Cómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy


Cómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy

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Documento 1.13. Jesús, resucitado por Dios

C ómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy

Curso de Formación para laicos / SSCC Patagonia Norte (ABB)


  • Documentos para profundizar lo abordado en cada encuentro






1.7. Jesús, resucitado por Dios


¿Por qué?”. Esa es también la pregunta que se hacen los seguidores de Jesús. “¿Por qué ha abandonado Dios a aquel hombre ejecutado injusta­mente por defender su causa?”. Ellos lo han visto ir a la muerte en una actitud de obediencia y fidelidad total. ¿Cómo puede Dios desentenderse de él? Todavía tienen grabado en su corazón el recuerdo de la última cena. Han podido intuir en sus palabras y gestos de despedida lo in­menso de su bondad y de su amor. ¿Cómo puede un hombre así terminar en el sheol?

¿Va Dios a abandonar en el “país de la muerte” al que, lleno de su Es­píritu, ha infundido salud y vida a tantos enfermos y desvalidos? ¿Va a yacer Jesús en el polvo para siempre, como una “sombra” en el “país de las tinieblas”, él que había despertado tantas esperanzas en la gente? ¿No podrá ya vivir en comunión con Dios él que ha confiado totalmente en su bondad de Padre? ¿Cuándo y cómo se cumplirá aquel anhelo suyo de “beber vino nuevo” juntos en la fiesta final del reino? ¿Ha sido todo una ilusión ingenua de Jesús?


Sin duda les apena la muerte de un hombre cuya bondad y grandeza de corazón han podido conocer de cerca, pero tarde o temprano este es el destino de todos los humanos. Lo que más les escandaliza es su ejecución tan brutal e injusta. ¿Dónde está Dios? ¿No va a reaccionar ante lo que han hecho con él? ¿No es el defensor de las víctimas inocentes? ¿Se ha equivocado Jesús al proclamar su justicia a favor de los crucificados?


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1.1 ¡Dios lo ha resucitado!

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Nunca podremos precisar el impacto de la ejecución de Jesús sobre sus seguidores. Solo sabemos que los discípulos huyeron a Galilea. ¿Por qué? ¿Se derrumbó su adhesión a Jesús? ¿Murió su fe cuando murió Jesús en la cruz? ¿O huyeron más bien a Galilea pensando simplemente en salvar su vida? Nada podemos decir con seguridad. Solo que la rápida ejecu­ción de Jesús los hunde si no en una desesperanza total, sí en una crisis radical. Probablemente, más que hombres sin fe son ahora discípulos de­solados que huyen del peligro, desconcertados ante lo ocurrido.

Sin embargo, al poco tiempo sucede algo difícil de explicar. Estos hombres vuelven de nuevo a Jerusalén y se reúnen en nombre de Jesús, proclamando a todos que el profeta ajusticiado días antes por las autori­dades del templo y los representantes del Imperio está vivo. ¿Qué ha ocu­rrido para que abandonen la seguridad de Galilea y se presenten de nuevo en Jerusalén, un lugar realmente peligroso donde pronto serán de­tenidos y perseguidos por los dirigentes religiosos? ¿Quién los ha arran­cado de su cobardía y desconcierto? ¿Por qué hablan ahora con tanta au­dacia y convicción? ¿Por qué vuelven a reunirse en el nombre de aquel a quien han abandonado al verlo condenado a muerte? Ellos solo dan una respuesta: “Jesús está vivo. Dios lo ha resucitado”. Su convicción es uná­nime e indestructible. La podemos verificar, pues aparece en todas las tra­diciones y escritos que han llegado hasta nosotros. ¿Qué es lo que dicen?

De diversas maneras y con lenguajes diferentes, todos confiesan lo mismo: “La muerte no ha podido con Jesús; el crucificado está vivo. Dios lo ha resucitado”. Los seguidores de Jesús saben que están hablando de algo que supera a todos los humanos. Nadie sabe por experiencia qué su­cede exactamente en la muerte, y menos aún qué le puede suceder a un muerto si es resucitado por Dios después de su muerte. Sin embargo, muy pronto logran condensar en fórmulas sencillas lo más esencial de su fe. Son fórmulas breves y muy estables, que circulan ya hacia los años 35 a 40 en­tre los cristianos de la primera generación. Las empleaban, seguramente, para transmitir su fe a los nuevos creyentes, para proclamar su alegría en las celebraciones y, tal vez, para reafirmarse en su adhesión a Cristo en los momentos de persecución. Esto es lo que confiesan: “Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos”.

No se ha quedado pasivo ante su ejecución. Ha intervenido para arrancarlo del poder de la muerte. La idea de resu­rrección la expresan con dos términos: “despertar” y “levantar”. Lo que sugieren estas dos metáforas es impresionante y grandioso. Dios ha bajado hasta el mismo sheol y se ha adentrado en el país de la muerte, donde todo es oscuridad, silencio y soledad. Allí yacen los muertos cubiertos de polvo, dormidos en el sueño de la muerte. De entre ellos, Dios “ha despertado” a Jesús, el crucificado, lo ha puesto de pie y lo “ha levantado” a la vida.

Muy pronto aparecieron otras fórmulas en las que se confiesa que “Je­sús ha muerto y ha resucitado”. Ya no se habla de la intervención de Dios. La atención se desplaza ahora a Jesús. Es él quien se ha despertado y se ha levantado de la muerte, pero, en realidad, todo se debe a Dios. Si está des­pierto es porque Dios lo ha despertado, si está de pie es porque Dios lo ha levantado, si está lleno de vida es porque Dios le ha infundido la suya. En el origen siempre subyace la actuación amorosa de Dios, su Padre.

En todas estas fórmulas, los cristianos hablan de la “resurrección” de Jesús. Pero, por esa misma época, encontramos también cantos e himnos litúrgicos en los que se aclama a Dios porque ha exaltado y glorificado a Jesús como Señor después de su muerte. Aquí no se habla de “resurrec­ción”. En estos himnos, nacidos del primer entusiasmo de las comunida­des cristianas, los creyentes se expresan con otro esquema mental y otro lenguaje: Dios “ha exaltado” a Jesús, “lo ha elevado a su gloria”, lo “ha sentado a la derecha de su trono” y lo “ha constituido como Señor”.

Este lenguaje es tan antiguo como el que habla de “resurrección”. Para los primeros cristianos, la exaltación de Jesús a la gloria del Padre no es algo que sucede después de su resurrección, sino otro modo de afirmar lo que Dios ha hecho con el crucificado. “Resucitar” es ya ser exaltado, es decir, ser introducido en la vida del mismo Dios. “Ser exaltado” es resucitar, ser arrancado del poder de la muerte. Los dos lenguajes se enriquecen y com­plementan mutuamente para sugerir la acción de Dios en el muerto Jesús.

Según Lucas, los primeros predicadores intercambian los dos lenguajes empleándolos indistintamente: “El Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús, a quien ustedes mataron colgándolo de un madero. A este, Dios lo ha exaltado a su derecha como Jefe y Salvador” (He­chos de los Apóstoles 5,30-31).

La confesión de fe más importante y significativa la encontramos en una carta que Pablo de Tarso escribe, hacia el año 55/56, a la comunidad cristiana de Corinto, una ciudad cosmopolita donde conviven en extraña mezcla diferentes religiones helenistas y orientales, con sus diversos tem­plos erigidos a Isis, Serapis, Zeus, Afrodita, Asclepio o Cibeles. Pablo les anima a permanecer fieles al evangelio que él les ha enseñado en su visita hacia el año 51: esa “Buena Noticia” es “lo que los está salvando”. Esta “noticia” no es una invención de Pablo. Es una enseñanza que él mismo ha recibido, y que ahora está transmitiendo fielmente junto a otros predi­cadores de gran prestigio que viven y anuncian la misma fe:

Les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras, que se apareció a Cefas y luego a los Doce... (1 Corintios 15,3-5).


Hay algo en esta confesión que nos puede sorprender. ¿Por qué se dice que Jesús “resucitó al tercer día, según las Escrituras”? ¿Es que ha estado muerto hasta que, por fin, Dios ha intervenido al tercer día? ¿Ha sido alguien testigo de ese momento crucial? ¿Por qué los relatos evangé­licos hablan de apariciones el “primer día de la semana”, antes de que llegue el “tercer día”? En realidad, en el lenguaje bíblico, el “tercer día” significa el “día decisivo”. Después de días de sufrimiento y tribulación, el “tercer día” trae la salvación. Dios siempre salva y libera “al tercer día”: él tiene la última palabra; el “tercer día” le pertenece a él. Así pode­mos leer en el profeta Oseas: “Vengan, volvamos a Yahvé, él ha desga­rrado, pero él nos curará; él ha herido, pero él vendará nuestras heridas. Dentro de dos días nos devolverá la vida, al tercer día nos levantará y vi­viremos en su presencia” (Oseas 6,1-2). Diferentes comentarios rabínicos interpreta­ban este “tercer día”, anunciado por Oseas, como “el día de la resurrec­ción de los muertos”, “el día de las consolaciones en el que Dios hará revivir a los muertos y nos resucitará”. Los primeros cristianos creen que, para Jesús, ha llegado ya ese “tercer día” definitivo. Él ha entrado en la salvación plena. Nosotros conocemos todavía días de prueba y sufri­miento, pero con la resurrección de Jesús ha amanecido el “tercer día”.

Probablemente, este lenguaje podría ser entendido en ambientes ju­díos, pero los misioneros que recorrían las ciudades del Imperio sentían que la gente de cultura griega se resistía a la idea de “resurrección”. Lo pudo comprobar Pablo en el Areópago de Atenas, cuando empezó a ha­blar de Jesús resucitado. “Al oír aquello de resurrección de entre los muertos, unos se echaron a reír y otros dijeron: "Ya te oiremos sobre esto en otra ocasión"“ (Hechos de los Apóstoles 17,32). Por eso, en algunos sectores encontraron otro len­guaje que, sin distorsionar la fe en el resucitado, fuera más apropiado y fácil de aceptar por gentes de mentalidad griega. Lucas fue, tal vez, uno de los que más contribuyó a introducir un lenguaje que presenta al resu­citado como “el que está vivo”, “el viviente”. Así se les dice en su evan­gelio a las mujeres que van al sepulcro: “¿Por qué buscan entre los muer­tos al que está vivo?” (Lucas 24,5). Años más tarde, el libro del Apocalipsis pone en boca del resucitado expresiones de fuerte impacto, muy alejadas de las primeras fórmulas de fe: “Soy yo, el primero y el último, el que vive. Es­tuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo en mi poder las llaves de la muerte y del abismo”. (Apocalipsis 1,17-18 y 2,8).


¿En qué consiste la resurrección de Jesús?

¿Qué quieren decir estos cristianos de la primera generación cuando ha­blan de “Cristo resucitado”? ¿Qué entienden por “resurrección de Je­sús”? ¿En qué están pensando?

La resurrección es algo que le ha sucedido a Jesús. Algo que se ha pro­ducido en el crucificado, no en la imaginación de sus seguidores. Esta es la convicción de todos. La resurrección de Jesús es un hecho real, no pro­ducto de su fantasía ni resultado de su reflexión. No es tampoco una ma­nera de decir que de nuevo se ha despertado su fe en Jesús. Es cierto que en el corazón de los discípulos ha brotado una fe nueva en Jesús, pero su resurrección es un hecho anterior, que precede a todo lo que sus seguido­res han podido vivir después. Es, precisamente, el acontecimiento que los ha arrancado de su desconcierto y frustración, transformando de raíz su adhesión a Jesús.

Esta resurrección no es un retorno a su vida anterior en la tierra. Je­sús no regresa a esta vida biológica que conocemos para morir un día de manera irreversible. Nunca sugieren las fuentes algo así. La resu­rrección no es la reanimación de un cadáver. Es mucho más. Nunca con­funden los primeros cristianos la resurrección de Jesús con lo que ha podido ocurrirles, según los evangelios, a Lázaro, a la hija de Jairo o al joven de Naín. Jesús no vuelve a esta vida, sino que entra definitiva­mente en la “Vida” de Dios. Una vida liberada donde ya la muerte no tiene ningún poder sobre él. Lo afirma Pablo de manera taxativa: “Sa­bemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, no vuelve a morir, la muerte no tiene ya dominio sobre él. Porque, cuando murió, murió al pecado de una vez para siempre; su vivir, en cambio, es un vi­vir para Dios” (Romanos 6,9-10). Sin embargo, los relatos evangélicos sobre las “apari­ciones” de Jesús resucitado pueden crear en nosotros cierta confusión.

Según los evangelistas, Jesús puede ser visto y tocado, puede comer, su­bir al cielo hasta quedar ocultado por una nube. Si entendemos estos detalles narrativos de manera material, da la impresión de que Jesús ha regresado de nuevo a esta tierra para seguir con sus discípulos como en otros tiempos. Sin embargo, los mismos evangelistas nos dicen que no es así. Jesús es el mismo, pero no es el de antes; se les presenta lleno de vida, pero no le reconocen de inmediato; está en medio de los suyos, pero no lo pueden retener; es alguien real y concreto, pero no pueden convivir con él como en Galilea. Sin duda es Jesús, pero con una exis­tencia nueva.

Tampoco han entendido los seguidores de Jesús su resurrección como una especie de supervivencia misteriosa de su alma inmortal, al estilo de la cultura griega. El resucitado no es alguien que sobrevive después de la muerte despojado de su corporalidad. Ellos son hebreos y, según su mentalidad, el “cuerpo” no es simplemente la parte física o material de una persona, algo que se puede separar de otra parte espiritual. El “cuerpo” es toda la persona tal como ella se siente enraizada en el mundo y conviviendo con los demás; cuando hablan de “cuerpo” están pen­sando en la persona con todo su mundo de relaciones y vivencias, con toda su historia de conflictos y heridas, de alegrías y sufrimientos. Para ellos es impensable imaginar a Jesús resucitado sin cuerpo: sería cual­quier cosa menos un ser humano.

Pero, naturalmente, no están pen­sando en un cuerpo físico, de carne y hueso, sometido al poder de la muerte, sino en un “cuerpo glorioso” que recoge y da plenitud a su vida concreta desarrollada en este mundo. Cuando Dios resucita a Jesús, resu­cita su vida terrena marcada por su entrega al reino de Dios, sus gestos de bondad hacia los pequeños, su juventud truncada de manera tan vio­lenta, sus luchas y conflictos, su obediencia hasta la muerte. Jesús resu­cita con un “cuerpo” que recoge y da plenitud a la totalidad de su vida terrena. (Filipenses 3,21)

Para los primeros cristianos, por encima de cualquier otra representa­ción o esquema mental, la resurrección de Jesús es una actuación de Dios que, con su fuerza creadora, lo rescata de la muerte para introducirlo en la plenitud de su propia vida. Así lo repiten una y otra vez las primeras confesiones cristianas y los primeros predicadores. Para decirlo de al­guna manera, Dios acoge a Jesús en el interior mismo de la muerte, in­fundiéndole toda su fuerza creadora. Jesús muere gritando: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, y, al morir, se encuentra con su Padre, que lo acoge con amor inmenso, impidiendo que su vida quede aniqui­lada. En el mismo momento en que Jesús siente que todo su ser se pierde definitivamente siguiendo el triste destino de todos los humanos, Dios interviene para regalarle su propia vida. Allí donde todo se acaba para Je­sús, Dios empieza algo radicalmente nuevo. Cuando todo parece hun­dirse sin remedio en el absurdo de la muerte, Dios comienza una nueva creación.

Esta acción creadora de Dios acogiendo a Jesús en su misterio inson­dable es un acontecimiento que desborda el entramado de esta vida donde nosotros nos movemos. Se sustrae a cualquier experiencia que po­damos tener en este mundo. No lo podemos representar adecuadamente con nada. Por eso, ningún evangelista se ha atrevido a narrar la resurrec­ción de Jesús. Nadie puede ser testigo de esa actuación trascendente de Dios.

La resurrección no pertenece ya a este mundo que nosotros pode­mos observar. Por eso se puede decir que no es propiamente un “hecho histórico”, como tantos otros que suceden en el mundo y que podemos constatar y verificar, pero es un “hecho real” que ha sucedido realmente. No solo eso. Para los que creen en Jesús resucitado es el hecho más real, importante y decisivo que ha ocurrido para la historia humana, pues constituye su fundamento y su verdadera esperanza. ¿Cómo hablan los cristianos de la primera generación de esta acción creadora de Dios que no cae bajo nuestra observación? Es esclarecedor el lenguaje de Pablo. Según él, Jesús ha sido resucitado por la “fuerza” de Dios, que es la que le hace vivir su nueva vida de resucitado; por eso, lleno de esa fuerza divina puede ser llamado “Señor”, con el mismo nombre que se le da a Yahvé entre los judíos de lengua griega. Dice tam­bién que ha sido resucitado por la “gloria” de Dios, es decir, por esa fuerza creadora y salvadora en la que se revela lo grande que es; por eso Jesús resucitado posee un “cuerpo glorioso”, que no significa un cuerpo radiante y resplandeciente, sino una personalidad rebosante de la fuerza gloriosa del mismo Dios. Por último, dice que ha sido resucitado por el “espíritu” de Dios, por su aliento creador. Por eso su cuerpo resucitado es un “cuerpo espiritual”, es decir, plenamente vivificado por el aliento vi­tal y creador de Dios.

Los primeros cristianos piensan que con esta intervención de Dios se inicia la resurrección final, la plenitud de la salvación. Jesús es solo el “primogénito de entre los muertos” (Colosenses 1,18), el primero que ha nacido a la vida definitiva de Dios. Él se nos ha anticipado a disfrutar de una plenitud que nos espera también a nosotros. Su resurrección no es algo privado, que le afecta solo a él; es el fundamento y la garantía de la resurrección de la humanidad y de la creación entera. Jesús es “primicia”, primer fruto de una cosecha universal (1 Corintios 15,26). “Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros por su fuerza” (1 Corintios 6,14). Resucitando a Jesús, Dios comienza la “nueva creación”. Sale de su ocultamiento y revela su intención última, lo que buscaba desde el comienzo al crear el mundo: compartir su felici­dad infinita con el ser humano.

1.2 El camino a la nueva fe en Cristo resucitado

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¿Qué ha ocurrido para que los discípulos hayan podido llegar a creer algo tan asombroso de Jesús? ¿Qué es lo que provoca un vuelco tan radi­cal en estos discípulos que, poco antes, huían dando por perdida su causa? ¿Qué es lo que viven ahora después de su muerte? ¿Podemos aproximarnos a la experiencia primera que desencadena su entusiasmo por Cristo resucitado?

Los relatos llegados hasta nosotros no permiten establecer de manera segura y definitiva los hechos que se han producido después de la muerte de Jesús. No es posible, con métodos históricos, penetrar en el contenido de su experiencia. Sin embargo es claro que la fe de estos se­guidores no se apoya en el vacío. Algo ha ocurrido en ellos. Todas las fuentes lo afirman: han vivido un proceso que no solo ha reavivado la fe que tenían en Jesús, sino que los ha abierto a una experiencia nueva e inesperada de su presencia entre ellos.

Se trata de un proceso rico y complejo en el que concurren diversos fac­tores, no solo uno. Los seguidores de Jesús han reflexionado sobre lo ocu­rrido, han recurrido a su fe en la fidelidad de Dios y en su poder sobre la muerte, han recordado lo vivido junto a Jesús con tanta intensidad. En su proceso confluyen preguntas, reflexiones, acontecimientos inesperados, vivencias de fe especialmente intensas. Todo ha ido contribuyendo a des­pertar en ellos una fe nueva en Jesús, aunque esta experiencia que viven de su presencia viva después de la muerte no es fruto exclusivo de su re­flexión. Ellos la atribuyen a Dios. Solo él les puede estar revelando algo tan grande e inesperado. Sin su acción, ellos se hubieran perdido en sus pre­guntas y cavilaciones, sin llegar a ninguna conclusión segura y gozosa so­bre el destino de Jesús. ¿Qué podemos decir de este proceso?

Los discípulos de Jesús, como casi todos los judíos de su época, espe­raban para el final de los tiempos la “resurrección de los justos”. Sin este horizonte de esperanza difícilmente hubieran podido decir algo de la re­surrección. No era una convicción judía arraigada a lo largo de los siglos, sino una fe bastante reciente, que todavía se formulaba con lenguajes di­ferentes. El problema se planteó de manera crucial cuando en los años 168-164 a. C, un número incontable de fieles judíos fueron martirizados por Antíoco Epífanes por permanecer fieles a la Ley: ¿puede Dios aban­donar definitivamente en la muerte a los que lo han amado hasta el ex­tremo de morir por él? ¿No devolverá la vida a los que la han sacrificado por serie fieles? Eran probablemente las preguntas que se hacían los se­guidores de Jesús ante su muerte. El profeta Daniel había respondido proclamando una fe nueva: al final de los tiempos, los que han permane­cido fieles a Dios se salvarán. “Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio y el horror eternos. Los sabios brillarán como el esplendor del firma­mento; los que guiaron a muchos por el buen camino serán como las es­trellas por toda la eternidad” (Daniel 12,1-2). Los mártires fieles a Dios y los sabios que han guiado a muchos por el buen camino despertarán del sueño de la muerte. Ahora no son más que polvo, pero Dios los hará brillar como las estrellas.

Sin duda, los discípulos de Jesús comparten esta fe. Ya en esa época era muy aceptada, sobre todo entre los escritores apocalípticos, aunque son los grupos fariseos los que más la promueven entre el pueblo; solo los saduceos la rechazan como una “novedad” no atestiguada en las tra­diciones más antiguas. Probablemente, como los demás judíos piadosos, también ellos recitaban todos los días, al salir y al ponerse el sol, esta ben­dición: “Bendito eres, Señor, que haces vivir a los muertos”. Esta espe­ranza ayuda sin duda a los discípulos a interpretar mejor lo que están vi­viendo. Si experimentan a Jesús vivo, ¿no será que ha llegado ya a esa re­surrección final de los justos? ¿No está Jesús viviendo esa salvación plena de Dios?

Sin embargo, la resurrección anticipada de una persona, antes de lle­gar el fin de los tiempos, era algo insólito. En general se esperaba de ma­nera generalizada y en plural la “resurrección de los justos”. Segura­mente los discípulos habían oído hablar del martirio de siete hermanos torturados por Antíoco Epífanes juntamente con su madre. El relato era muy popular, pues la escena en la que van desafiando al rey, confesando su fe en la propia resurrección, es realmente impresionante. Nada po­demos decir con seguridad, pero la evocación de mártires concretos resu­citados por Dios les pudo permitir superar más fácilmente el escándalo de la cruz: Jesús, asesinado injustamente por su fidelidad a Dios, no ha podido ser aniquilado por la muerte; en él se ha cumplido de manera eminente el destino del mártir reivindicado por Dios.

Sin embargo, está visión se les quedaba corta. La resurrección de estos mártires solo le afecta a cada uno de ellos; nada tiene que ver con la sal­vación de los demás seres humanos. Por el contrario, los seguidores de Jesús terminan hablando de su resurrección como fuente de salvación para toda la humanidad, “primicia” de una resurrección universal, inau­guración de los últimos tiempos. Los discípulos habían quedado muy “marcados” por Jesús. La crucifixión no había podido borrar de un golpe lo que habían vivido junto a él. En Jesús habían experimentado a Dios irrumpiendo en el mundo de manera nueva y definitiva. Su fuerza cura­dora destruía el poder de Satán y rescataba del mal a enfermos y poseí­dos, apuntando hacia un mundo nuevo de vida plena. Su acogida a los últimos como los privilegiados del reino de Dios despertaba la esperanza de los pobres en un Dios que comenzaba a manifestar su fuerza libera­dora frente a tanta injusticia y abuso. Sus comidas con pecadores e inde­seables anticipaban el banquete final y la alegría de los últimos tiempos. Habían experimentado en Jesús la irrupción de la fuerza y el amor salva­dor de Dios, ¿no estaban experimentando ahora en su resurrección la irrupción liberadora de Dios inaugurando ya el reino definitivo de la vida?

1.3 La experiencia decisiva

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En el corazón mismo de este proceso está Dios inspirando su búsqueda, iluminando sus preguntas, desvaneciendo sus dudas y despertando su fe inicial a horizontes nuevos. Esta es la convicción de los discípulos: Dios está haciendo presente a Jesús resucitado en sus corazones. En algún mo­mento caen en la cuenta de que Dios les está revelando al crucificado lleno de vida. No lo habían podido captar así con anterioridad. Es ahora cuando le están “viendo” realmente, en toda su “gloria” de resucitado. Sin esta experiencia, tal vez lo hubieran venerado durante algún tiempo. Luego su recuerdo se habría ido borrando.

¿Cómo entienden los discípulos lo que les está ocurriendo? La expre­sión más antigua es una fórmula acuñada muy pronto y que se repite de manera invariable: Jesús “se deja ver”. (1 Corintios 15,5-8). Se les había perdido en el miste­rio de la muerte, pero ahora se les presenta lleno de vida. El término está tomado de la Biblia griega, donde se emplea para hablar de las “aparicio­nes” de Dios a Abrahán, Jacob y otros. En realidad, en esas escenas no es que Dios se aparezca en forma visible, sino que sale de su misterio inson­dable para establecer una comunicación real con los humanos: Abrahán o Jacob experimentan su presencia. Por eso, este lenguaje por sí solo no nos dice nada de cómo perciben los discípulos la presencia del resucitado. Lo que se sugiere es que, más que mostrar su figura visible, el resucitado ac­túa en sus discípulos creando unas condiciones en las que estos pueden percibir su presencia.

Es más enriquecedor conocer qué dice Pablo de su propia experiencia, pues es el único testigo que habla directamente de lo que ha vivido él.

En ningún momento la describe o explica en términos psicológicos. Lo que le ha ocurrido es una “gracia”. Un regalo que él atribuye a la inicia­tiva de Dios o a la intervención del resucitado. Él solo puede decir que “ha sido alcanzado” por Cristo Jesús; el resucitado se ha apoderado de él, lo ha hecho suyo. En esa experiencia “ha descubierto el poder de su resu­rrección”. Pablo tiene conciencia de que se le está revelando el misterio que se encierra en Jesús. Lo que está viviendo es “la revelación de Jesu­cristo”. Se le caen todos los velos; Jesús se le hace diáfano y luminoso. No es una ilusión. Es una grandiosa realidad: “Dios ha querido revelar en mí a su Hijo”. El impacto ha sido tan poderoso que provoca una reorienta­ción total de su vida. El encuentro con el resucitado le hace “compren­der” el misterio de Dios y la realidad de la vida de manera radicalmente nueva. Pablo ya no es el mismo. El que perseguía a los seguidores del crucificado anuncia ahora a todos la Buena Noticia que antes quería des­truir. En su vida se produce una revolución total de criterios. Pablo se siente un “hombre nuevo”. Su propia transformación es el mejor testimo­nio de lo que ha vivido. Desde su propia experiencia puede proclamar a todos: “Ya no vivo yo. Es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,20).

En una época relativamente tardía, cuando los cristianos llevan ya cuarenta o cincuenta años viviendo de la fe en Cristo resucitado, nos en­contramos con unos relatos llenos de encanto que evocan los primeros “encuentros” de los discípulos con Jesús resucitado. Son narraciones que recogen tradiciones anteriores, pero que cada evangelista ha trabajado desde su propia visión teológica para concluir su evangelio sobre Jesús.

Enseguida se ve que estos relatos no pretenden ofrecernos información detallada sobre lo ocurrido cuarenta o cincuenta años antes. De hecho, es imposible reconstruir los acontecimientos a partir de lo que nos cuen­tan. Son, más bien, una especie de “catequesis” compuestas para ahon­dar en diversos aspectos de la resurrección de Cristo, de consecuencias importantes para sus seguidores. No han surgido de la nada, sin base al­guna en la realidad, sino que recogen múltiples vivencias que todavía se recuerdan entre los cristianos: experiencias de la presencia inesperada de Jesús después de su muerte, dudas e incertidumbres de los primeros mo­mentos, procesos de conversión, reflexiones sobre las Escrituras para ir comprendiendo mejor lo que viven... Sin embargo, el objetivo de los evangelistas no es añadir más información a lo que ya han contado sobre Jesús. Lo que quieren es hacer entender a todos que su vida y su muerte han de ser comprendidas en una dimensión nueva. Aquel Jesús al que los lectores han podido seguir a lo largo de su relato anunciando el reino de Dios y muriendo por su causa no está muerto. Ha sido resucitado por Dios y sigue lleno de vida acompañando a los suyos.

¿Qué es lo que sugieren estos relatos acerca de la experiencia que transformó a los seguidores de Jesús? El núcleo central es, sin duda, el encuentro personal con Jesús lleno de vida. Esto es lo decisivo: Jesús vive y está de nuevo con ellos; todo lo demás viene después. Los discípulos se encuentran con aquel que los ha llamado al servicio del reino de Dios y al que han abandonado en el momento crítico de la crucifixión: estando to­davía llenos de miedo a las autoridades judías y con las puertas cerradas, “se presenta Jesús en medio de ellos” (Juan 20,19); nada ni nadie puede impedir a Jesús resucitado volver a estar en contacto con los suyos. Las mujeres se encuentran con el que ha defendido su dignidad y las ha acogido en su compañía: “Jesús salió a su encuentro y las saludó; ellas se acercaron y se abrazaron a sus pies” (Mateo 28,9); de nuevo experimentan su cercanía entrañable. María de Magdala se encuentra con el Maestro que la ha curado y del que se ha enamorado para siempre: todavía con lágrimas en los ojos oye que Jesús la llama por su nombre con un tono inconfundible; solo él la podía llamar así (Juan 20,16). No. Las cosas, probablemente, no ocurrieron exacta­mente así, pero difícilmente se puede evocar de manera más expresiva algo de lo que viven estos hombres y mujeres cuando experimentan de nuevo a Jesús en sus vidas.

Este encuentro con Jesús resucitado es un regalo. Los discípulos no hacen nada para provocarlo. Los relatos insisten en que es Jesús el que toma la iniciativa. Es él quien se les impone lleno de vida, obligándoles a salir de su desconcierto e incredulidad. Los discípulos se ven sorprendi­dos cuando Jesús se deja ver en el centro de aquel grupo de hombres ate­morizados. María Magdalena anda buscando un cadáver cuando Jesús la llama. Nadie está esperando a Jesús resucitado. Es él quien se hace pre­sente en sus vidas desbordando todas sus expectativas. Aquello es una “gracia” de Dios, como decía Pablo.

Se trata, según los relatos, de una experiencia pacificadora que los re­concilia con Jesús. Los discípulos saben que lo han abandonado. Aquella pena que hay en su corazón no es solo tristeza por la muerte de Jesús; es la tristeza del culpable. Sin embargo, los relatos no registran ningún re­cuerdo de reproche o condena. El encuentro con Jesús es una experiencia de perdón. Se pone repetidamente en sus labios un saludo significativo: “La paz con ustedes” (Juan 20,19.21.26; Lucas 24,36). El resucitado les regala la paz y la bendición de Dios, y los discípulos se sienten perdonados y aceptados de nuevo a la comunión con él. Jesús sigue siendo el mismo. Esa era la paz que infun­día a los enfermos y pecadores cuando caminaba con ellos por Galilea. Este es también ahora el gran regalo que Dios ofrece a todos sus hijos e hijas por medio de Cristo muerto y resucitado: el perdón, la paz y la resurrección.

Según los relatos, el encuentro con el resucitado transforma de raíz a los discípulos. Jesús les ofrece de nuevo su confianza: su infidelidad queda curada por el perdón; pueden iniciar una vida nueva. Con Jesús todo es posible. Es tanta su alegría que no se lo pueden creer. Jesús les in­funde su aliento y los libera de la tristeza, la cobardía y los miedos que les paralizan (Juan 20,19-22), El relato de Emaús describe como ningún otro la transforma­ción que se produce en los discípulos al acoger en su vida a Jesús resuci­tado. Caminaban “con aire entristecido” y, al escuchar sus palabras, “sienten arder su corazón”; se habían derrumbado al comprobar la muerte de Jesús, pero, al experimentarlo lleno de vida, descubren que sus esperanzas no eran exageradas, sino demasiado pequeñas y limitadas; se habían alejado del grupo de discípulos, frustrados por todo lo ocurrido, y ahora vuelven a Jerusalén a contar a todos “lo que les ha pasado en el ca­mino”. Para ellos empieza una vida nueva.

Este encuentro con el resucitado es algo que está pidiendo ser comu­nicado y contagiado a otros. Encontrarse con él es sentirse llamado a anunciar la Buena Noticia de Jesús. Los relatos insisten sobre todo en la experiencia que han vivido los Once. Ellos van a ser el punto de partida de la proclamación de Jesucristo a todos los pueblos. Se recogen hasta tres versiones de este encuentro “oficial”. Su redacción es tardía y res­ponde a las necesidades de las distintas comunidades. Según Juan, se les dice así: “La paz con ustedes. Como el Padre me envió, también los en­vío yo” (Juan 20,21): los Once han de sentirse “enviados” de Jesús; no se les dice a qué se les envía ni a quiénes; tienen que hacer lo que le han visto hacer a él; su misión es la misma que él ha recibido del Padre; solo se les pide prolongar y actualizar a Jesús. Según Lucas, los Once son constituidos testigos de esta experiencia del resucitado: “Ustedes son testigos de es­tas cosas” (Lucas 24,48): con este cuerpo de testigos se pondrá en marcha un movi­miento que predicará, en el nombre de Jesús resucitado, “la conversión para el perdón de los pecados” a todas las naciones (Lucas 24,47). Mateo, por su parte, presenta a Jesús como Señor universal del cielo y de la tierra, que envía a los Once a “hacer discípulos” a todos los pueblos y a “bautizar­los” (Mateo 28,19-20); no se trata simplemente de proclamar una doctrina, sino de susci­tar discípulos y discípulas que aprendan a vivir desde Jesús y se compro­metan con el gesto del bautismo a seguirle fielmente. En el final de Marcos, Jesús les dice: “Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena No­ticia a toda la creación” (16,15). Esta misión de evangelizar no es exclusiva de los Once. Todos los que se encuentran con el resucitado escuchan la llamada a contagiar su pro­pia experiencia a otros. María Magdalena escucha de Jesús esta invita­ción: “Vete donde los hermanos y diles...”; con docilidad admirable, Ma­ría deja de abrazar a Jesús, marcha a donde están los discípulos y les dice: “He visto al Señor” (Juan 20,17-18). Lo mismo hacen los discípulos de Emaús; cuando se les abren los ojos y reconocen al resucitado, vuelven a Jerusalén con el corazón enardecido y “cuentan lo que les ha pasado en el camino y cómo le han reconocido al partir el pan” (Lucas 24,35). Entre los cristianos de la segunda y tercera generación se recordaba que había sido el encuentro con Jesús vivo después de su muerte lo que había desencadenado el anuncio con­tagioso de la Buena Noticia de Jesús.

1.4 ¿Quedó vacío el sepulcro de Jesús?

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Todos los evangelistas cuentan que, al día siguiente de la crucífixión, muy de mañana, unas mujeres se acercaron al sepulcro donde había sido depositado el cadáver de Jesús y lo encontraron abierto y vacío (Marcos 16,1-8; Mateo 28,1-8; Lucas 24,1-12; Juan 20,1-18). Natu­ralmente quedaron sorprendidas y sobrecogidas. Según el relato, un “án­gel” de Dios las sacó de su desconcierto con estas palabras: “No se asus­ten. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el crucificado. ¡Ha resucitado! No está aquí. Miren el lugar donde lo pusieron. Ahora vayan a decir a sus discípulos y a Pedro: él va delante de ustedes a Galilea: allí lo verán” (Marcos 16,6-7).

Se trata de un relato tardío. Las primeras confesiones e himnos litúrgícos que hablan de la resurrección de Jesús o de su exaltación a la vida de Dios no dicen nada del sepulcro vacío. Tampoco Pablo de Tarso menciona este hecho en sus cartas. Solo se habla del sepulcro vacío a partir de los años setenta. Todo parece indícar que no desempeñó una función significativa en el nacimiento de la fe en Cristo resucitado. Solo adquirió importancia cuando el dato fue integrado en otras tradiciones que hablaban de las “apariciones” de Jesús resucitado.

No es fácil saber si las cosas sucedieron tal como se describen en los evangelios. Para empezar, no es fácil saber con certeza cómo y dónde fue enterrado Jesús. Los romanos solían dejar a los crucificados sobre el patí­bulo, abandonados a los perros salvajes y a las aves de rapiña, para arro­jar sus restos luego a una fosa común o pudridero sin culto ni honras fú­nebres. Esta humillación final del ajusticiado era parte del rito de la cru­cifixión. ¿Terminó así Jesús, en una fosa común donde ya estaban pu­driéndose otros muchos ajusticiados, expulsados de la vida sin honor alguno? Históricamente es poco probable. Según una tradición, Jesús fue enterrado por las autoridades judías que “pidieron a Pilato que le hiciera morir”, y luego “le bajaron del madero y le pusieron en un sepulcro” (Hechos de los Apóstoles 13,28-29). El dato es verosímil. Las autoridades de Jerusalén están preocupadas: van a comenzar las fiestas de Pascua y aquellos cuerpos que cuelgan de la cruz manchan la tierra y contaminan toda la ciudad. Jesús y sus dos compañe­ros han de ser enterrados con prisa, sin ceremonia alguna, antes de que comience aquel solemne sábado de Pascua.

Los evangelios, sin embargo, ofrecen otra versión. Reconocen hones­tamente que no fueron sus discípulos quienes enterraron a Jesús: todos habían huido a Galilea. Tampoco las mujeres pudieron intervenir, aun­que siguieron el enterramiento “desde lejos”. Pero hubo un hombre bueno, llamado José de Arimatea, desconocido por las fuentes hasta este momento, que pide a Pilato la debida autorización y lo puede enterrar “en un sepulcro excavado en la roca”. No deja de haber puntos oscuros sobre la identidad de José de Arimatea y su actuación, pero también es posible que las cosas sucedieran así. Sabemos que, ocasionalmente, las autoridades romanas daban su autorización y permitían que un crucifi­cado pudiera recibir una sepultura más digna y respetable por parte de amigos o familiares. Es difícil saber lo que sucedió. Ciertamente, Jesús no tuvo un entierro con honras fúnebres. No asistieron sus seguidores: los varones estaban escondidos, las mujeres solo podían mirar de lejos. Todo fue muy rápido, pues había que acabar antes de que llegara la no­che. No sabemos con certeza si se ocuparon de él los soldados romanos o los siervos de las autoridades del templo. No sabemos si terminó en una fosa común como tantos ajusticiados o si José de Arimatea pudo hacer algo para enterrarlo en algún sepulcro de los alrededores.

Para muchos investigadores, tampoco queda del todo claro si las muje­res encontraron vacío el sepulcro de Jesús. La cuestión se plantea en estos términos: ¿está describiendo este relato lo que realmente sucedió o es, más bien, una deducción nacida a partir de la fe en la resurrección de Jesús, que está ya consolidada entre sus seguidores?, ¿es una narración que recoge el recuerdo de lo que ocurrió o se trata de una composición literaria que de­sea exponer de manera gráfica lo que todos creen: si Jesús ha resucitado, no hay que buscarlo en el mundo de los muertos? Ciertamente, el episodio puede haber ocurrido realmente, y no faltan motivos para afirmarlo. Se hace difícil imaginar que se creara esta historia para reforzar con todo rea­lismo la resurrección de Jesús, escogiendo precisamente como protagonis­tas a un grupo de mujeres, cuyo testimonio era tan poco valorado en la so­ciedad judía: ¿no podía inducir a pensar que un hecho tan fundamental como la resurrección de Jesús era un “asunto de mujeres”? Por otra parte, ¿era posible proclamar la resurrección en la ciudad de Jerusalén si alguien podía demostrar que el cadáver de Jesús seguía allí, en su sepulcro?

Una lectura atenta del relato permite leerlo desde una perspectiva que va más allá de lo puramente histórico. En realidad, lo decisivo en la narración no es el sepulcro vacío, sino la “revelación” que el enviado de Dios hace a las mujeres. El relato no parece escrito para presentar el se­pulcro vacío de Jesús como una prueba de su resurrección. De hecho, lo que provoca en las mujeres no es fe, sino miedo, temblor y espanto. Es el mensaje del ángel lo que hay que escuchar, y, naturalmente, esta revela­ción exige fe. Solo quien cree en la explicación que ofrece el enviado de Dios puede descubrir el verdadero sentido del sepulcro vacío.

Es difícil, pues, llegar a una conclusión histórica irrefutable. Lo que podemos decir es que el relato no hace sino exponer de manera narrativa lo que la primera y segunda generación cristiana vienen ya confesando: “Jesús de Nazaret, el crucificado, ha sido resucitado por Dios”. En con­creto, las palabras que se ponen en boca del ángel no hacen sino repetir, casi literalmente, la predicación de los primeros discípulos. Es otra manera de proclamar la victoria de Dios sobre la muerte, sugiriendo de manera gráfica que Dios ha abierto las puertas del sheol para que Je­sús, el crucificado, pueda escapar del poder de la muerte. Más que infor­mación histórica, lo que encontramos en estos relatos es predicación de los primeros cristianos sobre la resurrección de Jesús. Todo hace pensar que no fue un sepulcro vacío lo que generó la fe en Cristo resucitado, sino el “encuentro” que vivieron los seguidores, que lo experimentaron lleno de vida después de su muerte. ¿Por qué, entonces, se escribió este relato? Algunos piensan que ha nacido para explicar el origen de una celebración cristiana que tenía lu­gar junto al sepulcro de Jesús, al menos una vez al año, y que consistía en una peregrinación que subía hasta aquel lugar sagrado el día de Pascua, al salir el sol. El culmen de esta celebración pascual lo constituía precisa­mente la lectura de este relato. A los peregrinos llegados hasta el sepulcro se les anunciaba la Buena Noticia: “Buscan a Jesús de Nazaret, el crucifi­cado. Ha resucitado. No está aquí. Vean el lugar donde lo pusieron”. La hipótesis es sugerente y no puede ser descartada. Sin embargo es muy di­fícil demostrar su existencia.

Es más fácil pensar que el relato nació en ambientes populares donde se entendía la resurrección corporal de Jesús de manera material y física, como continuidad de su cuerpo terreno. Para estos creyentes, este relato resultaba fascinante. ¿Dónde se puede captar la victoria de Dios sobre la muerte mejor que en un sepulcro vacío? Sin embargo, no todos los judíos de esta época pensaban de manera tan “material”. Había quienes atri­buían al resucitado un cuerpo nuevo o transformado, o quienes hablaban de una resurrección espiritual sin cuerpo. Es iluminadora la actitud de Pablo de Tarso, que explica y desarrolla su teología de la resurrección “corporal” de Cristo sin que sienta necesidad de hablar del sepulcro va­cío. Por supuesto, para Pablo, Jesús tiene un “cuerpo glorioso”, pero esto no parece implicar necesariamente la revivificación del cuerpo que tenía en el momento de morir. Pablo insiste en que “la carne y la sangre no pue­den poseer el reino de los cielos” (1 Corintios 15,50). Para él, la resurrección de Jesús es una “novedad” radical, sea cual fuere el destino de su cadáver. Dios crea para Jesús un “cuerpo glorioso” en el que se recoge la integridad de su vida histórica. Para esta transformación radical no parece que el Creador nece­site de la sustancia bioquímica del despojo depositado en el sepulcro. En cualquier caso, el relato del sepulcro vacío, tal como está recogido al final de los escritos evangélicos, encierra un mensaje de gran impor­tancia: es un error buscar al crucificado en un sepulcro; no está ahí; no pertenece al mundo de los muertos. Es una equivocación rendirle home­najes de admiración y reconocimiento por su pasado. Ha resucitado. Está más lleno de vida que nunca. Él sigue animando y guiando a sus segui­dores. Hay que “volver a Galilea” para seguir sus pasos: hay que vivir curando a los que sufren, acogiendo a los excluidos, perdonando a los pecadores, defendiendo a las mujeres y bendiciendo a los niños; hay que hacer comidas abiertas a to'dos y entrar en las casas anunciando la paz; hay que contar parábolas sobre la bondad de Dios y denunciar toda reli­gión que vaya contra la felicidad de las personas; hay que seguir anun­ciando que el reino de Dios está cerca. Con Jesús es posible un mundo di­ferente, más amable, más digno y justo. Hay esperanza para todos: “Vuelvan a Galilea. Él irá delante de ustedes. Allí lo verán” .

1.5 Dios le ha dado la razón

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La ejecución de Jesús ponía en cuestión todo su mensaje y actuación. Aquel final trágico planteaba un grave interrogante incluso a sus segui­dores más fieles: ¿tenía razón Jesús o estaban en lo cierto sus ejecutores? ¿Con quién estaba Dios? En la cruz no habían matado solo a Jesús. Con él habían matado también su mensaje, su proyecto del reino de Dios y sus pretensiones de un mundo nuevo. Si Jesús tenía razón o no, solo Dios lo podía decir.

Todavía hoy se puede percibir en los textos llegados hasta nosotros la alegría de los primeros discípulos al descubrir que Dios no ha abando­nado a Jesús. Ha salido en su defensa. Se ha identificado con él, despe­jando para siempre cualquier ambigüedad. Para los seguidores de Jesús, la resurrección no es solo una victoria sobre la muerte; es la reacción de Dios, que confirma a su querido Jesús desautorizando a quienes lo han condenado. Esto es lo primero que predican una y otra vez en las cerca­nías del templo y por las calles de Jerusalén: “Ustedes lo mataron cla­vándolo en la cruz por mano de unos impíos, pero Dios lo resucitó”; “a quien ustedes crucificaron, Dios lo resucitó de entre los muertos”; “el Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien ustedes mataron col­gándolo de un madero”. Con su acción resucitadora, Dios ha confir­mado la vida y el mensaje de Jesús, su proyecto del reino de Dios y su actuación entera. Lo que Jesús anunciaba en Galilea sobre la ternura y misericordia del Padre es verdad: Dios es como lo sugiere Jesús en sus parábolas. Su manera de ser y de actuar coincide con la voluntad del Pa­dre. La solidaridad de Jesús con los que sufren, su defensa de los po­bres, su perdón a los pecadores, eso es precisamente lo que él quiere. Je­sús tiene razón cuando busca una vida más digna y dichosa para todos. Ese es el anhelo más grande que guarda Dios en su corazón. Esa es la manera de vivir que agrada al Padre. Ese es el camino que conduce a la vida.

Por eso hay que “volver a Galilea” y recordar todo lo vivido con él. Se produce entonces un fenómeno singular. Los discípulos van a reavivar de nuevo lo que han experimentado junto a Jesús por los caminos de Ga­lilea, pero esta vez a la luz de la resurrección. Impulsados por su fe en Je­sús resucitado, empiezan a recordar sus palabras, pero no como si fueran el testamento de un maestro muerto que pertenece al pasado, sino como palabras de alguien que está “vivo” y sigue hablando con la fuerza de su Espíritu. Nace así un género literario absolutamente original y único: los “evangelios”. Estos escritos no recopilan los dichos pronunciados en otro tiempo por un rabino famoso, sino el mensaje de alguien resucitado por Dios, que está comunicando ahora mismo su espíritu y su vida a quienes le siguen. Los creyentes escuchan las palabras recogidas en los evange­lios como palabras que son “espíritu y vida”, “palabras de vida eterna” (Juan 6,63.68), que transmiten la alegría y la paz del resucitado.

Los seguidores de Jesús no recuerdan solo sus palabras. Recogen tam­bién sus hechos y su vida. No lo hacen para redactar la biografía de un gran personaje ya muerto, ni para trazar su retrato histórico o psicoló­gico. No es eso lo que les interesa. Lo que quieren es desvelar la presencia salvadora de Dios, que ha resucitado a Jesús, pero que estaba ya ac­tuando en su vida terrena. Cuando Jesús curaba a los enfermos, les es­taba comunicando la fuerza, la salud y la vida de ese Dios que ha reve­lado todo su poder salvador resucitándolo de la muerte. Al defender la dignidad de los pobres, víctimas de tantas injusticias, estaba exigiendo la justicia de Dios, que resucita a los crucificados. Al acoger a los pecadores y prostitutas a su mesa, les estaba ofreciendo el perdón y la paz que los discípulos han gustado en el encuentro con el resucitado. Todo esto no es algo del pasado. Al resucitar a Jesús, Dios da validez indestructible a su vida terrena y lleva a una plenitud mayor lo que había iniciado en Gali­lea. La actuación de Jesús no ha terminado con su muerte. Aquel que lla­maba al seguimiento, hoy sigue llamando. Aquel que ofrecía el perdón de Dios a los pecadores, hoy lo sigue ofreciendo. A aquel que se acercaba a los pequeños y maltratados, hoy lo podemos encontrar identificado con todos los pobres y necesitados.

Los evangelios han sido escritos no solo para saber quién fue Jesús, sino para anunciar qué es, de hecho, una vez resucitado, para sus segui­dores, y qué puede esperar de él la humanidad. Marcos no escribe una “vida de Jesús”, al estilo de Tácito o Suetonio, que escribían sobre la his­toria de los emperadores. Como se dice en el título de su pequeña obra, lo que quiere es anunciar “la Buena Noticia de Jesús, Mesías e Hijo de Dios” (Marcos 1,1). A la luz de la resurrección se puede desvelar ahora que Jesús es el “Mesías” esperado en el que el pueblo de Israel había puesto todas sus esperanzas; ya no hay que esperar otros mesías ni salvadores. Él es el “Hijo de Dios”, un hombre que actúa con su fuerza salvadora, no como el emperador de Roma, que es llamado “hijo de Dios” (divi filius), pero no puede salvar. Su persona encierra un misterio que la gente no ha podido captar del todo en Galilea. Solo escuchando una “voz del cielo” hubieran podido descubrir que era el “Hijo querido” de Dios. Ahora, después de la resurrección, es posible ahondar mejor en su misterio. No huir como los discípulos ante su crucifixión; no asustarse como las mujeres ante el “sepulcro vacío”. Ahora es posible seguir a Jesús sabiendo que es el Me­sías e Hijo de Dios quien va por delante de nosotros.

Tampoco Mateo está interesado en escribir una biografía de Jesús. Después de la caída de Jerusalén el año 70, y con el templo destruido para siempre, los rabinos fariseos se esfuerzan por restaurar el judaísmo en torno a la Torá. Mientras tanto, los seguidores de Jesús van estable­ciendo comunidades cristianas entre los judíos de la diáspora. No son ra­ras las tensiones y conflictos. En este momento crucial, Mateo quiere pro­clamar lo que los seguidores de Jesús descubren en él a la luz de la resurrección. Jesús no ha sido un gran rabino ejecutado en la cruz. Es el verdadero “Mesías”: con él alcanza su culminación la historia de Israel; en él se cumplen las Escrituras sagradas de los judíos; él es el nuevo Moisés, portador de una nueva Ley de vida.

Pero Mateo se atreve a de­cir mucho más. Los seguidores de Jesús llevan cuarenta o cincuenta años experimentando la presencia viva del resucitado en medio de ellos. Ahora, destruido el templo, Jesús es la nueva presencia de Dios entre los hombres. Solo a él se le puede llamar Emmanuel, es decir, “Dios con noso­tros” (Mateo 1,23). En la resurrección, Dios se ha mostrado tan identificado con Jesús que ahora es posible decir que Jesús es “Dios con nosotros”; en Jesús, Dios está compartiendo su vida con nosotros; en sus palabras escucha­mos la Palabra de Dios, en sus gestos podemos captar su amor salvador.

En el evangelio de Lucas se respira otro clima. La alegría está presente desde el principio. Así anuncia el ángel el nacimiento de Jesús: “No te­man. Le anuncio una gran alegría para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lucas 2,11). El que nace en Belén es el “Salvador”. Las comunidades cristianas llevan años confesándolo como “Mesías” y “Señor”. De él quiere hablar Lucas en su escrito. Esa “alegría” que ha de inundar a todos y esa “paz” que cantan los ángeles en Belén, la han experimentado los discípulos al encontrarse con el resucitado. A lo largo de su evangelio, Lucas irá presentando a Je­sús como el “Salvador” que, con gestos de gran ternura y misericordia, va “salvando” a la gente de la enfermedad, del pecado, de la exclusión y la humillación: Jesús es el “Hombre” que “ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lucas 19,10). El pueblo no lo ha podido captar plenamente en Galilea, pero ahora que Jesús vive resucitado por el Espíritu de Dios, Lu­cas invita a todos a descubrir que ese mismo Espíritu lo ha estado ani­mando siempre. Jesús ha sido concebido virginalmente por la fuerza del Espíritu (Lucas 1,35). Este Espíritu ha bajado sobre él mientras hacía oración des­pués de su bautismo (Lucas 3,22), lo ha conducido en el desierto y lo ha guiado con su “fuerza” por los caminos de Galilea (Lucas 4,1; 4,14). Impregnado por ese Espíritu de Dios, ha vivido anunciando a todos los pobres, oprimidos y desgraciados la Buena Noticia de su liberación (Lucas 4,7-20). A la luz de la resurrección se puede formular de manera profunda el recuerdo que dejó Jesús entre sus segui­dores: Jesús de Nazaret fue un hombre que, “ungido con el Espíritu Santo y con poder, pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”. Según Lucas, este es el Espí­ritu que transforma a sus seguidores en verdaderos testigos de Jesús (Hechos de los Apóstoles 1,8).

El último evangelio, atribuido por la tradición a Juan, es un escrito que va a iluminar la vida de Jesús con una profundidad teológica nunca antes desarrollada por ningún evangelista. Jesús no es solo el gran Profeta de Dios. Es “la Palabra de Dios hecha carne”, hecha vida humana (Juan 1,10); Jesús es Dios hablándonos desde la vida concreta de este hombre. Más aún, en la resurrección, Dios se ha manifestado tan identificado con Jesús que el evangelista se atreve a poner en su boca estas misteriosas palabras: “El Pa­dre y yo somos uno”, “el Padre está en mí y yo en el Padre” (Juan 10,30; 10,38b). Por su­puesto, Dios sigue siendo un misterio. Nadie lo ha visto, pero Jesús, que es su Hijo y viene del seno del Padre, “nos lo ha dado a conocer” (Juan 1,18). Por eso Juan va narrando los “signos” que Jesús hace revelando la gloria que se en­cierra en él, como Hijo de Dios enviado por el Padre para salvar al mundo. Si cura a un ciego es para manifestar: “Yo soy la luz del mundo. El que me siga no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8,12). Si resucita a Lázaro es para proclamar: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Juan 11,25). A la luz de la resurrección, el evange­lista revela que el objetivo supremo de Jesús es dar vida: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Juan 10,10). Es lo único que Dios quiere para sus hijos e hijas. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para sal­varlo” (Juan 3,16-17). A la luz de la resurrección todo cobra una profundidad grandiosa que no podían sospechar cuando le seguían por Galilea. Aquel Jesús al que han visto curar, acoger, perdonar, abrazar y bendecir es el gran regalo que Dios ha hecho al mundo para que todos encuentren en él la salvación.

1.6 Dios ha hecho justicia al crucificado

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Dios no solo le ha dado la razón a Jesús, sino que le ha hecho justicia. No se ha quedado pasivo y en silencio ante lo que han hecho con él; le ha devuelto plenificada la vida que le han arrebatado de manera tan injusta. Los segui­dores de Jesús ven en su resurrección la admirable respuesta de Dios al abuso que se ha cometido con él. El mal tiene mucho poder, pero solo hasta la muerte: las autoridades judías y los poderosos romanos han matado a Je­sús, pero no lo han podido aniquilar. Más allá de la muerte solo tiene poder el amor insondable de Dios. Los verdugos no triunfan sobre las víctimas.

Pero, ¿por qué ha tenido que morir Jesús? Si Dios lo ama tanto, ¿por qué le ha dejado morir así? ¿Para qué tanta humillación y sufrimiento? ¿Qué puede haber de bueno en ese crimen cometido con él? Los cristia­nos tuvieron que recorrer un largo camino hasta encontrar alguna res­puesta a algo tan escandaloso e injusto. Hacia los años 40 o 42 lograron acuñar una fórmula extraña: “Cristo ha muerto por nuestros pecados se­gún las Escrituras” (1 Corintios 15,3); pero, ¿qué tiene que ver la muerte de un hombre con el conjunto de pecadores de todos los tiempos? La muerte pone fin a la vida, ¿cómo puede una muerte salvar a otros?

La resurrección obligó a los primeros creyentes a profundizar en su muerte con una luz nueva. Acaban de descubrir que, al morir, Jesús ha en­trado en la “gloria” de Dios. Ha muerto confiando en el Padre, y el Padre lo ha acogido en su vida insondable. La de Jesús ha sido una “muerte-resu­rrección”. No ha muerto hacia el vacío de la nada, sino hacia la comunión plena con Dios. El Padre no lo ha salvado de la muerte, pero sí en la muerte. Se puede decir que, al resucitarlo, lo ha engendrado como al hijo más que­rido. Los cristianos encuentran de lo más natural aplicar a la resurrección de Jesús un conocido salmo: “Resucitando a Jesús, Dios ha cumplido lo que está escrito en el salmo segundo: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy"“ (Hechos de los Apóstoles 13,33). Jesús resucita engendrado por Dios a la vida.

Este Dios que acoge a Jesús en el interior de su muerte no ha estado nunca separado de él. Mientras agonizaba, Dios estaba con él, sostenién­dolo con su amor fiel, sufriendo con él y en él, identificado totalmente con él, como se ha podido ver ahora en la resurrección. El Padre no quiere ver sufrir a Jesús. No lo ha querido nunca. ¿Cómo va a querer la destrucción injusta de un inocente? ¿Cómo va a querer aquel final trágico para su hijo más querido? Lo que el Padre quiere es que Jesús sea fiel hasta el final, que siga identificado con todos los desgraciados del mundo, que siga buscando el reino de Dios y su justicia para todos. Ni el Padre busca la muerte ignominiosa de Jesús, ni Jesús le ofrece su sangre pensando que le será agradable. Nunca han dicho algo parecido los pri­meros cristianos. En la crucifixión, Padre e Hijo están unidos, no bus­cando sangre y destrucción, sino enfrentándose al mal hasta las últimas consecuencias. Aquel sufrimiento es malo; aquella crucifixión es un cri­men. Solo la han buscado las autoridades judías y los representantes del Imperio, que se cierran al reino de Dios. Jesús no quiere que lo maten; se resiste a beber aquella “copa” de sufrimiento: aquello es absurdo e in­justo. Pero irá hasta la muerte, si hace falta, por ser fiel al reino de Dios: todos podrán conocer hasta dónde llega su confianza en el Padre y su amor a los hombres. Por su parte, el Padre no quiere que maten a su Hijo querido: es la ofensa más dolorosa que le pueden hacer. Pero, si hace falta, dejará que lo sacrifiquen, no intervendrá para destruir a quienes lo crucifican, seguirá amando al mundo y revelará a todos hasta qué extre­mos insondables llega la “locura de su amor” a los hombres.

Los primeros cristianos lo confiesan admirados: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo” (Juan 3,16). En la cruz, nadie le está ofreciendo a Dios nada para que muestre un rostro más benevolente hacia la humanidad. Es él quien está entregando lo que más quiere: a su propio Hijo. Su amor es an­terior a todo. Pablo no tiene duda alguna: “La prueba de que Dios nos ama es que, siendo nosotros todavía pecadores, ha hecho morir a Cristo por no­sotros” (Romanos 5,8). No podía Dios revelar su amor de manera más inequívoca. No se ha detenido ni ante lo más querido. “No perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó por nosotros, ¿cómo no va a damos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él?” (Romanos 8,32). Este amor de Dios es inaudito. Mien­tras Jesús agoniza, Dios no hace ni dice nada. No interviene. Respeta lo que hacen con su Hijo. No accede a lo que Jesús le ha pedido con angustia en Getsemaní. Sencillamente sufre la muerte de su querido Hijo por amor a los hombres, que quedarían perdidos para siempre sin él. En esa “crucifixión­-resurrección” se nos revela de manera suprema el amor de Dios. Nadie lo hubiera sospechado. En Jesús “crucificado-resucitado”, Dios está con noso­tros, solo piensa en nosotros, sufre como nosotros, muere para nosotros.

Ese silencio de Dios en la cruz no significaba abandono del crucificado y complicidad con los crucificadores. Dios estaba con Jesús. Por eso, al mo­rir, se ha encontrado resucitado en sus brazos. La resurrección ha mostrado que Dios estaba con el crucificado de manera real, sin intervenir contra sus verdugos, pero asegurando su triunfo finaL Esto es lo más grandioso del amor de Dios: que tiene poder para aniquilar el mal sin destruir a los ma­los. Hace justicia a Jesús sin destruir a quienes lo crucifican. Pablo lo dijo de manera admirable: “En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo con­sigo, sin tomar en cuenta las transgresiones de los hombres” (2 Corintios 5,19). Todo esto parece increíble. La “predicación de la cruz es una locura”. Pablo lo sabe, pues se encuentra constantemente con el rechazo. “Mientras los judíos pi­den signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos y locura para los gentiles. Mas para los que han sido llamados, sean judíos o griegos, se trata de un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo que en Dios parece locura es más sabio que los hombres, y lo que en Dios parece debilidad es más fuerte que los hombres” (1 Corintios 1,22-25). En esa cruz que a nosotros nos parece una “locura” se encuentra la “sabiduría” suprema de Dios encontrando un camino para salvar al mundo. En ese Cristo crucificado que a nosotros nos parece “de­bilidad” e impotencia se encierra la “fuerza” salvadora de Dios. Por eso di­cen los cristianos que Cristo ha muerto por nuestros pecados “según las Escrituras”. En la cruz se han cumplido los designios de Dios. “Era necesa­rio” que Cristo padeciera. Con Dios tenía que ser así, pues en su locura in­creíble ama a sus hijos hasta el extremo.

Los primeros cristianos echan mano de diversos modelos para expli­car de alguna manera la “locura” de la crucifixión. Lo presentan como un “sacrificio de expiación”, una “alianza nueva” entre Dios y los hombres sellada con la sangre de Jesús; les agrada describir su muerte como la del “siervo sufriente”, un hombre justo e inocente que, según el libro de Isaías, carga con las culpas y pecados de otros para convertirse en salvación para los demás. (Sobre todo Isaías 53,1-12) Hay que entender bien este lenguaje, pues en ningún momento quiere anular o desfigurar el amor gratuito de Dios anunciado con tanta fuerza por Jesús.

Dios no aparece como alguien que exige previamente de Jesús sufri­miento y destrucción para que su honor y su justicia queden satisfechos y pueda así “perdonar” a los hombres. Jesús, por su parte, no aparece tra­tando de influir en Dios con su sufrimiento para obtener de él una actitud más benevolente hacia el mundo. A nadie se le ha ocurrido decir algo pa­recido en las primeras comunidades cristianas. Si Dios fuera alguien que exige previamente la sangre de un inocente para salvar a la humanidad, la imagen que Jesús había dado del Padre hubiera quedado totalmente desmentida. Dios sería un ser “justiciero” que no sabe perdonar gratuita­mente, un acreedor implacable que no sabe salvar a nadie si antes no se salda la deuda que se ha contraído con él. Si Dios fuera así, ¿quién podría amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas? Lo mejor que uno podría hacer ante un Dios tan riguroso y amenazador se­ría actuar con cautela y defenderse de él teniéndolo satisfecho con toda clase de ritos y sacrificios.

Dios no aparece tampoco descargando su ira sobre Jesús. En ningún momento le hace responsable el Padre de pecados que no ha cometido; no considera a su Hijo como “sustituto” de pecadores. ¿Cómo un Dios justo le va a imputar a Jesús los pecados que no ha cometido? Jesús es inocente; el pecado no ha entrado en su corazón. En la cruz no está sufriendo ningún castigo de Dios. Está padeciendo el rechazo de quienes se oponen a su reino. No es víctima del Padre, sino de Caifás y Pilato. Jesús carga con el sufrimiento que le infligen injustamente los hombres, y el Padre carga con el sufrimiento que padece su Hijo querido. Así se expresa un escrito atri­buido a Pedro: “Cristo no cometió pecado... Injuriado, no devolvía injurias, sufría sin amenazar, confiando en Dios, que juzga con justicia. Él cargó con nuestros pecados llevándolos en su cuerpo hasta el madero”. (1 Pedro 2,22-24).

Lo que da valor redentor al suplicio de la cruz es el amor, y no el su­frimiento. Lo que salva a la humanidad no es algún “misterioso” poder salvador encerrado en la sangre derramada ante Dios. Por sí mismo, el sufrimiento es malo, no tiene fuerza redentora alguna. A Dios no le agrada ver a Jesús sufriendo. Lo único que salva en el Calvario es el amor insondable de Dios, encarnado en el sufrimiento y la muerte de su Hijo. No hay ninguna otra fuerza salvadora fuera del amor.

El sufrimiento sigue siendo malo, pero, precisamente por eso, se con­vierte en la experiencia humana más sólida y real para vivir y expresar el amor. Por eso los primeros cristianos vieron en Jesús crucificado la expre­sión más realista y extrema del amor incondicional de Dios a la humani­dad, el signo misterioso e insondable de su perdón, compasión y ternura redentora. Solo el amor increíble de Dios puede explicar lo ocurrido en la cruz. Solo a la sombra luminosa de la cruz pudo surgir la trascendental y milagrosa afirmación cristiana: “Dios es amor” (1 Juan 4,8.16). Esto es lo que Pablo intuye cuando escribe conmovido: “El Hijo de Dios me ha amado y se ha entregado a sí mismo por mí” (Gálatas 2,20).


Capítulo 14 de: PAGOLA, José A. "Jesús, aproximación histórica", PPC, Madrid 2008 (p. 411-448)