Cómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy


Cómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy

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Documento 1.11. Jesús, conflictivo y peligroso

C ómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy

Curso de Formación para laicos / SSCC Patagonia Norte (ABB)


  • Documentos para profundizar lo abordado en cada encuentro






1.11. Jesús, conflictivo y peligroso


Jesús no pudo disfrutar de una vejez tranquila. Murió violentamente en plena madurez. No lo abatió una enfermedad. Tampoco fue víctima de un accidente. Lo ejecutaron en las afueras de Jerusalén, junto a una vieja cantera, unos soldados a las órdenes de Pilato, máxima autoridad ro­mana en Judea. Era probablemente el 7 de abril del año 30. Esa misma mañana, el prefecto lo había condenado a muerte como culpable de insu­rrección contra el Imperio. Su vida apasionante de profeta del reino de Dios terminaba así en el patíbulo de la cruz.

Pero, ¿qué había podido suceder para llegar a este trágico final? ¿Ha sido todo un increíble error? ¿Qué ha hecho el profeta de la compasión de Dios para terminar en ese suplicio que solo se aplicaba a esclavos cri­minales o a rebeldes peligrosos para el orden impuesto por Roma? ¿Qué delito ha cometido el curador de enfermos para ser torturado en una cruz? ¿Quién teme al maestro que predica el amor a los enemigos? ¿Quién se siente amenazado por su actuación y su mensaje? ¿Por qué se le mata?



Su trágico final no fue una sorpresa. Se había ido gestando día a día desde que comenzó a anunciar con pasión el proyecto de Dios que lle­vaba en su corazón. Mientras la gente lo acogía casi siempre con entu­siasmo, en diversos sectores se iba despertando la alarma. La libertad de aquel hombre lleno de Dios resultaba inquietante y peligrosa. Su con­ducta original e inconformista los irritaba. Jesús era un estorbo y una amenaza. Su empeño en anunciar un vuelco de la situación y su pro­grama concreto para acoger el reino de Dios y su justicia era un desafío al sistema. Probablemente, la actuación de Jesús desconcertaba a casi todos, provocando reacciones diversas, pero el rechazo se iba gestando no en el pueblo, sino entre aquellos que veían en peligro su poder religioso, polí­tico o económico. ¿Por qué se convirtió en pocos meses en un profeta tan peligroso?

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1.1 En conflicto con sectores fariseos

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Según los evangelios, Jesús entró pronto en conflicto con los fariseos. Ellos constituyen, al parecer, uno de los grupos que más se mueve entre la gente. Los “monjes” de Qumrán vivían retirados en su “monasterio”, junto al mar Muerto; del resto de los esenios apenas sabemos nada. Los saduceos formaban una minoría aristocrática que vivía en torno al tem­plo, sin preocuparse de ganar adeptos en las aldeas. Los fariseos eran, probablemente, quienes más trataban de influir en la vida de la gente. Es lógico que Jesús entrara en colisión con ellos.

Los fariseos eran un grupo formado por letrados, muy familiarizados con las tradiciones y costumbres de Israel. Muchos de ellos ejercían tareas de carácter administrativo o burocrático sobre todo en Jerusalén: proba­blemente se ganaban la vida como escribas, educadores, jueces u oficiales subordinados a las clases gobernantes. Desconocemos casi todo sobre su organización interna. Se sentían unidos por un conjunto de creencias y prácticas que los identificaba ante el pueblo. No constituyen, sin embargo, un bloque homogéneo. Hay entre ellos desacuerdos y diferentes puntos de vista. Incluso se puede constatar la presencia de maestros como Hillel, Shammai o Judas, “el fundador de la cuarta filosofía”, según Flavio Jo­sefo, que arrastran con su prestigio a un grupo de seguidores entusiastas.

La primera preocupación del movimiento fariseo era asegurar la res­puesta fiel de Israel al Dios santo que les había regalado la ley, que los distinguía de todos los pueblos de la tierra. De ahí su desvelo por ahon­dar en el estudio de la Torá y su cuidado por cumplir estrictamente todas las prescripciones, en especial las que reforzaban la identidad del pueblo santo de Dios: el sábado, el pago de los diezmos para el templo o la pu­reza ritual. Además de la ley escrita de Moisés, consideraban obligatorias las llamadas “tradiciones de los padres”, que favorecían un cumpli­miento más actualizado de la Torá. Preocupados por la santidad de Is­rael, los sectores más radicales pretendían urgir a todo el pueblo a que cumpliera reglas de pureza que solo obligaban a los sacerdotes en el ejer­cicio de su tarea cultual en el templo.

No es nada fácil reconstruir la relación que pudo tener Jesús con los sectores fariseos. Los evangelios lo presentan siempre en conflicto con ellos. Son sus adversarios por excelencia: los que se enfrentan a él, le ha­cen preguntas capciosas y tratan de desacreditarlo ante el pueblo. Jesús, por su parte, lanza sobre ellos toda clase de amenazas y condenas: no en­tran en el reino de Dios ni dejan entrar a los que quieren hacerlo; están “llenos de hipocresía y de maldad”; son “guías ciegos” que se preocupan de minucias y “descuidan la justicia, la misericordia y la fe”; se parecen a sepulcros blanqueados, “hermosos por fuera”, pero, por dentro, “llenos de huesos de muerto y de podredumbre. Sin embargo, este enfrenta­miento tan hostil necesita ser revisado y corregido.

Por los años treinta, el fariseísmo como fenómeno de grupo era un mo­vimiento urbano más que rural. Al parecer se concentraba sobre todo en Je­rusalén y sus alrededores. No hay datos para pensar que, en tiempos de Jesús, desarrollara una actividad importante en Galilea. En cualquier caso, no poseían un liderazgo político o religioso de primer orden. Eran una fuerza social menor que, en tiempos de Jesús, andaba buscando una mayor influencia entre el pueblo. En Galilea representaban, probablemente, los intereses del templo y, tal vez, algunos servían como funcionarios o escri­bas en el entorno de Antipas. Jesús se pudo encontrar con algunos de ellos en aldeas galileas de cierta importancia, pero sobre todo entró en contacto con ellos en Jerusalén y sus cercanías. ¿Por qué, entonces, aparecen en la tradición cristiana como los grandes adversarios de Jesús?. Hay una razón muy verosímil. Los evangelios se fueron redactando después del año 70, cuando se estaba viviendo una hostilidad muy fuerte entre los seguido­res de Jesús y los escribas fariseos, único grupo que había logrado sobre­vivir después de la destrucción de Jerusalén y que estaba luchando para unir fuerzas y restaurar el judaísmo. Lo que los evangelistas describen re­fleja más estos enfrentamientos posteriores que los conflictos reales entre Jesús y los fariseos en la Galilea de los años treinta. Sin embargo están tan presentes en todas las fuentes que difícilmente se puede negar que hubo enfrentamientos. No es extraño, pues tanto Jesús como los fariseos com­petían por ganar a la gente para su propia causa.

Los fariseos no pueden ignorar a un hombre que busca con tanta pa­sión la voluntad de Dios. Seguramente escuchan con agrado la llamada ardiente que hace a todo el pueblo para buscar su justicia. Les atrae su ra­dicalidad. Comparten con él la esperanza en la resurrección final. Sin em­bargo, su anuncio del reino de Dios los desconcierta. Jesús no entiende ni vive la ley como ellos. Su corazón está centrado en la irrupción inminente de Dios. Cuanto más lo escuchan, más inevitables son las discrepancias.

Lo que más los irrita es, seguramente, su pretensión de hablar direc­tamente en nombre de Dios, con autoridad propia, sin atender a lo que enseñan otros maestros. Esta libertad inusitada de Jesús contrasta con la actuación de sus maestros, que siempre se apoyan en las “tradiciones de los padres” o en las enseñanzas de su propia escuela. Van descubriendo que, mientras ellos se esfuerzan por interpretar, explicar y actualizar la voluntad de Dios expresada en la ley y en las tradiciones, Jesús insiste en comunicar su propia experiencia de un Dios Padre empeñado en establecer su reinado en Israel. Lo decisivo para Jesús no es observar la ley, sino escuchar la llamada de Dios a “entrar” en su reino. Lo absoluto no es ya la Torá, sino la irrupción de Dios promoviendo una vida más humana.

Probablemente no sabían qué pensar de Jesús. Sus curaciones los atraen como a todos, pues ven en Jesús a un profeta curador al estilo de Elías, tan popular entre la gente. La fuerza de su palabra les hace pensar tal vez en Isaías, Jeremías o alguno de los grandes profetas, pero su con­ducta los desconcierta. No se podían explicar que se atreviera a eliminar una disposición mosaica como la del derecho del varón a repudiar a su mujer. Les irrita su libertad para transgredir algo tan sagrado como el sábado. Les molesta que no se sienta obligado a seguir la normativa de la pureza ritual en la línea que ellos enseñan.

Hay algo en Jesús que despierta de manera especial su perplejidad. Por una parte les cautiva aquel profeta que siente como propio el sufri­miento de los enfermos, la humillación de los pobres y la soledad de los excluidos: es conmovedor verlo acercarse a ellos movido por la compa­sión de Dios. Lo que no pueden entender es su increíble acogida a los pe­cadores. Ningún profeta de Dios actuaba así. Se siente amigo de los “per­didos”. Su mesa está abierta a todos, incluso a quienes viven fuera de la Alianza sin dar signos de arrepentimiento. Resulta ofensivo que los ad­mita amistosamente en nombre de Dios, sin exigirles la penitencia y los sacrificios prescritos para todo pecador alejado de la ley.

Hubo, pues, enfrentamiento entre Jesús y los sectores fariseos, pero no tan violento y fanático como lo presentan los evangelios. No fueron ellos, los fariseos, los instigadores de su ejecución. Podía irritarles su ac­tuación; seguramente discutieron con él y trataron de desacreditarlo; tal vez se cruzaron mutuamente invectivas mordaces, pero no buscaban su muerte. No era este el modo de actuar de los fariseos, y probablemente tampoco el de otros grupos. Discutían entre sí, defendían con pasión sus propias posiciones, pero no hay datos para pensar que buscaran la muerte de Jesús porque no comulgaba con su propia visión. La muerte de Jesús no se va gestando en estos enfrentamientos con los fariseos. De hecho, en los relatos de la pasión nunca aparecen tomando parte como grupo en su condena o ejecución. La verdadera amenaza contra él pro­viene de otros sectores: de la aristocracia sacerdotal y laica de Jerusalén, y de la autoridad romana.


1.2 Oposición a las autoridades religiosas

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La aristocracia de Jerusalén estaba formada por una minoría de ciudada­nos ricos e importantes, muchos de ellos sacerdotes. Algunos miembros de estas clases dirigentes, no todos, pertenecían al grupo saduceo. Bas­tantes poseían grandes riquezas. Son conocidas sus elegantes mansiones en el barrio superior de Jerusalén, y las propiedades que iban adqui­riendo con diversas estrategias y presiones. El pueblo, al parecer, los con­sideraba como un sector poderoso y corrupto que vivía de los diezmos, tasas y donaciones que llegaban al templo desde toda la diáspora judía. De hecho no contaban con seguidores ni simpatizantes en las aldeas y pueblos rurales.

En tiempos de Jesús, el sumo sacerdote tenía poder de gobierno tanto en Jerusalén como en Judea. Por una parte gozaba de plena autonomía en los asuntos del templo: regulación del sistema sacrificial, tasas, diezmos, administración del tesoro; para ello contaba con diferentes servicios y una policía responsable de mantener el orden tanto en el recinto del templo como en Jerusalén. Por otra parte intervenía en los litigios y asuntos co­rrientes de los habitantes de Judea, aplicando las leyes y tradiciones de Is­rael. Diversos miembros de la aristocracia sacerdotal y laica le asistían en su gobierno. Cuando los evangelios hablan de los “sumos sacerdotes” se refie­ren a un grupo que comprende al sumo sacerdote en ejercicio, a sacerdotes que han ejercido este cargo en el pasado y a sacerdotes responsables de im­portantes servicios, como el comandante del templo o el responsable del te­soro. Esta aristocracia del entorno del templo actuaba como “instancia de poder” con la que contaba el prefecto de Roma para gobernar Judea.

No sabemos si Jesús se encontró alguna vez con los saduceos de ma­nera directa. La mayor parte de su tiempo lo pasó dirigiéndose a judíos corrientes de los pueblos de Galilea y Judea, no al pequeño grupo de ri­cos aristócratas de Jerusalén. Pero Jesús no les era un desconocido cuando subió a Jerusalén a celebrar la Pascua el año 30. Habían oído hablar de él y, tal vez, alguno lo había escuchado. No era la primera vez que Jesús vi­sitaba la ciudad para anunciar su mensaje durante los días de una fiesta judía. Y, naturalmente, enseñaba en el recinto del templo, donde se aglo­meraba la gente y donde se movían los sectores saduceos.

Lo que oían de Jesús no podía sino despertar recelo y desconfianza en los dirigentes de Jerusalén. Sabían que provenía del círculo del Bautista, el profeta del desierto que había ofrecido el perdón en las aguas del Jor­dán, ignorando el proceso de purificación de los pecados que ellos con­trolaban en el templo. Nunca aceptaron el bautismo de aquel sacerdote rural que un día se había alejado de ellos abandonando sus obligacio­nes. Ahora, desaparecido el Bautista, la actuación carismática de Jesús colocándose en su misma línea profética, al margen del sistema sacrificial del templo, no podía menos que irritarlos. Más aún al ver que Jesús pres­cindía incluso de la liturgia penitencial de Juan y acogía amistosamente a los pecadores ofreciéndoles el perdón gratuito de Dios. Según su práctica escandalosa, ¡hasta los recaudadores y prostitutas tenían un sitio en el reino de Dios, sin pasar previamente por el proceso oficial de expiación! ¿Cómo iban a tolerar aquel desprecio al templo?

Tal vez tampoco podían ver con buenos ojos las curaciones y exorcismos de Jesús que tanta popularidad le daban entre el pueblo, pues socavaban de alguna manera su poder de intermediarios exclusivos del perdón y la sal­vación de Dios para Israel. Cuando Jesús curaba o liberaba de espíritus ma­lignos, no solo producía un efecto curador en los enfermos, sino que los arrancaba del pecado que, según la creencia general, se encontraba en el ori­gen de toda enfermedad, y los incorporaba de nuevo al pueblo de Dios. Al parecer, ningún judío tenía derecho a ejercer esa mediación de la bendición de Dios sin pertenecer a un linaje sacerdotal. La actuación de Jesús es un de­safío al templo como fuente exclusiva de salvación para el pueblo.


La actuación de Jesús planteaba una pregunta decisiva: ¿seguían con­tando los dirigentes religiosos de Jerusalén con la autoridad de Dios so­bre el pueblo de Israel o estaba Jesús abriendo camino a una situación nueva, más allá del poder religioso del templo? La tradición cristiana ha conservado una parábola que, según Marcos, parece dirigida a las autori­dades religiosas del templo. No es posible hoy reconstruir el relato ori­ginal de Jesús, llamado tradicionalmente parábola de “los viñadores homicidas”, pero probablemente encerraba una fuerte crítica a las autori­dades religiosas de Jerusalén: no han sabido cuidar del pueblo que se les ha confiado, han pensado solo en sus propios intereses y se han sentido los propietarios de Israel, cuando solo eran sus administradores. Más grave aún: no han acogido a los enviados de Dios, sino que los han ido rechazando uno tras otro. Llega el momento en que “la viña será entre­gada a otros”. Aquella aristocracia sacerdotal se quedará sin poder al­guno de Dios para servir a su pueblo de Israel. Si realmente fue este el mensaje de la parábola, la vida de Jesús corría grave peligro. Los sumos sacerdotes no podían tolerar semejante agresión.

Todavía encontramos más ecos de la crítica de Jesús a los dirigentes religiosos del templo. En algún momento que no podemos precisar, Jesús pronunció probablemente un lamento profético sobre Jerusalén al estilo de los pronunciados por Amós y otros profetas. No está pensando en to­dos los habitantes de la capital, sino sobre todo en los líderes religiosos que la gobiernan. Todavía se puede percibir en el texto el ritmo triste del lamento y la pena honda de Jesús:

¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados.

¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como una gallina a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste!

¡Mira, tu casa está desolada! Pues te digo que no me verás hasta que digas:

¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”.

(Lucas 13,34-35 / / Mateo 23,37-39).


Jesús insiste de nuevo en la insolente actitud de los gobernantes reli­giosos, que asesinan a los profetas que les son enviados. También él ha querido restaurar el verdadero Israel, pero se han negado. Jesús, antici­pando el juicio inminente de Dios, considera ya a la desgraciada ciudad como destruida: el templo quedará abandonado sin la presencia de Dios.


1.3 El recelo del poder romano

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Este enfrentamiento a los poderosos dirigentes del templo era mucho más temible que las disputas con escribas y fariseos sobre cuestiones de comportamiento práctico. Junto a ellos, el mayor peligro para Jesús venía de quienes ostentaban el máximo poder. Su anuncio de la implantación inminente del reino de Dios, su visión crítica de la situación, su programa de solidaridad con los excluidos y su libertad representaban una radical y peligrosa alternativa al sistema impuesto por Roma. Jesús se fue con­virtiendo en un profeta inquietante, fuente de preocupación primero y peligro potencial de subversión más tarde, según se iba conociendo me­jor el impacto de su actuación. Jesús podía ser ejecutado en cualquier te­rritorio controlado por Roma, bien en Galilea, donde reinaba Antipas, va­sallo fiel del emperador, bien en Judea, donde gobernaba directamente el prefecto romano.

Aunque Jesús actúa sobre todo en Galilea, no es Antipas quien lo eje­cuta. Sin duda, Antipas ha oído hablar de Jesús. Conoce su vinculación con el Bautista y su posible peligrosidad. Tal vez en algún momento anda tras sus pasos, pero nunca lo detiene. Probablemente le retiene el temor al resentimiento popular que ha despertado contra él su arbitraria ejecu­ción del Bautista. No quiere provocar más descontento. Jesús, por su parte, no muestra sino desprecio por el tetrarca que ha ejecutado al pro­feta admirado que tanto le había seducido. Lo llama “zorra”, porque también a él quiere atraparlo como al Bautista (Lucas 13,32), y se burla del emblema acuñado en sus monedas viendo en él una simple “caña agitada por el viento”, por mucho que se vista con elegancia y habite en su espléndido palacio de Tiberíades.

Probablemente, en el palacio de Cesarea del Mar, donde residía Pi­lato, y en la torre Antonia de Jerusalén, donde permanecía vigilante una guarnición de soldados, a nadie dejaban indiferente las confusas noticias que les llegaban de Galilea, pero tampoco les inquietaba sobremanera. Solo cuando van comprobando la atracción que Jesús ejerce en el pueblo y, sobre todo, cuando ven la libertad con que lleva a cabo algunos gestos provocativos en la misma capital, en el ambiente explosivo de las fiestas de Pascua, toman conciencia de su potencial peligrosidad.

Hay algo que desde el principio puede haber despertado su recelo. Je­sús emplea como símbolo central de su mensaje un término político. A todos trata de convencer de que la llegada del “imperio de Dios” es in­minente. El término basileia, que repiten invariablemente las fuentes cris­tianas para traducir “reino [de Dios]”, solo se empleaba en los años treinta para hablar del “imperio” de Roma. Es el César de Roma el que, con sus le­giones, establece la pax romana e impone su justicia al mundo entero. Él proporciona bienestar y seguridad a los pueblos, exigiendo a cambio de su protección una implacable tributación. ¿Qué pretende ahora Jesús al invi­tar a la gente a “entrar en el imperio de Dios”, que, a diferencia de Tiberio, no busca poder, riqueza y honor, sino justicia y compasión precisamente para los más excluidos y humillados del Imperio romano?

Oírle hablar de un “imperio”, aunque lo llame “de Dios”, no es muy tranquilizador. Construir un “imperio” diferente, sobre la base de la vo­luntad de Dios, encerraba una crítica radical a Tiberio, el César que dic­taba su propia voluntad de manera omnímoda a todos los pueblos. Pero no es el lenguaje de Jesús lo que más les inquieta, sino su posiciona­miento. El profeta de Galilea repite una y otra vez que, en el proyecto de Dios, tienen prioridad precisamente los más excluidos y marginados por el Imperio. Ese hombre está diciendo a todos que la voluntad de Dios está en contradicción con la del César. Su mensaje es claro para quien lo quiera escuchar: hay que refundar la sociedad sobre otras bases, restau­rando la verdadera voluntad de Dios. Para “entrar” en el imperio de Dios hay que “salirse” del imperio de Roma.

Jesús ciertamente no piensa en una sublevación suicida contra Roma, pero su actuación es peligrosa. Allí por donde pasa enciende la esperanza de los desposeídos con una pasión desconocida: “Dichosos los que no tienen nada, porque es de ustedes el imperio de Dios”. Cuando se encuentra en alguna aldea con gentes hambrientas, les contagia su fe: “Dichosos los que tienen hambre, porque comerán”. Si ve a campesinos hundidos en la im­potencia, les grita su convicción: “Dichosos los que ahora lloran, porque reirán”. Su palabra es de fuego. ¿Qué pretende al sugerir un vuelco total de la situación? Una de sus consignas más repetidas es rotunda y provoca­tiva: “Los primeros serán los últimos, y los últimos serán los primeros”. ¿Es solo el sueño de un profeta ingenuo? Jesús sabe que el cambio nunca se podría lograr luchando contra las legiones romanas. Pero aquel hom­bre ponía toda su fuerza en el Dios de Israel, y con una fe increíble ani­maba a sus seguidores a pedir una y otra vez: “Padre, venga tu imperio”. ¿En qué podía terminar todo aquello?

Las autoridades romanas oyen hablar también de sus curaciones y su extraño poder para liberar a la gente de fuerzas demoníacas. Al parecer, Jesús se siente comprometido en un combate entre Dios y las fuerzas del mal que dominan a las gentes. No nos resulta fácil a nosotros captar la tragedia político-religiosa que se vive en Israel. Eran el pueblo elegido de Dios y, sin embargo, vivían sometidos al poder maléfico de Roma. Aque­llos judíos no podían concebir una opresión tan cruel sin pensar en la in­tervención de fuerzas sobrehumanas hostiles a Israel. Algo demoníaco tiene que haber en todo aquello. Las posesiones diabólicas, tan frecuentes al parecer en esa época, no son sino un fenómeno que expresa de manera trágica la situación real del pueblo. Los romanos son las fuerzas malignas que se han apoderado del pueblo y lo están despojando de su identi­dad. Una pregunta les roía por dentro: ¿sigue el Dios de Israel contro­lando la historia? ¿Por qué viven sometidos a los dioses de Roma? ¿Dónde está su Dios? En este contexto, los exorcismos realizados por Je­sús cobraban una fuerza insospechada. Si Dios, como piensa él, está ven­ciendo a Satán, es que los días de Roma están ya contados. La expulsión de las fuerzas demoníacas está apuntando a su derrota. Dios está ya ac­tuando. Su imperio se empieza a hacerse sentir. Lo decía Jesús: “Si yo ex­pulso los demonios con el dedo de Dios, entonces es que ha llegado a vo­sotros el reino de Dios” (Lucas 11,20 / / Mateo 12,28). Es posible que, detrás de esta interpretación religiosa de los exorcismos de Jesús, las gentes sencillas de Galilea intuye­ran ya la pronta derrota de los romanos, pero es poco probable que estos vieran en su extraño comportamiento una amenaza para el Imperio.

Más les tuvo que inquietar la postura ambigua de Jesús sobre el tri­buto exigido por Roma, si es que alguna vez les llegó la noticia. El tema era candente. Hacía todavía pocos años que había estallado con virulen­cia especial. Era el año 6 y Jesús tenía diez o doce años. Destituido Ar­quelao como tetrarca de Judea, Roma pasó a gobernar directamente la re­gión. En adelante, los tributos se pagarían directamente al prefecto romano y no a una autoridad judía, subordinada a Roma. La nueva si­tuación provocó una fuerte reacción promovida por Judas, oriundo de Galilea, y un fariseo llamado Sadoc. Su planteamiento iba a la raíz: Dios es el “único señor y dueño de Israel”; pagar el tributo al César es senci­llamente negar el señorío del Dios de la Alianza sobre Israel. En realidad, este era el sentir de todos, solo que Judas y Sadoc lo planteaban con radi­calidad: los judíos deben aceptar el imperio exclusivo de Yahvé sobre la tierra de Israel y negarse a pagar el tributo al César.

Roma terminó con aquel movimiento, pero las discusiones no cesa­ron. En algún momento, el planteamiento se lo hicieron directamente a Jesús: “Es lícito pagar tributo al César o no? ¿Pagamos o dejamos de pa­gar?” El planteamiento no podía ser más delicado para Jesús. Si res­ponde negativamente puede ser acusado de rebelión contra Roma. Si acepta la tributación queda desacreditado ante las gentes de aquellos pueblos, que viven exprimidas por los impuestos, y a las que quiere y de­fiende tanto. Jesús les pide que le enseñen la “moneda del impuesto”. Él no la tiene, pues vive como un vagabundo itinerante, sin tierras ni trabajo fijo; hace tiempo que no tiene problemas con los recaudadores. Después les pregunta por la imagen que aparece en aquel denario de plata. Repre­senta a Tiberio y la leyenda dice: Tiberius Caesar, Divi Augusti Filius Au­gustus; en el reverso se puede leer: Pontifex Maximus. El gesto de Jesús es ya clarificador. Sus adversarios viven esclavos del sistema, pues, al utili­zar aquella moneda acuñada con símbolos políticos y religiosos, están re­conociendo la soberanía del emperador. No es su caso, pues él vive de manera pobre, pero libre, dedicado a los empobrecidos y excluidos del Imperio. Jesús no está bajo el imperio del Cesar, ha entrado en el reino de Dios.

Desde esa libertad proclama su postura: “Devuelvan al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Marcos 12,17). ¿Está sugiriendo pagar el tributo para evitar nuevas masacres como en el pasado? ¿Está invitando a no re­conocer a ningún César por encima de Dios? ¿Coincide su postura con el planteamiento defendido por Judas y Sadoc? El aforismo de Jesús pa­rece encerrar un conflicto de lealtades entre Dios y el César. Pero ¿puede haber, para Jesús, algo que no pertenezca a Dios? ¿Qué puede ser solo del César? Su dinero, nada más. ¿No estará Jesús hablando a los que manejan esos denarios de plata? Su mensaje tal vez es sencillo: “Si os estáis benefi­ciando del sistema y colaboráis con Roma, cumplid vuestras obligaciones con los recaudadores y "devolved" al César lo que viene de él. Pero que nadie deje en manos del César lo que solo le pertenece a Dios”. Jesús lo había repetido muchas veces: los pobres son de Dios; los pequeños son sus hijos predilectos. El reino de Dios les pertenece. Nadie ha de abusar de ellos. Ni el César.

La posición de Jesús era sin duda hábil y sorteaba la trampa que le ha­bían tendido, pero su resistencia al opresor romano y su reconocimiento absoluto del Dios de los pobres era claro. Lucas indica más tarde que Je­sús fue acusado ante Pilato de andar alborotando al pueblo y “prohi­biendo pagar tributos al César”. (Lucas 23,2). Probablemente este versículo es creación de Lucas. No sabemos si fue así. Pero el profeta del reino de Dios resulta un elemento inquietante para quienes viven del Imperio de Roma: la aristocracia del templo, las familias herodianas y el entorno de los representantes del César.


1.4 Coherente hasta el final

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Jesús contó con la posibilidad de un final violento. No era un ingenuo. Sabía el peligro al que se exponía si continuaba su actividad y seguía in­sistiendo en la irrupción del reino de Dios. Tarde o temprano su vida po­día desembocar en la muerte. El peligro lo amenazaba desde diversos frentes. Mientras recorría las aldeas de Galilea, tal vez no pensaba tanto en la intervención de Pilato, que fue finalmente quien lo ejecutó: su pala­cio de Cesarea del Mar quedaba apartado del ambiente campesino en que él se movía. En los comienzos tampoco podía ver el peligro que re­presentaba la aristocracia saducea del templo. Solo cuando subió a Jeru­salén pudo comprobar de cerca su poder y su hostilidad.

Era peligroso buscar una vida digna y justa para los últimos. No podía promover el reino de Dios como un proyecto de justicia y compasión para los excluidos y rechazados sin provocar la persecución de aquellos a los que no interesaba cambio alguno ni en el Imperio ni en el templo. Era imposible solidarizarse con los últimos como lo hacía él sin sufrir la reacción de los po­derosos. Jesús sabía que tanto Herodes como Pilato tenían poder para darle muerte. Tal vez la amenaza del prefecto romano quedaba más lejana, pero lo ocurrido con el Bautista le hizo ver lo que en cualquier momento le podía suceder también a Él. Todos sabían que provenía del entorno de Juan; Anti­pas lo miraba como a un profeta que prolongaba la sombra del Bautista. Je­sús no lo ignoraba. Alguna fuente nos informa de que, al enterarse de la eje­cución del Bautista, se retiró a un lugar apartado. Nada sabemos de cierto. Lo ocurrido al Bautista no era algo casual. Es el destino trágico que espera de ordinario a los profetas. Jesús presiente que pueden hacer lo mismo con él. También él es profeta. Según una idea muy extendida entre los judíos del siglo I, el destino que espera al profeta es la incomprensión, el rechazo y la persecución. ¿No le aguardará también a él la misma suerte?

Probablemente Jesús contó desde muy pronto con la posibilidad de un desenlace fatal. Primero era solo una posibilidad; más tarde se con­vertiría en un final bastante probable; por último, en una certeza. No es fácil vivir día a día teniendo como horizonte un final violento. ¿Podemos saber algo del comportamiento de Jesús? Ciertamente no era un suicida. No buscaba el martirio. No era ese el objetivo de su vida. Nunca quiso el sufrimiento ni para él ni para los demás. El sufrimiento es malo. Toda su vida se había dedicado a combatirlo en la enfermedad, las injusticias, la marginación, el pecado o la desesperanza. Si acepta la persecución y el martirio será por fidelidad al proyecto del Padre, que no quiere ver sufrir a sus hijos e hijas. Por eso Jesús no corre tras la muerte, pero tampoco se echa atrás. No huye ante las amenazas; tampoco modifica su mensaje; no lo adapta ni suaviza. Le habría sido fácil evitar la muerte. Habría bastado con callarse y no insistir en lo que podía irritar en el templo o en el pala­cio del prefecto romano. No lo hizo. Continuó su camino. Prefería morir antes que traicionar la misión para la que se sabía escogido. Actuaría como Hijo fiel a su Padre querido. Mantenerse fiel no era solo aceptar un final violento. Significaba tener que vivir día a día en un clima de insegu­ridad y enfrentamientos; no poder anunciar el reino de Dios desde una vida tranquila y serena; verse expuesto continuamente a la descalifica­ción y el rechazo.

Era inevitable que, en su conciencia, se despertaran no pocas pregun­tas: ¿cómo podía Dios llamarlo a proclamar la llegada decisiva de su rei­nado, para dejar luego que esta misión acabara en un fracaso? ¿Es que Dios se podía contradecir? ¿Era posible conciliar su muerte con su mi­sión? Se necesitaba mucha confianza para dejarle actuar a Dios y po­nerse en sus manos, a pesar de todo. Jesús lo hizo. Su actitud no tuvo nada de resignación sumisa. No se dejó llevar pasivamente por los aconteci­mientos hacia una muerte inexorable. Se reafirmó en su misión, siguió in­sistiendo en su mensaje. Se atrevió a hacerlo no solo en las aldeas aparta­das de Galilea, sino en el entorno peligroso del templo. Nada le detuvo.

Morirá fiel al Dios en el que ha confiado siempre. Seguirá acogiendo a pecadores y “excluidos”, aunque su actuación irrite; si terminan recha­zándolo, morirá como un “excluido”, pero con su muerte confirmará lo que ha sido su vida entera: confianza total en un Dios que no rechaza ni excluye a nadie de su perdón. Seguirá anunciando el “reino de Dios” a los últimos, identificándose con los más pobres y despreciados del Impe­rio, por mucho que moleste en los ambientes cercanos al gobernador ro­mano; si un día lo ejecutan en el suplicio de la cruz, reservado para escla­vos, sin derecho a nada, morirá como el más pobre y despreciado de todos, pero con su muerte sellará para siempre su mensaje de un Dios de­fensor de todos los pobres, oprimidos y perseguidos por los poderosos. Seguirá amando a Dios con todo el corazón, no dará a ningún “césar” y a ningún “sumo sacerdote” lo que es solo de Dios, seguirá defendiendo a sus pobres hasta el final. Aceptará la voluntad de Dios, incluso ahora que parece presentársele bajo forma de martirio.

Al parecer, Jesús no elaboró ninguna teoría sobre su muerte, no hizo teología sobre su crucifixión. La vio como consecuencia lógica de su en­trega incondicional al proyecto de Dios. A pesar de su dolor y su miedo a terminar torturado en el patíbulo de la cruz, no vio contradicción entre la instauración definitiva del reino de Dios y su fracaso como mensajero y portador definitivo. Más allá de su muerte, el reino de Dios alcanzará su plenitud. Jesús no interpretó su muerte desde una perspectiva sacrificial. No la entendió como un sacrificio de expiación ofrecido al Padre. No era su lenguaje. Nunca había vinculado el reino de Dios a las prácticas cul­tuales del templo; nunca había entendido su servicio al proyecto de Dios como un sacrificio cultual. Habría sido extraño que, para dar sentido a su muerte, recurriera al final de su vida a categorías procedentes del mundo de la expiación. Nunca imaginó a su Padre como un Dios que pedía de él su muerte y destrucción para que su honor, justamente ofendido por el pecado, quedara por fin restaurado y, en consecuencia, pudiera en ade­lante perdonar a los seres humanos. Nunca se le ve ofreciendo su vida como una inmolación al Padre para obtener de él clemencia para el mundo. El Padre no necesita que nadie sea destruido en su honor. Su amor a sus hijos e hijas es gratuito, su perdón, incondicional.

Jesús entiende su muerte como ha entendido siempre su vida: un ser­vicio al reino de Dios en favor de todos. Se ha desvivido día a día por los demás; ahora, si es necesario, morirá por los demás. La actitud de servi­cio que ha inspirado su vida será también la que inspirará su muerte. Al parecer, Jesús quiso que se entendiera así toda su actuación: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”. (Lucas 22,27). Así estará también en la cruz: como “el que sirve”. Es el rasgo característico que le define desde el prin­cipio hasta el final, el que inspira y da sentido último a su vivir y su mo­rir. Esta es, probablemente, su actitud básica al afrontar su muerte. Poco más podemos decir: confianza total en el Padre y voluntad de servicio hasta el final.

¿Qué valor salvífico atribuyó Jesús a su muerte? ¿Pudo intuir qué aportaría al reino de Dios su muerte violenta y dolorosa? Había vivido ofreciendo “salvación” a quienes vivían sufriendo el mal y la enferme­dad, dando “acogida” a quienes eran excluidos por la sociedad y la reli­gión, regalando el “perdón” gratuito de Dios a pecadores y gentes perdi­das, incapaces de volver a su amistad. No solo proclamaba la vida y salvación de Dios. Al mismo tiempo las ofrecía. Lo hacía movido por su confianza en el amor increíble de Dios a todos. Vivió su servicio curando, acogiendo, bendiciendo, ofreciendo el perdón gratuito y la salvación de Dios. Todo apunta a pensar que murió como había vivido. Su muerte fue el servicio último y supremo al proyecto de Dios, su máxima contribu­ción a la salvación de todos.


1.5 Peregrinación arriesgada a Jerusalén

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Era el mes de nisán del año 30 (El mes de nisán corresponde a marzo-abril de nuestro calendario) Las lluvias de invierno habían ido cesando suavemente. La primavera comenzaba a despertarse en las colinas de Gali­lea y despuntaba ya en los brotes de las higueras: a Jesús le recordaba todos los años la cercanía inminente del reino de Dios, llenando el mundo de vida nueva. El clima era agradable. Las gentes se preparaban para subir en pere­grinación a Jerusalén a celebrar la gran fiesta de la Pascua. Desde Galilea se necesitaban tres o cuatro días de camino. Se podía pasar la noche cómoda­mente al aire libre. Además, la luna iba creciendo: el día de Pascua sería luna llena. Jesús comunicó a los suyos su decisión: quería subir a Jerusalén como peregrino, acompañado de sus discípulos y discípulas.

¿Qué motivos le impulsaban? ¿Quería sencillamente unirse a su pue­blo para celebrar la Pascua como un peregrino más? ¿Se dirigía a la ciu­dad santa para aguardar allí la manifestación gloriosa del reino de Dios? ¿Quería desafiar a los dirigentes religiosos de Israel para provocar una respuesta que arrastrara a todos a acoger la irrupción de Dios? ¿Buscaba confrontar a todo el pueblo y urgir la restauración de Israel? Nada sabe­mos con certeza. Hasta ahora, Jesús se ha dedicado a anunciar el reino de Dios por las aldeas de Galilea, pero su llamada está dirigida a todo Is­rael. Es normal que en un determinado momento dirija su mensaje tam­bién a Jerusalén.

Es la ocasión ideal. La ciudad santa era el centro del pueblo elegido: hacia ella dirigían su mirada y su corazón todos los judíos dispersos por el mundo. La fecha no puede ser más apropiada. Miles de peregrinos ve­nidos de Palestina y de todos los rincones del Imperio se congregarán para reavivar durante las fiestas de Pascua su anhelo de libertad. Sus dis­cípulos, al parecer, se alarmaron con la idea. También Jesús es consciente del peligro que corre en Jerusalén. Su mensaje puede irritar a los dirigen­tes del templo y a las autoridades romanas. A pesar de todo, Jesús sube a la ciudad santa. Ya no volverá.

Probablemente sigue la ruta más oriental para peregrinar hasta la ciu­dad santa. El grupo deja Cafamaún, camina a lo largo del río Jordán y, después de atravesar Jericó, sigue la calzada que sube por el wadi Kelt hasta llegar al monte de los Olivos. Era el mejor punto para contemplar la ciudad santa en todo su esplendor y belleza. Los peregrinos enmudecían y lloraban de alegría al verla. Probablemente no es la primera vez que Je­sús llega a Jerusalén, pero en esta ocasión todo es diferente. En su cora­zón se entremezclan la alegría y la pena, el temor y la esperanza. Nunca sabremos lo que vivió. Solo faltaban unos días para su ejecución.

Desde el monte de los Olivos se divisa toda la ciudad. A lo lejos, en el punto más elevado, el antiguo palacio de Herodes, con sus fastuosas sa­las y sus jardines, convertido en sede ocasional del prefecto romano: tal vez Pilato se encuentra ya allí para vigilar de cerca las fiestas de Pascua. No muy lejos se puede adivinar la residencia de Antipas, el tetrarca de Galilea, que de ordinario no suele faltar a la celebración de estas fiestas multitudinarias; su palacio traía a todos recuerdos trágicos del pasado, pues allí había vivido el rey pagano Antíoco IV, que tanto había hecho sufrir a los judíos fieles a su Dios. Junto a estos dos palacios, las lujosas villas del barrio superior de la ciudad; allí reside la familia de Anás y la mayor parte de la aristocracia del templo. Al sur de esta zona residencial se encuentra el teatro romano y el circo, construidos por Herodes para que Jerusalén no fuera menos que otras ciudades importantes del Impe­río. Probablemente Jesús no pisó nunca las calles de esta parte de la ciu­dad, habitada por el alto clero y las familias más ricas y poderosas de Je­rusalén. Los barrios pobres y populares están en el otro extremo, ocu­pando la parte baja de la urbe. Desde el monte de los Olivos no es posible observar la agitación y el bullicio que allí reina. En sus estrechas calles se alternan talleres, tiendas y negocios de toda clase. Los vendedores ofre­cen a gritos sus mercancías: tejidos, sandalias, túnicas, perfumes, peque­ñas joyas o recuerdos de la ciudad santa. Los puestos de cereales, frutas y productos del campo se concentran sobre todo junto a las puertas de la ciudad. No es fácil moverse en medio de tanta gente ocupada en hacerse con las provisiones necesarias para los días de fiesta.

Pero lo que atraía la mirada de todos los peregrinos era la inmensa ex­planada donde se levanta resplandeciente el templo santo, dominando un conjunto complejo de edificios, galerías y salas destinadas a diferentes actividades. Aquella era ¡la casa de Dios! Según el historiador Flavio Jo­sefo, “estaba casi enteramente recubierta de láminas de oro macizo y, al salir el sol, brillaba con tal resplandor que los que la miraban tenían que desviar su mirada. A los extranjeros que se acercaban a Jerusalén les pa­recía ver una cumbre nevada”. Allí entrarán los próximos días para ofrecer los sacrificios rituales, cantar himnos de acción de gracias y dego­llar los corderos para la cena pascual. Faltaban solo unas horas para el co­mienzo de las fiestas y debían ocuparse de realizar las purificaciones. Las condiciones de pureza eran exigentes. Los paganos se debían detener en el amplio “patio de los paganos”; lo mismo harán los leprosos, los ciegos o los tullidos. Las mujeres no pasarán del “patio de las mujeres” y los va­rones se detendrán en el “patio de los israelitas”. Desde allí asistirán a los diversos ritos. Ningún peregrino puede acceder al área reservada a los sacerdotes, donde se encuentra el altar de los sacrificios. Ante la presen­cia de Dios en el sancta sanctorum solo accede el sumo sacerdote, único mediador entre Israel y su Dios.

Más de uno preguntaría qué era aquel poderoso edificio con cuatro torres que se levantaba en un extremo de la explanada, dominando todo el recinto sagrado. Se trata de una fortaleza construida por Herodes y lla­mada popularmente la “torre Antonia”. Según Flavio Josefo, “el templo era la fortaleza que dominaba la ciudad, y la Antonia era la torre que do­minaba el templo” (La guerra judía V, 243-245). Allí permanece vigilante una guarnición de solda­dos romanos para controlar cualquier altercado que perturbe el orden. Seguramente en alguno de sus calabozos más de un desgraciado espera la hora de su ejecución.

Solo cuando se acercaron a la ciudad pudieron conocer Jesús y sus dis­cípulos la atmósfera que se respiraba en Jerusalén. Por todos los caminos iban llegando los grupos de peregrinos. Los valles del Cedrón, Hinnón y Tyropeón que rodean Jerusalén eran insuficientes para acoger a las mu­chedumbres que se encaminaban hacia alguna de las puertas de la ciudad. La gente comenzaba ya a acampar en todos los espacios libres: junto a las murallas, en las colinas de alrededor y en el monte de los Olivos. Más de cien mil peregrinos tomarían parte en las fiestas. Al encontrarse ubica­das dentro del Imperio romano, las comunidades judías de la diáspora no encontraban ya problemas fronterizos para desplazarse hasta Jerusalén. Por otra parte, la impresionante reconstrucción del templo llevada a cabo por Herodes había dado un impulso nuevo a las peregrinaciones. Cada vez eran más los peregrinos que llegaban de Egipto, Fenicia o Siria; de Macedonia, Tesalia o Corinto; desde Panfilia, Cilicia, Bitinia y las costas del mar Negro; incluso desde Roma, la capital del Imperio. Jerusalén se convertía en las fiestas de Pascua en una ciudad mundial, la “capital reli­giosa” del mundo judío en el seno del Imperio romano.

La aglomeración de una muchedumbre tan numerosa dentro de la ciudad santa, cargada de tantos recuerdos, representa un peligro poten­cial. El encuentro de tantos hermanos venidos del mundo entero hacía crecer el sentido de pertenencia: son un pueblo privilegiado, elegido por el mismo Dios. La celebración de la Pascua enardece aún más sus corazo­nes. Las fiestas giran en tomo a esa noche memorable en que celebran su liberación de la esclavitud del faraón. Lo hacen con nostalgia y también con esperanza. Egipto ha sido reemplazado por Roma. La tierra here­dada de Yahvé no es ya un país de libertad: ahora son esclavos en su pro­pia tierra. Esos días la oración de los peregrinos se convierte en un cla­mor: Dios escuchará los gritos de su pueblo oprimido y vendrá de nuevo a liberarlos de la esclavitud. Roma conoce bien el peligro. Por eso Pilato se desplaza esos días hasta Jerusalén para reforzar la guarnición de la to­rre Antonia: hay que cortar de raíz cualquier acción subversiva antes de que se pueda contagiar a la masa de peregrinos.

Muchos de ellos se acercan a la ciudad cantando su alegría por ha­ber llegado a Jerusalén después de un largo viaje. Lo mismo hace el grupo de Jesús. Se acercan ya a las puertas de la ciudad. Es el último tramo, y Jesús lo ha querido recorrer montado sobre un asno, como hu­milde peregrino que entra en Jerusalén deseando a todos la paz. En ese momento, contagiados por el clima festivo de la Pascua y enardecidos por la expectación de la pronta llegada del reino de Dios, en la que tanto insistía Jesús, comienzan a aclamarlo. Algunos cortan cualquier rama o follaje verde que crece junto al camino, otros extienden sus túni­cas a su paso. Expresan su fe en el reino de Dios y su agradecimiento a Jesús. No es una recepción solemne organizada para recibir a un perso­naje ilustre y poderoso. Es el homenaje espontáneo de los discípulos y seguidores que vienen con él. Según se nos dice, los que le aclaman son peregrinos que “iban delante de él” o que “le seguían”. Probablemente su grito debió de ser este: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”.

El gesto de Jesús era seguramente intencionado. Su entrada en Jerusa­lén montado en un asno decía más que muchas palabras. Jesús busca un reino de paz y justicia para todos, no un imperio construido con violencia y opresión. Montado en su pequeño asno aparece ante aquellos peregri­nos como profeta, portador de un orden nuevo y diferente, opuesto al que imponían los generales romanos, montados sobre sus caballos de guerra. Su humilde entrada en Jerusalén se convierte en sátira y burla de las entradas triunfales que organizaban los romanos para tomar pose­sión de las ciudades conquistadas. Más de uno vería en el gesto de Jesús una graciosa crítica al prefecto romano que, por esos mismos días, ha en­trado en Jerusalén montado en su poderoso caballo, adornado con todos los símbolos de su poder imperial. A los romanos no les podía hacer ninguna gracia. Ignoramos el alcance que pudo tener el gesto simbólico de Jesús en medio de aquel gentío multitudinario. En cualquier caso, aquella entrada “antitriunfal”, jaleada por sus seguidores y seguidoras, es una burla que puede encender los ánimos de la gente. Este acto pú­blico de Jesús anunciando un antirreino no violento habría bastado para decretar su ejecución.

1.6 Un gesto muy peligroso

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A los pocos días sucede algo mucho más grave. Jesús, que mientras está en Jerusalén suele hospedarse, al parecer, en el cercano barrio de Betania, en casa de sus amigos Lázaro, María y Marta (Betania se encontraba a unos 3 kilómetros de Jerusalén, apartada de la ruta de los pe­regrinos.), vuelve a la ciudad y rea­liza la acción pública más grave de toda su vida. De hecho, esta interven­ción en el templo es lo que desencadena su detención y rápida ejecu­ción. Nadie duda del gesto audaz y provocativo de Jesús. Llega al templo y con paso decidido entra en el gran patio de los gentiles donde se llevan a cabo diversas actividades necesarias para el culto. Allí se cam­bian las diferentes monedas del Imperio por el shekel de Tiro, única mo­neda que se acepta en el templo, sin duda por ser la más fuerte y estable en aquella época. Allí se venden las palomas, tórtolas y demás animales necesarios para los sacrificios y el cumplimiento de los votos; los peregri­nos prefieren comprarlos en el mismo Jerusalén en vez de traerlos desde su casa, con el riesgo de perderlos o lesionarlos en el camino, dejándolos inservibles para el culto.

Según la fuente más antigua, Jesús “comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban”; además “volcó las mesas de los cambistas y los puestos de vendedores de palomas”; por último “no permitía que nadie transportase cosas por el templo”.

Probablemente su intervención es bas­tante modesta, y solo altera momentáneamente el funcionamiento ruti­nario de la jornada. El patio de los gentiles es enorme y ocupa la mayor parte de la explanada del templo; esos días se concentran ahí miles de pe­regrinos; hay docenas de mesas para el cambio y de puestos de venta de animales para los sacrificios. El servicio de orden del templo y cientos de sacerdotes cuidan de que todo transcurra en paz; los soldados de Pilato lo controlan todo desde la torre Antonia. Posiblemente Jesús atropella a un grupo de vendedores y compradores, vuelca algunas mesas y puestos de venta de palomas, y trata de interrumpir la actividad durante algunos momentos. No puede hacer mucho más. Para bloquear el funciona­miento del templo se hubiera necesitado un buen número de personas. Su gesto fue pequeño y limitado, pero estaba cargado de una fuerza pro­fética y un significado de consecuencias imprevisibles.

Atacar el templo era atacar el corazón del pueblo judío, el símbolo alre­dedor del cual gira todo lo demás, el centro de la vida religiosa, social y po­lítica. En aquel lugar santo, signo de la elección de Israel, habita el Dios de la Alianza: su presencia garantiza la protección y la seguridad para el pueblo. Allí se hace visible la unión del cielo y la tierra, la comunión entre Israel y su Dios. Solo allí se puede ofrecer a Dios un sacrificio agradable y recibir su perdón. En este lugar santo, protegido de toda impureza y contaminación, se manifestará un día la victoria final del Dios de Israel. Cualquier agresión al templo era una ofensa peligrosa e intolerable no solo para los dirigentes religiosos, sino para todo el pueblo. ¿Qué sería de Israel sin la presencia de Dios en medio de ellos? ¿Cómo podrían sobrevivir sin el templo?

La acción de Jesús fue sin duda un gesto hostil de protesta, pero ¿qué significado concreto le quiso atribuir a su arrebato profético? Para en­tender todo su alcance hemos de aproximarnos al clima de ambigüedad que envuelve al templo y a los altos dignatarios que lo controlan en aque­llos momentos. El recelo venía desde el inicio mismo de las obras de res­tauración. Nadie duda de la belleza y esplendor del nuevo templo, pero ¿cuál ha sido la intención real de Herodes? ¿Quería levantar una casa al Dios de Israel o engrandecer su imagen en el Imperio? ¿Para qué ha cons­truido aquel gigantesco “patio de los gentiles” que ocupa las tres cuartas partes de la explanada? ¿Para acoger a peregrinos fieles a la Alianza o para atraer a viajeros paganos a admirar su poder? ¿Qué es el templo en estos momentos? ¿Casa de Dios o signo de colaboración con Roma? ¿Templo de oración o almacén de los diezmos y primicias de los campe­sinos? ¿Santuario de perdón o símbolo de las injusticias? ¿Está al servicio de la Alianza o beneficia a los intereses de la aristocracia sacerdotal?

En este lugar de culto ha surgido una enorme organización mantenida por un exagerado cuerpo de funcionarios, escribas, administradores, con­tables, personal de orden y siervos de las grandes familias sacerdotales. Todos ellos viven del templo y suponen una carga más para la población campesina. Las críticas de las gentes se centran en las poderosas familias sacerdotales. Aunque todos presumen de sus linajes, la dinastía de Sadoc ha quedado rota hace tiempo; Herodes ha importado de Babilonia y Egipto familias sacerdotales de dudosa legitimidad; en este momento son las autoridades romanas las que nombran y cesan a su arbitrio al sumo sa­cerdote de tumo. No es extraño que los designados se preocupen más de perpetuarse en el poder que de servir al pueblo: distribuyen los cargos más lucrativos entre sus familiares, ejercen un fuerte control de las deudas y, según Josefo, llegan incluso a enviar a sus esclavos a arrebatar a los sa­cerdotes pobres los diezmos que les corresponden.

Lo que más irrita es probablemente su vida lujosa a costa de las gen­tes del campo. Al distribuirse la tierra prometida, la tribu de Levi no ha­bía recibido un territorio como las demás. Su heredad sería Dios: vivirían de los sacrificios, diezmos y tributos (Deuteronomio 18,1-5). A pesar de todo, poco después de volver del destierro de Babilonia, algunos sacerdotes poseían ya tierras; en tiempos de Jesús, bastantes habían comprado extensas fincas y pose­siones. Naturalmente seguían quedándose con la parte correspondiente de los animales sacrificados, presionaban al pueblo para cobrar las pri­micias y diezmos de los productos del campo y exigían el pago anual del medio shékel de tributo. Solo con estos ingresos no hubieran podido vivir en la opulencia, pero el desarrollo de la monetización tuvo como efecto una acumulación de riqueza en las arcas del templo; una hábil política de préstamos hizo el resto. El templo se fue convirtiendo en fuente de poder y riqueza de una minoría aristocrática que vivía a costa de los sectores más débiles. ¿Es este el templo querido por el Dios de la Alianza?

La acción de Jesús fue un gesto simbólico. Su intervención en medio de aquella gran explanada durante un tiempo probablemente corto es poco importante en sí misma, pero busca atraer la atención sobre algo que para Jesús es muy importante. Ha escogido bien la situación: está ro­deado de peregrinos de todo el mundo, la policía del templo está atenta a cualquier incidente y los soldados romanos vigilan desde la torre Anto­nia. Es el escenario adecuado para que su mensaje tenga el debido eco. Lo que Jesús pretende no es “purificar” el culto. No se acerca al lugar de los sacrificios para condenar prácticas abusivas. Su gesto es más radical y profundo. Jesús bloquea e interrumpe las actividades normales, necesa­rias para el funcionamiento religioso del templo, como el cambio de mo­neda o la venta de palomas. Su acción no apunta hacia una reforma de esa liturgia, sino hacia la desaparición de la propia institución: sin dinero no se pueden comprar animales puros; sin animales no hay sacrificios; sin sacrificios no hay expiación del pecado ni seguridad de perdón. Su intervención no parece tampoco un gesto de protesta contra el culto pri­vilegiado del pueblo judío, que excluye la participación de los paganos. Jesús espera que los gentiles serán acogidos en el reino definitivo de Dios, pero no hace ningún gesto preciso para que los paganos empiecen a tomar ya parte en los sacrificios del templo. Su intervención no está tampoco dirigida directamente a condenar la vida corrupta de la aristo­cracia sacerdotal, aunque en el trasfondo de su acción está muy presente su actuación abusiva.

El gesto de Jesús es más radical y total. Anuncia el juicio de Dios no contra aquel edificio, sino contra un sistema económico, político y reli­gioso que no puede agradar a Dios. El templo se ha convertido en sím­bolo de todo lo que oprime al pueblo. En la “casa de Dios” se acumula la riqueza; en las aldeas de sus hijos crece la pobreza y el endeudamiento. El templo no está al servicio de la Alianza. Nadie defiende desde ahí a los pobres ni protege los bienes y el honor de los más vulnerables. Se está repitiendo de nuevo lo que Jeremías condenaba en su tiempo: el templo se había convertido en una “cueva de ladrones”. La “cueva” no es el lugar donde se cometen los crímenes, sino donde se refugian los la­drones y criminales después de haberlos cometido. Así sucede en Jeru­salén: no es en el templo donde se cometen los crímenes, sino fuera; el templo es el lugar donde los ladrones se refugian y acumulan su bo­tín. Tarde o temprano era inevitable el choque frontal del reino de Dios con aquel sistema. El gesto de Jesús es una “destrucción” simbó­lica y profética, no real y efectiva, pero anuncia el final de ese orden de cosas. El Dios de los pobres y excluidos no reina ni reinará desde ese templo: jamás legitimará ese sistema. Con la venida del reino de Dios, el templo pierde su razón de ser.

La actuación de Jesús ha ido demasiado lejos. El personal de seguri­dad del templo y los soldados de la fortaleza Antonia saben lo que tie­nen que hacer. Hay que esperar a que la ciudad se encuentre más tran­quila y los ánimos de los peregrinos más calmados. El caso no preocupa solo a los sacerdotes del templo; inquieta también a las autoridades ro­manas. El templo es siempre lugar de conflictos; por eso lo vigilan de cerca. Cualquier incidente en el recinto sagrado despierta su descon­fianza: quienes ponen en peligro el poder del sumo sacerdote, fiel servi­dor de Roma, ponen en peligro la paz. Una cosa es cierta: si no aban­dona su actitud y renuncia a actuaciones tan subversivas, este hombre será eliminado. No es aconsejable detenerlo en público, mientras está rodeado de seguidores y simpatizantes. Ya encontrarán el modo de apresarlo de manera discreta.


1.7 Despedida inolvidable

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También Jesús sabe que sus horas están contadas. Sin embargo no piensa en ocultarse o huir. Lo que hace es organizar una cena especial de despe­dida con sus amigos y amigas más cercanos. Es un momento grave y de­licado para él y para sus discípulos: lo quiere vivir en toda su hondura. Es una decisión pensada. Consciente de la inminencia de su muerte, ne­cesita compartir con los suyos su confianza total en el Padre incluso en esta hora. Los quiere preparar para un golpe tan duro; su ejecución no les tiene que hundir en la tristeza o la desesperación. Tienen que compartir juntos los interrogantes que se despiertan en todos ellos: ¿qué va a ser del reino de Dios sin Jesús? ¿Qué deben hacer sus seguidores? ¿Dónde van a alimentar en adelante su esperanza en la venida del reino de Dios?

Al parecer, no se trata de una cena pascual. Es cierto que algunas fuentes indican que Jesús quiso celebrar con sus discípulos la cena de Pascua o séder, en la que los judíos conmemoran la liberación de la escla­vitud egipcia. Sin embargo, al describir el banquete, no se hace una sola alusión a la liturgia de la Pascua, nada se dice del cordero pascual ni de las hierbas amargas que se comen esa noche, no se recuerda ritualmente la salida de Egipto, tal como estaba prescrito. Por otra parte es impensa­ble que esa misma noche en la que todas las familias estaban celebrando la cena más importante del calendario judío, los sumos sacerdotes y sus ayudantes lo dejaran todo para ocuparse de la detención de Jesús y orga­nizar una reunión nocturna con el fin de ir concretando las acusaciones más graves contra él. Parece más verosímil la información de otra fuente que sitúa la cena de Jesús antes de la fiesta de Pascua, pues nos dice que Jesús es ejecutado el 14 de nisán, la víspera de Pascua. Así pues, no parece posible establecer con seguridad el carácter pascual de la última cena. Probablemente, Jesús peregrinó hasta Jerusalén para celebrar la Pascua con sus discípulos, pero no pudo llevar a cabo su deseo, pues fue dete­nido y ajusticiado antes de que llegara esa noche. Sin embargo sí le dio tiempo para celebrar una cena de despedida.

En cualquier caso, no es una comida ordinaria, sino una cena so­lemne, la última de tantas otras que habían celebrado por las aldeas de Galilea. Bebieron vino, como se hacía en las grandes ocasiones; cenaron recostados para tener una sobremesa tranquila, no sentados, como lo ha­cían cada día. Probablemente no es una cena de Pascua, pero en el am­biente se respira ya la excitación de las fiestas pascuales. Los peregrinos hacen sus últimos preparativos: adquieren pan ázimo y compran su cor­dero pascual. Todos buscan un lugar en los albergues o en los patios y te­rrazas de las casas. También el grupo de Jesús busca un lugar tranquilo. Esa noche Jesús no se retira a Betania como los días anteriores. Se queda en Jerusalén. Su despedida ha de celebrarse en la ciudad santa. Los rela­tos dicen que celebró la cena con los Doce, pero no hemos de excluir la presencia de otros discípulos y discípulas que han venido con él en pere­grinación. Sería muy extraño que, en contra de su costumbre de compar­tir su mesa con toda clase de gentes, incluso pecadores, Jesús adoptara de pronto una actitud tan selectiva y restringida. ¿Podemos saber qué se vi­vió realmente en esa cena?

Jesús vivía las comidas y cenas que hacía en Galilea como símbolo y anticipación del banquete final en el reino de Dios. Todos conocen esas comidas animadas por la fe de Jesús en el reino definitivo del Padre. Es uno de sus rasgos característicos mientras recorre las aldeas. También esta noche, aquella cena le hace pensar en el banquete final del reino. Dos sentimientos embargan a Jesús. Primero, la certeza de su muerte inmi­nente; no lo puede evitar: aquella es la última copa que va a compartir con los suyos; todos lo saben: no hay que hacerse ilusiones. Al mismo tiempo, su confianza inquebrantable en el reino de Dios, al que ha dedi­cado su vida entera. Habla con claridad: “Les aseguro: ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba, nuevo, en el reino de Dios”. (Marcos 14,25 y paralelos). La muerte está próxima. Jerusalén no quiere responder a su lla­mada. Su actividad como profeta y portador del reino de Dios va a ser violentamente truncada, pero su ejecución no va a impedir la llegada del reino de Dios que ha estado anunciando a todos. Jesús mantiene inaltera­ble su fe en esa intervención salvadora de Dios. Está seguro de la validez de su mensaje. Su muerte no ha de destruir la esperanza de nadie. Dios no se echará atrás. Un día Jesús se sentará a la mesa para celebrar, con una copa en sus manos, el banquete eterno de Dios con sus hijos e hijas. Beberán un vino “nuevo” y compartirán juntos la fiesta final del Padre. La cena de esta noche es un símbolo.

Movido por esta convicción, Jesús se dispone a animar la cena conta­giando a sus discípulos su esperanza. Comienza la comida siguiendo la costumbre judía: se pone en pie, toma en sus manos pan y pronuncia, en nombre de todos, una bendición a Dios, a la que todos responden di­ciendo “amén”. Luego rompe el pan y va distribuyendo un trozo a cada uno. Todos conocen aquel gesto. Probablemente se lo han visto hacer a Jesús en más de una ocasión. Saben lo que significa aquel rito del que preside la mesa: al obsequiarles con este trozo de pan, Jesús les hace lle­gar la bendición de Dios. ¡Cómo les impresionaba cuando se lo daba a los pecadores, recaudadores y prostitutas! Al recibir aquel pan, todos se sen­tían unidos entre sí y con Dios. Pero aquella noche, Jesús añade unas palabras que le dan un contenido nuevo e insólito a su gesto. Mientras les distribuye el pan les va diciendo estas palabras: “Esto es mi cuerpo. Yo soy este pan. Véanme en estos trozos entregándome hasta el final, para hacerles llegar la bendición del reino de Dios”¿Qué sintieron aquellos hombres y mujeres cuando escucharon por vez primera estas palabras de Jesús?

Les sorprende mucho más lo que hace al acabar la cena. Todos conocen el rito que se acostumbra. Hacia el final de la comida, el que presidía la mesa, permaneciendo sentado, tomaba en su mano derecha una copa de vino, la mantenía a un palmo de altura sobre la mesa y pronunciaba sobre ella una oración de acción de gracias por la comida, a la que todos respondían “amén”. A continuación bebía de su copa, lo cual servía de señala los demás para que cada uno bebiera de la suya. Sin embargo, aquella noche Jesús cambia el rito e invita a sus discípulos y discípulas a que todos beban de una única copa: ¡la suya! Todos comparten esa “copa de salvación” bendecida por Jesús. En esa copa que se va pasando y ofreciendo a todos, Jesús ve algo “nuevo” y peculiar que quiere explicar: “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Mi muerte abrirá un futuro nuevo para ustedes y para todos". Jesús no piensa solo en sus discípulos más cercanos. En este momento deci­sivo y crucial, el horizonte de su mirada se hace universal: la nueva Alianza, el reino definitivo de Dios será para muchos, “para todos”.

Con estos gestos proféticos de la entrega del pan y del vino, compar­tidos por todos, Jesús convierte aquella cena de despedida en una gran acción sacramental, la más importante de su vida, la que mejor resume su servicio al reino de Dios, la que quiere dejar grabada para siempre en sus seguidores. Quiere que sigan vinculados a él y que alimenten en él su esperanza. Que lo recuerden siempre entregado a su servicio. Seguirá siendo “el que sirve”, el que ha ofrecido su vida y su muerte por ellos, el servidor de todos. Así está ahora en medio de ellos en aquella cena y así quiere que lo recuerden siempre. El pan y la copa de vino les evocará antes que nada la fiesta final del reino de Dios; la entrega de ese pan a cada uno y la participación en la misma copa les traerá a la memoria la entrega total de Jesús. “Por ustedes”: estas palabras resumen bien lo que ha sido su vida al servicio de los pobres, los enfermos, los pecado­res, los despreciados, las oprimidas, todos los necesitados... Estas pala­bras expresan lo que va a ser ahora su muerte: se ha “desvivido” por ofrecer a todos, en nombre de Dios, acogida, curación, esperanza y per­dón. Ahora entrega su vida hasta la muerte ofreciendo a todos la salva­ción del Padre.

Así fue la despedida de Jesús, que quedó grabada para siempre en las comunidades cristianas. Sus seguidores no quedarán huérfanos; la co­munión con él no quedará rota por su muerte; se mantendrá hasta que un día beban todos juntos la copa de “vino nuevo” en el reino de Dios. No sentirán el vacío de su ausencia: repitiendo aquella cena podrán alimen­tarse de su recuerdo y su presencia. Él estará con los suyos sosteniendo su esperanza; ellos prolongarán y reproducirán su servicio al reino de Dios hasta el reencuentro final. De manera germinal, Jesús está dise­ñando en su despedida las líneas maestras de su movimiento de segui­dores: una comunidad alimentada por él mismo y dedicada totalmente a abrir caminos al reino de Dios, en una actitud de servicio humilde y fra­terno, con la esperanza puesta en el reencuentro de la fiesta final.

¿Hace además Jesús un nuevo signo invitando a sus discípulos al servicio fraterno? El evangelio de Juan dice que, en un momento deter­minado de la cena, se levantó de la mesa y “se puso a lavar los pies de los discípulos”. Según el relato, lo hizo para dar ejemplo a todos y ha­cerles saber que sus seguidores deberían vivir en actitud de servicio mutuo: “Lavándose los pies unos a otros”. La escena es probablemente una creación del evangelista, pero recoge de manera admirable el pen­samiento de Jesús. El gesto es insólito. En una sociedad donde está tan perfectamente determinado el rol de las personas y los grupos, es impensable que el comensal de una comida festiva, y menos aún el que preside la mesa, se ponga a realizar esta tarea humilde reservada a sier­vos y esclavos. Según el relato, Jesús deja su puesto y, como un esclavo, comienza a lavar los pies a los discípulos. Difícilmente se puede trazar una imagen más expresiva de lo que ha sido su vida, y de lo que quiere dejar grabado para siempre en sus seguidores. Lo ha repetido muchas veces: “El que quiera ser grande entre ustedes, será suv servidor; y el que quiera ser el primero entre ustedes, será esclavo de todos” (Marcos 10,43-44. Cf. también Marcos 9,35). Jesús lo expresa ahora plásticamente en esta escena: limpiando los pies a sus discípulos está actuando como siervo y esclavo de todos; dentro de unas horas morirá crucificado, un castigo reservado sobre todo a esclavos.



Capítulo 12 de: PAGOLA, José A. "Jesús, aproximación histórica", PPC, Madrid 2008 (p. 333-370)