1.4 Jesus Creyente Fiel

9

Documento 1.4. Jesús, creyente fiel

C ómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy

Curso de Formación para laicos / SSCC Patagonia Norte (ABB)


  • Documentos para profundizar lo abordado en cada encuentro






1.4. Jesús, creyente fiel


La experiencia de Dios fue central y decisiva en la vida de Jesús. El profeta itinerante del reino, curador de enfermos y defensor de pobres, el poeta de la misericordia y maestro del amor, el creador de un movimiento nuevo al servicio del reino de Dios, no es un hombre disperso, atraído por diferentes intereses, sino una persona profundamente unificada en torno a una experiencia nuclear: Dios, el Padre de todos. Es él quien inspira su mensaje, unifica su intensa actividad y polariza sus energías. Dios está en el centro de esta vida. El mensaje y la actuación de Jesús no se explican sin esa vivencia radical de Dios. Si se olvida, todo pierde su autenticidad y contenido más hondo: la figura de Jesús queda desvirtuada, su mensaje debilitado, su actuación privada del sentido que él le daba.


La experiencia que Jesús hace de Dios

¿Qué experiencia de Dios tiene Jesús? ¿Quién es Dios para él? ¿Cómo se sitúa ante su misterio? ¿Cómo le escucha y se confía a su bon­dad? ¿Cómo lo vive? No es fácil responder a estas preguntas. Jesús se muestra muy discreto sobre su vida interior. Sin embargo, habla y actúa de tal manera que sus palabras y sus gestos nos permiten vislumbrar de alguna manera su experiencia.


Hay algo que se percibe enseguida. Jesús no propone una doctrina so­bre Dios. Nunca se le ve explicando su idea de Dios. Para Jesús, Dios no es una teoría. Es una experiencia que lo transforma y le hace vivir buscan­do una vida más digna, amable y dichosa para todos. No pretende en nin­gún momento sustituir la doctrina tradicional de Dios con otra nueva. Su Dios es el Dios de Israel: el único Señor, creador de los cielos y de la tierra, el salvador de su pueblo querido, el Dios cercano de la Alianza en el que creen los israelitas. Ningún sector judío discute con Jesús sobre la bondad de Dios, su cercanía o su acción liberadora. Todos creen en el mismo Dios.

La diferencia está en que los dirigentes religiosos de aquel pueblo aso­cian a Dios con su sistema religioso, y no tanto con la felicidad y la vida de la gente. Lo primero y más importante para ellos es dar gloria a Dios ob­servando la ley, respetando el sábado y asegurando el culto del templo. Je­sús, por el contrario, asocia a Dios con la vida: lo primero y más impor­tante para él es que los hijos e hijas de Dios disfruten de la vida de manera justa y digna. Los sectores más religiosos se sienten urgidos por Dios a cuidar la religión del templo y el cumplimiento de la ley. Jesús, por el con­trario, se siente enviado a promover la justicia de Dios y su misericordia.

Jesús sorprende no porque expone doctrinas nuevas sobre Dios, sino porque lo implica en la vida de manera diferente. No critica la idea de Dios que se transmite en Israel, pero se rebela contra los efectos deshu­manizadores que produce esa religión tal como está organizada. Lo que más escandaliza es que Jesús no duda en invocar a Dios para condenar o transgredir la religión que lo representa oficialmente, siempre que esta se convierte en opresión y no en principio de vida. Su experiencia de Dios le empuja a liberar a las gentes de miedos y esclavitudes que les impiden sentir y experimentar a Dios como él lo siente y experimenta: amigo de la vida y de la felicidad de sus hijos e hijas.

Jesús nació en un pueblo creyente. Como todos los niños y niñas de Na­zaret, aprendió a creer en el seno de su familia y en los encuentros que se celebraban los sábados en la sinagoga. Más tarde conocería en Jerusalén la alegría religiosa de aquel pueblo que se sentía acompañado a lo largo de su historia por un Dios amigo al que alababan y cantaban en las gran­des fiestas. ¿Es posible captar algo de lo que Jesús interiorizó de las dife­rentes tradiciones religiosas que alimentaban la espiritualidad de Israel? ¿Qué es lo que quedó más grabado en su corazón?


Dios es el amigo de Israel

Las tradiciones históricas judías no hacen sino contar, recordar y celebrar los gestos que va teniendo con su pueblo. Desde el comienzo, Dios ha sido su aliado: cuando los israelitas vivían como esclavos del faraón, él escuchó sus gritos, tuvo compasión de aquel pequeño pueblo oprimido por el poderoso Imperio egipcio, lo liberó de la esclavitud y lo llevó a una tierra escogida por él para que Israel pu­diera vivir en libertad. Esta es la experiencia central que Jesús capta en la fe de su pueblo. No es una fe ingenua. Dios actúa en la historia de Israel, pero nadie lo confunde con un líder o un rey humano. Dios es trascen­dente. Nadie lo puede ver ni experimentar directamente (por eso, en el pueblo judío estaba severamente prohibido cualquier tipo de imágenes que pretendieran representar físicamente a Dios), pero actúa en lo más profundo de los acontecimientos. Lo que ocurre en la historia tiene sus propias causas y protagonistas. Todos saben que es así, pero Dios está actuando en el interior de la vida movido por su deseo de ver al pueblo libre y dichoso. Los israelitas lo tratan de “sugerir” por medio de símbolos diversos. La acción de Dios es como la del “viento”, que nadie lo puede ver, pero cuyos efectos se sienten; es también como la acción de la “palabra”, que, cuando sale de la boca, es aliento que no se ve, pero cuya fuerza se puede observar cuando se cumple lo pronunciados.

En la tradición religiosa de Israel se dice que Dios es “Espíritu”, que literalmente significa aire, aliento o viento.

Desde niño quedó grabada en Jesús la imagen de este Dios salvador, preocupado por la felicidad del pueblo, un Dios cercano que actúa en la vida movido por su ternura hacia los que sufren. Su propio nombre se lo recordaba: Yeshúa, “Yahvé salva”. Esta convicción llena de gozo su cora­zón: Dios busca lo mejor para sus hijos e hijas. Sin embargo, no parece interesarse mucho por lo que Dios hizo en el pasado: no habla de la libe­ración de Egipto o del éxodo de su pueblo hasta llegar a la tierra prome­tida.

Jesús siente a Dios actuando ahora, en el presente. La acción creadora de Dios no es algo del pasado: mientras recorre los caminos de Galilea, él mismo intuye su aliento de vida alimentando a los pájaros del cielo y vistiendo de colores a las flores del campo. Tampoco la acción sal­vadora de Dios es algo que solo pudieron contemplar los antepasados: él capta la presencia de su Espíritu al curar a los enfermos y al liberar del mal a los poseídos por “espíritus malignos”. No fue solo Moisés o los grandes líderes del pueblo quienes escucharon en otro tiempo la Palabra de Dios, Jesús se alegra de que las gentes más sencillas e ignorantes escu­chen ahora la revelación del Padre.

Jesús va conociendo también el mensaje de los profetas de Israel. Su pa­labra era escuchada con atención en las sinagogas, antes de traducirla y comentarla en arameo para que todos la entendieran mejor. Los profetas eran los centinelas que habían alertado siempre al pueblo de su pecado. El “pueblo de Dios” estaba llamado a ser espejo de su justicia y de su aten­ción compasiva a los oprimidos: en Israel se debía tratar a los pobres, huérfanos, viudas y extranjeros recordando lo que Dios había hecho con ellos cuando “eran esclavos en el país de Egipto” (Deuteronomio 24, 17-22). Los profetas no tienen duda alguna: introducir en el pueblo de Dios injusticias y cometer abusos contra los más débiles es sencillamente destruir la Alianza. Dios no puede permanecer indiferente. Los profetas van anunciando en cada caso su jui­cio sobre Israel y sus dirigentes: “Ustedes odian el bien y aman el mal, arrancan a mi pueblo la piel de encima y la carne de sus huesos... Dios les esconderá su rostro por los crímenes que cometieron” (Miqueas 3, 2. 4) Así gritaba este profeta, nacido de una familia campesina, como Jesús, que fustigó los abusos sociales y las injusticias que se cometían contra los pobres en Samaría y Jerusalén (738-693 a. C.). Este juicio no es la reacción de un Dios rencoroso o vengativo, sino la expresión de su amor hacia las víctimas. Su ira contra los injustos es la otra cara de su compa­sión hacia los oprimidos; las dramáticas amenazas que pronuncian los profetas no hacen sino revelar todavía con más fuerza el compromiso de Dios por ver hecho realidad su deseo de un mundo donde reine su justi­cia. Esto es lo único que Dios quiere del ser humano: “Que defienda la jus­ticia, ame con ternura y camine humildemente con su Dios” (Miqueas 6, 8).

Así lo entiende siempre Jesús. Dios es para él el gran defensor de las víctimas, el que lo empuja a convivir con los pobres y acoger a los exclui­dos. A ese Dios invoca para combatir la injusticia, condenar a los terrate­nientes y amenazar incluso a la religión del templo; un culto vacío de justi­cia y compasión no merece otro futuro que el de su destrucción. Dios es amor al que sufre y, precisamente por eso, es juicio contra toda injusticia que deshumaniza y hace sufrir. Sin embargo, Jesús vive siempre más con­movido por el amor salvador de Dios que por su juicio. Le fascina el per­dón insondable de Dios, totalmente inmerecido por los seres humanos.

Puede percibir este mensaje de Dios escuchando a los profetas que con­solaron al pueblo después de su destierro.

Jesús se nutre también de la tradición sapiencial de Israel.

Probablemente es sobre todo en la oración de los salmos donde ali­menta Jesús su experiencia de Dios. Algunos los guarda en la memoria de su corazón, pues son salmos que los judíos repiten al despertarse y al acostarse, o al bendecir la mesa; otros se recitan en la oración de los sába­dos, o los cantan al peregrinar a Jerusalén, o en las celebraciones del tem­plo. En este pueblo profundamente religioso fue alimentando Jesús su experiencia de Dios.


Su propia experiencia de Dios

Pero no se contenta con rememorar y revivir el itinerario espiritual de Is­rael. Busca a Dios en su propia existencia y, lo mismo que los profetas de otros tiempos, abre su corazón a Dios para escuchar lo que quiere decir en aquel momento a su pueblo y a él mismo. Se adentra en el desierto y es­cucha al Bautista; busca la soledad de lugares retirados; pasa largas horas de silencio. Y el Dios que habla sin pronunciar palabras humanas se con­vierte en el centro de su vida y en la fuente de toda su existencia. Las fuen­tes cristianas coinciden en afirmar que la actividad profética de Jesús co­menzó a partir de una intensa y poderosa experiencia de Dios. Con ocasión de su bautismo en el Jordán, Jesús experimenta algún tipo de vivencia que transforma decisivamente su vida. No permanece por mucho tiempo junto al Bautista. Tampoco vuelve a su trabajo de artesano en la aldea de Naza­ret. Movido por un impulso interior incontenible, comienza a recorrer los caminos de Galilea anunciando a todos la irrupción del reino de Dios.

Nada puede expresar mejor lo vivido por Jesús que esas palabras inson­dables: “Tú eres mi hijo querido”. Todo es diferente de lo vivido trece si­glos antes por Moisés en el monte Horeb, cuando se acerca tembloroso a la zarza ardiendo, descalzo para no manchar la tierra sagrada (Éxodo 3,1-14)). Dios no dice a Jesús: “Yo soy el que soy”, sino “tú eres mi hijo”. No se muestra como Misterio inefable, sino como un Padre cercano que dialoga con Je­sús para descubrirle su misterio de Hijo: “Tú eres mío, eres mi hijo. Tu ser entero está brotando de mí. Yo soy tu Padre”. El relato subraya el carácter entrañable y gozoso de esta revelación. Así la escucha Jesús en su inte­rior: “Eres mi hijo querido, en ti me complazco”. Te quiero entrañable­mente. Me llena de gozo que seas mi Hijo. Me siento feliz. El texto sugiere probablemente el gozo de Dios, que se alegra por la bondad de sus criaturas (Génesis 1,27-28) y alcanza una intensidad plena con Jesús. Jesús res­ponderá con una sola palabra: Abbá. En adelante no lo llamará con otro nombre cuando se comunique con él. Esa palabra lo dice todo: su con­fianza total en Dios y su disponibilidad incondicional.

La vida entera de Jesús transpira esta confianza. Todo lo hace animado por esa actitud genuina, pura, es­pontánea, de confianza en su Padre. Busca su voluntad sin recelos, cálcu­los ni estrategias. No se apoya en la religión del templo ni en la doctrina de los escribas; su fuerza y su seguridad no provienen de las Escrituras y tradiciones de Israel nacen del Padre. Su confianza hace de él un ser li­bre de costumbres, tradiciones o modelos rígidos; su fidelidad al Padre le hace actuar de manera creativa, innovadora y audaz. Su fe es absoluta. Por eso le apena tanto la “fe pequeña” de sus seguidores y le alegra la confianza grande de una mujer pagana. Mateo contrapone la “fe pequeña” de los discípulos (16, 8; 17, 20) con la “fe grande” de algunos paganos (8, 10; 15, 28).

Esta confianza genera en Jesús una docilidad incondicional ante su Pa­dre. Solo busca cumplir su voluntad. Es lo primero para él. Nada ni nadie le apartará de su camino: como hijo bueno busca ser la alegría de su Padre; como hijo fiel vive identificándose con él e imitando siempre su modo de ac­tuar. Esta es la motivación secreta que lo alienta en todo. “Obediencia” y “obedecer” son términos ausentes en los dichos de Jesús. Su actitud ante el Padre no consiste en cumplir “leyes” dictadas por él, sino en identificarse con él y buscar lo que más le agrada: la vida plena de sus hijos e hijas. Las fuentes cris­tianas han conservado el recuerdo de que Jesús fue tentado.

El relato de las tentaciones se puede leer en Mc 2, 12-13; Lc 14, 1-13; Mt 4, 1-11. La mayoría de los autores lo interpretan como una reflexión teoló­gica en torno a las luchas internas de Jesús a lo largo de su vida. Según la fuente Q (en Lucas y Mateo), Jesús es tentado en el desierto después de cuarenta días de ayuno, reviviendo así las tentaciones de idolatría que vivió Israel cuando sentía hambre en el desierto. Este tipo de lectura actualizada del pasado es un género literario muy conocido entre los judíos y se llamaba hagadá.

Las tentaciones no son de orden moral. Su verdadero trasfondo es más hondo: la crisis pone a prueba su actitud última ante Dios: ¿cómo ha de vivir su ta­rea?, ¿buscando su propio interés o escuchando fielmente su Palabra?, ¿cómo ha de actuar?, ¿dominando a los demás o poniéndose a su servicio?, ¿buscando su propia gloria o la voluntad de Dios? Las tres citas del Deuteronomio (8, 3; 6, 13; 6, 16) con las que Jesús responde al tentador expresan la voluntad de Dios. El recuerdo que quedó entre sus seguidores no deja lugar a dudas: Jesús vive a lo largo de su vida situaciones de oscuridad, conflicto y lucha interior, pero se mantiene siem­pre fiel a su Padre querido.

En el Jordán, Jesús no vive solo la experiencia de ser Hijo querido de Dios. Al mismo tiempo se siente lleno de su Espíritu. Ve que, de aquel cielo abierto, “el Espíritu descendía sobre él”. El Espíritu de Dios, que crea y sostiene la vida, que cura y da aliento a todo viviente, viene a lle­narlo de su fuerza vivificadora. Jesús lo experimenta como Espíritu de gracia y de vida. Baja sobre él con suave murmullo, “como una pa­loma”. Lo llena no para juzgar, condenar o destruir, sino para curar, li­berar de “espíritus malignos” y dar vida.

Jesús experimenta en él la fuerza del Espíritu con tal intensidad que, consciente de su poder vivificador, se acercará a los enfermos a curarlos de su mal; lo único que les pide es fe en esa fuerza de Dios que actúa en él y a través de él. Lleno del Espíritu bueno del Padre, no siente miedo alguno para enfrentarse a espíritus malignos con el fin de hacer llegar la misericordia de Dios a las gentes más indefensas y esclavizadas por el mal. Jesús ve en esas curaciones el “dedo de Dios” o, como dice Mateo, el “Espíritu de Dios”. Si expulsa a los demonios es que el Espíritu libera­dor de Dios está actuando en él y a través de él; su victoria sobre Satán es el mejor signo de que Dios quiere salud y vida liberada para sus hijos (Lc 11, 20; Mt 12, 28).

Jesús no olvidó nunca su experiencia del Jordán. En medio de su intensa actividad de profeta itinerante cuidó siempre su comunicación con Dios en el silencio y la soledad. Las fuentes cristianas han conservado el re­cuerdo de una costumbre que causó honda impresión: Jesús se solía reti­rar a orar. No se contenta con rezar en los tiempos prescritos para todo judío piadoso, sino que busca personalmente el encuentro íntimo y silen­cioso con su Padre. Esta experiencia, repetida y siempre nueva, no es una obligación añadida a su trabajo diario. Es el encuentro que anhela su co­razón de Hijo, la fuente de la que necesita beber para alimentar su ser.


Una fuerte experiencia de oración...

Jesús nació en un pueblo que sabía rezar. En Israel no se vivía la crisis religiosa que se observa en otros pueblos del Imperio. Todo judío piadoso comienza y termina el día confesando a Dios y bendiciendo su nombre. Esta oración de la mañana y de la noche es una costumbre consolidada ya en tiempos de Jesús. Todos los varones se sienten obligados a practicarla a partir de los trece años. Probablemente, Jesús no pasa un solo día de su vida sin hacer la oración de la mañana al salir el sol y la oración de la noche antes de ir a dormir.

Había también otra oración que se decía a las tres de la tarde, en el momento en que se ofrecía el “sacrificio vespertino” en el templo de Jerusalén.

Tanto la oración del amanecer como la del anochecer comenzaban con la recitación del Shemá, que no es propiamente una oración, sino una con­fesión de fe. Curiosamente, el orante no se dirige a Dios, sino que lo es­cucha: “Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Guarda en tu corazón estas palabras que hoy te digo...” El Shemá estaba compuesto por tres textos tomados del Deuteronomio 6, 4-9; Deutero­nomio 11, 13-21 y Números 15, 37-41. ¿Cómo escucha Jesús cada mañana y cada noche esta llamada insistente a amar a Dios con todo el corazón y todas las fuerzas? Al parecer, la lleva profundamente grabada en su interior, pues durante el día la recuerda y en alguna ocasión la cita explícitamente (Mc 12, 29).

Al Shemá le seguía una oración formada por dieciocho bendiciones (Shemoné esré). La llamaban también Amidá, porque se pronunciaba de pie, o sencillamente Tefilá, la “oración” por excelencia. Todos los días la repetía Jesús dos veces. Algunas de las bendiciones tuvieron sin duda un eco muy hondo en su corazón. ¿Qué siente este profeta que, durante la jornada va a comer con pecadores e in­deseables, al pronunciar esta bendición conmovedora: “Perdónanos, Pa­dre nuestro, pues hemos pecado contra ti. Borra y aleja nuestro pecado de delante de tus ojos, pues tu misericordia es grande. Bendito seas, Se­ñor, que abundas en perdón” ¿Con qué confianza y gozo pronuncia esta otra bendición que lo invita desde la mañana a sanar heridas y curar en­fermos: “Cúranos, Señor, Dios nuestro, de todas las heridas de nuestro corazón. Aleja de nosotros la tristeza y las lágrimas. Apresúrate a curar nuestras heridas. Bendito seas, que curas a los enfermos de tu pueblo”? ¿Qué se despertaba en su corazón cuando repetía dos veces al día estas palabras: “Reina tú solo sobre nosotros. Bendito eres, Señor, que amas la justicia”? ¿Qué sentía al invocarlo así: “Escucha, Señor, Dios nuestro, la voz de nuestra oración. Muéstranos tu misericordia, pues tú eres un Dios bueno y misericordioso. Bendito seas, Señor, que escuchas la oración”? (Bendiciones nn. 6, 8, 11 y 15, respectivamente.)

Jesús no se contenta con cumplir rutinariamente la práctica general. A veces se levanta muy de madrugada y se va a un lugar solitario a orar ya antes del amanecer; otras veces, al terminar el día, se despide de todos y prolonga la oración del atardecer durante gran parte de la noche. (Mc 1, 35; 6, 46; 14, 32-42; Lc 6, 12). Jesús buscaba la soledad y el silencio para orar. Esta oración de Jesús no consiste en pronunciar verbalmente los rezos prescri­tos. Es una oración sin palabras, de carácter más bien contemplativo, donde lo esencial es el encuentro íntimo con Dios. Es lo que busca Jesús en esa atmósfera de silencio y soledad.

Es poco lo que sabemos sobre la postura exterior que adopta Jesús al orar. Casi siempre ora de pie, como todo judío piadoso, en actitud serena y confiada ante Dios, pero las fuentes nos dicen que la noche que pasó en Getsemaní, la víspera de su ejecución, ora “postrado en tierra”, en un gesto de abatimiento, pero también de sumisión total al Padre (Mc 14, 35).

Jesús se expresa ante Dios con total sinceridad y transparencia, incluso con su cuerpo. Al parecer, tenía la costumbre de orar “elevando sus ojos al cielo” (Mc 7, 34; Jn 11, 41; 17, 1), algo que no era frecuente en su tiempo, pues los judíos oraban de ordinario dirigiendo su mirada hacia el templo de Jerusalén, donde, según la fe de Israel, habita la Shekíná, es decir, la Presencia de Dios entre los hombres. Al elevar su mirada hacia el cielo, Jesús orientaba su cora­zón no hacia el Dios del templo, sino hacia el Padre bueno de todos.

Jesús alimenta su vida diaria en esta oración contemplativa saliendo muy de mañana a un lugar retirado o pasando gran parte de la noche a so­las con su Padre. También durante su jornada de actividad seguía viviendo en comunión con él. No hay por qué esperar a la noche para bendecido. Allí mismo, en medio de la gente, pro­clama ante todos su alabanza a Dios.

Jesús sabe bendecir a Dios en cualquier momento del día. Le sale con toda espon­taneidad esa típica oración judía de “bendición” que no es propiamente una acción de gracias por un favor recibido, sino un grito del corazón hacia aquel que es la fuente de todo lo bueno. Al “bendecir”, el creyente judío orienta todo hacia Dios y remite las cosas a su bondad original.

La bendición comienza por lo general con una introducción: “Bendito eres, Se­ñor...”, sigue luego el motivo de la bendición y concluye con un breve resumen. Jesús recitó probablemente más de una vez una preciosa bendición que formaba parte de la oración para después de las comidas: “Bendito eres, Señor, Dios nuestro, rey del universo, que alimentas el mundo con tu bondad, tu amor y tu misericordia, tú que das el pan a toda carne. Su amor ha­cia nosotros es eterno y su gran bondad no nos ha faltado. Ningún bien nos faltará por su gran Nombre, pues él alimenta y abastece a todos. Bendito eres, Señor, que alimentas a todos”.

Jesús ora también al curar a los enfermos. Lo trasluce su gesto de im­poner sobre ellos las manos para bendecirlos en nombre de Dios y envol­verlos con su misericordia. Mientras sus manos bendicen a los que se sienten malditos y transmiten fuerza y aliento a quienes viven sufriendo, su corazón se eleva a Dios para comunicar a los enfermos la vida que él mismo recibe del Padre (Mc 8, 23; Lucas 4, 40; 13, 13).

Repite el mismo gesto con los niños. Hay oca­siones en que Jesús “los abraza y los bendice imponiéndoles las manos”. Los pequeños deben sentir antes que nadie la caricia de Dios. Mientras los bendice, pide al Padre lo mejor para ellos (Mc 10, 16).


Rasgos de su oración

La oración de Jesús posee rasgos inconfundibles. Es una oración sen­cilla, “en lo secreto”, sin grandes gestos ni palabras solemnes, sin que­darse en apariencia, sin utilizarla para alimentar el narcisismo o el auto­engaño. Jesús se pone ante Dios, no ante los demás. No hay que orar en las plazas para que nos vea la gente: “Tú, cuando ores, entra en tu habi­tación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto”. Es, al mismo tiempo, una oración espontánea y natural; le nace sin esfuerzo ni técnicas especiales; brota de la profundidad de su ser; no es algo añadido o postizo, sino expresión humilde y sincera de lo que vive. Su oración no es tampoco un rezo mecánico ni una repetición casi mágica de palabras. No hay que multiplicar fórmulas, como hacen los paganos hasta “can­sar” a los dioses, creyendo que así serán escuchados. Basta con presen­tarse ante Dios como hijos necesitados: “Ya sabe el Padre de ustedes lo que ne­cesitan antes de que ustedes se lo pidan” (Mt 6, 5-6). Al no tener una habitación privada en ninguna casa, Jesús se retiraba al monte o a un lugar apartado (Mt 6, 7-8). Su oración es confianza absoluta en Dios.

La oración de Jesús solo se entiende en el horizonte del reino de Dios. Más allá de las oraciones habituales prescritas por la piedad judía, Jesús busca el encuentro con Dios para acoger su reino y hacerlo realidad entre los hombres. Su oración en Getsemaní representa, sin duda, el testimonio más dramático de su búsqueda de la voluntad de Dios, incluso en el momento de la crisis total de sentido. Su confianza en el Padre es firme en medio de la angustia. Su deseo está claro: que Dios haga llegar el reino sin necesidad de tanto sufrimiento. Su decisión de obediencia filial es también clara y defini­tiva: “Abbá, Padre, todo es posible para ti. Aparta de mí esta copa de amar­gura. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mc 14, 36).

Jesús vive desde la experiencia de un Dios Padre. Así lo capta en sus no­ches de oración y así lo vive a lo largo del día. Su Padre Dios cuida hasta de las criaturas más frágiles, hace salir su sol sobre buenos y malos, se da a conocer a los pequeños, defiende a sus pobres, cura a los enfermos, busca a los perdidos. Este Padre es el centro de su vida.

No es algo absolutamente original. Ya en las Escrituras de Israel se ha­bla de Dios como “padre” en sentido metafórico para destacar su autori­dad, que exige respeto y obediencia, pero ante todo su bondad, solicitud y amor, que invitan a la confianza. Esta imagen de Dios como “padre” no es central. Es una más junto a las de Dios “esposo”, “pastor” o “libera­dor”. Jesús sabe que la tradición bíblica considera las relaciones de Dios con Israel como las de un padre con sus hijos. Algunas oraciones recogi­das en el libro de Isaías son conmovedoras: “Señor, tú eres nuestro padre, nosotros somos la arcilla y tú el alfarero, somos todos obra de tus ma­nos” (Isaías 64,7). “Tú, Señor, eres nuestro padre, desde siempre te invocamos como libertador. Señor, ¿por qué permites que nos alejemos de ti, y endureces nuestro corazón para que no te respetemos?” (Isaías 63, 16b-17a).


Abbá

Esta visión de Dios como “padre” no se perdió nunca entre los judíos.

A Jesús le gusta llamar a Dios “Padre”. Le brota de dentro, sobre todo cuando quiere subrayar su bondad y compasión.

Pero, sin duda, lo más original es que, al dirigirse a Dios, lo invocaba con una expresión des­acostumbrada. Lo llamaba Abbá. Le vive a Dios como alguien tan cercano, bueno y entrañable que, al dialogar con él, le viene espontáneamente a los labios solo una palabra: Abbá, Padre mío querido.

Este es el rasgo más característico de su oración. No encuentra una expresión más honda para llamar a Dios que esta: Abbá. Esta costumbre de Jesús pro­vocó tal impacto que, años más tarde, en las comunidades cristianas de habla griega, dejaban sin traducir el término arameo Abbá como eco de la experiencia personal vivida por Jesús.

Ni en la literatura rabínica ni en las oraciones oficiales del judaísmo tardío se encuen­tra el empleo absoluto de Abbá para dirigirse a Dios.

Las primeras palabras que balbuceaban los niños de Galilea eran: immá (“mamá”) y abbá (“papá”). Así llamó también Jesús a María y a José. Por eso, abbá evoca el cariño, la intimidad y la confianza del niño pe­queño con su padre. Sin embargo, no hemos de exagerar. Al parecer, tam­bién los adultos empleaban esta palabra expresando su respeto y obe­diencia al padre de la familia patriarcal. Llamar a Dios Abbá indica cariño, intimidad y cercanía, pero también respeto y sumisión. El cariño que evoca el término abbá usado por Jesús no se opone al respeto, sino a la distancia. Indica cercanía e inmediatez, pero no excluye el respeto y la obediencia. El Dios Padre del que habla Jesús, lejos de ser un símbolo machista, fue de hecho una crítica radical a la “ideología patriarcal” y a lo que hoy llamamos sexismo.

Jesús ha­bía conocido en su propia casa la importancia del padre. José era el centro de toda la familia. Todo gira en torno a él. El padre cuida y protege a los suyos. Si falta él, la familia corre el riesgo de desintegrarse y desaparecer. Es él quien sostiene y asegura el futuro de todos. Hay dos rasgos que ca­racterizan a un buen padre. El primero es la solicitud por sus hijos: es él quien debe asegurarles el sustento necesario, protegerlos y ayudarles en todo. Al mismo tiempo, el padre es la autoridad de la familia: él da las ór­denes para organizar el trabajo y asegurar el bien de todos. Él instruye a sus hijos, les enseña un oficio y los corrige si es necesario. Los hijos, por su parte, están llamados a ser la alegría del padre. Su primera actitud ha de ser la confianza: ser hijo es pertenecer al padre y acoger con gozo lo que recibe de él. Al mismo tiempo han de respetar su autoridad de padre, escucharle y obedecer sus órdenes. Al padre se le debe afecto y sumisión. El ideal de todo hijo es él. Esta experiencia familiar ayuda a Jesús a pro­fundizar en su experiencia de un Dios Padre.

Sin embargo, nunca confundió a Dios con aquellos padres de Galilea, tan preocupados por mantener su autoridad patriarcal, su honor y su poder. Es cierto que en ocasiones habla de Dios como un Padre que reclama obediencia y respeto, pero no es éste su rasgo más caracterís­tico. Jesús vive seducido por su bondad. Dios es bueno. Jesús capta su misterio insondable como un misterio de bondad. No necesita apoyarse en ningún texto de las Escrituras sagradas. Para él es un dato primor­dial e indiscutible, que se impone por sí mismo. Dios es una Presencia buena que bendice la vida. La solicitud amorosa del Padre, casi siempre misteriosa y velada, está presente envolviendo la existencia de toda criatura.

Lo que define a Dios no es su poder; tampoco su sabiduría. La realidad última de Dios, lo que no podemos pensar ni imaginar de su misterio, Jesús lo capta como bondad y salvación. Dios es bueno con él y es bueno con todos sus hijos e hijas. Lo más importante para Dios son las personas; mucho más que los sacrificios o el sábado. Dios solo quiere su bien. Nada ha de ser utilizado contra las personas, y menos aún la religión.

Este Padre bueno es un Dios cercano. Su bondad está ya irrumpiendo en el mundo bajo forma de compasión. Jesús vive esta cercanía amorosa de Dios con asombrosa sencillez y espontaneidad. Es como un grano de trigo sembrado en la tierra, que pasa inadvertido, pero que pronto se ma­nifestará como espléndida espiga. Así es la bondad de Dios: ahora está escondida bajo la realidad compleja de la vida, pero un día acabará triun­fando sobre el mal. Para Jesús, todo esto no es teoría. Dios es cercano y accesible a todos. Cualquiera puede tener con él una relación directa e in­mediata desde lo secreto del corazón. Él habla a cada uno sin pronunciar palabras humanas. Hasta los más pequeños pueden descubrir su miste­rio (Lc 10,21; Mt 11, 25). No son necesarias mediaciones rituales ni liturgias sofisticadas, como la del templo, para encontrarse con él. Jesús invita a vivir con­fiando en el Misterio inefable de un Dios bueno y cercano: “Cuando recen, digan: "¡Padre!"” (Lc 11, 2). En Mt 6, 6 se recoge esta recomendación de Jesús: “Tú, cuando ores, en­tra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto”. Este Dios cercano busca a las personas donde están, incluso aunque se encuentren perdidas, lejos de la Alianza de Dios.

Este Dios es bueno con todos. “Hace salir su sol sobre buenos y malos. Manda la lluvia sobre justos e injustos” (Salmo 103, 13). Se pueden ver también los Salmos 5, 6; 11, 5-6 y otros. El sol y la lluvia son de todos. Nadie puede apropiarse de ellos. No tienen dueño. Dios los ofrece a to­dos como un regalo, rompiendo la tendencia moralista a discriminar a los malos. Dios no es propiedad de los buenos; su amor está abierto también a los malos. Esta fe de Jesús en la bondad universal de Dios hacia todos no deja de sorprender. Durante siglos se ha escuchado algo muy dife­rente en aquel pueblo. Se habla con frecuencia del amor y la ternura de Dios, pero este amor hay que merecerlo.

Muchas veces habla Jesús de Dios como Padre bueno, pero nunca lo hace con la maestría seductora con que describe en una parábola a un pa­dre acogiendo a su hijo perdido (Lc 15, 11-32). Dios, el Padre bueno, no es como un patriarca autoritario, preocupado solo de su honor, controlador implaca­ble de su familia. Es como un padre cercano que no piensa en su herencia, respeta las decisiones de sus hijos y les permite seguir libremente su ca­mino. A este Dios siempre se puede volver sin temor alguno. Cuando el padre ve llegar a su hijo hambriento y humillado, corre a su encuentro, lo abraza y besa efusivamente como una madre y grita a todo el mundo su alegría. Interrumpe su confesión para ahorrarle más humillaciones; no ne­cesita de nada para acogerlo tal como es. No le impone castigo alguno; no le plantea ninguna condición para aceptarlo de nuevo en casa; no le exige un ritual de purificación. No parece sentir necesidad de perdonarlo; senci­llamente lo ama desde siempre y solo busca su felicidad. Le regala la dig­nidad de hijo: el anillo de casa y el mejor vestido. Ofrece fiesta, banquete, música y bailes. El hijo ha de conocer junto al padre la fiesta buena de la vida, no la diversión falsa que ha vivido entre prostitutas paganas.

Este no es el Dios vigilante de la ley, atento a las ofensas de sus hijos, que le da a cada uno su merecido y no concede el perdón si antes no se han cumplido escrupulosamente unas condiciones. Este es el Dios del perdón y de la vida; no hemos de humillamos o autodegradarnos en su presencia. Al hijo no se le exige nada. Solo se espera de él que crea en su padre. Cuando Dios es captado como poder absoluto que gobierna y se impone por la fuerza de su ley, emerge una religión regida por el rigor, los méritos y los castigos. Cuando Dios es experimentado como bondad y misericor­dia, nace una religión fundada en la confianza. Dios no aterra por su poder y su grandeza, seduce por su bondad y cercanía. Se puede confiar en él. Lo decía Jesús de mil maneras a los enfermos, desgraciados, indeseables y pe­cadores: Dios es para los que tienen necesidad de que sea bueno.


El Reino

Jesús no puede pensar en Dios sin pensar en su proyecto de trasformar el mundo. No separa nunca a Dios de su reino. No lo contempla encerrado en su propio mundo, aislado de los problemas de la gente; lo siente com­prometido en humanizar la vida. Jesús lo siente como la presencia de un Padre bueno que se está introduciendo en el mundo para humanizar la vida. En realidad, Jesús no habla de Dios, sino del reino de Dios. En el fondo de su experien­cia religiosa hay un cambio decisivo de acento: Dios es para los hombres, y no los hombres para Dios. Por eso no puede haber sábado o culto agradable a Dios si no es para el bien de los hombres.

Por eso, para Jesús, el lugar privile­giado para captar a Dios no es el culto, sino allí donde se va haciendo rea­lidad su reino de justicia entre los hombres. Jesús capta a Dios en medio de la vida y lo capta como presencia acogedora para los excluidos, como fuerza de curación para los enfermos, como perdón gratuito para los cul­pables, como esperanza para los aplastados por la vida.

Este Dios es un Dios del cambio. Su reino es una poderosa fuerza de trasformación. Su presencia entre los hombres es incitadora, provocativa, interpeladora: atrae hacia la conversión. Dios no es una fuerza conserva­dora, sino una llamada al cambio: “El reino de Dios está cerca; cambiad de manera de pensar y de actuar, y creed en esta buena noticia”. No es el momento de permanecer pasivos. Dios tiene un gran proyecto. Hay que ir construyendo una tierra nueva, tal como la quiere él. Se ha de orientar todo hacia una vida más humana, empezando por aquellos para los que la vida no es vida. Dios quiere que rían los que lloran y que co­man los que tienen hambre: que todos puedan vivir.

Si algo desea el ser humano es vivir, y vivir bien. Y si algo busca Dios es que ese deseo se haga realidad. Cuanto mejor vive la gente, mejor se realiza el reino de Dios. Para Jesús, la voluntad de Dios no es ningún mis­terio: consiste en que todos lleguen a disfrutar la vida en plenitud. En ninguna parte encontraremos mejor “aliado” de nuestra felicidad que en Dios. Cualquier otra idea de un Dios interesado en recibir de los hombres honor y gloria, olvidando el bien y la dicha de sus hijos e hijas, no es de Jesús. A Dios le interesa el bienestar, la salud, la convivencia, la paz, la fa­milia, el disfrute de la vida, el cumplimiento pleno y eterno de sus hijos e hijas.


Los últimos

Por eso, Dios está siempre del lado de las personas y en contra del mal, el sufrimiento, la opresión y la muerte. Jesús acoge a Dios como una fuerza que solo quiere el bien, que se opone a todo lo que es malo y doloroso para el ser humano y que, por tanto, quiere liberar la vida del mal. Así lo expe­rimenta y así lo comunica a través de su mensaje y de su actuación entera. Jesús no hace sino luchar contra los ídolos que se oponen a este Dios de la vida y son divinidades de muerte. Ídolos como el Dinero o el Poder, que deshumanizan a quienes les rinden culto y exigen víctimas para subsistir.

La fe en Dios lo empuja a ir directamente a la raíz: la defensa de la vida y el auxilio a las víctimas. Esta fue siempre su trayectoria.

Su actividad curadora está inspirada por ese Dios que se opone a todo lo que disminuye o destruye la integridad de las personas. A Dios le interesa la salud de sus hijos e hijas. El sufrimiento, la enfermedad o la desgracia no son expresión de su voluntad; no son castigos, pruebas o purificaciones que Dios va enviando a sus hijos. Es inimaginable encontrar en Jesús un len­guaje de esta naturaleza. Si se acerca a los enfermos, no es para ofrecerles una visión piadosa de su desgracia, sino para potenciar su vida. Aquellos ciegos, sordos, cojos, leprosos o poseídos pertenecen al mundo de los “sin vida”. Jesús les regala algo tan básico y elemental como es caminar, ver, sen­tir, hablar, ser dueños de su mente y de su corazón. Esos cuerpos curados contienen un mensaje para todos: Dios quiere ver a sus hijos llenos de vida.

Es lo que revela también su defensa de los últimos. Jesús se distancia de los ricos y poderosos, que generan hambre y miseria, para solidari­zarse con los desposeídos. Los ricos están creando una barrera entre ellos y los pobres: son el gran obstáculo que impide una convivencia más justa. Esa riqueza no es signo de la bendición de Dios, pues está cre­ciendo a costa del sufrimiento y la muerte de los más débiles. Jesús no tiene duda alguna: la miseria es contraria a los planes de Dios. El Padre no quiere que se introduzca muerte entre sus hijos. Solo una vida digna para todos responde a su voluntad primigenia.

Jesús se posiciona también a favor de los excluidos. No puede ser de otra manera. Su experiencia de Dios es la de un Padre que tiene en su cora­zón un proyecto integrador donde no haya honorables que desprecien a in­deseables, santos que condenen a pecadores, fuertes que abusen de débiles, varones que sometan a mujeres. Dios no bendice los abusos y las discrimi­naciones, sino la igualdad fraterna y solidaria; no separa ni excomulga, sino que abraza y acoge. Frente al “bautismo” de Juan, acto simbólico de una co­munidad que espera a Dios en actitud penitente de purificación, Jesús pro­mueve su “mesa abierta” a pecadores, indeseables y excluidos como sím­bolo de la comunidad fraterna que acoge el reino del Padre.


Transparencia

Su experiencia de Dios empuja también a Jesús a desenmascarar los me­canismos de una religión que no está al servicio de la vida. No se puede jus­tificar en nombre de Dios que alguien pase hambre pudiendo esta ser sa­ciada (Mc 2, 23-27); no se puede dejar a alguien sin ser curado porque así lo pide la supuesta observancia del culto. Para el Dios de la vida, ¿no será precisa­mente el sábado el mejor día para restaurar la salud y liberar del sufri­miento? (Mc 3, 1-6; Lc 13, 10-16). Una religión que va contra la vida es falsa; no hay leyes de Dios intangibles si hieren a las personas, ya de suyo tan vulnerables. Cuando la ley religiosa hace daño y hunde a las personas en la desesperanza, queda vacía de autoridad, pues no proviene del Dios de la vida. La posición de Je­sús quedó grabada para siempre en un aforismo inolvidable: “El sábado ha sido instituido por amor al hombre, y no el hombre por amor al sábado” (Mc 2, 27).

Movido por este Dios de la vida, Jesús se acerca a los olvidados por la religión. El Padre no puede quedar acaparado por una casta de piadosos ni por un grupo de sacerdotes controladores de la religión. Dios no otorga a nadie una situación de privilegio sobre los demás; no da a nadie un poder religioso sobre el pueblo, sino fuerza y autoridad para hacer el bien. Así actúa siempre Jesús: no con autoritarismo e imposición, sino con fuerza curadora. Libera de miedos generados por la religión, no los introduce; hace crecer la libertad, no la servidumbre; atrae hacia la mise­ricordia de Dios, no hacia la ley; despierta el amor, no el resentimiento.


Padre nuestro

Jesús deja en herencia a sus seguidores y seguidoras una oración que condensa en pocas palabras lo más íntimo de su experiencia de Dios, su fe en el reino y su preocupación por el mundo. En ella deja entrever los grandes deseos que latían en su corazón y los gritos que dirigía a su Pa­dre en sus largas horas de silencio y oración. Es una oración breve, con­cisa y directa, que sin duda sorprendió a quienes estaban acostumbrados a rezar con un lenguaje más solemne y retórico.

Los dos primeros deseos de la oración de Jesús son breves y concisos: “Santificado sea tu nombre. Venga tu reino”.

Esta oración de Jesús, llamada popularmente el “Padrenuestro”, siempre ha sido considerada por las primeras generaciones cristianas la oración por excelencia, la única enseñada por Jesús para alimentar la vida de sus seguidores. La manera de orar propia de un grupo expresa una determinada relación con Dios y constituye una experiencia que vin­cula a todos sus miembros en la misma fe. Así entienden también los pri­meros cristianos el “Padrenuestro”: su mejor signo de identidad como se­guidores de Jesús. La oración de Jesús, por el contrario, es una súplica llena de confianza al Padre querido, que recoge dos grandes anhelos centrados en Dios y tres gritos de petición centrados en las necesidades urgentes y básicas del ser humano. Jesús le expone al Padre los dos deseos que lleva en su corazón: “Santificado sea tu nombre. Venga tu reino”. Luego le grita tres peticiones: “Danos pan”, “perdona nuestras deudas”, “no nos lleves a la prueba”.

Lucas describe las circunstancias concretas en que Jesús enseñó a los discípulos su ora­ción: “Hacía oración en cierto lugar y, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseño a los suyos"” (11, 1).


¿Podemos acercarnos al “secreto” de esta oración?


¡Padre! Esta es siempre la primera palabra de Jesús al dirigirse a Dios. No es solo una invocación introductoria. Es entrar en una atmósfera de confianza e intimidad que ha de impregnar todas las peticiones que si­guen. Ese es su deseo: enseñar a los hombres a orar como él, sintiéndose hijos queridos del Padre y hermanos solidarios de todos. Jesús no se reserva en exclusiva el llamar a Dios “Padre”, sino que invita a los suyos a hacer lo mismo... Por eso en la liturgia cristiana, la oración del Padrenuestro ha estado siempre rodeada de gran respeto y veneración: “Fieles al Salvador, y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir: Padre nuestro” (liturgia romana). “Dígnate, Señor, con­cedernos que, gozosos y sin temeridad, nos atrevamos a invocarte como Padre” (liturgia oriental). Él es el “Padre del cielo”. No está ligado al templo de Jerusalén ni a ningún otro lugar sagrado. Es el Padre de todos, sin discriminación ni exclusión alguna. No pertenece a un pueblo privilegiado. No es propiedad de una religión. To­dos lo pueden invocar como Padre. Es Mateo quien a la invocación “Padre” ha añadido “que estás en los cielos”, siguiendo el estilo de ciertas oraciones judías. Sin embargo, no se aleja del espíritu de Jesús, que, al orar, “levantaba los ojos al cielo”, hacia el Padre que “hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5, 45).

Santificado sea tu nombre. No es una petición más. Es el primer deseo que le nace del alma a Jesús, su aspiración más ardiente. “Haz que tu nombre de Padre sea reconocido y venerado. Que todos conozcan la bon­dad y la fuerza salvadora que encierra tu nombre santo. Que nadie lo ig­nore o desprecie. Que nadie lo profane violando a tus hijos e hijas. Mani­fiesta ya plenamente tu poder salvador y tu bondad santa. Que sean desterrados los nombres de los dioses e ídolos que matan a tus pobres. Que todos bendigan tu nombre de Padre bueno”. En la cultura semita, el “nombre” no es solo un término para designar a una persona; indica el ser o la naturaleza de esa persona. El “nombre” de Dios es su realidad de Dios bueno y salvador.

Venga tu reino. Esta es la pasión de su vida, su objetivo último: “Que tu reino se vaya abriendo camino entre nosotros. Que la "semilla" de tu fuerza salvadora siga creciendo, que la "levadura" de tu reino lo fer­mente todo. Que a los pobres y maltratados les llegue ya tu Buena No­ticia. Que los que sufren sientan tu acción curadora. Llena el mundo de tu justicia y tu verdad, de tu compasión y tu perdón. Si tu reinas, ya no reinarán los ricos sobre los pobres; los poderosos no abusarán de los débiles; los varones no dominarán a las mujeres. Si tu reinas, ya no se podrá dar a ningún César lo que es tuyo; nadie vivirá sirviéndote a ti y al Dinero”. En la oración de Jesús se pide el “reino definitivo” de Dios y su “realización actual” en­tre nosotros: el pan del banquete eterno y el pan de hoy; el perdón final y el que necesitarnos recibir ahora; la victoria final sobre el mal y la liberación en las pruebas de hoy.

Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Esta petición no hace sino repetir y reforzar las dos anterio­res de Jesús, comprometiéndonos aún más en el proyecto salvador de Dios: “Que se haga tu voluntad y no la nuestra. Que se cumplan tus de­seos, pues tú solo quieres nuestro bien. Que en la creación entera se haga lo que tú quieres y no lo que desean los poderosos de la tierra. Que vea­mos hecho realidad entre nosotros lo que tienes decidido en tu corazón de Padre”. La petición se puede entender de dos maneras diferentes. Si “cielo y tierra” se entienden como la totalidad de cuanto existe, estarnos pidiendo que la voluntad de Dios llene la creación entera. Si el “cielo” se entiende como el lugar propio de Dios y la “tierra” el espacio que habitan los seres humanos, estarnos pidiendo que se haga realidad entre los hombres lo que se da ya en Dios. Yo trato de recoger los dos matices.

Danos hoy el pan de cada día. La atención de Jesús se dirige ahora direc­tamente a las necesidades concretas de los seres humanos. Las peticiones que siguen ahora sobre el pan, el perdón y la liberación del mal constituyen la parte nueva añadida por Jesús, que no sabe presentar a Dios los grandes deseos de la santifi­cación de su nombre o la venida del reino sin pensar enseguida en las necesidades concretas de la gente. “Danos a to­dos el alimento que necesitamos para vivir. Que a nadie le falte hoy pan. No te pedimos dinero ni bienestar abundante, no queremos riquezas para acumular, solo pan para todos. Que los hambrientos de la tierra puedan comer; que tus pobres dejen de llorar y empiecen a reír; que los podamos ver viviendo con dignidad. Que ese pan que un día podremos comer todos juntos, sentados a tu mesa, lo podamos pregustar desde ahora. Queremos conocerlo ya.”

Perdónanos nuestras deudas como también nosotros, al decirte esto, perdona­mos a nuestros deudores. Estamos en deuda con Dios. Es nuestro gran pe­cado: no responder al amor del Padre, no entrar en su reino. Así ora Je­sús: “Perdónanos nuestras deudas, no solo las ofensas contra tu ley, sino el vacío inmenso de nuestra falta de respuesta a tu amor”.

Jesús conoce de cerca la angustia de los campesinos, que, hundidos en el endeudamiento, van perdiendo sus tierras. Su petición de perdón está condicionada por esta preocupación: “Perdónanos nuestras deu­das como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Lucas, por su parte, olvida el plano económico y sustituye las “deudas” por “pecados”, aunque en la segunda parte de la petición sigue hablando de “deudores”: “Perdónanos nuestros pecados, pues también noso­tros perdonamos a todos nuestros deudores”. La traducción litúrgica posterior ha olvidado ya totalmente el plano de las deudas: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros per­donamos a los que nos ofenden”.

Necesitamos tu perdón y tu misericordia. Nuestra oración es sincera. Al hacerte esta petición estamos perdonando a quienes están en deuda con nosotros. No deseamos alimentar en nosotros resentimientos ni deseos de venganza contra nadie. Queremos que tu perdón transforme nuestros corazones y nos haga vivir perdonándonos mutuamente”.

El perdón de Dios es totalmente gratuito. Nuestro perdón a los demás no es una condi­ción para que Dios nos perdone, sino solo para que nuestra petición sea sincera. No es posible adoptar dos actitudes opuestas: una ante el Padre, para pedirle perdón, y otra ante los herma­nos, para rechazar todo perdón.

No nos dejes caer en la tentación. Somos seres débiles, expuestos a toda clase de peligros y riesgos que pueden arruinar nuestra vida, alejándo­nos definitivamente del reino de Dios. El misterio del mal nos amenaza. Así enseña Jesús a orar: “No nos dejes caer en la tentación de rechazar de­finitivamente tu reino y tu justicia. Danos tu fuerza. No dejes que caiga­mos derrotados en la prueba final. Que en medio de la tentación y del mal podamos contar con tu ayuda poderosa.

El texto dice literalmente: “No nos hagas entrar en la tentación”. Sin embargo, el sen­tido de la súplica no es pedir ser liberados de la tentación, sino no sucumbir cayendo en su trampa.

Líbranos del mal. De esta manera, mientras las oraciones ju­días acaban casi siempre con una alabanza a Dios, el Padrenuestro ter­mina con un grito de socorro, que queda resonando en nuestras vidas: ¡Padre, arráncanos del mal!


Resumen del Capítulo 11 de: PAGOLA, José A. "Jesús, aproximación histórica", PPC, Madrid 2008 (p. 303-331)