1.5 Jesus Maestro de vida

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Documento 1.5. Jesús, Maestro de vida

C ómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy

Curso de Formación para laicos / SSCC Patagonia Norte (ABB)


  • Documentos para profundizar lo abordado en cada encuentro






1.5. Jesús, Maestro de vida


Jesús seguía comunicando a todos la experiencia que vivía en su corazón: “Ya está Dios aquí”. Su presencia salvadora se estaba haciendo notar de ma­nera callada, pero real. Los enfermos y atormentados por espíritus malignos experimentaban en su propia carne la fuerza curadora de un Dios amigo de la vida. Los mendigos y desposeídos, víctimas de toda clase de abusos y atropellos, comenzaban a sentir a Dios como su defensor y Padre. Los peca­dores, las prostitutas y los indeseables se sentían aceptados: mientras co­mían con su amigo Jesús, en su corazón se despertaba una fe nueva en el perdón y la amistad de Dios. Hasta las mujeres comenzaban a gustar una dignidad nueva antes desconocida. Con Jesús, todo empezaba a cambiar.

¿Cómo responder a esta nueva situación? ¿Cómo “entrar” en la diná­mica del reino de Dios? ¿Cómo vivir en este espacio nuevo creado por la irrupción salvadora de Dios? Jesús puede responder desde su propia expe­riencia. Él es el primero que vive acogiendo el reino de Dios. Puede enseñar a los demás. La gente lo percibe enseguida no solo como profeta de Dios, curador de la vida o defensor de los últimos, sino como un maestro de vida que enseña a vivir de manera diferente bajo el signo del reino de Dios.


Rabí

La gente lo llama rabí, porque lo ven como un maestro. No es solo una forma de tratarlo con respeto. Su modo de dirigirse al pueblo para invitar a todos a vivir de otra manera se ajusta a la imagen de un maestro de su tiempo. No es solo un profeta que anuncia la irrupción del reino de Dios. Es un sabio que enseña a vivir respondiendo a Dios.

Sin embargo, nadie lo confunde con los intérpretes de la ley o con los escribas que trabajan al servicio de la jerarquía sacerdotal del templo. Je­sús no se dedica a interpretar la ley. Jesús nunca emplea la terminología tradicional entre los rabinos. Apenas recurre a las Escrituras sa­gradas, y no cita nunca a maestros anteriores a él. No pertenece a nin­guna escuela ni se ajusta a ninguna tradición. Su autoridad sorprende. La gente tiene la impresión de estar escuchando de sus labios un camino de vida radicalmente diferente. En Mc 1, 22 se dice que las gentes “quedaban asombradas de su enseñanza, pues les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas”.

Como en todos los pueblos, también en la sociedad judía que conoció Jesús predominaba una sabiduría convencional que se había ido configu­rando a lo largo de los siglos y era aceptada básicamente por todos. La fuente principal de la que arrancaba era la ley de Moisés y las tradiciones que se iban transmitiendo de generación en generación. Esta “cultura re­ligiosa”, alimentada semanalmente en las sinagogas con la lectura de las Escrituras, reavivada en las grandes celebraciones y fiestas del templo, conservada y actualizada por los intérpretes oficiales, era la que impreg­naba toda la vida de Israel. De esta tradición religiosa, interiorizada en la conciencia del pueblo, extraían todos su imagen de Dios y el marco de valores que configuraban su visión de la vida: la elección de Israel, su alianza con Yahvé, la ley, el culto del templo, la circuncisión o el descanso del sábado. Ahí se alimentaba su identidad de “hijos de Abrahán”.

Aunque Jesús vive enraizado en lo mejor de esta tradición, su ense­ñanza tiene un carácter subversivo, pues pone en cuestión la religión convencional. De su enseñanza se desprende una conclusión: está lle­gando el reino de Dios. No se puede seguir viviendo como si nada ocu­rriera; hay que pasar de una religión convencional a una vida centrada en el reino de Dios. Lo que se está enseñando en Israel no sirve ya como punto de partida para construir la vida tal como la quiere Dios. Hay que aprender a responder de manera nueva a la nueva situación creada por la irrupción de Dios.

Con lenguaje extraído de la sabiduría popular, Jesús deja entrever de manera inconfundible su propósito. No quiere enseñar a caminar por el “camino ancho”, transitado por mucha gente, pero que conduce al pue­blo a su perdición. Él desea mostrar un camino diferente; son pocos toda­vía los que entran por él, pues resulta más “angosto”, pero es el camino que conduce a la vida. (La imagen está recogida en Lc 13, 24; Mt 7, 13-14).


La Palabra en clave de Reino

Jesús no acude a las Escrituras para analizarlas y extraer de ellas su enseñanza. A él las Escrituras le sirven para mostrar que los designios de Dios se están ya cumpliendo con la irrupción del reino de Dios. Su experiencia de Dios le dice que ya se está revelando de manera más plena y decisiva lo que se decía en los textos sagrados.

Probablemente, el libro que más le atraía era el del profeta Isaías, y los textos más queridos, aquellos que anunciaban un mundo nuevo para los enfermos y los más pobres. ¿Cómo no se iba a encender de gozo cuando tenía ocasión de escuchar algún sá­bado palabras como éstas: “¡Ánimo, no teman! Miren a su Dios... viene en persona a salvarlos. Se despegarán los ojos de los ciegos, los oí­dos de los sordos se abrirán, brincará el paralítico como un ciervo, la lengua del mudo cantará”. “Aquel día, los pobres volverán a alegrarse con el Se­ñor, los más pobres exultarán con el Santo de Israel, porque se habrán ter­minado los tiranos” (Isaías 35, 5-6; 29, 19-20).

No se limita a repetir el texto. Adapta el len­guaje y las imágenes bíblicas a su propia experiencia de Dios. Todo lo lee y lo recrea desde su fe en la irrupción de su reinado.

La gente sabe que Jesús no es un maestro de la ley. No ha estudiado con ningún maestro famoso. No procede de ningún grupo dedicado a interpre­tar las Escrituras. Jesús se mueve en medio del pueblo. Habla en las plazas y descampados, junto a los caminos y a orillas del lago. Tiene su propio len­guaje y su propio mensaje. Para comunicar su experiencia del reino de Dios, narra parábolas que abren a sus oyentes a un mundo nuevo. Para provocar a la gente a entrar en la dinámica de ese reino, pronuncia sentencias breves en las que resume y condensa su pensamiento. De su boca salen sentencias directas y precisas que apremian a todos a vivir la vida de otra manera.

Sus dichos quedaron grabados en quienes le escuchaban. Breves y concisos, llenos de verdad y sabiduría, pronunciados con fuerza, obliga­ban a la gente a pensar algo que, de otro modo, se les podía escapar. Jesús los repite una y otra vez, en circunstancias diversas. Algunos le sirven para remachar en pocas palabras lo que ha estado explicando larga­mente. No son dichos para ser pronunciados uno detrás de otro. Bastantes dichos pronunciados por Jesús en diversas circunstancias están recogidos en los evangelios formando verdaderas “colecciones” (por ejemplo, Mt 7). Conviene no de­jarse desorientar por esta presentación simultánea. Se ne­cesita tiempo para pensar en cada uno de ellos.


Un estilo muy particular

Jesús tiene un estilo de enseñar muy suyo. Sabe tocar el corazón y la mente de las gentes. Con frecuencia les sorprende con dichos paradójicos y desconcertantes: “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mc 8, 35). ¿Será de verdad así? ¿Un asunto de vida o muerte? ¿Una decisión donde uno se juega todo? A veces los provoca con expresiones increíblemente exageradas: “Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y tíralo... y si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtatela y arrójala” (Mt 5, 29-30). Otras veces habla con ironía y humor: “¿Cómo es que ves la paja en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que hay en el tuyo?” (Mt 7, 3). La gente se ríe a carcajadas, pero difícilmente ol­vidará la lección. Sabe también utilizar con gracia juegos de palabras que les divierten no poco: “¡Guías ciegos, que cuelan un mosquito [en arameo, galma] y se tragan un camello [en arameo, gamla]!” (Mt 23, 24. La gente se reiría todavía más al recordar que el camello era un animal impuro).

Jesús quiere llegar hasta las gentes más sencillas e ignorantes. Por eso emplea también refranes conocidos por todos. Al pueblo siempre le gus­tan esos dichos de autor desconocido donde se recoge la experiencia de generaciones. No son dichos originales de Jesús, pero él los utiliza de ma­nera original para enseñar a entrar en el reino de Dios: “Nadie puede ser esclavo de dos señores”; lo dice la experiencia, pero Jesús añade: “No pueden servir a Dios y al Dinero” (Lc 16, 13; Mt 6, 24). La gente le ha entendido: no se puede atender la llamada de ese Dios que defiende a los últimos y vivir acumu­lando riqueza. En otra ocasión recuerda otro refrán: “No necesitan mé­dico los sanos, sino los enfermos” (Mc 2, 17). Lo sabe todo el mundo: el médico está para atender a los enfermos. Entonces, ¿por qué no aceptan que se acerque a los pecadores y coma con ellos?

Sin embargo, más que refranes populares, Jesús pronuncia sentencias propias nacidas de su manera de entender la vida desde el reino de Dios. Son dichos breves que muchas veces se caracterizan por su radi­calidad. Jesús los pronuncia con autoridad, sin fundamentarse en las Es­crituras y sin aportar argumento alguno: “Amen a sus enemigos”, “No juzguen y no serán juzgados”. Son una especie de “contraorden” para vivir bajo el signo del reino de Dios frente al modo de vivir aceptado convencionalmente por todos.

En tiempos de Jesús eran conocidos y apreciados diversos libros que recogen prover­bios y sentencias sapienciales. En estos libros se enseña a vivir de manera sensata y razonable: búsqueda de la sabiduría; discernimiento de virtudes y vicios; trabajo y familia; relación con las mujeres; ras­gos del hombre sensato... Jesús nunca habla de estos programas de vida, sino de la respuesta radical al reino de Dios.


¿Qué busca este Maestro?

Cuando Jesús proclama el reino de Dios, lo hace buscando despertar una respuesta. Dios está ya actuando. Israel no puede seguir viviendo esta nueva situación como si nada estuviera ocurriendo. Hay que entrar en el proyecto de Dios. Esta respuesta es necesaria no para que llegue su reino, tampoco para merecerlo. Dios está ofreciendo su amor compasivo a todos, sin mirar los méritos de nadie. La preocupación de Jesús es otra: ¿cómo responder al Padre, que está ya actuando? ¿Cómo vivir ahora bajo la compasión de Dios? Él vive ya transformado enteramente por el reino de Dios, pero aquellas gentes necesitan escuchar una llamada nueva que toque su corazón.

Jesús confía totalmente en la fuerza salvadora de Dios, pero observa los obstáculos y resistencias que encuentra su palabra. No todos se abren a Dios. ¿Fracasará un día su proyecto? Jesús quiere explicar cómo ve él las cosas y cuenta la parábola de un sembrador. Aunque el relato comienza hablando de un sembrador, el centro de la parábola no es el sembrador, sino lo que sucede con la siembra (Mc 4, 3b-8; Mt 13, 3b-8; Lc 8,5-8a).

Para entender el mensaje de la parábola hemos de prescindir de la interpretación alegórica que aparece en los sinópticos (Mc 4, 14-20; Mt 13, 18-23; Lc 8, 11-15), pues es producto de la comunidad cristiana.

Jesús está hablando de algo que se conoce bien en Galilea. En otoño, los campesinos salen a sembrar sus tierras; en junio recogen las cosechas. Los que le escuchan saben lo que es sembrar y lo que es vivir pendientes de la futura cosecha. ¿De qué les quiere hablar Jesús?

El relato cuenta con todo detalle lo que sucede con la siembra. Una parte de la semilla cae a lo largo del camino que bordea el terreno. No es buena tierra; la semilla ni germina: llegan los pájaros y se la comen al ins­tante. El trabajo del sembrador ha sido un fracaso desde el primer mo­mento. Otra parte cae en una zona pedregosa, cubierta ligeramente por algo de tierra. La semilla llega a dar un pequeño brote, pero poco más: al no poder echar raíz, el solla seca. La siembra ha tardado algo más en per­derse, pero también aquí el trabajo del sembrador fracasa. Otra parte cae entre cardos. Al parecer, puede germinar y crecer, pero no llega a dar fruto: los cardos crecen con más fuerza y la ahogan.

Los oyentes escuchan consternados. ¿Merece la pena seguir sem­brando? ¿No puede encontrar aquel sembrador un terreno mejor? Jesús continúa su relato. A pesar de tanto fracaso, la mayor parte de la semilla cae en tierra buena. La planta crece, se desarrolla y da fruto: el treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno. En algunos terrenos, la siembra ha sido un fracaso; en otros ha tenido éxito. Pero, a pesar de los fracasos, al final el sembrador puede disfrutar de una buena cosecha. En tres zonas la siembra fracasa. En otras tres se logra una cosecha buena, de diverso grado.

La gente empieza a “entender”. Jesús actúa como los campesinos. Al sembrar, todos saben que parte de la siembra se echará a perder, pero eso no desalienta a nadie: lo importante es la cosecha final. Con el reino de Dios sucede algo seme­jante. No faltan obstáculos y resistencias, pero la fuerza de Dios dará su fruto. Jesús está sembrando. Es el momento de responder.

¿En qué tipo de respuesta está pensando? Contra lo que se podía es­perar, nunca invita a la gente a hacer penitencia practicando ritos y ges­tos ascéticos tan queridos a los profetas. Nadie le oye hablar de ayuno, ceniza o vestidos de luto. No es eso lo que está esperando ese Dios entra­ñable que aguarda a todos con los brazos abiertos. Su llamada va más allá de esa penitencia convencional. Tampoco llama sencillamente a vol­ver de nuevo a la ley. No se dirige solo a los pecadores, para que vuelvan a la observancia y se unan a los justos y observantes. También llama a los justos. Todos han de cambiar para “entrar” en el reino de Dios, no en ac­titud penitencial, sino movidos por la alegría y la sorpresa del amor in­creíble de Dios.

No hay que esperar. El reino de Dios está llegando. Ahora mismo hay que “entrar” en su dinámica. Nadie se ha de quedar fuera. Jesús no hace una llamada a la penitencia nacional de todo Israel, al estilo del Bautista, pero tampoco está pensando en un grupo selecto. A todos les ha de llegar la Buena Noticia. Todos están invitados a creer. No encontrarán en el reino de Dios un nuevo código de leyes para regular su vida, sino un im­pulso y un horizonte nuevo para vivir transformando el mundo según la verdadera voluntad de Dios.


Una respuesta desde adentro

En el reino de Dios solo se puede entrar con un “corazón nuevo”, dis­puestos a obedecer a Dios desde lo más hondo. Lo decisivo es esta trans­formación radical. Dios busca “reinar” en el centro más íntimo de las per­sonas, en ese núcleo interior donde se decide su manera de sentir, de pen­sar y de comportarse. En la mentalidad semita, el “corazón” no es la sede del amor y la Vida afectiva. Es más bien el nivel más profundo de la persona, la fuente de la percepción, el pensamiento, las emo­ciones y el comportamiento En el corazón de la persona “se decide” su Vida entera. Jesús lo ve así: nunca nacerá un mundo más hu­mano si no cambia el corazón de las personas; en ninguna parte se cons­truirá la vida tal como Dios la quiere si las personas no cambian desde dentro. Jesús lo ilustra con imágenes cla­ras y penetrantes: “No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno... No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian racimos de uvas”. Este tipo de dichos son conocidos en la sabiduría proverbial de la época, pero Jesús los acuña a su manera. El contraste entre los espinos y los higos y entre las zarzas y las uvas es del estilo inconfundible de Jesús (Lc 6, 43-45; Mt 7, 16-20). Jesús quiere tocar el corazón de las perso­nas. El reino de Dios ha de cambiar a todos desde su raíz. En el pueblo Judío se recordaba una promesa de Dios que el profeta Ezequiel había pronunciado entre los desterrados de Babilonia, poco después de la destrucción de Jerusalén (586 a C.) “Yo les daré un corazón nuevo e infundiré en ustedes un espíritu nuevo, les arran­caré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ezequiel 36, 26). Solo hombres y mujeres de corazón nuevo harán un mundo nuevo.

Jesús utiliza un lenguaje original para hablar de la actitud básica para acoger a Dios. A algunos adultos les puede parecer un insulto. Jesús les pide “hacerse como niños”. ¿Qué es exactamente lo que quiere decir? El “niño” es un arquetipo empleado de manera diferente en las diversas culturas. Una metáfora universal para hablar de confianza en los padres, inocencia, humildad, sinceridad y otras muchas cosas. Jesús, por su parte, nunca idealiza a los niños. Conoce bien a aquellos niños y niñas desnutridos que corretean a su alrededor y entre sus seguidores. Tal vez sabe que en algunos lugares del Imperio hay niños, y sobre todo niñas, que, recién nacidos, son abandonados por sus padres y, tal vez, recogidos más tarde de los basureros para ser criados como esclavos.

No es esa la costumbre entre los judíos, pero, entre aquellas familias pobres de Gali­lea, el niño no era solo una bendición de Dios. Era también una boca más que había que alimentar.

En la Galilea de los años treinta, ser niño equivale a no ser nadie: una criatura débil y necesitada, dependiente totalmente de sus padres. Este es probablemente el punto de partida de la metáfora de Jesús. Por eso dice: “Dejen que los niños vengan a mí; no se lo impidan, porque de los que son como ellos es el reino de Dios” (Mc 10, 14). Son palabras dichas desde la misma perspectiva que las bienaventuran­zas (Lc 6, 20-21). Dios es de los que no tienen sitio en la sociedad (desposeídos, excluidos). Se añaden ahora los niños, que son los últimos de la sociedad, los insignificantes. El reino de Dios les pertenece a los niños, sencillamente porque son los más débiles y necesitados, como les pertenece a los mendigos, los hambrientos y los que sufren. Por eso Jesús, movido por ese Dios, los acoge, bendice y estrecha entre sus bra­zos. Jesús vive y encarna el reino de Dios acogiendo a los últimos.

A partir de aquí, Jesús da un paso más: “Yo les aseguro: el que no re­ciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. (Mc 10, 15). Es característico de Jesús invitar a una vida radicalmente nueva en el “reino de Dios”. El camino para entrar en el reino de Dios es hacerse como los niños. Dejarse abrazar por Dios como aquellos niños que se dejan abrazar por él con alegría. Ante Dios hay que ser de una manera diferente a como son de ordinario los adultos, que casi siempre andan buscando poder, grandeza, honor o ri­quezas. Este lenguaje de Jesús pidiendo a los adultos “hacerse como ni­ños” está sugiriendo algo más que un cambio de conducta. Jesús está como pidiendo un nuevo comienzo, el inicio de una personalidad nueva. En el evangelio de Juan se habla ya explícitamente de un “nuevo nacimiento”: “Yo te aseguro que el que no nazca de nuevo, no puede experimentar el reino de Dios” (Jn 3, 3).


Una nueva postura ante la Ley

Los judíos hablaban con orgullo de la ley. Según la tradición, Dios mismo la había regalado a su pueblo por medio de Moisés. Era lo mejor que ha­bían recibido de su Dios. En todas las sinagogas se guardaba con venera­ción el rollo de la ley dentro de un cofre depositado en un lugar especial. No la sentían como un yugo pesado o una carga fastidiosa. La ley era su orgullo y su alegría, un bien precioso e imperecedero para Israel, garantía y camino de salvación. En esa ley estaba escrita la voluntad del único Dios verdadero. Ahí podían encontrar todo lo que necesitaban para vivir en fidelidad al Dios de la Alianza.

Los hebreos hablaban de la torá, que quiere decir literalmente “enseñanza” o “instruc­ción”. Sin embargo, seducido totalmente por el reino de Dios, Jesús no se concentra en la Torá. No la estudia ni obliga a sus discípulos a estudiarla. A menudo habla de Dios sin basarse en la ley y sin preocuparse de si su enseñanza entra en conflicto con ella. No vive pendiente de observarla escrupulosamente. Para él, la Torá no es lo fundamental. Tampoco entra por iniciativa propia en discu­siones sobre la interpretación correcta de las normas legales. Jesús busca la voluntad de Dios desde otra experiencia diferente.

¿Qué pensaba de la ley? No es fácil saberlo. Al parecer, nunca se pro­nunció de manera explícita a favor o en contra.

No ofrece una doctrina sistemática sobre la Torá. Más bien va tomando posición en cada caso partiendo de su propia experiencia de Dios. Ciertamente no promueve nunca una campaña contra la Torá de Israel. También él encuentra en muchos aspectos de esa ley la expresión válida de la voluntad de Dios. Cuando uno le pregunta qué ha de hacer para tener en herencia vida eterna, Jesús le re­cuerda los mandamientos de la Ley y le cita a continuación los que pertenecen a la segunda tabla, es decir, los que hablan de las obligaciones sociales: “No mates, no cometas adulterio, no robes...” (Mc 10, 17-22). Pero la ley no ocupa ya un puesto central. Está llegando el reino de Dios, y esto lo cambia todo. La ley puede regular correctamente muchos capí­tulos de la vida, pero ya no es lo más decisivo para descubrir la verda­dera voluntad de ese Dios entrañable que está llegando. No basta que el pueblo se pregunte qué es ser leal a la ley. Ahora es necesario preguntarse qué es ser leales al Dios de la compasión.

Jesús confronta a la gente no con aquellas leyes de las que hablan los escribas, sino con un Dios compasivo. No basta vivir pendientes de lo que dice la Torá. Hay que buscar la verdadera voluntad de Dios, que, en no pocas ocasiones, nos puede llevar más allá de lo que dicen las leyes. Lo importante en el reino de Dios no es contar con personas observantes de las leyes, sino con hijos e hijas que se parezcan a Dios y traten de ser buenos como lo es él. Aquel que no mata cumple la ley, pero, si no arranca de su corazón la agresividad hacia su hermano, no se asemeja a Dios (Mt 5, 21-22). Aquel que no comete adulterio cumple la ley, pero, si desea egoís­tamente la esposa de su hermano, no se asemeja a Dios (Mt 5,27-28). Aquel que ama solo a sus amigos, pero alimenta en su interior odio hacia sus enemigos, no vive con un corazón compasivo como el de Dios (Mt 5, 43-45). En estas personas reina la ley, pero no reina Dios; son observantes, pero no se parecen al Pa­dre.

Jesús busca la verdadera voluntad de Dios con una libertad sorpren­dente. No se preocupa en absoluto de discutir cuestiones de moral ca­suística; busca directamente qué es lo que puede hacer bien a las perso­nas. Critica, corrige y rectifica determinadas interpretaciones de la ley cuando las encuentra en contradicción con la voluntad de Dios, que quiere, antes que nada, compasión y justicia para los débiles y necesita­dos de ayuda.

Probablemente sorprendió mucho su libertad ante el conjunto de normas y prescripciones en torno a la pureza ritual. La mayor parte de las “impurezas” que podía contraer una persona no la convertían en un “pecador”, moralmente culpable ante Dios, pero, según el código de pureza, la apartaban del Dios santo y le impedían entrar en el templo y tomar parte en el culto. Al parecer, en tiempos de Jesús se vivía con bas­tante rigor la observancia de la pureza ritual.

Jesús se relaciona con total libertad con gente consi­derada impura, sin importarle las críticas de los sectores más observan­tes. Come con pecadores y publicanos, toca a los leprosos y se mueve entre gente indeseable. La verdadera identidad de Israel no consiste en excluir a paganos, pecadores e impuros. Para ser el “pueblo de Dios”, lo decisivo no es vivir “separados”, como hacen en buena parte los sectores fariseos, ni aislarse en el desierto, como los esenios. En el reino de Dios, la verdadera identidad consiste en no excluir a nadie, en acoger a todos y, de manera preferente, a los marginados.

Algunos se pre­ocupan mucho de observar las leyes de pureza para no quedar mancha­dos. Para Jesús, ese tipo de impureza no llega a contaminar a la persona. La contaminación ritual desde el exterior no reviste tanta importancia porque no toca el corazón. Hay otra “impureza” que nace del interior, malea desde dentro a la persona y se manifiesta luego en palabras y ges­tos malos. Para acoger a Dios, lo importante no es evitar contactos exter­nos que nos puedan contaminar, sino vivir con un corazón limpio y bueno.

No parece que Jesús rechazara de frente todas las leyes de pureza. Sin embargo, el comportamiento y las palabras de Jesús desafiaban el sistema de pureza sólidamente estable­cido por la tradición.

Por eso, el criterio que Jesús tiene en cuenta es ver si una ley concreta hace bien a la gente y ayuda a que la compasión de Dios vaya entrando en el mundo. Es muy iluminadora su manera de actuar ante la ley del sá­bado, la fiesta semanal considerada por todos como un regalo de Dios. Según las tradiciones más antiguas, era un día bendito y santo, instituido por Dios para descanso de sus criaturas. Todos debían descansar, incluso los animales que se empleaban para trabajar el campo. El sábado era un día de respiro y de fiesta para gustar la libertad. Ese día, hasta los escla­vos y esclavas quedaban liberados de sus trabajos. En las aldeas de Gali­lea se respiraba sosiego y paz.

En tiempos de Jesús, el sábado no era solo una ley exigida por fidelidad a la Alianza. Se había convertido en signo y emblema de la identidad del pueblo judío frente a otros pueblos extraños. Los tres rasgos más conocidos y que mejor identificaban al pueblo judío frente a otros pueblos dentro del Imperio romano eran la circuncisión de los varones, la ley del sábado y la abstención de alimentos impuros.

Justamente por ser una seña de identidad importante para Israel, existía un verdadero debate sobre la manera más perfecta de observar el descanso semanal. En tiempos de Jesús se defendían opiniones dispares. Al parecer, nadie imponía su propia opinión a otros grupos.

Nunca pensó Jesús en suprimir la ley del sábado. Era un regalo de­masiado grande para aquellas gentes que necesitaban descansar de sus trabajos y penalidades. Al contrario, lo que hace es devolverle su sentido más genuino: el sábado, como todo lo que viene de Dios, siempre es para el bien, el descanso y la vida de sus criaturas. Lo que a él le preocupa no es observar es­crupulosamente una ley que refuerza la identidad del pueblo. Desde su experiencia de Dios, lo que no se puede tolerar es que una ley impida a la gente experimentar su bondad de Padre.

Por eso se atreve a curar en sábado a enfermos que, ciertamente, no es­tán en peligro inminente de muerte. Su actuación provocó al parecer la reac­ción de los sectores más rigoristas de su tiempo, y Jesús aprovechó para ex­plicar la razón última de su actuación.

Dios no ha creado el sábado para imponer al pueblo una carga ni para hacerle vivir encadenado a un conjunto de normas. Lo que Dios quiere es el bien de las personas. Esa es la verdadera intención de toda ley que viene de él ¿Cómo no va a curar en sábado? Si el sábado es para celebrar la liberación del trabajo y de la esclavitud, ¿no es el día más apropiado para li­berar a los enfermos de su sufrimiento y hacerles experimentar el amor liberador de Dios? Su reinado está ya irrumpiendo, ¿por qué no vivir desde ahora esta fiesta semanal como una anticipación del descanso final y el dis­frute de la vida que Dios quiere, sobre todo para quienes más sufren?

Jesús no espera a que pase el sá­bado para curar a un enfermo. Se le hace insoportable ver a alguien su­friendo y no actuar de inmediato. Al día siguiente tal vez esté ya en otra aldea anunciando el reino a otras gentes. Lo importante no es la ley, sino la vida que Dios quiere para todos los que sufren.

Los evangelistas recogen también otro episodio significativo. Como de costumbre, Jesús va recorriendo los caminos de Galilea seguido por sus discípulos. Es sábado. En las aldeas, las familias se reúnen ese día para hacer la comida principal de la semana, pero ellos están en pleno campo y sienten hambre una vez más. Al atravesar unos sembrados en­cuentran algunas espigas. Los discípulos no dudan un instante. Arrancan las espigas, las desgranan con sus manos y se las comen. Algunos, al pare­cer, los critican, no por robar algo que no es suyo, sino porque “arrancar espigas y desgranarlas” es un trabajo que no está permitido en sábado. Je­sús los defiende recordando que también David y sus seguidores, cuando huían de Saúl, para saciar su hambre no dudaron en comer “panes consa­grados”, que solo podían comer los sacerdotes. La actitud de Jesús es siempre la misma: ninguna ley que provenga de Dios ha de impedir ali­viar las necesidades vitales de quienes sufren, están enfermos o pasan hambre, pues Dios es, precisamente, el amigo de la vida (Mc 2, 23-28; Mt 12, 1-8; Lc 6, 1-5.)


Maestro de la compasión y el amor

La única respuesta adecuada a la llegada del reino de Dios es el amor. Je­sús no tiene la más mínima duda. El modo de ser y de actuar de Dios ha de ser el programa para todos. Un Dios compasivo está pidiendo de sus hijos e hijas una vida inspirada por la compasión. Nada le puede agradar más. Construir la vida tal como la quiere Dios solo es posible si se hace del amor un imperativo absoluto.

Jesús habla repetidamente en sus parábolas de la compasión, del per­dón, de la acogida a los perdidos, de la ayuda a los necesitados. Ese era su lenguaje de profeta del reino. Pero en alguna ocasión habla también como maestro de vida presentando el amor como la ley fundamental y decisiva. Lo hace asociando de manera íntima e inseparable dos grandes preceptos que gozaban de gran aprecio en la tradición religiosa del pue­blo judío: el amor a Dios y el amor al prójimo. Jesús apenas emplea la terminología habitual del amor. Por lo general, Jesús habla de manera más concreta: “compadecerse” del que sufre; “perdonar” al que nos ha ofendido; “dar un vaso de agua”, “ayudar al necesitado”.

Según las fuentes cristia­nas, cuando se le pregunta cuál es el primero de todos los mandatos, Je­sús responde recordando, en primer lugar, el mandato que repetían todos los días los judíos al recitar la oración del Shemá al comienzo y al fi­nal del día: “El primer mandato es: "Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, amarás al Señor, tu Dios, con todo su corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas"”. Esto es lo primero, pero en­seguida añade otro mandato que está recogido en el viejo libro del Leví­tico: “El segundo es: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". No hay otro mandamiento mayor que estos” (Mc 12, 29-31).

El amor a Dios y al prójimo es la síntesis de la ley, el principio su­premo que da nueva luz a todo el sistema legal. El mandato del amor no se encuentra en el mismo plano que los demás preceptos, perdido entre otras normas más o menos importantes. El amor lo relativiza todo. Si un precepto no se deduce del amor o va contra el amor, queda vacío de sen­tido; no sirve para construir la vida tal como la quiere Dios.

Jesús establece una estrecha conexión entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Son inseparables. No es posible amar a Dios y desentenderse del hermano. Para buscar la voluntad de Dios, lo decisivo no es leer leyes escritas en tablas de piedra, sino descubrir las exigencias del amor en la vida de la gente. No existe un ámbito sagrado en el que nos podamos ver a solas con Dios; no es posible adorar a Dios en el templo y vivir olvidado de los que sufren; el amor a Dios que excluye al prójimo se convierte en mentira. Lo que va contra el amor, va contra Dios.

Esta síntesis del amor a Dios y al prójimo se venía ya gestando en el judaísmo con an­terioridad a Jesús. Lo más original de Jesús es citar literalmente los dos preceptos y situarlos por encima de todos los demás, dando así una fuerza especial a lo que se venía diciendo.

Jesús no confunde el amor a Dios y el amor al prójimo, como si fueran una misma cosa. El amor a Dios no puede quedar reducido a amar al pró­jimo, ni el amor al prójimo significa que sea ya, en sí mismo, amor a Dios.

Para Jesús, el amor a Dios tiene una primacía absoluta y no puede ser re­emplazado por nada. Es el primer mandato. No se disuelve en la solida­ridad humana. Lo primero es amar a Dios: buscar su voluntad, entrar en su reino, confiar en su perdón. La oración se dirige a Dios, no al prójimo; el reino se espera de Dios, no de los hermanos.

Por otra parte, el prójimo no es un medio o una ocasión para practicar el amor a Dios. Jesús no está pensando en transformar el amor al prójimo en una especie de amor indirecto a Dios. Él ama y ayuda a la gente por­que la gente sufre y necesita ayuda. Jesús es concreto y realista. Hay que dar un vaso de agua al sediento porque tiene sed; hay que dar de comer al hambriento para que no se muera; hay que vestir al desnudo para que se proteja del frío. Amar a una persona no por sí misma, sino por amor a Dios, sería una cosa bastante extraña. Seguramente Jesús no lo terminaría de entender. Jesús curaba porque le dolía el sufrimiento de la gente enferma.

Él piensa más bien de otra manera. Quienes se sienten hijos e hijas de Dios lo aman con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuer­zas. Este amor, como es natural, significa docilidad, disponibilidad total y entrega a un Padre que ama sin límites e incondicionalmente a todos sus hijos e hijas. No es posible, por tanto, amar a Dios sin desear lo que él quiere y sin amar incondicionalmente a quienes él ama como Padre. El amor a Dios hace imposible vivir encerrado en uno mismo, indiferente al sufrimiento de los demás. Es precisamente en el amor al prójimo donde se descubre la verdad del amor a Dios.

Por eso no es extraño que Jesús le atribuya al prójimo una importan­cia singular. No se limita a recordar el famoso mandato del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, sino que lo explica dictando lo que se ha venido a llamar la “regla de oro”: “Traten a los demás como quieren que ellos los traten” (Lc 6, 31; Mt 7, 12) Esta regla no era desconocida en el ju­daísmo.

Amar al otro “como a ti mismo” significa sencillamente amarle como deseamos que el otro nos ame. No se puede encerrar el amor en fórmulas precisas. Jesús nunca lo hace. El amor pide imaginación y creatividad. Solo así se entiende la invitación de Jesús: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; vuestra propia experiencia podrá ser el mejor punto de par­tida para imaginaros cómo tenéis que tratar a una persona concreta.

Difícilmente podía Jesús sugerir de manera más incisiva el carácter ilimitado del amor. Si lo que exigiríamos idealmente para nosotros se convierte en criterio y regla de nuestro comportamiento hacia los demás, ya no hay excusa ni escapatoria alguna. Para nosotros siempre queremos lo mejor. La “regla de oro” nos pone a buscar el bien de todos de manera incondicional. En el “mundo nuevo” que anuncia Jesús, esta ha de ser la actitud básica: disponibilidad, servicio y atención a la necesidad del her­mano. No hay normas concretas. Amar al prójimo es hacer por él en aquella situación concreta todo lo que uno pueda.

En la parábola del buen samaritano se describe, con un detalle poco habitual en el len­guaje sobrio de los evangelios, la actuación de aquel hombre que, conmovido, se acerca al he­rido de la cuneta y hace por él cuanto puede: desinfecta sus heridas con vino, las cura con aceite, lo venda, lo monta sobre su propia cabalgadura, lo lleva a una posada, cuida de él y está dispuesto a pagar cuanto haga falta (Lc 10, 34-35).

Jesús piensa en unas relaciones nuevas regidas no por el interés propio o la utilización de los demás, sino por el servicio concreto al que más sufre.

La llamada de Jesús es clara y concreta. Acoger el reino de Dios no es una metáfora. Es sencillamente vivir el amor al hermano en toda situa­ción. Esto es lo decisivo. Solo se vive como hijo o hija de Dios viviendo de manera fraterna con todos. En el reino de Dios, el prójimo toma el puesto de la ley. A Dios le dejamos reinar en nuestra vida cuando sabemos escu­char con disponibilidad total su llamada escondida en cualquier ser hu­mano necesitado. En el reino de Dios, toda criatura humana, aun la que nos parece más despreciable, tiene derecho a experimentar el amor de los demás y a recibir la ayuda que necesita para vivir dignamente.


Amor hasta lo impensado

La llamada al amor siempre es seductora. Seguramente muchos acogían con agrado su mensaje. Pero lo que menos se podían esperar era oírle ha­blar de amor a los enemigos. Viviendo la cruel experiencia de la opresión romana y los abusos de los más poderosos, sus palabras eran un auténtico escándalo. Solo un loco podía decirles con aquella convicción algo tan ab­surdo: “Amen a sus enemigos, oren por los que los persiguen, perdo­nen setenta veces siete; a quien los hiere en una mejilla, ofrézcanle también la otra”. ¿Qué está diciendo Jesús? ¿A dónde los quiere conducir? ¿Es esto lo que Dios quiere? ¿Vivir sometidos con resignación a los opresores?

El pueblo judío tenía ideas muy claras. El Dios de Israel es un Dios que conduce la historia imponiendo su justicia de manera violenta. Si lo adoraban como Dios verdadero era precisamente porque su violencia era más poderosa que la de otros dioses. El pueblo lo pudo com­probar una y otra vez. Dios los protegía destruyendo a sus enemigos. Solo con la ayuda violenta de Dios pudieron entrar en la tierra prometida.

La crisis llegó cuando el pueblo se vio sometido de nuevo a enemigos más poderosos que ellos. ¿Qué podían pensar al ver al pueblo elegido desterrado a Babilonia? ¿Qué podían hacer? Pronto encontraron la solución: Dios no ha cambiado; son ellos los que se han alejado de él desobedeciendo sus mandatos. Ahora Yahvé di­rige su violencia justiciera sobre su pueblo desobediente, convertido de alguna manera en su “enemigo”. Dios sigue siendo grande, pues se sirve de los imperios extranjeros para castigar al pueblo por su pecado.

Pasaron los años y el pueblo empezó a pensar que su castigo era exce­sivo. El pecado había sido ya expiado con creces. Las esperanzas que se des­pertaron en el pueblo al volver del destierro habían quedado frustradas. La nueva invasión de Alejandro Magno y la opresión bajo el Imperio de Roma eran una injusticia cruel e inmerecida. Algunos visionarios comenzaron en­tonces a hablar de una “violencia apocalíptica”. Dios intervendría de nuevo de manera poderosa y violenta para liberar a su pueblo destruyendo a quie­nes oprimían a Israel y castigando a cuantos rechazaban su Alianza. En tiem­pos de Jesús, nadie dudaba de la fuerza violenta de Dios para imponer su justicia vengando a su pueblo de sus opresores. Solo se discutía cuándo in­tervendría, cómo lo haría, qué ocurriría al llegar con su poder castigador. To­dos esperaban a un Dios vengador.

Todo invitaba en este clima a odiar a los enemigos de Dios y del pue­blo. Era incluso un signo de celo por la justicia de Dios: “Señor, ¿cómo no vaya odiar yo a los que te odian, y despreciar a los que se levantan con­tra ti? Sí, los odio con odio implacable, los considero mis enemigos” (Salmo 139, 21-22).

Jesús comienza a hablar un lenguaje nuevo y sorprendente. Dios no es violento, sino compasivo; ama incluso a sus enemigos; no busca la des­trucción de nadie. Su grandeza no consiste en vengarse, castigar y con­trolar la historia por medio de intervenciones destructoras. Dios es grande no porque tenga más poder que nadie para destruir a sus enemi­gos, sino porque su compasión es incondicional hacia todos. “Hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Lc 6, 35; Mt 5, 45). Dios no retiene celosamente su sol y su lluvia. Los comparte con sus hijos e hijas de la tierra sin hacer discriminación entre justos y culpables. No restringe su amor solo hacia los que le son fieles. Hace el bien incluso a los que se le oponen. No reacciona ante los hombres según sea su com­portamiento. No responde a su injusticia con injusticia, sino con amor.

La bondad de Dios concediendo lluvia y cosechas a los pueblos enemigos planteaba un problema al que los rabinos trataron de encontrar diferentes respuestas. Jesús no entra en ese tipo de discusiones. Sencillamente contempla la creación y constata que Dios es bueno con todos.

Dios es acogedor, compasivo y perdonador. Esta es la experiencia de Je­sús. Por eso no sintoniza con las expectativas mesiánicas que hablan de un Dios belicoso o de un Enviado suyo que destruiría a los enemigos de Israel. No parece creer tampoco en las fantasías de los apocalípticos, que anun­cian castigos catastróficos inminentes para cuantos se le oponen.

No hay que alimentar odio contra nadie. Este Dios que no excluye a nadie de su amor nos ha de atraer a actuar como él. Jesús saca una conclusión irrefutable: “Amen a sus enemigos para que sean dignos del Padre del cielo (Mt 5, 43-45; Lc 6, 27-28) Esta llamada de Jesús tuvo que provocar conmoción, pues los salmos invitaban más bien al odio, y la ley, en su conjunto, orientaba a combatir contra los “enemigos de Dios”.

Jesús no está pensando solo en los enemigos privados que uno puede tener en su propio entorno o dentro de su aldea. Seguramente piensa en todo tipo de enemigos, sin excluir a ninguno: el enemigo personal, el que hace daño a la familia, el adversario del propio grupo o los opresores del pueblo. El amor de Dios no discrimina, busca el bien de todos. De la misma manera, quien se parece a él no discrimina, busca el bien para to­dos. Jesús elimina dentro del reino de Dios la enemistad. Su llamada se podría recoger así: “No sean enemigos de nadie, ni siquiera de quien es el enemigo de ustedes. Parézcanse a Dios”.

Jesús no presenta el amor al enemigo como una ley universal. Desde su Experiencia de Dios contempla ese amor al enemigo como el camino a seguir para parecerse a Dios, la manera de ir destruyendo la enemistad en el mundo. Un proceso que exige esfuerzo, pues se necesita aprender a deponer el odio, superar el resentimiento, bendecir y hacer el bien. Jesús habla de “orar” por los enemigos, probablemente como un modo con­creto de ir despertando en el corazón el amor a quien cuesta amar.

Pero al hablar de amor no está pensando en sentimientos de afecto, simpatía o cariño hacia quien nos hace mal. El enemigo sigue siendo enemigo, y di­fícilmente puede despertar en nosotros tales sentimientos. Amar al ene­migo es, más bien, pensar en su bien, “hacer” lo que es bueno para él, lo que puede contribuir a que viva mejor y de manera más digna.

Sin respaldo alguno de la tradición bíblica, enfrentándose a los sal­mos de venganza, que alimentaban la oración de su pueblo, oponiéndose al clima general de odio a los enemigos de Israel, distanciándose de las fantasías apocalípticas de una guerra final contra los opresores romanos, Jesús pregona a todos: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odien” (Lc 6, 27). El reino de Dios ha de ser el inicio de la destrucción del odio y la enemistad entre sus hijos. Así piensa Jesús.

Todas las esperanzas del pueblo estaban puestas en la intervención pode­rosa de Dios, que impondría su justicia destruyendo a los enemigos de Israel. Nadie podía pensar de otra manera escuchando las promesas de los profetas y las expectativas de los escritores apocalípticos. Sin em­bargo, la experiencia de Jesús es diferente. Dios ama la justicia, pero no es destructor de la vida, sino curador; no rechaza a los pecadores, sino que los acoge y perdona. La justicia llegará, pero no será porque Dios la im­ponga de manera violenta destruyendo a quienes se le oponen.

La actitud de Jesús choca de frente con el ambiente general. Le es im­posible creer en un Enviado de Dios encargado de guerrear contra los ro­manos; no espera nada de los levantamientos violentos contra el Imperio; no escucha a los apocalípticos, que alimentan en el pueblo la esperanza en una venganza inminente de Dios; no entiende a los esenios que viven en el desierto preparándose para la guerra final contra “los hijos de las ti­nieblas”. La llegada de Dios no puede ser violenta y destructora. Al con­trario, significará la eliminación de toda forma de violencia entre las per­sonas y los pueblos. Por eso Jesús vive desafiando día a día diferentes formas de violencia, pero sin usar jamás la violencia que destruye al otro.


Una resistencia no-violenta

Lo suyo no es destruir, sino curar, restaurar, bendecir, perdonar. Así va irrumpiendo el reino de Dios en el mundo.

Pero, si no va venir un Mesías guerrero a derrotar a los romanos y si Dios no va a intervenir violentamente vengando al pueblo de sus enemigos y haciendo justicia a sus pobres, ¿qué se puede hacer? ¿Someterse con resig­nación a los opresores de Roma? ¿Aceptar la injusticia de los grandes te­rratenientes? ¿Callarse ante los abusos del templo? ¿Abandonar para siem­pre la esperanza de un mundo justo? ¿Cómo se puede ir haciendo realidad el reino de Dios frente a tanta injusticia? Desde su experiencia de un Dios no violento, Jesús propone una práctica de resistencia no violenta a la in­justicia. Lo que hay que hacer es vivir unidos a ese Dios cuyo corazón no es violento, sino compasivo. Sus hijos e hijas han de parecerse a él incluso cuando luchan contra abusos e injusticias. Su lenguaje resulta todavía hoy escandaloso. Jesús no da normas ni preceptos. Sencillamente sugiere un es­tilo de actuar que roza los límites de lo posible. Lo hace proponiendo algu­nas situaciones concretas que ilustran de manera gráfica cómo reaccionar ante el mal: “No se resistan violentamente a alguien que es malo con ustedes. Cuando alguien te abofetee en la mejilla derecha, preséntale también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, dale también el manto; y al que te obligue a andar una milla, vete con él dos” (Lc 6, 9; Mt 5, 39-41).

Jesús no está alentando la pasividad. No conduce a la indiferencia ni a la rendición cobarde ante la injusticia. Invita más bien a ser dueños de la situación tomando la iniciativa y realizando un gesto positivo de amistad y de gracia que puede desconcertar al adversario.

Jesús anima a reaccionar con dignidad creando una situación nueva que haga más patente la injusticia y obligue al violento a reflexionar y, tal vez, a deponer su actitud. No se trata de adoptar una postura victimista, sino de seguir una estrategia amistosa que corte toda posible escalada de violencia. Tal vez Jesús no está pensando tanto en la reacción del adver­sario cuanto en que cada uno venza en sí mismo la reacción de signo vio­lento y responda a la agresión no en la misma línea que el agresor, sino exactamente en sentido opuesto. Esta sería, para Jesús, la actuación más digna de quien entra en el reino de Dios.

Al parecer, el golpe en la mejilla derecha era una práctica bastante co­mún para humillar a los subordinados. Los amos golpeaban impune­mente a sus esclavos, los terratenientes a sus siervos, los esposos a sus mujeres. ¿Quién podía protestar? Lo normal era aceptar la humillación y someterse con resignación a los abusos de los más poderosos. Jesús piensa de manera diferente. ¿No es posible reaccionar de forma inespe­rada?: “Cuando alguien te abofetee en la mejilla derecha, no pierdas la dignidad ante tu agresor, mírale a los ojos, quítale su poder de humi­llarte, ofrécele la otra mejilla, hazle ver que su agresión no ha tenido efecto alguno sobre ti, sigues siendo tan humano o más que él”.

¿Por qué no reaccionar así en situaciones semejantes? “Si alguien te quiere arrebatar la túnica interior con la que cubres tu cuerpo, desprén­dete también del manto que llevas encima y entrégaselo. Preséntate así ante todos, desnudo pero con dignidad. Que el ladrón quede en ridículo y todos puedan ver hasta dónde llega su ambición”. La túnica era la prenda interior que se llevaba directamente sobre el cuerpo. El manto era la prenda de abrigo que se llevaba por encima. Según el libro del Éxodo, no se podía tomar en prenda el manto del pobre, porque era el único abrigo con que podía de­fenderse del frío durante la noche (22, 25-26). Imaginemos otra situación. Supongamos que, en algún momento, soldados al servicio de Roma te obligan a transportar una carga a lo largo de una milla, “¿por qué no te muestras dispuesto a continuar todavía otra milla más? Los de­jarás desconcertados, porque, según la ley romana, está prohibido forzar a nadie más allá de una milla. No será una gran victoria contra Roma, pero mostrarás tu dignidad y tu rechazo a su injusta opresión”. Al parecer era obligatorio transportar cargas en el tramo de una milla si así lo pedían las autoridades militares. En el relato de la pasión, Simón de Cirene es obligado por la fuerza a cargar con la cruz de Jesús.

El reino de Dios exige organizar el mundo no en dirección a la violen­cia, sino hacia el amor y la compasión. Seguramente Jesús no pensaba en una trasformación mágica de aquella sociedad injusta y cruel que tan bien conocía. Pronto podría experimentar en su propia carne el poder brutal de los violentos. Pero tal vez quiere poner en marcha unas minorías radicales y rebeldes que, desviándose de la tendencia más común, puedan liberar a las gentes de la violencia cotidiana que se apodera fácilmente de todos. Je­sús piensa en hombres y mujeres que entren en la dinámica del reino de Dios con un corazón no violento, para enfrentarse a las injusticias de ma­nera responsable y valiente, desenmascarando la falta de humanidad que se encierra en toda sociedad que se construye sobre la violencia y vive in­diferente al sufrimiento de las víctimas. Estos son los auténticos testigos del reino de Dios en medio de un mundo injusto y violento. No serán mu­chos. Solo unas minorías capaces de actuar como hijos e hijas del Dios de la compasión y de la paz. No parece que Jesús esté pensando en grandes instituciones. Sus seguidores serán “semilla de mostaza” o pequeño trozo de “levadura”. Pero su vida, casi siempre crucificada, será una luz ca­paz de anunciar el mundo nuevo de Dios de manera más clara y creíble.


Síntesis del Capítulo 9 de: PAGOLA, José A. "Jesús, aproximación histórica", PPC, Madrid 2008 (p. 239-265)