CG26|es|Ejercicios espirituales Meditación 8 María Madre y Maestra

EJERCICIOS ESPIRITUALES

CAPÍTULO GENERAL XXVI SDB

MARÍA, MADRE Y MAESTRA



1.- Introducción



Al final de la Instrucción pontificia “Partir desde Cristo”, la Iglesia nos dice: “Contemplemos a María, Madre y Maestra para cada uno de nosotros. Ella, la primer consagrada, ha vivido la plenitud de la caridad. Ferviente en su espíritu, ha servido al Señor; alegre en la esperanza, fuerte en la tribulación, perseverante en la oración; solícita ante las necesidades de los hermanos (cfr. Rom. 12, 11-13). En ella se reflejan y se renuevan todos los aspectos del evangelio, todos los carismas de la vida consagrada” (n. 46).


Este texto nos permite ubicar nuestra reflexión. Evidentemente, no se trata de hacer de María Santísima, en forma por demás anacrónica, “la primera religiosa”: sino de descubrir en Ella “todos los carismas de la vida consagrada” no en forma cuantitativa (“todos”), sino, por decir así, “en su núcleo” fundamental: en cuanto que ha vivido la plenitud de la caridad, del amor. Una comparación con ello podría ser la manera en que santo Tomás de Aquino muestra cómo todas las perfecciones de la Creación se encuentran, en forma absolutamente simple, en Dios (S. Th., I, q. 4, a. 2, Utrum in Deo sint perfectiones omnium rerum).


A esta “síntesis” se acerca la actitud de santa Teresa de Lisieux, cuando, a propósito de la diversidad de vocaciones, se cuestiona:


Siento en mí otras vocaciones: siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir. Siento, en una palabra, la necesidad, el deseo de realizar por ti, Jesús, las más heroicas acciones... Siento en mi alma el valor de un cruzado, de un zuavo pontificio. Quisiera morir sobre un campo de batalla por la defensa de la Iglesia (...) ¿Cómo hermanar estos contrastes? ¿Cómo realizar los deseos de mi pobrecita alma? (...) Como estos deseos constituían para mí durante la oración un verdadero martirio, abrí un día las epístolas de san Pablo, a fin de buscar en ellas una respuesta (...) Leí que no todos pueden ser apóstoles, profetas, doctores, etc.; que la Iglesia está compuesta de diferentes miembros, y que el ojo no podría ser, al mismo tiempo, mano... La respuesta era clara, pero no colmaba mis deseos, no me daba la paz (...) Sin desanimarme, seguí leyendo, y esta frase me reconfortó: ‘Buscad con ardor los dones más perfectos: pero voy a mostraros un camino más excelente’. Y el apóstol explica cómo todos los dones, aun los más perfectos, nada son sin el AMOR (...) Había hallado, por fin, el descanso (...) La caridad me dio la clave de mi vocación (...) Comprendí que sólo el amor era el que ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia: que si el amor llegara a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el evangelio, los mártires se negarían a derramar su sangre... Comprendí que el AMOR encerraba todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que el amor abarcaba todos los tiempos y todos los lugares... En una palabra, ¡que el amor es eterno! Entonces, en el exceso de mi alegría delirante, exclamé: ¡Oh Jesús, Amor mío! Por fin he hallado mi vocación, ¡mi vocación es el AMOR!”.


En nuestra meditación conclusiva, les invito a que “contemplemos” a María Inmaculada Auxiliadora, nuestra Madre y Maestra. En particular, que fijemos nuestra mirada filial en un momento trascendental de nuestra Tradición salesiana: contemplemos a Don Bosco rezando, junto con Bartolomé Garelli. Podemos decir, utilizando una imagen de la física moderna conocida por todos, que esa “Ave María constituye el “átomo de densidad infinita” que, en el big bang del 8 de diciembre de 1841, dio origen a una “explosión carismática” que aún ahora continúa difundiéndose por el mundo, haciendo presente el Amor de Dios para los jóvenes, sobre todo los más pobres y necesitados.


Meditemos, pues, en lo que a diario decimos a la Madre de Dios y Madre nuestra, en el “Ave María”...


2.- “Llena eres de Gracia...”


El saludo del ángel Gabriel a María tiene una densidad extraordinaria: ninguna traducción agota la riqueza del término original Tratando de ahondar teológicamente en esta palabra, podemos subrayar, en primer lugar, su carácter de gratuidad. “Llena de gracia” en este primer sentido quiere decir = gratuidad en su máxima expresión. Aquí se manifiesta en grado insuperable el carácter gratuito del Amor de Dios, que precede a cualquier actitud humana, que es siempre respuesta frente a la iniciativa de Dios. “No somos nosotros quienes hemos amado a Dios, sino que es Él quien nos amó primero” (cfr. 1 Jn 4, 10): esto podemos aplicarlo, no sólo a cada uno de nosotros, sino también, y en primer lugar, a María.


La tradición unánime de la Iglesia, y su interpretación guiada por el Espíritu Santo a través de los siglos, culmina en la declaración dogmática del beato Pío IX en 1854, proclamando su Inmaculada Concepción. Sin embargo, en ocasiones existe el peligro de olvidar que en este dogma de fe no se nos habla, en primer lugar, de algo que ha hecho María, sino de lo que Dios ha hecho en Ella, en favor nuestro. Incluso nuestras Constituciones podrían leerse inadecuadamente, si no acentuamos la iniciativa de Dios, desde el mismo primer instante de su existencia: “María Inmaculada y Auxiliadora nos educa a la plenitud de la donación al Señor y nos infunde ánimo en el servicio a los hermanos” (C 92). No olvidemos que la consagración es siempre obra de Dios, no nuestra; y que al contemplar a María Inmaculada estamos contemplando el fruto más perfecto del “sistema preventivo” de Dios.


En este sentido, la insistencia de la teología, reflejada en la liturgia, que busca subrayar la “pre-destinación” de la Madre de Dios (que utiliza lecturas del AT en sentido alegórico, como Prov. 8, 22-36 y Ecclo. 24, 3-22) es aceptable, con tal que no la separe del resto de la humanidad: ya que, en realidad, todos hemos sido predestinados por Dios “desde antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo” (Ef 1, 4-5). María es la predestinada por excelencia, no por exclusividad (o, menos aún, por exclusión).


3.- “El Señor está contigo...”


Esta sencilla frase del saludo angélico es la síntesis más breve de la Alianza, y es lo que el Señor promete, como garantía, a quienes llama a su servicio (recordemos, sobre todo, el caso de Jeremías). “Llena de Gracia” quiere decir, en su sentido más profundo, “llena de DIOS”. La Gracia no es “algo”, sino “Alguien”: Dios Trino y Uno, Dios-Amor, que se nos da gratuitamente y en forma total e irreversible, en Cristo. Conviene hacer notar que, en varios textos del AT, esta presencia de Dios en medio de su pueblo provoca, en primer lugar, la alegría. ¡Lástima que hemos perdido, en casi todas las lenguas, este matiz del texto bíblico lucano: Alégrate! Entre otros muchos textos, recordemos a Sofonías:


¡Grita alborozada, Sión, lanza clamores, Israel,

celébralo alegre de todo corazón, ciudad de Jerusalén!

¡Yahvé, Rey de Israel, está en medio de ti, ya no temerás mal alguno!

Aquel día se dirá a Jerusalén:

¡No tengas miedo, Sión, no desfallezcan tus manos!

Yahvé tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador!

Exulta de gozo por ti, te renueva con su amor;

Danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta

(Sof. 3,14-18).


Esta presencia única de Dios en Ella es el principio fundamental de su ser-consagrada: pues no se realiza a través de alguna criatura: sino que consiste, precisamente, en este “poner Dios su morada en”. Aquí radica la diferencia del concepto de santidad respecto a otras religiones, en las que lo Sagrado es lo separado, lo “intocable”, lo Inaccesible; aquí, en cambio, el Dios tres veces Santo hace partícipe de su Santidad a través de su cercanía en el amor, que en María resulta plena, incluso a nivel “físico”, mediante la Encarnación. Por ello, podemos proclamarla, también en este sentido, la “Consagrada” por antonomasia; sin olvidar que no por ello se separa de nosotros, sino al contrario: nos invita a seguir su ejemplo.


Finalmente, podemos todavía descubrir un tercer sentido en la expresión llena de Gracia: el efecto que produce la presencia total de Dios en ella, que la convierte en la “Agraciada” por excelencia, la Tota Pulchra, Aquella que dirá, en el cántico del Magnificat: “Por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mi favor cosas grandes el Poderoso, Santo es su Nombre” (Lc. 1, 48-49).


4.- “...hágase en Mí según tu Palabra...”


La acentuación de la iniciativa libre y gratuita de Dios, y la consagración, en cuanto obra divina, no debe hacernos olvidar que Él ha querido necesitar la respuesta humana. Lo podemos ver en los modelos bíblicos del AT y NT, y no podía ser menos en el caso supremo de colaboración con Dios: la Maternidad divina de María, que, como dice san Agustín, “concibió al Hijo de Dios en su corazón por su libre obediencia, antes de concebirlo en su seno virginal”.


Sin embargo, aquí podría surgir una duda: ¿podemos hablar realmente de la libertad de María, ante todo lo anterior? ¿Qué sentido tendría hablar de la Inmaculada Concepción, de la plenitud de Gracia, etc., si todo dependiera de un humano, posterior a todo ello? Por otra parte, si negáramos el carácter libre de la aceptación por parte de la jovencita de Nazaret, a la vez que la separaríamos totalmente del resto de la humanidad, llegaríamos a un absurdo: afirmar que la colaboración humana con Dios en su momento culminante no ha sido realmente humana, esto es: ha carecido de conciencia y libertad.


Me parece que podemos encontrar una maravillosa respuesta, ahondando en un aspecto típico de nuestro Carisma. Don Bosco, cuando hablaba de poner a los muchachos “en la imposibilidad moral de pecar”, no se refería a coartar su libertad -lo cual, por otra parte, habría sido imposible-, sino a tratar de robustecer sus motivaciones de fe y amor al Señor, dirigiéndose, no sólo a su inteligencia racional y lógica (como lo hace también el sistema represivo), sino sobre todo a su corazón: pues la educación, a nivel humano y también de la fe y en la fe, “es cuestión del corazón”.


En otras palabras: Don Bosco estaba convencido (y es una convicción que toca el meollo mismo de la antropología y la moral cristiana) que, entre más experimentemos el Amor de Dios como fuente máxima (y única) de auténtica felicidad, más difícil será (“moralmente imposible”) el alejarnos de Él, conservando, sin embargo, íntegra nuestra libertad. Dicho fortalecimiento, además de implicar el contacto personal, encontraba su lugar privilegiado en la cualificación del ambiente, rico de valores humanos y cristianos, y en la asistencia auténticamente salesiana, que no es en absoluto la de un gendarme garante del “orden”, sino de una mediación visible del Amor de Dios. Esta “ecología formativa” como la llama el Rector Mayor es uno de los elementos fundamentales del Oratorio como criterio salesiano: “Al realizar nuestra Misión, la experiencia de Valdocco sigue siendo criterio permanente de discernimiento y renovación de toda actividad y obra” (C 40).


Todo ello nace también de la identidad del amor, aun a nivel humano: con mucha mayor razón hablando del Amor de Dios, que no quita en absoluto la libertad, pero tampoco la deja neutral: sino que la robustece, para poder corresponder al amor recibido, con la propia respuesta libre de amor. Sólo así podemos entender el sentido profundo de nuestra obediencia, la cual “conduce a la madurez, haciendo crecer la libertad de los hijos de Dios” (C SDB 67).


En esta perspectiva, la misma pregunta de María: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34), no expresa duda, ni tampoco pone condiciones: sino que es la pregunta de quien, desde una fe incondicional, quiere colaborar lo más consciente y libremente posible. Tan es así, que la respuesta del ángel no es respuesta: en el fondo, lo que dice es: “Se trata de Dios, y de su Plan... ¿confías en Él?”


Incluso la “prueba” que le da, el embarazo de Isabel, que en ese momento no puede “verificar” María, es más bien una motivación para acudir en su ayuda y servicio, como se nos dice inmediatamente en el evangelio. No se trata, pues, de una prueba “teórica”, que tienda a satisfacer la curiosidad de María, o simplemente a iluminar su inteligencia, sino una “prueba práxica” que la pone en movimiento, para acompañar y servir a su pariente Isabel.


La fe de María se traduce en la obediencia incondicional. Ella acepta, paradójicamente, con plena libertad, convertirse en la “esclava” del Señor: “hágase en mí según tu Palabra”.


5.- “...Bendita Tú entre las mujeres...”


Esta plenitud de la consagración de María conduce a una misión: ante todo, la de ser la Madre del Hijo de Dios hecho Hombre; pero, inseparablemente, la de donarlo para la salvación del mundo, imitando humanamente, por decir así, la acción del Padre: “Dios amó tanto al mundo, que le entregó a su Hijo único” (Jn. 3, 16): todo ello, “por obra del Espíritu Santo”. Este llevar a Dios a quienes El mismo nos envía es la concretización de nuestra consagración, a imagen de María, quien “nos educa para la donación plena al Señor y nos alienta en el servicio a los hermanos” (C 92).


Es, por ello, inseparable la Anunciación de la visitación: “se puso en camino María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá” (Lc. 1, 39). La presencia de María, que lleva consigo al Salvador, es fuente de alegría desbordante (la misma con la que el ángel la saluda): ¡incluso para el niño Juan Bautista, todavía en el seno de su madre! Isabel reitera a María esta promesa de felicidad, indicando, además, su raíz: la fe. “¡Feliz la que ha creído, porque se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc. 1, 45).


Es muy interesante constatar que aquí estamos ante la primera “bienaventuranza” evangélica; y que la última bienaventuranza, formando con ella una maravillosa “inclusión” tiene el mismo contenido: la fe: “...dichosos los que, aun sin ver, creen” (Jn. 20, 29). Sin la perspectiva de la fe, no podemos comprender ni aceptar las “otras” bienaventuranzas que Jesús presenta (por ejemplo, en Mt. 5, 3-12; Lc. 6, 20-23). Pero podemos decir todavía una palabra a este respecto: María, ante el anuncio de la Resurrección de Jesús, su Hijo, se encuentra entre quienes “sin ver, han creído”: no existe ningún texto evangélico que nos hable de una “aparición” de Jesús resucitado a su Madre santísima: y considero que, en vez de inventar apariciones, o recurrir a textos apócrifos del pasado o del presente (que también los hay), es mucho más enriquecedor constatar esta consoladora ausencia, que la coloca junto con nosotros, invitándonos a que, también nosotros, seamos “felices porque hemos creído”.


Finalmente, Isabel “exclamó a gritos: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!” (Lc. 1, 42). ¿Cómo entender esta “bendición” doble, si no es desde la fe? Pues es necesario reconocer que, humanamente hablando, la elección-vocación-misión de María no le facilitó la vida, ni la realización de sus planes: al contrario... Aceptar el plan de Dios en nuestra vida no significa que, automáticamente, ésta nos será más fácil o llevadera. El Señor nos garantiza, como vemos en la vida de Abraham, Moisés, Jeremías, María, sólo una cosa: “Yo estaré contigo”. “Nada ni nadie nos puede apartar del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom. 8, 39).


Esta escena maravillosa culmina con el Magnificat: María alaba a Dios por lo que ha hecho en su vida, “porque ha puesto sus ojos en la pequeñez de su esclava” (Lc. 1, 48), e inserta esta elección de Dios en la perspectiva de su fidelidad y, en consecuencia, como cumplimiento de sus promesas (cfr. Lc. 1, 54-55): ¡es un Dios Santo, que acoge a los humildes, pobres y hambrientos, y nada puede hacer ante la autosuficiencia de los ricos, poderosos y soberbios! En el fondo, podemos encontrar aquí, en una maravillosa síntesis, lo que constituye el meollo de los consejos evangélicos: la primacía de Dios y el deseo de unión con El realizando plenamente su Voluntad (obediencia) como expresión del amor (castidad), en el total despojamiento de sí misma (pobreza). ¡Es, en verdad, la primera Consagrada!



6.- La Santísima Virgen María Inmaculada Auxiliadora en el Carisma Salesiano


Se trata, sin duda, de un tema central en nuestro Carisma, pero al mismo tiempo, imposible de abarcar en todas sus dimensiones. Me limitaré a subrayar los textos constitucionales en los que aparece.


Sabemos que hay dos artículos totalmente dedicados a María: el 8 (nuevo, en la redacción definitiva de 1984) y el 92. Se encuentran en contextos muy diversos: el primero, dentro de la descripción de nuestra identidad fundamental, y esto hace más relevante su contenido; y el segundo, en la sección de nuestra vida de oración, caracterizada como “en diálogo con el Señor”.


En el artículo 8, se subraya la acción de la Santísima Virgen María en la vida de nuestro padre y fundador con tres verbos: “indicó su campo de acción entre los jóvenes – guió – sostuvo, especialmente en la fundación de nuestra Sociedad”. Todo ello, sin duda, se ubica dentro del Plan de Dios, como lo dice el inicio mismo de nuestras Constituciones: “El Espíritu Santo suscitó, con la intervención materna de María, a san Juan Bosco” (C 1).


En forma semejante, “creemos que María está presente entre nosotros y continúa su misión de Madre de la Iglesia y Auxiliadora de los cristianos”. Plenamente convencidos de ello, quizá la pregunta que debemos poner ante nuestros ojos y nuestro corazón es: ¿también nosotros dejamos que María Santísima nos indique nuestro campo de acción, nos guíe y nos sostenga?


En el contexto de la Misión salesiana, María nos educa con la triple actitud teologal: con una clara referencia al Magnificat,“Nos confiamos a Ella, humilde sierva en quien el Señor ha hecho grandes cosas, para ser, entre los jóvenes, testigos del amor inagotable de su Hijo” (C 8); “la hacemos conocer y amar como a la Mujer que creyó y que auxilia e infunde esperanza” (C 34).


El artículo 92, en el contexto de la oración, nos presenta a María ante todo como Modelo a contemplar e imitar, sobre todo en la entrega, inseparable, a Dios y a los jóvenes: “María Inmaculada y Auxiliadora nos educa para la donación plena al Señor y nos alienta en el servicio a los hermanos”.


Finalmente, en el contexto de la vida entera del salesiano, entendida como experiencia permanente de formación, y en consecuencia, como un proceso que nunca termina, encontramos un título sencillo, pero de una densidad extraordinaria: María, Madre y Maestra (C 98). El contexto de este artículo nos invita a sentirnos “hijos en el Hijo”, a dejar que también a cada uno de nosotros María nos dé un cuerpo y un corazón como el de Cristo, en particular para que, como decíamos antes, nos enseñe a amar, como enseñó a Don Bosco (cfr. C 84); más aún: como enseñó y educó a Jesús.


Quisiera terminar concretizando aún más la presencia de la Virgen María en nuestro Carisma, partiendo de una constatación que está implícita en todo lo que hemos dicho arriba.


Es indudable que la Madre del Señor tiene, en nuestro Carisma, una relevancia singular: basta recordar la frase de Don Bosco: “Ella lo ha hecho todo”. Esta relevancia: casi me atrevo a decir: esta centralidad, ¿pertenece sólo a la experiencia personal de Don Bosco, ligado a su tiempo y a su situación, o es parte integrante de nuestra identidad salesiana?


Pienso que todos estamos convencidos de que no es sólo un elemento aleatorio, simple vestigio de la devoción personal de nuestro Padre. Entre otros muchos posibles elementos de respuesta, yo quisiera subrayar uno, que brota precisamente de la fuente misma de nuestro Carisma. Pensemos, ante todo, en los destinatarios prioritarios de nuestra Misión: los niños y jóvenes “más pobres, abandonados y en peligro”; esto es: muchachos que, humanamente hablando, “valen” muy poco o nada: pero que, precisamente por eso, son los predilectos de Dios, pues el Amor de Dios –lo hemos reflexionado en todos estos días- es incondicional, y tiene siempre la iniciativa: no nos ama porque seamos amables, sino que somos amables, esto es: dignos de ser amados, porque Él nos ama. “Quia amasti me, Domine, fecisti me amabilem”, dice genialmente san Agustín.


Pues bien: ¿no es la incondicionalidad un rasgo típicamente femenino-materno del amor, así como la exigencia (bien entendida) es el correspondiente masculino-paterno? No entendería nada, ni podría compartir nada de la situación de los jóvenes destinatarios prioritarios de nuestra Misión, quien, incluso amándolos, no comenzara por amarlos incondicionalmente; más aún: maternalmente. ¿No será que el no tomar en serio esto, nos puede estar indicando un olvido peligroso de nuestra predilección carismática? Sin duda, hay jóvenes con quienes no es necesario comenzar con el rasgo de la incondicionalidad, en nuestro amor y nuestro trabajo educativo-pastoral con ellos; pero, precisamente por eso, ¿se trata de nuestros destinatarios prioritarios? Es con éstos, ante todo, con quienes debemos ser, ineludiblemente, “padres maternales”.


Creo que aquí podemos ubicar perfectamente la significatividad teológica de María, Inmaculada Auxiliadora, en nuestro Carisma: como “el rostro materno del Amor de Dios”.


El Rector Mayor, al final de su Carta: “Tú eres mi Dios, fuera de Ti no tengo ningún bien”, nos invita: “A Ella (María) pidamos que nos enseñe a abrirnos a la acción transformadora y santificadora del Espíritu. A Ella confiemos nuestra vocación salesiana para que nos haga ‘signos y portadores del Amor de Dios a los jóvenes’” (ACG 382, p. 28).


En este momento trascendental de la Congregación, ¡confiemos a Ella nuestro Capítulo General, para que a todos nosotros, y a todos los hermanos de nuestra Congregación esparcidos en el mundo entero, nos obtenga la gracia de nuestro Padre Dios de una profunda renovación en nuestra identidad carismática y en nuestra pasión apostólica, para la salvación de nuestros queridos jóvenes!

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