1.9 Jesus Defensor de los ultimos

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Documento 1.9. Jesús, defensor de los últimos

C ómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy

Curso de Formación para laicos / SSCC Patagonia Norte (ABB)


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1.9. Jesús, defensor de los últimos


Jesús gozaba experimentando ya el reino de Dios en la curación de los enfermos y en la liberación de los poseídos. Eran los que más lo necesita­ban, pero no los únicos. Pronto se acercaron a él los más indigentes de Galilea. Algunos no tenían ni casa. Vagaban por las aldeas moviéndose de una parte a otra. Pronto se toparon con Jesús, que también hacía una vida itinerante y “no tenía donde reclinar su cabeza” (Lc 9,58). También éstos tie­nen que saber cuanto antes que el reino de Dios es para ellos. Conocían muy bien lo que era un reino construido sobre la fuerza y la opresión de los más débiles: llevaban años soportando a la familia de los Herodes. Ahora tienen que conocer cómo es la vida que Dios quiere para ellos: un reino de justicia y de compasión, donde los grandes terratenientes serán los “últimos” y los mendigos de las aldeas los “primeros”.



La opresión

Emulando a su padre, también Herodes Antipas quiso construir su pe­queño reino. Enseguida reconstruyó la ciudad de Séforis y un poco más tarde construyó una nueva capital a orillas del lago de Genesaret, Tiberíades, en honor de Ti­berio, el nuevo emperador. Con la construcción de estas dos ciudades, Galilea conoció por vez primera el fenómeno de la urbanización dentro de su territorio. En un breve espacio de tiempo, precisamente los veinte primeros años de la vida de Jesús, el desarrollo de estas dos ciudades si­tuadas a menos de cincuenta kilómetros la una de la otra generó un pro­fundo cambio social. Jesús lo pudo vivir todo de cerca.

Séforis y Tiberíades se convirtieron en centros administrativos desde donde se controlaba toda la región. Allí se concentraban las clases domi­nantes: militares, poderosos recaudadores de tributos, jueces, adminis­tradores, grandes terratenientes y los responsables del almacenamiento de mercancías. No eran muchos, pero constituían la elite urbana prote­gida por Antipas. Ellos eran los “ricos” de Galilea en tiempos de Jesús: poseían riqueza, poder y honor.

La situación en el campo era muy diferente. Los grandes proyectos de construcción emprendidos primero por Herodes y luego por su hijo An­tipas hicieron crecer todavía más los tributos y las tasas exigidas a los campesinos. Algunas familias apenas podían asegurarse la subsistencia. Una mala cosecha, una enfermedad o la muerte de algún varón podía ser el comienzo de la desgracia. Cuando una familia no tenía reservas sufi­cientes para llegar hasta la siguiente cosecha, acudía antes que nada a pe­dir ayuda a sus familiares y vecinos. No siempre era posible, pues, con frecuencia, la penuria era general en las aldeas. La única salida era enton­ces pedir algún préstamo a los que controlaban los almacenes de grano. Todos sabían cuál podía ser el final. Al no poder pagar sus deudas, más de uno se veía obligado a desprenderse de sus tierras, que pasaban a en­grosar las propiedades de los grandes terratenientes.

Había otros factores que hacían cada vez más vulnerable la situación de los campesinos pobres. Para sacarle un mayor rendimiento a las tie­rras, desde el poder se impulsaba cada vez más el monocultivo o la pro­ducción especializada. Los terratenientes decidían lo que se iba a cultivar en sus grandes extensiones en función de sus negocios en el comercio del trigo, el aceite o el vino. Mientras tanto, los campesinos pobres, los arren­datarios y jornaleros no sabían cómo obtener la cebada, las judías y otros modestos productos necesarios para la alimentación diaria de la familia.

Tampoco la difusión de la moneda impulsada por Antipas benefi­ciaba, al menos de inmediato, a los campesinos. Solo las elites urbanas disponían de sumas importantes de dinero para operar en sus negocios, y solo ellos podían acumular monedas de oro o plata. Los campesinos apenas podían hacerse con algunas monedas de bronce o cobre de escaso valor. Dentro de las aldeas, casi todos vivían todavía intercambiándose productos y servicios en un régimen de pura subsistencia.

Imperio de Tiberio, reino de Herodes o tetrarquía de Antipas: el resul­tado siempre era el mismo. Lujosos edificios en las ciudades, miseria en las aldeas; riqueza y ostentación en las elites urbanas, deudas y hambre entre las gentes del campo; enriquecimiento progresivo de los grandes terratenientes, pérdida de tierras de los campesinos pobres. Creció la in­seguridad y la desnutrición; las familias privadas de tierra se desintegra­ban; aumentó el número de jornaleros, mendigos, vagabundos, prostitu­tas, bandoleros y gentes que huían de sus acreedores. Nada podían esperar de Tiberio ni de Antipas.

Estas gentes constituyen los “pobres” del tiempo de Jesús. Las fuentes hablan siempre de ellos en plural. Son el estrato o sector social más opri­mido: los que, al quedarse sin tierras, se han visto obligados a buscarse trabajo como jornaleros o a vivir de la mendicidad o de la prostitución. En Galilea, la inmensa mayoría de la población era pobre, pues estaba compuesta por familias que luchaban día a día por sobrevivir, pero al menos tenían algún pequeño terreno o algún trabajo estable para asegu­rarse el sustento. Pero cuando Jesús habla de los “pobres” se está refi­riendo a los que no tienen nada: gentes que viven al límite, los desposeí­dos de todo, los que están en el otro extremo de las elites poderosas. Sin riqueza, sin poder y sin honor.

No componen una masa anónima. Tienen rostro, aunque casi siempre esté sucio y aparezca demacrado por la desnutrición y la miseria ex­trema. De ellos, muchos son mujeres; hay también niños huérfanos que viven a la sombra de alguna familia. La mayoría son vagabundos sin te­cho. No saben lo que es comer carne ni pan de trigo; se contentan con ha­cerse con algún mendrugo de pan negro de cebada o robar unas cebollas, unos higos o algún racimo de uvas. Se cubren con lo que pueden y casi siempre caminan descalzos. Es fácil reconocerlos. Entre ellos hay mendi­gos que van de pueblo en pueblo y ciegos o tullidos que piden limosna junto a los caminos o a la entrada de las aldeas. Hay también esclavos fu­gitivos de amos demasiado crueles, y campesinos escapados de sus acreedores. Entre las mujeres hay viudas que no han podido casarse de nuevo, esposas estériles repudiadas por sus maridos y no pocas prostitu­tas obligadas a ganarse el pan para sus hijos. Dentro de ese mundo de mi­seria, las mujeres son sin duda las más vulnerables e indefensas: pobres y, además, mujeres. La situación de estas gentes se volvía trágica en tiempos de sequía y epidemias.

Rasgos comunes caracterizan a este sector oprimido. Todos ellos son víctimas de los abusos y atropellos de quienes tienen poder, dinero y tie­rras. Desposeídos de todo, viven en una situación de miseria de la que ya no podrán escapar. No pueden defenderse de los poderosos. No tienen un patrón que los proteja, porque no tienen nada que ofrecerle como clientes en aquella sociedad de patronazgo. En realidad no interesan a nadie. Son el “material sobrante del Imperio”. Vidas sin futuro.


Jesús pobre

La vida insegura de itinerante acercaba mucho a Jesús a este mundo de indigentes. Vivía prácticamente como uno de ellos: sin techo y sin trabajo estable. No llevaba consigo ninguna moneda con la imagen del César: no tenía problemas con los recaudadores. Se había salido del dominio de Antipas. Vivía entre los excluidos buscando el reino de Dios y su justicia.

Pronto invita a hacer lo mismo al grupo de seguidores que se va for­mando en su entorno. Compartirán la vida de aquella pobre gente. Ca­minarán descalzos como ellos, que no tienen un denario para comprarse unas sandalias de cuero. Prescindirán de la túnica de repuesto, la que ser­vía de manta para protegerse del frío de la noche cuando se dormía al raso. No llevarán siquiera un morral con provisiones. Vivirán de la solici­tud de Dios y de la hospitalidad de la gente. Exactamente como aquellos indigentes. Ahí está su sitio: entre los excluidos del Imperio. Para Jesús, es el mejor lugar para acoger y anunciar el reino de Dios.

No puede anunciar el reino de Dios y su justicia olvidando a estas gentes. Les tiene que hacer sitio para hacer ver a todos que tienen un lu­gar privilegiado en el reino de Dios; tiene que defenderlos para que pue­dan creer en un Dios defensor de los últimos; tiene que acoger, antes que a nadie, a los que día a día se topan con las barreras levantadas por las fa­milias protegidas por Antipas y por los ricos terratenientes. No se acerca a ellos de manera fanática o resentida, ni rechazando a los ricos. Solo quiere ser signo claro de que Dios no abandona a los últimos.

Identificado con ellos y sufriendo de cerca sus mismas necesidades, Jesús va tomando conciencia de que, para estos hombres y mujeres, el reino de Dios solo puede resultar una “buena noticia”.

Aquel estado de cosas era injusto y cruel. No respondía al proyecto de Dios. La llegada de su reino significará un “vuelco” total: aquellos vagabundos, privados hasta de lo necesario para vivir, serán los “primeros”, y muchos de aque­llos poderosos que parecen tenerlo todo serán los “últimos”. Jesús expresó de forma muy gráfica su condena narrando una parábola que habla de “un rico sin entrañas y un mendigo llamado Lázaro” (Lc 16, 19-31). Le enten­dieron todos. La alegría de los mendigos no podía ser mayor. En su cora­zón se despertaba una esperanza nueva.

Jesús habla de un rico poderoso. Su túnica de lino fino proveniente de Egipto habla de su vida de lujo y ostentación. El color de púrpura de sus vestidos indica que pertenece a círculos muy cercanos al rey. Su vida es una fiesta continua, pues organiza espléndidos festines todos los días, no solo con ocasión de alguna celebración especial. Seguramente los pobres que escuchan a Jesús no han visto nunca de cerca a un personaje así, pero saben que pertenece a lo más alto de ese sector de privilegiados que vi­ven en Tiberíades, Séforis o Jerusalén. Son los que poseen riquezas, tie­nen poder y disfrutan de una vida fastuosa en la que ellos no pueden ni soñar.

Muy cerca de este rico, echado junto a la hermosa puerta de su man­sión se encuentra un mendigo. No posee nada, excepto un nombre lleno de promesas: “Lázaro”, es decir, “aquel a quien ayuda Dios”. Es el único personaje de las parábolas de Jesús que tiene nombre propio. No está cubierto de lino y púrpura, sino de llagas repugnantes. No sabe lo que es un festín; ni siquiera puede comer los trozos de pan que los invi­tados arrojan bajo la mesa después de haberse limpiado con ellos sus de­dos. Solo se le acercan los perros asilvestrados que vagan por la ciudad. Parece extenuado: en ningún momento se mueve para hacer algo; no pa­rece tener ya fuerzas ni para pedir ayuda. Impuro a causa de su piel re­pugnante, degradado todavía más por el contacto con perros callejeros, su situación de extrema miseria, ¿no es el mejor signo del abandono y la maldición de Dios? No está lejos su final. Tal vez alguno de los que escu­chaban a Jesús se estremeció: Lázaro podía ser uno de ellos. Ese era el fi­nal que les esperaba a los que vivían hundidos en la miseria y sobraban en aquella sociedad.

La mirada penetrante de Jesús está desenmascarando la terrible in­justicia de aquella sociedad. Las clases más poderosas y los estratos más oprimidos parecen pertenecer a la misma sociedad, pero están se­parados por una barrera casi invisible: esa puerta que el rico no atra­viesa nunca para acercarse a Lázaro. Los ricos están dentro de sus pala­cios celebrando espléndidas fiestas; los pobres están fuera muriendo de hambre. De pronto todo cambia. Lázaro muere y, a pesar de que ni se habla de su entierro, es llevado al seno de Abrahán, donde es acogido para tomar parte en su banquete. También muere el rico, que es ente­rrado con todo honor, pero no entra en el seno de Abrahán, sino en el hades. El hades de la pará­bola no es el “infierno”, sino el sheol, un lugar de sombras y muerte a donde van a parar todos los muertos por igual. Al parecer, en tiempos de Jesús era considerado como un lugar de es­pera donde se congregan, aunque separados, tanto justos como pecadores, mientras llega el juicio de Dios.

El vuelco de la situación es total. Mientras Lázaro es acogido en el seno de Abrahán, el rico se queda en un lugar de aflicción, en el sheol. Por vez primera el rico reacciona. El que no había tenido compasión del men­digo la pide ahora a gritos para sí mismo; el que no había visto a Lázaro cuando lo tenía junto a su puerta lo ve ahora “a lo lejos” y lo llama por su nombre; el que no había atravesado la puerta para aliviar el sufrimiento del pobre quiere ahora que Lázaro se acerque a aliviar el suyo. Es dema­siado tarde. Abrahán le advierte: aquella barrera casi invisible de la tierra se ha convertido ahora en un abismo infranqueable.

Los pobres no se lo podían creer. ¿Qué está diciendo Jesús? Según la tradición de Israel, la prosperidad es signo de la bendición de Dios, y la miseria, por el contrario, indicio de su maldición. Y a ellos les faltaba todo. ¿Cómo puede ese mendigo, impuro y miserable, ser acogido en el seno de Abrahán y cómo puede este rico, bendecido por Dios, quedarse sufriendo en el sheol? ¿Es que los ricos no gozan de la bendición de Dios? ¿Es que los vagabundos y mendigos no son unos malditos? Con su parábola, Jesús no está descri­biendo ingenuamente la vida del más allá, sino desenmascarando lo que sucede en Galilea. Aquel estado de cosas de unos ricos viviendo es­pléndidamente mientras a las puertas de sus palacios hay gente que se muere de hambre es una injusticia hiriente. Esa riqueza que crece gracias a la opresión sistemática sobre los débiles no es signo de la bendición de Dios. Es una injusticia intolerable que Dios hará desaparecer un día. La llegada de su reinado significará un vuelco total de la situación.


Algo novedoso

Jesús empezó a hablar un lenguaje nuevo, sorprendente y provoca­tivo. Sus gritos se escuchan por toda Galilea. Se encuentra por las aldeas con estas gentes humilladas que no pueden defenderse de los grandes te­rratenientes y les grita: “Dichosos los que no tienen nada, porque Dios es su Rey”. Ve con sus propios ojos el hambre de esas mujeres y niños desnutridos, y no puede reprimir sus sentimientos: “Dichosos los que ahora tienen hambre, porque serán saciados”. Ve llorar de rabia e impo­tencia a esos campesinos al quedarse sin tierras o al ver que los recauda­dores se llevan lo mejor de sus cosechas, y los alienta así: “Dichosos los que ahora lloran, porque reirán”.

El reino de Dios no es una “buena no­ticia” para todos, de manera indiscriminada. No lo pueden escuchar to­dos por igual: los terratenientes que banquetean en Tiberíades y los men­digos que mueren de hambre en las aldeas. Dios quiere justicia entre sus hijos e hijas. Su corazón no puede soportar esta situación cruel. El reino de Dios traerá el cambio. Su venida es una suerte para los que viven oprimidos y una amenaza para quienes viven oprimiendo.

¿No es esto una burla? ¿No es acaso cinismo? Lo sería, tal vez, si Jesús estuviera hablando desde los palacios de Tiberíades, las mansiones de Séforis o las villas de los sumos sacerdotes de Jerusalén. Pero Jesús está con ellos. Es un indigente más que les habla con fe y convicción total: esa miseria que los condena al hambre y a la aflicción no tiene su origen en Dios.

Al contrario, constituye un verdadero escándalo: Dios los quiere ver saciados, felices y riendo. Dios viene para ellos. Esto es lo que Jesús quiere dejar bien grabado en su corazón: los que no interesan a nadie, le interesan a Dios; los que sobran en los imperios construidos por los hom­bres, tienen un lugar privilegiado en su corazón; los que no tienen patrón alguno que los defienda, tienen a Dios como Padre.

Jesús es realista. No tiene poder político ni religioso para transformar aquella situación. No tiene ejércitos para levantarse contra las legiones ro­manas ni para derrocar a Antipas. Es el profeta de la misericordia de Dios, hecho uno con los últimos. Su palabra no significa ahora mismo el final del hambre y de la miseria de estas gentes, pero sí una dignidad indestructible para todas las víctimas de abusos y atropellos. Todo el mundo ha de saber que son estos precisamente los hijos predilectos de Dios, y esto confiere a su dignidad una seriedad absoluta. Su vida es sagrada. Nunca, ni en Galilea ni en parte alguna, se construirá la vida tal como la quiere Dios si no es libe­rando a estos hombres y mujeres del hambre, la miseria y la humillación.

Nunca la religión judía ni cualquier otra será bendecida por Dios si no in­troduce justicia para ellos. A Dios solo se le puede acoger construyendo un mundo que tenga como primera meta la dignidad de los últimos.

En una sociedad donde hay gente que vive hundida en el hambre o la mi­seria, solo hay una disyuntiva: vivir como imbéciles, indiferentes al sufri­miento de los demás, o despertar el corazón y mover las manos para ayudar a los necesitados. Así lo siente Jesús. Los ricos, que viven olvida­dos de los sufrimientos de los pobres, explotando a los débiles y disfru­tando de un bienestar egoísta, son unos insensatos. Su vida es un fracaso. La idea de que un rico pueda “entrar” en el reino de Dios no solo es im­posible, sino ridícula: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de Dios” (Mc 10, 24). En el reino de Dios no puede haber ricos viviendo a costa de los pobres. Es absurdo imaginar que, cuando por fin se cumplan los deseos de Dios, siga habiendo pode­rosos oprimiendo a los débiles.


No hay lugar para los ricos...

La tragedia de los ricos consiste en que su bienestar junto a los que pasan hambre es incompatible con el reinado de Dios, que quiere ver a todos sus hijos e hijas disfrutando de una vida digna y justa. De ahí el grito de Jesús: “No pueden servir a Dios y al Dinero. Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No pueden servir a Dios y al Dinero” (Lc 16, 13; Mt 6, 24). Sus palabras tu­vieron que resultar explosivas. Dios y el Dinero son como dos señores en­frentados entre sí. No es posible ser esclavo del dinero y vivir acumu­lando monedas de oro y plata para asegurarse el propio bienestar y, al mismo tiempo, pretender entrar en la dinámica del reino de Dios, que busca una vida justa y fraterna para todos. Hay que escoger. Jesús no ali­menta en los pobres una sed de venganza contra los ricos.

Se limita a predecir su futuro: en el reino de Dios no hay sitio para ellos. Si no cam­bian, son unos “imbéciles”. Lo dijo de manera clara en una parábola, lla­mada tradicionalmente del “rico insensato” (Lc 12, 16-20).

Un rico terrateniente, propietario de grandes extensiones de tierra, se ve sorprendido por una cosecha que supera todas sus expectativas. El rendimiento de sus campos ha sido tan espectacular que sus graneros se han quedado pequeños para almacenar el grano y demás productos.

¿Qué haré?”, se pregunta el rico ante el inesperado problema. Es la pre­gunta que se hacen también los oyentes de Jesús: ¿qué hará? Una cosecha tan desmesurada es una especie de milagro, una bendición de Dios. Se­gún la tradición religiosa de Israel, en tiempos de cosechas abundantes, José, administrador del faraón de Egipto, había almacenado el grano para que en tiempos de escasez el pueblo no pereciera de hambre. ¿Hará algo semejante este terrateniente? ¿Pensará en los jornaleros que trabajaban sus tierras? ¿Se compadecerá de los hambrientos?

El rico toma una decisión propia de un hombre poderoso: no añadirá un granero más a los que ya tiene; los destruirá todos y construirá otros nuevos y más grandes. No lo hace pensando en sus jornaleros ni en los desposeídos que pasan hambre. Aquella cosecha inesperada, verdadera bendición de Dios, la disfrutará solo él, nadie más. En adelante se dedi­cará a “descansar, comer, beber y banquetear”.

Es lo más inteligente. Los pobres que escuchan a Jesús no piensan lo mismo: ese hombre es in­humano y cruel: ¿no puede pensar un poco en los que pasan hambre? ¿No sabe que acaparando para sí toda la cosecha está privando a otros de lo que necesitan para vivir? ¿No tienen ellos ningún derecho a disfrutar de las cosechas con que Dios bendice la tierra de Israel? El rico no es consciente de que los bienes de la tierra son limitados. Si él acapara la co­secha, hay otros que pasarán hambre.

De forma inesperada interviene Dios. Sus palabras son duras. Aquel rico no disfrutará de sus bienes. Morirá esa misma noche durante el sueño. Su actuación es propia de un “necio” que ignora a Dios y se olvida de los seres humanos. Jesús concluye su parábola con un interrogante fi­nal que plantea Dios y al que los oyentes han de responder: todos aque­llos productos almacenados por el rico, “¿para quién serán?”. Los desdi­chados que rodean a Jesús no tienen duda alguna. Esas cosechas con las que Dios bendice los campos de Israel, ¿no han de ser, en primer lugar, para quienes necesitan pan para no morir?


Un desafío al sistema

La parábola de Jesús era un desafío a todo el sistema. El rico del relato no es un monstruo. Su actuación es la habitual entre los ricos de Séforis o Tiberíades: solo piensan en sí mismos y en su bienestar. Siempre es así: los poderosos van acaparando bienes y los desposeídos se van hun­diendo en la miseria. Este estado de cosas, según Jesús, es una insensatez que destruye a los más débiles y no da seguridad a los poderosos. Entrar en el reino de Dios pondría a los ricos mirando hacia los que padecen la miseria y el hambre.

En el evangelio de Mateo se recoge un relato impresionante donde se habla de la ayuda a los necesitados como el criterio que decidirá la suerte final de todos. Es una narración en la que se combina una descripción grandiosa del juicio de “todas las naciones” reunidas ante su rey y una sencilla escena pastoril que se repetía todos los días al atardecer, cuando los pastores recogían sus rebaños. Tradicionalmente se le llama la parábola del “juicio final” o “las ovejas y cabras sepa­radas por el pastor” (Mt 25, 31-46).

La escena es grandiosa. El Hijo del hombre llega como rey con un cor­tejo grandioso, “acompañado de todos sus ángeles”, y se sienta en su “trono de gloria”. Ante él comparece la “asamblea de todas las nacio­nes”. Es el momento de la verdad. Allí están gentes de todas las razas y pueblos, de todas las culturas y religiones, generaciones de todos los tiempos. Todos los habitantes del orbe, Israel y los pueblos gentiles van a escuchar el veredicto final.

El rey comienza por separarlos en dos grupos, como hacían los pasto­res con su rebaño: las ovejas a un lado, para dejarlas al fresco durante la noche, pues así les va mejor; las cabras a otro lado, para cobijarlas en el interior, porque el frío de la noche no les hace bien. El rey y pastor de to­dos los pueblos tiene con cada grupo un diálogo esclarecedor. Al primer grupo le invita a acercarse: “Vengan, benditos de mi Padre”: son hombres y mujeres que reciben la bendición de Dios para heredar el reino “prepa­rado para ellos desde la fundación del mundo”. Al segundo grupo le in­vita a apartarse: “Apártense de mí, malditos”: son los que se quedan sin la bendición de Dios y sin el reino. Sin duda, esta manera de formular la presencia de Cristo en los que sufren solo fue po­sible cuando las comunidades cristianas creían en Jesús, crucificado por las autoridades ro­manas y los representantes del templo, pero resucitado por Dios a una vida nueva.

En realidad, no hay propiamente una sentencia judicial. Cada grupo se dirige hacia el lugar que ha escogido. Los que han orientado su vida hacia el amor y la misericordia terminan en el reino del amor y la misericordia de Dios. Los que han excluido de su vida a los necesitados se autoexcluyen del reino de Dios, donde solo hay acogida y amor.

El criterio para separar a los dos grupos es preciso y claro: unos han reaccionado con compasión ante los necesitados; los otros han vivido in­diferentes a su sufrimiento. El rey habla de seis situaciones de necesidades básicas y fundamentales. No son casos irreales, sino situaciones que to­dos conocen y que se dan en todos los pueblos de todos los tiempos. En todas partes hay hambrientos y sedientos; hay inmigrantes y desnudos; enfermos y encarcelados. No se dicen en el relato grandes palabras. No se habla de justicia y solidaridad, sino de comida, de ropa, de algo de beber, de un techo para resguardarse. No se habla tampoco de “amor”, sino de cosas tan concretas como “dar”, “acoger”, “visitar”, “acudir”. Lo deci­sivo no es un amor teórico, sino la compasión que ayuda al necesitado.

La sorpresa se produce cuando el rey asegura: “Cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron”. El primer grupo manifiesta su asombro: nunca han visto al rey en estas gentes ham­brientas, enfermas o encarceladas; ellos han pensado solo en su sufri­miento, en nada más. La extrañeza es compartida por el segundo grupo: ni se les había pasado por la cabeza que podían estar desatendiendo a su rey. Pero éste se reafirma en lo dicho: él está presente en el sufrimiento de estos “hermanos pequeños”. Lo que se les hace a ellos se le está haciendo a él.

Los que son declarados “benditos del Padre” no han actuado por mo­tivos religiosos, sino por compasión. No es su religión ni la adhesión ex­plícita a Jesús lo que los conduce al reino de Dios, sino su ayuda a los ne­cesitados. El camino que conduce a Dios no pasa necesariamente por la religión, el culto o la confesión de fe, sino por la compasión hacia los “hermanos pequeños”. Sencillamente se les recompensa por haber so­corrido al necesitado.

Podemos decir sin temor a equivocarnos que la “gran revolución religiosa” llevada a cabo por Jesús es haber abierto otra vía de acceso a Dios distinta de lo sagrado: la ayuda al hermano necesitado. La religión no tiene el monopolio de la salvación; el camino más acertado es la ayuda al necesitado. Por él caminan muchos hombres y mujeres que no han conocido a Jesús.


Los indeseables

Los indigentes, que constituyen el estrato más bajo de Galilea, no solo ca­recen de todo; están además condenados a vivir en la vergüenza: sin ho­nor ni dignidad alguna. No se pueden enorgullecer de pertenecer a una familia respetable: no han podido defender sus tierras; no pueden ga­narse la vida con un trabajo digno. Son indeseables a los que cualquiera puede despreciar. Ellos lo saben bien. Por lo general, los mendigos de Ga­lilea pedían limosna desde el suelo, sin atreverse apenas a levantar su mi­rada; las prostitutas, para poder sobrevivir, renunciaban al honor sexual de la mujer, tan valorado en aquella sociedad. Perdido el honor, estos hombres y mujeres no lo recuperarán jamás. Su destino es vivir degrada­dos. No son nadie. Si desaparecieran, nadie lo sentiría. El honor y la vergüenza eran categorías centrales en las sociedades mediterráneas del siglo I. La miseria económica se vivía sobre todo como vergüenza, in­dignidad y deshonor.

El deshonor y la indignidad de estas gentes se agravaban todavía más por el sistema de pureza vigente, que acentuaba las discriminaciones en­tre los diversos sectores de la sociedad judía. Desde la invasión de la cul­tura helénica, impulsada por Alejandro Magno, aquel pequeño pueblo se había visto obligado a defender su identidad con todas sus fuerzas. To­dos comprendieron que solo podrían sobrevivir reafirmando su adhe­sión incondicional a la ley y al templo, y promoviendo una política de se­paración de lo pagano. Era cuestión de vida o muerte.

En este clima se desarrolló una dinámica religiosa de “separación”, encaminada a preservar la santidad propia del pueblo de Dios. El templo de Yahvé, lugar santo por excelencia, debía ser protegido de toda conta­minación, excluyendo de su recinto sagrado a gentiles e impuros. La ob­servancia estricta de la leyera el mejor medio para vivir en la tierra santa de Dios, sin dejarse asimilar por una cultura extraña. En consecuencia, se enfatizó el cumplimiento del sábado, principal seña de identidad de Is­rael en medio de los pueblos del Imperio; se prohibió estrictamente el matrimonio con mujeres extranjeras; se apremió el pago de diezmos y primicias. Por último se urgió el cumplimiento del “código de santidad”, dispuesto por la ley, como una estrategia de separación de lo impuro, lo no santo, lo alejado de Dios. Se llama “código de santidad” al conjunto de normas y prescripciones recogidas en el libro del Levítico 19-26. Está redactado en ambientes sacerdotales del templo e insiste en la idea de separación de lo impuro para tener acceso al Dios santo.

Todos aceptaban en tiempos de Jesús la afirmación central de este có­digo de santidad donde se pone en boca de Dios este mandato: “Sean san­tos, porque yo, Yahvé, su Dios, soy santo” (Levítico 19,2). Todos entienden la “santidad” como separación de lo impuro. Hay, sin embargo, grupos y sectores que la buscan y promueven con un rigor especial. Ya no era posible, según ellos, vivir de manera santa en medio de aquella sociedad tan contaminada.

El sistema de pureza ritual buscaba garantizar la identidad judía frente a la cultura pagana, pero tuvo otro resultado tal vez inesperado: el endurecimiento de las diferencias y discriminaciones dentro del mismo pueblo. Ya por nacimiento, los sacerdotes y levitas poseían un rango de santidad superior al del pueblo; los que observaban el código de santi­dad gozaban de mayor dignidad que los impuros, los que vivían en con­tacto con paganos o los que, como los publicanos y prostitutas, ejercían profesiones que implicaban de hecho una permanente transgresión del código; los leprosos, eunucos, ciegos y cojos no se podían presentar con el mismo rango de pureza que los sanos; naturalmente, las mujeres, sos­pechosas siempre de impureza por su menstruación o los partos, perte­necían a una categoría menos digna y santa que la de los varones.

Es normal que en este tipo de sociedad, donde se marca ritualmente el grado de pureza o impureza de las gentes, los más proscritos y degrada­dos socialmente sean considerados de manera general un sector de “im­puros” alejados del Dios santo del templo. Son gentes sucias, muchos de ellos enfermos, con la piel de su cuerpo ulcerada como Lázaro. Hay en­tre ellos mendigos, ciegos y prostitutas. Su vida de vagabundos les im­pide a la mayoría cumplir las normas de pureza y las purificaciones ri­tuales. Bastante tienen con buscarse el pan de cada día. Su exclusión del templo parece mostrar que Dios los rechaza. A nadie le agrada tener cerca a gente sucia y desagradable. Seguramente a Dios tampoco.

No lo veía así Jesús. Es la compasión y no la santidad lo que hemos de imitar en Dios. No niega Jesús la “santidad” de Dios, pero lo que cualifica esa santidad no es la separación de lo impuro, sino su amor compasivo. Dios es grande y santo no porque vive separado de los impuros, sino porque es compasivo con todos. La compasión es el modo de ser de Dios, su primera reacción ante el ser humano, lo primero que brota de sus entra­ñas de Padre. Dios es compasión y amor entrañable a todos, también a los impuros, los privados de honor, los excluidos de su templo.

Jesús introduce así una verdadera revolución. El “código de santi­dad” generaba una sociedad discriminatoria y excluyente. El “código de compasión” propuesto por él genera una sociedad compasiva, aco­gedora e incluyente, incluso hacia esos sectores sin honor y respetabili­dad. La experiencia que Jesús tiene de Dios no conduce a la separación y exclusión, sino a la acogida, al abrazo y la hospitalidad. En el reino de Dios, a nadie se ha de humillar, excluir o separar de la comunidad. Los impuros y los privados de honor tienen la dignidad sagrada de hijos de Dios.


El verdadero honor

En el contexto cultural de Galilea, el lenguaje de las bienaventuranzas es un lenguaje honorífico. Jesús atribuye un honor ante Dios a quienes no pueden defender su dignidad ante los hombres. Se podría traducir así: “¡Qué honorables son ustedes, los pobres, porque tienen como rey al mismo Dios!”.

Es el amor compasivo el que está en el origen y trasfondo de toda la actuación de Jesús, lo que inspira y configura toda su vida. La compasión no es para él una virtud más, una actitud entre otras. Vive transido por la misericordia: le duele el sufrimiento de la gente, lo hace suyo y lo con­vierte en principio interno de su actuación. Él es el primero en vivir como el “padre” de la parábola, que, “conmovido hasta lo más hondo de sus entrañas”, acoge al hijo que viene destruido por el hambre y la humilla­ción, o como el “samaritano” que, “movido a compasión”, se acerca a au­xiliar al herido del camino. Empleo indistintamente los términos “misericordia” y “compasión”. En general pre­fiero hablar de “compasión”, pues sugiere, tal vez, una actitud de mayor cercanía, mientras que “tener misericordia” puede hacer pensar en una relación que se establece con quien está en un nivel más bajo. Jesús toca a los leprosos, se deja tocar por la hemorroisa y besar por la prostituta, libera a los poseídos de espíritus im­puros. Nada lo detiene cuando se trata de acercarse al que sufre. Su ac­tuación, inspirada por la compasión, es un desafío directo al sistema de pureza. Tal vez tenía una visión muy particular: lo santo no necesita ser protegido por una estrategia de separación para evitar la contaminación; al contrario, es el verdaderamente santo quien contagia pureza y trans­forma al impuro. Jesús toca al leproso, y no es Jesús el que queda impuro, sino el leproso quien queda limpio.


Lo más escandaloso

No fue la acogida a los impuros lo que provocó más escándalo y hostili­dad hacia Jesús, sino su amistad con los pecadores. Nunca había ocurrido algo parecido en la historia de Israel. Ningún profeta se había acercado a ellos con esa actitud de respeto, amistad y simpatía. Lo de Jesús era inau­dito. El recuerdo que había dejado el Bautista era muy diferente. Su má­xima preocupación había sido acabar con el pecado que contaminaba a todo el pueblo y ponía en peligro la Alianza con Dios. Era el mayor mal y la desgracia más grande para todos.

La actuación del Bautista no escandalizó a nadie. Era lo que se espe­raba de un profeta, defensor de la Alianza del pueblo con Dios. Pero la conducta de Jesús es sorprendente. No habla del pecado como algo que está provocando la ira divina. Al contrario, en el reino de Dios hay tam­bién sitio para los pecadores y las prostitutas. No se dirige a ellos en nombre de un juez irritado por tanta ofensa, sino imitando su amor en­trañable de Padre. ¿Cómo puede acoger junto a sí a publicanos y pecado­res sin ponerles condición alguna? ¿Cómo un hombre de Dios los puede aceptar como amigos? ¿Cómo se atreve a comer con ellos? Este compor­tamiento es seguramente el rasgo más provocativo de Jesús.

¿Quiénes eran estos pecadores? En tiempos de Jesús se llamaba así a un grupo especial y bien reconocible de personas con determinados ras­gos sociológicos. No hay que confundirlos con el pueblo ignorante, que, al no conocer los innumerables preceptos de la ley, no los cumplían, al menos en su integridad, ni con tanta gente del campo que, después de caer en estado de impureza, descuidaban los ritos preceptivos de purifi­cación. Para ser considerado “pecador” hay que tener una actuación o una profesión que exija el rechazo al Dios de Israel.

Los “pecadores” son más bien personas que han transgredido la Alianza de manera deliberada, sin que se ob­serve en ellos signo alguno de arrepentimiento. “Pecadores” son los que rechazan la Alianza con Dios desobedeciendo radicalmente la ley: los que profanan el culto, los que desprecian el gran día de la Expiación, los delincuentes, los que cola­boraban con Roma en la opresión al pueblo judío, los usureros y estafa­dores, y las prostitutas. Se los considera como personas que viven fuera de la Alianza, traicionan al Dios de Israel y quedan excluidas de la salva­ción. Son “los perdidos”. De ellos habla Jesús en sus parábolas. (“La oveja perdida”, “la dracma perdida”, “el hijo perdido” (Lc 15, 1-32).

Junto a los pecadores, las fuentes hablan constantemente de otro grupo: “los publicanos”. A Jesús se le acusa de comer con “pecadores y publicanos”, y al menos un publicano perteneció al grupo de sus amigos más cercanos. ¿Quiénes son estos “publicanos” tan estrechamente asocia­dos al grupo de los “pecadores”? No han de ser confundidos con los re­caudadores de tributos e impuestos directos del Imperio sobre las tierras y los productos del campo. Roma confiaba esa tarea a familias prestigiosas bien seleccionadas que respondían con su fortuna de su cobro eficaz. Na­turalmente, estos funcionarios del fisco romano actuaban de manera im­placable buscando al mismo tiempo el máximo lucro para ellos mismos.

Los “publicanos” que aparecen en los evangelios son los recaudado­res que cobran los impuestos de las mercancías y derechos de tránsito en las calzadas importantes, puentes o puertas de algunas ciudades. Pero no hay que confundir a los grandes recaudadores o “jefes de publicanos”, que han logrado que se les conceda el control de estos peajes y derechos de aduana en una determinada región, con sus esclavos y demás subor­dinados que se sientan en los puestos de cobro.

Estos “publicanos” cons­tituyen un colectivo formado por gentes que no han podido encontrar un medio mejor para subsistir. Este trabajo, considerado como una actividad propia de ladrones y gente poco honesta, era tan despreciado que a veces se recurría a esclavos. Estos son los “publicanos” que encuentra Jesús en su camino. Constituyen un grupo típico de pecadores desprestigiado so­cialmente: el equivalente tal vez del grupo de “prostitutas” en el campo de las mujeres. Es significativo que Mateo hable del binomio “publicanos y prostitutas” (21, 31)

Asimismo, Jesús escandaliza también por relacionarse con mujeres de mala fama, provenientes de los estratos más bajos de la sociedad. En las ciudades de cierta importancia, las prostitutas trabajaban en pequeños burdeles regidos por esclavos; la mayor parte eran también esclavas, vendidas a veces por sus propios padres. Las prostitutas que vagaban por las aldeas eran casi siempre mujeres repudiadas o viudas sin protec­tor, que se acercaban a fiestas y banquetes en busca de clientes. Al pare­cer, son estas quienes se acercan a las comidas que se organizaban en torno a Jesús.

Lo que más escandaliza no es verle en compañía de gente pecadora y poco respetable, sino observar que se sienta con ellos a la mesa. Estas co­midas con “pecadores” son uno de los rasgos más sorprendentes y origi­nales de Jesús, quizá el que más lo diferencia de todos sus contemporá­neos y de todos los profetas y maestros del pasado. Los pecadores son sus compañeros de mesa, los publicanos y prostitutas gozan de su amis­tad. Es difícil encontrar algo parecido en alguien considerado por todos como un “hombre de Dios”. Sin duda es un gesto provocativo, buscado intencionadamente por Jesús. Un gesto simbólico que generó una reac­ción inmediata contra él.

El asunto es explosivo. Sentarse a la mesa con alguien siempre es una prueba de respeto, confianza y amistad. No se come con cualquiera; cada uno come con los suyos. Compartir la misma mesa quiere decir que se per­tenece al mismo grupo, y que, por tanto, se marcan las diferencias con otros. Los gentiles comen con los gentiles, los judíos con los judíos, los va­rones con los varones, las mujeres con las mujeres; los ricos con los ricos; los pobres con los pobres. No se come con cualquiera ni de cualquier ma­nera. Y menos cuando se quiere observar la santidad propia del verdadero Israel.

Jesús sorprende a todos al sentarse a comer con cualquiera. Su mesa está abierta a todos: nadie se ha de sentir excluido. No hace falta ser puro; no es necesario limpiarse las manos. Puede compartir su mesa gente poco respetable; incluso los pecadores que viven olvidados de la Alianza. Jesús no excluye a nadie. En el reino de Dios todo ha de ser diferente: la misericordia sustituye a la santidad. No hay que reunirse en torno a me­sas separadas. El reino de Dios es una mesa abierta donde pueden sen­tarse a comer hasta los pecadores. Esta apertura de Jesús llevará un día a las comunidades cristianas a acoger en su seno a los paganos. Jesús quiere comunicar a todos lo que él vive en su corazón cuando se sienta a la mesa con publicanos, pe­cadores, mendigos, enfermos recién curados o gentes indeseables y de dudosa moralidad: les cuenta la parábola de un hombre que organizó una gran cena y no descansó hasta ver su casa llena de invitados (Lc 14, 16-24; Mt 22, 2-13):

Jesús comienza a hablar de una “gran cena” organizada por un señor. Sin duda es un hombre rico y con medios. Como es natural, no invita a cualquiera. Llama a los suyos: amigos ricos e influyentes. El banquete ser­virá para estrechar más los lazos de amistad y solidaridad entre ellos. El ho­nor del anfitrión se verá incrementado por la asistencia de tales comensales, y estos podrán asegurarse también en adelante su favor y padrinazgo. Los que están escuchando a Jesús saben que ellos nunca podrán tomar parte en un banquete de tanta categoría. El señor convida a todos con suficiente an­telación. Así habrá tiempo para cuidar los preparativos, y los convidados podrán ir conociendo más detalles de la fiesta y de los invitados que asisti­rán a ella. Llegado el día, el señor envía de nuevo a su siervo para confir­marles la invitación: “Todo está ya preparado. Pueden ir viniendo”. Era un gesto de cortesía que se acostumbraba entre gentes muy ricas.

Sorprendentemente, todos sin excepción comienzan a excusarse. No presentan razones consistentes. Uno dice que ha comprado un campo y quiere ir a verlo, pero, ¿quién compra un campo en aquella tierra tan des­igual sin conocer antes cómo es y qué se puede sembrar en él? Otro se disculpa porque ha comprado diez bueyes y quiere ir a probarlos, pero ¿quién compra unos bueyes sin comprobar su fuerza y ver si pueden tra­bajar bajo el mismo yugo? Otro afirma que se acaba de casar y, natural­mente, no puede acudir, pero, ¿no lo sabía ya cuando, días antes, recibió la invitación? El siervo comprueba que nadie irá a la fiesta. ¿Cómo se atreven a humillar así al señor que los invitó dejándolo solo? ¿Tan impor­tantes son sus negocios e intereses? Algo de esto piensan, tal vez, quienes están escuchando a Jesús: si ellos recibieran un día una invitación pare­cida, seguro que la aprovecharían.

El señor de la parábola reacciona de forma inesperada. Habrá banquete por encima de todo. De pronto se le ha ocurrido una idea insólita. Invitará a los que nunca invita nadie: “los pobres y lisiados, los ciegos y cojos”, gen­tes miserables que no le pueden aportar honor alguno.

Para llamarlos, el siervo tendrá que adentrarse por “plazuelas y callejas” de los barrios po­bres de la ciudad, alejados de la zona reservada a la elite. Los oyentes escu­chan sorprendidos: ¿Qué va a ser esa cena donde se rompen todas las nor­mas exigidas por el honor y el código de pureza? Su sorpresa será pronto mayor. Al ver que todavía hay sitio, el señor da una orden asombrosa: el siervo saldrá fuera de la ciudad, por “los caminos y las cercas” que separan las propiedades para llamar a toda esa gente que vive como puede junto a las murallas. La mayoría son forasteros y gentes de mala reputación, no pertenecen a la ciudad, tampoco son propiamente campesinos. El siervo los tiene que “obligar a entrar” en la casa, pues jamás se hubieran atrevido a penetrar en la ciudad hasta el barrio residencial de la elite.

¿Qué está diciendo Jesús? ¿A quién se le puede ocurrir hacer un ban­quete abierto a todos, sin listas de invitados, sin normas de honor y códi­gos de pureza, donde se admite incluso a desconocidos? ¿Será así el reino de Dios? ¿Una mesa abierta a todos sin condiciones: hombres y mujeres; puros e impuros; buenos y malos? ¿Una fiesta donde Dios se verá ro­deado de gente pobre e indeseable, sin dignidad ni honor alguno?


Una mesa inclusiva

El mensaje de Jesús era tan seductor que resultaba increíble. Pero Je­sús habla con fe total: Dios es así. No quiere quedarse eternamente solo en medio de una “sala vacía”. Está preparada una gran fiesta abierta a to­dos, porque a todos siente él como amigos y amigas, dignos de compartir su mesa. El gozo de Dios es que los pobres y despreciados, los indesea­bles y pecadores puedan disfrutar junto a él. Jesús lo está ya viviendo desde ahora. Por eso celebra con gozo cenas y comidas con los que la so­ciedad desprecia y margina. ¡Los que no han sido invitados por nadie, un día se sentarán a la mesa con Dios!

Jesús entiende y vive estas comidas con pecadores como un proceso de curación. Al verse acusado por su conducta extraña y provocativa, res­ponde con este refrán: “No necesitan de médico los sanos, sino los enfer­mos”. (Mc 2, 17a). Estas comidas tienen un carácter terapéutico. En ellas, Jesús les ofrece su confianza y amistad, los libera de la vergüenza y la humillación, los rescata de la marginación, los acoge como amigos. Poco a poco se des­pierta en ellos el sentido de la propia dignidad: no son merecedores de ningún rechazo. Por vez primera se sienten acogidos por un hombre de Dios. En adelante, su vida puede ser diferente.

Por eso son comidas alegres y festivas. En lo íntimo de su corazón, Jesús celebra con gozo el retorno de los “perdidos” a la comunión con el Padre. La alegría de Jesús se contagia a todos. No se puede estar triste en su compañía. Es tan absurdo como estar ayunando junto al novio en su boda (Mc 2, 18-19).

Je­sús no invita al libertinaje. No justifica el pecado, la corrupción ni la pros­titución. Lo que hace es romper el círculo diabólico de la discriminación, abriendo un espacio nuevo para el encuentro amistoso con Dios.

Jesús se sienta a la mesa con los pecadores no como juez severo, sino como amigo acogedor. El reino de Dios es gracia antes que juicio. Dios es una buena noticia, no una amenaza. Los pecadores y las prostitutas pue­den alegrarse, beber vino y cantar junto a Jesús. Estas comidas son un au­téntico “milagro” que los va curando por dentro. Empiezan a intuir que Dios no es un juez siniestro que les espera airado; es un amigo que se les acerca ofreciendo su amistad. La acogida de Jesús les da a estas mujeres y hombres fuerza para reconocerse como pecadores. Nada tienen que te­mer. El desprecio y la exclusión social les impedía mirar a Dios con con­fianza; la acogida de Jesús les devuelve la dignidad perdida. No necesi­tan ocultarse de nadie, ni siquiera de sí mismos. Pueden abrirse al perdón de Dios y cambiar. Con Jesús todo es posible.

A estos pecadores que se sientan a su mesa, Jesús les ofrece el perdón envuelto en acogida amistosa. No hay ninguna declaración; no les absuelve de sus pecados; sencillamente los acoge como amigos.

Su acogida a publicanos y prostitutas incluye la abso­lución del pecado, pero es mucho más. Jesús sugiere que Dios sale hacia el pecador no como un juez que dicta sentencia, sino como un padre que busca recuperar a sus hijos perdidos.

Probablemente fue sobre todo en estas comidas donde se aprendió a re­zar a Dios con la oración del Padrenuestro.

Invocar a Dios como Padre, mientras comen y beben juntos en tomo a Jesús, es una experiencia nueva que los va curando por dentro y les ayuda a retomar a Dios, al que comien­zan a sentir como Padre. Poco a poco, animados por Jesús, empiezan a lla­marle Abbá, bendicen su nombre santo y le piden que se cumpla en ellos el gran deseo de Jesús: “Venga tu reino”. Estos hombres y mujeres, desprecia­dos por casi todos, no piensan en cosas sublimes. Jesús les enseña a ser rea­listas. Piden pan: que a nadie le falte cada día su trozo de pan, aunque sea de cebada. Le piden también perdón, como ellos mismos están dispuestos a perdonar superando los impulsos de venganza y el resentimiento que bro­tan en su corazón. No están pensando solo en el reino de Dios, que llegará un día lejano a liberar el mundo del mal. Piden experimentar desde ahora la llegada de Dios Padre para poder vivir como hijos e hijas suyos: con un trozo de pan que llevarse a la boca y con fuerzas para acogerse y perdo­narse mutuamente. Así, comiendo y bebiendo junto a Jesús, estos “perdi­dos” van experimentando que Dios llega a sus vidas no con “grandes seña­les del cielo”, como pedían algunos, sino como una fuerza compasiva que los cura y transforma. Junto a Jesús, están entrando en un mundo nuevo que jamás habían sospechado. Él lo llama “reino de Dios”.

Esta conducta de Jesús ofreciendo su acogida y el perdón de Dios a los pe­cadores provocó escándalo e indignación ¿Por qué? ¿Dónde estaba la no­vedad de su actuación? El pueblo judío creía en el perdón de todos los pe­cados, incluidos el homicidio y la apostasía. Dios sabe perdonar a quienes se arrepienten. Eso sí, era necesario seguir un camino. En primer lugar, el pecador debía manifestar su arrepentimiento mediante los sacrificios apropiados en el templo; debía abandonar su vida alejada de la Alianza y volver al cumplimiento de la ley; por último, los daños y ofensas al pró­jimo exigían la debida restitución o reparación. Si Jesús hubiera acogido a su mesa a pecadores para predicarles el retomo a la Ley, logrando que pu­blicanos y prostitutas abandonaran su vida de pecado, nadie se hubiera escandalizado. Al contrario, lo hubieran admirado y aplaudido.


...Gratuitamente

Lo sorprendente es que Jesús acoge a los pecadores sin exigirles pre­viamente el arrepentimiento, tal como era entendido tradicionalmente, y sin someterlos siquiera a un rito penitencial, como había hecho el Bau­tista. Les ofrece su comunión y amistad como signo de que Dios los acoge en su reino incluso antes de que vuelvan a la ley y se integren en la Alianza. Los acoge tal como son, pecadores, confiando totalmente en la misericordia de Dios, que los está buscando. Por eso Jesús pudo ser acusado de ser amigo de gente que seguía siendo pecadora. Su actuación era intolerable. ¿Cómo podía acoger a su mesa asegurándoles su partici­pación en el reino de Dios a gentes que no estaban reformando su vida de acuerdo con la Ley? Este parece ser el motivo fundamental del escándalo y conflicto que provoca Jesús.

Sin embargo, la actuación de Jesús es clara. Ofrece el perdón sin exigir previamente un cambio. No pone a los pecadores ante las tablas de la ley, sino ante el amor y la ternura de Dios. Esta es su terapia personal con aquellos amigos y amigas “perdidos” que no aciertan a retomar a Dios por el camino de la ley. Los perdona sin la seguridad de que responderán cambiando su conducta.

Actúa como profeta de la misericordia de Dios. Es amigo de los pecadores antes de verlos convertidos. Dios es así. No espera a que sus hijos e hijas cambien. Es él quien comienza ofre­ciendo su perdón.

Este perdón que ofrece Jesús no tiene condiciones. Su actuación tera­péutica no sigue los caminos de la ley: definir la culpa, llamar al arrepen­timiento, lograr el cambio y ofrecer un perdón condicionado a una res­puesta posterior positiva. Jesús sigue los caminos del reino: ofrece acogida y amistad, regala el perdón de Dios y confía en su misericordia, que sabrá recuperar a sus hijos e hijas perdidos. Se acerca, los acoge e ini­cia con ellos un camino hacia Dios que solo se sostiene en su compasión infinita. Nadie ha realizado en esta tierra un signo más cargado de espe­ranza, un signo más gratuito y más absoluto del perdón de Dios.

Jesús sitúa a todos, pecadores y justos, ante el abismo insondable del perdón de Dios. Ya no hay justos con derechos frente a pecadores sin de­rechos. Desde la compasión de Dios, Jesús plantea todo de manera dife­rente: a todos se les ofrece el reino de Dios; solo quedan excluidos quie­nes no se acogen a su misericordia. Todo queda confiado al misterio del perdón de Dios. Entre quienes le escuchan, el mensaje de Jesús resuena así: “Cuando se vean juzgados por la ley, síentanse comprendidos por Dios; cuando se vean rechazados por la sociedad, sepan que Dios los abraza; cuando nadie les perdone su indignidad, sientan sobre ustedes su perdón inagotable. No lo merecn. No se lo merece nadie. Pero Dios es así: amor y perdón”. El problema principal de Jesús fue si las per­sonas moralmente justas y legalmente correctas entenderían su manera de ver las cosas. Los pobres y los enfermos, los impuros y los pecadores, los publicanos y las prostitutas le entendían y lo acogían. Para ellos, este Dios sugerido por Jesús era la mejor noticia.


Síntesis del Capítulo 7 de: PAGOLA, José A. "Jesús, aproximación histórica", PPC, Madrid 2008 (p. 179-210)