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«Todo lo que tenemos

se lo debemos a

María Santísima Auxiliadora»


(Don Miguel Rua)














  1. Retiro ………………….………..............................3–6

  2. Formación…………….……….........................7 - 31

  3. Comunicación…………………………………………32 - 43

  4. Vocaciones…...….…..............................44 - 52

  5. La solana……………………………………………….53 - 55

  6. El anaquel……….…….............................56 - 84


  • Reseña…………………………………………. 56 - 57

  • Don Rua………………………………………58 – 74

  • Año Sacerdotal……………………………75 – 84




Revista fundada en el año 2000

Segunda época


Dirige: José Luis Guzón

C\\ Paseo de las Fuentecillas, 27

09001 Burgos

Tfno. 947 460826 Fax: 947 462002

e-mail: jlguzon@salesianos-leon.com


Coordina: José Luis Guzón

Redacción: Urbano Sáinz

Maquetación: Amadeo Alonso

Asesoramiento: Segundo Cousido, Mateo González, Óscar Bartolomé e Isidro Revilla


Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN: 1695-3681









La lógica de la debilidad (1 Cor 2,4)


Pablo Largo Domínguez, CMF


Buscamos al hombre, y en esta “lógica de la debilidad" no vamos a entretenernos en un juego dialéctico de ideas, considerando de modo abstracto cómo se atraen y repelen. Es la vida concreta de un hombre, Pablo de Tarso, lo que importa sondear; y será su propio testimonio el que nos instruya sobre el lote de "flaquezas” que acusó y sobre una extraña entidad parásita de ese lote (en realidad parasitada por él, o, mejor aún, en simbiosis con él): la fuerza que le permitió afrontar la dura circunstancia y desplegar la ardua misión.



El lenguaje de Pablo

La paradoja, fórmula que envuelve una aparente contradicción, tiene sus ventajas. Una de ellas consiste en que se graba mejor en la memoria: ¿no resulta fácil retener, p.ej., la palabra profética «sus cicatrices nos curaron» (Is 53,5)? Otra ventaja estriba en que, al provocar extrañeza, aguijonea al pensamiento y lo despereza: «menos es más» (el arquitecto Mies van der Rohe), «cuanto peor, mejor”; tienen estas breves frases un toque enigmático e insolente que nos reta a que lo despejemos. Quizá más tarde, a fuerza de oír una paradoja a menudo, se embote su filo de antaño, hasta el punto de que debamos reconocer con Proust que -¡nueva paradoja!- «las paradojas de hoy son los prejuicios de mañana».


Pablo maneja esta figura de lenguaje. Declara, p.ej., a los corintios: «cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12, 10). Y a los gálatas les escribe: «la misma ley me ha llevado a romper con la ley, a fin de vivir para Dios» (Gál 2,19); «para la libertad habéis sido llamados. Pero no toméis la libertad como pretexto para vuestros apetitos desordenados; antes bien, haceos esclavos los unos de los otros por amor» (Gál 5, 13). AIbert Vanhoye explica esta última paradoja señalando que lo que se hace por amor no se hace por violencia, sino libremente y con gozo.


El apóstol no emplea solo la paradoja; recurre también a la ironía. Escribe a los corintios: «ya estáis saciados, ya estáis ricos, sin nosotros reináis. ¡Y ojalá reinaseis, para que nosotros reinásemos también junto con vosotros! Nosotros somos insensatos por amor de Cristo, vosotros prudentes en Cristo; nosotros débiles, vosotros fuertes; vosotros honorables, nosotros despreciados» (1 Cor 4,8. 10). En ocasiones maneja el sarcasmo: «por ahí andan muchos que son enemigos de la cruz de Cristo. Su dios es el vientre; su gloria, sus vergüenzas» Flp 3,18-19). Se refiere a judeocristianos enrocados en la tesis de que la estricta observancia de las normas sobre los alimentos puros ("el vientre") y la práctica de la circuncisión (las vergüenzas") son esenciales para salvarse. Nosotros reflexionaremos aquí sobre la primera paradoja citada: «cuando soy débil, entonces soy fuerte».



Las heridas de Pablo

Parecen bastante extendidos y naturales el deseo de evitar emociones negativas y conflictos, la tendencia a huir de un entorno hostil y acogerse a un mundo amigo, la búsqueda de la seguridad. Se requieren condiciones físicas especiales, mucho temple y capacidad nada común de riesgo para ponerse delante de un toro o para escalar una pared vertical a cuerpo limpio. No obstante, cuando lo que está en juego es la salvaguarda de la vida de las personas, o la vigencia de determinados valores que la dignifican, uno puede posponer su tranquilidad y bienestar, e incluso arriesgar la propia seguridad vital. Lo recuerda una historia: «Muere un hombre y va al cielo. Al encontrarse con el ángel que registra las acciones buenas y malas de los hombres, éste le pide: "Enséñame tus heridas". Contesta el hombre: "¿Qué heridas? No tengo ninguna herida". Y el ángel le replica: "¿Jamás se te pasó por la cabeza que pudiera haber algo por lo que valiera la pena luchar?». Las necesidades emocionales se deben supeditar a realidades de más valor.


Pablo, ciudadano de Roma, no está en condiciones de exhibir un sorprendente cursus honorum, al modo de la imparable marcha ascendente de ciertos políticos romanos. Su aspecto es ruin, y como orador no parece que despliegue una elocuencia arrebatadora (2 Cor 10, 10). ¿Realizó milagros? Al menos recuerda que su predicación fue con demostración de espíritu y de poder (1 Cor 2,4), con la fuerza y plenitud del Espíritu Santo (1 Tes 1,5); tesalonicenses (ibíd.) y corintios (2 Cor 12,12) lo pueden corroborar. También ha vivido experiencia inefables (12,1-7). Puede, pues, emparejarse con sus adversarios, esos superapóstoles que quizá lucían espléndidos carismas ante el auditorio, y hasta los aventaja; pero cabe enumerar una lista de dolorosos fracasos, en particular con los de su raza, que empañan demasiado la hoja de servicios de un cursus honorum.


En todo caso, Pablo, como quien se adelanta la inspección del ángel, expone a los corintios sus heridas. Estas "flaquezas" no son ahora principalmente incapacidades humanas, o la enfermedad (como en Gál 4,13-14); son consecuencia del ejercicio de la misión en un mundo abiertamente hostil, y tienen variada manifestaciones: "debilidades, ultrajes e infortunios, persecuciones y angustias" (2 Co 12, 10; 6,4ss; 1 Cor 4,9-14). Ya lo había previsto él (Tes 3,4). Sobre su nuca soplan como viento gélido la contradicción de sus adversarios, la siembra de sospechas sobre su legitimidad apostólica (se ha hablado de una auténtica "marejada antipaulina”), las persecuciones de los judíos (ahora, como cristiano, ha probado él su propia y lejana medicina). Añadamos toda las penalidades de la misión (privaciones materiales, actos de violencia sufridos, fatigas, reveses, estados de ánimo oscilantes, trances especialmente duros, sufrimientos morales) y la constante preocupación por las varias vicisitudes de las iglesias que ha fundado (2 Cor 11,23- 29). Llegan momentos -él mismo lo confiesa durante su estancia en Éfeso- en que se siente abrumado por encima de sus fuerzas y aventura la llegada de la hora final (1,8- 10). Se ha convertido en la basura del mundo y el desecho de todos (1 Cor 4,13). En suma, lleva una vida asendereada y con frecuencia está en el límite (2 Cor 4,8-9; 6,4ss); oposición y fracasos son el pan de lágrimas que no deja de probar.


Clave para sobrellevar la debilidad

Pero Pablo persevera con toda entereza. ¿Dónde está el origen de su resistencia? ¿Por qué no se rinde ni abandona ante la oleada de ultrajes y persecuciones? En el judaísmo hallamos una comprensión singular de esa experiencia de acoso, y nos podemos preguntar si Pablo conocía alguna máxima semejante a estas: «El malo persigue al bueno; Dios está de parte del perseguido; el bueno persigue al bueno: Dios está de parte del perseguido; el malo persigue al malo: Dios está de parte de perseguido; el bueno persigue al malo: Dios está de parte del perseguido». La certeza que acompaña ahora a Pablo puede ser justamente esa: «quienesquiera sean los que me persigan (judíos o romanos; buenos o malos; paganos o cristianos), Dios está de mi lado. Al Dios de mis padres me acojo, como tantos orantes antepasados míos que se refugiaron en él. Me identifico con ellos».


No obstante, el modo de estar Dios "de parte del perseguido" ha cobrado para Pablo una concreción y densidad nuevas e incomparables. Desde que ha conocido a Cristo, ya no es él quien vive: es Cristo quien vive en él (Gál 2,20). Cristo no es para Pablo una idea, ni un sistema de pensamiento; es una realidad viviente que se le ha entrañado y que ha tomado plena posesión de él. Así como hay posesos del demonio (endemoniados); y así como el mundo, antes de Cristo, estaba empecatado, es decir, bajo el poder del pecado, así ahora Pablo se siente posesión de Cristo. Le pertenece en cuerpo y alma y en vida y muerte, y percibe el mundo entero bajo el señorío del que ha recibido el Nombre sobre todo nombre (cf Fip 2,9-1 l). Cristo es el Dueño de Pablo, lo ha marcado con su sello (2 Cor 1,22), se ha enseñoreado de su persona. En el apóstol puede revivir Jesucristo su misterio de pasión, muerte y resurrección, y este siervo suyo le ofrece todos los ámbitos de su persona para que la convierta en oblación agradable a Dios. Cabe decir que esa es la única “reencarnación" en que Pablo cree de buena gana: el cristiano Pablo es otro Cristo.


Este Señor no le suplanta al apóstol su personalidad más originaria; la potencia. Y despliega su historia y su señorío a través de él: Pablo está crucificado con Cristo (Gál 2,20), los padecimientos de Cristo desbordan sobre él (2 Cor 1, 5), y por todas partes lleva él en el cuerpo la muerte de Jesús (2 Cor 4, 10). Es, sí, débil, pero débil en Cristo (cf 1 Cor 4, 10), y esta flaqueza es participación en la de Cristo, que «se dejó crucificar en su débil naturaleza humana» (2 Cor 13,4). Ahora, en la vida y ministerio de Pablo tiene que completarse lo que falta en él, en su carne, a los sufrimientos de Cristo, a los sufrimientos cristianos (cf Col 1,24, texto que refleja el sentir paulino). Participa en los sentimientos del que, siendo de condición divina, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo (cf Flp 2,5). Además, como discípulo suyo, también él se hace débil con los débiles, para ganar a los débiles (1 Cor 9,22).


Tiene, pues, claro el objetivo de su vida: «quiero conocerlo a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos,














Propuesta de una Pedagogía Humanística1


José María QUINTANA CABANAS


La base humanista que constituyó el fondo sobre el cual se edificaba la formación intelectual de la población culta y profesional de los países occidentales se está hundiendo por momentos. En efecto, los planes de estudio de Enseñanza Secundaria van despojándose de contenidos humanistas, y nuestras Facultades de Filosofía y de Lenguas Clásicas se van quedando vacías de alumnos. Esto es un hecho, al parecer, irreversible, pues se halla provocado por el desarrollo material de nuestra sociedad; pero, desde la reflexión pedagógica, cabe hacer una consideración crítica sobre el mismo, viendo si esto no supone acaso un retroceso en el progreso cultural de la humanidad y si, por consiguiente, no hay que levantar voces de reprobación de este hecho y hacer unas propuestas de corrección. A tratar este asunto se dirigen las páginas que siguen.


Tendencias antihumanistas en la educación actual


Esas tendencias antihumanistas se han originado hace unas décadas y son cada vez más intensas y extensas, notándose especialmente en la Enseñanza Superior. Esto se ha concretado y manifestado en los documentos de la Unión Europea, máxime en la Declaración de Bolonia (1999), que es considerada como el documento de consolidación de este movimiento. A partir de aquí, se crea la Convergencia Europea, o Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), que impone unas nuevas orientaciones en Enseñanza universitaria, las cuales afectan no sólo a las titulaciones y sus formas académicas burocráticas y externas, sino también a las maneras de enseñar y de aprender, es decir, al proceso mismo de la formación. Ya en el Libro Blanco sobre la Educación y la Formación, elaborado por la Comisión Europea (1996), se indica que el objeto de la enseñanza ha de ser el Enseñar a Aprender por uno mismo, con lo cual, en la formación universitaria, se hace prevalecer el papel del alumno sobre el del profesor. Además, se quiere que el estudiante se forme en Habilidades, Actitudes y Competencias, y no sólo en conocimientos. Esto supone un pasar del Saber al Saber hacer y, por ende, una reducción de las clases teóricas en provecho de más actividades prácticas, seminarios y trabajos de averiguación, hechos individualmente o en grupo.

Pero, en realidad, hay más que todo esto: se trata de la muerte de la Universidad humboldtiana, que es la Universidad del conocimiento y de la Ciencia, para dar paso a una Universidad de las Ciencias Aplicadas y de la formación profesional adaptada a cada una de las necesidades de la sociedad postindustrial. Y si esto pasa con la Ciencia, que ha de ceder ante la Tecnología, imaginémonos lo que pasará con las Humanidades, a las que no se ve una relación directa con la capacitación profesional. En el Espacio Europeo de Educación Superior, no hay espacio para ellas.

Ante este reduccionismo del conocimiento y de la formación humanos, no es extraño que se hayan levantado voces de denuncia y de protesta. Y así, en el Manifiesto de Profesores e Investigadores Universitarios (2005) contra las propuestas del EEES, se dice lo siguiente:


"Nos preocupa que, con el argumento de que la formación deba atender a las demandas sociales, haciendo una interpretación reduccionista de qué sea la sociedad, en realidad se pone la Universidad al exclusivo servicio de las empresas y se atiende únicamente a los profesionales solicitados por éstas. Nos preocupa que, anegados en la denominada por algunos 'cultura de calidad, termine gestionándose la Universidad a modo de una empresa, lo que de hecho implica concebirla como un negocio del sector de servicios, al tiempo que el conocimiento se convierte en una mercancía y, los alumnos, en clientes".

El texto anterior nos pone ya en la pista del origen de esta degradación científica de la Universidad: ocurre que esta última deja de ser templo del saber para convertirse en pieza del sistema económico y productivo, en elemento dinamizador del mercado. En adelante, los objetivos y, por consiguiente, los métodos y el funcionamiento de la Universidad los fijarán las multinacionales, por aquello de que quien paga, manda. Es por esto por lo que, como principio de la nueva educación, la Declaración de Bolonia dice, no que el sistema educativo ha de ser competente, sino competitivo. E indica también, como principio, la promoción de la movilidad, es decir, de la dispersión, en lugar de la concentración, que es el gran principio de la formación.


Ante semejante cambio, no es extraño que muchos lo vean como una tergiversación de la verdadera función que ha de tener la Enseñanza Superior y no estén conformes con lo que propone el EEES. Tal es el caso del colectivo llamado Profesores por el conocimiento, que el día 26.04.2005 protagonizó en la Universidad Complutense de Madrid un encierro reivindicativo, y en nombre del cual César Ruiz (2005) ha redactado el documento Rebelión, en el cual se lee que adonde lleva la Convergencia Europea es "a la colonización de la Universidad pública por parte de la empresa privada y a la subordinación completa de la educación universitaria al mercado, renunciando definitivamente a un modelo del saber de profunda raigambre histórica en Europa". Se trata de "el intento de mercantilización de la Universidad pública, de subordinación de la misma a los intereses del mundo empresarial”. En esta situación, la función suprema de la Universidad es la formación de una fuerza de trabajo competitiva. El saber desaparece para dejar sitio a la competitividad, y la Universidad se autoinmola para mayor gloria del mercado".

En los documentos de la Convergencia Europea se dice a menudo que la Universidad ha de estar al servicio de la sociedad; pero notemos que, en ellos, esta palabra sociedad significa mercado.


A semejante situación podrían aplicársele estas palabras escritas por W. Jaeger (1967, 16) hace ya muchos años y que no sólo señalan el mal, sino que también indican el remedio: “En el momento actual, cuando nuestra cultura toda, conmovida por una experiencia histórica exorbitante, se halla constreñida a un nuevo examen de sus propios fundamentos, se plantea de nuevo, a la investigación de la Antigüedad, el problema -último y decisivo para nuestro propio destino- de la forma y el valor de la educación clásica". Esta solución, de Jaeger, de volver a la educación clásica nos parece, hoy día, excesiva y hasta inapropiada; pero si -rebajando el objeto- proponemos una aproximación al humanismo, a formas de humanismo en los contenidos de la educación y formación, la consigna nos parece no sólo interesante, sino, además, acertada. Esto es lo que vamos a ver.

El humanismo y su sentido cultural


Pero, si hemos de hablar de humanismo, primero convendrá aclararnos sobre su concepto, cosa algo complicada, porque se han dado varias formas de humanismo. Veamos las principales de ellas.

1. Hay el humanismo clásico, o greco-rromano. El humanismo griego se fundó en Atenas en el s. V a. C., cuando Sócrates dirigió la Filosofía a ocuparse en los temas del hombre (La Ética y la doctrina del conocimiento). En el s. IV, Isócrates funda su escuela de retórica, al tiempo que Platón enseña la dialéctica en su Academia. Platón critica la retórica porque usa argumentos débiles dándoles fuerza con el arte de la palabra y del convencer; Isócrates defiende este procedimiento alegando que su legitimidad depende del fin con que se use. Isócrates preconiza una educación que sea útil para la vida, pero basándola en criterios de moralidad. Fue el gran educador de Grecia, propagando en ella la paideía.


La paideía es la forma nacional de la educación griega clásica en las escuelas y en la pólis. Tenía un carácter a la vez intelectual, moral y cívico. Sus ideales eran los siguientes:


  1. La moralidad (areté, virtud).

  2. La belleza (to' kalón), a través de las artes.


  1. La phrónesis (sabiduria), o reflexión sobre el verdadero camino.


  1. La formación del individuo bello y bueno (kalós kagathós).


  1. La formación completa y armónica (virtudes morales y educación musical).


Dice C. Naval (1992, 47) que “la paideía transforma al hombre haciéndole ser lo que debe ser, al mismo tiempo que le limpia del ser que no debe ser". Como sea, acuñó un ideal de formación humana que luego se ha proyectado en toda la cultura occidental. Y -como escribe W. Jaeger (1967, 8)- la importancia universal de los griegos, como educadores, deriva de su nueva concepción de la posición del individuo en la sociedad. Pues, frente a la masificación humana y al despotismo que había en los pueblos orientales, en Grecia aparece el individualismo como conciencia humana y la democracia como su correspondiente forma política. Y, dice Jaeger (ibíd.), "desde el momento en que los griegos situaron el problema de la individualidad en lo más alto de su desenvolvimiento filosófico, comenzó la historia de la personalidad europea. Roma y el cristianismo actuaron sobre ella. Y de la intersección de estos factores surgió el fenómeno del yo individualizado”, tal como ahora lo entendemos todos nosotros. Era el humanismo.

El humanismo romano se calcó sobre la paideía griega, término que, en Roma, Cicerón tradujo por humanitas, y del cual se han formado los de humanismo y de humanidades. Según M. del Pilar Quicios (2002, 258-60), la humanitas romana, como ideal de formación, incluía el saber vivir conforme a la razón, el dominio de las pasiones, la aspiración a la sabiduría como clave de la vida, la elegancia en el pensar, en el decir y en el actuar y un compromiso de vida honesta, moral y virtuosa. Así pues, ya desde tiempos de Varrón, en Roma la educación humanista significó la educación del hombre como tal y de acuerdo con su auténtico ser, que es el correspondiente al ideal de hombre.


2. El humanismo renacentista comenzó en Italia en la segunda mitad del s. XIV y se propagó por Europa en los ss. XV y XVI. Era una vuelta a la literatura y al pensamiento clásicos, que concedía a la naturaleza un valor positivo (apartándose del espiritualismo medieval) y, al individuo, una posición central en el mundo, plena autonomía y una conciencia crítica. El humanismo es un aspecto fundamental del Renacimiento que reconoce el valor del hombre en su plenitud y entiende a éste viviendo en su mundo, al cual ha de dominar; afirma la superioridad de la vida activa sobre la contemplativa y la excelencia del placer y de lo estético, y exalta la libertad y dignidad del hombre: Pico de la Mirándola escribe una Oratio de hominis dignitate y M. de Montaigne propugna "el conocimiento de sí mismo".

3. El humanismo ilustrado, del Siglo de las Luces, que promovió la libertad de pensamiento y de conciencia frente a los dogmatismos impuestos tradicionalmente: Voltaire no hizo más que reivindicar a un hombre sensato (cf. Quintana, 2002, 29-33), y Kant proclama que el hombre es un fin en sí mismo, no debiendo tener otro fin último que el propio hombre, poseedor de su autonomía intelectual y moral.

4. El humanismo del neoclasicismo alemán, también del s. XVIII, representado por Humboldt, Herder, Wieland, Goethe, Lessing y Schiller. Es el período clásico de la cultura nacional alemana, implicando los siguientes elementos:

a) humanísticos: se ve en lo griego la expresión de la esencia humana;

b) estéticos: la belleza es pieza básica en la formación humana;

c) pedagógicos: preocupa la formación armónica de la persona: es la Bildung, o formación profunda del hombre según los ideales del humanismo, de la ética y de la estética, configurando un tipo humano ilustrado, completo y armónico. La Bildung quiere juntar lo griego con lo alemán, y formar a la vez los conocimientos de la persona, la voluntad de ésta y sus sentimientos, poniendo al hombre en contacto con las artes y las ciencias (cf. Quintana, 1995a, 33-45).


5. Los humanismos contemporáneos. En el s. XIX, con Nietzsche muere el hombre y surgen los hombres. Luego, con el positivismo y las Ciencias Sociales, lo humano es apreciado e interpretado por la vía de la estadística: lo humano natural se expresa por lo que es el hombre medio, u hombre normal.

Puede haber tantos humanismos cuantos sean los modos de entender los fines del hombre, con tal que se busque la prevalencia de estos. Los humanismos contemporáneos recogen las ideas y actitudes que tienden a hacer a los individuos más humanos, acentuando:

a) los valores humanos fundamentales: democracia, derechos humanos, tolerancia;

b) el sentido universal de humanidad, sobre el sentido de nación y de grupo; consecuencia: el interculturalismo;

c) la eliminación de las formas humanas de explotación, y de tabúes y dependencias;

d) la eliminación de las consecuencias negativas del desarrollo industrial (masificación, consumismo, globalismo).

Como especies de humanismo contemporáneo pueden indicarse las siguientes:


1. Humanismo científico (en la concepción de J. Echarri, la naturaleza, como espacio físico, es un fenómeno para el hombre, para lo que este es, hace y ha de hacer).

2. Humanismo marxista (Adam Schaff).

3. Humanismo existencialista (Sartre).

4. Humanismo integral (Maritain, Mounier); personalismo.

5. Humanismo liberacionista (Marcuse).

6. Humanismo post-industrial (Fromm).


Constantemente aparecen nuevas formas de humanismo, entendido como cualquier dirección filosófica que tenga en cuenta las posibilidades y los límites del hombre, y así, J. Choza (2003, 173-9) distingue un humanismo público, o del hombre en sociedad, y un humanismo de la interioridad, o modo de habérselas uno consigo mismo: cómo asumir la propia vida, con responsabilidad y dándole un contenido. Podemos citar también, como cosa reciente, el Movimiento Humanista Evolucionario Cubano (2005), cuyo documento empieza así: “El humanismo es como un salón, cuyas puertas rara vez abrimos, en el viejo palacio de las filosofías. Cuando atisbamos a él, tanto nos maravillamos de la solidez, funcionalidad y belleza de su mobiliario, de su iluminación natural y de su aire fresco, que en seguida lo cerramos de asombro. Luego, sólo atinamos a hacer referencias ocasionales de lo poco que vimos”.

La crisis del humanismo en la modernidad


Por lo que vemos, formas de humanismo las hay y las habrá siempre, aunque no siempre tendrán el mismo sentido. Cuando hablamos de crisis o quiebra del humanismo, nos referimos al humanismo clásico, el cual, para muchos, ha perdido su razón de ser y no tiene lugar en el mundo contemporáneo.

Este hecho parece insólito, pues, si el humanismo pretendía expresar la esencia humana universal, lo que es y debe ser el hombre como tal, parece que este ideal sea perenne y deba acompañar al hombre mientras y dondequiera que exista. ¿Qué ha pasado, pues?

La explicación es sencilla, aunque decepcionante. Clásicamente se entiende y define al hombre como un ser racional, dotado de lógos. Este rasgo especificaba la llamada naturaleza humana, que expresa la esencia misma del hombre, con sus atributos y sus fines. Esta concepción apareció con el humanismo griego y perduró mientras éste estuvo vigente en el pensamiento occidental.


Pero vino un día en que el concepto de razón entró en crisis. Razón entendida aquí como aquel aspecto del entendimiento por el cual éste comprende las cosas, intuye su esencia, capta su valor y descubre en ellas relaciones trascendentes. Esta razón opera por debajo (o por encima) del ámbito empírico o físico del mundo: se mueve en el ámbito metafísico. Toda consideración de causas, de primeros principios, de substancias o accidentes, de necesidad o contingencia, de infinitud o limitación, de lo absoluto o lo relativo, de jerarquía de valores, de imperativo ético o de criterio de verdad pertenece a esta dimensión intelectual. Desde los presocráticos griegos, se pensó que estas categorías mentales correspondían a la realidad objetiva del mundo, y por ellas se trató de entender ésta en su complejidad. Era la Filosofía tradicional, de corte algo idealista (intelectualista, se dice propiamente; por ejemplo, la Filosofía aristotélica). Con esta Filosofía se hablaba de la naturaleza de las cosas y, por lo mismo, de la naturaleza humana. Con esto, el hombre se hacía inteligible como ser especial, y podía hablarse de la moral natural y del derecho natural. Y podía concebirse y construirse todo un humanismo, tal como hizo ya, por ejemplo, Cicerón.

Pero he aquí que llega el s. XVII y, con Locke, Berkeley y Hume, aparece el empirismo radical. Se niega la existencia y objetividad de las ideas y, con ellas, de los conceptos metafísicos, incluidos el de naturaleza y de naturaleza humana. La razón había desaparecido. Al no poder fundarse en ella la moral ni la religión, hubo que basar éstas en el sentimiento, en la inclinación. Y este hecho se acentuó en el s. XVIII con la filosofía de Kant, que igualmente negaba la posibilidad del conocimiento racional y, por consiguiente, de la Metafísica.


Esa obra demoledora de las bases del conocimiento humano ha tenido unos efectos devastadores en el pensamiento posterior y actual: son muchos los escépticos o agnósticos en la razón y, los que siguen creyendo en ella, es a título personal y de escuela, pero no con pretensiones de una verdad universal que ha de ser válida para todos. Esta situación se ha reafirmado en el s. XIX con la aparición del positivismo (Comte) y del materialismo (Vogt, Haecke1) y en el s. XX con el neopositivismo (Russell, Carnap). El pensamiento postmoderno es secuela de todas estas tendencias. Total, que hoy día apenas se habla de razón y de naturaleza humana, ni de estas como base firme para una concepción del hombre, de sus prerrogativas y de sus obligaciones.

Es la crisis del humanismo clásico, que se ve sustituido por otras formas - generalmente precarias- de humanismo, como es el caso de Heidegger (2001, 23s), según el cual "todo humanismo se basa en una metafísica, excepto cuando se convierte él mismo en el fundamento de tal metafísica". Esto es lo que sucede en este autor, pues, luego de haber afirmado en su Carta sobre el Humanismo (p. 27s) que el hombre depende del ser y ha de atenerse a lo que es el ser (la existencia humana -dice- es "estar en el claro del ser”, de modo que lo propio del hombre es ser "el pastor del ser”, su cuidador, y en esto consiste la razón humana), en otra obra suya, Los caminos del bosque, invierte la perspectiva y viene a decir que la medida del ser es el hombre. Es el existencialismo. Pero ya en su Carta sobre el Humanismo había dicho Heidegger que1a esencia del Dasein -es decir, del hombre- reside en su existencia” (p. 29).


También Sartre, para quien L’existencialisme est un humanisme, propone un humanismo de corte existencialista, diciendo que "no hay naturaleza humana, puesto que no hay un dios para concebirla. El hombre es no sólo tal como se concibe y como se quiere ( ... ). El hombre no es otra cosa que aquello que se hace. Tal es el primer principio del existencialismo. Es también lo que se llama la "subjetividad" (Sartre 1960, 22s). El hombre comienza por existir y se convierte en proyecto; la existencia precede a la esencia" (p. 24).

La supervivencia y necesidad del humanismo


Ya lo hemos dicho: habrá humanismos hasta el fin del mundo. Así pues, si aquí reivindicamos la supervivencia y necesidad del humanismo, no es de un humanismo cualquiera, sino de uno muy concreto: el humanismo clásico o, mejor, tradicional: el de los antiguos y los renacentistas, matizado y enriquecido por el humanismo ilustrado, el neoclasicismo alemán y todas las formas de humanismo contemporáneo que, de algún modo, vienen a completar una concepción del hombre integral, digna y enaltecedora del ser humano.


Mas, para esto, es preciso comenzar por afirmar y establecer, en el conocimiento humano, el primado intelectual de la razón, pues sin ésta no puede haber ni esencia humana ni humanismo consistente. No vamos a enzarzarnos aquí en una discusión epistemológica sobre la viabilidad del conocimiento racional, sino que nos limitaremos a afirmarla, basados en la experiencia inmediata y cotidiana que todos tenemos del mismo y en el hecho de que, hasta para negarlo, tenemos que hacer uso de él. Ya se ha dicho, y es cierto, que el hombre es un animal metafísico: somos hombres porque, a diferencia de los demás animales, nuestro pensamiento se mueve en ámbitos que trascienden las meras apariencias de las cosas y que tienen un carácter absoluto. Esto es lo que Sócrates afirmó contra los sofistas de su tiempo, y es igualmente lo que nosotros hemos de afirmar contra los sofistas del nuestro. Aquel gesto suyo, que dio nacimiento al gran pensamiento occidental, es el mismo que hoy día ha de provocar un renacimiento de ese mismo pensamiento, asfixiado por tantos prejuicios gnoseológicos modernos y contemporáneos. Coincidimos con P. Natorp (1915, 7) cuando, refiriéndose al principio para la deducción de la idea de formación (Bildung), dice que el hombre "puede ir con el pensamiento más allá de toda percepción dada de cómo es una cosa, concibiendo cómo debe ser".


Y adviértase que, cuando propugnamos y defendemos la razón, no nos referimos a aquella razón desencarnada y abstracta de los racionalistas del s. XVII y de los ilustrados del s. XVIII, sino a una razón que está al servicio de la vida humana y es movida por el sentimiento, formando un todo funcional con estos. En tal caso, esta razón constituye más bien la facultad cognitiva llamada sabiduría, que es el intelecto humano en su función de orientar al hombre en su vida, en sus decisiones, en sus ideas, en sus valores, en sus fines, en su destino y en su comportamiento (cf. Quintana, 2001, 36-9). Es con esta sabiduría con la que hemos de forjarnos nuestro concepto de humanismo, un humanismo que afirma en el hombre su voluntad de trascendencia, su convicción de hallarse por encima de todo lo meramente fenoménico e insustancial.

Muchos pensadores se sitúan en esta línea agustiniana de que la verdad última (o primera) no se demuestra, sino que se muestra a nuestra intuición animada por la afectividad. Como decía Goethe (1990, 445), “pensar es más interesante que saber, pero no que intuir"; y, antes que él, Erasmo (1956, 1167): “El bien decir requiere dos condiciones: primera, conocer a fondo la materia de que se ha de tratar; segunda, que el razonamiento se haga al dictado del corazón y del afecto". E igual se expresa un pensador muy próximo a nosotros, J. Xirau (1998, 90): “La percepción del valor de las cosas, o de las cosas en cuanto tienen valor, es dada a la conciencia amorosa y sólo es posible en un ámbito de amor".

Según dice B. Pascal (1952, 123) en sus Pensées, quien usa bien de la razón ha de tener estas tres cualidades: ha de ser pirroniano, geómetra y cristiano. Es decir: ante lo dudoso, ha de dudar; ante lo evidente, ha de asegurar y, ante lo trascendente, ha de aceptar. Y "quien no hace así no entiende la fuerza de la razón”; pues "el último peldaño de la razón está en reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan; si no conoce esto, es que ella es una razón débil” (p. 126).


Los seres humanos hemos de ser racionales y, mejor aún, razonables, pero no racionalistas. El modelo racionalista de hombre ha llevado, en la modernidad, a notables desfiguraciones antropológicas y cognicionales. Mejor es seguir a Herder (1989), quien, andando por la otra línea, sostiene que el género humano en cada época vive condicionado por circunstancias culturales diversas, pero "lo que constituye su bien permanente se funda única y esencialmente en su razón y en su equidad” (p. 647), y es siguiendo las leyes de esa naturaleza humana interior como la humanidad progresará (p. 656), pues “en el destino de los hombres rige una bondad sabia, de modo que la mejor dignidad humana y la más genuina y permanente felicidad humana se logra sólo ateniéndose a lo que ella demanda" (p. 664). Es este tipo de humanismo el que nosotros postulamos y deseamos recuperar.


El humanismo cultural occidental


En esta concepción de Herder se refleja muy bien la esencia del humanismo occidental tradicional. Es un humanismo de fondo clásico, pues, como dice W. Jaeger (1967, 6), "sin la idea griega de la cultura, no hubiera existido la Antigüedad como unidad histórica en el mundo de la cultura occidental”. Y es un humanismo muy expresivo de la naturaleza humana, concepto este último que M. Gennari (2001, 713-36) describe en lo que él llama "el hombre fundamental” o esencial, distinto del hombre "antrópico", u hombre concreto existente en unas circunstancias dadas. Define el hombre fundamental como "el sujeto que se funda en el esfuerzo de sustraerse a la cosificación, al destino de una objetivación que lo reduce a ser un hombre-cosa, privado de todo fundamento” (p. 717).

En este esfuerzo de autosuperación, de autotrascendencia, el hombre conquista y forja su dignidad personal, por la que se distingue en excelencia por encima de los demás seres. Y aquí vemos cómo el humanismo es la base de una formulación de la Ética, pues, según E. Arroyabe (2003, 94), “la elaboración de una ética universalmente admitida supondrá una reflexión antropológica acerca de lo que somos, de lo que se nos debe (y debemos) inalienablemente, dado lo que somos”. El mismo autor señala que el tema central de la futura reflexión ética ha de ser el tema de si hay o no solución y remedio al egoísmo humano.

Precisamente por las consecuencias éticas que tiene, el humanismo sólo se justifica si está bien orientado ideológicamente. Por esto Cicerón (1997, 86s) se pregunta, y con razón, "si la facilidad de palabra y la elocuencia no han causado mayores males que bienes a hombres y a ciudades". Y halla esta respuesta: «Tras largas reflexiones, el análisis me ha llevado a concluir que la sabiduría sin elocuencia es poco útil para los estados, pero que la elocuencia sin sabiduría es casi siempre perjudicial y nunca resulta útil”.


Una buena manera de definir un concepto es cotejarlo con su opuesto. Siguiendo este camino, vemos que humanismo se contrapone a naturalismo. El naturalismo es la postura de considerar como bueno y paradigmático aquello que viene espontáneamente dado; y así, según ya hemos expuesto en otro lugar (Quintana, 1995a, 62-5), hay un naturalismo romántico (la idea de Rousseau de que la naturaleza es buena y perfecta) y un naturalismo científico (que niega lo transnatural -lo ideal- y lo sobrenatural en el mundo y en el hombre). El naturalismo romántico condena como malas la sociedad, la civilización y la cultura, y el naturalismo científico fomenta el hedonismo y rechaza todo lo que sea ideal o espiritual. Con esto, se nos ofrecen dos dimensiones del humanismo: una dimensión cultural, que entiende la cultura como un valor humano positivo, y una dimensión ideal, por la cual estima como excelentes los valores ideales y espirituales. Cabalmente estos dos aspectos, que consideramos como muy válidos, nos servirán luego para diseñar los principales objetivos de una Pedagogía Humanista.


Y ahora mismo, el segundo de ellos nos va a servir para resolver una interesante antinomia muy vinculada al humanismo, a saber, si en la vida humana hay que considerar como un valor positivo el ocio o, más bien, el trabajo (para un tratamiento de esta antinomia, cf. Quintana, 2005, 155-74).


Ya desde el tiempo de los griegos, se sabe que la gran cultura humana es fruto de una actividad de ocio. Por eso Aristóteles señala como fin último del hombre, y factor de su felicidad, la vida contemplativa, y tras él todos los humanistas han dicho algo parecido. Y así, escribe Séneca (1999, 269) en su diálogo Sobre el ocio: "Solemos decir que el mayor de los bienes es vivir de acuerdo con la naturaleza; la naturaleza nos engendró para ambas cosas: la contemplación y la acción". La acción es interesada, y la contemplación, desinteresada. ¿Qué importancia tiene, pues, la contemplación? Y Séneca da a esto una gran respuesta: "Quien contempla las cosas, ¿qué ofrece a dios? Que tan gran obra suya no quede sin testigos". Y, más cercano a nosotros, según M. B. Cossio, interpretado por J. Xirau (1999, 446), “en la capacidad para el ocio reside la más alta dignidad humana. Sólo aquellos que pueden liberar su espíritu del ajetreo apremiante de las cosas son aptos para la contemplación y la reflexión".

Pero he aquí que el trabajo también constituye un valor humano, emparentado con el autovencimiento y la virtud, tan ponderados por los estoicos, y R. E. Trefles (1992) recuerda que los individuos han de saber que todo lo que cada persona tiene y sabe es fruto del trabajo, propio y -en gran medida- ajeno. Que nada viene en la vida por casualidad ni magia. Que todo hay que generarlo con el trabajo humano. Que estamos obligados a devolver en trabajo propio el equivalente del cúmulo de trabajo ajeno que generó cada posesión que usamos o disfrutamos. Que la riqueza obtenida mediante artimañas o abusos es ilegítima y degradante".


Esta antinomia, el humanismo la resuelve con muy buen criterio, situándose en un punto medio entre ambos polos, puesto que por un lado encomia el ocio que permite vacar en pos de los bienes culturales y, por otro, anima a conquistarlos cum studio et amore, es decir, mediante un trabajo intelectual esforzado y metódico.

En el momento presente, J. Lorite (2003) habla del humanismo como de una “adquisición irreversible". Y lo explica así. Lo que llamamos la naturaleza humana no es una realidad dada genéticamente, sino que se ha construido con la persistente voluntad humana de dar un sentido a su existencia, lo cual ha quedado plasmado en la cultura. Ahora bien, con esto -dice- "se ha creado un remanente de la humanidad que ya no podemos anular sin renunciar a la viabilidad de nuestra especie. Hay una acumulación histórica de nuestro querer-ser que es inalienable. Este es nuestro más sólido soporte: el residuo de nosotros mismos en nuestra historia; son las representaciones que forman como el ADN cultural de nuestra especie" (p. 59).

Y J. A. Estrada (2003, 67), en su estudio sobre “El humanismo en el siglo XXI”, tras constatar que en este siglo el hombre ha entrado en unas nuevas sociedades, caracterizadas por el multiculturalismo, el internacionalismo y la globalización, piensa que "el gran reto del humanismo será prepararnos para vivir en ese nuevo modelo de sociedades”.

Una dimensión humanista para la educación actual


Comenzábamos el presente escrito constatando que los sistemas educativos de los países actuales, tanto en la Enseñanza Secundaria como en la Superior, no sólo van perdiendo humanismo en sus contenidos, sino que están perdiendo también el sentido del mismo y de su valor formativo, de modo que lo van eliminando de los estudios. Por otro lado, parece que esto no debiera ser así, dado que, en la cultura occidental, es inconcebible una auténtica formación cultural y humana sin un fondo de humanismo, En consecuencia, diríamos que la educación actual debe rectificar en este aspecto, poniendo una base humanista en la formación que ofrece. Esto es lo que ahora trataremos de argumentar.

Podríamos comenzar recordando aquel dicho de E. Spranger (1954, 393) de que "sin levadura clásica no hay educación". Por la autoridad de quien así habla, haríamos bien en tenerlo muy en cuenta, y especialmente la Universidad, pues ésta -como dice J. Xirau (1999, 495)- "puede llegar a ser, si de veras lo quiere, una alta potencia espiritual que contribuya a dar a cada pueblo y a la comunidad humana digna posesión y clara conciencia de sí mismos”. Y esto lo hace la Universidad - sigue diciendo el mismo autor- en cuanto que ella es una agencia de la cultura humana. Sabido es que la formación en Humanidades facilita una comprensión global, interdisciplinaria y crítica de la realidad social.


Y, hablando de la educación en general, W. Jaeger (1967, 3 y 6), al explicarnos la posición que han tenido los griegos en la historia de la educación humana, indica que en esa educación "actúa la misma fuerza vital, creadora y plástica, que impulsa espontáneamente a toda especie viva al mantenimiento y propagación de su tipo. Pero adquiere en ella el más alto grado de su intensidad, mediante el esfuerzo consciente del conocimiento y de la voluntad dirigida a la consecución de un fin". Y el propio Jaeger señala cuál este fin en la paideía griega: “la formación de un alto tipo de hombre".


Ese hombre mejor constituye el ideal de toda educación. Tenderemos al mismo con una Pedagogía Humanista, que, al decir de M. Gennari (2001, 685-712), proporcionará una formación (Bildung) basada en una "filosofía de lo humano" y, ende, propiciará una vinculación, una fundamentación, un encuentro y una transformación, y tendrá como dimensiones la libertad, la naturaleza, el mundo, la vida, el sentimiento y el misterio. En otro lugar (Gennari, 2000, 22), añade la eudemonía, o felicidad, entendida como “un proceso constante de armonización equilibrada de la interioridad personal con el mundo externo".


El humanismo enseña a ser crítico en los conocimientos que se reciben, pues puede que no sean acertados. Es por eso por lo que Platón (1991, 163), en el Protágoras, pone en guardia contra las enseñanzas de los sofistas, pues en la compra de la sabiduría no ocurre como en las demás compras, ya que “la ciencia no se la lleva uno en una vasija: una vez pagado su precio, es preciso llevársela en uno mismo, ponerla en la propia alma, y así, cuando uno se va, el bien o el mal están ya hechos".

Una educación de base humanista es esto solo, y no una enseñanza recargada de Humanidades. En esta misma tesitura, el propio Platón (1991, 383s), en el Gorgias, hace decir a Calicles que es bueno filosofar un poco en los años juveniles, pero que el seguir haciéndolo toda la vida de un modo excesivo es cosa ridícula y servil, y quien lo haga "jamás deberá considerarse digno de nada bello ni grande”, y hasta "necesita que, le den de palos". La razón de esto -piensa Platón- es que en la vida hay que hacer cosas más importantes que el mero teorizar, a saber, actuar bien para uno mismo y para los demás.

Se trata sólo de ir al fondo del humanismo, tal como latía, por ejemplo, en la cultura griega, donde “lo universal, el lógos, es, según la profunda intuición de Heráclito, lo común a la esencia del espíritu, como la ley lo es para la ciudad. En lo que respecta al problema de la educación, la clara conciencia de los principios naturales de la vida humana y de las leyes inmanentes que rigen sus fuerzas corporales y espirituales hubo de adquirir la más alta importancia. Poner estos conocimientos, como fuerza formadora, al servicio de la educación y formar, mediante ellos, verdaderos hombres, del mismo modo que el alfarero modela su arcilla y el escultor sus piedras, es una idea osada y creadora que sólo podía madurar en el espíritu de aquel pueblo artista y pensador" (Jaeger, 1967, 10s).


Dice A. Agazzi (2000, 38) que, en educación, "el puesto que ocupan los clásicos es esencial. En el fondo, un clásico es un testimonio de humanidad, o -si queréis- un hermano en humanidad. Acercándonos a los clásicos, nos acercamos a las grandes cuestiones del hombre, a sus aspiraciones y a sus temores, a sus gozos y a sus sufrimientos; en una palabra: a aquella humanidad que precede y da entidad al perfil peculiar de cada cual”'.


Es cierto que el mundo actual, en lo material de su desarrollo, funciona sobre bases científicas y tecnológicas, que configuran la formación profesional en muchas de sus especialidades. En este sentido, nos parece acertada aquella propuesta que, hace ya 35 años, formuló E. Faure al hablar de la necesidad, en la sociedad de nuestros días, de un humanismo científico. De modo que, según todo lo que venimos diciendo, un buen modelo de formación humana completa sería el que se expresa en la figura adjunta.


Formación profesional

Tecnología

Ciencias

Humanidades

Formación humana completa


La formación ha de ser profunda, unitaria y total. En este sentido, la Enseñanza Superior actual se ve expuesta al peligro de una especialización prematura, posibilitada por la excesiva optatividad en los currículos. Contra el mismo, nos advierte J. Xirau (1999, 488) al decir: “La trituración mecánica de las actividades tiende hoy a disolver en el hombre su calidad de persona humana y a convertirlo en una pieza ajustada de un mecanismo anónimo. El cuerpo de la Universidad se trueca así en un organismo descuartizado. Aun sin salir del seno de las actividades intelectuales, ya el desarrollo de las ciencias se resiente de esta radical dislocación".

Y, hablando de la educación general, un pedagogo humanista actual, A. López Quintas (2003, 318), pone, como objeto de la educación personal, lo que él llama el descubrimiento decisivo, es decir, el hallazgo del ideal humano, que encierra las principales facetas de la vida personal y supone llegar a conocer estos siete asuntos:

1. en qué consiste nuestra verdadera libertad, la libertad interior o creativa,

2 cómo podemos colmar nuestra vida de sentido,

3. de qué forma podemos todos ser eminentemente creativos y ganar la necesaria autoestima,

4. la importancia de las relaciones y del pensamiento relacional,

5. la función de vehículos del encuentro que tienen el lenguaje y el silencio,

6. el carácter destructivo del vértigo y la condición constructiva del éxtasis,

7. la función positiva de la afectividad en nuestra vida.

Esta Pedagogía Humanista cuenta con bastantes representantes, y así podríamos citar a J. A. Ibáñez-Martín (1977) en España, M. Ferreira Patricio (con su movimiento de la Escuela Cultural) en Portugal, W. Brezinka y W. Böhm en Alemania, A. Agazzi y M. Gennari en Italia y 0. Reboul, Edgar Morin (2000, 2001) y M. Soétard en Francia. Algunos pedagogos proponen un humanismo matizado con alguna tendencia, como, por ejemplo, 0. Willmann (1923), cuyo humanismo socializante entiende que la verdadera formación, o Bildung, ha de hacerse en el seno de la comunidad y estando al servicio de ésta. En el s. XIX, J. H. Newman (1996) reivindicó y justificó el carácter humanista de la Universidad, diciendo que lo propio de ésta es conferir un saber liberal, entendido como un conocimiento que es un fin en sí mismo, siendo digno de poseerse por lo que es y no por sus posibles aplicaciones técnicas y profesionales.

La tradición humanista en la Facultad de Pedagogía de la Universidad de Barcelona


En la Universidad de Barcelona, el humanismo se halla bien enraizado, ya desde la época de Rubió i Ors, Milá i Fontanals y Rubió i Lluch. La Sección de Filosofía entroncaba con esta tendencia (pensemos, por ejemplo, en Tomás Carreras Artau), la cual pasó a la Sección de Pedagogía, que surgió en el seno de aquella.

La historia de esta Sección de Pedagogía, vista desde el ángulo de la Pedagogía General, está jalonada por tres grandes nombres: Joaquim Xirau, Joan Tusquets y Alexandre Sanvisens. Los tres, a cual más, han hecho honor al humanismo, del cual estaban empapados, y con él acuñaron sendas formas de una Pedagogía Humanista.


1) J. Xirau bebió directamente un humanismo pedagógico de aquel honta- nar del mismo que fue la Institución Libre de Enseñanza. Allí se cultivaba, dice él (Xirau, 1999, 551), un humanismo hispano: "el humanismo hispano no es una resonancia de voces extranjerizantes como lo creen acaso espíritus exentos de profundidad. Tenemos padres, tenemos viejos e ilustres padres y es preciso que les hagamos honor. Sólo así cumpliremos nuestro destino y coadyuvaremos a la salvación del mundo". Estos padres los encontramos en la España romana (Séneca y Quintiliano), en la España visigótica (Isidoro de Sevilla), en la España musulmana (Averroes, Avicena y otros), en la España medieval (Ramón Llull) y en la España renacentista (Luis Vives). En el s. XIX, el humanismo español es entendido, más que como una filosofía, como una forma de vida, y "esta posición espiritual-vitalista, moralista, activa, responde a inclinaciones profundas del alma hispánica" (p. 444); lo vemos en el krausismo español (Julián Sanz del RÍO) y en los institucionistas Francisco Giner y Manuel B. Cossío. Con respecto a la tradición humanista de todos ellos, dice J. Xirau (1999, 11): Esta tendencia, "para que alcance todo su relieve, es preciso proyectarla sobre el fondo de una larga tradición. No se trata de un movimiento esporádico, de una aspiración pasajera y fugaz. Es el comienzo de un Renacimiento que se infiltra gradualmente en toda el alma peninsular y acaba por estructurarla".


2) J. Tusquets merece ser recordado, en Pedagogía, por dos méritos suyos especiales: la introducción, en España, de la Pedagogía Comparada, y sus contribuciones, siempre empapadas de un humanismo inspirado en los pedagogos alemanes de la Filosofía de la Cultura, a la Pedagogía General. Estas últimas se cifran, sobre todo, en su libro Teoría de la Educación (1972, 41-172), donde expone su Pedagogía de la problematicidad, una teoría de la educación muy original, de corte existencialista (el existencialismo era la filosofía de aquella época), que concibe la vida humana como una ardua tarea de enfrentarse a doce problemas existenciales radicales (de tipo constitutivo, proyeccional, convivencial y trascendente), y para la cual la educación ha de ayudar al hombre.


3) A. Sanvisens, el padre de la actual Facultad de Pedagogía de la Universidad de Barcelona, era, tanto por su formación personal como por sus aficiones intelectuales, un humanista de cuerpo entero, como sabemos muy bien todos los que lo hemos conocido y nos hemos deleitado con sus disertaciones sobre las materias más diversas. Era también un amante y conocedor de las ciencias, hecho que le permitió crear la teoría de la Pedagogía Cibernética como una teoría de la educación; y, como tal, preocupado por la vigencia de un humanismo adaptado a los tiempos presentes, propone un humanismo científico, dado que "nuestra época vuelve de nuevo a preguntarse por el hombre y acaso sea esta preocupación, de hondura humanística, el signo más característico del mundo que nos toca vivir" (Sanvisens, 2005, 255).


Sanvisens nos ha dejado su concepción del humanismo, y del humanismo pedagógico, plasmada en su escrito: “Las dimensiones del hombre" (Sanvisens, 2005). En el mismo, entiende al hombre como un ser abierto al mundo y a los demás, y poseyendo también una dimensión trascendente. "Acaso podríamos - dice (p. 272)- reducir sus grandes características diferenciales en dos capacidades fundamentales, a saber: la capacidad consciente, la conciencia personal, y la capacidad de autodeterminarse, la búsqueda de liberación, de libertad". El hombre "precisa que oriente hacia el futuro su ser como un ser que ya está en este futuro, no en forma pasiva, sino en una forma activa y proyectiva" (p. 274), y para ayudarle en este proceso está la educación.


Las tres grandes tesis de la Pedagogía Humanista


Dijimos que el humanismo (o cultivo humano, cultura) se entiende como opuesto al naturalismo (lo "nacido”, natus, espontáneamente), sea éste el naturalismo romántico o el científico; por lo mismo, una Pedagogía Humanista se entenderá como la opuesta a la Pedagogía naturalista, sea ésta la Pedagogía russoniana o la Pedagogía positivista y materialista.


Ahora bien: la Pedagogía naturalista russoniana se funda en dos grandes tesis: 1) el laissez-faire pedagógico, concretado en la espontaneidad infantil como norma de educación y en la autogestión escolar; 2) una didáctica basada en el activismo y el globalismo, con exclusión del estudio sistemático y del principio pedagógico del esfuerzo. Y, en cuanto a la Pedagogía naturalista de signo positivista y materialista, descarta en la formación humana todo principio ideal, superior o trascendente, para reducirla a dar al individuo unas pautas de adaptación social y de disfrute inmediato de los goces de la vida. A estas tesis naturalistas, pues, la Pedagogía Humanista opone las tres siguientes (cf. Quintana, 2005, 231-7, Hitos para una Pedagogía Humanista).


El naturalismo pedagógico


Especies

Tesis pedagógicas

  1. Romántico

(Rousseau)

  1. En educación: laissez faire.

  2. En enseñanza: activismo y globalismo.

  1. Científico

(positivismo, materialismo)

  1. En educación: ética mínima, relativismo de los valores, hedonismo.


1) La ayuda al educando guiándolo, estimulándolo y corrigiéndolo


Las normas de educación se formulan a partir de una determinada concepción de hombre. a) Hay una concepción antropológica negativa, que mira al educando como un ser dotado de unas malas inclinaciones a las que habrá de hacer frente en una constante lucha moral; y así, para Pascal (1952, 98) "el corazón del hombre es hueco y está lleno de porquería"; y, según Luis Vives (1987, 202), "nunca llegarás a creer que puede haber otro peor que tú, pues si su malicia sale a la superficie, se debe a que tú disimulas la tuya con más cautela". Esta concepción ve la educación como una coacción al educando. b) Hay también una concepción antropológica positiva (el naturalismo russoniano), y en la cual la educación se reduce a no intervenir en el desarrollo espontáneo del niño, dejando la formación de éste a su iniciativa personal. c) Pero hay también una tercera concepción antropológica, que es el término medio entre las otras dos y a la cual llamamos realista, porque, ateniéndose a la observación del comportamiento humano, se concibe al educando como un ser ambivalente, con unas tendencias negativas que hay que corregir, y otras positivas que habrá que dejar y alentar. Esta tercera concepción antropológica y pedagógica es la propia de una Pedagogía Humanista, según la cual la educación asiste al educando con la doble norma de una permisividad y una coacción oportunas y controladas, para que en él emerja lo bueno y desaparezca lo malo de su personalidad.


De estas tres concepciones, la primera, que es la de la pedagogía autoritaria y coactiva, apenas es defendida y propuesta hoy día; su último gran reducto podría ser la Pedagogía Comunista. El segundo modelo, la Pedagogía naturalista, en cambio, está de moda en todo el mundo y en todas las formas de educación, como constituyendo una pedagogía progresista. Pero, a nuestro entender, lo que realmente constituye es una inmensa paranoia pedagógica (cf. Quintana, 2004, 88-92), es decir, una ilusión engañosa que da por buena una educación que es mala, con lo cual está comprometiendo la auténtica educación de la humanidad. Es a este tipo de educación aparente a quien critica y se opone la Pedagogía Humanista, denunciando sus errores de base y proponiendo un plan efectivo de educación basado en las verdaderas características, posibilidades y necesidades del ser humano, sin caer en bellas utopías. Supone el ejercicio de la autoridad educativa y de una coacción estimulativa. Las frustraciones que esto puede producir en el niño se consideran psicológicamente inofensivas y pedagógicamente necesarias para templar al educando ante las exigencias de la vida.

2) La progresiva introducción de un trabajo intelectual sistemático y completo


La Pedagogía actual incurre en el error de mitificar los métodos didácticos activos y globales, proclamando su valor pedagógico absoluto. Su valor es sólo relativo, pues valen únicamente para niños pequeños. La ley psicológica de los niños pequeños es el juego, y la de los adultos, el trabajo. El activismo y el globalismo didácticos tienen que ver con el juego; el conocimiento que proporcionan es ocasional y, por consiguiente, incompleto, superficial y desordenado. Un conocimiento de calidad ha de ser, por el contrario, completo, profundo y ordenado. Y esto puede ser resultado únicamente de una enseñanza sistemática, un estudio sostenido y una atención concentrada. Pero esto ya no es fruto de una pedagogía lúdica, sino del trabajo intelectual. Y en este trabajo, o estudio, han de ser introducidos progresivamente los niños, a medida que dejan de ser tales y se van haciendo adultos. El humanismo ha contado siempre con la base de esta actitud intelectual, como pone en evidencia el siguiente Diálogo de Luís Vives (1987, 45s), titulado La lección:


- "Maestro.- Coge el abecedario con la mano izquierda y este puntero con la derecha, así podrás señalar cada una de las letras. Mantente derecho y guarda tu gorra bajo el sobaco. Escucha con toda atención el nombre de las letras y fíjate en el gesto de mi boca al pronunciarlas. Has de pronunciarlas, cuando yo te pregunte, como yo lo haga (...)

Alumno.- ¿No jugamos hoy?

Maestro.- No; hoy es día de labor, ¿o crees que has venido aquí para jugar? Aquí no se juega, se estudia".


La creencia contemporánea de la superioridad del aprendizaje sobre la enseñanza, del trabajo en grupo sobre el estudio de manuales, de la optatividad curricular sobre un plan de estudios obligatorio y de la libertad del alumno sobre la autoridad docente y educativa del maestro son otras tantas facetas de aquella paranoia pedagógica russoniana ya indicada antes, y que está socavando los fundamentos de la educación actual. El remedio para todo ese mal está en una Pedagogía Humanista que, en Didáctica, vuelva a indicar el buen método de enseñanza y aprendizaje, siguiendo a M. de Montaigne (1992, 146, Libro I), quien critica las ensoñaciones de conocimiento propias de "el hombre que, en su infancia, de las ciencias no ha gustado más que su corteza externa y, de ellas, no ha retenido otra cosa que su rostro general e informe: un poco de cada cosa y nada de su conjunto, a la francesa".


Ars longa, vita brevis: lo que hay que aprender es mucho, la infancia y la juventud son el momento apropiado para ello y, en las mismas, no hay que perder el tiempo. No tengamos miedo de exigir a los alumnos todo el trabajo intelectual que pueden y deben hacer: dice Erasmo (1956, 451) que el entendimiento, si no se ejercita, se llena de moho, igual que el hierro no ejercitado es corroído por el orín.

3) La superación del relativismo en el conocimiento, en la ética y en los valores


El humanismo afirma la razón humana, con todas sus posibilidades de conocimiento trascendente (o metafísico). La consecuencia es que, para el hombre, se iluminan toda una serie de principios ideales, tanto de tipo cognitivo (posibilidad de la verdad) como ético y axiológico. Y, como es lógico, todo esto se proyecta, luego, en el terreno de la educación, dando un carácter especial a los fines de la misma; un carácter que se ha perdido en la actual educación postmoderna y que la Pedagogía Humanista trata de recuperar, por considerar que es esencial a una buena educación humana. Lo especificaremos.


a) La cultura postmoderna funda la Ética en el mero consenso humano, pues señala a la Ética la única función de asegurar la buena convivencia social. Es una Ética mínima, que tiene en cuenta sólo la justicia y que, en el fondo, se basa únicamente en el egoísmo humano. Mal fundamento, éste, para una Ética de calidad. Es la Ética democrática, y nada más. Pero si consideramos que la Ética emana de la razón humana práctica (cf. Quintana, 1995b, 57-63), nos vendrá expresada en unos principios absolutos, que garantizan la práctica del Bien y obligan incondicionalmente a ella. Según esto, la educación moral será algo más que un aprendizaje de consensuar las normas que han de regular el comportamiento social: al decir de Platón (1991, 179, en el Protágoras), una parte importante de la educación consiste en saber distinguir lo bueno de lo malo "basándose en razones”, es decir, en los principios racionales prácticos. Con esto, las normas morales adquieren un carácter de obligación objetiva (es decir, universal y necesaria) y se entiende aquello que dice Goethe (1990, 420, distinto a lo que dice el positivismo jurídico): "Las leyes todas son intentos de aproximarse, en el curso del mundo y de la vida, a los designios del régimen moral del universo”.


Pero, con la Pedagogía Humanista, la educación moral no sólo adquiere solidez, más aun, carta de necesidad (que justifica la autoridad propia de la enseñanza moral y la docilidad -piénsese en la etimología de esta palabra- que en ella corresponde al educando); sino que, además, ve abrirse un segundo ámbito, superior, de educación moral: más allá de una moral mínima, surge una moral más elevada, que ya no es la moral del egoísmo sino la moral del altruismo, de la generosidad y del amor, y puede ser también la moral del sacrificio, de la virtud, del perfeccionamiento personal y de los ideales espirituales. Tal es igualmente un posible y valioso objetivo de la educación moral.


b) Y lo que hemos dicho de la Ética, debemos decirlo también de los valores. El humanismo no considera que todos los valores son objetivos y absolutos; pero algunos, sí (a saber, los valores ideales). Y, en atención a los mismos, la educación en valores no puede ser la propuesta por métodos (tan seguidos hoy día como el de la clarificación de valores) que se limitan a aprobar, propiciar y reforzar los valores subjetivos de cada educando, sean los que sean. Por el contrario, aquellos valores que gozan de objetividad y validez universal han de ser reconocidos, estimados y practicados como tales, y esto es lo que una buena educación en valores ha de proponer a los educandos y conseguir en ellos.

Concluyamos este trabajo señalando los valores en los que se basa la Pedagogía Humanista, que no son sólo un punto de partida, sino también su objetivo indeclinable. Tales valores son:

a) los valores del humanismo clásico: cultura, estudio, formación, belleza, crítica, nobleza de alma, equilibrio, personalismo, esfuerzo;

b) los valores que hacen a los hombres más humanos: la justicia, la virtud, la libertad, la adaptación, la creatividad, la bondad, el amor, la autosuperación, la apertura, el diálogo, la actividad, la comprensión, la energía, la esperanza, la tolerancia y la colaboración.

El humanismo es un ideal humano muy serio y dificil, pero vale la pena luchar por él, pues su logro -en la medida que fuere- es, para el hombre, una garantía de su calidad humana. La Pedagogía Humanista enseña a entrar en este juego, y recomienda practicarlo, atendiendo a aquel dicho de Luis Vives (1987, 207): el hombre ocioso es una piedra; el mal ocupado, una bestia; el bien ocupado, un hombre auténtico. Los hombres que no hacen nada aprenden a hacer el mal".






La zarza ardiente de la palabra poética2

Pedro Rodríguez Panizo


El teólogo alemán Fridolin Stier, muerto en 1981, recogía en una entrada de su libro Vielleicht ist irgendwo Tag. Aufzeichnungen, concretamente la del 13 de noviembre de 1968, la queja autocrítica sobre el peligro que acecha al lenguaje teológico de convertirse en una terminología «profesional» casi esotérica, al carecer muchas veces de gracia literaria. Le parecía atacado de artritis, de modo que, muchas veces, la lectura de los tratados académicos de teología puede ser una tortura, no precisamente por su profundidad o la dificultad de la materia tratada, cuanto por su anemia lingüística. Muchas veces es un lenguaje hinchado y grandilocuente, como si tuviera complejo de las llamadas «ciencias duras» y debiera justificar a cada instante su rigor académico o su lugar entre ellas. Stier cree tener el bisturí o el tratamiento diurético capaz de curar esa patología: los teólogos necesitan escribir como Flaubert, que pasaba días enteros buscando una palabra o leyéndola en voz alta en la arboleda de su casa'. Se cuenta también de Maupassant que afirmaba que no hay hierro que pueda traspasar el corazón con más fuerza que un punto puesto en el lugar adecuado2.

1. Una coma contra la muerte


Recuerdo a este respecto la maravillosa película de Mike Nichols, Wit (2001), basada en una obra de Margaret Edson. Trata de la profesora Vivian Dearing (Emma Thompson), especialista en poesía metafísica del siglo XVII inglés, especialmente en la obra de John Donne. Vivian ha sido ingresada en un hospital porque tiene un cáncer en su fase terminal, y es cuestión de vida o muerte. En la segunda escena de la película, cuando ya se perciben en ella los efectos de la quimioterapia, recuerda a su exigente profesora M. Asthfold (Eileen Atkins), la primera vez que obligó a su joven estudiante a rehacer un trabajo sobre el soneto sagrado n. 6 de Donne, poema que articula la película de principio a fin. La primera corrección que la profesora Asthfold le señala se refiere precisamente a la edición, incorrectamente puntuada, que ha usado su discípula. La conmina a no tomarse el asunto a la ligera, puesto que en los poetas metafísicos, a diferencia de la novela moderna, es imprescindible ser extremadamente responsable en la atención a la lectura del texto: «¿Cree usted que la puntuación de la última línea de ese soneto es un detalle insignificante?,». Y continúa: «El soneto comienza con una valerosa lucha con la muerte, convocando a todas las fuerzas del intelecto para vencer al enemigo. Se trata, en última instancia, de la superación de las insalvables barreras que separan la vida, la muerte y la vida eterna». Y resulta que, en la edición manejada por la estudiante, el significado profundamente simple de la citada línea se ve sacrificado por «una puntuación histérica»: «Y la Muerte (M mayúscula) dejará de existir (punto y coma); Muerte (M mayúscula), (coma y admiración) ¡morirás! ». En este momento, la profesora Asthfold le hace ver la necesidad de consultar la edición de Helen Gardner3, pues esta erudita vuelve al manuscrito Westmoreland de 1610, no por razones sentimentales, sino por un acto moral de justicia para con el texto. Ella puntúa así: «Y la muerte dejará de existir, muerte morirás» («And death shall be no more, death thou shalt die»). La profesora añade, ante la atenta mirada de Vivian: «Ningún suspiro, ni una coma que separe la vida de la vida eterna. Muy simple, realmente. Con la puntuación original la muerte ya no es algo que se representa en un escenario entre signos de admiración; es una coma, una pausa. De esta forma -una forma inflexible- uno aprende del poema, no cree. Vida, muerte, alma, Dios, pasado, presente. No hay barreras insalvables, no hay puntos y coma, sólo una coma». El efecto dramático que alterna esta conversación entre el despacho universitario y la habitación del hospital, así como los tenues acordes de piano que puntúan la película, hacen el resto. Todavía Vivian replica que los grandes temas de Donne -vida, muerte, Dios- son metafísicos y, por tanto, se trata de ingenio; a lo que la profesora responde: «No es ingenio, es verdad».


El final no puede ser más estremecedor y esperanzado. Sobre el rostro muerto de Vivian, en primer plano fijo, vamos escuchando entero, junto con los acordes de piano del tema musical de la película, el soneto sagrado n. 6 de Donne, como si fuera una revelación: «Muerte, no te enorgullezcas / aunque algunos te llamen poderosa y terrible/ puesto que nada de eso eres. / Porque todos aquellos a quienes creíste abatir / no murieron triste muerte ni a mí vas a poder matarme / Esclava del Hado, la fortuna, los reyes y los desesperados / Si con veneno, guerra y enfermedad / y amapola o encantamiento se nos hace dormir también y mejor que con tu golpe / De qué te jactas / Tras un breve sueño despertarás a la eternidad y la muerte dejará de existir, muerte morirás»4.


También otro poeta filósofo, Antonio Machado, ha dejado constancia en un poema que encanta a Francisco Ayala -y que éste considera el culmen de su excelencia poética- de este tema mayor de la poesía5. En una época en la que triunfa la razón instrumental, técnica, y el biologicismo, que reduce lo humano a pura química, Machado se rebela contra el hecho de que esa desintegración biológica tenga la última palabra. Ayala propone ponerlo en paralelo con la página del Camino de perfección, donde Baroja narra la descomposición del cadáver de un obispo en su tumba de El Paular, hasta que sus restos orgánicos se transforman en florecillas del valle. Frente a ello, Machado afirma, en unos versos espléndidos:


«¿Y ha de morir contigo el mundo mago

donde guarda el recuerdo

los hálitos más puros de la vida,

la blanca sombra del amor primero,

La voz que fue a tu corazón, la mano

que tú querías retener en sueños,

y todos los amores

que llegaron al alma, al hondo cielo?

¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo,

la vieja vida en orden tuyo y nuevo?

¿Los yunques y crisoles de tu alma

trabajan para el polvo y para el viento?».

Todo el misterio que es el ser humano se escucha en esa «vieja vida en orden tuyo y nuevo». No somos una mera repetición de algo abstracto, sino esta concreción, este orden personalísimo de relaciones, recuerdos, amores, decepciones, fracasos, triunfos, proyectos, sueños. ¡Y van a trabajar los «yunques y crisoles de tu alma» para «el polvo y para el viento»! Este misterio azorante no es capaz de apresarlo el poeta, pero invita al lector a cambiar la persona del destinatario de la primera pregunta: «¿Y ha de morir conmigo el mundo mago ... ?» Cómo cambia la experiencia de la muerte cuando pasa de ser considerada como dejar de respirar a dejar de ser. En este segundo sentido, algo muy profundo se levanta en nosotros como una pregunta, no que tenemos, sino que somos. Mantener la memoria de este misterio, recordar aquello para lo que la razón instrumental, la palabrería vana o la superficialidad vital -nunca se es superficial impunemente- no tienen oído, es la responsabilidad ética de la poesía.


Y es que, como afirma Karl-Josef Kuschel, todo acto de escritura debería ser un acto moral, puesto que hay una moral intrínseca a ella que podría cifrarse en la responsabilidad por la palabra: escuchar con profundidad; comprometerse a no poner una palabra de más (cf. Mt 12,36-37), a decir lo máximo con lo mínimo; a intentar que nuestras palabras funcionen como deictemas; es decir, que despierten la profundidad de quienes las lean o escuchen -profundidad psicológica, estética, ética, metafísica y hasta religiosa- y que apunten más allá de sí mismas hacia el Oriente del texto, como gustaba de decir Paul Ricoeur Pero para ello habría que leer y escribir con holgura y reposo, con fruición: «Pero ¡qué lentitud meditativa habría que saber adquirir para que viviéramos la poesía interior de la palabra, la inmensidad interior de una palabra...! Todas las grandes palabras, todas las palabras llamadas a la grandeza por un poeta son llaves de universo, del doble universo del cosmos y de las profundidades del alma humana»6. Y hoy lo que falta por todas partes es, precisamente, tiempo, holgura, ilusión; especialmente ésta última. ¿No estará aquí una de las razones de la crisis de la Universidad y del llamado «trabajo académico»?


Hace tiempo que Julián Marías distinguía entre el escritor y el hombre que escribe. Estos últimos, aunque lo hagan bien, son aquellos para quienes escribir no forma parte de lo que son; carecen de fruición, y lo hacen desapegados y hasta con mal humor, pues la mayoría de las veces es una tarea profesional para dar cuenta de unas investigaciones o trabajos cuyo fin último es alguna burocracia administrativa para «hacer curriculum». Los primeros, aunque no fueran muy buenos, y su resultado dejara que desear, lo serían de verdad al hacerlo con ilusión7. No sólo es un acto ético la lectura, cuando intenta no imponer al texto una perspectiva forzada e ideológica -el texto no se puede defender, está en inferioridad de condiciones respecto de nosotros-, sino también la escritura. Un libro, decía Kafka, deber ser como un hacha que abre una brecha en el hielo del alma8. ¿Cómo no van a hacerlo las grandes palabras que provocan la teología, las poderosas palabras de la Escritura? La sal y la luz no tienen más que ser ellas mismas para dar sabor e iluminar. Si no lo hacen, es que habrán dejado de ser lo que son (cf. Mt 5,13-16). Es una grave responsabilidad no añadir más ruido en torno a Dios, intentar no empequeñecerlo con nuestras palabras y nuestra vida; mostrarnos dignos de él. Me gustaría, en lo que sigue, motivar fundamentalmente a los estudiantes de teología y a los cristianos responsables de su fe para que eleven el nivel de reflexión en su ejercitación del cristianismo, frecuentando asiduamente con ilusión las letras humanas y las demás artes. En esta ocasión, los organizadores del presente número de Sal Terrae me han encargado tratar de la poesía.

2. Los supuestos de Karl Rahner

Sorprendería caer en la cuenta de la cantidad de ensayos que dedicó a la poesía y a las letras el gran teólogo que fue Karl Rahner9. En ellos muestra que no escribía tan mal como la broma de su hermano Hugo ha hecho pensar (que, cuando tuviera tiempo, traduciría su obra al alemán). Especialmente cuando se libera de la «jerga» de escuela y se suelta como hombre de fe profunda y honda sensibilidad mística. Hasta el punto de que algún autor ha querido ver en el conjunto de esos estudios el esbozo de una estética teológica10. Rahner habló siempre de la poesía como teólogo, como creyente que busca dar razón de la fe cristiana; fe que confiesa la Palabra revelada. Fe de una Sagrada Escritura donde, en palabras de los hombres, resuena la Palabra de Dios; una fe que, como afirma Pablo, viene de la escucha (Rm 10, 17: fides ex auditu). Por eso se pregunta primero por el hombre y por sus capacidades para esta audición. El teólogo jesuita es consciente de que «la gracia de Dios se crea ella misma tales supuestos»11 anticipándose a la palabra y preparando los corazones para acogerla.


El primer supuesto afirma que el hombre posee oídos abiertos para la palabra mediante la que el misterio se hace presencia. El ser humano tiene ojos y oídos para ello; puede saber «ver» lo que esconde la pobreza de los signos, como el discípulo al borde del sepulcro. La misma ausencia que a Pedro no le habla se convierte para él en palabra y símbolo (cf. Jn 20,8). Pero se puede estar sordo y ciego para todo esto, «se puede olvidar que el ámbito pequeño y limitado de las palabras determinantes está situado en el desierto infinito y callado de la divinidad» (413); puede uno incluso enorgullecerse de esta sordera. Suelo pensar que el recurso fácil al tópico del «silencio de Dios» esconde sordera por nuestra parte, incapacidad de entregarnos y de recibir, sobre todo esto último, que es lo que más nos desasosiega. Por eso, mantiene Rahner, el cristianismo tiene necesidad de tales palabras y del entrenamiento -la mistagogía, dirá en otros lugares- que haga al ser humano capaz de oírlas.

El segundo supuesto tiene que ver con el «órgano» con el que se escuchan. No se confunde éste con ninguna de nuestras destrezas perceptivas, sino con «la capacidad de oír palabras que tocan certeramente el centro del hombre, su corazón. Dios quiere la salvación del hombre entero» (414). Y es que las palabras del Evangelio son palabras del corazón. Cor ad cor loquitur, gustaba de decir el cardenal Newman. Esto es lo que busca precisamente Dios: no nuestra sola mente, o nuestra acción, o nuestra memoria, sino el corazón; la totalidad de nuestro ser de criaturas. El que sean, pues, palabras de corazón a corazón no las identifica, ni mucho menos, con lo sentimental; menos aún con lo puramente racional, como si la razón estuviera reducida a puro intelecto, a pura facultad de apoderarse, concebir y abarcar lo inabarcable. En una idea de razón que sorprende por su cercanía con la de los fenomenólogos, Rahner arguye que se trata más bien de «la potencia radical de ser dominado y aprehendido por el misterio incomprensible» (ibid.) -a esto llama «corazón». Está en juego nada menos que poder oír proto-palabras del corazón; en cierto sentido, sacramentales; es decir, que «llevan consigo lo que significan y se hunden creadoramente en el centro del hombre» (ibid.). De ahí la importancia de la ejercitación para que las proto-palabras no resbalen hasta la superficialidad o la indiferencia, sino que atraviesen, como el hacha de Kafka, el hielo de nuestra alma y lleguen hasta ese centro al que se refiere la palabra «corazón». «Como una lanza -dice Rahner- que hiere certeramente al crucificado y, al darle muerte, abre las fuentes del espíritu. […] Hay que aprender a oír tales palabras» (415).


El tercer supuesto afirma que para poder oír bien el mensaje cristiano se necesita la capacidad de escuchar la palabra que une, pues muchas veces las palabras dividen. Sin embargo, cuando son últimas, liberan, unen y reconcilian. Y porque el mensaje cristiano no habla sino del misterio del amor, no de un sentimiento cualquiera, las palabras auténticas unen, pues el amor es «la verdadera sustancia de la realidad que quiere manifestarse en todo, el misterio que quiere descender al corazón del hombre como juicio y salvación» (ibid.). Por ello tendrá oídos para el cristianismo aquel que es capaz de oír, en las palabras que dividen, la voz silente del amor que aúna.


Finalmente, el cuarto supuesto para oír el mensaje cristiano es «la capacidad de descubrir del misterio inefable, en medio de cada palabra, su determinación corporal, no mezclada, pero inseparable de él. Es la capacidad de percibir la incomprensibilidad encarnatoria y encarnada de oír la Palabra hecha carne» (415-416). «Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14), y por ello la palabra humana ha sido dotada de una profundidad infinita que abre una puerta en todo lo finito hacia lo eterno: «En la zarza de la palabra humana arde la llama del amor eterno» (416). De este modo, hay como un «nimbo de esplendor» sobre toda palabra humana. ¿Cuál es entonces, para Rahner, la palabra por la que se hace presencia el misterio? La palabra poética, aquella que hace del hombre un ser liberador de fenómenos, que lleva a las cosas hasta donde éstas ni siquiera soñaron ser (Rilke). Por ello puede afirmar que «lo poético es, en su esencia última, presupuesto para el cristianismo» (418)12.


De las reflexiones anteriores saca Rahner la conclusión de la necesidad de la poesía, máxime en nuestro tiempo, en que el achatamiento de todo, producido por la razón instrumental y la desesperanza, interpelan al cristiano a defender lo humano y, por ello mismo, lo poético, que, aunque no sean lo mismo, no deben separarse: «Los cristianos tenemos que amar y luchar por la palabra poética, porque tenemos que defender lo humano, ya que Dios mismo lo ha asumido a su realidad eterna» (419). Rahner sabe que la pregunta del hombre no puede determinar la venida graciosa de Dios hacia él; que la respuesta de Dios es infinitamente más grande que todas las condiciones de la criatura, pero -con todo- la «gran poesía sólo existe cuando el hombre se enfrenta radicalmente con lo que él mismo es» (420), cuando se planta decididamente ante la Esfinge, ante los «abismos existenciales» que una cierta existencia «burguesa» tiende a evitar, aunque con ello se impida también tropezar con Dios. La poesía, cuando es verdadera, despierta a todo eso; habla del hombre necesitado de salvación, de su soledad y su dolor, del mal que lo lacera, del amor y la alegría, de la desdicha y el llanto. «Despertar o consolidar la sensibilidad para una responsabilidad del cristiano, y especialmente del educador cristiano, ante la poesía y su inteligencia» (422), no sería pequeña tarea. Pocos poetas han sabido expresar como Borges, en unos versos, la pregunta radical que somos, el anhelo de llegar al término que la ha puesto en pie: «¿Qué arco habrá arrojado esta saeta / Que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?»13 Con no menor fuerza se expresa Luis Rosales en su poema «La pregunta»:

«Estoy pensando en el misterio de que unas cuantas palabras / unidas puedan formar una pregunta; / una pregunta que en el momento mismo de nacer, / recién nacida, / puede abarcar la vida entera [... ] / El misterio comienza cuando algunas palabras que no se bastan a sí mismas / llegan a ser una pregunta, / esto es: una niñez, / una niñez eterna / que liga el mundo con nosotros / igual que una bisagra donde se junta el cielo con la tierra, / la palabra y su sombra de dominio, / lo natural, que duele, con su vasto silencio circundante. Pero, además, estoy pensando que una pregunta sigue viviendo, sigue siendo pregunta después de contestada / como un paisaje de Van Gogh sigue siendo paisaje / encerrado y enterrado en su marco, / sigue siendo anterior a la tierra, / sigue haciéndose tierra todavía. / Y estoy pensando, finalmente, que la pregunta es inextinguible por lo que tiene de esperanza, / y que acaso un día con lluvia en los cristales / se acercará Luis Cristóbal a mí; / se acercarán a mi sus quince años, / desde todas sus horas, / desde todos sus días, / como los chopos, cuando el viento los mueve, muestran alegremente todas sus hojas a la vez, / se acercarán a mí para decirme de palabra en palabra: / ¿Conociste a Azorín?» 14.

De esta magna quaestio habla la palabra poética. Como ha dicho tantas ocasiones Miguel García-Baro, al hablar de la experiencia ontológica; esto es, de la ruptura radical del yo con respecto del mundo por la que pasamos de la actitud primordial -el mero dejarnos vivir - a la actitud fundamental, en la que se tiene experiencia padecida lo que significa ser, tiempo, muerte, vida, precariedad de la existencia cuando, en fin, la existencia toda se convierte en un misterio, en gran pregunta, y uno se da todo el tiempo del mundo para intentar responderla, se ha situado ya en el centro de la vida lo absoluto, aunque no se le dé el nombre que ha reservado para él la religión. El fenomenólogo español piensa que esa verdadera iniciación a la vida irrumpe al final de la infancia. Hay incontables testimonios de ello en la espléndida obra de uno de nuestros más grandes poetas actuales y me acompaña ininterrumpidamente desde que conocí su primer libro: Eloy Sánchez Rosillo. Véase, como muestra, su poema titulado «Un jilguero»:

«Era un niño. En un jardín jugabas / junto a mí con la tierra, y transcurrían / muy despacio las horas. / Se posó / un jilguero en un árbol y un instante me distraje mirándolo: cantaba / en la rama más alta y se llenó de intimidad la tarde. / Mas, de pronto, / alzó el pájaro el vuelo y fue perdiéndose / por el cielo de junio. / Te miré / de nuevo a ti. Pero una luz distinta / te habitaba los ojos. ¿Dónde estaba / el niño aquel que unos momentos antes /jugaba allí, dichoso, con la tierra, /junto a su padre? Me mirabas ahora / de forma diferente. Se había ido / tu infancia no sé adónde: alzó de súbito, como el jilguero, el vuelo. Comenzabas, / sin saberlo, a ser otro. Un gran silencio / cayó sobre el jardín. Atardecía»15.


Sería digno de compasión quien no supiera por sí mismo de experiencias como ésta que tan maravillosamente evoca Sánchez Rosillo. En su brevísima poética en prosa, el poeta murciano concibe esta noble tarea como una rigurosa posibilidad de aprehensión de la realidad, como un ejercicio moral, lleno de comprensión y lucidez. «No escribo para explicarme el mundo», ha dicho, «los misterios no tienen explicación, sino para participar de él, para formar parte del corazón de ese misterio». La poesía no soluciona con recetas prácticas los problemas de la vida cotidiana, sino que «nos pone en contacto con los enigmas del vivir y nos anima a mirarlos de cerca, a meditar sobre ellos y a adoptar consecuentemente actitudes y conductas. Semejante ejercicio moral transforma al individuo, hace surgir en él a alguien que no era antes y lo mejora como ser humano». Y está convencido de que la poesía proporciona a la existencia humana «una intensidad excepcional y la limpia de banalidades», no sólo al que la escribe, sino también al que la lee. Sánchez Rosillo coincide en este punto con Rahner: «Hay mucho ruido que nos distrae, mucha intrascendencia que nos dispersa. La poesía nos acerca a la vida en su sentido más hondo, depara al hombre conciencia del mundo, de su persona y de todo el tiempo de su vivir»16.

3. Lecciones mistagógicas de la poesía

La teología fundamental suele distinguir, en el tratado de revelación, los diferentes sentidos que este término posee, según hablen de él la estética, la ciencia de las religiones o la teología en sentido riguroso. G. Ebeling ha sido uno de los teólogos que más han subrayado esta distinción. Reconoce que, aunque el concepto tenga su núcleo en lo religioso, puede emplearse, y de hecho se emplea, para caracterizar una realidad que se sitúa en el ámbito de lo estético en sentido amplio.


Cuando, en términos generales, brota algo nuevo en medio del espesor gris de la cotidianeidad, aportando una luz que al menos por un instante destaca las inadvertidas riquezas de la realidad, al hacer «ver» su condición de no eternas -dilatando así la sed de sentido y la esperanza de que triunfe sobre el mal-17, nos encontramos ante el concepto estético de revelación18. Como dice A. Gesché: «llamaría "acontecimiento de revelación" a la apertura de un espacio y al brote de un tiempo en el que se descubre una realidad invisible escondida en lo visible»19.


La incapacidad de percibir lo invisible en lo visible también ha sido señalada por Sánchez Rosillo con esa limpieza y sencillez que su visión del mundo trasmite. Se trata del poema «Abril», de su hermoso último libro Oír la luz: «No se puede hacer nada. / Algunos, aunque miren, nunca ven / que abril no es sólo abril, / sino algo más, inmenso, incalculable. / Es muy fácil de ver, pero hay que verlo. / ¿Cómo no se dan cuenta? / ¿Dónde tienen los ojos? / Están ciegos del todo. No hay remedio»20. El Evangelio está lleno de esta advertencia: «Tenéis ojos y no veis; tenéis oídos y no oís» (Mc 8,18; Sal 115,5-6). Y el espíritu que alienta el Sermón de la Montaña anima a mirar las aves del cielo y los lirios del campo (cf. Mt 5,25-34), en una perícopa toda ella dedicada a la búsqueda de lo esencial y a la confianza. ¡«Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). La rica tradición mística nacida del cristianismo ha cultivado con esmero los «sentidos espirituales». Desde Orígenes hasta San Ignacio, pasando por San Agustín y San Buenaventura y hasta por Dante, se ha hablado también de los múltiples sentidos de la Escritura. El sentido espiritual, místico o anagógico, es el que percibe ese algo más, inmenso e incalculable bajo el sentido literal. De nuevo es Rosillo el que nos recuerda que «mirar no es sólo asunto de los ojos. / Primero, ciérralos unos instantes / y dentro de ti busca -en tu sosiego- / la facultad de ver. / Y ahora ábrelos, y mira»21.


Qué sería de nosotros sin esa capacidad asombrosa. Qué chato se- ría el mundo. No habría dobles sentidos, ni comparaciones, ni metáforas, ni oxímoron: «la música callada, la soledad sonora» (San Juan de la Cruz); los «contrapuntos musicales silenciosos» de Quevedo; el silencio de una brisa suave de Elías en el Horeb. Y es que el carácter desviativo, propio de la literatura, se radicaliza en la poesía, y gracias a ese «poder» la realidad se agranda, y el ser humano se palpa el alma como de bulto, según la atrevida imagen de Unamuno. La poesía nos abre a lo inédito, a lo particular: no una salamandra, sino esta salamandra -dice Yves Bonnefoy-absolutamente real, particular y verdadera, que, al ser acogida por el poeta, se transforma maravillosamente en «verdad general», sin hacerse por ello abstracta"22. ¡Y cuánto está tentado de abstracción el intelectual de nuestro tiempo ... ! Estamos traspasados de infinito, y en nuestro pecho cabe el mundo: «Lo que mis ojos ven y lo que sueño, / la luz de cada día, la extensión de las noches, / el misterioso amor y el largo olvido, / todo el dolor y toda la alegría. / En el pecho de un hombre cabe el mundo. / Lo inmenso en lo pequeño puede encontrar morada, / y aún sobra mucho espacio»23.


Puede pensarse que este misterio que inhabita el corazón humano todavía no es reconocimiento explícito de Dios, su adoración concreta desgranada en las mil formas de la oración. Y es cierto, pero he intentado moverme en una especie de «preámbulo de la fe», no sólo porque lo más explícito está ya maravillosamente tratado en antologías y ensayos24, sino porque estos «preámbulos» son también hoy día formas concretas de vivir la fe en estos momentos de su eclipse cultural. ¿Cómo vivir esa fe sin la profundidad y la hondura que enseña la poesía? Sería estupendo que su ejercicio nos hiciera contemplativos en la acción y que pudiéramos orarle a Dios con los versos de Leopoldo Panero: «...Mas de repente tropiezo contigo / en una ráfaga de aire, en un movimiento del corazón lleno de alas, / en la agolpada primavera del barranco / camino del Escorial, tierno de jara, / húmedo en oleadas de niñez... »25. Podemos leer esa huella como el más acá del más allá insondable del Dios de la gracia, como su imagen que camina hacia la semejanza y nos impele a trascendernos siempre. Debemos terminar. Lo impone la extensión de los artículos de esta revista. Y lo podemos hacer como empezábamos, recordando la esperanza que vence a la muerte, pero esta vez dejamos la palabra no a John Donne, si no al gran Sánchez Rosillo:

«Qué ciego estuve, habiendo como hay / tanta luz, tantos signos / que en todo instante la verdad nos dicen. / Hay que abrir los ojos para ver, / aguzar el oído / para oír lo que importa. / Cada vez se apodera / de mí con más pujanza y más dulzura / la certidumbre de que sólo hay vida. / ¿Quién que respire y que haya acumulado / en su pecho alegrías y dolores, / noches y días, no intuye /-sin que por ello en ocasiones arda / esa lumbre con llama vacilante- / que no hay muerte que pueda / desdecir y anular eso que somos? / Canta en mi corazón una esperanza / que llena mi presente y me sostiene: / no, la muerte no mata; es también vida, un misterioso trámite de sombras / que transforma lo vivo, / lo limpia y lo redime»26.


NOTAS


1. Cf. K-J. KUSCHEL, Im Spiegel der Dickter Mensch, Gott und Jesus in der Literatur des 20. Jahrhunderts, Patmos, Düsseldorf 1997, 12-13. ID., «Fridolin Stier als Theologe und Sprachkünstler. Zur Bedeutung einer neuen Überset- zung des Neuen Testaments»: Stimmen der Zeit 208 (1990) 687-701.

2 Cf. A. SPADARO, La grazia della parola. Karl Rahner e la poesia, Jaca Book- La Civiltá Cattolica, Milano-Roma 2006, 49.

3 Cf. H. GARDNER, The Divine Poems of John Donne, Clarendon Press, Oxford

19782

4. Reproduzco aquí la versión de la película.

5. Cf. F. AYALA, «Un poema y la poesía de Antonio Machado», en Obras Completas. III.- Estudios literarios, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona 2007, 944-951.

6. G. BACHELARD, La poética del espacio, FCE, México 1975', 237.

7. Cf. J. MARÍAS, Breve tratado de la ilusión, Alianza, Madrid 2001, 74-76.

8. Cf. K-J. KUSCHEL, Op. Cit., 15 (lo toma de D. Sölle): «Ein Buch muss wie eine Axt sein, um das Eis der Seele zu spalten».

9. Cf. A. SPADARO, op. cit., 20, nota 18. Por eso sorprende más que no haya ninguna referencia a la poética rahneriana en la, por otra parte, magnífica obra del discípulo de Kuschel: G. LANGENHORST, Theologie und Literatur Ein Handbuch, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darinstadt 2005 (sólo una breve referencia en la pág., 53), que bien merecería traducirse a nuestra lengua.

10. Cf. Y. TOURENNE, «Amorce d'une esthétique théologique chez Karl Rahner?»: Recherche de Science Religieuse 85/3 (1997) 383-418.

11. K. RAHNER, «La palabra poética y el cristiano», en Escritos de teología, Cristiandad, Madrid 2002, vol. IV, 412 (en adelante, las citas de este ensayo en el texto).

12. K. RAHNER, «Das Wort der Dichtung und der Christ»: SW 12 (2005) 446-447: «Das Dickterische ist in seinem letzten Wesen Voraussetzung für das Christentum».

13. J.L. BORGES, «De que nada se sabe», de La rosa profunda (1975), en Obras completas, 1964-1975, Círculo de Lectores, Barcelona 1993, vol. III, 407.

14. L. ROSALES, «La pregunta», en (E. Millán - A. Sánchez Robayna - J.A. Valente - B. Varela [Eds.]), Las ínsulas extrañas. Antología de poesía en lengua española (1950-2000), Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona 2002, 165-167.

15. E. SÁNCHEZ ROSILLO, «Un jilguero», de La vida (1989-1995), en Las cosas como fueron. Poesía completa, 1974-2003, Tusquets, Barcelona 2004, 289-290.

Cf., también ID., La certeza, Tusquets, Barcelona 2005, 13-14. Cf., el hermoso ensayo de A. TRAPIELLO, «El fulgor de este tiempo (apuntes sobre Eloy Sánchez Rosillo), en E. SÁNCHEZ ROSILLO, Confidencias (Antología poética), Renacimiento, Sevilla 2006, 9-24.

16. E. SÁNCHEZ ROSILLO, «Garabatos de poética»: La Coctelera, 9-11-2005 (http://www.lacoctelera.com/aulaplasencia/post/2005/11/09/ garabatos-poética).

17. Cf. L. ROSALES, «La luz del corazón llevo por guía», en (E. Millán et Alii [eds.]), Las ínsulas extrañas, o.c., 167: «La palabra del alma es la memoria; / la memoria del alma es la esperanza /y ambas están unidas como el haz y el envés de una moneda, / están unidas en el paso igual que el pie que avanza se apoya en el de atrás /la esperanza, que quizá es tan sólo la memoria filial que aún tenemos de Dios, / y la memoria que es como un bosque que se mueve, / como un bosque donde vuelve a ser árbol cada huella» (cursiva en el original).

18. Cf. G. EBELING, Dogmatik des christlischen Glaubens, J.C.B. Mohr, Tübingen 1979-1982, vol. 1, 247-249.

19. A. GESCHÉ, Jesucristo, Sígueme, Salamanca 2002, 166. 20. E. SÁNCHEZ ROSILLO, Oír la luz, Tusquets, Barcelona 2008, 55.

21. Ibid., 99 («La ceguera»).

22. Cf. J-P. JOSSUA, La littérature et l’inquiétude de l'absolu, Beauchesne, Paris 2000,58.

23. E. SÁNCHEZ ROSILLo, oír la luz, o. c., 137.

24. Cf., entre otros, J.A. CARRO CELADA, «Dios en la poesía actual: hacia la intrascendencia de la trascendencia», en UNIVERSIDAD PONTIFICIA DE SALAMANCA- INSTITUTO SUPERIOR DE PASTORAL, Vivir en Dios. Hablar de Dios, hoy, Verbo Divino, Estella 2003, 269-313. Y las diversas antologías y fuentes citadas en dicho ensayo.

25. Citado en J.A. CARRO CELADA, a.c., 280.

26. E. SÁNCHEZ ROSILLO, La certeza, o. c., 107-108 («La certeza», poema que da título al libro).















La atracción del Crucificado.

Los Ejercicios Espirituales de Nicodemo



Juan Manuel Martín-Moreno, sj3




No hace todavía dos años que publiqué mi libro sobre los «Personajes del cuarto evangelio»4. Le dedicaba allí un capítulo entero a Nicodemo, un personaje con el que me he sentido siempre muy identificado. Cuando me pidieron escribir un artículo sobre este mismo personaje, mi primera reacción fue pensar que apenas tengo nada que añadir a lo que escribí en aquella ocasión tan reciente. Juzgaba que difícilmente este artículo podría ser otra cosa que un «refrito» del capítulo de mi libro.

Sin embargo, creo que uno no puede entrar dos veces en el mismo río ni escribir dos veces sobre un mismo personaje. El paso de la vida nos va cambiando, y con ello cambia también el punto de enfoque con el que nos acercamos por segunda o tercera o cuarta vez a un mismo libro o a un mismo personaje.

Para mí, una característica del cuarto evangelio ha sido siempre su alta dramaticidad. Otros autores han estudiado sus técnicas narrativas, pero para mí el cuarto evangelio es drama, más que narración. Desde el prólogo se nos habla de una confrontación global entre la luz y las tinieblas. El dramatismo es tal que se nos mete el corazón en un puño al ver cómo las tinieblas intentan denodadamente extinguir la luz de Jesús. Hay incluso un momento en que parece que casi lo consiguen. Pero el evangelista nos ayuda a comprender que es precisamente cuando más parecen triunfar las tinieblas de este mundo cuando la luz de Jesús brilla con mayor intensidad.

Desde el principio, el autor ha querido ahorrar al lector todo suspense, diciéndole ya en el prólogo que las tinieblas no consiguieron vencer a la luz (Jn 1,5), que el drama tiene un final feliz. Pero el conocer ya de antemano el desenlace no nos ahorra los sobresaltos.

Tanto más cuanto que el autor ha querido que veamos este drama a la luz de nuestra propia historia personal, la lucha que se libra también en el propio corazón del lector. El evangelio no nos asoma sólo al drama de Jesús, sino también al de nuestra propia vida, abierta aún a posibles desarrollos que habrá que ir discerniendo en el futuro.

Quiere sin duda el autor que nos veamos reflejados en cada uno de sus personajes, los de la luz y los de las tinieblas. Yo tengo a la vez un poco de todos ellos; todos resuenan en mí. Como el ciego de nacimiento, sé lo que significa ser iluminado por la luz de Jesús. Pero también, como Judas, sé lo que es la tentación de abandonarlo. Quizá le haya abandonado en más de una ocasión por un puñado de monedas, o por vergüenza de identificarme con el rechazo que provoca.



1. El Nicodemo del relato juánico

Muchos de los personajes del cuarto evangelio aparecen una sola vez, y en su fugaz aparición toman partido definitivamente en favor de la luz o de las tinieblas. Es el caso de la samaritana, de Pilato o del ciego de nacimiento. Otros, en cambio, aparecen varias veces en el evangelio. Pensemos en Pedro, en Tomás, en Judas. En sus distintas apariciones observamos una dinámica progresiva que les va llevando de las tinieblas a la luz, o de la luz hacia las tinieblas.

Esta dinámica aparece también en el caso de Nicodemo, que sale tres veces en el cuarto evangelio, una al principio, otra en el medio, y otra al final. En estos tres actos del drama se va delineando una evolución en el personaje. No es un carácter rígido y mecánico; progresa según avanza el evangelio. Viene de la noche en su primera aparición, pero camina claramente hacia la luz.

¿Quién es en realidad Nicodemo? Se trata de un personaje exclusivamente juánico que no aparece en ningún otro de los evangelios o de los escritos del Nuevo Testamento. Para algunos es un símbolo» un personaje de ficción inventado por el autor. Para nosotros, en cambio, se trata de alguien real. Es verdad que todos los personajes del cuarto evangelio tienen una dimensión simbólica, pero ello no quita nada de su palpitante realidad. Ni María ni el discípulo amado ni Pedro ni Judas ni Pilato son personajes de ficción. Nos consta de su existencia por otros textos. ¿Por qué habría de ser un personaje de ficción Nicodemo?

Su nombre hebreo es Naqdimón. Algunos han tratado de identificarlo con un tal Naqdimón Ben Gurión, contemporáneo de Jesús, de quien nos hablan los escritos rabínicos5. Esos mismos escritos nos dicen que uno de los discípulos de Jesús se llamaba Naqai, que es un nombre afín al de Nicodemo.

Pero nos interesa, sobre todo, el papel que representa en el evangelio como «el maestro de la Ley». Ese artículo «el» nos está ya explicando que no se trata de «un» maestro de la Ley más, sino que encarna la figura del doctor de la Ley, el intelectual judío miembro del sanedrín.

Dije al principio que yo me sentía muy identificado con Nicodemo. Entre otras razones, porque se trata de una persona ilustrada, formada en la sabiduría de su comunidad. Solemos repetir mucho que sólo los ignorantes y los pobres siguieron a Jesús. El mismo cuarto evangelio reconoce también que a Jesús le reprochaban la simplicidad de sus seguidores: «¿Acaso ha creído en él algún dirigente o fariseo? Pero esa gente que no conoce la Ley son unos malditos» (7,48-49). Y en los sinópticos se nos dice que Dios reveló su misterio a los sencillos y lo ocultó a los ilustrados (Mt 11,25).

¿Qué esperanza nos queda a los que hemos dedicado toda nuestra vida al estudio? ¿Podremos también nosotros ser discípulos de Jesús? ¿Hay un hueco para nosotros en el Reino? El drama de Nicodemo, por una parte, ilustra la dificultad tan grande que este tipo de personas tenemos para acercarnos a Jesús; pero, por otra, pone también de manifiesto que al menos uno de los doctores de la Ley fue capaz de acabar dando la cara por Jesús. Le prestó su adhesión precisamente cuando otros de los discípulos más simples se acobardaban y le negaban. ¡Gracias, Nicodemo, por decirme que también en mi corazón puede acabar triunfando la luz!

Intentaremos analizar en este artículo su figura al hilo de la experiencia espiritual de los Ejercicios de San Ignacio, al ritmo de sus cuatro semanas6.

En su primera aparición en el cuarto evangelio, Nicodemo está lleno de temores y reticencias. Es el tiempo de la Primera Semana le Ejercicios. Sus miedos son claramente mociones de Primera Se­mana. Después, en el capítulo 7, aparece por segunda vez, y vemos que se ha ido envalentonando y ya es capaz de discutir con los otros miembros del sanedrín, iniciando un discernimiento de la voluntad de Dios revelada en Jesús. Es el Nicodemo de la Segunda Semana. Al final, Nicodemo se acerca al misterio pascual de Jesús, la Tercera y Cuarta Semanas de ejercicios, y confirma allí su decisión de seguirle y convertirse en discípulo, comprometiendo su prestigio y su status social al dar sepultura a Jesús públicamente. Se ha abrazado con la bandera del desprendimiento y las humillaciones.



2. El Nicodemo de la Primera Semana de Ejercicios

Quizá nos resulte difícil identificar a Nicodemo pecador con el cliché del pecador sinóptico. Hemos aplicado esta palabra a pecadores marginales como el publicano y la prostituta. Sin embargo, el evangelio de Juan nos abre a una nueva perspectiva sobre el pecado. En el cuarto evangelio no hay más que un solo pecado: la resistencia a la fe en Jesús. Y este pecado se encuentra no tanto en los pecadores marginales, cuanto en las personas más dignas de la sociedad, aquellos que encarnan las grandes instituciones de la Ley y el Templo.

Nicodemo vino a Jesús de noche (3,2). En un primer nivel, la noche representa el miedo a los judíos. La palabra «noche» aparece seis veces en el cuarto evangelio7, significando la ausencia de la luz de Jesús, que nos impide caminar y nos hace tropezar. Nicodemo no quiere que los demás descubran su interés por Jesús. Puede perjudicar su status social en el sanedrín. También se nos dice que José de Arimatea, otro miembro del sanedrín, era discípulo de Jesús, pero en secreto (19,38).

Por tanto, la noche simboliza no sólo el miedo, sino una actitud espiritual más global. Nicodemo está todavía en la esfera de las tinieblas que se oponen a Jesús, en la esfera de la ignorancia y la mentira. Al salir Judas del cenáculo, se nos dirá también que era de noche (13,30). «Los hombres amaron más las tinieblas que la luz» (3,19). Nos parece normal que los niños tengan miedo a la oscuridad, pero ¡qué extraño es que tantos adultos tengan miedo a la luz!

Nicodemo y Judas representan dos dinámicas diversas. Judas comenzó en la luz. Era uno de los Doce y vivía muy cerca de Jesús,pero su itinerario espiritual le fue hundiendo en la noche. «El que obra el mal odia la luz y no va a la luz, para que no se descubran sus obras» (Jn 3,20). En cambio, Nicodemo saldrá de la noche para venir a Jesús, para venir a la luz. «El que obra la verdad se acerca a la luz, para que quede manifiesto que sus obras son según Dios» (3,21).

Ignacio sabe que la dificultad principal para seguir a Jesús no son las tentaciones de la carne. De ellas apenas habla en los Ejercicios o en sus restantes escritos. Sabe que la zona de nuestro ser donde anida principalmente el pecado es el instinto de poseer y el miedo a perder nuestro prestigio, nuestro status social, nuestra independencia. Es la soberbia de la vida la que nos lleva «a todos los pecados»8.

Y ésta es precisamente la noche en la que está instalado Nicodemo, como tantos intelectuales de prestigio: necesitan convertirse, pero ellos mismos no son conscientes de esa necesidad. Están pagados de su propia sabiduría.

Nicodemo comienza diciendo: «Sabemos que Dios te ha enviado como maestro, porque nadie puede hacer los milagros que tú haces si Dios no está con él» (Jn 3,2). Trata de encajar a Jesús en las categorías antiguas, en línea con los otros maestros de Israel. Admira determinados aspectos de su doctrina y de su actitud, pero quiere integrarlos en sus esquemas previos. Quiere echar el vino nuevo en odres viejos.

Pero Jesús no se deja encajar en categorías antiguas y rechaza la acogida que le brinda Nicodemo. Se desmarca totalmente del planteamiento que le ofrece y se niega a jugar en el terreno de Nicodemo, desenmascarando su «ciencia imperfecta»9.

¡Qué falta de tacto pastoral! Muchos reprochan a Juan un fundamentalismo poco dialogante, poco integrador. La respuesta de Jesús no empieza con una captatio benevolentiae, felicitando a Nicodemo por lo que ya tiene conseguido. Le espeta sin más: «Tienes que nacer ie nuevo» (Jn 3,3). No basta con arreglos cosméticos. No se trata de . ?mplementos ni de embellecedores. Tienes que empezar reconociendo no tu sabiduría, sino tu ignorancia. Sabes muchas cosas, pero en el fondo ignoras lo esencial.

El bautismo en el agua supone una muerte, sin la cual no habrá un nuevo nacimiento. Tienes que morir a lo que eras, para empezar a ser de nuevo lo que Dios ha soñado para ti. Nacer del Espíritu es dejarte llevar por su viento, renunciando a saber de dónde sopla y adónde te lleva (Jn 3,8). Supone de algún modo perder el control sobre tu propia vida. Y eso tanto a Nicodemo como a nosotros nos da vértigo.

Entrar en el Reino (Jn 3,5) es entrar en un nuevo ámbito de gracia, distinto del ámbito de la ley y de la sabiduría humana. Nicodemo, como el ejercitante ignaciano de Primera Semana, es colocado a los pies de la cruz de Jesús. Se le invita a contemplar a Jesús, elevado como la serpiente de Moisés, para que todo el que lo mire con fe no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3,15). Es en esa cruz donde se revela el océano del amor de Dios, que nos dio a su Hijo único (Jn 3,16). Es en ese amor donde se nos invita a bautizarnos, a sumergirnos para nacer de nuevo.

¿Cómo respondió Nicodemo a su coloquio ante Jesús «elevado» en la cruz? ¿Cómo terminó su Primera Semana? No hay nada que indique el momento final del diálogo. No hay un acto de fe conclusivo como los que aparecen al final del coloquio con la samaritana o con el ciego. Ni siquiera hay un momento de despedida. El diálogo se va convirtiendo progresivamente en un largo monólogo en el que al fmal ya no se sabe muy bien quien habla, si Jesús o el propio narrador juánico. «Nicodemo vuelve gradualmente a la sombra de la que salió»10.

En realidad, el diálogo no tiene un final, porque la historia de Nicodemo no acaba en este episodio y es, por tanto distinta, de las de la samaritana y del ciego. Estos últimos ya no vuelven a aparecer en el cuarto evangelio, y por eso necesitamos saber el final de su proceso. El diálogo de Jesús con la samaritana o con el ciego concluye con el acto de fe inequívoco de un proceso de adhesión a Jesús que ha concluido plenamente. En cambio, en el caso de Nicodemo volveremos a oír hablar de él, y habrá tiempo de observar su desarrollo. El diálogo con Jesús no termina en este primer encuentro, sino que queda en suspenso. Pero tampoco podemos decir simplemente que se trate de un match nulo. No todas las conversiones son siempre instantáneas y tumbativas como la de la samaritana. A veces hay procesos largos y complicados que pasan por distintas etapas.

Nicodemo caminaba a ritmo más lento que la samaritana o el ciego, y le llevó más tiempo el decidirse. Pero aquel primer encuentro entre Jesús y el maestro de la Ley, aparentemente infructuoso, dejó un rescoldo en su corazón que se avivará más adelante.



3. El Nicodemo de la Segunda Semana de Ejercicios

Nicodemo reaparece en el evangelio cuatro capítulos más tarde, precisamente cuando la polémica entre Jesús y los fariseos se hace más agresiva. A Jesús se le tacha de pecador (8,44), de endemoniado y samaritano (8,48), de blasfemo (10,33), de embaucador (7.47), de hijo de prostitución (8,41). Todos los insultos son pocos para desacreditar su persona y su mensaje.

Cuando Nicodemo fue a ver por primera vez a Jesús, éste era todavía un Maestro con cierto halo de misterio y de prestigio. Aun así, Nicodemo fue de noche y con miedo. Sin embargo, ahora que Jesús se va precipitando en el desprestigio y la marginación, Nicodemo empieza, paradójicamente, a dar la cara.

Nos cuenta el capítulo 7 que los dirigentes judíos habían enviado guardias para prender a Jesús. Pero no pudieron prenderlo, porque quedaron impresionados por la autoridad con la que hablaba. Esto irritó terriblemente a los dirigentes, que prorrumpieron en injurias contra Jesús: «Sólo consigue embaucar a los simples, a los ignorantes que no conocen la ley. Fijaos cómo ni uno solo de los magistrados ni de los fariseos se ha dejado embaucar» (7,47-48).

¡Cuánto valor hacía falta para alzar la voz en ese momento y decir: «¡Sí, hay al menos un fariseo que se ha dejado embaucar: yo mismo en persona!». Es verdad que todavía Nicodemo no es tan valiente como para confesarse seguidor de Jesús y recurre a una defensa más tímida: «¿Acaso nuestra ley juzga a un hombre sin haberle oído antes y sin saber lo que hace?» (7,51). Pero esto basta para desatar las iras de todos: «¿También tú eres de Galilea? Estudia y verás que de Galilea no sale ningún profeta» (7,52).

Le hieren a Nicodemo donde más le duele, asociándolo con los ignorantes galileos e invitándole a estudiar de nuevo las primeras lecciones. El prestigio de Nicodemo como rabino ha quedado por los suelos. Se ha atrevido a discutir la doctrina políticamente correcta de quienes otorgan la legitimidad. Probablemente eso le hizo caer en la cuenta de la vaciedad y formalismo del sistema en el que hasta rntonces había creído.

Como fiel servidor de la Ley, comprende que es esta misma Ley la que sus colegas están pisoteando, la «ley que no juzga sin antes oír». Nicodemo ha oído a ese hombre, y sus palabras le invitan a ir más allá de esa misma ley, a trascenderla. Hace su propio discernimiento partiendo de la ley, pero sin quedarse encerrado en ella. Hay elecciones en la vida para las que ya no hay un código moral fijado. Son las elecciones de la Segunda Semana, en que descubrimos cómo el seguimiento de Cristo afecta a decisiones importantes en nuestro estado de vida.

Pero Nicodemo no ha concluido todavía del todo su elección de la Segunda Semana. Está demasiado condicionado por su prestigio y su carrera. Ya va entreviendo que seguir a Jesús es asociarse al conflicto que Jesús suscita, y tiene mucho que perder en esa decisión. Es más consciente de los costos que supone «abrazarse con la bandera de su Señor», las humillaciones y desprecios que comporta.

Tiene que escoger entre el honor que viene de los hombres y el honor que viene sólo de Dios (Jn 12,42-43). A estas personas indecisas, que tienen mucho que perder, Jesús se dirige diciendo: «¿Cómo podéis creer vosotros, que sólo buscáis honores unos de otros y no buscáis el honor que viene sólo de Dios?» (5,44). Jesús, en cambio, afirma de sí mismo: «¡No acepto honores humanos!» (5,41). «Es mi Padre el que me honra» (8,54).

Juan nos va narrando también cómo los parientes de Jesús no acababan de creer en él y le empujaban a que se hiciese famoso y se mostrase al mundo (7,4). Cuando Jesús rechazó el trono y la gloria que le ofrecían tras la multiplicación de los panes, sus mismos discípulos se sintieron frustrados y empezaron a abandonarlo (6,66).

¡Qué bien señaló san Ignacio lo que está en juego en los discernimientos de Segunda Semana! ¿Cómo terminó Nicodemo su Segunda Semana? Lo mismo que en la Primera, el evangelista no nos cuenta el resultado. Nicodemo todavía no es capaz de rezar el «Eterno Señor de todas las cosas...» ni de hacer los coloquios de las «banderas» con la nota de los «binarios», ni de situarse en la «tercera manera de humildad».

Muchos ejercitantes tampoco lo consiguen en la Segunda Semana, y su elección queda en suspenso hasta llegar a la Tercera. Ya dijimos que Nicodemo es lento, pero seguro. Habrá que seguir esperando nuevos desarrollos. El acompañante en los Ejercicios tiene también que ser muy paciente, pues su impaciencia podría abortar procesos que pueden resultar demasiado lentos.

4. El Nicodemo de la Tercera y Cuarta Semanas

Llegamos al misterio pascual. En Ejercicios es el momento de confirmar las decisiones aún endebles de la Segunda Semana. Antes de situar a Nicodemo ante el misterio pascual es importante añadir una nota sobre la presentación juánica de dicho misterio. El cuarto evangelio, con mirada telescópica, ha contemplado ya la glorificación de Jesús en el mismo relato de su pasión. Juan no nos describe una pasión en la que «la divinidad se esconde»11, sino una pasión en la que la gloria ya se revela.

La crucifixión es ya la exaltación del Hijo, y es también el Pentecostés donde Jesús, inclinando la cabeza, entrega el Espíritu. Es coronación real proclamada por Pilato desde el balcón y confirmada por el letrero que cuelga sobre la cabecera de la cruz.

Al acudir para enterrar a Jesús con una sepultura digna, culmina el proceso de Nicodemo. Es la manera como el evangelista plasma la realización de una profecía que había pronunciado Jesús: «Cuando sea levantado en alto, lo atraeré todo hacia mí» (12,32).

Anteriormente, el evangelista había puesto ya otros dos logia en labios de Jesús sobre la necesidad de que el Hijo del hombre fuera elevado en alto, atribuyendo a esta exaltación otros dos efectos: quienes lo miren con fe no perecerán, sino que tendrán la vida eterna (Jn 3,15), y entonces conocerán todos que yo soy (Jn 8,28). El efecto de la pasión de Jesús en estos tres logia es triple: salvación, revelación y atracción.

A propósito de Nicodemo, quisiera fijarme, sobre todo, en la ;:tracción universal de Jesús, que se ejerce precisamente desde la :ruz. La cruz para el creyente no es ya una imagen repulsiva que nos hace torcer el rostro (Is 53,3), sino el imán que nos atrae poderosamente hacia Jesús, que resulta tan atractivo no a pesar de su muerte ergonzosa y repulsiva, sino precisamente a causa de ella.

Este poder de atracción de la cruz de Jesús se expresa en el verbo griego helkein (Jn 6,44; 12,32), que significa tirar uno de algo hacia La atracción de Jesús tiene su origen últimamente en el Padre: N'adie puede venir a mí si mi Padre no lo atrae» (6,44); pero se ejerce por medio de la faena apostólica: «Tirando de la red llena de xes hacia Jesús, que está en la playa» (21,6.11), los discípulos se convierten en mediadores de ese poder tan atrayente.

Y aquí encontramos la clave para comprender la escena de Nicodemo en el entierro de Jesús. Nicodemo, personaje exclusivamente juánico, acude a Pilato, junto con José de Arimatea, para pedir el cuerpo de Jesús (19,38-39). Se nos recuerda que es el mismo que fue a ver a Jesús de noche al principio del evangelio (Jn 3,2). Pero ahora Nicodemo ha salido ya del todo de la noche. Es pleno día en su corazón.

Lo curioso es que, cuando Jesús era todavfa un personaje fascinante y controvertido, Nicodemo temía identificarse con él. Pero, ahora que Jesús ha quedado ya totalmente desacreditado, Nicodemo se ha olvidado ya de sus miedos y está dispuesto a darle su adhesión públicamente. Lo que no pudo conseguir en él la belleza de la doctrina de Jesús y los signos que la acompañaban, lo va a conseguir ahora la muerte vergonzosa de Jesús. ¡Qué gran poder de atracción ha tenido su cruz sobre él! Con su gesto, Nicodemo cumple el deber más sagrado que hay en el judaísmo hacia el padre y el maestro: darle una digna sepultura, y ello precisamente cuando los propios discípulos «oficiales» andan huidos.

La cantidad de perfumes que lleva para ungir el cuerpo es verdaderamente exorbitante (19,39). 100 libras son 32 kilos y 700 gramos, cien veces más que el perfume de nardo de María de Betania, el cual bastó para llenar toda la casa y significaba un dispendio que escandalizó a algunos de los presentes (12,3).

Pero, una vez que Nicodemo se ha decidido a prestar su adhesión a Jesús, su generosidad es ilimitada. Ahora sí puede ya hacer una «oblación de mayor estima y mayor momento»12. El Nicodemo de los escritos rabínicos era muy rico y generoso y se arruinó del todo. Su hija lo atribuía a que «la manera de guardar el dinero es perderlo en obras de caridad»13. No es extraño que este despilfarro acabe arruinando a un hombre. Es un indicio más que nos hace sospechar que se trata de un mismo Nicodemo en ambos casos.

Ha sucumbido a la seducción del aroma de Jesús en la cruz, y por eso quiere ofrecerle su perfume. Hasta la Tercera Semana no fue capaz de dejarse acoger bajo la bandera de Jesús en «summa pobreza espiritual», en desprestigio y humillaciones14. Pero ahora, superadas sus resistencias y temores, sabe darlo todo. Ya puede responder a la pregunta que dejó en suspenso al final de su Primera Semana: «¿Qué debo hacer por Cristo?»15.

La extraordinaria cantidad de perfumes nos abre a un sentido simbólico. Brown ha visto en este exceso un simbolismo regio. En un tratado menor del Talmud se dice que, a la muerte del rabino Gamaliel el viejo, uno de sus discípulos quemó en su honor 80 libras de perfume, explicando que lo hacía porque Gamaliel valía más que un centenar de reyes. Es al Rey eterno y Señor universal a quien Nicodemo ofrece el derroche desbordante de su oblación.



El lector me perdonará que termine citando el final de mi capítulo sobre Nicodemo, al que hacia alusión al principio:

«Es precisamente el magnetismo del atractivo de Jesús, el que va a permitir al viejo Nicodemo olvidar su prestigio y arriesgar su status social. Comenzó en el evangelio discutiendo con Jesús a nivel teórico. A muchos les gusta discutir sobre religión. Mesas redondas, debates televisivos. Están incluso dispuestos a incluir a Jesús entre los grandes pensadores de la historia, cuya opinión debe ser citada como una de las grandes contribuciones filosóficas en la historia del pensamiento.

Pero el salto a la fe no tiene lugar en el terreno de las ideas, sino en el del culto. Uno pasa a ser discípulo de Jesús, no cuando le presta una adhesión ideológica, sino cuando le tributa el culto de su perfume. Sólo en la liturgia y en la alabanza se consuma el proceso de adhesión a Jesús; entonces somos capaces de adorarle en el misterio de su vida entregada, de su muerte por amor»16.






12 Culminación17

Joan Chittister


A juicio de Platón, «la senectud conoce una gran sensación de calma y libertad cuando las pasiones han aflojado su control y han escapado no de un amo, sino de muchos».


La juventud es un caldero de temas calientes: carrera y entusiasmo, noviazgo y apareamiento, éxito y fracaso.


La madurez es la culminación de tales sucesos. En esta etapa estamos inmersos en el esfuerzo de llevar de algún modo a término las decisiones que hemos tomado en épocas anteriores. Queremos ser reconocidos en nuestro trabajo. Debemos criar a nuestros hijos. Estamos ocupados intentando «establecernos»: en la comunidad civil, en los negocios, en la familia, en la vida social de la ciudad. Estamos ocupados, ocupados, ocupados sin receso. Corremos y trabajamos... y trabajamos y corremos. La vida es una gran puerta giratoria de índole emocional. Nos lleva de un suceso próspero a otro, pasando por una adversidad tras otra. En la madurez, la vida se vive a menudo al límite.


Pero luego, en algún momento en medio de las convulsiones emocionales de la madurez, nos asentamos. Aprendemos que las crisis, en su mayor parte, no son en realidad tales crisis. Son, sin más, la vida. En uno u otro punto del camino, dejamos de vivir con tanta intensidad. Comenzamos a encontrar el equilibrio.


Cuando el envejecimiento se deja sentir en nuestros corazones, estamos preparados para salirle al paso con ecuanimidad, resolución y alegría. Entonces, por fin somos capaces de mirar a la vida a los ojos y hacerle que aparte la mirada.


Las mujeres y los hombres de los que habla Platón -serenos y satisfechos, a gusto consigo mismos y contentos con lo que tienen, orgullosos de lo que han hecho y enteramente reconciliados con el hecho de que han dejado de hacerlo- existen por doquier. Todos hemos conocido a algunos, y a todos nos ha impresionado la serenidad con la que viven. Aun así, no hablamos demasiado sobre ellos. Al fin y al cabo, ¿qué pasaría con la frenética y sangrante economía que tenemos si el resto de la sociedad se percatara alguna vez de cuántas de estas personas hay? Todas felices, todas viviendo una vida al margen de los largos desplazamientos diarios de ida y vuelta al trabajo y de los atascos vespertinos. Y ninguna de ellas interesada en qué pueda significar acaparar más.


Doris había sido profesora universitaria durante años. El ascenso por la escala académica como mujer en la era de los derechos de las mujeres le deparó una suerte de prosperidad en la vida que nunca había pensado posible. Se le presentó la posibilidad de ser promovida, obtener una titularidad y desempeñar cargos en el departamento. Se habló incluso de su traslado a una universidad más prestigiosa que estaba ofreciendo puestos a mujeres con objeto de acreditarse como institución comprometida con la política de igualdad de oportunidades para los dos sexos. Pero no. A ella le gustaba la pequeña ciudad y el trabajo voluntario que desempeñaba allí en un grupo de teatro infantil. Así, tras jubilarse, permaneció en su pequeña y antigua casa del centro de la ciudad y siguió haciendo funciones de títeres con los niños de la calle.


Bill era un psicoterapeuta que trabajaba doce horas diarias. Personas enfermas a causa de la ajetreada vida que llevaban, acudían sin pausa a él para que les ayudara a encontrar cierto equilibrio, a calmarse un poco, a reunir el coraje necesario para comenzar de nuevo. Y él nunca decía que no. Sin embargo, con el tiempo, la tensión de escuchar a estas personas duran horas y horas comenzó a afectar a su propia sensación de bienestar. Cerró la consulta y se mudó a otro estado para proponer a todos sus pacientes un ejemplo de otra forma de vida. En la actualidad administra uno o dos inmuebles y dona dinero a organizaciones que trabajan con quienes carecen de recursos. Así son los refugiados espirituales de ese país llamado economía global, grandes negocios, codicia empresarial, insaciabilidad. ¿Y cómo podemos explicar su existencia en una sociedad que orienta a la gente a identificarse con el poder y el estatus social más que a vivir la vida en cuanto tal? ¿Cómo entender que algunos de nosotros busquemos el retiro al que otros se resiste con igual desesperación? Sólo la edad nos enseña que existe la posibilidad de llegar tan alto que nuestros proyectos se vean coronados por el éxito, pero a costa de la calidad de vida. Las vidas que parecen exitosas están a menudo destrozadas por ese mismo éxito. La edad es el antídoto contra la destrucción personal, una llamada al crecimiento espiritual, porque la edad nos lleva finalmente a ese punto en el que no existe ningún otro lugar más que el interior de uno mismo al que acudir en busca de consuelo, en busca de riqueza, en busca de las cosas que realmente cuentan Es la época de la vida en que todo se aplaca. Nuestras pasiones y defectos -la ira, los celos, la envidia, el orgullo- se mitigan tanto que principiamos a despertar a todo un nuevo nivel vital. La vida interior, la búsqueda de lo sagrado, toma los mandos hasta tal punto que podemos empezar a evaluar cuánta energía han sustraído a nuestra vida las pasiones y los defectos. El orgullo nos ha llevado a luchar por cosas que estaban tan por encima de nuestras posibilidades que hemos olvidado quiénes somos en realidad. Viejos enfados han hervido durante tantos años en nuestro interior que hemos frustrado buenos momentos con una bilis invisible. Ahora, por fin, empiezan a perder intensidad. De todas formas, ¿qué era eso que nos preocupaba tanto? ¿Y justificaba semejante cólera?


La envidia nos ha hecho descarriarnos demasiadas veces. Lo que ansiábamos -eso descubrimos cuando finalmente lo conseguimos- en realidad no cambia demasiado las cosas. Todavía somos quienes siempre hemos sido, inquietos y desnortados.

La lujuria nos ha privado de la energía necesaria para que las relaciones duren. Nos hemos centrado en la emoción de la conquista más que en el sentido de la relación. ¡Y hemos sido incitados tantas veces...!


La gula siempre nos ha dejado hambrientos de más de todo. Hemos perdido la capacidad de quedar satisfechos y hemos malgastado una parte de nuestra vida atiborrándonos de lo que no dura.


La pereza nos ha encerrado en nosotros mismos. Hemos esperado que la vida viniera a nosotros y, a resultas de ello, hemos sido incapaces de disciplinarnos para hacer lo que era bueno para nosotros.


La codicia nos ha llevado a pasar por alto nuestras propias cualidades para concentramos en las cosas que nos rodeaban. Hemos querido lo que tenía otra gente hasta el punto de que no hemos sido capaces de apreciar las bendiciones de nuestra propia vida.


Pero, a medida que envejecemos, el oro pierde su brillo. Hay un punto en el que el dinero no puede hacer absolutamente nada por nosotros, salvo permitimos comprar juguetes cada vez más caros con los que intentar llenar nuestro vacío espiritual.


Una vez que nos hemos consumido en el fuego de la ambición y destruido con el deseo de poder, no nos queda más alternativa que buscar refugio en los rescoldos del alma que hayamos conseguido mantener encendidos, aun cuando no hayamos sabido avivarlos.


Ahora las pasiones se aquietan, y esos viejos rescoldos de admiración, perspicacia y focalización en el alma se avivan en nosotros. Sorprendentemente, llegamos a comprender que nos basta con lo que tenemos. Y la vida vuelve a enriquecerse. Ahora nada nos come por dentro. Nada nos conduce ya fuera de nuestro propio alcance. No nos queda nada salvo nuestro propio ser. Y nos damos cuenta de que con ello basta.


Ya no estamos a merced del yo. Es hora de saborear la esencia de la vida más que de preocupamos de lo que le es accesorio. Nos ha llevado casi toda una vida amar una puesta de sol, valorar la compañía, renunciar a lo que siempre ha sido excesivo y aprender a deleitarnos en lo que es suficiente, pero la espera ha merecido la pena.


Una carga de estos años es la conciencia de todo lo que hemos dejado pasar durante tanto tiempo mientras vendíamos nuestras almas a los ídolos de la época.


Una bendición de estos años es la ecuanimidad que brota de saber que ninguna de las carreteras secundarias de la vida ha sido realmente estéril. Lo cierto es que, en cada una de ellas, hemos aprendido algo inestimable. Hemos descubierto que llegar a la plenitud de vida no requiere absolutamente nada salvo el desarrollo de lo mejor de nosotros.











BENSON, Robert Hugh,

Señor del mundo,

Editorial Homo legens, Madrid 2006.

 

Ildefonso García Nebreda


El autor de esta novela, R. H. Benson, fue una destacada figura de la Inglaterra de su tiempo. Era hijo del Arzobispo de Caterbury, cabeza, pues, de la iglesia anglicana. Su conversión y posterior ordenación sacerdotal en la Iglesia Católica causaron un gran revuelo en Inglaterra. Pero su notoriedad va más allá de estos sencillos datos familiares y personales.Sus contemporáneos lo consideraron uno de los más destacados novelistas del Reino Unido.Un reconocimiento que contrasta con el olvido interesado de hoy. Murió prematuramente, a los 43 años. A pesar de ello, tuvo tiempo para escribir quince novelas, algunas, como la que aquí se reseña, calificadas de verdaderas obras maestras. Confesiones de un converso, donde recoge el proceso de su camino hacia Roma, alcanzó varias ediciones e influyó en no pocas conversiones posteriores. A su muerte se publicaron varios libros de poesía y numerosas cartas.

 

Señor del mundo es una novela de anticipación. Escrita en 1908, sitúa su acción a finales del siglo XX y principios del XXI. También un Mundo feliz de Huxley y 1984 de Orwell pertenecen a este tipo de creación. Dice Pearce que Señor del mundo no es inferior en calidad literaria a éstas y las adelanta "en valor profético". "La novela-pesadilla de Benson se está haciendo realidad ante nuestros ojos" (En el Proemium, pág. XI).Parece que Benson tomó la idea de un comentario del Apocalipsis de su padre y de los cuatro famosos sermones del Cardenal Newman sobre el anticristo en los Santos Padres.

 

Benson nos presenta  un mundo totalmente secularizado en el que Dios y la religión han quedado recluidos al ámbito personal y la Iglesia Católica ha perdido toda su significatividad, autoridad moral y capacidad de incidencia. En su lugar domina un humanismo elevado a la categoría de dios, donde "en nombre de la tolerancia la doctrina religiosa no es tolerada" (Pearce), Es un mundo en el que la eutanasia se practica casi de forma exquisita. El señor del mundo es un pólítico norteamericao, un gran conciliador que promete la paz universal y que, en noombre de esa paz, no tendrá empacho en arrasar y exterminar a la Iglesia Católica. Este político, Felsenburg, es una clara personificación del anticristo al que se describe y retrata con rasgos físicos atractivos y grandes dotes intelectuales. Benson nos lo presenta como el gran pacificador, capaz de unir a los pueblos a través de "alianzas de  de civilizaciones" (curioso, ¿no?). El autor acierta plenamente en cuanto se refiere a la anticipación ideológica. Es comprensible que en el campo ideológico se haya quedado corto.¿Cómo iba a imaginar Benson los viajes espaciales, Internet, los ordenadores, los teléfonos móviles...? En realidad esto es secundario. Lo que verdaderamente impresiona es que haya acertado en las ideas dominantes cien años después.

Concluyendo: es una gran novela que que merece el favor del público. Quienes saben mucho más que yo la consideran una obra maestra. Personalmente me decidí a adquirirlay, naturalmente, leerla, por un juicio Juan Manuel de Prada en ABC (8 de junio de 2009) que decía así:"les ruego que lean la grandiosa novela de Robert Hugh Benson". Yo he seguido su consejo y no me arrepiento, es más, le doy las gracias.





DON MIGUEL RUA, “OTRO” DON BOSCO

Un recorrido a través de imágenes del primer sucesor de Don Bosco

-Catálogo Muestra Itinerante 2010-



Roma, 2009





PREFACIO

Con ocasión del centenario de la muerte de don Miguel Rua (1910-2010) se han promovido iniciativas orientadas a recordar, bajo múltiples puntos de vista, la memoria del primer sucesor de don Bosco. Entre las diferentes manifestaciones adquiere un relieve especial la muestra itinerante Don Miguel Rua, “otro” don Bosco organizada por la ACSSA (Associacción Cultori di Storia Salesiana) con el fin de reconstruir, gracias al soporte de imágenes y documentos, el itinerario humano e institucional del personaje don Rua: desde el nacimiento a la entrada en contacto con don Bosco, la vida pasada a su lado y el largo periodo de rectorado en el que desarrolló la Obra salesiana, con fuertes acentos de continuidad y de novedad respecto al fundador.

Al preparar la exposición se ha buscado, en efecto, hacer sobresalir sobre todo su papel de activo promotor, bajo todos los cielos, de la sociedad salesiana, del Instituto de las Hijas de María Auxiliadora y de la Asociación de los Cooperadores, en sintonía con el tema del 5° Congreso Internacional de Historia de la Obra Salesiana de Turín-Valdocco “Don Rua Fundador” (28 de octubre - 1° de noviembre de 2009), que ha abierto las celebraciones culturales del centenario.

Para tener la posibilidad de hacer presente, a lo largo del recorrido de la muestra, sólo una pequeña parte de la mole de material iconográfico, de documentos y de testimonios disponibles, se han aplicado obviamente criterios de selección, combinando entre sí, en los diversos paneles, fotos inéditas o poco conocidas, manuscritos, tablas y gráficos-resumen.

Se desea que la exposición contribuya así a hacer conocer mejor a un personaje que con justo título debe incluirse entre los grandes “hijos de don Bosco”, tanto por su santidad como por su acción junto a don Bosco e inmediatamente “después de don Bosco”.18



DON MIGUEL RUA, “OTRO” DON BOSCO

Perfil histórico19





Otro Don Bosco”

El cardenal José Calasanz Vives y Tutó, ponente de la causa de venerabilidad de don Bosco, decía así a don Arturo Conelli, inspector de la inspectoría romana el 15 de agosto de 1907 al concluir la causa:

estoy contentísimo de haber tenido que estudiar a fondo la vida de Don Bosco, porque he podido conocer que fue un gran santo [...] Era extraordinario en lo ordinario [...] Al estudiar a don Bosco he aprendido a estimar más a Don Rua: he visto la especial Providencia de Dios sobre él, al llamarlo primero, para prepararlo y al hacerle seguir paso a paso a Don Bosco, para que fuese otro Don Bosco. Y Don Rua tiene tales relaciones íntimas con Don Bosco que puede decirse que es «una reliquia viva de Don Bosco». Oh, escriba, escriba a Don Rua, que, si antes yo le quería (y él sabe que le quería), ahora le quiero más aún, porque al estudiar la vida de Don Bosco, he visto qué relación tiene con el nuevo Venerable Siervo de Dio. Si alguna vez Don Rua llegase a no poder hacer ya nada, no importa, basta su presencia: ténganlo siempre en medio y a la cabeza de ellos, porque él es una reliquia viva de Don Bosco” (n° 1).



Pero el cardenal no era el primero que declarase a don Rua como “otro don Bosco”; efectivamente, casi veinte años antes, el 10 de febrero de 1890 el consiliario del Círculo católico de Nizza, un fraile capuchino, Anton María, se expresaba así en una asamblea pública en presencia de don Rua:



... he visto un milagro: ¡a D. Bosco resucitado! Don Rua no es sólo el sucesor de Don Bosco, es otro él mismo, la misma dulzura, la misma humildad, la misma sencillez, la misma grandeza de ánimo, la misma alegría que irradia a su alrededor. Todo es milagro en la vida y en las obras de D. Bosco: pero esta perpetuidad de él mismo en D. Rua me parece el más grande de todos los milagros. ¿Cuáles son los hombres grandes y los grandes santos, que han podido darse un sucesor semejante a sí mismo?”.



Pero tal vez el primero en adelantar proféticamente el título y el papel de don Rua fue en 1860 un compañero suyo del Oratorio, el clérigo Francesco Vaschetti con ocasión de la ordenación sacerdotal en julio de 1860:



Amado y admirado por todos, llevas en ti el corazón de otro Don Bosco, y todos te señalan ya con el dedo como digno sucesor suyo. ¡Tú serás, pues, de ahora en adelante, su colaborador incansable en la viña que el Señor le confió para cultivar!”.



Pero la definición de “otro don Bosco” no parece especialmente original, si es verdad que, aunque fuese de un modo misterioso, don Bosco la había preanunciado al pequeño Miguel aún antes de que pisase Valdocco: “Nosotros dos haremos todo a medias”. Y, en efecto, don Rua transcurrió gran parte de su vida a su lado asumiendo poco a poco papeles más importantes, antes de sucederle como Rector Mayor. Y si don Bosco es indiscutiblemente el fundador único de la Sociedad salesiana, tal y tan grande fue la implicación en ella de don Rua, mientras vivía don Bosco, tal y tanta fue la participación en la responsabilidad, trabajo, alegrías y dolores junto a él, tal y tan grande fue la capacidad de don Rua como primer sucesor suyo para llevar a la

misma sociedad a la plena madurez, que se puede quizá afirmar, históricamente hablando, que don Rua fue, en cierto modo, un “cofundador”.



Pero también “distinto” de don Bosco

Pero fue también “otro” de don Bosco, fiel, sí, pero no una simple fotocopia o un ramplón imitador del maestro. Fue diferente, en efecto, el contexto histórico en el que vivió (nacido y muerto 22 años después), diferentes los orígenes familiares y la constitución física, diferentes el temperamento, el porte, el tipo de inteligencia, el modo de ser, de actuar, de leer los signos de los tiempos, diferentes la educación recibida, la formación espiritual y sacerdotal, las experiencias de vida... (n° 2).

Haber sido durante decenas de años el alter ego de don Bosco, haber desenvuelto durante mucho tiempo un oscuro trabajo cotidiano a su sombra o, tal vez mejor, en su círculo de luz, hicieron que se haya confundido a don Rua con un simple reflejo del brillante sol de nombre “don Bosco”.

En realidad si el “campesino de Dios”, don Bosco, pudo brillar como astro de primera magnitud en el firmamento de los llamados “santos sociales” del siglo XIX, lo fue también gracias al trabajo incansable y meticuloso del exacto “ciudadano” don Rua, que, junto a él, alimentó el fulgor. Sólo que, a diferencia del maestro, el discípulo no cultivó ninguna veleidad de pasar a la historia, no se hizo cronista de sí mismo, no encontró legiones de recopiladores de memorias.

Presente desde el principio de la Obra salesiana, don Rua captó su intrínseca virtualidad expansiva y la desarrolló con coherencia y creatividad. Las intuiciones del carismático fundador se convirtieron en don Rua en institución. Don Bosco “soñó” en grande, don Rua realizó. Don Bosco “reveló”, don Rua dio indicaciones prácticas. Don Bosco visitó los palacios de los poderosos para obtener apoyos y para relaciones políticas especiales; don Rua estuvo presente directa o indirectamente en muchas manifestaciones de lo social, incluidos los frecuentes Congresos, novedad absoluta en la historia salesiana. Don Bosco fue ajeno a cualquier forma de acción política directa, don Rua hizo lo mismo con modalidades más flexibles. Don Bosco, que había sido estudiante-aprendiz, preparó artesanos en sus talleres, don Rua, de familia obrera, tuvo que afrontar el inédito reto de la “cuestión obrera” y de la “cuestión social”. Don Bosco “inventó” su Oratorio, don Rua lo enriqueció con nuevas modalidades. Don Bosco señaló a los salesianos obras precisas en favor de los jóvenes, don Rua los introdujo en caminos inéditos. Don Bosco “creó” con sus jóvenes clérigos su sistema preventivo, don Rua desarrolló con los mismos colaboradores ya adultos, el patrimonio educativo y espiritual heredado. Don Bosco envió misioneros ad gentes y para los emigrados, don Rua ensanchó los espacios misioneros y asistenciales.

De atento alumno de don Bosco, don Rua se convirtió en apreciado maestro, para enseñar y desarrollar lo que había aprendido: “Hizo del ejemplo del Santo una escuela, de su obra personal una institución dilatada, se puede decir, en toda la tierra; de su vida una historia, de su regla un espíritu, de su santidad un tipo, un modelo, hizo del manantial una corriente, un río” (Pablo VI). ¡Mucho más y muy diferente de la simple imagen, poco atrayente, de “regla viviente” que se ha transmitido!

La jornada biográfica de don Rua se puede subdividir en las cinco etapas precisas que presentamos brevemente aquí, deteniéndonos más en la fundamental, la última, como sucesor de don Bosco.



1. Quince años de vida no fácil en familia (1837-1852)

Miguel Rua nació el 9 junio 1837 en Turín, no lejos del lugar donde habría de surgir el futuro Oratorio de Valdocco: hijo de Juan Bautista Ruà (sic), que se había unido en segundas nupcias con Juana María Ferrero, de la que tuvo cuatro hijos, uno de ellos Miguel, el último, además de los cinco del primer matrimonio (n° 3).



Familia de sencillos obreros la suya, probada por el dolor en una serie de lutos: Miguel a los 8 años perdió al padre de sesenta, a los 14 a su hermano de diez y siete Luis Tomás, a los 16 años al hermano de 23 Juan Bautista. Quedó así solo con la madre y dos hermanastros, ya casados y residentes en otro lugar (pero permanecerán siempre en estrecho contacto con él). En medio de los lutos no perdió el tiempo: en la escuela del capellán de la Fragua de los Cañones donde trabajaba el padre y lo harían él y sus hermanos, aprendió diligentemente a leer y escribir además del catecismo; en los años 1848-1850 asistió con fruto a las escuelas elementales municipales llevadas brillantemente por los Hermanos del las Escuelas Cristianas y comenzó cursos privados de latín. Mientras tanto, con su hermano Luis Tomás, iba de vez en cuando al primer Oratorio de don Bosco junto al Refugio de la marquesa Barolo. En 1847 entró en la Compañía de S. Luis del Oratorio, y así pudo estar cerca de don Bosco, antes todavía de poderlo escoger como confesor mientras iba a las escuelas de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. En 1850 y en 1852 participó en los ejercicios espirituales para los jóvenes dirigidos por don Bosco en Giaveno, no lejos de Turín.



2. Once años de formación, con indiscutido prestigio, junto a don Bosco (1852-1863)

Entró en el Oratorio de Valdocco a mediados de septiembre de 1852. Continuó los estudios del gimnasio con buenos profesores y en julio de 1853 fue admitido al bienio filosófico que siguió como externo en el seminario arzobispal de Turín (1853-1855). En el mismo lugar realizó también el quinquenio teológico (1855-1860) que lo llevó a la ordenación sacerdotal el 29 de julio de 1860 (n° 4).

Llegó a ella con un brillante curriculum de estudios lleno de optime, plusquam optime, egregie y que resultó más brillante por la asistencia a cursos libres de griego, francés y elementos de hebreo. La mente lúcida, la bien estructurada cultura básica, la óptima grafía educada en las escuelas primarias hacían presagiar la precisión de cuentas y balances, el cuidadoso despacho de registros, la correcta y ordenada administración de bienes que lo tendrían ocupado por más de veinte años junto a don Bosco.

En el Oratorio se confiaron al jovencísimo clérigo Rua – pocos días después de haber entrado en él, el 3 de octubre de 1852, había recibido en la capilla de I Becchi de Castelnuovo la sotana – la asistencia general de los alumnos, la catequesis semanal, la gestión de la biblioteca. En 1854 se ofreció generosamente con sus compañeros a atender a los enfermos de cólera. Desde 1856 presidió las Conferencias de San Vicente de Paul, primero en el Oratorio de Valdocco y en el de San Luis después; el mismo 1856 fue presidente-cofundador con Domingo Savio de la Compañía de la Inmaculada y dirigió personalmente el Oratorio de San Luis en Porta Nuova; al año siguiente fue encargado del del Ángel Custodio en Borgo Vanchiglia.

Al mismo tiempo, gracias a los estudios y a los contactos con óptimos sacerdotes, el joven Rua afinó su natural sensibilidad espiritual, favorecida por una intensa piedad, y se encaminó a la vida salesiana. El 26 de enero de 1854 participó en la reunión informal para dar vida a una asociación de caridad llamada de los “salesianos”; el 25 de marzo de 1855 emitió, como primer salesiano, los votos privados de pobreza, castidad y obediencia en las manos de don Bosco; en febrero de 1858 lo acompañó a Roma en la visita al Papa en el histórico viaje que daría después vida a la sociedad salesiana, nacida el 18 de diciembre de 1859 (n. 5). En esa ocasión, aún diácono, pero con evidente fama de discípulo dócil e inteligente, fue elegido para el primer cargo electivo -director espiritual – de la incipiente sociedad. Desde aquel momento ocuparía en ella durante medio siglo papeles crecientes de responsabilidad, de gobierno y de animación.

Visto su “éxito” como simple clérigo en la asistencia y en la enseñanza a los jóvenes, apenas fue sacerdote don Bosco lo nombró director de las escuelas de gimnasio del Oratorio con 300 muchachos, además de profesor de historia antigua e historia sagrada en el gimnasio inferior. El poquísimo tiempo libre de la semana lo dedicaba don Rua a la redacción de una Historia Sagrada, recuerdo de la de don Bosco. Los domingos los consagraba a los Oratorios de la ciudad.

En el del Ángel Custodio recreó la atmósfera del primer Oratorio de Valdocco, predicando dos veces cada domingo, fundando la Compañía di San Luis, organizando solemnes procesiones, mes de mayo, fuegos artificiales, juegos...

En los primeros años sesenta el joven sacerdote Rua gozaba de indiscutido prestigio entre los muchachos y los jovencísimos salesianos de Valdocco. Por algo fue también elegido en 1861 presidente de una especie de comisión histórica encargada de recoger “las grandes y luminosas dotes de don Bosco” así como “los hechos extraordinarios sucedidos en el pasado y visibles también en el presente”.



3. Un bienio como primer director de una casa salesiana (1863-1865)

Abierta la primera casa salesiana fuera de Turín - el seminario menor de Mirabello Monferrato (Alessandria) - don Bosco pensó en enviar allí como director a su colaborador más seguro y fiel, don Rua. Era el único sacerdote, pero lo secundaba un puñado de valientes y entusiastas clérigos sobre los veinte años, que en Mirabello encontraron el ambiente ideal para crecer con los jóvenes y para actuar el sistema preventivo aprendido en Valdocco. Obviamente don Bosco seguía de cerca al director de veintisiete años, lo vigilaba de lejos, iba a verlo, le enviaba útiles mensajes e interesantes cartas. Espléndida la primera de ellas, que se convertiría después, enriquecida en algunas partes, en un documento casi oficial para los directores de las casas salesianas, los llamados “Recuerdos confidenciales a los directores”. El exordio era infinitamente tierno:

Te hablo con la voz de un tierno padre que abre su corazón a uno de sus hijos más queridos. Quiero escribirte con mi mano para que tengas siempre contigo una prenda del gran afecto que te tengo, y te sirva de recuerdo permanente en el vivo deseo que nutro de que ganes muchas almas al Señor”.



Seguía una serie de normas y sugerencias, algunas extremadamente personalizadas y otras ya conocidas y vividas en Valdocco.

En el bienio de permanencia en Mirabello (1863-1865) don Rua fue director capaz, atento formador de conciencias, gestor exacto de los bienes económicos y de la legalidad escolar. Embebido como estaba del espíritu de don Bosco, en él se inspiró en toda su actividad, recreando otro Oratorio de Valdocco, siguiendo el mismo reglamento, hecho de gran confianza, de presencia asidua y alegre, de fidelidad al deber, de celebraciones religiosas anuales, mensuales y diarias. Se volcó en cultivar un alto clima de fe y de piedad, hasta el punto de proceder a medidas fuertes, como el alejamiento de algún muchacho que no soportaba la vida de un seminario. La casa cultivaba aspirantes al sacerdocio, entre los que estaba el futuro segundo obispo salesiano de Sudamérica, Luis Lasagna. De todo llevaba nota en el libro de la experiencia.

Velaba también sobre él y sus jóvenes su madre Juana María que, después de tres años de estrecha colaboración con la madre de don Bosco (1853-1856), la había sustituido en Valdocco durante nueve años, antes de acompañar a su hijo Miguel en Mirabello. Hasta su muerte, acaecida en 1876, estuvo en la cocina y en la ropería al completo servicio de los jóvenes de don Bosco y de don Rua, como “otra” mamá Margarita (n° 3).



4. Veintitrés años como valioso alter ego de don Bosco (1865-1888)

Cuando enfermó y después murió el prefecto don Victor Alasonatti (7 de octubre de 1865), don Bosco no dudó en sustituirlo con don Rua, llamándolo junto a sí desde Mirabello. Los dos no se iban a dejar ya nunca. Pero mientras, el primer experimento de un nuevo director salesiano en una nueva casa sin la presencia física de don Bosco había resultado bien y don Rua había abierto felizmente el camino a los innumerables directores que seguirían sus huellas.

El 29 de octubre de 1865, todavía con votos trienales – los votos perpetuos los haría el 15 noviembre - don Rua fue elegido por el Capítulo Superior prefecto de la sociedad salesiana. Como tal, debería seguir y controlar todo el movimiento administrativo de la sociedad, estar al lado del Superior general como su más estrecho colaborador y fidelísimo portavoz, sustituirlo, dentro de límites determinados, en casos de ausencias prolongadas y de momentos de ocupación especial, presidir con frecuencia las sesiones del Consejo Superior traduciendo en normativas prácticas, aprobadas por don Bosco, la compleja organización pedagógico-espiritual del sistema educativo salesiano y de la formación del personal salesiano.

Al mismo tiempo asumió también el cargo de vicedirector (el director seguía siendo don Bosco) del Oratorio y de la “casa anexa” a Valdocco, lo que significaba cuidar la manutención de la obra, la disciplina de los jóvenes, el personal de los coadjutores, asumir el papel directivo en la reuniones del personal interno para la compleja gestión de la Obra, proveer a la formación religiosa y profesional de los artesanos, estar en contacto con los 800 jóvenes con buenas noches, homilías, conferencias, aguinaldos, catequesis los domingos, conclusiones de ejercicios espirituales...

Los años 1865-1868, junto a don Bosco, que gastaba en la construcción de la iglesia de María Auxiliadora más de lo que tenía y estaba siempre asediado por los que querían recibir una bendición o una gracia de la Virgen, dar una limosna, don Rua se hizo co-protagonista, organizador, animador, administrador, cajero, contable, con el intento de mantener en equilibrio el siempre precario balance.

Un trabajo ímprobo, que lo llevaría en la segunda mitad de 1868 al borde de la tumba. Pero don Bosco no se inmutó ni poco ni mucho: del cielo había sabido que el discípulo trabajaría junto a él todavía durante mucho tiempo.

En 1873 don Rua obtuvo la habilitación para dar clase en las clases superiores del gimnasio y además de ellas encontró tiempo para dedicarse a promover la “Biblioteca de la juventud Italiana” y las “Lecturas Católicas”, a corregir pruebas de imprenta, a preparar algunas ediciones de obras clásicas, destinadas a compendios adecuados para los jóvenes, pero con gran atención a la pureza de la lengua. Dio su aportación también a la revisión que se estaba haciendo de las Constituciones salesianas (n° 5).

A medida que pasaban los años su colaboración con don Bosco aumentaba: lo sustituía como confesor de los salesianos, de los jóvenes mayores, de las Hijas de María Auxiliadora y se le confiaron encargos de adquisiciones, ventas, gestiones de bienes, herencias, etc. En la práctica asumió fuertes poderes tanto para la formación de los salesianos y de las Hijas de María Auxiliadora – de las que fue también director general en 1875 desde el viaje de don Cagliero para Argentina – como para la gestión de Valdocco y de la Congregación ya extendida más allá de Turín.

Durante el quinquenio 1869-1874 fue maestro de noviciado sin tener prudencialmente el título. Desde 1873 estuvo encargado de la distribución del personal y desde marzo de 1874 hasta marzo de 1876 visitó las casas salesianas como prevén las Constituciones. Preciso, minucioso y ordenado en la preparación y actuación de la visita, don Rua inauguró un modelo de visitador que se convertirá después en praxis.

En 1876 dejó a otros el encargo de vicedirector de Valdocco para tener más tiempo a disposición como brazo derecho de don Bosco, que le seguía confiando una enorme mole de trabajo tanto si estaba presente como si estaba fuera y podía llegar a él sólo por correo. Algunos eran encargos y órdenes onerosos y delicados. Viajó con frecuencia por Italia y el extranjero (Francia, España) con don Bosco o solo para tratar sobre nuevas obras, para visitar y animar a los hermanos, para reunirse con cooperadores y pedirles apoyo y beneficencia.

Con el desarrollo de las misiones en los años 1878-1883 (n° 10) se vio requerido continuamente por problemas administrativos, jurídicos, económicos y de personal. Sustituyó a don Bosco también en el saludo a los misioneros que partían.

Desde el comienzo de los años ochenta, con un don Bosco reducido ya a la sombra de sí mismo, vivió en perfecta simbiosis con él, escribía sus cartas y circulares y lo sustituía en todo, tanto que el 27 de noviembre de 1884 fue nombrado por el Papa León XIII, siguiendo la sugerencia de don Bosco, vicario suyo con plenos poderes y derecho de sucesión (n° 2).

Pero don Bosco prefirió estar todavía un año en el puente de mando de la “nave salesiana”, hasta que el 8 de diciembre de 1885 el nombramiento fue hecho público.

En el viaje con don Bosco a Barcelona en 1886 (n° 1) se encontró con doña Dorotea de Chopitea con la que trataría sobre la apertura de la casa de las Hijas de María Auxiliadora. El mismo año presidió el 4° Capítulo General de los salesianos, estando presente don Bosco. En mayo de 1887 lo acompaño a Roma para la consagración de la iglesia del Sagrado Corazón y una audiencia papal. Lo asistió también, poco antes de la muerte, en noviembre de 1887, en la iglesia de María Auxiliadora, en la imposición de la sotana al príncipe polaco Augusto Czartoryski (n° 26).



5. Veintidós años como primer sucesor de don Bosco (1888-1910)

Del mismo modo que el profeta Elías, al elevarse hacia el cielo, dejó a Eliseo su espíritu, hizo, según la tradición, don Bosco con don Rua, que en 1888 debió mantener a la sociedad salesiana en los surcos recorridos e indicados por el fundador, y garantizar y consolidar la continuidad de los frutos. Se trató de un paso delicado y no fácil, en el que autorizados exponentes de la curia romana, temiendo por la vida de la congregación, hasta llegaron a pensar fundirla con otra congregación existente.

No sucedió así y don Rua pasó rápidamente de fiel y sabio colaborador de don Bosco a valiente y emprendedor Rector Mayor. Se puso al trabajo y trazó ya en la primera carta oficial a los salesianos el 19 marzo de 1888 un programa di acción, en tres líneas, basado todo en la persona y la obra de don Bosco:

debemos sentirnos muy afortunados de ser hijos de tal Padre. Por eso nuestra solicitud debe ser sostener y a su tiempo desarrollar cada vez más las obras comenzadas por él, seguir fielmente los métodos por él practicados y enseñados, y en nuestro modo de hablar y de obrar buscar e imitar el modelo que el Señor por su bondad nos ha dado en él”.



Veamos, pues, en acción a don Rua, este “poderoso obrero” de la “viña del Señor” confiada a los salesianos.



Sostuvo y amplió las obras salesianas

La dimensión mayor y más fácilmente perceptible de la acción de gobierno de don Rua es sin duda la del crecimiento de la Obra salesiana. Si don Bosco estuvo en el origen de la prodigiosa fecundidad de la misma, don Rua fue la continuidad y el desarrollo.

A la muerte del fundador, la Sociedad salesiana contaba con 58 casas, extendidas en 4 naciones europeas y 5 sudamericanas. Don Rua elevó a 387 las diferentes fundaciones, multiplicándolas en los Estados en que ya existían, y extendiéndolas a otros 28 países: en 1889 a Suiza, en 1890 a Colombia, en 1891 a Bélgica, Argel, Israel y Perú; en 1892 a Polonia y a México; en 1894 a Portugal, a Túnez y a Venezuela; en 1896 a Egipto, a Bolivia, a Sudáfrica y Paraguay; en 1897 a los Estados Unidos; en 1898 a las Antillas; en 1899 a El Salvador; en 1901 a Eslovenia; en 1903 a Austria, Malta y Turquía; en 1906 a Honduras, a la India y a China; en 1907 a Mozambique y a las Repúblicas de Costa Rica y Panamá (nn° 17, 19, 21). La sociedad salesiana creció un 520% y los pocos centenares de salesianos de 1888 llegaron a cuatro mil. En 22 años se hicieron hasta 31 expediciones misioneras (¡194 misioneros y 25 misioneras en 1904!) y se lanzaron las Misiones entre los Jívaros (Shuar) en el Ecuador y los Bororos en Brasil (nn° 10, 15).

Amplísima difusión tuvo también el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora (nn° 18, 20, 22). En 1910 se contaban 2716 hermanas, 320 casas expandidas en 22 países: en Italia, Francia, España, Uruguay, Argentina y Chile de la época de don Bosco, se añadieron Bélgica, Israel, Perú, Brasil, Argel, México, Túnez, Colombia, Suiza, Paraguay, Ecuador, Gran Bretaña, El Salvador, Albania, Estados Unidos, Honduras. Los Cooperadores por su parte llegaron a 300 mil (n° 8).

Se multiplicaron así no sólo los tradicionales Oratorios festivos, las escuelas profesionales y humanísticas, los hospicios para niños pobres, las iglesias y capillas, sino también nuevas formas de apostolado, como colonias agrícolas, externados, internados, pastoral postescolar, casas para vocaciones tardías, presencias asistenciales... (nn° 11-16).

Fueron muchas las razones de ese desarrollo salesiano (y también de otras congregaciones de vida activa): entre ellas, el crecimiento demográfico, el descenso de la mortalidad infantil, el despegue industrial de muchos países con el consiguiente reclamo de mano de obra especializada, el aumento de la necesidad de instrucción básica, la excedencia demográfica y crisis económicas que incentivaban la emigración, la incapacidad de los partidos políticos y de las instituciones estatales, basadas en sus modelos ideológicos de responder a las exigencias del mundo de los adolescentes y de los jóvenes (n° 2). Añádase la fascinación de don Bosco y de sus hijos como educadores modernos, capaces y a la altura de los tiempos.

Este desarrollo de obras de salesianos y de Hijas de María Auxiliadora – una intrincada tela de araña especialmente en Italia, Argentina y Brasil, difícil de colocar en un mapa – se dio a pesar de la decisión, recalcada varias veces, de no proceder a la apertura de obras nuevas, para consolidar las existentes y preparar adecuadamente al personal, siempre insuficiente para la necesidad. ¿Pero cómo decir no a precisas peticiones de la Santa Sede y de máximas autoridades religiosas y civiles de un país, sobre todo en tierras de misión? Por eso en el congreso de los Cooperadores de Bolonia de 1895 (n° 8) don Estaban Trione hizo notar que si don Rua en uno de los Capítulos generales había pedido a los directores convocados en él que lo ayudasen a contener y a moderar a D. Bosco, ahora se debía invocar su ayuda para parar y moderar a don Rua: “Si se me permitiese, diría que si Don Bosco parecía imprudente, me parece que Don Rua es más imprudente que Don Bosco”.

En contacto desde la infancia con familias de trabajadores, don Rua se movió con naturalidad en el mundo del trabajo al que prestó gran atención, en la ola levantada por la famosa encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII en 1891 y ante el rápido desarrollo del socialismo y de la cuestión social (n° 2). Incentivó la creación de círculos Oratorianos para jóvenes mayores para que entrasen, cristianamente preparados, en el mundo del trabajo (n° 11) y promovió las residencias para obreras entre las Hijas de María Auxiliadora (n° 12). En sus viajes no dejó de visitar los círculos de obreros católicos y de animarlos. Instauró contactos, no sólo formales, con el apóstol social de Francia, Lèon Harmel: recibió varias veces a los obreros católicos franceses

en la estación de Turín; una vez dirigió la palabra a dos mil de ellos y en 1891 los acompañó a rezar ante la tumba de don Bosco en Valsalice. En Turín, en julio de 1906, coronó la empresa de poner de acuerdo a un industrial con sus obreros en huelga a ultranza. Sociedades obreras lo honraron como miembro y en algunos congresos católicos se elevaron voces de gran aprecio por su persona y la congregación salesiana.

La fidelidad creativa de don Rua se manifestó también en el gran relanzamiento de los Oratorios (n° 11) a través de una amplia reflexión que implicó no sólo a la “familia salesiana” sino también a sectores de la sociedad eclesial y civil. Don Rua insistió especialmente en la dimensión religiosa de la acción Oratoriana. Si a don Bosco no le gustaban más que las asambleas de personas a ser posibles acomodadas a las que hablaba para obtener ayudas pecuniarias para sus obras, don Rua, en una época favorable al asociacionismo, transformó en momentos fundamentales y culminantes de la historia salesiana algunas manifestaciones de masa, como la serie de Congresos de los Cooperadores salesianos (1895, 1903, 1906) y de los Oratorios festivos y de las Escuelas de Religión (1902, 1907, 1909) (nn° 2, 8).

A caballo de los siglos XIX y XX un nuevo reto fue también el amplísimo y dolorosísimo fenómeno de la emigración, que vio a don Rua invitar a los salesianos, a las Hijas de María Auxiliadora, a los cooperadores a hacerse cargo de la asistencia espiritual y material de decenas de millares de italianos (pero también alemanes, polacos, portugueses...) emigrados temporal o definitivamente sobre todo en las tierras americanas y en Europa (n° 15).

Especiales solicitudes tuvo don Rua hacia los Cooperadores (n° 8). Como experto administrador quiso que estuviesen en sincera relación con las obras salesianas. Los salesianos deberían ser considerados gestores, “administradores delegados” más que propietarios de las casas, que eran en cambio, de los cooperadores que las financiaban. En efecto sólo gracias a las limosnas y donaciones era posible su implantación y su funcionamiento. No por nada las circulares del uno de enero de cada año (n° 9) eran el “balance” de lo que los salesianos y las Hijas de María Auxiliadora habían podido hacer en el año que acababa y la petición ideal de aprobación de lo que proyectaban para el nuevo año en Italia, en Europa, en las misiones: nuevas fundaciones (nn° 17-22), mantenimiento y desarrollo de las obras ya existentes, terminación de iglesias y casas en construcción desde hacía años (n° 14), preparación del personal (n° 6), expediciones misioneras (nn° 10, 15).

Todo esto suponía, evidentemente, inmensos problemas económicos, vistas también las crisis económicas recurrentes de la época. En tiempos de escasísima circulación monetaria se invirtieron cifras registrables hoy como millones de euros, recogidos todos, naturalmente, de la beneficencia, suscitada por don Rua con decenas de fatigosos viajes por Italia y media Europa (nn. 23-24), con sus circulares y por medio del Boletín Salesiano, publicado en sus tiempos en nueve lenguas (n. 16). A pesar de todo, una verdadera estabilización no se realizó nunca: las cuentas quedaron siempre en rojo, dado el impresionante e incontrolable desarrollo de la Obra salesiana.

El campo de la buena prensa fue uno de los de mayor interés de don Rua (n° 16). Promovió la SAIED (Società Anonima Internazionale per la Diffusione della Buona Stampa) con sede en Turín (donde nacería en 1919 la SEI) y sucursales en Nizza, Barcelona, Lieja, Londres y Viena. Llevaría su acción a oponerse a la prensa irreligiosa, a través de “la difusión de buenos libros, de hojas, folletos e impresos de cualquier género”. Durante el rectorado de don Rua fueron además unos cincuenta los periódicos informativos, propagandísticos, escolares, semanales y mensuales. Para Italia basta recordar las “Lecturas católicas” con 15.000 suscritores, las “Lecturas ascéticas”, las “Lecturas amenas y educativas”, las “Lecturas dramáticas”, la “Biblioteca de la juventud italiana”, la “Nueva colección de clásicos italianos”, la “Colección de clásicos latinos cristianos”, la “Colección de clásicos latinos paganos” en dos ediciones (“económica y rica”), “Ensayos de clásicos griegos”... Además el “Don Bosco” de Milán y “El amigo de la juventud de Catania”. Algunas de estas mismas colecciones se editaron en España, Argentina, Chile, Brasil…; en las misiones se publicaron semanarios y revistas mensuales así como diarios para emigrados (Argentina y Estados Unidos); en España don P. Ricaldone publicó la “Biblioteca agraria solariana” con 14 volúmenes en pocos años, difundidos también en Hispanoamérica.



Siguió fielmente, desarrollándolos y enriqueciéndolos, los métodos practicados y enseñados por don Bosco

Una segunda dimensión teórico-práctica de la acción de don Rua fue la fidelidad al método educativo practicado por don Bosco. Don Rua fue el depositario del carisma de don Bosco, vigiló para que la línea de acción trazada por el fundador se continuase de forma inalterada (nn° 11-16). Consciente del valor de la herencia pedagógica por haber vivido junto a él decenas de años, se prodigó en conservarla, sostenerla y difundirla, pero sin prejuzgar formas de innovación, necesarias por la legislación de la época y por las necesidades del nuevo siglo. Fue significativo en 1910 el famoso lema del consejero profesional general, don José Bertello: “con los tiempos y con Don Bosco”.

Don Rua se hizo promotor del “sistema preventivo” (n° 13): desarrolló sus virtualidades y profundizó sus intuiciones, también gracias a la activa colaboración de otros salesianos de la primera hora, que responden a los nombres de don Julio Barberis, don Francisco Cerruti, don Pablo Albera, don Felipe Rinaldi y muchos otros. Subrayó los aspectos educativos y disciplinares (asistencia como preservación y protección) y contra “la plaga del siglo” (la educación sin religión) insistió en los aspectos religiosos y morales. Recomendó la vigilancia de las “lecturas peligrosas” y denunció el “vicio impuro”, dirigiendo hacia los medios sacramentales más que a discutibles orientaciones “modernas”. Pero no olvidó los aspectos asistenciales y sociales: los salesianos debían ocuparse de la educación de la juventud abandonada y de la fe del pueblo (n° 14); los Oratorios festivos debían ser la primera obra de caridad de la congregación salesiana (n° 15), que servía así a la iglesia y a la sociedad, acogiendo a jóvenes en peligro para formarlos como “buenos cristianos y honrados ciudadanos”.



Buscó imitar el modelo de vida espiritual

La prolongada comunicación de vida y de acción con don Bosco y las íntimas conversaciones con él especialmente en los años ochenta habían preparado a don Rua a convertirse en “otro don Bosco” también en su perfil espiritual.

Don Rua nutrió ante todo un verdadero culto por la Regla, que consideraba “el más bello recuerdo y la más preciosa reliquia de don Bosco”, expresión directa de la voluntad de Dios. Además había sido testigo y protagonista del largo y laborioso proceso de aprobación de las Constituciones, que don Bosco había definido “bases estables, seguras, infalibles” para la salvación del alma. Dentro del dictado de las Constituciones don Rua recalcó con frecuencia la importancia de las conferencias espirituales del director, del frecuente diálogo con él, del ejercicio mensual de la “buena muerte”, de los ejercicios espirituales anuales. Se da por descontada su insistencia sobre la misión de la salvación de las almas confiada a los salesianos y sobre la práctica de los votos de pobreza, castidad y obediencia. También fue constante la llamada de atención sobre el buen uso del tiempo y de los recursos humanos, sobre la búsqueda de vocaciones de sacerdotes y coadjutores, de los que se sentía la falta, para atender al impresionante desarrollo de las obras salesianas.

Como don Bosco, para la santificación propia y para la de los jóvenes considera de suma importancia el celo por las almas, la vida sacramental, la vida de piedad, especialmente la devoción mariana. En diciembre de 1900 consagró la Congregación salesiana al Sagrado Corazón de Jesús y en aquella ocasión hizo llegar a todas las casas una “instrucción” sobre esta devoción. En 1903 hizo solemnemente coronar el cuadro y la estatua de María Auxiliadora en Valdocco (n° 14).

Aunque vivió una vida de asceta - la misma fisonomía lo expresaba físicamente – don Rua trató, sin embargo, de asumir el comportamiento externo de don Bosco. Logró conjugar su innata austeridad con una paternidad llena de delicadeza, hasta el punto de que se le definió como "un soberano de la bondad", “un santo” y hasta “el retrato de don Bosco”. En los viajes, acompañados con frecuencia de gracias y prodigios no menos que los de don Bosco, en casi todas partes se le acogió con inmensas muestras de afecto y de fiesta por la naturalidad con que sabía hacer revivir al fundador (nn° 9, 17). Transmitió sin duda todo el patrimonio de piedad y de religiosidad heredado, aunque en una forma más rigurosa y extensa.

Fidelidad a las enseñanzas de don Bosco fue también para don Rua hacer sentirse a todos los salesianos actores y protagonistas de la obra de salvación de la juventud. Continuamente repetía que la obra salesiana no era obra de hombres, sino “obra de Dios” y que se debía agradecer al Señor haber sido elegido como instrumento para sostenerla. Los triunfos de los salesianos eran los triunfos de don Bosco y de Dios; el trabajo de los salesianos era el trabajo de Dios; la vida de los salesianos estaba en las manos de Dios; ellos eran sólo instrumentos, siervos de la acción del Señor a su mayor gloria (n° 6).



Actuó nuevas formas de gobierno y de animación

El rapidísimo desarrollo de la Obra salesiana impuso enseguida el reto inédito de tener que conciliar la necesidad de descentralizar el gobierno - a través de la creación de inspectores e inspectoras representantes del Superior y de la Superiora general - con la consiguiente centralización necesaria para determinadas decisiones de competencia del Capítulo General y del Consejo Superior, al que se reservaba la última palabra. Es decir, se trataba de regularizar las estructuras de gobierno central con la definición de los derechos y deberes de las autoridades subalternas.

Don Rua lo hizo ante todo a través de las deliberaciones tomadas en los Capítulos Generales (n° 6). Presidió seis, a un ritmo de tres años, lo que quiere decir que entre la preparación, la convocatoria, la realización y, sobre todo, la verificación de la puesta en práctica de las decisiones estaba constantemente ocupado en este importante trabajo de gobierno extraordinario. Era él quien nombraba al regulador (casi siempre don F. Cerruti), que determinaba los temas que tratar, que proponía las comisiones que crear, que presidía los debates en las sesiones plenarias, que intervenía activamente en las discusiones. En los debates fue siempre prudente, respetuoso con la opinión ajena, sin renunciar a ser decisivo promotor de unidad de espíritu y de acción, guardián del carisma, dotado como estaba, de gran autoridad moral, de fuerte sentido de la realidad, totalmente identificado con el pensamiento de don Bosco. Al comienzo de las sesiones don Rua impartía con frecuencia a los capitulares (inspectores y directores) avisos de vida práctica, de doctrina salesiana y pedagógica, recurriendo a los “recuerdos confidenciales” y al “testamento espiritual” de don Bosco. Aprovechaba los Capítulos para estimular a conocer bien la vida y los escritos del fundador, también por medio de las famosas Memorias Biográficas que al final del siglo empezaron a publicarse.

La sociedad salesiana adquirió así, gracias también al talento organizativo de don Rua, la estructura jurídica de las grandes congregaciones religiosas: se aprobaron reglamentos de las distintas actividades y cargos, se reordenaron las deliberaciones tomadas en diferentes momentos, se trataron todos los grandes temas del gobierno y de la animación de la sociedad (Oratorios, escuelas, adquisición de títulos, economía, vocaciones juveniles y adultas, votos, medios para conservar el espíritu de don Bosco, cooperadores, hermanas...), se regularizaron las instituciones (Capítulos generales, inspectorías, noviciados, casas y programas de estudio, experiencias educativas de tirocinio...). Capaz de crear un óptimo grado de cohesión y de corresponsabilidad también en el Consejo Superior, don Rua hizo que los problemas, estudiados con anterioridad por un miembro del mismo Consejo, se debatiesen entre todos y se resolviesen a la luz del “así hacía– o habría hecho - don Bosco” y de su enseñanza. Como es natural don Rua recurrió personalmente o mediante sus más estrechos colaboradores, a conferencias programadas, a intervenciones en momentos especiales, a cursos de formación de los inspectores y de los directores, que se habían hecho necesarios por la expansión de la sociedad salesiana.

En segundo lugar fue un notable instrumento de gobierno y de animación para don Rua la correspondencia. Cartas edificantes, cartas circulares, cartas a los inspectores y a los directores, a las Hijas de María Auxiliadora, a los hermanos y a cooperadores constituyen una notable riqueza del fondo don Rua conservado en el Archivo Salesiano Central de Roma. En ellas – algunas compartidas con otros miembros del Consejo Superior - no hizo proclamas solemnes ni dio directrices especialmente altas, sino las que le sugerían la tradición salesiana y la fe común cristiana. A través de las cartas creó una profunda relación y una implicación muy estrecha y personal con los corresponsales (nn° 6-10): sintió, habló, actuó atento a las personas, delicado en los rasgos, partícipe de sus problemas y de sus fatigas cotidianas, en las pequeñas y grandes contingencias. Queriendo ser padre de sus hijos, compartió sus sentimientos de alegría y de tristeza, con objeto de favorecer unidad y solidaridad entre todos, aunque estuviesen diseminados en los diversos continentes. Claro en los conceptos, práctico en las sugerencias, de las decisiones dio siempre sólidas justificaciones.

Finalmente confió en decenas de visitas a las casas de Italia y una docena de largos viajes a España, Ucrania, Inglaterra, Tierra Santa y Norte de África (nn° 6-8, 10, 14, 23-24). Se ha calculado que, como acompañante de don Bosco y de sus obras, recorrió en total 100 mil km, más de dos veces la vuelta al mundo, casi siempre en los incómodos trenes del tiempo, con frecuencia en tercera clase. Estuvo ausente de Turín al menos 4 años. Don Rua consideró los viajes como un instrumento útil para conservar entre los salesianos y las Hijas de María Auxiliadora el espíritu de don Bosco, recibir sus confesiones y coloquios, escuchar sus peticiones, recoger sus quejas, confortarlos, tomar contacto con sus novicios y los nuevos profesos (nn° 6-8). Naturalmente a lo largo de los viajes trató asuntos relativos a la sociedad salesiana, inauguró casas, aprobó proyectos, verificó el cumplimiento de las disposiciones capitulares o de los miembros del Consejo Superior, animó a los Cooperadores, pidió subsidios económicos a los bienhechores. Una actividad fatigosísima, pero que consideró que tenía que soportar para la “gloria de Dios y la salvación de las almas”.

Don Rua no visitó América, ni la del Norte adonde él mismo había enviado a los salesianos al final del siglo XIX (n° 10), ni la del Sur, donde habían sido enviados en primer lugar por don Bosco, pero donde don Rua ensanchó los horizontes con la apertura de dificilísimas misiones entre los indígenas Bororos del Mato Grosso en Brasil y los Shuar del Ecuador (nn° 10,15). Pero no abandonó las tierras americanas: envió como representante suyo y visitador espiritual a don Pablo Albera (n° 6), su futuro sucesor (en aquella época era director espiritual y prácticamente el más alto grado de autoridad, por estar enfermo el prefecto don Domingo Belmonte). Acompañado por el secretario don Calógero Gusmano, don Albera recorrió América a lo largo y a lo ancho, permaneciendo allí casi tres años (1900-1903). En 1906 los misioneros salesianos llegaron a la India y a la China y poco después a Mozambique. En Sudáfrica estaban ya desde unos diez años antes (n° 21).

Otra visita canónica extraordinaria en toda la sociedad salesiana la decidió don Rua en 1908. Obviamente los informes de los muchos “visitadores” (consejeros generales, inspectores, directores) dieron a don Rua una clara visión del estado moral y material de la sociedad salesiana, para proyectar un futuro que confiar, dada sus edad, a sus sucesores.



Presencia discreta y paterna para las Hijas de María Auxiliadora

Fiel a la consigna, don Rua asumió hasta el fondo la responsabilidad en relación con las Hijas de María Auxiliadora, “agregadas” a los Salesianos hasta 1906. En perfecta sintonía con la joven madre general Catalina Daghero (n° 7), respetó la autoridad y la autonomía de decisión, sin faltar a su propia responsabilidad. No impuso su pensamiento, le dio confianza, preparándola así a gestionar autónomamente un gran instituto cuado llegó el momento.

Como superior, ayudado por el director general y después por los inspectores, realizó un diálogo puntual sobre muchas cuestiones: fundaciones, selección de obras y personas, modalidad educativa. Dio un impulso decisivo a la organización del gobierno en un momento de rápida expansión, con el intento de robustecer la unidad (nn° 18, 20, 22). En las visitas a nuevos Países buscaba la posibilidad de abrir un surco también a las “monjas de don Bosco” creyendo en la incidencia social y moral de la formación de las jóvenes de las clases populares (nn° 23-24).

Como guía hábil cuidó el crecimiento de las obras en la fidelidad al espíritu original: insistió en la observancia de las Constituciones, inculcó la caridad, ofreció reglamentos y orientaciones, sostuvo la apertura a la colaboración con muchas asociaciones y entes laicos, incentivando así la difusión capilar de una amplia gama de obras que respondieran a las exigencias más diversas de las muchachas, entregadas de modo nuevo al estudio, el trabajo, los empleos públicos o implicadas en la movilidad de la mano de obra femenina. A las tradicionales guarderías infantiles, colegios, Oratorios, asociaciones marianas, se unieron residencias e internados, talleres y obras para los emigrantes (nn° 11-17).

Cuando el Rector Mayor dejó de ser superior de las Hijas de María Auxiliadora, don Rua manifestó su fidelidad máxima al espíritu del fundador, siguiendo con el ejercicio de su paternidad espiritual, aconsejando personalmente y con una rica correspondencia epistolar (n° 7), asegurando el cuidado espiritual de los salesianos como confesores de las religiosas y de las alumnas. Las FMA, a pesar de la separación jurídica, no se sentían con él como un apéndice de la obra salesiana, porque les dedicaba mucho tiempo con premura y delicadeza con consejos, cartas y visitas, manteniendo firmes los principios de don Bosco, pero quedando agudamente atento a las nuevas exigencias de la educación.



Espinas entre las rosas

Como a don Bosco, tampoco a su fiel sucesor don Rua le faltaron, en medio de los “éxitos”, pruebas dolorosas. Graves motivos de sufrimiento fueron la muerte en un accidente ferroviario de mons. L. Lasagna y algunas hermanas en Brasil en 1895 y, el mismo año, el desbordamiento del Río Negro en la Pampa argentina que destruyó totalmente la misión salesiana. Al final del siglo estalló la persecución religiosa en el Ecuador y al empezar el siglo XX Francia lanzó una dura política contra las congregaciones: fueron trágicas las consecuencias para la congregación, tanto ad extra como ad intra. No menos trágicos fueron los hechos calumniosos de Varazze de 1907, a los que se añadió el año después el terremoto de Mesina, que causó la muerte de nueve salesianos y una treintena de muchachos (n. 1). Por aquellos días se presentaron también

problemas de identidad carismática con el asunto que implicó al sacerdote polaco Bronislaw Markiewicz.

Otras dos pruebas para don Rua las determinaron las intervenciones de la curia romana: la del 1901 que prohibía al director salesiano ser el confesor de los alumnos y del personal salesiano y el que algunos años después impuso la separación jurídica y administrativa de las Hijas de María Auxiliadora de la congregación salesiana. Frente a las autoridades pontificias que parecían intervenir directamente sobre el modelo vital y activo salesiano dejado por don Bosco, don Rua vivió en su carne el conflicto de tener que dejar una apreciadísima y casi carismática tradición por caminos nuevos e inexplorados; intentó resistir, pero al final obedeció, aunque con una obediencia dolorida y onerosa.

Si el dolor más grande lo había sentido don Rua en el momento de la muerte de don Bosco, la alegría mayor la tuvo el 24 de julio de 1907 cuado la Congregación de los Ritos lo declaró venerable:

cuando me tocó notificar con la mano temblorosa a toda la familia salesiana la muerte de Don Bosco, yo escribía que aquella noticia era la más dolorosa que hubiese dado o pudiese dar en mi vida; ahora, en cambio, la noticia de la Venerabilidad de D. Bosco es la más dulce y suave que pueda daros antes de bajar a la tumba” (carta del 6 de agosto de 1907).



Había dado el primer paso oficial hacia la futura beatificación (1929) y canonización (1934) de Don Bosco. Mientras tanto don Augusto Czartoryski (1858-1893), los jóvenes Ceferino Namuncurá (1886-1905) y Laura Vicuña (1891-1904) habían muerto en concepto de santidad y la madre Magdalena Morano (1847-1908) los seguirá un año después. A los altares subirían, lógicamente, varias décadas después (n° 26), pero mientras tanto se cumplía el auspicio de don Rua al día siguiente de la muerte de don Bosco: “la santidad de los hijos será la prueba de la santidad del padre”. Antes de ellos serían proclamados otros dos santos del tiempo de don Bosco (Domingo Savio y María Dominica Mazzarello) y después de ellos llegarían otros dos beatos de la época de don Rua (el señor Artémides Zatti en Argentina y don Luis Variara en Colombia).



Despedida

Don Rua murió en Turín-Valdocco el 6 de abril de 1910 a la misma edad de don Bosco (72 años). Sus funerales fueron más grandiosos que los del “padre” (n° 25). La familia real estuvo presente con la princesa María Letizia Napoleone, viuda del duque Amadeo de Aosta (18451890), a la que don Rua había conocido como representante de la casa de Savoya en 1865 en la colocación de la primera piedra de la iglesia de María Auxiliadora.

Hombre de confianza de don Bosco, vivió con él 36 años, sucesor suyo durante 22 años, fue sepultado junto a él en Turín-Valsalice, donde reposó veinte años, antes de su traslado a la cripta de la Basílica de María Auxiliadora de Turín, que ya custodiaba el cuerpo del “padre”.

En 1922 se abrió el proceso de beatificación y el 29 de octubre de 1972 Pablo VI lo declaró beato (n° 26), en espera de la canonización.

Su memoria litúrgica se celebra el 29 de octubre.












El Convitto,

la opción fundamental por los jóvenes pobres y abandonados,

y la identificación con un estilo pastoral20



Los años del Convitto significan mucho más. Son punto de arranque para la caracterización específica del estilo educativo-pastoral de su Presbiterado. En esta progresiva identificación influyen figuras cercanas de Sacerdotes y figuras de trasfondo:



De las figuras primeras

Don Bosco delinea en sus Memorias algunos rasgos esenciales de Luis Guala, Félix Golzio, Juan Borel; y, sobre todo, de José Cafasso.



De las figuras de trasfondo

Menciona a San Alfonso María de Ligorio, discípulo espiritual de San Francisco de Sales. El santo Obispo de Ginebra efectivamente, con Santa Teresa de Jesús y San Carlos Borromeo, fue una de las fuentes principales que inspiraron la vida y el pensamiento de Alfonso María de Ligorio. La sintonía de su espiritualidad es tan sorprendente que bien pudo Alfonso de Ligorio ser llamado “el Francisco de Sales de Italia”.

Y, casi como para poner una clave definitiva de lectura, Don Bosco se refiere explícitamente a Jesucristo, de cuyo testimonio de caridad hacía Luis Guala, el Director del Convitto, el argumento fundamental para proponer al clero turinés un nuevo tipo de sacerdote pastor del que necesitaba la Iglesia Piamontesa con urgencia, por encima de las polémicas teológicas y de la casuística moral de rigoristas y benignistas21



La vida de sus sacerdotes formadores era ejemplar

Don Bosco habla de la ciencia de sus maestros, de la firmeza y de los criterios alfonsianos que acabó por imponer Luis Guala en la orientación del Convitto, del trabajo incansable y de la humildad de Félix Golzio, de las virtudes de Cafasso, de su prudencia, perspicacia espiritual y habitual serenidad. Pero, lo que recalca de todos ellos, y en particular del Padre Juan Borel, es el celo pastoral:“

Las cárceles, los hospitales, los púlpitos y las instituciones benéficas, las casas de los enfermos, las ciudades y las pequeñas poblaciones, los palacios y los tugurios de los pobres conocieron la caridad de estas lumbreras del clero turinés”.22

Dice que cuando podía estar con el teólogo Borel, “recibía lecciones de celo sacerdotal, buenos consejos, y estímulo en el bien”: Durante el tiempo en que convivimos en el Convitto Eclesiástico me invitó muchas veces a acompañarlo en las funciones sagradas, a predicar y confesar juntos con él... Hablamos varias veces acerca del trabajo que hacíamos los dos en las cárceles, de las responsabilidades que teníamos entre manos para poder atender mejor a los jóvenes, cuyos peligros morales y cuyo abandono exigían cada vez más una atención cuidadosa y asidua de los sacerdotes. “Era un sacerdote santo, digno, de veras de ser admirado e imitado”.23



Una síntesis: Don Bosco, un sacerdote educador

Relatando el sentido que estos años han dado a su vida, Don Bosco acentúa los elementos a cuya luz ha ido produciéndose su identificación presbiteral. Al observar la vida de estos sacerdotes formadores del clero turinés, ve proyectada en ellos su propia sensibilidad pastoral y ese como instinto educativo con el cual mira y valora a las personas, los hechos y las cosas, y que hoy podemos decir es algo connatural a su vocación al sacerdocio.

Así lo conceptúa Pedro Braido:

  1. La fuente no sólo del método tomado en sí mismo, sino de toda la obra de Don Bosco, es su alma sacerdotal “que da concretez y unidad a toda su vida”.

El sistema pedagógico de Don Bosco nace de su acción educativa y su acción educativa nace, a su vez, de su caridad de cristiano y de santo.

  1. La caridad cristiana y sacerdotal, que para él tiene las dimensiones del muchacho, se vuelve caridad pedagógica, y la expresión y el estilo inconfundibles de ésta en Don Bosco, educador cristiano, es la amabilidad”.

  2. Por tanto:

Revivir a Don Bosco, sacerdote educador, significa, ante todo, tomar conciencia del carácter profundamente cristiano de su sistema. Un sistema que no puede llevarse a la práctica sin la activa participación del sacerdote, sin un alma y un corazón de sacerdote. Y todo esto, antes de que se piense en la psicología, en métodos y en didáctica”. Estos seguirán siendo elementos importantísimos de su Sistema, pero siempre que se los “subordine a la visión sacerdotal y, a los criterios y al enfoque sacerdotal” propios de Don Bosco.24





De la figura cercana de Cafasso a las figuras de trasfondo

La espiritualidad de Cafasso

La intensa relación de Juan Bosco con Cafasso desde los años del Convitto Eclesiástico hasta el 1860, fecha de la muerte del maestro, confesor y amigo, deja una huella indeleble en su sacerdocio. Algunos elementos de espiritualidad que sugieren esta influencia son:

- la confianza en Dios, el sentido religioso del deber y la santidad de la vida ordinaria, la fidelidad al sacramento de la Confesión, la devoción filial a la Virgen, el sentido de Iglesia y el amor al Papa.

Pero hay otros, en la línea de las opciones fundamentales y del estilo de la acción sacerdotal de Don Bosco, que se deben resaltar:

- la solicitud apostólica por los jóvenes pobres, en particular por los muchachos de la cárcel: recordemos que fue la primera experiencia pastoral a la que Cafasso llevó a Don Bosco no bien llegó éste a Turín, y que de este hecho arranca la definitiva elección de su campo prioritario de “misión”.

- El corazón pastoral, como espíritu y actitud sacerdotales, la bondad que acoge al penitente, la misericordia que perdona y alienta,

- Y ese elemento tan insistente en la mentalidad de San Alfonso que es su preocupación sacerdotal por la salvación, por lo absolutamente necesario, y que para Don Bosco será el núcleo esencial e irrenunciable, la raíz profunda de la vida interior, de su diálogo con Dios, del trabajo sobre sí mismo y de su acción de apóstol: el llamamiento y el mandato imperioso que sentía para salvar a la juventud pobre y abandonada”.25

Esto es como la perspectiva prioritaria desde la cual la conciencia sacerdotal de Don Bosco lo ve y lo discierne todo.

- Y, como último elemento, parecía, dice Lemoyne, que el espíritu y el arte de Cafasso confesor se hubiesen transfundido en Don Bosco: la misma caridad para acoger, la precisión en las preguntas, la brevedad, la sabiduría práctica de las indicaciones y las sugerencias, la prudencia, la unción de sus comportamientos.

También eran muy semejantes en la predicación: Ambos prácticos, claros, sólidos doctrinalmente, y fervorosos.26



Hay aforismos ascéticos y espirituales de Cafasso que pasaron a ser criterios de vida de Don Bosco:

Hacer cada cosa como si la hiciese el mismo Jesucristo”; “como si fuese la última de nuestra vida”; “como si nada más tuviésemos que hacer en ese momento”.

Quien se hace sacerdote pertenece del todo al Señor”; “sólo una cosa debe ser para él su verdadera preocupación: la mayor gloria de Dios y el bien de los demás”.

Tenemos que habituarnos a hacer el bien, no a otras cosas”.

Feliz el sacerdote que se consuma haciendo el bien; que muera trabajando por la gloria de Dios y el bien de las almas; recibirá ciertamente una gran recompensa de manos del patrón por el que trabaja”.

El hombre recogerá lo que siembra”.

Eran máximas suyas, también: ”Como Dios lo quiera”; “Nada te turbe”, frase de Santa Teresa. “El Señor es mi herencia”; “Dios es mi herencia y mi delicia; la vida de mi corazón para siempre!”

¡Descansaremos en el paraíso!”27

Cafasso deseó morir como un niño en brazos de María; y murió efectivamente invocándola. Las máximas marianas que jalonaron toda su vida, son las que expresan la misma devoción de Don Bosco hacia Ella:

Tener siempre presente”; “amarla como a la persona más amada después del Señor”; “tenerle una confianza ilimitada”.

El sacerdote devoto de María aprende de ella, como Jesús, “a vivir con Ella, a hablarle familiarmente y a compartir con Ella sus temores y esperanzas; a consultarle sus iniciativas y a descansar en Ella sus fatigas; pues eso hace con su madre todo hijo que la ama”.28

Así le enseñaría Don Bosco a Miguel Magone, a vivir las horas plenas de su adolescencia en Valdocco.29

Parece que el itinerario espiritual trazado por el santo a Magone sea fruto tanto de la experiencia personal de Don Bosco, como de la sabiduría aprendida del magisterio de Cafasso: “Atengámonos a lo fácil, pero bien hecho y con perseverancia” y esa fue la clave de la santidad vivida por el maestro y sus discípulos en el Oratorio: la santidad del deber, y de las cosas sin relieve de la vida cotidiana, una santidad fácil, casera, la llamaba Cafasso.30

En ella se concretaba la voluntad de Dios, y amor a Dios cuya voluntad se buscaba. Esta es ya una de las líneas maestras de esas sintonías profundas que hay entre Cafasso y Don Bosco, y que en sus aspectos esenciales, quiero brevemente exponer. Me sirvo para ello de un tema tratado por el historiador Lucio Casto, sacerdote turinés, el 23 de abril de 1997, dentro de las celebraciones del Cincuentenario de la Canonización de Cafasso.

El autor afirma, ante todo, que la heroicidad de sus virtudes es una evidencia, pero que la investigación sobre la vida, los escritos y la doctrina de san José Cafasso prácticamente no ha comenzado todavía. Las observaciones que hizo a continuación, son un especie de ensayo al respecto.

Ante todo acentúa como núcleo básico de su espiritualidad presbiteral, la caridad pastoral y la capacidad de amar y de hacerse amar en la entrega ordinaria de su ministerio.

Pocos sacerdotes, en efecto, fueron apreciados como él por parte de sus hijos espirituales; sobre todo por los jóvenes presbíteros del Convitto que lo tuvieron como amigo, como padre y como un indiscutido maestro en quien se unía una sólida doctrina a su experiencia personal. Asimismo hace notar que el hecho de haber deslindado su actividad presbiteral de todo tipo de polémica ideológica y política, fue un grande acierto, pues le permitió ejercer sin prejuicios su sacerdocio con personas de las más diversas ideologías y procedencia social.

A él le interesaba, en coherencia con su condición sacerdotal, el mayor bien que pudiera hacerles, y la perpección cristiana a la que pudiera conducirlos.

La santidad propuesta por Cafasso era una santidad extra-monacal, abierta por tanto a las situaciones propias de los diversos estados de vida y a las responsabilidades y opciones personales. Para el presbítero está esencialmente ligada al ejercicio múltiple de su “ministerio”, fruto de un trabajo ascético y espiritual llevados acabo con optimismo y confianza a través de los compromisos y circunstancias cotidianos. – Aquí se percibe de inmediato la espiritualidad humanista de Ignacio de Loyola, de San Francisco de Sales y de San Alfonso, a quienes se refiere explícitamente Flavio Accornero. El Canónigo Giacomo Colombero incluye entre los autores que, además de los anteriores, constituyeron la lectura asidua de Cafasso, a Vicente de Paúl, y de Sebastián Valfré, fuentes todas de su espiritualidad, como lo fueron, sobre todo a través del testimonio de sus vidas, para Don Bosco.31

Nada más contrastante entonces que el desgano y el pesimismo, la tibieza o la mediocridad en un sacerdote, cuando todas sus responsabilidades y su ministerio le presentan la posibilidad de hacer el bien, y le exigen una oración más auténtica y virtudes sólidas y ejemplares que definan su identidad en un contexto social afectado por costumbres mundanas e ideas racionalistas y anticlericales.32

No obstante, las distinciones que sin duda hay entre los dos, hizo que la figura presbiteral de Don Bosco quede muy bien delineada sobre esos mismos rasgos, que perfilan de su maestro espiritual, confidente, y “primer catequista del Oratorio”, a quien describe con verdadera complacencia haciendo el bien a los muchachitos pobres, instruyéndolos en la religión, proveyendo a sus necesidades de vestido y de comida; para quienes buscaba trabajo y acompañaba luego en sus empleos. Esta fue sin duda otra de esas profundas sintonías carismáticas que unió para siempre al discípulo con el maestro en la memoria histórica de los santos que prodigaron la caridad benéfica en la sociedad piamontesa del siglo XIX.33



Las figuras de trasfondo

Más allá del testimonio directo de Cafasso y de la “sintonía” con él, hay otras figuras pastorales que habían inspirado al maestro y también habrían de tener particular incidencia en el discípulo. En los discursos fúnebres, escritos a la muerte de José Cafasso, Don Bosco manifiesta que ha visto en él:

- a San Francisco de Sales, por su mansedumbre, caridad y paciencia;

- a Vicente de Paúl, por la caridad que tuvo hacia los necesitados,

- a San Alfonso María de Ligorio, por la dulzura, condescendencia y bondad.

La relación de Don Bosco con ellos, y con Felipe Neri, del cual habla Don Bosco en 1868 enAlba, ha de entenderse, más bien, como una empatía espiritual, y una serie de convergencias en las actitudes de la vida y de la acción. Esta cercanía espiritual tiene como cuadro histórico la “escuela italiana de la Restauración católica”, o sea, esa corriente espiritual que tiene sus orígenes en el “Medioevo franciscano”, y a través de Santos como Vicente de Paúl, o de Teresa de Jesús e Ignacio de Loyola, San Francisco de Sales y Alfonso María de Ligorio, llega a Don Bosco.



Sebastián Valfré (1629-1710)

Uno de los más significativos exponentes de esta escuela es un piamontés muy amado por Don Bosco y del cual trazó algunos rasgos biográficos en su Historia Eclesiástica, Sebastián Valfré (1629-1710):

Venido a Turín..., recorría calles y vericuetos, tiendas y casas, recogiendo a los muchachitos, especialmente los pobres e ignorantes, a quienes reunía para enseñarles el catecismo y encaminarlos por el sendero de la salvación. Durante cuarenta años cumplió este ministerio catequístico. Su incansable quehacer era confesar y predicar, prestar su ayuda a los hospitales, a las cárceles y a las posadas de los pobres. La ciudad cambió de aspecto con su celo”.34

También, como Don Bosco, Valfré había actuado en un difícil contexto social y había sido formador de sacerdotes y educador en la fe del pueblo más humilde. Él está en las mismas raíces históricas del nuevo estilo de los sacerdotes pastores35, salidos del Convitto, que renovaron la vida eclesial de Turín. Su celo pastoral que superaba las barreras del “rigorismo”, se sumergía en las necesidades espirituales y materiales del pueblo, creaba y animaba múltiples iniciativas de caridad apostólica y de beneficencia, y difundía un ideal de vida cristiana optimista y sereno.36



San Francisco de Sales (1567-1622) y San Vicente de Paúl (1581-1660)

Lemoyne nos da también un criterio de interpretación:

- “El espíritu de Don Bosco es el de San Francisco de Sales transfundido en San Vicente de Paúl”.37

San Vicente sería una versión popular de San Francisco de Sales, Don Bosco una versión popular y juvenil de Vicente de Paúl y de Francisco de Sales.

Como San Francisco, Don Bosco ha confiado en el hombre, ha amado pacientemente y centrado en el corazón su relación pedagógica y de pastor.

San Francisco fue llamado el “Señor Jesucristo de su siglo”; San Vicente se fue haciendo como la encarnación “del espíritu de Jesucristo” entre los pobres; y Don Bosco, esta misma encarnación entre los jóvenes:

- Dice Vicente de Paúl a uno de sus padres:

Acuérdate de que vivimos de Jesucristo por la vida que él nos ha dado muriendo por nosotros; y que hemos de morir a nosotros mismos en Jesucristo para vivir la vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo, y que, para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo ha vivido.

Y, haciendo lo que Jesucristo hizo, hay que amar a los pobres. Que si le preguntásemos al Señor a qué vino a la tierra, respondería: a atender a los pobres, ¿a algo más ? ¡A atender a los pobres!”



- Nos dice Don Bosco que sólo hay que buscar a Jesucristo, y todo lo demás posponerlo a esta búsqueda. Que hay que imitar la caridad del Señor hacia los jóvenes, especialmente a los más pobres. Que hay que hacer como hacía Jesucristo. Y glosa ese primer artículo de Las Constituciones con las frases de San Pablo: “La caridad es benigna y paciente, todo lo sufre y lo espera y lo soporta”. Y agrega: “Cuida al pobre y al errante, no desprecies a tu hermano, pues me acogiste cuando estaba sin techo, y cuando estaba desnudo me vestiste”.38

En la carta de Roma (10.V,1884) se expresa de una manera precisa: “Jesucristo se hizo pequeño con los pequeños y cargó con nuestras debilidades, ¡he ahí el maestro de la familiaridad”!

Jesucristo no quebró la caña ya rota ni apagó la mecha humeante. ¡Él es vuestro modelo”!

Así hacía Jesús”; “sobre esta pauta quisiera yo calcar a mis salesianos”, dice el documento sobre los castigos de 1883.39



San Alfonso María de Ligorio

La moral de San Alfonso (1696-1787) es el Evangelio; y esa es la base de la criteriología moral de Cafasso y de Don Bosco.

El camino y el término de la ética alfonsiana es “la práctica del amor a Jesucristo”. Y “el único empeño” suyo y de los hermanos de su Congregación es el de “seguir el ejemplo de nuestro Salvador Jesucristo anunciando a los pobres la divina palabra como él dice de sí mismo:

He sido enviado a evangelizar a los pobres ...”



La figura de San Alfonso es la figura del pastor popular. Don Bosco no sólo tenía la apariencia de un campesino, sino que era campesino y se mantuvo al nivel de los pobres. Conoció, como SanAlfonso, lo que es servir a Jesucristo en ellos, reconocerlo en ellos y vivirlo como pobre.



Os recomiendo la alegría de la pobreza” escribía San Alfonso a sus discípulos, y Don Bosco enseñaba a los suyos: “La pobreza hay que tenerla en el corazón para vivirla..., pero también hay que testimoniarla ante el mundo”. San Alfonso no sólo fue fascinado por Cristo, sino que hizo de su vida un anuncio fascinador de su Misterio:

Si necesitamos la luz, Él vino para iluminarnos,

Si queremos fortaleza, Él vino para fortalecernos:

Si queremos perdón, precisamente para eso El ha venido.

Si queremos amor, El se ha hecho niño y se presentó a nosotros humilde y débil, para alejar de nosotros cualquier temor”.40



De Don Bosco ha afirmado el Cardenal Ballestrero:

Ha sido precursor de métodos educativos, pero, sobre todo, ha sido estupendamente evangélico en la capacidad de persuadir a los jóvenes del amor de Jesucristo. Y, según mi opinión, éste ha sido el valor más significativo de su vida en el trato con Él”.41



San Felipe Neri

El conocimiento de San Felipe Neri (1515-1595), como el de San Francisco de Sales, ciertamente comenzó en los años del Seminario. Sobre San Felipe, Don Bosco escribe varias veces. En las dos ediciones de la Historia Eclesiástica siempre da relieve a la preferencia del Santo por los pobres, y en la última, acentúa más algunos aspectos pedagógicos.

En la homilía de Alba (mayo, 1868) parece que la resonancia de los hechos de la vida y del estilo de la relación pastoral con los jóvenes, suscito en él una auto-descripción de sus opciones y su espíritu en tópicos que hoy pueden sernos claves para una interpretación más comprensiva de su pensamiento educativo y de sus actitudes sacerdotales.

Felipe llega a Roma, a los veinte años; solo, en la pobreza, guiado por sus ilusiones pastorales. Su hospedaje es mísero, vive de la caridad del prójimo. Tiene delante una grande ciudad.

Don Bosco dramatiza el episodio e interpela a Felipe sobre quién era, qué móvil lo había traído de Florencia, cuáles eran sus estudios y sus recursos financieros, con qué iglesia y con qué casa contaba.

Felipe se siente turbado porque sus ideales son tal vez utópicos Él sueña con servir a los pobres, pero nada posee, sólo tiene fe en Dios que lo llama, ¡y en la Virgen! Este nombre conmueve al predicador.

La gente, escribe Lemoyne, comentaba en voz baja: ¡Felipe es él; nos está relatando su vida!42

Este pasaje hace recordar otro que pertenece al último año de la vida de Don Bosco. En Lanzo, en julio de 1887, Don Bosco decía con aire nostálgico a su enfermero, el salesiano coadjutor Pedro Enria, mirando hacia Turín: ¡allí están mis muchachos!43

Eran los dos extremos de una vida, el comienzo y el final de una historia sacerdotal: ¡sus muchachos que lo explicaban todo!

La historia de Don Bosco había comenzado con un sueño sobre los jóvenes, y ahora, cuando presiente que su vida se extingue, ¡vuelve a soñar con ellos!

Felipe va en busca de los mendigos y se mueve entre pobres y enfermos, quiere hacer algo por la gente que más necesita. Pero su vida son, de veras, los jóvenes, a quienes se siente particularmente llamado.

Se hace todo para ellos, aprende sus juegos, dramatiza sus catequesis, los trae pendientes de sus cuentos; usa la música y el canto, las sencillas meriendas; todo lo que a ellos les agrada. No importa el cansancio, las contrariedades, los costos, los sacrificios, sólo importa ganarse para Dios a esos seres que acaricia y consuela con un amor de padre.

Don Bosco sigue detallando algunos aspectos pedagógicos: Felipe conoce la volubilidad de los muchachos; sabe que necesitan de él, los acompaña y ellos lo siguen. ¡En todas partes se le ve rodeado de jóvenes! Y hay algo que hace que su celo y la riqueza de su ministerio sacerdotal hallen resonancia en el corazón de los jóvenes: la bondad y la mansedumbre del Señor y Salvador Jesucristo que ha hecho suyas. Esa fue la vida de Felipe Neri: ¡60 años de solicitudes y fatigas para aquéllos que se habían vuelto para él “su preocupación y su delicia”!

Hablando de él, Don Bosco escribe aforismos pastorales que revelan líneas maestras de su propia espiritualidad apostólica:

La verdadera fe se vive en la caridad pastoral; el celo apostólico nos santifica. Nada puede agradar a Dios tanto como el celo por la salvación de los demás. Ese fue el fuego que vino a traer el Señor a la tierra. El celo por el cual Pablo deseaba ser despreciado con Cristo por sus hermanos.

¡Porque de las cosas divinas, la mayor es cooperar con el Señor en la salvación de las almas!

Algunos dicen, afirma Don Bosco, que San Felipe Neri pudo hacer tanto bien porque era santo. Yo digo: que lo pudo hacer, y que se santificó, porque vivió el espíritu de caridad apostólica propio de la vocación sacerdotal.44


1 «Revista española de pedagogía» LXVII/243 (2009) 209-230.

2 ST 97 (2009) 429-442.

3 Profesor de Sagrada Escritura. Universidad Pontificia Comillas. Madrid.

4 J.M. Martín-Moreno, Personajes del cuarto evangelio, Desclée de Brouwer, Bilbao 2002.

5 Taanith 20a o 19b.

6 La intuición me vino del artículo de T. Asawaka, «L'expérience de Nicodème à la lumière de la dynamique des Exercises»: Cahiers de Spiritualité Ignatienne 77 (1996), 51-66.

7 Jn 3,2; 9,4; 11,10; 13,30; 19,30; 21,3.

8 Ejercicios 146.

9 d. Mollat, Giovanni, maestro spirituale, p. 122.

10 R.E. Brown, El evangelio según san Juan, vol. 1, Madrid 1979, p. 343.

11 Ejercicios 196.

12 Ibid. 97.

13 bKet 66b. Citado en C.G. Montefiore - H. Loewe, A Rabbinic Antology, New York 1974, p. 420.

14 Ejercicios 147.

15 Ibid. 53.

16 Op. cit., p. 112.

17 El don de los años. Saber envejecer, ST, Santander 2009, pp. 82-86.

18 Algunos aspectos a considerar:

Organización

La muestra está compuesta por seis secciones:

1. Rasgos biográficos de don Rua (1-5)

2. Don Rua “con” los otros (6-10)

3. La educación salesiana entre los siglos XIX y el XX (11-16)

4. La geografía salesiana de la época (17-22)

5. Algunos itinerarios europeos recorridos por don Rua (23-24)

6. La muerte y la glorificación (25-26)

Características

La muestra consta de 26 paneles, impresos en PVC ligero, auto-sostenidos, de formato 90 x 200 cm. Su número permite a cualquiera montar la exposición: es posible, en efecto, ofrecerla en locales, preferiblemente cubiertos, de cualquier dimensión (salones, aulas, corredores, espacios comunes...), pudiendo “jugar” con la subdivisión de cada sección.

La muestra está dotada con un DVD de complemento y una guía-catálogo que reproduce los paneles expuestos, los ilustra y comenta, mientras traza una original biografía del beato. Constituyen por ello un útil subsidio para quien visite la muestra, mientras que para el que no pueda hacerlo, tanto el video como el catálogo se pueden usar aparte.

Realización Proyecto:

Francesco Motto (Istituto Storico Salesiano, ACSSA - Roma) tel. 06656121 e-mail: fmotto@sdb.org

Colaboradores: J. Graciliano González, Mathew Kapplikunnel, Grazia Loparco, Pablo Marín, S. Zimniak

Fotos históricas: Archivio Salesiano Centrale y Archivio fotografico FMA - Roma

Art direction: Nevio De Zolt (Istituto Salesiano Pio XI - Roma)

Montaje: Tecnocopy Adda (Trezzo d’Adda, Milano)


19 Pietro Braido y Francesco Motto. Fuentes impresas y bibliografía- Cartas circulares de don Miguel Rua a los Salesianos. TURÍN, Direzione Generale delle Opere Salesiane, 1965.

M. RUA, Letters to the Confreres of the English Province (1887-1909). Introduction, critical text and notes by M. McPake & W. J. Dickson. Roma, LAS, 2009. (Edición bilingüe).

- Circulares alle cooperatrici e cooperatori salesianos publicate en el “Bollettino Salesiano” 1889-1910, de F. Motto, en “Ricerche Storiche Salesianas” 53 (2009) pp. 15-177.

-J. M. PRELLEZO, Valdocco nell'Ottocento tra reale e ideale (1866-1889). Documenti e testimonianze. Roma, LAS, 1992.

- F. DESRAMAUT, Vita di don Michele Rua. Primo successore di don Bosco. Roma, LAS, 2009. Bibliografia ragionata, de C. Angelucci, en “Ricerche Storiche Salesiane” 53 (2009) pp. 5-14.

20 Fernando Peraza Leal (2010). Perfil sacerdotal de Don Bosco. CCS, Madrid.

21 Theodule REY -MERMET, “El santo del siglo de las luces”, ed. BAC, Madrid, 1985, pp.153-154. MO., [39], pp. 411-413.

22 Ibid., [39] p. 413.

23 MO., [42] p. 420.

24 Pietro BRAIDO, "Contemporaneitá di Don Bosco nella pedagogia di ieri e di oggi ", en “Don Bosco educatore oggi”, Zurich-Pas-Verlag, 1963, p. 65. La frase de Vito GALATI citada por Braido, pertenece a obra: “La vita e il Sistema Pedagógico di don Bosco”, Milán, Inst. Edit. Cisalpino, 1943, p. 152 .

25 Pietro STELLA, “Don Bosco nella storia della Religiosita Cattolica”, PAS-VERLAG ZÜRICH, vol. 2º, 1981, p. 15.

26 Eugenio VALENTINI. “San Giuseppe Cafasso”, Scuola Gráfica Salesiana. Torino, 1960, Prefazione, pp. 25-28.

27 Ibid. p. 119; 56; 68; 70; 72; 73 y 99; 85; 102.

28 “Il venerabile Giuseppe Cafasso. Nuova vita compilata sui Procesi di Beatificazione”, Torino, SEI, 1920, 120; 261; Luis NICOLIS DI ROBILANTE,“San Giuseppe Cafasso”, o. c., pp. 799-805.

29 “Obras Fundamentales”, o. c., pp. 241-243; 259; 261-263.

30 Favio ACCORNERO, “La dottrina spirituale..”, o. c., pp. 39-61; 26-38.

31 Favio ACCORNERO, “La dottrina spirituale..”, o. c., pp. 203-211; Giacomo COLOMBERO, curato di Santa barbara in Torino, “Vita del servo di Dios D. Giuseppe Cafasso, con cenni storici su Convitto Ecclesiastico...”, Tip. e Libreria Fratelli Canonica e Cº, Torino, 1895, Cap. 15; p. 40; 101; 111-113; 121; 124; 134-135; 296: “No sin razón algunos compararon a Cafasso con los Santos más amables que resplandecen en el firmamento de la Iglesia, y dijeron de él que era una viva imagen de San Alfonso María de Ligorio y de San Francisco de Sales”.

32 Lucio CASTO, “San José Cafasso modello di vita pesbiterale”, en “Rivista diocesana torinese, aprile, 1997, pp. 861-867.

33 Giovanni BOSCO, “Biografia del sacerdote Giuseppe Caffasso, esposata in due ragionamenti funebri”, Torino, Tip. G. B. Paravia e Comp. 1860. OE., 12, Las-Roma, 1976, pp. 369-370. Gregorio PENCO, 2, Jaca Book, Milano, 1978, “Attività caritativas”, pp. 257-265

34 “Storia Ecclesiastica”, ad uso delle scuole utile per ogni ceto di persone dedicata all'Onorat mo Signore F. Ervé de la Croix Provinciale dei Fratelli d[etti] i[gorantelli] delle] s [cuole] c [ristiane] compilata dal sacerdote BOSCO GIOVANNI”, Torino, Tipografia Speirani E. Ferrero, 1854, 330-332). G.B. “Opere edite”, o. c., vol 1[1844-1845].

35 Nicolao CUNIBERTI, “La sorgente dei preti santi”, Ed. Alzani - Pinerolo, 1979 ("Nel 350º anniversario della nascita del B. Sebastiano Valfrè): yendo hacia el pasado, a través de la vida y de la espiritualidad de nuestros santos, llegamos a Sebastián Valfrè, y encontramos en él "la fuente, abundante y cristalina de la santidad sacerdotal piamontesa. A Valfrè, como a Don Bosco lo hallamos circundado de muchachos; como a Cottolengo, de pobres y enfermos; como a Cafasso, de presos y de condenados a muerte; como a Boccardo y a Mons. Paleari, de sacerdotes y de Hermanas a los que conducía a la meta de la santidad...” (pp. 151-152).

36 Pietro STELLA, “Don Bosco nella storia della Religiosita Cattolica”, LAS-ROMA. vol 1, pp. 85-102.

37 MB., vol. 3, p. 381.

38 “Postille di Don Bosco ad alcuni articoli delle Costituzioni” en Francesco MOTTO, “Costituzioni della di San Francisco de Sales” (1858-1875), Las-Roma, 1982, 252.

39 San Juan Bosco. “Obras fundamentales”, o. c., p. 602; p. 612.

40 MB., vol. 5, p. 476; p. 480.

41 Manuel GÓMEZ RÍOS, “Un camino hacia el sur”. En “Vida Nueva”, Suplemento, 1986.

42 Massimo BOCCALETTI,"Un giocoliere nelle nebbie del giansenismo". En "GESU ", Mensile di cultura e attualità cristiana. Società di San Paolo, Milano, Gennaio 1988. nº. 1. pp. 1.8-9.

43 MB., vol. 2, pp. 46-47.

44 MB., vol. 18, p. 323.

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Forum.com nº 88