1.20 Seleccion de Aparecida Rasgos discipulares

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1.20. Aparecida, conversión y renovación

C ómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy

Curso de Formación para laicos / SSCC Patagonia Norte (ABB)


  • Documentos para profundizar lo abordado en cada encuentro






1.20. Rasgos discipulares

Selecciones del Documento de Aparecida


Esta serie de textos del documento de la Conferencia Espiscopal Latinoamericana de Aparecida (2007) ilustran, completan y confirman algunas de las invitaciones que profundizamos en el encuentro primero de nuestra propuesta formativa. Los invitamos a leerlos, subrayar y comentar.



Llamados al seguimiento de Jesucristo

[129] Dios Padre sale de sí, por así decirlo, para llamarnos a participar de su vida y de su gloria. Mediante Israel, pueblo que hace suyo, Dios nos revela su proyecto de vida. Cada vez que Israel buscó y necesitó a su Dios, sobre todo en las desgracias nacionales, tuvo una singular experiencia de comunión con Él, quien lo hacía partícipe de su verdad, su vida y su santidad. Por ello, no demoró en testimoniar que su Dios -a diferencia de los ídolos- es el “Dios vivo” (Dt 5, 26) que lo libera de los opresores (cf. Ex 3, 7-10), que perdona incansablemente (cf. Ex 34, 6; Eclo 2, 11) y que restituye la salvación perdida cuando el pueblo, envuelto “en las redes de la muerte” (Sal 116, 3), se dirige a Él suplicante (cf. Is 38, 16). De este Dios –que es su Padre– Jesús afirmará que “no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12, 27).

[130] En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de Jesús su Hijo (Hb 1, 1ss), con quien llega la plenitud de los tiempos (cf. Gal 4, 4). Dios, que es Santo y nos ama, nos llama por medio de Jesús a ser santos (cf. Ef 1, 4-5).

[131] El llamamiento que hace Jesús, el Maestro, conlleva una gran novedad. En la antigüedad los maestros invitaban a sus discípulos a vincularse con algo trascendente, y los maestros de la Ley les proponían la adhesión a la Ley de Moisés. Jesús invita a encontrarnos con Él y a que nos vinculemos estrechamente a Él porque es la fuente de la vida (cf. Jn 15, 5-15) y sólo Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6, 68). En la convivencia cotidiana con Jesús y en la confrontación con los seguidores de otros maestros, los discípulos pronto descubren dos cosas del todo originales en la relación con Jesús. Por una parte, no fueron ellos los que escogieron a su maestro. Fue Cristo quien los eligió. De otra parte, ellos no fueron convocados para algo (purificarse, aprender la Ley…), sino para Alguien, elegidos para vincularse íntimamente a su Persona (cf. Mc 1, 17; 2, 14). Jesús los eligió para “que estuvieran con Él y enviarlos a predicar” (Mc 3, 14), para que lo siguieran con la finalidad de “ser de Él” y formar parte “de los suyos” y participar de su misión. El discípulo experimenta que la vinculación íntima con Jesús en el grupo de los suyos es participación de la Vida salida de las entrañas del Padre, es formarse para asumir su mismo estilo de vida y sus mismas motivaciones (cf. Lc 6, 40b), correr su misma suerte y hacerse cargo de su misión de hacer nuevas todas las cosas.

[132] Con la parábola de la Vid y los Sarmientos (cf. Jn 15, 1-8), Jesús revela el tipo de vinculación que Él ofrece y que espera de los suyos. No quiere una vinculación como “siervos” (cf. Jn 8, 33-36), porque “el siervo no conoce lo que hace su señor” (Jn 15, 15). El siervo no tiene entrada a la casa de su amo, menos a su vida. Jesús quiere que su discípulo se vincule a Él como “amigo” y como “hermano”. El “amigo” ingresa a su Vida, haciéndola propia. El amigo escucha a Jesús, conoce al Padre y hace fluir su Vida (Jesucristo) en la propia existencia (cf. Jn 15, 14), marcando la relación con todos (cf. Jn 15, 12). El “hermano” de Jesús (cf. Jn 20, 17) participa de la vida del Resucitado, Hijo del Padre celestial, por lo que Jesús y su discípulo comparten la misma vida que viene del Padre, aunque Jesús por naturaleza (cf. Jn 5, 26; 10, 30) y el discípulo por participación (cf. Jn 10, 10). La consecuencia inmediata de este tipo de vinculación es la condición de hermanos que adquieren los miembros de su comunidad.

[133] Jesús los hace familiares suyos, porque comparte la misma vida que viene del Padre y les pide, como a discípulos, una unión íntima con Él, obediencia a la Palabra del Padre, para producir en abundancia frutos de amor. Así lo atestigua san Juan en el prólogo a su Evangelio: “A todos aquellos que creen en su nombre, les dio capacidad para ser hijos de Dios”, y son hijos de Dios que “no nacen por vía de generación humana, ni porque el hombre lo desee, sino que nacen de Dios” (Jn 1, 12-13).

[134] Como discípulos y misioneros estamos llamados a intensificar nuestra respuesta de fe y a anunciar que Cristo ha redimido todos los pecados y males de la humanidad, “en el aspecto más paradójico de su misterio, la hora de la cruz. El grito de Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34) no delata la angustia de un desesperado, sino la oración del Hijo que ofrece su vida al Padre en el amor para la salvación de todos”1.

[135] La respuesta a su llamada exige entrar en la dinámica del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 29-37), que nos da el imperativo de hacernos prójimos, especialmente con el que sufre, y generar una sociedad sin excluidos siguiendo la práctica de Jesús que come con publicanos y pecadores (cf. Lc 5, 29-32), que acoge a los pequeños y a los niños (cf. Mc 10, 13-16), que sana a los leprosos (cf. Mc 1, 40-45), que perdona y libera a la mujer pecadora (cf. Lc 7, 36-49; Jn 8, 1-11), que habla con la Samaritana (cf. Jn 4, 1-26).


Configurados con el Maestro [Ver Documento 1.6.]


Enviados a anunciar el Evangelio del Reino de vida

[143] Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios, con palabras y acciones, con su muerte y resurrección, inaugura en medio de nosotros el Reino de vida del Padre, que alcanzará su plenitud allí donde no habrá más “muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo antiguo ha desaparecido” (Ap 21, 4). Durante su vida y con su muerte en cruz, Jesús permanece fiel a su Padre y a su voluntad (cf. Lc 22, 42). Durante su ministerio, los discípulos no fueron capaces de comprender que el sentido de su vida sellaba el sentido de su muerte. Mucho menos podían comprender que, según el designio del Padre, la muerte del Hijo era fuente de vida fecunda para todos (cf. Jn 12, 23-24). El misterio pascual de Jesús es el acto de obediencia y amor al Padre y de entrega por todos sus hermanos, mediante el cual el Mesías dona plenamente aquella vida que ofrecía en caminos y aldeas de Palestina. Por su sacrificio voluntario, el Cordero de Dios pone su vida ofrecida en las manos del Padre (cf. Lc 23, 46), quien lo hace salvación “para nosotros” (1Cor 1, 30). Por el misterio pascual, el Padre sella la nueva alianza y genera un nuevo pueblo que tiene por fundamento su amor gratuito de Padre que salva.

[144] Al llamar a los suyos para que lo sigan, les da un encargo muy preciso: anunciar el evangelio del Reino a todas las naciones (cf. Mt 28, 19; Lc 24, 46-48). Por esto, todo discípulo es misionero, pues Jesús lo hace partícipe de su misión al mismo tiempo que lo vincula a Él como amigo y hermano. De esta manera, como Él es testigo del misterio del Padre, así los discípulos son testigos de la muerte y resurrección del Señor hasta que Él vuelva. Cumplir este encargo no es una tarea opcional, sino parte integrante de la identidad cristiana, porque es la extensión testimonial de la vocación misma.

[145] Cuando crece la conciencia de pertenencia a Cristo, en razón de la gratitud y alegría que produce, crece también el ímpetu de comunicar a todos el don de ese encuentro. La misión no se limita a un programa o proyecto, sino que es compartir la experiencia del acontecimiento del encuentro con Cristo, testimoniarlo y anunciarlo de persona a persona, de comunidad a comunidad, y de la Iglesia a todos los confines del mundo (cf. Hch 1, 8).

[146] Benedicto XVI nos recuerda que: “el discípulo, fundamentado así en la roca de la Palabra de Dios, se siente impulsado a llevar la Buena Nueva de la salvación a sus hermanos. Discipulado y misión son como las dos caras de una misma medalla: cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar al mundo que sólo Él nos salva (cf. Hch 4, 12). En efecto, el discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro”2. Esta es la tarea esencial de la evangelización, que incluye la opción preferencial por los pobres, la promoción humana integral y la auténtica liberación cristiana.

[147] Jesús salió al encuentro de personas en situaciones muy diversas: hombres y mujeres, pobres y ricos, judíos y extranjeros, justos y pecadores…, invitándolos a todos a su seguimiento. Hoy sigue invitando a encontrar en Él el amor del Padre. Por esto mismo el discípulo misionero ha de ser un hombre o una mujer que hace visible el amor misericordioso del Padre, especialmente a los pobres y pecadores.

[148] Al participar de esta misión, el discípulo camina hacia la santidad. Vivirla en la misión lo lleva al corazón del mundo. Por eso la santidad no es una fuga hacia el intimismo o hacia el individualismo religioso, tampoco un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales y políticos de América Latina y del mundo y, mucho menos, una fuga de la realidad hacia un mundo exclusivamente espiritual3.

Animados por el Espíritu Santo

[149] Jesús, al comienzo de su vida pública, después de su bautismo, fue conducido por el Espíritu Santo al desierto para prepararse a su misión (cf. Mc 1, 12-13) y, con la oración y el ayuno, discernió la voluntad del Padre y venció las tentaciones de seguir otros caminos. Ese mismo Espíritu acompañó a Jesús durante toda su vida (cf. Hch 10, 38). Una vez resucitado, comunicó su Espíritu vivificador a los suyos (cf. Hch 2, 33).

[150] A partir de Pentecostés, la Iglesia experimenta de inmediato fecundas irrupciones del Espíritu, vitalidad divina que se expresa en diversos dones y carismas (cf. 1Cor 12, 1-11) y variados oficios que edifican la Iglesia y sirven a la evangelización (cf. 1Cor 12, 28-29). Por estos dones del Espíritu, la comunidad extiende el ministerio salvífico del Señor hasta que Él de nuevo se manifieste al final de los tiempos (cf. 1Cor 1, 6-7). El Espíritu en la Iglesia forja misioneros decididos y valientes como Pedro (cf. Hch 4, 13) y Pablo (cf. Hch 13, 9), señala los lugares que deben ser evangelizados y elige a quiénes deben hacerlo (cf. Hch 13, 2).

[151] La Iglesia, en cuanto marcada y sellada “con Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11), continúa la obra del Mesías, abriendo para el creyente las puertas de la salvación (cf. 1 Cor 6, 11). Pablo lo afirma de este modo: “Ustedes son una carta de Cristo redactada por ministerio nuestro y escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo” (2Cor 3, 3). El mismo y único Espíritu guía y fortalece a la Iglesia en el anuncio de la Palabra, en la celebración de la fe y en el servicio de la caridad hasta que el Cuerpo de Cristo alcance la estatura de su Cabeza (cf. Ef 4, 15-16). De este modo, por la eficaz presencia de su Espíritu, Dios asegura hasta la parusía su propuesta de vida para hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares, impulsando la transformación de la historia y sus dinamismos. Por tanto, el Señor sigue derramando hoy su Vida por la labor de la Iglesia que, con “la fuerza del Espíritu Santo enviado desde el cielo” (1Pe 1, 12), continúa la misión que Jesucristo recibió de su Padre (cf. Jn 20, 21).

[152] Jesús nos transmitió las palabras de su Padre y es el Espíritu quien recuerda a la Iglesia las palabras de Cristo (cf. Jn 14, 26). Ya desde el principio los discípulos habían sido formados por Jesús en el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 2); es, en la Iglesia, el Maestro interior que conduce al conocimiento de la verdad total formando discípulos y misioneros. Esta es la razón por la cual los seguidores de Jesús deben dejarse guiar constantemente por el Espíritu (cf. Gal 5, 25), y hacer propia la pasión por el Padre y el Reino: anunciar la Buena Nueva a los pobres, curar a los enfermos, consolar a los tristes, liberar a los cautivos y anunciar a todos el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 18-19).

[153] Esta realidad se hace presente en nuestra vida por obra del Espíritu Santo que también, a través de los sacramentos, nos ilumina y vivifica. En virtud del Bautismo y la Confirmación somos llamados a ser discípulos misioneros de Jesucristo y entramos a la comunión trinitaria en la Iglesia, la cual tiene su cumbre en la Eucaristía, que es principio y proyecto de misión del cristiano. “Así, pues, la Santísima Eucaristía lleva la iniciación cristiana a su plenitud y es como el centro y fin de toda la vida sacramental”4.


Llamados a vivir en comunión

[154] Jesús al inicio de su ministerio elige a los doce para vivir en comunión con Él (cf. Mc 3, 14). Para favorecer la comunión y evaluar la misión, Jesús les pide: “Vengan ustedes solos a un lugar deshabitado, para descansar un poco” (Mc 6, 31-32). En otras oportunidades se encontrará con ellos para explicarles el misterio del Reino (cf. Mc. 4, 11.33-34). De la misma manera se comporta con el grupo de los setenta y dos discípulos (cf. Lc 10, 17-20). Al parecer, el encuentro a solas indica que Jesús quiere hablarles al corazón (cf. Os 2, 14). Hoy también el encuentro de los discípulos con Jesús en la intimidad es indispensable para alimentar la vida comunitaria y la actividad misionera.

[155] Los discípulos de Jesús están llamados a vivir en comunión con el Padre (1Jn 1, 3) y con su Hijo muerto y resucitado, en “la comunión en el Espíritu Santo” (2Cor 13, 13). El misterio de la Trinidad es la fuente, el modelo y la meta del misterio de la Iglesia: “un pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, llamada en Cristo “como un sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”5. La comunión de los fieles y de las Iglesias Particulares en el Pueblo de Dios se sustenta en la comunión con la Trinidad.

[156] La vocación al discipulado misionero es con-vocación a la comunión en su Iglesia. No hay discipulado sin comunión. Ante la tentación, muy presente en la cultura actual de ser cristianos sin Iglesia y las nuevas búsquedas espirituales individualistas, afirmamos que la fe en Jesucristo nos llegó a través de la comunidad eclesial y ella “nos da una familia, la familia universal de Dios en la Iglesia Católica. La fe nos libera del aislamiento del yo, porque nos lleva a la comunión”6. Esto significa que una dimensión constitutiva del acontecimiento cristiano es la pertenencia a una comunidad concreta en la que podamos vivir una experiencia permanente de discipulado y de comunión con los sucesores de los Apóstoles y con el Papa.

[157] Al recibir la fe y el bautismo, los cristianos acogemos la acción del Espíritu Santo que lleva a confesar a Jesús como Hijo de Dios y a llamar a Dios “Abba”. Todos los bautizados y bautizadas de América Latina y El Caribe “a través del sacerdocio común del Pueblo de Dios”7, estamos llamados a vivir y transmitir la comunión con la Trinidad, pues “la evangelización es un llamado a la participación de la comunión trinitaria”8.

[158] Al igual que las primeras comunidades de cristianos, hoy nos reunimos asiduamente para “escuchar la enseñanza de los apóstoles, vivir unidos y participar en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2, 42). La comunión de la Iglesia se nutre con el Pan de la Palabra de Dios y con el Pan del Cuerpo de Cristo. La Eucaristía, participación de todos en el mismo Pan de Vida y en el mismo Cáliz de Salvación, nos hace miembros del mismo Cuerpo (cf. 1Cor 10, 17). Ella es fuente y culmen de la vida cristiana9, su expresión más perfecta y el alimento de la vida en comunión. En la Eucaristía se nutren las nuevas relaciones evangélicas que surgen de ser hijos e hijas del Padre y hermanos y hermanas en Cristo. La Iglesia que la celebra es “casa y escuela de comunión”10 donde los discípulos comparten la misma fe, esperanza y amor al servicio de la misión evangelizadora.

[159] La Iglesia, como “comunidad de amor”11, está llamada a reflejar la gloria del amor de Dios que es comunión y así atraer a las personas y a los pueblos hacia Cristo. En el ejercicio de la unidad querida por Jesús, los hombres y mujeres de nuestro tiempo se sienten convocados y recorren la hermosa aventura de la fe. “Que también ellos vivan unidos a nosotros para que el mundo crea” (Jn 17, 21). La Iglesia crece no por proselitismo sino “por ‘atracción’: como Cristo ‘atrae todo a sí’ con la fuerza de su amor”12. La Iglesia “atrae” cuando vive en comunión, pues los discípulos de Jesús serán reconocidos si se aman los unos a los otros como Él nos amó (cf. Rm 12, 4-13; Jn 13, 34).

[160] La Iglesia peregrina vive anticipadamente la belleza del amor que se realizará al final de los tiempos en la perfecta comunión con Dios y los hombres13. Su riqueza consiste en vivir ya en este tiempo la “comunión de los santos”, es decir, la comunión en los bienes divinos entre todos los miembros de la Iglesia, en particular entre los que peregrinan y los que ya gozan de la gloria14. Constatamos que en nuestra Iglesia existen numerosos católicos que expresan su fe y su pertenencia de forma esporádica, especialmente a través de la piedad a Jesucristo, la Virgen y su devoción a los santos. Los invitamos a profundizar su fe y a participar más plenamente en la vida de la Iglesia recordándoles que “en virtud del bautismo, están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo”15.

[161] La Iglesia es comunión en el amor. Esta es su esencia y el signo por la cual está llamada a ser reconocida como seguidora de Cristo y servidora de la humanidad. El nuevo mandamiento es lo que une a los discípulos entre sí reconociéndose como hermanos y hermanas, obedientes al mismo Maestro, miembros unidos a la misma Cabeza y, por ello, llamados a cuidarse los unos a los otros (1Cor 13; Col 3, 12-14).

[162] La diversidad de carismas, ministerios y servicios abre el horizonte para el ejercicio cotidiano de la comunión a través de la cual los dones del Espíritu son puestos a disposición de los demás para que circule la caridad (cf. 1 Cor 12, 4-12). Cada bautizado, en efecto, es portador de dones que debe desarrollar en unidad y complementariedad con los de los otros, a fin de formar el único Cuerpo de Cristo, entregado para la vida del mundo. El reconocimiento práctico de la unidad orgánica y la diversidad de funciones asegurará mayor vitalidad misionera y será signo e instrumento de reconciliación y paz para nuestros pueblos. Cada comunidad está llamada a descubrir e integrar los talentos escondidos y silenciosos que el Espíritu regala a los fieles.

[163] En el pueblo de Dios “la comunión y la misión están profundamente unidas entre sí… La comunión es misionera y la misión es para la comunión”16. En las iglesias particulares todos los miembros del pueblo de Dios, según sus vocaciones específicas, estamos convocados a la santidad en la comunión y la misión.

1 NMI, 25-26

2 DI 3

3 Cf. DI 3

4 SC 17

5 LG 1

6 DI 3

7 Ibid. 5

8 DP 218

9 Cf. LG 11

10 NMI 43

11 DCE 19

12 Benedicto XVI, Homilía en la Eucaristía de inauguración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, 13 de mayo de 2007, Aparecida, Brasil.

13 Cf. Ibid

14 Cf. LG 49

15 DI 3

16 ChL 32