Cómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy


Cómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy

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Documento 1.8. Jesús, curador de la vida

C ómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy

Curso de Formación para laicos / SSCC Patagonia Norte (ABB)


  • Documentos para profundizar lo abordado en cada encuentro




1.8. Jesús, curador de la vida



El poeta de la misericordia de Dios hablaba con parábolas, pero también con hechos. Los campesinos de Galilea pudieron comprobar que Jesús, lleno del Espíritu de Dios, recorría sus aldeas curando enfermos, expul­sando demonios y liberando a las gentes del mal, la indignidad y la ex­clusión. La misericordia de Dios no es una bella teoría sugerida por sus parábolas. Es una realidad fascinante: junto a Jesús, los enfermos recupe­ran la salud, los poseídos por el demonio son rescatados de su mundo os­curo y tenebroso. Él los integra en una sociedad nueva, más sana y fra­terna, mejor encaminada hacia la plenitud del reino de Dios.


Jesús seguía sorprendiendo a todos: Dios está llegando, pero no como el “Dios de los justos”, sino como el “Dios de los que sufren”. El profeta del reino de Dios no tiene ninguna duda: lo que a Dios le preocupa es el sufrimiento de los más desgraciados; lo que le mueve a actuar en medio de su pueblo es su amor compasivo; el Dios que quiere reinar entre los hombres y mujeres es un “Dios que sana”. Las fuentes cristianas lo afir­man de manera unánime: “Recorría toda Galilea... proclamando la buena noticia del reino y curando toda enfermedad y dolencia en el pueblo” (Mt 4, 23; Mc 1, 39; Mt 9, 35; Lc 6, 18; etc.).

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1.1 A diferencia del Bautista, que nunca curó a nadie, Jesús proclama el reino de Dios poniendo salud y vida en las personas y en la sociedad en­tera. Lo que Jesús busca, antes que nada, entre aquellas gentes de Galilea no es reformar su vida religiosa, sino ayudarles a disfrutar de una vida más sana y más liberada del poder del mal. La primera mi­rada de Jesús no se dirige hacia los pecadores que necesitan ser llamados a conversión, sino hacia los que sufren la enfermedad o el desvalimiento y anhelan más vida y salud. El evangelio de Juan entiende la actividad de Jesús como enteramente encaminada a po­tenciar la vida “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).

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Lo que significaba estar enfermo

En cada cultura se vive la enfermedad de manera diferente. No es lo mismo enfermar en la sociedad occidental de nuestros días o estar en­fermo en la Baja Galilea de los años treinta del siglo l. La enfermedad no es solo un hecho biológico. Al mismo tiempo es una experiencia que el enfermo interpreta, vive y sufre según el modelo cultural de la so­ciedad en que vive. ¿Cómo se vivía la enfermedad en aquellas aldeas que recorría Jesús?, ¿cómo les afectaba a aquellos campesinos?, ¿cómo reaccionaban sus familiares y vecinos?, ¿qué hacían para recuperar la salud?

Los antropólogos suelen distinguir entre la patología o disfunción orgánica, a la que se responde tratando de curar el mal biológico, y la enfermedad como experiencia vivida socialmente dentro de una cultura, a la que se responde tratando de sa­nar las consecuencias dañosas tanto para el individuo como para el grupo social. Empleo indistintamente los términos “curar” y “sanar” para hablar de lo que Jesús realiza en los enfermos, pero a él lo llamo “curador” (latín cura, “cuidado”, “solicitud” por el necesitado) más que “sanador”, pues me parece que su­giere mejor la percepción que podían tener de él aquellos enfermos.

Los enfermos a los que Jesús se acerca padecen dolencias propias de un país pobre y subdesarrollado: entre ellos hay ciegos, paralíticos, sor­domudos, enfermos de la piel, desquiciados. Muchos son enfermos incu­rables, abandonados a su suerte e incapacitados para ganarse el sustento; viven arrastrando su vida en una situación de mendicidad que roza la miseria y el hambre. Jesús los encuentra tirados por los caminos, a la en­trada de los pueblos o en las sinagogas, tratando de conmover el corazón de la gente.

Estos campesinos perciben su enfermedad no tanto como una dolen­cia orgánica, sino como una incapacidad para vivir como los demás hijos de Dios. La enfermedad daña alguna de las “tres zonas” que, según los antropólogos, constituyen a la persona según estas culturas de la cuenca mediterránea: la zona del pensamiento y la emoción (ojos-corazón); la zona de la comunicación (boca-oídos); la zona de la actividad (manos-pies). La mayor desgracia de los ciegos es no poder captar la vida de su entorno; cegados los ojos, se les cierra el paso por el que la vida accede al interior de la persona; el ciego pierde contacto con la realidad, no puede contemplar los rostros ni los campos, se le hace más difícil pensar con perspicacia, valorar las cosas, amar a las personas. La desgracia de los sordomudos es su incapacidad para comunicarse; no pueden escu­char el mensaje de los demás ni expresar el suyo; no pueden hablar, ben­decir ni cantar; encerrados en su aislamiento, solo se escuchan a sí mis­mos. La desdicha de los paralíticos, incapaces de valerse de sus manos o sus pies, es no poder trabajar, moverse o actuar; no poder caminar ni pe­regrinar a Jerusalén; no poder abrazar ni bailar. Lo que anhelan estos en­fermos no es solo la curación de una dolencia, sino poder disfrutar como los demás de una vida más plena.

Los leprosos sufrían su enfermedad de manera diferente. En realidad no son víctimas de la “lepra” conocida hoy por nosotros, sino gentes afectadas por diversas enfermedades de la piel (soriasis, tiña, erupciones, tumores, eccemas...) que, cuando se extienden por todo el cuerpo, resul­tan repugnantes. La tragedia de estos enfermos no consiste tanto en el mal que desgarra físicamente su cuerpo cuanto en la vergüenza y humi­llación de sentirse seres sucios y repulsivos a los que todos rehúyen. Su verdadero drama es no poder casarse ni tener hijos, no participar en las fiestas y peregrinaciones, quedar condenados al ostracismo.


¿Por qué a mí?

También los enfermos de Galilea, como los de todos los tiempos, se hacían la pregunta que brota espontáneamente desde toda enfermedad grave: “¿Por qué?”, “¿por qué yo?”, “¿por qué ahora?”. Aquellos campe­sinos no consideraban su mal desde un punto de vista médico, sino reli­gioso. No se detienen en buscar el origen de su enfermedad en algún fac­tor de carácter orgánico; les preocupa sobre todo lo que aquel mal significa. Si Dios, el creador de la vida, les está retirando su espíritu vivi­ficador, es señal de que los está abandonando. ¿Por qué?

Según la mentalidad semita, Dios está en el origen de la salud y de la enfermedad. Él dispone de todo como señor de la vida y de la muerte. Por eso los israelitas entienden que una vida fuerte y vigorosa es una vida bendecida por Dios; una vida enferma, lisiada o mutilada es una mal­dición. En las aldeas que visitaba Jesús, la gente veía de ordinario en la ceguera, la lepra o cualquier otro tipo de enfermedad grave el castigo de Dios por algún pecado o infidelidad. Por el contrario, la curación siem­pre era vista como una bendición de Dios.

Estos enfermos, considerados como abandonados por Dios, provocan dentro del “pueblo elegido” malestar y turbación. ¿Por qué Dios no los bendice como a los demás? ¿Por qué les retira su aliento de vida? Proba­blemente su vida no le agrada. Por ello su presencia en el “pueblo santo” de Dios ha de ser vigilada. Es mejor tenerlos excluidos en mayor o menor grado de la convivencia religiosa y social. Según la tradición de Israel, “los cojos y ciegos no han de entrar en la casa de Dios” (Samuel 15, 8). La exclusión del templo, lugar santo donde habita Dios, recuerda de ma­nera implacable a los enfermos lo que ya perciben en el fondo de su en­fermedad: Dios no los quiere como a los demás.

Los “leprosos”, por su parte, son separados de la comunidad no por temor al contagio, sino porque son considerados “impuros” que pueden contaminar a quienes pertenecen al pueblo santo de Dios. En una sociedad como la de Galilea, donde el individuo solo puede vivir integrado en su familia y su aldea, esta exclusión significa una tragedia. La mayor angustia del leproso es pensar que tal vez ya no pueda volver nunca a su comunidad.

Abandonados por Dios y por los hombres, estigmatizados por sus ve­cinos, excluidos en buena parte de la convivencia, estos enfermos consti­tuyen, probablemente, el sector más marginado de la sociedad. Pero, ¿es­tán realmente abandonados por Dios o tienen un lugar privilegiado en su corazón de Padre? Jesús se dedica a ellos antes que a nadie. Se acerca a los que se consideran abandonados por Dios, toca a los leprosos que nadie toca, despierta la confianza en aquellos que no tienen acceso al templo y los integra en el pueblo de Dios tal como él lo entiende. Estos tienen que ser los primeros en experimentar la misericordia del Padre y la llegada de su reino. Su curación es la mejor “parábola” para que todos comprendan que Dios es, antes que nada, el Dios de los que sufren el desamparo y la exclusión.


¿Cómo curarse?

Todo enfermo anhela liberarse un día de su enfermedad para disfrutar de nuevo de una vida sana. Pero, ¿qué podían hacer los enfermos y enfer­mas de aquellas aldeas para recuperar su salud?

Al verse enfermo, el israelita acudía por lo general a Dios. Examinaba su vida, confesaba ante él sus pecados y le pedía la curación. La familia era la primera en atender a su enfermo. Los padres y familiares más cercanos, el patrón de la casa o los mismos vecinos ayu­daban al enfermo a reconocer su pecado e invocar a Dios. Al mismo tiempo buscaban a algún curador de los alrededores.

Al parecer, no podían acudir a médicos profesionales. La medicina griega se había extendido por la cuenca del Mediterráneo y había penetrado probablemente en ciuda­des importantes pero no en las aldeas de Galilea.

La postura tradicional de los israelitas ante este tipo de medi­cina había sido de recelo, pues solo Dios es fuente de salud. Por desgracia para los enfermos de Galilea, los mé­dicos no estaban al alcance de sus posibilidades: vivían lejos de las aldeas y sus honorarios eran demasiado elevados.

Más cercanos estaban los curadores populares que no se atenían a una medicina profesional ni dependían de santuario alguno: magos, exorcis­tas u hombres santos, famosos por el poder de su oración, que sanaban más por su relación estrecha con Dios que por sus técnicas terapéuticas.

No siempre es fácil diferenciar en esta época la medicina, que se esfuerza por facilitar de nuevo el equilibrio natural del organismo, la magia, que trata de manejar fuerzas misteriosas para lograr efectos beneficiosos sobre una persona, y la curación, atribuida a la intervención poderosa de una divinidad.

El consenso generalizado de la crítica moderna no signi­fica que se pueda probar el carácter histórico de cada uno de los relatos concretos tal como es­tán consignados en los evangelios. Al contrario, casi siempre se trata de relatos estereotipados que describen no tanto un suceso concreto cuanto el tipo de curaciones que hacía Jesús, según el recuerdo que había de él como “hacedor de milagros”. Algunas veces se trata de relatos que provienen probablemente de testigos, pero que han sido embellecidos y desarrollados para que Jesús no desdiga de otros taumaturgos famosos. Tampoco se puede descartar que al­gunas narraciones hayan sido creadas solo para ofrecer una visión teológica de Jesús y de su actividad.

El hecho es históricamente innegable: Jesús fue considerado por sus con­temporáneos como un curador y exorcista de gran prestigio.

La actuación de Jesús debió de sorprender sobremanera a las gentes de Galilea: ¿de dónde provenía su fuerza curadora? Se parece a otros cu­radores que se conocen en la región, pero al mismo tiempo es diferente. Ciertamente no es un médico de profesión: no examina a los enfermos para hacer un diagnóstico de su mal; no emplea técnicas médicas ni re­ceta remedios. Su actuación es muy diferente. No se preocupa solo de su mal físico, sino también de su situación de impotencia y humillación a causa de la enfermedad. Por eso los enfermos encuentran en él algo que los médicos no aseguraban con sus remedios: una relación nueva con Dios que les ayuda a vivir con otra dignidad y confianza ante él.

Las técnicas concretas que Jesús emplea alguna que otra vez recuer­dan a los procedimientos que utilizaban los magos y curadores popula­res. A nadie extrañaba. Según fuentes cristianas, en alguna ocasión llevó aparte a un sordomudo y lo curó “metiéndole sus dedos en los oídos” y “tocándole la lengua con su saliva”. Otro día le trajeron un ciego y él lo sacó fuera del pueblo, “le puso saliva en los ojos”, “impuso sus manos sobre él” y lo curó. Los relatos están consignados en Mc 7,31-37 y 8,22-26. Era conocida la virtud sana­dora de la saliva: Jesús toca con saliva la lengua del mudo para “soltarla”; acaricia con saliva los ojos del ciego para “abrirlos”. Sin embargo, nunca se ve a Jesús tratando de mani­pular fuerzas invisibles, como hacían los magos para forzar a la divini­dad a intervenir. Jesús no actúa confiando en técnicas, sino en el amor cu­rador de Dios, que se compadece de los que sufren. Por eso su actuación no es la de un mago de la época. Nunca interviene para hacer daño, cau­sar enfermedades, producir insomnio, impedir amores o deshacerse de enemigos, sino para curar el sufrimiento y la enfermedad. No pronuncia extraños conjuros ni fórmulas secretas: no emplea amuletos, hechizos o encantamientos.

No actúa nunca por intereses económicos, sino mo­vido por su amor compasivo y su decisión de anunciar el reino de Dios.

Probablemente la gente veía a Jesús como un profeta que curaba en virtud del Espíritu de Dios.


La novedad

Sin embargo, lo que más diferencia a Jesús de otros curadores es que, para él, las curaciones no son hechos aislados, sino que forman parte de su proclamación del reino de Dios. Es su manera de anunciar a todos esta gran noticia: Dios está llegando, y los más desgraciados pueden experimentar ya su amor compasivo. Estas curaciones sorprendentes son signo humilde, pero real, de un mundo nuevo: el mundo que Dios quiere para todos.

Jesús contagia salud y vida. Las gentes de Galilea lo sienten como alguien que cura porque está habitado por el Espíritu y la fuerza sanadora de Dios. Aunque, al parecer, Jesús utiliza en alguna oca­sión técnicas populares, como la saliva, lo importante no es el procedi­miento que pueda emplear en algún caso, sino él mismo: la fuerza cura­dora que irradia su persona. La gente no acude a él en busca de remedios o recetas, sino para encontrarse con él. Lo decisivo es el encuentro con el curador. La terapia que Jesús pone en marcha es su propia persona: su amor apasionado a la vida, su acogida entrañable a cada enfermo o en­ferma, su fuerza para regenerar a la persona desde sus raíces, su capaci­dad de contagiar su fe en la bondad de Dios. Su poder para despertar energías desconocidas en el ser humano creaba las condiciones que ha­cían posible la recuperación de la salud.

En la raíz de esta fuerza curadora e inspirando toda su actuación está siempre su amor compasivo. Jesús sufre al ver la enorme distancia que hay entre el sufrimiento de estos hombres, mujeres y niños hundidos en la enfermedad, y la vida que Dios quiere para sus hijos e hijas. Los evangelios, tan sobrios siempre para hablar de los sentimientos de Jesús, dicen que cura a los enfermos porque se “compa­dece” de ellos: literalmente, “se le conmueven las entrañas”. Lo que le mueve es su amor a los que sufren, y su voluntad de que experimen­ten ya en su propia carne la misericordia de Dios que los libere del mal. Para Jesús, curar es su forma de amar. Cuando se acerca a ellos para des­pertar su confianza en Dios, liberarlos del mal y devolverlos a la convi­vencia, Jesús les está mostrando, antes de nada, que son dignos de ser amados.


Gratis...

Por eso cura siempre de manera gratuita. No busca nada para sí mismo, ni siquiera que los enfermos se agreguen a su grupo de seguido­res. La curación que suscita la llegada del reino de Dios es gratuita, y así la tendrán que regalar también sus discípulos.

Este carácter gratuito re­sultaba sorprendente y atractivo. Todo el mundo podía acercarse a Jesús sin preocuparse de los gastos.

Jesús tiene su estilo propio de curar. Lo hace con la fuerza de su pala­bra y los gestos de sus manos. Jesús habla con el enfermo y le manifiesta su voluntad de que quede curado. Es uno de sus rasgos característicos. No pronuncia fórmulas secretas ni habla entre dientes, como los magos. Su palabra es clara. Todos la pueden escuchar y entender. Al mismo tiempo, Jesús “toca” a los enfermos. Las fuentes cristianas lo repiten una y otra vez, matizando su gesto con expresiones diversas.

Las manos de Jesús bendicen a los que se sienten malditos, tocan a los leprosos que nadie toca, comunican fuerza a los hundidos en la impo­tencia, transmiten confianza a los que se ven abandonados por Dios, aca­rician a los excluidos. Era su estilo de curar.

Jesús no aportaba solo una mejora física. Su acción sanadora va más allá de la eliminación de un problema orgánico. La curación del orga­nismo queda englobada dentro de una sanación más integral de la per­sona. Jesús reconstruye al enfermo desde su raíz: suscita su confianza en Dios, lo arranca del aislamiento y la desesperanza, lo libera del pecado, lo devuelve al seno del pueblo de Dios y le abre un futuro de vida más digno y saludable. ¿Cómo lo hace?

Jesús comienza por reavivar la fe de los enfermos. De diversas mane­ras se esfuerza para que confíen en la bondad salvadora de Dios, que pa­rece haberles retirado su bendición. Los relatos sugieren que, en algún momento, Jesús y el enfermo se fun­den en una misma fe: el enfermo no se siente ya solo y abandonado; acompañado y sostenido por Jesús, se abre confiadamente al Dios de los pobres y los perdidos. Cuando falta esta confianza, la acción curadora de Jesús queda frustrada, como al parecer sucedió en su aldea de Nazaret, donde apenas pudo curar a nadie, pues les faltaba fe. Cuando, por el contrario, en el enfermo se despierta la confianza y se produce la cura­ción, Jesús la atribuye abiertamente a su fe. La fe pertenece, pues, al proceso mismo de la curación. Jesús no cura para despertar la fe, sino que pide fe para que sea posible la curación. Esta fe no es fácil. El en­fermo se siente llamado a esperar algo que parece superar los límites de lo posible. Al creer, cruza una barrera y se abandona al poder salvador de Dios. No es fácil.

Jesús no pide fe en su poder misterioso o en sus conocimientos ocul­tos, sino en la bondad de Dios, que se acerca a salvar del mal, desper­tando incluso posibilidades desconocidas que no están de ordinario a disposición del ser humano. Y lo hace no recurriendo a la hipnosis o la magia, sino ayudando a los enfermos a acoger a Dios en el interior de su experiencia dolorosa. Jesús trabaja el “corazón” del enfermo para que confíe en Dios, liberándose de esos sentimientos oscuros de culpabilidad y de abandono por parte de Dios, que crea la enfermedad. Jesús lo cura poniendo en su vida el perdón, la paz y la bendición de Dios. Al en­fermo se le abre así la posibilidad de vivir con un corazón nuevo y recon­ciliado con Dios.


Para incluir...

Al mismo tiempo, Jesús lo reconcilia con la sociedad. Enfermedad y marginación van tan estrechamente enlazadas que la curación no es efectiva hasta que los enfermos no se ven integrados en la sociedad. Por eso Jesús elimina las barreras que los mantienen excluidos de la comuni­dad. La sociedad no ha de temerlos, sino acogerlos. Aquellos hombres y mujeres son miembros del pueblo de Dios, tal como lo entiende Jesús. Al tocarlos, Jesús los li­bera de la exclusión. Su gesto es intencionado. No está pensando solo en la curación del enfermo; está haciendo una llamada a toda la sociedad. Está llegando el reino de Dios. Hay que construir la vida de otra manera: los impuros pueden ser tocados; los excluidos han de ser acogidos. Los enfermos no han de ser mirados con miedo, sino con compasión. Como los mira Dios.

Jesús no solo curaba enfermos. Lleno del Espíritu de Dios, se acercaba tam­bién a los poseídos y los liberaba de los espíritus malignos. Nadie lo pone en duda. Jesús fue un exorcista de prestigio extraordinario. La actuación de Jesús con los endemoniados pro­vocó un impacto mucho mayor que sus curaciones. La gente quedaba so­brecogida y se preguntaba dónde estaba el secreto de una fuerza tan pode­rosa. Algunos veían en él un peligro y lo acusaban de estar “poseído” por un espíritu maligno y de actuar como agente de Beelzebú. A Jesús, por el contrario, le confirmaba en una convicción que iba creciendo en su cora­zón: si el mal está siendo vencido y es posible experimentar la derrota de Satanás, es que el reino de Dios ya está llegando. ¿Quiénes son estos enfer­mos? ¿Cómo podemos captar desde nuestra cultura esta peculiar expe­riencia que se vivía en tomo a Jesús? ¿Cómo los curaba?

En general, los exegetas tienden a ver en la “posesión diabólica” una enfermedad. Se trataría de casos de epilepsia, histeria, esquizofrenia o “estados alterados de conciencia” en los que el individuo proyecta de manera dramática hacia un personaje maligno las represiones y conflic­tos que desgarran su mundo interior.

Sin duda es legítimo pensar hoy así, pero lo que vivían aquellos campesinos de Galilea tiene poco que ver con este modelo de “proyección” de conflictos sobre otro personaje. Es exactamente lo contrario. Según su mentalidad, son ellos los que se sien­ten invadidos y poseídos por alguno de aquellos seres malignos que in­festan el mundo. Esta es su tragedia. El mal que padecen no es una enfer­medad más. Es vivir sometidos a un poder desconocido e irracional que los atormenta, sin que puedan defenderse de él. En estas sociedades primitivas no hay que confundir una “enfermedad” causada por un espíritu maligno con una “posesión diabólica”.

Probablemente es más acertado ver en el fenómeno de la posesión una compleja estrategia utilizada de manera enfermiza por personas oprimi­das para defenderse de una situación insoportable. Cuando no hay otro medio para rebelarse, en el individuo se puede desarrollar una personali­dad separada que le permite decir y hacer lo que no podría en condiciones normales, al menos sin importantes riesgos. ¿Había alguna relación entre la opresión que ejercía sobre Palestina el Imperio romano y el fenómeno contemporáneo de tantas personas poseídas por el demonio? ¿Era esta una forma enfermiza de rebelarse contra el sometimiento romano y el do­minio de los poderosos? Son bastantes los estudiosos que consideran la posesión demoníaca en Galilea como una forma de secreta resistencia contra Roma, propia de gentes desesperadas. Es sorprendente que la “posesión demo­níaca”, tan extendida en tiempos de Jesús, esté prácticamente ausente en siglos anteriores. Probablemente a nosotros se nos escapa el terror y la frustración que generaba el Imperio romano sobre gentes absolutamente impotentes para defenderse de su crueldad.

No faltaban tampoco conflictos y opresiones dentro de aquellas fami­lias campesinas de estructura rígidamente patriarcal. No pocos de los po­seídos eran, sin duda, mujeres, adolescentes y niños: esposas estériles frus­tradas y sin honor alguno ante nadie, viudas privadas de defensa ante los atropellos de los varones, niños víctimas de abusos. La posesión se con­vierte también para ellos en un mecanismo de autodefensa que les permite atraer la atención, defenderse del entorno y adquirir un cierto poder.

Los poseídos a los que se acerca Jesús no son simplemente enfermos psíquicos. Son gentes desnutridas, víctimas de violencias endémicas, im­potentes para defenderse de abusos insoportables. Los endemoniados no se sienten protagonistas de una rebelión contra el mal, sino víctimas de un poder desconocido y extraño que los atormenta destruyendo su iden­tidad. ¿Qué poder maligno se esconde detrás de una experiencia de estas características? No es fácil responder. Solo sabemos que Jesús se acercó a ese mundo siniestro y li­beró a quienes vivían atormentados por el mal.


Contra los espíritus

Jesús se parecía a otros exorcistas de su tiempo, pero era diferente.

Probablemente sus combates con los espíritus malignos no resultaban del todo extraños en las aldeas de Galilea, pero había en su actuación algo que, sin duda, sorprendía a quienes lo observaban de cerca. Jesús se acerca al lenguaje y los gestos de los exorcistas de su tiempo, pero, al pa­recer, establece con los endemoniados una relación muy peculiar. No usa los recursos utilizados por los exorcistas: anillos, aros, amuletos, in­cienso, leche humana, cabellos. Su fuerza está en sí mismo. Basta su pre­sencia y el poder de su palabra para imponerse. Por otra parte, a diferen­cia de la práctica general de los exorcistas, que conjuran a los demonios en nombre de alguna divinidad o personaje sagrado, Jesús no siente ne­cesidad alguna de revelar el origen de su poder: no explica en nombre de quién expulsa los demonios, no pronuncia el nombre mágico de nadie, ni invoca a ninguna fuerza secreta.

Tampoco se sirve de conjuros o fórmu­las secretas. Ni siquiera acude a su Padre. Jesús se enfrenta a los demo­nios con la fuerza de su palabra. Todo hace pensar que, mientras combate a los demonios, Jesús está convencido de estar actuando con la fuerza misma de Dios.

Las fuentes describen su actuación como una confrontación violenta entre quienes se sienten poseídos por Satán y el profeta que se sabe habi­tado por el Espíritu de Dios. Ambos combatientes se atacan y se defien­den. Los demonios gritan a Jesús con grandes alaridos; Jesús los amenaza y les da órdenes despiadadas. Invade el campo dominado por los espíri­tus malignos, lo conquista y expulsa a los demonios, que “huyen” derro­tados. En ningún momento impone Jesús sus manos sobre los endemoniados. Este gesto de bendición lo reserva para los enfermos. De esta manera destruye la identidad “demoníaca” de la persona y reconstruye en ella una nueva identidad, transmitiéndole la fuerza sanadora de su propia persona.

Sus adversarios llegaron más lejos, pues lo acusaron de “estar poseído por Beelzebul”. Los que lanzan esta acusación no piensan en el bien que hace Jesús a estos enfermos. Más bien ven en sus exorcismos algún tipo de amenaza para el orden social. Liberando a los endemoniados, Je­sús está reconstruyendo un nuevo Israel, constituido por personas más libres y autónomas; está buscando una nueva sociedad. Para neutralizar su peligrosa actividad, nada mejor que desacreditarlo socialmente acu­sándolo de comportamiento desviado: su poder de expulsar demonios no viene de Dios; tiene su origen en el poder maligno del príncipe de los demonios. Este tipo de acusaciones eran estrategias utilizadas con fre­cuencia por los poderosos para controlar la sociedad.

Para disipar cualquier ambigüe­dad, Jesús expone claramente el sentido de su actividad. “Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, entonces es que ha llegado a ustedes el reino de Dios” (Lucas 11,20; Mateo 12,28).

Jesús no se limitó a aliviar el sufrimiento de los enfermos y endemonia­dos, sino que dio a su actividad curadora una interpretación trascenden­tal: ve en todo ello signos de un mundo nuevo. Frente al pesimismo ca­tastrófico que impera en los sectores apocalípticos, que lo ven todo infestado por el mal, Jesús anuncia algo sin precedentes: Dios está aquí. La curación de los enfermos y la liberación de los endemoniados son su reacción contra la miseria humana: anuncian ya la victoria final de su mi­sericordia liberando al mundo de un destino marcado fatalmente por el sufrimiento y la desgracia.

Jesús no realizaba sus curaciones para probar su autoridad divina o la veracidad de su mensaje. De hecho, cuando a Jesús se le pide una prueba espectacular que dispense, por decirlo así, del riesgo de tener que adop­tar una decisión, Jesús se niega.


Signos de la misericordia

No ofrece espectáculo. Sus curaciones, más que una prueba del poder de Dios, son un signo de su misericordia, tal como la capta Jesús. En realidad, para los galileos, los “milagros” no probaban nada de manera inapelable, aunque invitaban a ver en el tau­maturgo alguna relación estrecha con Dios. Los maestros de la ley, sobre todo, eran bastante escépticos ante hechos prodigiosos. A sus ojos, un “milagro” no prueba nada si el taumaturgo no se mueve en el marco de la ley. De ahí el escándalo que provoca Jesús al curar incluso en sábado, desafiando las tradiciones más ortodoxas. De hecho, Jesús no logra una adhesión generalizada. Unos confían en él, otros no. Algunos le siguen, otros lo rechazan.

Probablemente, lo que mejor captaron todos fue la diferencia grande entre su actuación y la del Bautista. La misión del Bautista está pensada y organizada en función del pecado. Es su preocupación suprema: denun­ciar los pecados de las gentes y purificar de su inmundicia moral a quie­nes acuden al Jordán. Era lo que ofrecía a todos: un bautismo purificador para “el perdón de los pecados”. Por el contrario, la preocupación pri­mera de Jesús es el sufrimiento de los más desgraciados. Las fuentes no presentan a Jesús caminando por Galilea en busca de pecadores para convertirlos de sus pecados, sino acercándose a enfermos y endemonia­dos para liberarlos de su sufrimiento. Su actividad no está propiamente orientada a reformar la religión judía, sino a aliviar el sufrimiento de quienes encuentra agobiados por el mal y excluidos de una vida sana. Es más determinante en su actuación eliminar el sufrimiento que denunciar los diversos pecados de las gentes. No es que no le preocupe el pecado, sino que, para Jesús, el pecado más grave y que mayor resistencia ofrece al reino de Dios consiste precisamente en causar sufrimiento o tolerarlo con indiferencia.

Las fuentes cristianas resumen la actuación de Jesús afirmando que se dedicaba a dos tareas: anunciar la buena noticia del reino de Dios y curar las enfermedades y dolencias en el pueblo. Ese fue su empeño funda­mental: despertar la fe en la cercanía de Dios luchando contra el sufri­miento. Jesús solo realizó un puñado de curaciones y exorcismos. Por las aldeas de Galilea y Judea quedaron otros muchos ciegos, leprosos y endemoniados sufriendo sin remedio su mal. Solo algunos que se encon­traron con él experimentaron su fuerza curadora. Jesús no pensó nunca en los “milagros” como una forma fácil de suprimir el sufrimiento en el mundo, sino solo como un signo para indicar la dirección en la que sus seguidores han de actuar para acoger el reino de Dios.

El mensaje que transmitía en sus parábolas queda así reafirmado. La acción salvadora de Dios está ya en marcha. El reino es la respuesta de Dios al sufrimiento humano. La gente más desgraciada puede experi­mentar en su propia carne signos de un mundo nuevo en el que, por fin, Dios vencerá al mal. Esto es el reino de Dios que tanto anhela: la derrota del mal, la irrupción de la misericordia de Dios, la eliminación del sufrimiento, la acogida de los excluidos en la convivencia, la instauración de una sociedad liberada de toda aflicción.

Todavía no es una realidad acabada ni mucho menos. Hay que continuar poniendo signos de la misericordia de Dios en el mundo. Esa será preci­samente la misión que confiará a sus seguidores.


Resumen del Capítulo 6 de: PAGOLA, José A. "Jesús, aproximación histórica", PPC, Madrid 2008 (p. 155-177)


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