Cómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy


Cómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy


C ómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy

Curso de Formación para laicos / SSCC Patagonia Norte (ABB)


  • Documentos para profundizar lo abordado en cada encuentro






1.12. Jesús, mártir del Reino de Dios


Apenas pudo disfrutar Jesús de unas horas de libertad después de su despedida. Hacia media noche fue apresado por la policía del templo en un huerto situado en el valle del Cedrón, al pie del monte de los olivos, a donde se había retirado a orar. Un hombre que condenaba públicamente el sistema del templo y que hablaba ante judíos venidos de todo el mundo sobre un “imperio” que no era el de Roma no podía seguir mo­viéndose libremente en el explosivo ambiente de las fiestas de Pascua.


¿Podemos saber qué es lo que ocurrió en los últimos días de Jesús? Un dato es seguro: Jesús fue “condenado a muerte durante el reinado de Ti­berio por el gobernador Poncio Pilato”. Así nos informa Tácito, el célebre historiador romano. Lo mismo afirma Flavio Josefo, añadiendo datos de gran interés: Jesús “atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego. y cuando Pilato, a causa de una acusación hecha por los hombres princi­pales de entre nosotros, lo condenó a la cruz, los que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo”. Estos datos coinciden con lo que sabe­mos por las fuentes cristianas. Los podemos resumir así: Jesús fue ejecu­tado en una cruz; la sentencia fue dictada por el gobernador romano; hubo una acusación previa por parte de las autoridades judías; solo Jesús fue crucificado, nadie se preocupó de eliminar a sus seguidores. Esto sig­nifica que Jesús fue considerado peligroso porque, con su actuación y mensaje, denunciaba de raíz el sistema vigente, pero ni las autoridades judías ni las romanas vieron en él al cabecilla de un grupo de insurrectos; de ser así habrían actuado contra todo el grupo. Bastaba con eliminar al líder, pero había que hacerlo aterrorizando a sus seguidores y simpati­zantes. Nada podía ser más eficaz que su crucifixión pública ante las mu­chedumbres que llenaban la ciudad. Nos detendremos en este hecho violento con el que termina la vida de Jesús, siguiendo los relatos de los evangelios, que ofrecen una narración muy detallada de la pasión de Jesús.

1

▲back to top

1.1 Entregado por las autoridades del templo

▲back to top

Sin duda es el incidente del templo el que precipita la actuación contra Je­sús. No es arrestado inmediatamente, pues convenía que la operación se llevara a cabo sin provocar un altercado multitudinario, pero el sumo sa­cerdote no se olvida de Jesús. De él parte, seguramente, la orden de de­tención, pues está facultado para tomar medidas contra los alborotadores en el recinto sagrado. Los que irrumpen en el huerto de Getsemaní son las fuerzas de seguridad del templo, no los soldados romanos de la torre Antonia. Vienen debidamente armados, y su objetivo es apresar a Jesús para conducirlo ante el sumo sacerdote Caifás. Al parecer, las fuerzas del templo recabaron ayuda para identificar a Jesús y, sobre todo, para loca­lizarlo y prenderlo de manera discreta. Las fuentes nos dicen que fue Ju­das, uno de los Doce, quien prestó su colaboración. El dato parece histó­rico, aunque la escena del beso público a Jesús ha sido probablemente creada para resaltar más la infamia de su actuación. Al ser detenido Je­sús, los discípulos huyen asustados a Galilea. Solo se quedan en Jerusa­lén algunas mujeres, tal vez porque corren menos peligro. La huida de los discípulos parece la reacción instintiva de quienes buscan salvar su vida; no hay por qué considerarla como una repentina pérdida de fe en Jesús. (Marcos 14,50)

Jesús fue conducido a casa de Caifás, el hombre fuerte de Jerusalén por los años treinta. No solo era el sumo sacerdote que gobernaba el templo y la ciudad santa, sino la máxima autoridad del pueblo judío dis­perso por todo el Imperio. Presidía el Sanedrín y representaba al pueblo de Israel ante el poder supremo de Roma. Sin duda fue un hombre su­mamente hábil. Su matrimonio con una hija de Anás le había permitido emparentar con la familia sacerdotal más poderosa de Jerusalén. Con­tando con la ayuda de su suegro logró ser nombrado sumo sacerdote por Valerio Grato el año 18. Cuando, después de ocho años, Grato fue susti­tuido por Poncio Pilato, Caifás consiguió ser confirmado por el nuevo prefecto para continuar en su cargo hasta que ambos fueron destituidos el año 36 por Vitelio, gobernador de la provincia romana de Siria. Habían pasado dieciocho años. Ningún otro logró mantenerse durante tanto tiempo en su cargo de sumo sacerdote bajo el mandato de Roma.

Detrás de Caifás se movía un poderoso clan que dominó la escena re­ligiosa y política de Jerusalén durante toda la vida de Jesús: la familia de los Anás, los Ben Hanín. Anás, su fundador, había sido sumo sacerdote durante muchos años. Nombrado por Quirino el año 6, al inicio de la ocupación romana, dejó su cargo el año 15, pero no por eso perdió su in­fluencia y poder. Amigo personal de Valerio Grato y Poncio Pilato, logró que cinco de sus hijos, un nieto y, sobre todo, su yerno José Caifás le su­cedieran en el poder. El clan sacerdotal de los Anás dejó en la tradición judía el recuerdo de una familia rapaz, que utilizaba toda clase de intri­gas, presiones y maquinaciones para acaparar los cargos más influyentes y rentables del templo entre sus miembros. Los Ben Hanín eran la fami­lia más poderosa y opulenta de la aristocracia sacerdotal, y sus principa­les miembros vivían en el barrio residencial de los sacerdotes, en la parte alta de la ciudad, no lejos del palacio donde residía Pilato durante sus es­tancias en Jerusalén.

Cada vez hay menos dudas de las buenas relaciones y estrecha cola­boración que existió entre Caifás y Pilato. No hemos de olvidar que los sumos sacerdotes eran seleccionados por el prefecto no por su piedad re­ligiosa, sino por su disponibilidad para colaborar con Roma; por su parte, los sumos sacerdotes procuraban, por lo general, plegarse a una “prudente” colaboración que les permitiera mantenerse durante largo tiempo en el poder. El caso de Caifás es un ejemplo palpable. No reac­cionó a favor del pueblo en ninguna de las ocasiones en que este se le­vantó airado contra Pilato: primero, por haber introducido los estandar­tes imperiales en la ciudad santa y, después, al apoderarse del tesoro del templo para construir un acueducto. De manera hábil logró sortear los conflictos y mantenerse en su cargo junto a Pilato. Solo cayó cuando Vite­lio, gobernador romano de Siria, ordenó a Pilato regresar a Roma para dar cuenta de su gestión ante el emperador, al mismo tiempo que Caifás era destituido de su cargo de sumo sacerdote.

¿Qué es lo que ocurrió esa última noche que Jesús pasó en la tierra, detenido por las fuerzas de seguridad del templo? No es nada fácil re­construir los hechos, pues las fuentes ofrecen versiones notablemente di­ferentes. En general, los relatos dan la impresión de que fue una noche confusa. Por otra parte, es posible que tampoco los evangelistas conocieran con precisión las relaciones existentes entre los sacerdotes dirigentes, los an­cianos, los escribas y el Sanedrín. Lo que sí podemos concluir es que hubo una confrontación entre Jesús y las autoridades judías que lo habían man­dado arrestar, y que el sumo sacerdote Caifás y la clase sacerdotal dirigente tuvieron un papel destacado.

Según Marcos, el Sanedrín se reúne durante la noche y condena so­lemnemente a Jesús por haberse proclamado Mesías e Hijo de Dios, y por haberse arrogado la pretensión de venir un día sobre las nubes del cielo, sentado a la derecha de Dios. Su actitud, según el relato, provoca el es­cándalo del sumo sacerdote, que grita horrorizado. Aquel pobre hombre que está allí atado ante ellos no es el Mesías ni el Hijo de Dios: ¡es un blas­femo! El veredicto del Sanedrín es unánime: “Reo de muerte”. En reali­dad, todo hace pensar que esta comparecencia de Jesús ante el Sanedrín judío nunca tuvo lugar. Probablemente, esta dramática escena es una composición cristiana posterior, elaborada para mostrar que Jesús ha muerto en la cruz por los títulos de “Mesías” e “Hijo de Dios” que le atri­buyen los cristianos y que tanto escandalizan a los judíos.

Probablemente existía ya en tiempos de Jesús una institución pare­cida al Sanedrín que describe años más tarde la Misná, pero ciertamente no tenía poder de dictar sentencias de muerte, o al menos de ejecutarlas. Hoy sabemos que Roma nunca dejaba esta competencia (ius gladli) en manos de las autoridades locales. Por otra parte, el “proceso” ante el Sanedrín, tal como aparece en los evangelios, contradice lo que podemos saber por la Misná, que, al describir el funcionamiento del Sanedrín, dice que las reuniones están prohibidas en días festivos o preparatorios, no pueden celebrarse de noche y han de tener lugar en el atrio del templo, no en el palacio del sumo sacerdote.

Esa noche no hubo, pues, una sesión oficial del Sanedrín, y mucho menos un proceso en toda regla por parte de las autoridades judías, sino una reunión informal de un consejo privado de Caifás para hacer las de­bidas indagaciones y precisar mejor los términos en que se podía plan­tear la cuestión ante Pilato. Una vez detenido Jesús, lo que preocupa es poner a punto la acusación que llevarán por la mañana al prefecto ro­mano: es necesario reunir en su contra cargos que merezcan la pena capi­tal. No es posible saber quiénes estuvieron esa noche interrogando a Je­sús. Es probablemente un grupo restringido en el que tienen un papel destacado Caifás, sumo sacerdote en ejercicio, su suegro Anás, antiguo sumo sacerdote y jefe del clan, y otros miembros de su familia.

La decisión de eliminar a Jesús parece estar tomada desde el co­mienzo, pero, ¿cuáles son los motivos reales que mueven a este grupo de dirigentes judíos a condenarlo? En ningún momento se habla de su acti­tud ante la Torá, su crítica a las “tradiciones de los mayores”, su acogida a los pecadores o las curaciones realizadas en sábado. Este tipo de cues­tiones había sido motivo de conflicto y discusión entre Jesús y algunos sectores fariseos, pero ningún grupo judío tomaba medidas punitivas contra miembros de otros grupos por defender posturas diferentes a las suyas. En este consejo de Caifás no toma parte el grupo fariseo en cuanto tal y, por otra parte, lo que realmente preocupa son las repercu­siones políticas que puede tener la actuación de Jesús.

Aunque, según el relato, Jesús es condenado por “blasfemo” al ha­berse proclamado “Mesías”, “Hijo de Dios” e “Hijo del hombre”, la com­binación de estos tres grandes títulos cristológicos que constituían el nú­cleo de la fe en Jesús, expresada en el lenguaje cristiano de los años sesenta, nos está indicando que estamos ante una escena que difícilmente puede ser histórica. Jesús no es condenado por nada de esto. En ningún momento manifiesta pretensión alguna de ser Dios: ni Jesús ni sus segui­dores en vida de él utilizaron el título de “Hijo de Dios” para confesar su condición divina. Tampoco se le condena por su pretensión de ser el “Mesías” esperado. Es posible que algunos de sus seguidores vieran en él al Mesías y lo hicieran correr entre la gente, pero, al parecer, Jesús nunca se pronunció abiertamente sobre su persona. A la cuestión de su mesianidad respondía de forma ambigua. Ni lo afirmaba ni lo negaba. En parte porque tenía su propia concepción de lo que debía hacer como pro­feta del reino de Dios; en parte porque dejaba en manos del Padre la ma­nifestación definitiva del reino y de su persona. En cualquier caso, sabe­mos que, desde la vuelta de Israel del destierro, fueron varios los que se presentaron con la pretensión de ser el “Mesías” de Dios, sin que las au­toridades judías se sintieran obligadas a perseguirlos. No se conoce el caso de ningún pretendiente mesiánico juzgado en nombre de la ley o considerado como blasfemo contra Dios. Más aún. Cuando, en el año 132, Bar Kosiba se presentó como Mesías para liderar el levantamiento contra Roma, fue reconocido solemnemente como tal por Rabí Aqiba, el rabino más prestigioso en aquel momento. Si alguien se presentaba como “Mesías”, podía ser aceptado o rechazado, pero no se le condenaba como blasfemo.

Por supuesto, ninguno de los que toma parte en este interrogatorio piensa que Jesús sea el Mesías. Lo que de verdad les preocupa no es cla­rificar su identidad. Ellos lo ven como un falso profeta que se está con­virtiendo en un peligro para todos. Presentarse como “Mesías” no es “blasfemia”, pero sí algo políticamente explosivo que puede dar pie para acusarlo contra Roma, sobre todo porque su actitud en la capital co­mienza a ser una amenaza para la estabilidad del sistema. El ataque al templo es, sin duda, la causa principal de la hostilidad de las autoridades judías contra Jesús y la razón decisiva de su entrega a Pilato. El relato cristiano no lo ha podido ocultar. El gesto del templo es el último acon­tecimiento público que lleva a cabo Jesús. Ya no se le deja actuar. Su in­tervención en el recinto sagrado constituye una actuación grave contra el “corazón” del sistema. El templo es intocable. Desde los tiempos de Jere­mías, las autoridades habían reaccionado siempre violentamente contra los que se atrevían a atacarlo.

A los treinta años de la ejecución de Jesús ocurrió en Jerusalén un epi­sodio que arroja no poca luz sobre lo que pudo pasar con él. Nos informa Flavio Josefo. Justo antes del estallido de la primera gran revuelta contra Roma, un hombre extraño y solitario llamado Jesús, hijo de Ananías, co­menzó a recorrer las calles de la ciudad santa gritando día y noche: “Voz de oriente, voz de occidente, voz desde los cuatro vientos, voz que va contra Jerusalén y contra el templo, voz contra los recién casados y contra las recién casadas, voz contra todo el pueblo”. Algunos dirigentes judíos le detuvieron y castigaron, pero, al no lograr silenciar sus gritos, lo “en­tregaron” a Albino, el gobernador romano, quien mandó azotarlo cruel­mente sin lograr que el hombre respondiera a sus preguntas. Finalmente lo mandó soltar teniéndolo por loco. Jesús, hijo de Ananías, no tenía segui­dores ni predicaba programa alguno. Era un excéntrico más o menos in­ofensivo. A pesar de todo, los dirigentes de Jerusalén no dudaron en dete­nerlo y “entregarlo” a la autoridad romana. El asunto de Jesús de Nazaret, liderando un grupo de seguidores e invitando a “entrar en el reino de Dios”, es mucho más grave. Su actuación contra el templo es una amenaza para el orden público lo suficientemente preocupante como para entregarlo al prefecto romano. Las cuestiones relativas al templo no dejaban indiferen­tes a los romanos, como si se tratara de simples asuntos religiosos internos de los judíos. El prefecto conocía bien el peligro potencial que encerraba cualquier alteración del orden en Jerusalén, sobre todo en el clima de Pas­cua y con la ciudad repleta de judíos provenientes de todo el Imperio. El consejo de Caifás toma la resolución de entregarlo a Pilato. Casi con toda se­guridad, el prefecto romano lo ejecutará como un perturbador indeseable.

1.2 Condenado a muerte por Roma

▲back to top

Poncio Pilato había desembarcado en Cesarea del Mar el año 26. Nom­brado por Tiberio prefecto de Judea, venía a tomar posesión de su cargo. Pertenecía a la pequeña nobleza del orden ecuestre, no a la clase senatorial más aristocrática: a los ojos de sus superiores, un hombre obli­gado a “hacer carrera”. Pilato residía de ordinario en su palacio de Cesa­rea, a unos cien kilómetros de Jerusalén, pero durante las fiestas judías más importantes subía al frente de sus tropas auxiliares hasta la ciudad santa para controlar la situación. En Jerusalén residía en el palacio-forta­leza construido por Herodes el Grande en el lugar más alto de la ciudad. Destacaba sobre los demás edificios por sus tres inmensas torres, levanta­das para defender la parte alta de Jerusalén. Flavio Josefo dice que el pa­lacio era indescriptible en cuanto a lujo y extravagancia. Aquí se encuen­tran una mañana de abril del año 30 un reo maniatado e indefenso llamado Jesús de Nazaret y el representante del más poderoso sistema imperial que ha conocido la historia.

No es fácil hacerse una idea clara de la personalidad de Pilato. Si es­cuchamos a Filón de Alejandría, contemporáneo de Jesús, Pilato es un personaje conocido por sus “sobornos, injurias, robos, atropellos, daños injustificados, continuas ejecuciones sin juicio y una crueldad incesante y muy lamentable” (Ad Gaium 28, 302). Si atendemos a otras informaciones, Pilato probable­mente no fue ni más ni menos cruel que otros gobernadores romanos: to­dos usaban y abusaban de su poder para ejecutar impunemente a quie­nes consideraban peligrosos para el orden público. Por Flavio Josefo conocemos algunos incidentes provocados por Pilato en los que se mani­fiesta su falta de tacto, su desconocimiento de la sensibilidad religiosa del pueblo judío y también su capacidad de utilizar métodos brutales para controlar a las masas. Sin embargo, su actitud no siempre es la misma.

El primer episodio grave ocurrió al comienzo de su prefectura, cuando una gran muchedumbre, irritada porque había introducido de noche en Jerusalén estandartes militares con el busto del emperador, se trasladó hasta Cesarea, rodeó su residencia y resistieron allí cinco días y cinco noches exigiendo al prefecto la retirada de los emblemas. Pilato los convocó al gran estadio, los rodeó por sorpresa con sus soldados y ame­nazó con degollados a todos si no desistían de su protesta. Cuando los soldados desenvainaron sus espadas, los judíos ofrecieron sus cuellos desnudos, dispuestos a perder la vida antes que permitir la transgresión de la ley. Pilato quedó desconcertado. Aquel comportamiento pacífico, coherente y disciplinado le desarmó. Consideró más prudente ceder a sus demandas y retirar los estandartes (La guerra judía Il, 169-174; Antigüedades de los judíos 18, 55-59). Este prefecto no parece un dés­pota sin entrañas. Sabe ceder. Incluso podría ser débil ante la presión. ¿Arroja esto alguna luz sobre la actuación de Pilato, que, según los evan­gelios, cede ante la coacción de las autoridades judías y la multitud para terminar condenando a Jesús?

Sin embargo, años más tarde, Pilato actuó de manera bien diferente. Había decidido construir un acueducto de unos cincuenta kilómetros para traer agua desde la zona de Belén hasta Jerusalén. Como se trataba de una obra pública de interés para todos, se sintió con derecho a utilizar el tesoro del templo, un dinero que se consideraba korbán, es decir, consa­grado a Dios. Sin embargo, aprovechando una de sus visitas a Jerusalén, una muchedumbre rodeó su palacio y comenzó a gritar contra él. Esta vez Pilato no cedió. Introdujo entre la gente a soldados vestidos de pai­sano con orden de no utilizar la espada, sino de golpear con palos a los manifestantes. Según Flavio Josefo, fueron muchos los que murieron: unos a causa de las heridas recibidas, otros aplastados en la huida (La guerra Judía I1, 175-177, Antigüedades de los Judíos 18,60-62). El año 36 su actuación fue mucho más brutal. Un profeta samaritano con­vocó a todo el pueblo a subir al monte Garizín para mostrarles el lugar donde Moisés había depositado los vasos sagrados. Pilato, receloso de su fanatismo, lo quiso impedir con sus fuerzas de caballería e infantería. En el enfrentamiento, algunos samaritanos murieron, muchos cayeron pri­sioneros y los dirigentes fueron ejecutados (Antiguedades de los Judíos 18,85-89). Fue su última intervención. Vitelio, legado de Siria, escuchó las quejas de los samaritanos y ordenó al prefecto que volviera a Roma a dar cuenta de su actuación ante el empe­rador. Terminó sus días desterrado en las Galias (Vienne). Probablemente no había sido un hombre tan sangriento y malvado como lo describe Fi­lón de Alejandría, pero ciertamente fue un gobernador que no dudaba en recurrir a métodos brutales y expeditivos para resolver los conflictos.

Al llegar a Judea había encontrado a Caifás instalado en la dignidad de sumo sacerdote por el prefecto anterior, Valerio Grato. Pilato lo confirmó en su cargo y lo mantuvo hasta que ambos fueron cesados el año 36/37. Al parecer, encontró en Caifás un sólido colaborador que supo apoyarlo o, al menos, no tomó posición contra él en los momentos críticos en que su actuación provocó protestas populares. No es extraño que los investi­gadores sospechen cada vez más que pudo haber un buen entendimiento y hasta una cierta “complicidad” entre Caifás y Pilato en la resolución del problema que Jesús les planteaba a ambos.

¿Qué es lo que realmente sucedió? Los evangelios apenas dan a cono­cer detalles legales del proceso de Jesús ante Pilato. No es ese el objetivo de su relato. Por otra parte, tampoco parecen tener un conocimiento pre­ciso de lo que ocurrió en el palacio del prefecto. Sin embargo coinciden con lo que sabemos por otras fuentes no cristianas. Fue Pilato quien dictó la sentencia de muerte y mandó crucificar a Jesús; lo hizo, en buena parte, por instigación de las autoridades del templo y miembros de po­derosas familias de la capital. Este es el dato histórico más cierto: Jesús es ejecutado por soldados a las órdenes de Pilato, pero en el origen de esta ejecución se encuentra el sumo sacerdote Caifás, asistido por miembros de la aristocracia sacerdotal de Jerusalén.

Pero, ¿hubo realmente un proceso ante el prefecto romano? Pilato hu­biera podido ejecutar sin más a aquel peregrino galileo, sin atenerse a muchas formalidades. Su estilo de actuar no se distinguía precisamente por su talante humanitario. Esto es lo que piensan aquellos a quienes el carácter ingenuo de la narración, la vaguedad de las acusaciones y el epi­sodio legendario de Barrabás les lleva a sospechar que nos encontramos ante una composición cristiana y no ante una información histórica. En realidad, no está justificado un escepticismo tan radical. Por perfecto o imperfecto que este fuera, hubo un proceso en el que el prefecto romano condena a Jesús a ser ejecutado en una cruz, acusándolo de la pretensión de presentarse como “rey de los judíos”. Las fuentes ofrecen indicios su­ficientes y el texto de la condena colocado en la cruz lo confirma.

El juicio tiene lugar probablemente en el palacio en el que reside Pi­lato cuando acude a Jerusalén. Es temprano. Siguiendo la costumbre de los magistrados romanos, el prefecto comienza a impartir justicia muy pronto, después del amanecer. Pilato ocupa su sede en la tribuna desde la que dicta sus sentencias. Varios delincuentes esperan esa mañana el ve­redicto del representante del César. Jesús comparece maniatado. Es uno más. Las autoridades del templo lo han traído hasta aquí. Cuando llega su hora, Pilato no se limita a ratificar el proceso o la investigación que ha podido llevar a cabo Caifás. No dicta un exequatur, “ejecútese”. Busca su modo propio de plantear el caso. Aunque Jesús ha sido entregado como culpable por las autoridades judías, el prefecto desea asegurarse por sí mismo si este hombre ha de ser ejecutado. Es él quien impone la justicia del Imperio.

Pilato no actúa de forma arbitraria. Para juzgar un caso como el de Je­sús en una provincia del Imperio como era Judea podía elegir entre dos procedimientos vigentes en aquellos momentos. Al parecer no actúa si­guiendo la práctica de la coertio, que le da potestad absoluta para tomar, en un determinado momento, todas las medidas que juzgue necesarias para mantener el orden público, incluso la ejecución inmediata; se tra­taba, en realidad, de una actuación arbitraria legalizada. Por lo que pode­mos saber, recurre más bien a la cognitio extra ordinem, que es la práctica seguida de ordinario en Judea por los gobernadores romanos: una forma expeditiva de administrar justicia, en la que no se siguen todos los pasos exigidos en los procesos ordinarios. Basta atenerse a lo esencial: escu­char la acusación, interrogar al acusado, evaluar la culpabilidad y dictar sentencia. Al parecer, Pilato actúa con gran libertad y de manera muy personal al desarrollar la cognitio. Escucha a los delatores, da la palabra al acusado y, prescindiendo de más pruebas y pesquisas, centra la cuestión en lo que realmente tiene más interés para él: el posible peligro de agita­ción o insurrección que puede representar este hombre. Esta es la pre­gunta que se repite en todas las fuentes: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. ¿Es cierto que Jesús trata de erigirse como rey de esta provincia romana? Esta cuestión es nueva. No se había planteado con ese contenido político ante las autoridades del templo. Desde la perspectiva del Imperio es la pregunta decisiva.

Para Pilato, la intervención de Jesús en el templo y las discusiones que pueda haber sobre su condición de verdadero o falso profeta son, en principio, un asunto interno de los judíos. Como prefecto del Imperio, él está más atento a las repercusiones políticas que puede tener el caso. Este tipo de profetas que despiertan extrañas expectativas entre la gente pue­den ser a la larga peligrosos. Por otra parte, los ataques al templo son siempre un asunto delicado. Quien amenaza el sistema del templo está tratando de imponer algún nuevo poder. Las palabras de Jesús contra el templo y su reciente gesto de amenaza pueden socavar el poder sacerdo­tal, fiel en estos momentos a Roma y pieza clave en el mantenimiento del orden público.

La pregunta del prefecto significa un desplazamiento de la acusación. Si la inculpación se confirma, Jesús está perdido. El título “rey de los ju­díos” era peligroso. (El significado real es “rey de Judea” (G. Soslayan).) Habían sido los sacerdotes asmoneos los primeros en atribuirse este título, al proclamar la independencia del pueblo judío después de la rebelión de los Macabeos (143-63 a. e.). Más tarde fue He­rodes el Grande (37-4 a.e.) quien fue llamado “rey de los judíos”, porque así lo nombró el Senado romano. ¿Puede alguien pensar realmente que Jesús está intentando restablecer una monarquía como la de los asmo­neos o la de Herodes el Grande? Aquel hombre no va armado. No lidera un movimiento de insurrectos ni predica un levantamiento frontal contra Roma. Sin embargo, sus fantasías sobre el “imperio de Dios”, su crítica a los poderosos, su firme defensa de los sectores más oprimidos y humilla­dos del Imperio, su insistencia en un cambio radical de la situación, son una rotunda desautorización del emperador romano, del prefecto y del sumo sacerdote designado por el prefecto: Dios no bendice aquel estado de cosas. Jesús no es inofensivo. Un rebelde contra Roma es siempre un rebelde, aunque su predicación hable de Dios.

Lo que más solía preocupar a los gobernantes eran siempre las reac­ciones imprevisibles de las muchedumbres. También a Pilato. Era verdad que Jesús no tenía seguidores armados, pero su palabra atraía a las gen­tes. Estos casos había que cortarlos de raíz, antes de que el conflicto ad­quiriera mayores proporciones. No era necesario detenerse en las moti­vaciones religiosas de estos visionarios. Lo sucedido aquellos días en una Jerusalén repleta de peregrinos judíos venidos de todo el Imperio, en el explosivo ambiente de las fiestas de Pascua, no augura nada bueno: Jesús se ha atrevido a desafiar públicamente el sistema del templo y, al parecer, algunos peregrinos andan aclamándolo en las calles de la ciu­dad. Está en peligro el orden público: la pax romana.

Pilato considera a Jesús lo suficientemente peligroso como para ha­cerlo desaparecer. Basta con ejecutarlo a él. Sus seguidores no forman un grupo de insurrectos, pero conviene que su ejecución sirva de escar­miento para quienes sueñan en desafiar al Imperio. La crucifixión pú­blica de Jesús ante aquellas muchedumbres venidas de todas partes era el suplicio perfecto para aterrorizar a quienes podían albergar alguna tenta­ción de levantarse contra Roma.

Su crucifixión no fue, pues, un lamentable error ni el resultado de un cúmulo desgraciado de circunstancias. El profeta del reino de Dios es eje­cutado por el representante del Imperio romano por instigación e inicia­tiva de la aristocracia local del templo. Unos y otros ven en Jesús un peli­gro. No actúan de manera especialmente monstruosa. Muchas veces se actúa así con quienes representan una amenaza para los intereses de los poderosos. Tiberio nombraba a sus prefectos para asegurar su “imperio” en todas las provincias sometidas a Roma. Pilato debe cumplir con su obligación suprimiendo de raíz todo altercado que pueda poner en peli­gro el orden público de Judea. Caifás y su consejo tienen que defender el templo e impedir la intromisión de “fanáticos” difíciles de controlar. Los soldados cumplen órdenes. Probablemente, parte de la población de Je­rusalén, que no conocía demasiado a Jesús y cuya vida depende en buena parte del funcionamiento del templo y la llegada de peregrinos, se deja influir por sus dirigentes y se posiciona contra Jesús. Los simpatizantes tienen miedo y se callan. Sus seguidores más cercanos huyen. El profeta del reino de Dios se queda solo.

La razón de fondo está clara. El reino de Dios defendido por Jesús pone en cuestión al mismo tiempo todo aquel entramado de Roma y el sistema del templo. Las autoridades judías, fieles al Dios del templo, se ven obligadas a reaccionar: Jesús estorba. Invoca a Dios para defender la vida de los últimos. Caifás y los suyos lo invocan para defender los inte­reses del templo. Condenan a Jesús en nombre de su Dios, pero, al ha­cerlo, están condenando al Dios del reino, el único Dios vivo en el que cree Jesús. Lo mismo sucede con el Imperio de Roma. Jesús no ve en aquel sistema defendido por Pilato un mundo organizado según el cora­zón de Dios. Él defiende a los más olvidados del Imperio; Pilato protege los intereses de Roma. El Dios de Jesús piensa en los últimos; los dioses del Imperio protegen la pax romana. No se puede, a la vez, ser amigo de Jesús y del César; no se puede servir al Dios del reino y a los dioses es­tatales de Roma. Las autoridades judías y el prefecto romano se movie­ron para asegurar el orden y la seguridad. Sin embargo no es solo una cuestión de política pragmática. En el fondo, Jesús es crucificado porque su actuación y su mensaje sacuden de raíz ese sistema organizado al ser­vicio de los más poderosos del Imperio romano y de la religión del tem­plo. Es Pilato quien pronuncia la sentencia: “Irás a la cruz”. Pero esa pena de muerte está firmada por todos aquellos que, por razones diversas, se han resistido a su llamada a “entrar en el reino de Dios”.

1.3 El horror de la crucifixión

▲back to top

Jesús escucha la sentencia aterrado. Sabe lo que es la crucifixión. Desde niño ha oído hablar de ese horrible suplicio. Sabe también que no es po­sible apelación alguna. Pilato es la autoridad suprema. Él, un súbdito de una provincia sometida a Roma, privado de los derechos propios de un ciudadano romano. Todo está decidido. A Jesús le esperan las horas más amargas de su vida.

La crucifixión era considerada en aquel tiempo como la ejecución más terrible y temida. Flavio Josefo la considera “la muerte más miserable de todas” y Cicerón la califica como “el suplicio más cruel y terrible”. La crucifixión era practi­cada en muchos pueblos de la antigüedad. Persas, asirios, celtas, germanos y cartagineses la utilizaron de diversas maneras Roma la aprendió de Cartago e hizo de ella el suplicio prefe­rido para castigar a los peores criminales

Tres eran los tipos de ejecución más ignominiosos entre los romanos: agonizar en la cruz (crux), ser devorado por las fieras (damnatio ad bestias) o ser quemado vivo en la hoguera (crematio). La crucifixión no era una simple ejecución, sino una lenta tortura. Al crucificado no se le dañaba directa­mente ningún órgano vital, de manera que su agonía podía prolongarse durante largas horas y hasta días. Por otra parte, era normal combinar el castigo básico de la crucifixión con humillaciones y tormentos diversos. Los datos son escalofriantes. No es extraño mutilar al crucificado, va­ciarle los ojos, quemarlo, flagelarlo o torturarlo de diversas formas antes de colgarlo en la cruz. La manera de llevar a cabo la crucifixión se pres­taba sin más al sadismo de los verdugos. Séneca habla de hombres cruci­ficados cabeza abajo o empalados en el poste de la cruz de manera obs­cena. Al describir la caída de Jerusalén, Flavio Josefo cuenta que los derrotados “eran azotados y sometidos a todo tipo de torturas antes de morir crucificados frente a las murallas... Los soldados romanos, por ira y por odio, para burlarse de ellos, colgaban de diferentes formas a los que agarraban, y eran tantas sus víctimas que no tenían espacio suficiente para poner sus cruces, ni cruces para clavar sus cuerpos”. La crucifixión de Jesús no parece haber sido un acto de ensañamiento especial por parte de los verdugos. Las fuentes cristianas solo hablan de la flagelación y la cru­cifixión, además de burlas y humillaciones de diverso tipo.

La crueldad de la crucifixión estaba pensada para aterrorizar a la pobla­ción y servir así de escarmiento general. Siempre era un acto público. Las víctimas permanecían totalmente desnudas, agonizando en la cruz, en un lugar visible: un cruce concurrido de caminos, una pequeña altura no lejos de las puertas de un teatro o el lugar mismo donde el crucificado había co­metido su crimen. No era fácil de olvidar el espectáculo de aquellos hom­bres retorciéndose de dolor entre gritos y maldiciones. En Roma había un lugar especial para crucificar a los esclavos. Se llamaba Campus Esquilínus. Este campo de ejecución, lleno de cruces e instrumentos de tortura, y ro­deado casi siempre de aves de rapiña y perros salvajes, era la mejor fuerza de disuasión. Es fácil que el montículo del Gólgota (lugar de la Calavera), no lejos de las murallas, junto a un camino concurrido que llevaba a la puerta de Efraín, fuera el “lugar de ejecución” de la ciudad de Jerusalén.

La crucifixión no se aplicaba a los ciudadanos romanos, excepto en casos excepcionales y para mantener la disciplina entre los militares. Era demasiado brutal y vergonzosa: el castigo típico para los esclavos. Se le llamaba servíle supplícíum. El escritor romano Plauto (ca. 250-184 a. C.) describe con qué facilidad se les crucificaba para mantenerlos aterroriza­dos, cortando de raíz cualquier conato de rebelión, huida o robos. Por otra parte, era el castigo más eficaz para los que se atrevían a levantarse contra el Imperio. Durante muchos años fue el instrumento más habitual para “pacificar” a las provincias rebeldes. El pueblo judío lo había expe­rimentado repetidamente. Solo en un período de setenta años, cercanos a la muerte de Jesús, el historiador Flavio Josefo nos informa de cuatro cru­cifixiones masivas: el año 4 a. c., Quintilio Varo crucifica a dos mil rebel­des en Jerusalén; entre los años 48 al 52, Quadrato, legado de Siria, cruci­fica a todos los capturados por Cumano en un enfrentamiento entre ju­díos y samaritanos; el año 66, durante la prefectura del cruel Floro, son flagelados y crucificados un número incontable de judíos; a la caída de Jerusalén (septiembre del 70), numerosos defensores de la ciudad santa son crucificados brutalmente por los romanos.

Quienes pasan cerca del Gólgota este 7 de abril del año 30 no contem­plan ningún espectáculo piadoso. Una vez más están obligados a ver, en plenas fiestas de Pascua, la ejecución cruel de un grupo de condenados. No lo podrán olvidar fácilmente durante la cena pascual de esa noche. Saben bien cómo termina de ordinario ese sacrificio humano. El ritual de la cruci­fixión exigía que los cadáveres permanecieran desnudos sobre la cruz para servir de alimento a las aves de rapiña y a los perros salvajes; los restos eran depositados en una fosa común. Quedaban así borrados para siempre el nombre y la identidad de aquellos desgraciados. Tal vez se actuará de ma­nera diferente en esta ocasión, pues faltan ya pocas horas para que dé co­mienzo el día de Pascua, la fiesta más solemne de Israel, y, entre los judíos, se acostumbra a enterrar a los ejecutados en el mismo día. Según la tradi­ción judía, “un hombre colgado de un árbol es una maldición de Dios”.


1.4 Las últimas horas

▲back to top

¿Qué vivió realmente Jesús durante sus últimas horas? La violencia, los golpes y las humillaciones comienzan la misma noche de su detención.

En los relatos de la pasión leemos dos escenas paralelas de maltrato. Las dos siguen de inmediato a la condena de Jesús por parte del sumo sacer­dote y por parte del prefecto romano, y las dos están relacionadas con los temas tratados. En el palacio de Caifás, Jesús recibe “golpes” y “saliva­zos”, le cubren el rostro y se ríen de él diciéndole: “Profetiza, Mesías, ¿quién es el que te ha pegado?”; las burlas se centran en Jesús como “falso profeta”, que es la acusación que está en el trasfondo de la condena judía. En el pretorio de Pilato, Jesús recibe de nuevo “golpes” y “saliva­zas”, y es objeto de una mascarada: le echan encima un manto de púr­pura, le encajan en la cabeza una corona de espinas, ponen en sus manos una caña a modo de cetro real y doblan ante él sus rodillas diciendo: “Salve, rey de los judíos”; aquí todo el escarnio se concentra en Jesús como “rey de los judíos”, que es la preocupación del prefecto romano.

Probablemente, tal como están descritas, ninguna de estas dos esce­nas goza de rigor histórico. El primer relato ha sido sugerido, en parte, por la figura del “siervo sufriente de Yahvé”, que ofrece sus espaldas a los “golpes” de sus verdugos y no rehúye los “insultos” y “salivazos”. La mascarada de los soldados, por su parte, se inspira probablemente en el ritual de la investidura de los reyes, con los símbolos bien conocidos de la clámide de púrpura, la corona de hojas silvestres y el gesto de la pros­ternación, en el que toma parte, según Marcos, “toda la cohorte” (¡600 soldados!). Se trata, sin duda, de dos escenas profundamente reelabora­das en las que, de manera indirecta y con no poca ironía, los cristianos hacen confesar a los adversarios de Jesús lo que realmente este es para ellos: profeta de Dios y rey.

Esto no significa que todo sea ficción, ni mucho menos. En el origen de la primera escena en el palacio de Caifás parece que subyace el re­cuerdo de bofetadas asestadas por uno o varios guardias del sumo sacer­dote en la noche del arresto. Este trato vejatorio a los detenidos era bas­tante habitual. Cuando, treinta años más tarde, por los años sesenta, Jesús, hijo de Ananías, fue arrestado por las autoridades judías porque profetizaba contra el templo, recibió numerosos golpes antes de ser en­tregado a los romanos. Algo parecido se puede decir del escarnio por parte de los soldados de Pilato. La escena no se inspira en ningún texto bíblico y la actuación vejatoria con un condenado es verosímil. Los solda­dos de Pilato no eran legionarios romanos disciplinados, sino tropas au­xiliares reclutadas entre la población samaritana, siria o nabatea, pueblos profundamente antijudíos. No es nada improbable que cayeran en la ten­tación de burlarse de aquel judío, caído en desgracia y condenado por su prefecto. No sabemos exactamente lo que hicieron con Jesús. La descrip­ción concreta que ofrecen los evangelios parece inspirada en burlas e in­cidentes como el que narra Filón. Según este escritor judío, el año 38, para burlarse del rey Herodes Agripa de visita en Alejandría, tomaron a un deficiente mental llamado Carabás y lo “entronizaron” en el gimnasio de la ciudad: le pusieron en la cabeza una hoja de papiro en forma de dia­dema, le cubrieron las espaldas con una alfombra como manto real y le dieron a sujetar una caña a modo de cetro; luego, como en los “mimos teatrales”, unos jóvenes se pusieron de pie a ambos lados imitando a una guardia personal, mientras otros lo homenajeaban.

Los soldados de Pilato comenzaron realmente a intervenir de manera oficial cuando su prefecto les dio la orden de flagelar a Jesús. La flage­lación, en este caso, no es un castigo independiente ni un juego más de los soldados. Forma parte del ritual de la ejecución, que comienza por lo general con la flagelación y culmina con la crucifixión propiamente di­cha. Probablemente, después de escuchar la sentencia, Jesús es condu­cido por los soldados al patio del palacio, llamado “patio del enlosado”, para proceder a su flagelación. El acto es público. No sabemos si alguno de sus acusadores asiste a aquel triste espectáculo. Para Jesús comienzan sus horas más terribles. Los soldados lo desnudan totalmente y lo atan a una columna o un soporte apropiado. Para la flagelación se utilizaba un instrumento especial llamado flagrum, que tenía un mango corto y estaba hecho con tiras de cuero que terminaban en bolas de plomo, huesos de carnero o trocitos de metal punzante. Desconocemos los instrumentos que pudieron utilizar los verdugos de Jesús, pero sabemos cuál era siem­pre el resultado. Jesús queda maltrecho, sin apenas fuerza para mante­nerse en pie y con su cuerpo en carne viva. Así quedó también Jesús, hijo de Ananías, cuando fue flagelado por Albino el año 62. Flavio Josefo lo describe “despellejado a latigazos hasta los huesos". El castigo es tan brutal que a veces los condenados mueren durante el suplicio. No fue el caso de Jesús, pero las fuentes sugieren que quedó con muy pocas fuer­zas. Al parecer tuvo que ser ayudado a llevar la cruz, pues no podía con ella, y de hecho su agonía no se prolongó: murió antes que los otros dos reos crucificados juntamente con él.

Terminada la flagelación se procede a la crucifixión. No hay que de­morarla. La ejecución de tres crucificados lleva su tiempo, y faltan pocas horas para la caída del sol, que marcará el comienzo de las fiestas de Pas­cua. Los peregrinos y la población de Jerusalén se apresuran a realizar los últimos preparativos: algunos suben al templo a adquirir su cordero y degollarlo ritualmente; otros marchan a sus casas a preparar la cena. Se respira el ambiente festivo de la Pascua. Desde el palacio del prefecto se pone en marcha una lúgubre comitiva camino del Gólgota. El trayecto es relativamente corto. Tal vez no llega a quinientos metros. Al salir del pre­torio, toman probablemente la estrecha calle que corre entre el palacio­ fortaleza de Pilato y las murallas; cuando salgan de la ciudad por la puerta de Efraín se encontrarán ya en el lugar de la ejecución.

Los tres condenados caminan escoltados por un pequeño pelotón de cuatro soldados. A Pilato le ha parecido suficiente para garantizar la se­guridad y el orden. Los seguidores más cercanos de Jesús han huido: no teme grandes altercados por la ejecución de aquellos desgraciados. Pro­bablemente, en la comitiva van también con ellos los verdugos encarga­dos de ejecutarlos. Son tres los reos, y la crucifixión requiere destreza. Llevan consigo el material necesario: clavos, cuerdas, martillos y otros objetos. Jesús marcha en silencio. Lo mismo que los demás reos, lleva so­bre sus espaldas el patibulum o travesaño horizontal donde pronto será clavado; cuando lleguen al lugar de la ejecución, será ajustado a uno de los palos verticales (stipes) que están fijados permanentemente en el Gól­gota para ser utilizados en las ejecuciones. Colgada al cuello lleva una pequeña tablita (tabella) donde, según la costumbre romana, está escrita la causa de la pena de muerte. Cada uno lleva la suya. Es importante que todos sepan lo que les espera a quienes los imiten: la crucifixión ha de servir de escarmiento general. Según algunas fuentes, Jesús no pudo arrastrar la cruz hasta el final. En un determinado momento, los solda­dos, temiendo que no llegara vivo al lugar de la crucifixión, obligaron a un hombre que venía del campo a celebrar la Pascua a que trasportara la cruz de Jesús hasta el Calvario. Se llamaba Simón, era oriundo de Cirene (en la actual Libia) y padre de Alejandro y Rufo

No tardan en llegar al Gólgota. Sin ser tan famoso como el Campus Es­quilinus de Roma, el emplazamiento era tal vez conocido en Jerusalén como lugar de ejecuciones públicas. Así lo sugiere su siniestro nombre: “lugar del Cráneo” o “lugar de la Calavera”. En español, “el Calvario”. Era un pequeño montículo rocoso de diez o doce metros de altura sobre su entorno. La zona había sido antiguamente una cantera de donde se ex­traía material para las construcciones de la ciudad. En aquel momento servía, al parecer, como lugar de enterramiento en las cavidades de las rocas. En la parte superior del montículo se podían ver los palos vertica­les hundidos firmemente en la roca. Junto al Gólgota pasaba un camino muy transitado que llevaba a la cercana puerta de Efraín. El lugar no puede ser más apropiado para hacer de la crucifixión un castigo ejempla­rizante.

Enseguida se procede a la ejecución de los tres reos. Con Jesús se hace probablemente lo que se hacía con cualquier condenado. Lo desnudan totalmente para degradar su dignidad, lo tumban en el suelo, extienden sus brazos sobre el travesaño horizontal y con clavos largos y sólidos lo clavan por las muñecas, que son fáciles de atravesar y permiten sostener el peso del cuerpo humano. Luego, utilizando instrumentos apropiados, elevan el travesaño a una con el cuerpo de Jesús y lo fijan al palo vertical an­tes de clavar sus dos pies a la parte inferior. De ordinario, la altura de la cruz no superaba mucho los dos metros, de manera que los pies del crucifi­cado quedaban a treinta o cincuenta centímetros del suelo. De este modo, la víctima queda más cerca de sus torturadores durante su largo proceso de asfixia y, una vez muerto, puede ser pasto fácil de los perros salvajes.

Los soldados se preocupan de colocar en la parte superior de la cruz la pequeña placa de color blanco en la que, con letras negras o rojas bien visibles, se indica la causa por la que se ejecuta a Jesús. Es lo acostum­brado en estos casos. Al parecer, el letrero de Jesús estaba escrito en he­breo, la lengua sagrada que más se utilizaba en el templo, en latín, lengua oficial del Imperio romano, y en griego, la lengua común de los pueblos del Oriente, la más hablada seguramente por los judíos de la diáspora. Debe quedar muy claro el delito de Jesús: “rey de los judíos”. Estas pala­bras no son un título cristológico inventado posteriormente por los cris­tianos. No es tampoco una notificación oficial que recoja las actas del proceso ante Pilato. Se trata más bien de una manera de informar a la po­blación para que la ejecución de Jesús sirva de escarmiento. De manera inteligible y con su pequeña dosis de burla, se advierte a todos de lo que les espera si siguen los pasos de este hombre que cuelga de la cruz.

Jesús es ejecutado con otros condenados. Al parecer era bastante habi­tual este tipo de ejecuciones en grupo. Las fuentes cristianas hablan solo de otros dos crucificados. Pudieron ser más. No sabemos si eran “bandidos” capturados en algún tipo de refriega contra las autoridades romanas o, más bien, “delincuentes comunes” condenados por algún crimen casti­gado con pena de muerte. Algunos ponen en duda el hecho: piensan que se trata de un detalle inventado a partir de textos bíblicos como Isaías 53,12 o el Salmo 22, 17 para mostrar con más fuerza la atrocidad que se ha come­tido contra Jesús, que, siendo inocente, ha sido ejecutado como un criminal cualquiera. Tal vez el detalle fue recogido con esa intención, pero no pa­rece un hecho ficticio. Seguramente Jesús fue ejecutado junto con otros condenados siguiendo una práctica habitual. Sin embargo, la forma de re­presentar a Jesús en un lugar preeminente y central, en medio de dos ban­didos, se puede deber a razones de “estética cristiana”.

Terminada la crucifixión, los soldados no se mueven del lugar. Su obligación es vigilar para que nadie se acerque a bajar los cuerpos de la cruz y esperar hasta que los condenados lancen su último estertor. Mien­tras tanto, según los evangelios, se reparten los vestidos de Jesús echando a suertes qué es lo que se llevará cada uno (Marcos 15,24). Probablemente fue así. Se­gún una práctica romana habitual, las pertenencias del condenado po­dían ser tomadas como “despojos” (spolia). El crucificado debía saber que ya no pertenecía al mundo de los vivos.

Los evangelios han conservado también el recuerdo de que, en algún momento, los soldados ofrecieron a Jesús algo de beber. No es fácil saber lo ocurrido. Según Marcos y Mateo, al llegar al Gólgota, antes de crucifi­carlo, los soldados ofrecen a Jesús “vino mezclado con mirra”, una be­bida aromática que adormecía la sensibilidad y ayudaba a soportar mejor el dolor; se nos dice que Jesús “no lo tomó” (Marcos 15,23 / / Mateo 27,34). Al final, poco antes de mo­rir, ocurre algo totalmente diferente. Al oír a Jesús lanzar un fuerte grito invocando a Dios, uno de los soldados se apresura a ofrecerle un “vino avinagrado”, llamado en latín posca, una bebida fuerte, muy popular en­tre los soldados romanos, que la tomaban para recobrar fuerzas y reavi­var el ánimo. Esta vez no es un gesto de compasión para calmar el dolor del crucificado, sino una especie de burla final para que aguante un poco más por si viene Elías en su ayuda (!). No se nos dice si Jesús lo bebe. Probablemente ya no tiene fuerzas para nada. Este ofrecimiento de vina­gre en los momentos finales está tan arraigado en todas las fuentes que, probablemente, es histórico: una burla más, esta vez en plena agonía. Pero seguramente el detalle fue recogido en la tradición porque cobraba una hondura especial a la luz de las quejas de un orante que se lamenta así: “Espero en vano compasión, no encuentro quien me consuele; me han echado veneno en la comida, han apagado mi sed con vinagre” (Salmo 69,22).

Ya solo queda esperar. Jesús ha sido clavado a la cruz entre las nueve de la mañana y las doce del mediodía. La agonía no se va a prolongar. Son para Jesús los momentos más duros. Mientras su cuerpo se va defor­mando, crece la angustia de su asfixia progresiva. Poco a poco se va que­dando sin sangre y sin fuerzas. Sus ojos apenas pueden distinguir algo. Del exterior solo le llegan algunas burlas y los gritos de desesperación y rabia de quienes agonizan junto a él. Pronto le sobrevendrán las convul­siones. Luego, el estertor final.


1.5 En manos del Padre

▲back to top

¿Cómo vive Jesús este trágico martirio? ¿Qué experimenta al comprobar el fracaso de su proyecto del reino de Dios, el abandono de sus seguido­res más cercanos y el ambiente hostil de su entorno? ¿Cuál es su reacción ante una muerte tan ignominiosa como cruel? Sería un error pretender desarrollar una investigación de carácter psicológico que nos adentrara en el mundo interior de Jesús. Las fuentes no se orientan hacia una des­cripción psicológica de su pasión, pero invitan a acercarnos a sus actitu­des básicas a la luz del “sufrimiento del justo inocente”, descrito en dife­rentes salmos bien conocidos en el pueblo judío.

Entre los primeros cristianos existe el recuerdo de que, al final de su vida, Jesús ha vivido una lucha interior angustiosa. Incluso le ha pedido a Dios que lo liberara de aquella muerte tan dolorosa. Probablemente nadie sabe con certeza las palabras precisas que ha pronunciado. Para acercarse de alguna manera a su experiencia, acuden al Salmo 42: en la angustia de este orante escuchan un eco de lo que ha podido vivir Je­sús. Al mismo tiempo asocian su plegaria a un momento fuertemente determinante: el de la oración en el huerto de Getsemaní.

La escena encoge el alma. En medio de las sombras de la noche, Jesús se adentra en el “huerto de los Olivos”. Poco a poco “comienza a entris­tecerse y angustiarse”. Luego se aparta de sus discípulos buscando, como es su costumbre, un poco de silencio y paz. Pronto “cae al suelo” y se queda prosternado tocando con su rostro la tierra. Los textos tratan de sugerir su abatimiento con diversos términos y expresiones. Marcos ha­bla de “tristeza”: Jesús está profundamente triste, con una tristeza mor­tal; nada puede poner alegría en su corazón; una queja se le escapa: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte”. Se habla también de “angustia”: Jesús se ve desamparado y abatido; un pensamiento se ha apoderado de él: va a morir. Juan habla de “turbación”: Jesús está desconcertado, roto interiormente. Lucas subraya la “ansiedad”: lo que experimenta Jesús no es inquietud ni preocupación; es horror ante lo que le espera. La carta a los Hebreos dice que Jesús lloraba: al orar le saltaban las “lágrimas” (Hebreos 5,7)

Desde el suelo, Jesús comienza a orar. La fuente más antigua recoge así su oración: “¡Abbá, Padre! Todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Marcos 14,36). En este mo­mento de angustia y abatimiento total, Jesús vuelve a su experiencia ori­ginal de Dios: Abbá. Con esta invocación en su corazón se sumerge con­fiadamente en el misterio insondable de Dios, que le está ofreciendo una copa tan amarga de sufrimiento y muerte. No necesita muchas palabras para comunicarse con Dios: “Tú lo puedes todo. Yo no quiero morir. Pero estoy dispuesto a lo que tú quieras”. Dios lo puede todo. Jesús no tiene ninguna duda. Podría hacer realidad su reino de otra forma que no en­trañara este terrible suplicio de la crucifixión. Por eso le grita su deseo: “Aparta lejos de mí esa copa. No me la acerques más. Quiero vivir”. Tiene que haber otra manera de que se cumplan los designios de Dios. Hace unas horas, al despedirse de los suyos, él mismo estaba hablando, con una copa en sus manos, de su entrega completa al servicio del reino de Dios. Ahora, angustiado, pide al Padre que le ahorre esa copa. Pero está dispuesto a todo, incluso a morir, si es eso lo que el Padre quiere. “Que se haga lo que quieres tú”. Jesús se abandona totalmente a la vo­luntad de su Padre en el momento en que esta se le presenta como algo absurdo e incomprensible. Es necesario entender bien todo esto. En ningún momento se dice en los evangelios que Dios quiere la “destrucción” de Jesús. La crucifixión es un “crimen” y una “injusticia”. ¿Cómo va a querer el Padre que torturen a Jesús? Lo que Dios quiere es que permanezca fiel a su servicio al reino sin ambigüedad alguna, que no se desdiga de su mensaje de salvación en esta hora de la confrontación decisiva, que no se eche atrás en su defensa y solidaridad con los últimos, que siga revelando su misericordia y perdón a todos.

¿Qué hay en el trasfondo de esta oración? ¿De dónde brota la angus­tia de Jesús y su invocación al Padre? Lo que le aflige es, sin duda, tener que morir tan pronto y de una forma tan violenta. La vida es el regalo más grande de Dios. Para Jesús, como para cualquier judío, la muerte es la mayor desgracia, pues destruye todo lo bueno que hay en la vida y no conduce sino a una existencia sombría en el sheol. El sheol es el “país de los muertos”. Según la fe judía se encuentra en las profundida­des de la tierra. Allí no hay luz, sino tinieblas y densas sombras. No hay vida, ni cánticos, ni alabanza a Dios. Allá descienden todos los muertos, buenos y malos, sin que nadie pueda volver a esta vida. En tiempos de Jesús, muchos lo consideraban como lugar de espera de la resurrección.

Tal vez su alma se es­tremece aún más al pensar en una muerte tan ignominiosa como la cruci­fixión, considerada por muchos como signo del abandono y hasta de la maldición de Dios. Pero todavía hay algo más trágico para Jesús. Va a morir sin ver realizado su proyecto. Ha vivido con tal pasión su entrega, está tan identificado con la causa de Dios, que ahora su desgarro es más horroroso. ¿Qué va a ser del reino de Dios? ¿Quién va a defender a los pobres? ¿Quién va a pensar en los que sufren? ¿Dónde van a encontrar los pecadores la acogida y el perdón de Dios?

La insensibilidad y el abandono de sus discípulos lo hunden en la so­ledad y la tristeza. Su comportamiento le hace ver la magnitud de su fra­caso. Ha reunido en su entorno a un pequeño grupo de discípulos y dis­cípulas; con ellos ha empezado a formar una “nueva familia” al servicio del reino de Dios; ha elegido a los “Doce” como número simbólico de la restauración de Israel; los ha reunido en esa reciente cena para contagiar­les su confianza en Dios. Ahora los ve a punto de huir dejándolo solo. Todo se derrumba. La dispersión de los discípulos es el signo más evi­dente de su fracaso. ¿Quién los reunirá en adelante? ¿Quién vivirá al ser­vicio del reino de Dios?

La soledad de Jesús es total. Su sufrimiento y sus gritos no encuentran eco en nadie: Dios no le responde; sus discípulos “duermen”. Apresado por las fuerzas de seguridad del templo, Jesús no tiene ya duda alguna: el Padre no ha escuchado sus deseos de .seguir viviendo; sus discípulos se escapan buscando su propia seguridad. ¡Está solo! Los relatos dejan en­trever esta soledad de Jesús a lo largo de toda la pasión. La atención de los habitantes de Jerusalén y de aquella multitud de peregrinos que llena las calles no está en aquel pequeño grupo que va a ser ejecutado en las afueras de la ciudad. En el templo todo es agitación y ajetreo. A esas ho­ras, miles de corderos están siendo sacrificados en el recinto sagrado. La gente se mueve febril rematando los últimos preparativos para la cena pascual. Solo quienes se encuentran en su camino con el cortejo de los condenados o pasan cerca del Gólgota prestan atención. Como es habi­tual en las sociedades antiguas, son gentes familiarizadas con el espec­táculo de una ejecución pública. Sus reacciones son diversas: curiosidad, gritos, burlas, desprecios y algún que otro comentario de lástima. Desde la cruz, Jesús probablemente solo percibe rechazo y hostilidad.

Solo Lucas habla de una actitud más amable y compasiva por parte de unas mujeres que, en medio del gentío que observa a los condenados camino de la cruz, se acercan a Jesús llorando por él. (Lucas 23,27-31). Por otra parte, un grupo de discípulas de Jesús se encuentra en el escenario del Gólgota “mirando desde lejos”, pues los soldados no permiten que nadie se acer­que a los crucificados subiendo hasta lo alto del montículo. Se nos dan los nombres de estas valientes mujeres que permanecen allí hasta el final. Todos los evangelistas coinciden en la presencia de María de Magdala, la mujer que tanto quiere a Jesús. Marcos y Mateo hablan de otras dos mu­jeres: María, la mujer de Alfeo, madre de Santiago el menor y Joset, y Sa­lomé, la madre de Santiago y Juan. Solo el cuarto evangelio menciona a “la madre de Jesús”, a una tía suya, hermana de su madre, y a “María, mujer de Clopás”. Aunque se ha dicho con frecuencia que la presencia de estas mujeres ha podido reconfortar a Jesús, el hecho es poco probable. Rodeado por los soldados de Pilato y los encargados de la ejecución, es difícil pensar que, durante su agonía, haya podido adivinar su presencia, obligadas como estaban a permanecer a distancia, perdidas entre la gente.

Probablemente las primeras generaciones cristianas no sabían con exactitud las palabras que Jesús pudo haber murmurado durante su ago­nía. Nadie estuvo tan cerca como para recogerlas. Existía el recuerdo de que Jesús había muerto orando a Dios y también de que, al final, había lanzado un fuerte grito. Poco más. Casi todas las palabras concretas que ponen los evangelistas en labios de de Jesús reflejan probablemente las reflexiones de los cristianos, que van ahondando en la muerte de Je­sús desde diversas perspectivas, poniendo el acento en diferentes aspec­tos de su oración: desolación, confianza o abandono en manos del Padre. Al no poder recurrir a recuerdos concretos conservados en la tradición, acuden a salmos bien conocidos en la comunidad cristiana en los que se invoca a Dios desde el sufrimiento.

¿Nos hemos de resignar entonces a no saber nada con seguridad? Pa­rece bastante claro que el “diálogo” de Jesús con su “madre” y el “discí­pulo amado” es una escena construida por el evangelio de Juan. Lo mismo hemos de decir del “diálogo” entre los dos malhechores y Jesús, redactado casi con seguridad por Lucas.

Por otra parte, produce un cierto desencanto saber que la oración tal vez más bella de todo el relato de la pasión es textualmente dudosa. Según el evangelista Lucas, al ser clavado a la cruz, Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Sin duda, esa ha sido su actitud interior. Lo había sido siempre. Ha pedido a los suyos “amar a sus enemigos” y “rogar por sus perseguidores”; ha insistido en perdonar hasta “setenta veces siete”. Quienes lo han conocido no dudan de que Jesús ha muerto perdo­nando, pero, probablemente, lo ha hecho en silencio, o al menos sin que nadie le haya podido escuchar. Fue Lucas o tal vez un copista del si­glo II quien puso en su boca lo que todos pensaban en la comunidad cristiana.

El silencio de Jesús durante sus últimas horas es sobrecogedor. Sin embargo, al final, Jesús muere “lanzando un fuerte grito”. Este grito inar­ticulado es el recuerdo más seguro de la tradición. Los cristianos no lo olvidaron jamás. Tres evangelistas ponen además en boca de Jesús mori­bundo tres palabras diferentes, inspiradas en otros tantos salmos: según Marcos (= Mateo), Jesús grita con fuerte voz: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?”. Lucas, sin embargo, ignora estas palabras y dice que Jesús grita: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”. Según Juan, poco antes de morir, Jesús dice: “Tengo sed”, y, después de beber el vinagre que le ofrecieron, exclamó: “Todo está cumplido”. ¿Qué pode­mos decir de estas palabras? ¿Fueron pronunciadas por Jesús? ¿Son pala­bras cristianas que nos invitan a penetrar en el misterio del silencio de Je­sús, roto solo al final por su grito sobrecogedor?

No es difícil entender la descripción que nos ofrece Juan, el evange­lista más tardío. Según su visión teológica, “ser elevado a la cruz” es para Jesús “volver al Padre” y entrar en su gloria. Por eso su relato de la pa­sión es la marcha serena y solemne de Jesús hacia la muerte. No hay an­gustia ni espanto. No hay resistencia a beber el cáliz amargo de la cruz: “La copa que me ha ofrecido el Padre, ¿no la vaya beber?” (Juan 18,11). Su muerte no es sino la coronación de su deseo más hondo. Así lo expresa: “Tengo sed”, quiero culminar mi obra; siento sed de Dios, quiero entrar ya en su gloria. Por eso, después de beber el vinagre que le ofrecen, Jesús ex­clama: “Todo está cumplido”. Ha sido fiel hasta el final. Su muerte no es la bajada al sheol, sino su “paso de este mundo al Padre”. En las comuni­dades cristianas nadie lo ponía en duda.

Es fácil también entender la reacción de Lucas. El grito angustioso de Jesús quejándose a Dios por su abandono le resulta duro. Marcos no ha­bía tenido ningún problema en ponerlo en boca de Jesús, pero tal vez al­gunos lo podían interpretar mal. Entonces, con gran libertad, lo sustituye con otras palabras, a su juicio más adecuadas: “Padre, en tus manos abandono mi vida”. Tenía que quedar claro que la angustia vivida por Jesús no había anulado en ningún momento su actitud de confianza y abandono total en el Padre. Nada ni nadie lo había podido separar de él. Al terminar su vida, Jesús se entregó confiado a ese Padre que había es­tado en el origen de toda su actuación. Lucas lo quería dejar claro.

Sin embargo, a pesar de todas sus reservas, el grito recogido por Mar­cos: Eloí, Eloí, ¡lemá sabactaní!, es decir, “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”, es, sin duda, el más antiguo en la tradición cris­tiana y podría remontarse al mismo Jesús. Estas palabras pronunciadas en arameo, lengua materna de Jesús, y gritadas en medio de la soledad y el abandono total son de una sinceridad abrumadora. De no haberlas pronunciado Jesús, ¿se hubiera atrevido alguien en la comunidad cris­tiana a ponerlas en sus labios? Jesús muere en una soledad total. Ha sido condenado por las autoridades del templo. El pueblo no lo ha defendido. Los suyos han huido. A su alrededor solo escucha burlas y desprecio. A pesar de sus gritos al Padre en el huerto de Getsemaní, Dios no ha venido en su ayuda. Su Padre querido lo ha abandonado a una muerte ignomi­niosa. ¿Por qué? Jesús no llama a Dios Abbá, Padre, su expresión habitual y familiar. Le llama Eloí, “Dios mío”, como todos los seres humanos. Su invocación no deja de ser una expresión de confianza: ¡Dios mío! Dios si­gue siendo su Dios a pesar de todo. Jesús no duda de su existencia ni de su poder para salvarlo. Se queja de su silencio: ¿dónde está? ¿Por qué se calla? ¿Por qué lo abandona precisamente en el momento en que más lo necesita? Jesús muere en la noche más oscura. No entra en la muerte ilu­minado por una revelación sublime. Muere con un “porqué” en sus la­bios. Todo queda ahora en manos del Padre.


Capítulo 13 de: PAGOLA, José A. "Jesús, aproximación histórica", PPC, Madrid 2008 (p. 371-410)