-
mento, delante de estos mármoles, prometemos solemnemente perma-
necer fieles a las enseñanzas que, junto con Don Bosco, nos diste y que
se resumen en estas dos palabras: oración y trabajo. Este es el rami-
llete que depositamos sobre tu tumba.

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— 373 —
decir que hacía más de una hora que habían empezado a caminar
cuando el féretro apareció a la puerta del templo.
Cinco Obispos con mitra blanca precedían el coche fúnebre.
Detrás del coche, el de los pobres y sin flores ni coronas, que lle-
vaba el cadáver, iba el Capítulo Superior de la Congregación Sa-
lesiana, las representaciones de las autoridades civiles, religiosas
y militares, una masa compacta de Salesianos e Hijas de María
Auxiliadora, y detrás un gentío interminable...
Eran unas exequias humildes y pobres, pero al mismo tiem-
po grandiosas e imponentes, impregnadas de gravedad y reco-
gimiento. Del pueblo eran los que estaban estacionados y del
pueblo los que formaban en el duelo ; todos rezaban, todos esta-
ban profundamente emocionados.
El cielo sereno y como de fiesta.
Los corazones, con la persuasión de que el alma que habitó
en aquellos frágiles despojos se bañaba ya en la luz de Dios.
Un periódico de la noche escribía: ((Demostración tan con-
movedora como la que esta tarde ha ofrecido Turín, no se vio
nunca en ninguna parte de Italia. Toda la ciudad acudió a dar el
último adiós al ilustre paisano, amigo y apóstol de la juventud».
Después de este recorrido triunfal, al caer de la tarde, entró
de nuevo en el templo de María Auxiliadora a la sombra de la
Santísima Virgen que tanto había amado. El santuario estaba en-
lutado, las antorchas encendidas, el féretro descansaba sobre hu-
milde catafalco y el Cardenal de Turín, su buen amigo, rezaba
la absolución...
A la mañana siguiente le llevaron sus hijos a su última mo-
rada, en el colegio de Valsalice, donde ya reposaban los restos
de Don Bosco.
Al entrar el coche en el amplio patio, un silencio emocionan-
te se adueñó de la multitud de amigos, bienhechores, alumnos,
antiguos alumnos, religiosos y religiosas que esperaban.
Estalló un coro de voces juveniles expresando con una frase

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EPILOGO
Codo a codo, el Padre y el hijo, anduvieron Don Sosco y Don
Rúa por la tierra durante cuarenta y dos años.
Codo a codo trabajaron y sufrieron en el mismo campo, con
la misma clase social, la juventud pobre y abandonada.
Codo a codo lucharon y triunfaron de los rudos obstáculos
que las fuerzas del mal multiplicaban sobre su camino de apos-
tolado.
Codo a codo, desbordando de alegría, vieron estallar, crecer
y elevarse las espigas de los granos que arrojaron al surco.
Codo a codo respiraron el perfume de las mieses maduras y
codo a codo, durante más de treinta años, las recogieron.
Codo a codo durmieron durante veinte años el sueño de la
muerte en Valsalice, velados por la ternura de sus más jóvenes
hijos, visitados por sus favorecidos e invocados por los corazones
tristes y los cuerpos doloridos.
Pero un día, el 9 de junio de 1929, el Padre se alzó sobre su
tumba, en brazos de un pueblo delirante, y fue llevado en triun-
f o hasta la Basílica de María Auxiliadora. La Iglesia le había ele-
vado al honor de los altares.
Se quedó el hijo solo, como lo había estado durante veintidós
años, desde el 31 de enero de 1888 hasta el 6 de abril de 1910.
¡ Era la soledad de un tiempo!
También él dejó su tumba un día.
Y al igual que dividió durante cuarenta años los trabajos con

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— 376 —
su Padre y durante veinte el silencio de la tumba, fue trasladado
su cuerpo a la Basílica de María Auxiliadora, en cuya cripta es-
pera participar como él de la gloria de los altares.
Aquel día se cumplirá plenamente la promesa que, una ma-
ñana de primavera del año 1847, le hizo en una plaza de Turín:
Mi querido Miguel, nos lo partiremos todo por mitad, ya lo verás.

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CRONOLOGÍA DE LA VIDA DE DON MIGUEL RÚA
9 de junio 1837, nacimiento.
11 de junio 1837, bautismo.
Agosto 1845, primer encuentro con Don Bosoo.
13 abril 1846, primera comunión.
24 septiembre 1853, entrada en el Oratorio.
3 octubre 1853, imposición de sotana.
25 marzo 1855, primeros votos.
17 diciembre 1859, subdiácono.
18 diciembre 1859, Director espiritual de la Congregación.
21 de marzo 1860, diaconado.
28 julio 1860, ordenación sacerdotal.
29 julio 1860, primera misa.
14 mayo 1862, primeros votos trienales.
15 noviembre 1865, profesión perpetua.
20 octubre 1863, Director de Borgo San Martino.
Octubre 1865, prefecto del Oratorio.
29 octubre 1865, prefecto de la Congregación Salesiana.
Septiembre 1869, maestro de novicios.
Otoño 1872, Director del Oratorio.
21 junio de 1876, muerte de su madre.
24 noviembre 1884, vicario general de la Sociedad.
11 febrero 1888, Superior General.

36.8 Page 358

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