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Llega el Príncipe de la paz




«Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz» (Is 9, 5).














  1. Retiro ………………….………..........................3 –8

  2. Formación…………….……….......................9 - 31

  3. Comunicación………………………………………..32 - 39

  4. Vocaciones…...….….............................40 - 58

  5. La solana……………………………………………….59 - 62

  6. El anaquel……….……............................63 - 82


  • Don Rua………………………………………69 – 72

  • Año Sacerdotal……………………………73 – 80

  • Pinceladas vocacionales……………..81 - 82






Revista fundada en el año 2000

Segunda época


Dirige: José Luis Guzón

C\\ Paseo de las Fuentecillas, 27

09001 Burgos

Tfno. 947 460826 Fax: 947 462002

e-mail: jlguzon@salesianos-leon.com


Coordina: José Luis Guzón

Redacción: Urbano Sáinz

Maquetación: Amadeo Alonso

Asesoramiento: Segundo Cousido, Mateo González, Óscar Bartolomé e Isidro Revilla


Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN: 1695-3681








La alegría de encontrar el tesoro


Sergio Huerta



Lo vocacional preocupa, pero… ¿nos ocupa?


Es cierto, la cuestión vocacional es un tema que nos preocupa hace varios años. De un tiempo a esta parte, venimos observando, en el elenco inspectorial, como sube la edad media de los salesianos. La explicación es «fácil»: entradas escasas y bajas abundantes, bien sea por defunciones o por defecciones. Es decir: salen más que entran…


Son numerosos los congresos, encuentros, cursos que a todos los niveles (Iglesia universal o local, Congregación, Inspectoría, comunidades…), abordan este tema. Por no hablar de la ingente bibliografía publicada sobre la crisis vocacional, buscando aportar alguna luz al final del túnel... El CG26 también se ha querido detener en este asunto y le ha dedicado el núcleo III: «Necesidad de convocar». Todos estos acontecimientos indican que nos encontramos ante un tema clave, creo que no principalmente por la supervivencia de unas obras sino por la pervivencia de un carisma valioso para la Iglesia, para los jóvenes que ha de ser –en primer lugar– rotundamente encarnado por cada uno de nosotros...


Parece que lo vocacional nos preocupa mucho… Pero, ¿vamos más allá de la «plácida y tranquilizadora» preocupación? ¿Nos ocupa? ¿Nos lleva a la acción? Ignacio Dinnbier analiza algunas actitudes a la hora de posicionarnos ante lo vocacional. Pueden servirnos para revisar cuál es nuestra actitud ante la cuestión vocacional.


«Los hay que esgrimen teorías para todos los gustos y dan solución de manual. No es extraño encontrarse con quienes ponen cara de incordio cuando se habla de la vocación. Quizá intuyen que a continuación viene la interminable letanía sobre la falta de austeridad, de apertura comunitaria y de testimonio de vida. Están los que echan balones fuera y los que preguntan apurados qué se puede hacer, y justo a su lado están los que callan porque no va con ellos. Los hay que esgrimen el argumento de la situación de la juventud, de las familias, de la sociedad, de la Congregación, de la Iglesia…» (Sal Terrae 96, 2008, p. 424).


Todas estas razones probablemente tengan mucho de verdad, pero estas líneas no quieren abundar en analizar el mundo juvenil y el contexto socio-religioso en que vivimos. Ya han sido suficientemente descritos por especialistas. Aquí queremos dirigirnos a la persona del salesiano «que ha de volver a Don Bosco como guía seguro para caminar siguiendo a Cristo con una pasión ardiente por Dios y por los jóvenes» (CG26, 1).


La cuestión vocacional es urgente porque atañe a cada cristiano, a cada salesiano. Sabemos que «el Señor llama continuamente y con variedad de dones, a seguirlo por el servicio del Reino» (Const. 28). Nuestra vida es vocación, es regalo de Dios, es un tesoro que tenemos que redescubrir para valorarlo y volver a encandilar nuestro corazón con la misión de Don Bosco. Con frecuencia el Rector Mayor se refiere a los salesianos como el mayor tesoro de la Congregación. Más allá de la frase redonda, creo que redescubrir el valor de nuestra vocación nos puede ayudar a vivir la vida como auténtico don, como nuestra mayor riqueza, como nuestro tesoro.



2. La alegría de reencontrar el tesoro…


La parábola del tesoro encontrado (Mt 13, 44) pone de manifiesto el valor del tesoro. Es tan grande que al que lo encuentra no le importa vender todo lo que tiene para comprar aquel campo. Es más, se desprende de todas sus posesiones con alegría, sin tristeza por lo que deja, y feliz por lo que ha encontrado enterrado en aquel campo. Descubrir el gran valor que tiene el tesoro es la clave para valorar la vocación.


El CG26 afirma que la mejor propuesta vocacional que podemos hacer a los jóvenes es «testimoniar con valor y con alegría la belleza de una Vida Consagrada, entregada totalmente a Dios y a la misión juvenil» (CG26, 61). Este es nuestro tesoro aunque –bien lo sabemos–lo llevamos en vasijas de barro (cf. 2Cor 4, 7-10). Para responder a Dios dejamos nuestra familia, vendimos todo lo que teníamos para comprar aquel campo y dijimos: «Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad» (cf. Sal. 39).


Hemos de volver al campo donde encontramos el tesoro, donde surgió nuestra vocación para renovar nuestras motivaciones, reavivar en nuestros corazones la pasión del «Da mihi animas cetera tolle». Volver al amor primero es volver a Aquel que nos llamó y ganó nuestro corazón –hace más o menos años– para vivir junto a Él y abrazar la causa que vertebró toda su vida: el reinado de Dios entre los hombres. Propongo algunas actitudes que considero necesarias para reencontrarnos con el tesoro de nuestra vocación y volverle a sacar brillo.



2.1 «Es de bien nacidos ser agradecidos»


Da la impresión que en estos tiempos no abunda el agradecimiento, sino la ingratitud… Parece que no debemos nada a nadie, que tenemos derecho a todo y que lo que hemos conseguido ha sido sólo por nuestros méritos… Otra es la óptica de la fe: «¿Cómo podré agradecer al Señor todo los beneficios que me ha hecho?» (Sal. 116). Nos sentimos agradecidos porque sabemos que hemos recibido mucho de nuestro Padre. La gratitud genera esperanza e ilusión, deseos de seguir fieles a la vocación recibida. Es imprescindible descubrir, de forma personal, la bondad de Dios con cada uno de nosotros. El tesoro es suyo y nuestra tarea es responder viviendo en una cotidiana acción de gracias, en una continúa Eucaristía en favor de los jóvenes. Esto se debe traducir en sencillas acciones concretas. Por ejemplo: agradeciendo los pequeños detalles comunitarios, expresando gratitud a las personas con las que vivimos y trabajamos por lo que hacen y son, aprendiendo a decir gracias no sólo con los labios ante las cosas que aparentemente tomamos como normales...




2.2. «Estad alegres y haced el bien»


Esta expresión tan conocida recoge mucho de la tradición salesiana. La alegría es el fruto natural del agradecimiento. No quiero referirme aquí a una alegría aparente, sin sustancia, como por quedar bien… Más bien es la expresión de una vida vivida en fidelidad a las propias convicciones; cuando nos sentimos «llenos» porque estamos haciendo lo que tenemos que hacer y estamos felices porque Dios ha contado con nosotros y nos ha elegido. Estamos llenos de alegría porque hemos encontrado el tesoro en nuestra vida. Esta alegría interroga a los que nos rodean, les cuestiona por nuestro estilo de vida. Esta «gran alegría» (Lc 2, 10) no tiene edad, sino que es fruto del Espíritu que infunde en nosotros su fuerza de vida y amor que nos capacita para llevar a cabo la misión que el Señor nos ha encomendado. Es la serena alegría que percibimos en muchos hermanos nuestros, reconciliados consigo mismos, que siguen disfrutando del momento presente, sin permitir que los achaques de la edad y su historia personal lastren su entrega.



2.3. «Conviértete y cree en el Evangelio» (Mc 1, 15)


La predicación de Jesús comienza con una llamada a la conversión. Ésta es tarea de toda la vida. Es volver al interior, a nuestras opciones fundamentales, a nuestro compromiso vocacional que nos lleva –como rezamos cada día– a «trabajar siempre a mayor gloria de Dios y salvación del mundo». El protagonista de la parábola reconvierte totalmente sus prioridades para encontrar el tesoro. Después de encontrar el tesoro, lo que antes consideraba ganancia, ahora es pérdida, porque «de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su vida» (Mt 16, 26).


Convertirnos es la respuesta agradecida al amor de Dios. Nos sorprendemos del amor de Dios y su capacidad de perdón cuando experimentamos su tozuda fidelidad y cercanía en medio de nuestras medias tintas e infidelidades. Como pecadores-salvados nos vemos empujados a romper con muchas rutinas que ya tomamos como normales: saber perdonar los jirones que se nos han ido quedando en los encontronazos del camino; limpiar muchas telarañas que van enterrando nuestro tesoro y nos hacen perder la esperanza; superar los juicios duros y parciales sobre las personas que nos rodean; romper con la pereza y el miedo a innovar –«¡siempre se ha hecho así!»– por no fracasar…



3. Y ofrecérselo a los demás…


El Rector Mayor en su última Carta, «Llamó a los que Él quiso y ellos se fueron con Él», nos invita a recordar la historia de nuestros orígenes en el 150 aniversario de la fundación de la Congregación. Afirma que «como Jesús, Don Bosco llamó a algunos jóvenes que estaban con él para compartir con ellos vida, sueños y misión» (Separata ACG 404, abril-junio 2009, p. 6). Sabemos que muchos rechazaron su propuesta. Otros se servían de las facilidades que ofrecía Don Bosco para estudiar y luego se marchaban. Casi 20 años de sinsabores tuvo que resistir Don Bosco hasta lograr formar un grupo de incondicionales que tomaron como propio el proyecto de vida que Dios le había revelado. ¡Estos jóvenes, junto con Don Bosco, fueron los cofundadores de la Congregación Salesiana!


Recordar nuestra propia historia vocacional puede ser una valiente invitación para los jóvenes con los que compartimos el día a día. Recordar nuestra historia, contarla a los demás implica el compromiso de rehacerla en nuestras circunstancias actuales provocando que quizás algunos jóvenes se identifiquen con la persona concreta del salesiano y, a través suya, del tesoro que guarda en su corazón: una vida entregada a los jóvenes espoleada por el amor de Dios.


Ofrezco ahora algunas actitudes básicas, al alcance de todos, para que el tesoro vuelva a brillar con todo su esplendor. Se trata de eliminar la herrumbre que había deslucido un poco su aspecto dando la impresión que su valor era mucho menor. Aquí sigo, principalmente, una conferencia que ofreció Monseñor Uriarte, «Un presbiterio ante la pastoral vocacional», en el Seminario de Ávila.



3.1. Asumir vitalmente la prioridad de la tarea vocacional


«Bastantes líos tengo, para encima ocuparme de eso... ¿Para qué está el encargado?» Más de uno podríamos contestar así ante la invitación a hacer nuestra la pastoral vocacional… Como decíamos al principio la pastoral vocacional nos concierne a todos, especialmente a la comunidad de consagrados, porque está en juego nuestra propia vivencia vocacional. Asumir una prioridad significa incorporarla a nuestro programa de trabajo. Cada uno desde sus circunstancias y posibilidades, pero todos corresponsables en mostrar a los jóvenes nuestra vida entregada a Dios en los jóvenes. Se me ocurren dos tareas imprescindibles y asequibles para todos, jóvenes y mayores. La primera nos la indica Jesús: «Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38). Orar al estilo salesiano es orar por ellos y, ¡sobre todo!, con ellos... La segunda, cuidar la vocación del hermano, con el que convivimos cada día. Creo que podemos desenterrar muchos tesoros ocultos si damos oportunidades a los que nos rodean diariamente en la misa y en la mesa…



3.2. La calidad de nuestro testimonio evangélico


Puede ser verdad que los jóvenes sean superficiales y que les cueste profundizar y anclar la vida en los valores del Evangelio. Sin embargo, los jóvenes son muy sensibles a un testimonio coherente. Una Teresa de Calcuta, un Mons. Romero, tantos salesianos anónimos que han consumido su vida por los demás interpelan de verdad. Como fueron transparentes, cuestionan su estilo de vida y pueden conducir a los jóvenes a preguntarse sobre el sentido de la vida; como fueron hombres de fe, surge espontánea la pregunta sobre Dios; como predicaron con el ejemplo, puede encontrar resonancia el mensaje vocacional que lanzan con su testimonio.





3.3. La proximidad a los jóvenes


La proximidad tal como la entiendo aquí tiene dos dimensiones:


a) La primera consiste en una actitud interior: la aceptación positiva de los jóvenes con sus virtudes y sus defectos. En otras palabras: aceptar incondicionalmente a los jóvenes. Esta aceptación no supone ceguera para registrar las innegables debilidades y quiebras de los jóvenes, pero sí descarta una actitud recelosa o una actitud de extrañeza. La vida adulta puede –no necesariamente– irnos distanciando del mundo de los jóvenes hasta el punto de provocar en nosotros un sentimiento de extrañeza, de distancia, de incomunicación.


b) La segunda es el trato frecuente y familiar con los jóvenes. Los proyectos de vida se comunican por contigüidad, casi por contagio. Son cosas tan sencillas –pero a veces… ¡cuánto nos cuesta practicarlas!– como: saludar, hacernos presentes donde están los jóvenes, acogerlos amigablemente, buscar el encuentro, gastar una broma… Viendo de cerca a un salesiano trabajar, desvivirse, sufrir y gozar, tratar y orar, pueden algunos jóvenes barruntar, movidos por el Espíritu –el misterio que uno lleva dentro– sentir su atractivo e identificarse con él.



4. Concluyendo…


En fin, creo que «estamos convencidos de que hay muchos jóvenes ricos en recursos espirituales y con gérmenes de vocación apostólica» (Const. 28) que están esperando encontrar «la generosidad de hermanos y el ejemplo de comunidades que viven la primacía de Dios, el espíritu de familia y la entrega a la misión» (CG26, n. 52) para cuestionarse seriamente su respuesta al Señor.


María es la siempre disponible a los planes de Dios, su «fiat» incondicional a la voluntad del Padre nos anima en este camino de seguimiento. Su valiente «sí» nos llena de esperanza en el futuro desechando la tentación de una retirada aparentemente espiritual a los cuarteles de invierno esperando a que escampe el temporal o nos cubra de nieve… La Auxiliadora de los tiempos difíciles sale a nuestro encuentro en estos momentos de crisis que sabemos que siempre pueden ser una oportunidad para ser testigos creativos de la centralidad de Dios en nuestras vidas. ¡Este ha de ser nuestro único tesoro!



5. Para la reflexión…


¿Cómo vives la cuestión vocacional? ¿Te preocupa? ¿Te ocupa?


¿Qué iniciativas tienes que tomar para «redescubrir el tesoro» y vivir la vida en clave vocacional con mayor entusiasmo apostólico?


¿En tu oración personal te acuerdas de agradecer a Dios el don de la vocación salesiana y poder participar en la misión de Don Bosco?


¿Vives la conversión personal cotidianamente como respuesta agradecida al amor de Dios Padre que nos ama en todo circunstancia?


¿Ofreces tu propia historia vocacional a los jóvenes con los que trabajas como testimonio de vida alegre, realizada plenamente y feliz?


¿Buscas el contacto frecuente y cercano con los jóvenes de tu Casa?


¿Qué iniciativas se pueden tomar en la Obra para orar con los jóvenes?










Las difíciles relaciones entre familia y escuela en España1

Pedro Ortega Ruiz

Ramón Mínguez Vallejos

María A. Hernández Prados

Universidad de Murcia


Introducción


En los últimos años asistimos en España a un intenso debate que ha situa­do a la escuela pública en el centro de la preocupación ciudadana. El conflicto abierto por la denominada "Educación para la ciudadanía" ha despertado a muchas familias de su prolongado letargo y les ha llevado a ejercer el derecho a par­ticipar activamente en la tarea educadora de la escuela, sobre todo, cuando han per­cibido que determinados contenidos de la "Educación para la ciudadanía" podrían entrar en conflicto con su concepción moral y religiosa. Ello ha puesto de mani­fiesto que familia y escuela, todavía, no han encontrado el camino de una positiva colaboración, y más que caminar hacia un punto de encuentro, se va en una direc­ción en la que cada vez se alejan más las posiciones de ambos interlocutores nece­sarios. En la raíz de este conflicto late un concepto distinto de la escuela como ser­vicio público, y un modo, también distin­to, de entender el papel de la familia en la educación de los hijos. Se ha dado una explicación desafortunada de la "Educa­ción para la ciudadanía", presentándola, a través de los medios de comunicación, como una "asignatura más del curricu­lum", y no como una acción conjunta, ins­titucional llevada a cabo por toda la comunidad educativa, también por la familia como actor principal (Bolívar, 2007); y se ha atribuido al Estado una competencia "total" en la formación inte­gral de la persona, competencia que nues­tra Constitución no le reconoce, a juicio de algunos Tribunales de Justicia. La equi­vocada presentación de este proyecto edu­cativo ha olvidado que los valores mora­les, que hacen posible el aprendizaje del "buen ciudadano", nunca encuentran su anclaje adecuado en el marco de una asig­natura, y tampoco dentro del exclusivo marco escolar. Reclaman unos referentes morales que reflejen, en experiencias valiosas y cotidianas, la complejidad de la vida real. "La conversación con el padre o la madre, la sugerencia cordial del abue­lo, la actitud receptiva del hermano son la puerta de entrada a la experiencia de los valores cívicos" (García Roca, 2007, 18). El intento de escolarizar los valores es la peor de las estrategias para su enseñanza pues irremediablemente se la circunscri­be al ámbito de las asignaturas. Y la ense­ñanza del valor trasciende las disciplinas, los horarios y las aulas; forma parte de un proyecto en el que está implicada toda la comunidad educativa como referente y garante necesario de ese proyecto. Delegar en el centro escolar la enseñanza de los valores es desconocer la naturaleza misma del valor moral.


En décadas pasadas se demandaba prioritariamente de la escuela el equipa­miento de los alumnos en competencias cognitivas. El discurso educativo, y tam­bién político, actual incide claramente en la exigencia de formar mejores ciudada­nos. El aprendizaje de conocimientos ya no se considera suficiente, como objetivo educativo, si no va unido a unas compe­tencias morales que hagan del alumno un buen ciudadano, interesado por los pro­blemas de su entorno y capacitado para actuar sobre ellos (Ortega y Mínguez, 2004). Este "nuevo" espacio educativo rebasa las posibilidades de la escuela como única agencia educativa. El apren­dizaje de actitudes y valores morales (tolerancia, diálogo, justicia, solidaridad, respeto al medio ambiente, etc.), indis­pensable para el ejercicio de la ciudada­nía, encuentra en la comunidad, y singu­larmente en la familia, su medio más ade­cuado. "Requiere intervenciones y respon­sabilidades compartidas que implican tanto a las familias como a las institucio­nes sociales, tanto a los gobiernos como a las empresas, a los medios de comunica­ción como a las comunidades de sentido. Los esfuerzos de las instituciones educati­vas significan una mínima parte aunque decisiva" (García Roca, 2007, 18). Todos los intentos desplegados, hasta ahora, por delegar en la escuela la resolución de los problemas que la propia sociedad ha generado (violencia, corrupción, contami­nación ambiental, etc. ) constituyen la historia de un largo fracaso. Sólo puede abordarse, adecuadamente, una educa­ción para la ciudadanía si se hace desde una comunidad educativa, con una fuerte presencia de la familia (Ortega, Touriñán y Escámez, 2006).


El discurso sobre las difíciles (por no decir inexistentes) relaciones entre fami­lia y escuela es ya un tópico recurrente, "a pesar de que se trata del mecanismo legal, imprescindible y necesario para que los padres y la escuela puedan aunar esfuerzos, ir al unísono en la educación y en la formación integral del niño" (Rivas, 2007, 559). Podríamos añadir que es un discurso poco útil para salir de la crisis pues, en los términos en los que se plan­tea, no va nunca a la raíz del problema. Éste no radica en las actitudes "encontra­das" del profesorado y de las familias, repetidamente aducidas en varios infor­mes. El distanciamiento e indiferencia de las familias hacia la escuela son sínto­mas, no causas del problema. Si esta situación, ya enquistada, de mutuo desco­nocimiento entre familia y escuela ha per­durado en el tiempo, y ha resistido inten­tos de mejora, habría que plantearse si las causas de esta situación no deseable no habría que buscarlas en el mismo marco legal que regula el funcionamiento de los centros públicos de enseñanza. Quizás sea el modelo de escuela el que está puesto en cuestión; quizás sea la naturaleza autárquica de la escuela la que esté impidiendo, en la práctica, la toma de decisiones que podrían responder mejor a las necesidades de la sociedad actual, y superar, de este modo, la situa­ción de fractura que separa a la institu­ción escolar de la realidad de su entorno; quizás sea la estructura organizativa de la escuela la que demanda un cambio en profundidad. Sólo desde una acción con­certada de toda la comunidad educativa se puede superar la situación de esclero­sis que está afectando a la institución escolar. Todo intento de soluciones cosmé­ticas del problema, que deje fuera a la familia, no sería más que alargar una situación que se hace ya insostenible.


Este trabajo no se propone aumentar el número de estudios sobre la participa­ción de la familia en la escuela pública. Ni hacer un nuevo relato de los distintos modos de llevar a cabo esta participación. Pretende fundamentar la participación de la familia en la gestión de los centros públicos de enseñanza primaria y secun­daria. Y ello atendiendo a los siguientes argumentos: a) la tarea de educar implica necesariamente la propuesta y enseñanza de valores morales; b) la naturaleza misma del valor moral y la necesidad del recurso a la experiencia para su enseñan­za hacen imprescindible la participación de la familia; c) la escuela es un medio del todo insuficiente para la experiencia del valor; necesita de la referencia moral de la familia como medio indispensable para el aprendizaje del valor.


Hasta ahora, se ha argumentado que los padres son los educadores "naturales" de sus hijos, y que este derecho "natural" es inalienable, si no es mediante senten­cia judicial. Así lo reconoce nuestra Constitución, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU y Declaración de los Derechos del Niño. Nuestra argumentación sobre la necesi­dad de la participación de la familia en la tarea educadora de la escuela va en otra dirección: en la imprescindible función mediadora de la familia en el aprendizaje de los valores morales, contenido necesa­rio de todo proyecto educativo, pues el valor moral exige, por su propia naturale­za, la referencia a la experiencia del valor. Y la institución escolar es un medio del todo insuficiente, inconsistente y frag­mentario en la experiencia del valor moral. Nuestro trabajo no aborda, por tanto. la cuestión controvertida de la libertad de elección de centro (Fernández Soria, 2007), ni la necesidad de un pacto político en educación (Cámara, 2007), aunque ambas cuestiones estén, obvia­mente, vinculadas a modos distintos de participación de la familia en la gestión de la escuela.


1. La familia en un nuevo contexto social


Cualquiera que sea el concepto de familia del que se parta, lo que aparece con claridad en los diversos estudios al respecto es el cambio profundo que en la misma se ha producido en las últimas décadas del pasado siglo, cambio que no puede verse separado de los otros cambios producidos en los procesos de socializa­ción en la sociedad occidental. Si antes, en la sociedad tradicional, la familia, junto con la escuela, garantizaba la socia­lización de las jóvenes generaciones mediante la interiorización de las nor­mas, valores y patrones de conducta pre­sentes en la sociedad, ahora, en la socie­dad postmoderna, esa función socializa­dora se ve seriamente amenazada. La apropiación de normas y valores ya no va paralela a la socialización. El proceso actual de "desinstitucionalización" invali­da la tesis durkheimiana.

El declive de las instituciones, entre ellas la familia, forma parte del relato de la modernidad, pues la mayoría de los elementos que se descomponen están pre­sentes en ese proyecto. "Estamos bajo la égida de la ambivalencia, escribe Dubet (2006, 66), no sólo porque deseamos plas­mar valores contrapuestos, sino porque no sabemos que esos valores son opues­tos. Se pasa de una cultura de símbolos a una cultura de signos al hacer añicos la adhesión al mundo, pues cada uno es libre y no se puede adherir plenamente más que a sus propias creencias, mante­niendo la idea de que es el único autor de aquéllas". La descomposición de lo social y la apelación al individualismo, como principio de una nueva moral, han debili­tado casi todas las estructuras de acogida que, en otros tiempos, aseguraban al indi­viduo protección, reconocimiento y afecto (Duch, 1997). "Es "abajo", en un llama­miento cada vez más radical y apasionado al individuo, y no ya a la sociedad, donde buscamos la fuerza susceptible de resistir a todas las violencias. Es en ese universo individualista, muy diversificado, donde muchos buscan y encuentran un "sentido" que no se encuentra ya en las institucio­nes sociales y políticas, y que es el único capaz de alumbrar exigencias capaces de suscitar otra concepción de la vida políti­ca" (Touraine, 2005, 29).

La escuela francesa de A. Touraine se hace eco de estos cambios en la familia:

  1. La familia empieza a dejar de ser percibida en términos "institucio­nales" para ser considerada más como "espacio de comunicación" entre sus miembros.

  2. La familia ha perdido, en gran parte, su papel de "agencia de socialización" primaria. Las nor­mas, pautas de comportamiento, valores cuyo aprendizaje antes aparecía estrechamente vincula­do al ámbito familia, ahora depen­de, en gran medida, de otros agen­tes sociales.

El fenómeno de la "desocialización", como la denomina Touraine, conlleva la desaparición de los roles, normas y valo­res sociales a través de los cuales se cons­truía antes el mundo vivido, y con él la familia habría perdido la capacidad de marcar, en parte, las subjetividades, con la progresiva debilidad para regular u orientar las conductas de los sujetos (Bolívar, 2007). La nueva situación de declive de la institución familiar obvia­mente conlleva graves dificultades para la educación de las nuevas generaciones. Si el proceso de subjetivación o apropia­ción de las normas de conducta y valores ya no pasa por la propuesta de la familia, sino por la oferta indiscriminada del con­texto social, la construcción moral del sujeto dependerá entonces del arbitrio de un contexto, sin posibilidad de contrastar y evaluar las posibles consecuencias de una determinada opción. La familia y la escuela (profesores), antes referentes cua­lificados en la construcción moral de los hijos y alumnos, son puestos ahora en cuestión y entran en competencia abierta con otros agentes socializadores.

Los cambios operados en la familia hay que situarlos en el contexto de mutación histórica que estamos viviendo: la globali­zación, la revolución tecnológica y el nuevo papel de la mujer en la sociedad. Fenómenos que han supuesto una profunda evolución de los valores con los que genera­ciones enteras se han identificado. Asistimos, junto a un proceso de "desinsti­tucionalización" a otro cada vez más cre­ciente de "individualización" como caracte­rística más importante de nuestro sistema de valores y que aparece directamente vin­culado a los cambios antes enunciados. "La ética de la realización personal es la corriente más poderosa de la sociedad moderna", escriben Beck y Beck-Gernsheim (2003, 70). El ser humano que elige, decide y que aspira a ser el autor de su propia vida y el creador de una identidad individual, se ha convertido en el protagonista de nuestro tiempo; es la causa fundamental de los cam­bios producidos en la familia y en las rela­ciones en la vida del trabajo y la política (Beck y Beck-Gernsheim, 2003). En la medida en que la sociedad moderna apare­ce fragmentada en esferas funcionales sepa­radas, no intercambiables, los individuos se integran en ella sólo parcialmente. Son per­sonas parcial y temporalmente ocupadas en deambular por diferentes mundos funciona­les. Individualización que conduce a una visión relativista de los valores y a un sub­jetivismo moral, en ausencia de cualquier referente institucional que sancione la moralidad o no de una conducta. Es el modo de socialización de las jóvenes generaciones en la postmodernidad que se realiza básica­mente en la experiencia grupal, y no tanto en la familia, la escuela u otras institucio­nes. Esta autoconstrucción moral del joven-adolescente se entiende como un "agregado" de sucesivas influencias en función del con­texto.

El proceso creciente de individualiza­ción en la sociedad moderna ha derivado, necesariamente, en la privatización de la vida. El individualismo ha llegado a ser la configuración ideológica moderna, el patrón de interpretación de un mundo sin otro horizonte que la propia experiencia privada: privada en el sentido de autorre­flexión, y privada también en el sentido de mercantilizada. Es un mundo sin dimensión común que sólo se nos aparece desde nuestros universos fragmentados (Sloterdijk, 2003); es el escenario en el cual el individuo ha llegado, por un lado, a culminar la fantasía omnipotente de la modernidad que se resume en el ideal de llegar a ser hijo de sí mismo; y por otro, se configura la locura de un sistema que asume en su interior a cada individuo de manera totalmente autónoma (Barcelona, 2006). La modernidad, como proceso, es el progresivo triunfo de un paradigma que hace de la autoconservación individual el presupuesto de todas las categorías políti­cas y la fuente de legitimidad universal. En este sentido, el individuo moderno nace liberándose no sólo de las ataduras de la tradición y de los vínculos de la comunidad, sino también de la deuda que nos vincula como seres que estamos jun­tos en el mundo.

Sin cuestionar este escenario social de mutación histórica, J. Elzo (2004) sostie­ne que en la sociedad occidental emerge un nuevo modelo de familia. Es la familia "adaptativa" que, más que un sólo y único modelo, es un mosaico de modelos. Para este autor, la familia se define por la bús­queda de acomodo, de adaptación a las nuevas condiciones, a los nuevos papeles del hombre y de la mujer, al creciente protagonismo de los hijos. Es la familia de la negociación, de las tensiones, de las incer­tidumbres, sin modelos ya establecidos a los que referirse, pero que busca en las relaciones interpersonales y el afecto la realización de la pareja y la oferta a los hijos de un clima adecuado para la trans­misión estructurada de valores y su creci­miento personal, a la vez que un apoyo para una integración autónoma en la sociedad. Es cierto, sostiene Elzo (2004), que vivimos tiempos muy complejos, de cambios muy bruscos en las escalas de valores. Se habla de crisis de la familia. Incluso se afirma que la familia ha muer­to (Cooper, 1976). Pero si hay crisis (en la familia) es crisis de éxito, de exigencia. "La familia es la institución social, junto a la iglesia, que más tiempo perdura entre nosotros, la más antigua. Porque somos seres sociables y queremos com­partir nuestra vida con otra persona, no queremos vivir solos, queremos vivir con otra persona. Y queremos, además, vivir felices. Muchos queremos también que nuestro amor no sólo perdure, sino que se traslade a nuestros hijos. Lo que sucede es que, en una sociedad cada día más agresiva, en la que la solidaridad se ha institucionalizado, pedimos más y más a la familia a la que queremos gratuita y no competitiva. De ahí su éxito, de ahí su fragilidad" (Elzo, 2004, 29). No es que la familia esté en crisis, sino un determina­do modelo de familia (Pérez Díaz y otros, 2000). Lo mismo puede afirmarse de otras instituciones u organizaciones sociales: partidos políticos, sindicatos, iglesias, etc. "La familia... cuenta con esa sinuosa característica de haber sido siempre percibida en situación de crisis, transición y dramática encrucijada. Siempre en cons­tante perspectiva de cambio y dudoso futuro. Desde hace dos siglos, esta per­cepción dramática de la familia aparece con abrumadora reiteración, en la litera­tura apologética y, a veces, también en la científica (Iglesias de Ussel, 1998, 310). Sí existe, sin embargo, una percepción social de crisis de la familia vinculada a la rapi­dez de los procesos de cambio en la insti­tución familiar que siempre se han dado de un modo brusco, mediante "saltos", que, mientras se asimilan, alientan imá­genes de crisis e incertidumbre. La rapi­dez de los cambios en el escenario social, la dificultad para asimilar las transfor­maciones culturales y tecnológicas, la incorporación de los nuevos conocimien­tos, el impacto del mestizaje y la inmigra­ción en la cultura de la convivencia, etc., se han interpretado de un modo dramáti­co y han favorecido, en gran manera, esta imagen de crisis de la familia que en la década de los sesenta, y hasta bien avan­zada la del ochenta alcanza su momento especialmente crítico (Ortega y Mínguez, 2003).


Quizás la interpretación de la familia que da la escuela francesa de A. Touraine, por otra parte muy presente en la biblio­grafía de las últimas décadas, podría cali­ficarse de apocalíptica. Preferimos aline­arnos con Pérez Díaz y otros (2000) al afirmar que ante lo que estamos, en la sociedad occidental, es ante un nuevo avatar de esta institución milenaria, sur­gida del cruce de los usos de la antigüe­dad clásica, las tradiciones germánicas y el cristianismo, y cualificada sustancial­mente por las transformaciones de todo orden de los últimos cuatro siglos. Asistimos a un desarrollo de formas o modelos plurales de familia, incluida la familia nuclear, como adaptación a las situaciones sociales cambiantes. Los rece­los, y a veces duros ataques, muerte de la familia incluida, que en los comienzos de la década de los setenta eran frecuentes, en los últimos años, sin embargo, han dado paso a una valoración positiva de la familia, si bien desde formas distintas de como hasta ahora se había entendido, lo que en modo alguno significa su desnatu­ralización (Beck y Beck-Gernsheim, 2003). Es evidente que "la vida familiar, como sucede en el resto de la sociedad, se encuentra inmersa en un profundo proce­so de cambio que afecta a todas sus dimensiones" (Meil, 2006); que se ha pro­ducido un cambio del modelo de familia como institución a la familia fundada en la interacción personal; que se ha pasado de una configuración monolítica de la familia a otra plural, en la que las distin­tas modalidades de articular la vida fami­liar reciben análoga consideración social y apoyo legal. Pero permanece inalterable el elemento común a todas ellas: la fami­lia se constituye con el proyecto funda­mental de educar a unos niños como hijos, sean propios o no (Elzo, 2004). Este es el núcleo de la familia; lo demás, son dife­rencias secundarias.



  1. La difícil relación entre familia y centro educativo


Uno de los aspectos más preocupan­tes que se detectan en las relaciones entre familia y escuela es el hecho de haber transferido a los centros de enseñanza el tipo de relaciones que las familias mantienen con el conjunto de la sociedad. Las familias empiezan a considerarse "clientes", consumidores de los servicios educa­tivos a los que demandan mayor calidad en los productos. Se limitan a exigir ser­vicios y a elegir los centros que mejor satisfacen sus preferencias (Pérez Díaz y otros, 2001). La familia ha delegado su función educadora y socializadora, convir­tiendo a los centros de enseñanza en la institución "total", asumiendo ésta tanto la formación integral de la persona como el desarrollo cognitivo y cultural (Bolívar, 2006). Pero el problema de fondo estriba (junto a la pérdida de protagonismo de la familia en la socialización de sus hijos) en la escasa conciencia colectiva de la nece­sidad de la implicación efectiva de la familia en todo el proceso educativo y socializador de los alumnos, y en la falta de voluntad política para afrontar el cam­bio que viene reclamando, desde hace mucho tiempo, la vieja estructura organi­zativa de nuestra escuela. Es cierto que existe un nuevo discurso sobre las políti­cas educativas que demanda la implica­ción efectiva de la familia en la gestión de los centros de enseñanza (Escudero, 2005), pero este discurso habría que ins­cribirlo en lo que hoy denominamos "pen­samiento políticamente correcto", o retó­rica discursiva del todo ineficaz para ope­rar un cambio en la estructura organiza­tiva de la escuela.


Hargreaves (2003) describe cuatro tipos de relación entre familia y escuela que reflejan el estado actual de no pocos de nuestros centros de enseñanza: las relaciones basadas en el mercado, gerenciales, personales y culturales. 1) Rela­ciones basadas en el mercado: en él los padres son vistos como clientes y consu­midores que pueden enviar a sus hijos a la escuela que prefieran. Se trata de una relación contractual que tiende a indivi­dualizar y fracturar las relaciones socia­les colectivas entre las escuelas y sus comunidades; 2) relaciones gerenciales: este modelo concibe las escuelas como organizaciones racionales dentro de un sistema descentralizado. Las metas y los fines se fijan desde órganos centralizados de poder que han de ser interpretados y aplicados a nivel local. El establecimiento de juntas de padres y consejos escolares, junto a la planificación del desarrollo escolar, confiere a este modelo un aire democratizador de la escuela más aparen­te que real, pues la estructura organizati­va del centro permanece impermeable a una participación efectiva de los padres; 3) relaciones personales: en este tipo de relaciones el principal interés de los pro­fesores y padres se centra en el rendi­miento escolar y el bienestar de los hijos-alumnos. Se prima la comunicación per­sonal, emotiva entre escuela y comuni­dad. Las situaciones personales de los alumnos (informes escolares) constituyen el contenido de la comunicación entre pro­fesores y padres. El mantenimiento de unas "buenas relaciones" con la familia es el principal objetivo a conseguir; y 4) rela­ciones culturales: este modelo se basa en principios de colaboración establecidos en forma colectiva con grupos de padres y otros miembros de la comunidad. Los cambios a introducir en la escuela res­ponden a la iniciativa de los profesores; los padres sólo son "informados" de los mismos a través de reuniones o boletines informativos. Otros autores en el ámbito español (García, 1998 y 2003; Navarro, 1999) analizan conceptualmente las rela­ciones entre familia y escuela, o estudian las diversas formas de colaboración de la familia con la institución escolar, sin lle­gar a cuestionar el marco legal que regu­la dicha participación. Las formas de colaboración son muy diversas (Rivas, 2007).


Diversos estudios sociológicos referi­dos al ámbito español (Informe del Instituto Nacional de Calidad de la Educación (INCE), de González-Anleo, 1998; Fundación Santa María, de J. Elzo, 1999; La Caixa, de Pérez Díaz y otros, 2001; Díez y Hernández, 2007; Gomariz y otros, 2008) muestran que las familias están interesadas en establecer relacio­nes de colaboración con la escuela, y que perciben esta colaboración como muy positiva para la educación de sus hijos. Otros informes e investigaciones (Santos Guerra, 1997; Martín-Moreno, 2000; Garreta, 2008) sobre la participación de la familia en la gestión de la escuela resaltan los escasos niveles de implica­ción de la familia en la gestión de la misma. En concreto, respecto a su partici­pación en los Consejos Escolares, estas investigaciones nos muestran que estos no promueven suficientemente la partici­pación activa de la familia, quizás debido al papel más bien "formal" asignado a los mismos, tanto en los contenidos como a los procedimientos de participación (Bolívar, 2006). La Ley Orgánica de la Educación (LOE) de 2006, habla de la corresponsabilidad entre familia y escue­la en la educación de los hijos (Título V, cap. 1, arts. 118.4 y 121.5), y hace refe­rencia a los cauces de participación (Título V, cap. 1, arts. 119.5 y 123.3). Asume en lo sustancial, a pesar de suce­sivas modificaciones, el modelo heredado de leyes anteriores. Aunque la Cons­titución Española en sus arts. 27.3 y 27.7 afirme explícitamente el derecho de los padres al ejercicio de la participación, ésta no se ha traducido en un ejercicio real y efectivo, como lo ponen de mani­fiesto repetidos informes. La información periódica sobre los aspectos esenciales del proceso educativo y la colaboración en actividades, casi siempre extraescolares, son el escenario habitual de la participa­ción de la familia en la tarea educativa de la escuela.


Otros autores (García-Bacete, 2003) afirman que las relaciones entre la fami­lia y los centros de enseñanza podrían definirse como la crónica de un desen­cuentro, resultado de una comunicación ambigua y disfuncional entre los protago­nistas. El profesor reclama autonomía en el ejercicio de su labor profesional y des­confía de los padres a quienes ve como fis­calizadores de su tarea. Se sienten ame­nazados y controlados, infravalorados e injustamente tratados; actúan a la defen­siva e inseguros en su función educadora. Los padres, a su vez, se sienten incom­prendidos y se ven como los sufridores en casa, con sentimientos, unas veces, de inferioridad y temor ante el poder de los profesores; otras, de desconfianza ante la incompetencia de los profesores para establecer otro tipo de relaciones que per­mita la participación activa de la familia en la formación de sus hijos (García­Bacete, 2003). La historia de los Consejos Escolares, como instrumento de partici­pación de la comunidad educativa en la formación de nuestros hijos y alumnos, es la crónica de un desencuentro, y reclama una revisión en profundidad y no un sim­ple retoque de sus funciones y competen­cias. Se han convertido en instrumentos cuya desaparición no tendría repercusión alguna en el "normal" funcionamiento de los centros de enseñanza. "Un órgano donde no se debate, ni se discute, ni se profundiza en ningún tema que vaya más allá de lo prescriptivo no puede ser consi­derado como un espacio de participación de los distintos sectores de la comunidad escolar" (Martínez, 2005, 118).


Pero no deberíamos quedarnos en la simple constatación de un largo fracaso, como ponen de manifiesto estos últimos informes, o en la permanente queja ante un deficiente funcionamiento de una ins­titución que por sí sola no puede cumplir con las funciones que le son asignadas. Deberíamos preguntarnos por qué familia y escuela mutuamente se desconocen, y qué cambios se deberían introducir en el sistema educativo que lo hagan más útil para la sociedad a la que debe servir. Martínez (2005) señala varias causas que han propiciado la situación de mutuo des­conocimiento y desconfianza entre familia y escuela que constituyen, al menos, pun­tos de partida para un análisis más dete­nido de esta realidad. Habla este autor de: a) déficit de cultura participativa sin la cual no es posible desarrollar una rela­ción fluida de las familias con la escuela; b) una resistencia a la presencia de las familias en el centro escolar desde una concepción de la escuela como territorio propio. Actitud que ha creado los fantas­mas de que la presencia de las familias en la escuela invaden terrenos y competen­cias, lo que supondría una pérdida de con­trol y autoridad de la tarea de los profe­sores; c) el peso de modelos escolares cerrados que impiden la incorporación de aquellos aspectos que suponen un cambio profundo en la participación de las fami­lias en la gestión y control de los centros educativos; d) la utilización de la familia como auxiliar de la escuela, práctica que responde a una concepción piramidal y utilitaria de la familia que dista mucho de lo que debería ser una participación efec­tiva de las familias en la vida y gestión de los centros de enseñanza; y e) la deficien­te formación del profesorado, de los padres y madres en la cultura de la cola­boración y cogestión de los centros escola­res.






3. La familia, cooperador necesario en la tarea educativa de la escuela


Los argumentos antes aducidos justi­fican suficientemente la necesidad de una verdadera cooperación entre la familia y la escuela. Existen otras razones que hacen indispensable esta colaboración. Nos referimos a la posibilidad misma de educar a nuestros alumnos si la familia no participa activamente en dicho proce­so. Está fuera de toda duda que la finali­dad de los centros de enseñanza es educar y no sólo instruir. Si esto es así, es la tota­lidad de la persona la que hay que educar o formar. Para ello no basta el equipa­miento intelectual, se hace indispensable el aprendizaje o apropiación de valores morales que hagan posible una vida valiosa. Y la educación no es tarea exclu­siva de la escuela; en ella está implicada el conjunto de la sociedad, y en primer lugar la familia.


Aún está presente en nosotros un con­cepto "intelectualista" del valor moral que la pedagogía cognitiva ha llevado hasta el extremo; lo que ha influido, sin duda, en una "escolarización" de los valores, redu­ciéndolos a un puro saber académico. Somos deudores de una imagen kantiana del hombre reflexivo y crítico, imbuido de una moral a-pática, indolora, alejada de la urdimbre de la vida de los seres huma­nos; una moral que se resiste a tomar en serio la inevitable condición histórica del ser humano, impensable fuera del tiempo y del espacio; una moral estrictamente formal, individual y procedimental, con muy poco espacio para los valores o virtu­des comunitarias (Ortega, 2006). De otro lado, influye también en la deriva "acade­micista" del tratamiento de los valores morales las demandas de la sociedad que ha venido primando una enseñanza cen­trada en el éxito académico, lo que ha con­tribuido a una infravaloración del compo­nente moral en la formación de nuestros jóvenes. Para esta finalidad académica la pedagogía cognitiva resultaba la más ade­cuada, y la colaboración de la familia podría considerarse del todo prescindible.


Si decimos que la tarea de la escuela no debe limitarse a la transmisión de saberes (instruir), sino, además, a la pro­puesta de valores morales (educar), la participación de la familia en dicho pro­yecto educativo se hace, entonces, impres­cindible por la naturaleza misma de los valores morales. Estos no son sólo ideas y conceptos sobre la justicia, la tolerancia, la solidaridad, etc. Son, en su raíz, con­vicciones profundas, "creencias prescrip­tivas" que orientan y dirigen nuestra con­ducta (Escámez y otros, 2007). Son el "humus" en el que se resuelve nuestra existencia humana y moral, y se traducen en modos y estilos éticos de vida que con­figuran un modo determinado de afrontar la existencia. Son el equipaje necesario para llevar adelante una existencia digna y con sentido, aquello que hace de este mundo un lugar más habitable (Colom y Rincón, 2007). Para nosotros, los valores morales son "creencias", como diría Ortega y Gasset (1973, 18), que no surgen al azar; no son ocurrencias o razonamien­tos sobre tal o cual cuestión, ni simples ideas que tenemos. "Constituyen el estra­to básico, el más profundo de la arquitec­tura de nuestra vida. Vivimos de ellas y, por lo mismo, no solemos pensar en ellas. Pensamos lo que nos es más o menos cuestión. Por eso decimos que tenemos estas o las otras ideas; pero nuestras cre­encias, más que tenerlas, las somos". Los valores morales son siempre finalistas en tanto que componentes esenciales de la vida humana, y nunca deben ser considerados como un añadido, ni siquiera ser empleados como medios o instrumentos para obtener otros fines. Estos valores importan no tanto por la calidad que pro­porcionan a la vida humana, sino porque una vida humana que carezca de valores morales es una vida que difícilmente podrá ser calificada de humana (Colom y Rincón, 2007). Y si los valores morales son creencias o convicciones profundas, la escuela es un medio del todo insuficiente para su enseñanza. El aprendizaje del valor moral exige otro ámbito de expre­sión y de referencia en el que aquel se manifieste. Y este medio "natural", privi­legiado es el contexto familiar.

4. La experiencia, puerta de acceso al mundo ético de los valores

Hasta ahora el acceso al mundo ético de los valores se ha basado, fundamental­mente, en el discurso y la reflexión sobre la necesidad de los mismos para la convi­vencia y la formación personal. La peda­gogía del valor moral descansaba en la "comprensión intelectual" del valor. De ahí se ha derivado toda una pedagogía cognitiva de los valores y de la educación moral, tan presente aún en nuestros días. Pero los valores no son solo discurso y reflexión; ni tampoco son independientes de la realidad histórica, como sostiene Zubiri (1992). Esta los condiciona esen­cialmente. El valor no ocurre o se da fuera del tiempo y del espacio, sin "circunstan­cia". Su condición de realidad histórica le afecta en su propia naturaleza, como al mismo ser humano. Ello quiere decir que el valor, en su estructura, es discurso (concepto o idea), pero también es expe­riencia. Y es esta experiencia, en sus múl­tiples manifestaciones, la que mueve al sujeto a incorporar a su conducta la idea o concepto de un valor, la que nos lo hace atractivo y nos atrapa (Ortega y Mínguez, 2001). Más aún, es la condición necesaria, la puerta de acceso para que el valor pueda ser aprendido.

El carácter histórico, experiencial del valor moral obliga a un giro profundo en cómo entender la educación y en cómo lle­varla a la práctica. En la enseñanza del valor se hace indispensable que hable la realidad de la experiencia en la que el valor se expresa y se manifiesta. Nos hemos familiarizado con un discurso "cog­nitivista" del valor que ha impregnado la literatura y la praxis educativas. Esta corriente destaca su componente "ideal", cognitivo (concepto, idea, noción) en la pretensión de huir de toda contaminación relativista o subjetiva del valor. Y en este afán de "salvar" el valor, éste se pierde. La idea de justicia, de solidaridad, de tole­rancia, etc. dejan de ser solo ideas y con­ceptos, y se convierten en valores, cuando afectan al sujeto, cuando encuentran la "complicidad" del sujeto, cuando están "atrapadas" por la inevitable realidad his­tórica del sujeto. Sin la pasión por la idea o concepto, sin la experiencia de la idea o concepto, sin su irremediable condición histórica que afecta al ser humano, aquí y ahora, no hay valor moral. El componente afectivo, vinculado a la experiencia del tiempo y del espacio de un sujeto concreto, no es otra cosa que el sentimiento o pasión por la justicia, la tolerancia o la solidaridad. Este componente “pasional” o afectivo del valor es también componente esen­cial del mismo. Sin sentimiento o pasión por la justicia, la libertad, la tolerancia, etc. en el sujeto, no hay valor de justicia, libertad y tolerancia en este sujeto concre­to, sino sólo ideas o conceptos. Se olvida con demasiada frecuencia que los valores morales se expresan siempre en una len­gua y en una cultura y tradición concre­tas, no en una lengua y cultura universa­les; que la pertenencia a una lengua y a una cultura concreta, y la expresión en una lengua y en una cultura también con­cretas, son condiciones esenciales para el acceso al valor. Y la lengua y la cultura no se entienden desprovistas de sentimiento, de pasión. Lo que somos, cómo pensamos, cómo vivimos; es decir, la realidad de lo que somos y vivimos está inexorablemen­te vinculada a una lengua y una tradición concretas, impensables al margen del mundo de los sentimientos. El "envolvi­miento" experiencial (sentimiento) del valor le es consustancial. Y despojar al valor de esa característica es desnaturali­zarlo. La experiencia en el aprendizaje de los valores no es, por tanto, un mero recur­so didáctico, ni tampoco un pretexto para otros fines. Es, por el contrario, contenido educativo. "No es un viaje de ida y vuelta, sino que es ir para quedarse en ella". Y es aquí donde la intervención de la familia se hace imprescindible como lugar (locus) privilegiado para la experiencia del valor (Ortega y Hernández Prados, 2008).


5. Carácter específico del aprendizaje del valor

El aprendizaje del valor es de naturaleza distinta al de los conocimientos y saberes. Exige la referencia a una expe­riencia suficientemente estructurada, coherente y continuada que permita la exposición de un modelo de conducta extensa en el tiempo, no contradictoria o fragmentada. El aprendizaje de los valo­res exige experiencias continuadas, no episódicas, del valor; exige experiencias o referentes que nos permitan contrastar los propios comportamientos con modelos valiosos a nuestro alcance; exige expe­riencias o referentes no ajenos o indife­rentes a la orientación que podamos darle a nuestra conducta (Ortega y Mínguez, 2001). Y esto es difícil encontrarlo fuera del ámbito de la familia. Es verdad que no existen experiencias, tampoco en la fami­lia, que no presenten junto a aspectos positivos otros claramente negativos y rechazables, por lo que no deberíamos idealizar a la familia. Pero a pesar de los contravalores inevitables en cualquier familia, en ésta se puede identificar la línea básica, la trayectoria de vida o cla­ves desde las cuales se puede valorar y reconocer en ella la existencia de un con­junto de valores que han hecho posible un determinado estilo de vida familiar (Ortega y Mínguez, 2003).

El aprendizaje del valor, en cuanto experiencia, está vinculado a un clima de afecto, de aceptación y comprensión que envuelven las relaciones entre educador y educando. La apropiación del valor (su aprendizaje) no es el resultado de un ejer­cicio intelectual que nos haga coherente y razonable la adhesión a un determinado valor. Nos apropiamos de un valor cuando éste se nos presenta atractivo sugerente vinculado a la experiencia de un modelo con el que tendemos a identificamos. El aprendizaje del valor se produce en el contexto de unas relaciones de "complici­dad", de afecto entre educador y educan­do; en él hay siempre un componente de pasión, de amor (Ortega y Mínguez, 2001). Por ello, el entorno familiar, en las actuales circunstancias, es el ámbito más adecuado, y quizás el único, para el aprendizaje de los valores. Y decimos único porque nuestra sociedad ofrece no pocas dificultades a nuestros adolescen­tes y jóvenes para acceder a los valores morales. Con ello no reivindicamos, obviamente, la existencia de una sociedad imaginaria, exenta de contradicciones, pero sí consideramos necesario otro ambiente o clima moral en las relaciones sociales y en la gestión de los asuntos públicos. Una sociedad permisiva con la corrupción, indiferente hacia conductas que violan los derechos a la libre expre­sión de personas e insensible hacia la situación de colectivos humanos que viven en condiciones de marginalidad, no es el mejor referente de una vida moral. Nuestra experiencia con los estudiantes universitarios nos permite constatar un preocupante analfabetismo moral. No sólo tienen dificultades para ver la reali­dad de "otra manera", con otros ojos, sino que tampoco saben ponerle nombre a las conductas valiosas. No tienen discurso sobre los valores, ni tampoco son capaces de identificar experiencias o referentes del valor. Quizás muchos de ellos no sien­tan la necesidad de incorporar los valores a su vida porque estos no sean ya una "mercancía" valiosa para su equipaje humano. Con ello no queremos adscribir­nos a ningún tipo de catastrofismo moral, ni tampoco engrosar la lista de aquellos que consideran la educación moral de nuestros jóvenes como una causa perdida. Sólo constatamos la enorme complejidad del momento, la opacidad de nuestra sociedad para reflejar los valores, y lo complicado que es hoy, en estas circuns­tancias, ofrecer experiencias del valor, condición indispensable para su aprendi­zaje.


6. La familia, estructura de acogida


En nuestra sociedad plural y comple­ja, marcada por una carencia axiológica en su cartografía, la familia continúa siendo la institución privilegiada para ejercer la función de acogida. A pesar de los cambios profundos que se han produ­cido en esta institución, y el papel com­partido que se ve obligada a desempeñar en la socialización de las jóvenes genera­ciones, todavía hoy sigue siendo insusti­tuible para la incorporación de los "recién llegados" a nuestra sociedad. El individuo de nuestros días ha de "habérselas" en un medio sacudido por la sobreaceleración del tiempo (Duch, 1997), y su vivir coti­diano se interpreta en una férrea partitu­ra de la que existen escasas posibilidades de salida. En estas circunstancias, la familia puede ser, todavía, para las jóve­nes generaciones el lugar del diálogo, del reconocimiento y de la acogida.

Estudios recientes hablan de "desa­pego" y "desafección", de "fragilidad en los vínculos humanos" (Bauman, 2005), de "huida" de los jóvenes de las institucio­nes. Así el Informe de la Fundación Santa María: "Jóvenes españoles 2005" constata que el 81% de los jóvenes españoles no pertenece a ninguna organización (Gon­zález, 2006). Este dato pone de manifies­to una profunda desconfianza hacia el conjunto de las organizaciones e institu­ciones sociales, y se traduce en una esca­sa valoración de las normas emanadas de esas mismas instituciones y en una ausencia o carencia de vínculos o atadu­ras, de sentimientos de filiación social (Duch, 1997). "Ningún tema, escribe A. Touraine (2005, 91), está más extendido hoy que la ruptura del vínculo social. Los grupos de proximidad, la familia, los com­pañeros, el medio escolar o profesional, parecen por todas partes en crisis, dejan­do al individuo, sobre todo joven o ya mayor sin cónyuge y sin familia, extran­jero o inmigrante, en una soledad que conduce bien a la depresión, o bien a la búsqueda de relaciones artificiales y peli­grosas, como esos grupos cuyos líderes asientan su influencia en la fuerza y la agresividad". Este sentimiento de anomia y de "abandono" va acompañado de un fuerte debilitamiento de las tradiciones comunes que, en otro tiempo, ofrecían la posibilidad de identificarse con unos valo­res compartidos por una comunidad. Y al desaparecer esa tradición común, como referencia también común de los valores morales, resulta muy difícil encontrar una nueva base sobre la que construir la convivencia en la sociedad. La vida indi­vidual discurre en "tierra de nadie", en el desamparo, en la desprotección (Bar­cellona, 2006). Se diría que la contingen­cia y la provisionalidad se han convertido en categorías estables con las que hemos de contar en el presente y en el futuro. Para nuestros jóvenes son pocas ya las certidumbres y los asideros firmes en los que puedan apoyarse. "En el momento presente, la crisis de lo humano acostum­bra a percibirse y vivirse como un des­mantelamiento de las orientaciones y seguridades ofrecidas por las antiguas transmisiones, las cuales, por regla gene­ral, eran las instancias que permitían que el ser humano fuera debidamente acogido y reconocido" (Duch, 2004, 186). En la so­ciedad premoderna, sostiene este autor, las transmisiones efectuadas por las estructuras de acogida (familia, escuela, iglesia) resultaban más eficientes, y sobre todo menos problemáticas, por la prede­terminación consolidada de la "posición del hombre en el cosmos", por utilizar la expresión de Max Scheler, y también por el carácter más estático que tenía el con­junto de las instituciones sociales de entonces. La modernidad es un mundo "incierto", y lo es porque las instituciones que tradicionalmente eran las encarga­das de transmitir el "sentido", es decir, las referencias compartidas, no poseen hoy los mecanismos necesarios para ejer­cer su función. Las generaciones jóvenes no encuentran "puntos de referencia" mínimamente estables portadores de sen­tido para ubicarse en su mundo (Mélich, 2006). En la modernidad, la contingencia se ha convertido en una categoría funda­mental para dar razón de la nueva situa­ción del hombre en el mundo. Esta nueva situación de primacía de la contingencia produce desasosiego, si es que no angus­tia y desconcierto. En este contexto, la


6.1. La acogida, experiencia moral primigenia


Para el hijo, la experiencia de ser aco­gido en su familia significa sentirse y saberse aceptado y querido, protegido y seguro por el amor y cuidado de sus padres. Significa apoyo, confianza y ternura; sentir de cerca la presencia de los padres que se hace acompañamiento, orientación y guía. En una palabra: signi­fica cuidado (Ortega y Mínguez, 2003). Esta experiencia de ser acogido va a mar­car el desarrollo futuro de la construcción personal del niño, de su desarrollo salu­dable (Perea, 2006). Ese impulso inicial de la acogida, la particularidad de cada situación familiar influye de manera determinante en las primeras experien­cias de vida del niño y le imprime un carácter que se mantendrá a lo largo de toda su existencia (Kochanska, 1997). La manera en que un niño es alimentado, lavado y vestido, las manifestaciones de afecto o de indiferencia, de aceptación o de rechazo, tienen una influencia directa sobre su progreso físico, mental y emoti­vo, y sobre el tipo de relación que estable­cerá con su cuerpo y el mundo exterior. Las investigaciones sobre las experien­cias de niños abandonados y sobre hijos en el proceso de separación de sus padres ponen de manifiesto los altos niveles de inseguridad y miedo, al presente y al futuro, que se genera en esos niños (Wallerstein, Lewis y Blakeslee, 2000); la experiencia de maltrato físico y psicológico en los años de la infancia y adolescencia va acompañada de actitudes hostiles y de baja autoestima (Evans, 2004; Koening, Cichetti y Rogosch, 2004) que les hace inseguros para afrontar la realidad y establecer relaciones positivas para la convivencia (Castro, Adonis y Rodríguez, 2001).En la acogida el niño tiene la experiencia del afecto y del amor; la experiencia de la gratuidad, de la donación, y también la experiencia de la necesidad de ser cuidado y protegido, la experiencia de que es un ser vulnerable (Ortega, 2007). La vulnerablidad es una condición inherente al ser humano y punto de partida para la compasión. Una larga tradición dibuja la excelencia humana como si fuéramos de hecho seres invulnerables. Al héroe, propiamente, no le pasa nada, como al sabio platónico al que no le ocurre absolutamente nada. La imagen del hombre sumido en la desgracia y la enfermedad se han visto, ya desde la antigüedad, como castigo o abandono de Dios (el libro de Job, en la Biblia, es un buen ejemplo). Esta manera de pensar ha condicionado nuestro modo de “estar” en el mundo, nuestras relaciones con los otros. La vulnerabilidad, como condición humana, ha sido sólo teóricamente afirmada y asumida con enorme resistencia “pues a los seres humanos nos cuesta enormemente vivir en la complejidad y en la carencia de puntos de referencia estables e inmóviles” (Mèlich, 2002, 60). Nuestra sociedad ensalza al fuerte, pero oculta al débil; rinde culto al poderoso y al que triunfa, pero aparta la mirada ante el desvalido.


La experiencia de que el ser humano es un ser vulnerable puede ayudar a "ver" de modo distinto a los demás, de situarse "ante" los demás, no desde la prepotencia y el dominio, sino en una actitud de aco­gida. "Ver de otra manera", situarse ante los otros de otra manera introduce una dimensión ético-moral (de responsabili­dad) en la relación con los demás. Fuerza al sujeto a salir de sí, a ponerse en lugar del otro, a hacerse esta pregunta: ¿Quién es el otro para mí? Pregunta que ya se viene formulando desde los albores de la humanidad: "¿Soy acaso el guardián de mi hermano?", dice el libro del Génesis. Y una pregunta que cierra el paso a toda respuesta moral y significa el comienzo de toda la inmoralidad. "Por supuesto que soy el guardián de mi hermano, escribe Bauman, (2001, 88), y soy y seguiré sien­do una persona moral en tanto que no pido una razón especial para serlo. Lo admita o no, soy el guardián de mi her­mano porque el bienestar de mi hermano depende de lo que yo haga o deje de hacer. Y soy una persona moral porque reconoz­co esa dependencia y acepto la responsa­bilidad que se desprende de ella. En el momento en que cuestiono esa dependen­cia y exijo, como hizo Caín, que se me den razones por las que debería preocuparme, renuncio a mi responsabilidad y ya no soy una persona moral. La dependencia de mi hermano es lo que me convierte en un ser ético. Dependencia y ética están juntas y caen juntas". En otras palabras: el otro forma parte de mí como pregunta y como respuesta. Es quien me constituye en sujeto moral cuando respondo de él, cuando me hago cargo de él. Frente al otro sólo cabe (moralmente) el reconocimiento, la obediencia. El "otro" se me "impone" sin que nadie me pueda librar de él. "La des­nudez del rostro es privación y en este sentido súplica dirigida a mí directamen­te. Ahora bien, esta súplica es una exi­gencia" (Levinas, 1993, 46).

La acogida responsable (moral) es una ética de la contrariedad frente a una ética de la iniciativa. "Es más una teoría de la pasión que de la acción, pues se apoya en la experiencia de que la vida humana es menos un conjunto de iniciativas sobera­nas que de respuestas a invitaciones que el mundo nos hace, frecuentemente sin nues­tro consentimiento" (Innerarity, 2001, 14). La experiencia de ser vulnerable, necesita­do abre la puerta a la presencia del otro en nuestra vida, a la irrupción del otro en nuestra experiencia vital. Es el punto de partida para la afirmación del otro, para nuestra vida moral, es decir, responsable. Manen (1998, 151) lo expresa de este modo: "El hecho fascinante es que la posi­bilidad que tengo de experimentar la alte­ridad (responsabilidad) del otro reside en mi experiencia de su vulnerabilidad. Es justo cuando yo veo que el otro es una per­sona que puede ser herida, dañada, que puede sufrir, angustiarse, ser débil, lamentarse o desesperarse, cuando puede abrirme al ser esencial del otro. La vulne­rabilidad del otro es el punto débil en el blindaje del mundo centralizado en mí mismo". La experiencia del amor gratuito, de la donación cierra la puerta a preguntas como: "¿Qué ha hecho por mí esa persona para que yo me preocupe por ella?, ¿por qué debería preocuparme si tantos otros no lo hacen?, ¿no podría otro hacerlo en mi lugar? que no es el punto de partida de la conducta moral, sino una señal de su muerte" (Bauman, 2005, 123). Esta expe­riencia radical humana encuentra en la familia su primera manifestación. La familia se convierte así en el espacio privi­legiado en el que cada sujeto es reconocido y valorado en lo que es, y en la mejor escuela para el aprendizaje de la compe­tencia ética que hace posible la apertura hacia los otros y lo otro, atento a lo distin­to de uno mismo. Ver de "otra manera" y situarse ante los demás también de "otra manera" nos introduce en la ética de la mirada, aquella que sabe mirar con unos ojos que protegen, que saben cuidar y amar la dignidad del otro, en la imposibili­dad de reducirlo a simple objeto de conoci­miento. La familia es la puerta que nos introduce al mundo de los valores. Es el ámbito de nuestra primera experiencia moral.

7. Conclusiones y propuestas

Desde el discurso "políticamente correcto" se acepta, sin dificultad, que sin la participación de las familias en la labor de la escuela no es posible garantizar una educación adecuada a las jóvenes genera­ciones. Como bien señala Bolívar (2006, 129) "Las responsabilidades compartidas entre familia y escuela pertenecen al plano de la retórica discursiva, mientras que las prácticas no se alinean con tales discursos". Si el actual marco legal no está garantizando, en la práctica, la par­ticipación efectiva de la familia en la ges­tión de los centros de enseñanza, como lo acreditan numerosos y sucesivos informes del Consejo Escolar del Estado, es un contrasentido demandar una educación de más calidad y mantener, al mismo tiempo, la estructura de un sistema que no está favoreciendo dicha participación. Los informes sobre participación de la familia en la escuela ponen de manifiesto:

  1. Una escasa conciencia colectiva que articule propuestas de cambio de nuestro sistema educativo, sacando el debate sobre la escuela del ámbito exclusivo de la academia y de los partidos políticos.

  2. Una evidente falta de voluntad de los partidos políticos en el gobierno para favorecer la participación efectiva de la comunidad en la gestión de los centros de enseñanza.

  3. Una preocupante desconfianza de los padres respecto del trabajo profesional de los docentes y, a la vez, resistencia a colaborar en una labor de la que no se sienten corresponsables.

  4. Una escasa conciencia ciudadana sobre su deber moral y social de educar a las jóvenes generaciones, delegando esta responsabilidad a otras instituciones.

  5. Una escasa voluntad del profesora­do para implementar mecanismos efica­ces que hagan posible la participación efectiva de la familia en la gestión de los centros de enseñanza.

Nuestra propuesta se centra en las siguientes actuaciones:


Promover la autonomía efectiva de los centros, favoreciendo la búsqueda de señas de identidad propias de cada centro en función del contexto socio-cultural en el que está situado, de tal modo que los proyectos educativos de centro respondan a las necesidades e intereses de los suje­tos y de su medio, y sean estos proyectos de centro los que orienten realmente toda la acción educativa. Si esto es así, para qué educar y qué contenidos transmitir son competencias que deberían estar sometidas al ejercicio responsable de los miembros de la comunidad educativa. Con ello no abogamos por un nuevo cen­tralismo (esta vez local o municipal) que nos podría llevar "al aislamiento o cierre sobre sí mismo de la descentralización radicalizada" (Touriñán, 1995, 398), ni defendemos la creación de centros escola­res privilegiados frente a otros centros abandonados (Penalva, 2007). Propug­namos, por tanto, la superación de un modelo de representación formal y esta-mental que no significa otra cosa que "la transferencia de un modelo de represen­tación política a una institución educati­va" (Bolívar, 2006, 128), y que impide dotar a los centros de una verdadera cul­tura democrática, de señas de identidad. Defendemos la estricta competencia sub­sidiaria del Estado en la educación, dejando a los padres la responsabilidad para decidir en qué valores quieren edu­car a sus hijos de acuerdo con sus concep­ciones morales y religiosas, como recono­ce nuestra Constitución.


Esta autonomía exige la participación efectiva de las familias en aquellas decisiones que afectan a la gestión directa del centro de modo que se sientan implicadas y comprometidas con un proyecto del que ellas también son corresponsables. Y ello porque en una sociedad democrática, en la que cada vez se demanda más partici­pación y corresponsabilidad en los asun­tos públicos, no debe haber parcelas de la misma en la que aquella (la familia) se vea apartada, o sólo sea invitada a parti­cipar a título de oyente. El actual marco legal de participación de las familias en la gestión de los centros de enseñanza se está mostrando, en la práctica, incapaz para hacer posible la corresponsabilidad de las familias en el funcionamiento de la escuela. La historia de las AMPAS lo atestigua insistentemente.


Es urgente desburocratizar los cen­tros de enseñanza para que estos estén más pendientes de atender a la realidad de su entorno que a las directrices ema­nadas de instancias alejadas de la vida de los centros. "Las escuelas, escribe Hargreaves (2003, 35), ya no pueden ser castillos fortificados dentro de sus comu­nidades". Confiar a la sola aplicación de estrategias o recursos didácticos la tarea de educar, sin cambiar la estructura orga­nizativa de la escuela, constituye un "brindis al sol". Las nuevas demandas sociales a la escuela exigen formas nuevas de organización de los centros.

Es necesario, además, un cambio en la cultura de enseñar, una nueva filosofía de la educación que invierta las priorida­des y los papeles de los agentes de la enseñanza, que sitúe al profesor en un escenario distinto y lo coloque en una "situación ética" en la que el alumno deje de ser objeto de "conocimiento y de con­trol" para convertirse en interlocutor necesario en su proceso de construcción personal. Por ello demandamos una com­petencia moral en los profesores que dé a la tarea de enseñar la dimensión ética que toda acción educativa de suyo recla­ma (Ortega, 2004).

"No se han hecho en serio las cosas sino cuando de verdad han hecho falta", escribe Ortega y Gasset (1973, 49). Este es el momento en el que hace falta "tomar las cosas en serio" y afrontar los cambios necesarios en la institución escolar. Creemos que merecería la pena arriesgar­se a ensayar, en algunos municipios, un nuevo modelo autogestionado de escuela que garantizase los contenidos mínimos curriculares comunes a todos los centros de enseñanza y el respeto a nuestros prin­cipios constitucionales. Esta autogestión haría posible regirse por normas emana­das de la propia comunidad educativa y orientarse por un proyecto educativo de centro que responda a las necesidades e intereses de los alumnos y del medio en el que está ubicado.

La autonomía, así concebida, conver­tiría al centro en un ámbito de expresión de aquellos valores y preferencias con los que se identifica la propia comunidad educativa, y la elección de centro estaría basada en la implicación, participación y responsabilidad directas de los agentes educativos, y no en la elección de un pro­ducto ya cerrado. La formación de ciudadanos, desde los centros de enseñanza exige la implicación de todos los miem­bros de la comunidad como agentes de cambio insustituibles y la conjunción arti­culada de las escuelas con la comunidad, empezando por la propia familia. Familia, estado, escuela y sociedad civil se encuen­tran en una nueva encrucijada de respon­sabilidad social compartida respecto de la educación que nos obliga a repensar no sólo la educación (Touriñán, 2006), sino a buscar nuevas formas de organización de nuestro sistema de enseñanza.

Dirección del autor: Pedro Ortega Ruiz. Departamento de Teoría e Historia de la Educación. Facultad de Educación. Universidad de Murcia. Campus Universitario de Espinardo-Murcia (España). C.P.: 30.071. E-mail: portega@um.es


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Redes sociales2

María Gómez



El penúltimo avance de Internet es el auge de las redes sociales, comunidades de amigos a medio camino entre lo real y lo virtual, que es­tán configurando una nueva cultura. A menudo se percibe como «cosas de adolescentes», si bien las cifras demuestran que la mayoría de los usuarios son adultos. Entre las ventajas, la posibilidad de compartir y el disponer de un nuevo espacio en el que desarrollar la propia identidad. Como riesgo, que la personalidad del usuario-individuo no sea lo suficientemen­te sólida como para someterse al cambio al que, inevitablemente, arrastra la cibercultura.


Lucía llega de trabajar, y apenas deja el bolso y la cazadora, enciende el ordenador y teclea: www.facebook.com. En «Inicio», unos 20 o 25 mensa­jes de Miguel, Conrado, Marta, Ana, Laura, Sergio, José, Santi, Roberto, Patricia, Teresa, Julio... La página la corona una pregun­ta tan sencilla en su formulación como compleja en su respuesta: « Qué estás pensando?». Y escri­be: «iQue menos mal que mañana es viernes!». Ahora todos sus con­tactos, unos 60, pueden saber lo que Lucía piensa. La mayoría son antiguos compañeros de la Facul­tad o gente que ha ido encontran­do después en trabajos, viajes o cursos de idiomas, personas a las que hace años que no ve y de las que casi sólo sabe su dirección de correo electrónico. Pero lee sus «pensamientos» en Inicio y en el Muro de cada uno, y no se cansa de curiosear entre las fotos que ellos mismos suben y que les muestran en sus vacaciones o en cualquier otra actividad.


Facebook, y en general las lla­madas redes sociales, se ha con­vertido en una nueva plaza pública donde el individuo se encuentra con los suyos y se reconoce como miembro de una comunidad. Algu­nos estudiosos hablan de un «ter­cer lugar» entre el mundo privado y el público, porque estas nuevas redes trascienden las fronteras de lo personal y lo local. En los últi­mos años, y gracias a estas herra­mientas, Internet es algo más que el espacio virtual que era hasta ahora. La Red ya no es un sim­ple medio de comunicación, no es sólo el democrático soporte donde cualquiera puede dirigirse a cualquiera (el sistema «masa-masa», frente a los sistemas tradicionales «punto-punto» —por ejemplo, los libros—, o «punto-masa» —radio, televisión—), sino que está vinien­do a conformar un nuevo modo de relacionarse con el otro y, por ello, de entender el mundo. Hasta el punto de que «el análisis del fenómeno de las redes sociales virtuales constituye una vía hacia la comprensión de la cultura mo­derna» o cibercultura, expresan las profesoras mexicanas Paola Ricaurte y Enedina Ortega.


Volvamos a Lucía. Ella tiene 27 años, y su hermano, de 13, le ha pedido varias veces que le ayude a crear un perfil en Facebook, una de las redes sociales más amplias del planeta (175 millones de usua­rios en el mundo, y cerca de 3 millones en España). Ella se niega, porque considera que es demasia­do joven para tal práctica, y que de momento puede seguir confor­mándose con los juegos on line y con el messenger (un servicio de chat con amigos en red). De todas formas, puede que en menos de dos años tenga su propio perfil en Tuenti, otra red social del estilo de Facebook pero de concepción española y que aglutina a usuarios más jóvenes (se desconocen las cifras al respecto).


¿Qué se busca y qué se en­cuentra en estas utilidades? .Qué las hace atractivas? Empiezan a proliferar las investigaciones sobre las redes sociales desde los ámbi­tos de la comunicación, la psicolo­gía o la antropología, y de manera generalizada se citan, como venta­jas, el hecho de que sean espacios creados para compartir, en los que el usuario es a la vez receptor y emisor de contenidos; se desta­can la participación y la interacción como elementos importantes, y más teniendo en cuenta que en el mundo físico faltan plataformas para que el ciudadano de a pie se sienta verdadero protagonista en el desarrollo de la sociedad.


Facebook, Tuenti, MySpace, YouTube, Twitter, Hi5... se caracte­rizan por la democracia de sus pro­cesos. Al menos en teoría, porque tampoco se puede ocultar el hecho de que estos sistemas no están menos sujetos a normas preesta­blecidas que los del mundo real. Pero sus miembros se adhieren con gusto y sin hacer preguntas. Es agradable pertenecer a un grupo en el que 60, 80, 100 contactos o más me envían un mensaje por mi cumpleaños gracias a un sistema de alarma que garantiza que la fecha no caerá en el olvido. «Gra­cias a Facebook, este año he teni­do más felicitaciones que nunca», cuenta José Ángel. Y quedar bien con todos ellos es tan sencillo y barato como escribir: «¿Qué estás pensando? Que muchas gracias a todos por estar ahí!!!».


Los estudiosos alaban las re­des sociales como lugares para expresar la afectividad, establecer y mantener relaciones y para sen­tirse comprendido en un grupo de referencia con el que identificarse. En la vida diaria, el individuo par­ticipa en multitud de redes offline, y en realidad, Internet, siendo una más, lo que viene es a potenciar la incorporación a un mundo que cada vez está más interconectado. En resumen, son un nuevo lugar en el que se construye la propia identidad y se desarrollan los roles sociales, algo crucial, especial­mente en la adolescencia.


Por eso, pensar que Internet provoca aislamiento es una idea superada, gracias a la Web 2.0: una segunda generación en la his­toria de la Web que se basa en comunidades de usuarios y ser­vicios especiales como las redes sociales, blogs, wikis...; frente a las páginas estáticas de la Web 1.0, que no se actualizaban fre­cuentemente, ahora se explotan los sitios visuales e interactivos en los que el individuo se expone sin ninguna mediación.


Algunos investigadores califi­can como ventaja el que sean un espacio donde la persona es más capaz de mostrarse «auténtica». Aquí se interpreta Internet como una defensa frente a 'peligros ex­ternos', como algo que protege a un yo vulnerable, y desde ahí «se deja que el ser íntimo fluya, para después observar cómo repercu­te en el otro el discurso escrito. Por eso -explica el profesor Bala­guer- los más jóvenes se animan a declararse a sus novias, y los adultos a flirtear y mostrar sus facetas más oscuras. Es por eso también que pasan tantas horas en dichos entornos virtuales».


Lo cual, y aquí viene un riesgo, puede derivar en una adicción poco sana. Roberto Balaguer, psicólogo clínico y educacional y asesor en TIC's, define al adicto a Internet como «el sujeto cuya vida gira en torno a su conexión a la Red, que pasa a ser el centro de la vida de la persona, olvidando por tanto toda la serie de relaciones que confor­man la convivencia social o la vida misma (familia, trabajo, relaciones significativas, estudio, responsa­bilidades, etc.). Hay una cuestión compulsiva que hace al sujeto no poder vivir sin ese estímulo que le brinda placer, satisfacción y mu­chas veces alivio y sostén».


No obstante, y yendo más allá de la valoración inicial, Balaguer se pregunta si una adicción a las redes sociales no será, tal vez, «la punta del iceberg de nuevas formas de relación y presencia en el mundo», algo así como una «adicción a la existencia»: «El si­glo XXI está generando sujetos de conexión, sujetos acostumbrados a la presencia de otro(s) como algo permanente. El paradigma indivi­dual, autónomo, modernista de los últimos dos siglos poco a poco va dejando paso a uno nuevo más so­cial, más dependiente, quizás».


Miguel, uno de los contactos de Lucía, está casi todo el día, por motivos de trabajo, frente a un or­denador; y con esa circunstancia es muy fácil sucumbir a la tentación de la actualización continua: esta­dos de ánimo, comentarios sobre lo que va leyendo en otras pági­nas, apostillas a lo que escriben los demás... Es la mejor demostración de la máxima: «Si algo pasa, hay que subirlo a Facebook» (similar a aquella otra que enuncia: «Lo que no sale en los medios no existe»). El hábito se incrementa gracias a los teléfonos móviles de última generación, que han impulsado el que las redes sociales adapten sus contenidos para que se pueda acceder a ellas sin la necesidad de estar «encadenado» al PC.


Puede que Lucía no haya vuelto a ver ni hablar con la mayoría de sus contactos de Facebook desde que acabó la Universidad, pero precisamente es eso lo que les impulsa a dar toda la información posible de lo que hacen, «para re­cuperar el contacto. Antes íbamos siempre juntos a todas partes, y está bien saber qué ha sido de la vida de la gente». Para crear un perfil en Facebook, la herramienta pide nombre completo (en princi­pio, no sirven los nicks o apodos), sexo, fecha y lugar de nacimiento, un correo electrónico o sitio web de contacto, dirección postal, teléfono fijo y móvil, datos sobre formación (colegio, instituto, universidad, etc.) y empleo, situación senti­mental, ideología política, creen­cias religiosas, intereses (música, libros, películas, citas favoritas...). Puede resultar abrumador, pero en realidad ninguno de estos datos es obligatorio, y, por la experiencia de Lucía, «casi nadie los rellena todos». Según José Luis Orihuela, doctor en Ciencias de la Informa­ción y profesor en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra, «el sentido común y la prudencia siguen siendo los mejo­res consejeros en lo que respecta a la difusión de información en una red pública».


Entra en este punto uno de los temas más interesantes a la hora de acercarse a los riesgos de las redes sociales: .qué ha pasado con el concepto de intimidad? En un artículo titulado «Cibercultura y las nuevas nociones de privacidad», la profesora María Belén Albor­noz, de la Facultad Latinoamerica­na de Ciencias Sociales (FLACSO) de Quito-Ecuador, explica que las grandes dosis de información que se aportan al propio perfil ayudan

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a construir la identidad. Y no son sólo los datos personales: son las fotos que subimos y que los demás pueden comentar, las reflexiones breves que compartimos en nues­tro perfil y en el Muro de otros, los escritos más largos que posibilita la aplicación 'Notas' (al estilo de un blog, donde poder explayarnos), las conversaciones privadas que mantenemos con alguien concreto a través de la 'Bandeja de entrada' o del chat... Pero todo esto va des­dibujando las nociones de privaci­dad que tanto se valoran fuera.


Los investigadores han adop­tado el término 'extimidad' (tam­bién 'outimidad') para definir es­tas conductas. Es «una suerte de externalízación de la intimidad moderna en busca de perpetuar o reasegurar existencia», explica Balaguer. La antropóloga Paula Sibilia, autora de «La intimidad como espectáculo», no entiende, por ejemplo, por qué se le llama «diario íntimo» a un blog colgado en Internet (algo completamente opuesto a los diarios tradicionales, que se escondían en el rincón más oculto de la habitación y hasta tenían candado. «Qué está pa­sando para que la intimidad haya dejado de ser ese valor tan precia­do en los siglos XIX y XX? Lo que ha sucedido es que ha cambiado la forma en que nos construimos como sujetos, la forma en que nos definimos. Lo introspectivo está debilitado. Cada vez nos definimos más a través de lo que podemos mostrar y que los otros ven. La intimidad es tan importante para definir lo que somos que hay que mostrarla. Eso confirma que exis­timos», concluye Sibilia. Y, puestos a mostrar, uno siempre intentará dar la mejor cara de sí mismo.


Por otra parte, existe, y se da, el riesgo de la suplantación de per­sonalidad, cuando un individuo se hace pasar por otra persona para experimentar con la propia perso­nalidad. Al hacerlo, «se pierde la sensación de mentira y se adquie­re la de aventura y exploración», opina María Belén Albornoz.


Todo esto puede convertirse en un peligro si se gestiona con poco sentido común, dejándose llevar por la novedad y sin cuestionar los procesos. En Internet hay mucha «pornografía emocional» (más allá de la pornografía en su expresión más común), el usuario desnuda su alma, sus emociones. Sentado en la soledad de su cuarto frente a una excitante pero inmutable pantalla de ordenador, cualquiera se deja llevar e inicia una 'catarsis existencial'. Analizando esto, Bala­guer cita al pensador polaco Zyg­munt Bauman: «Los adolescen­tes, equipados con confesionarios electrónicos portátiles, no son otra cosa que aprendices entrenados en las artes de una sociedad confesio­nal, una sociedad que se destaca por haber borrado los límites que otrora separaban lo privado de lo público, por haber convertido en virtudes y obligaciones públicas el hecho de exponer abiertamente lo privado, y por haber eliminado de la comunicación pública todo lo que se niegue a ser reducido a una confidencia privada y a aquéllos que rehúsan a confesarse».


Amparo escribe un blog desde hace dos años y sabe que amigos suyos lo leen, pero le gusta espe­cialmente que la lean desconocidos: «Lo mejor es cuando hacen comentarios a mis post animándome y dándome consejos. Escribir me ayuda mucho a conocerme y a entender lo que está dando vuel­tas en mi cabeza, y cuando a la gente le gusta me siento mejor. Mis amigos habituales a veces se cansan de mis reflexiones».


Pero, ¿y si nadie comenta los post? «Cada vez que entro en Fa­cebook -confiesa Lucía-, espero tener muchos comentarios de mis amigos, pero normalmente no es así». Internet es un medio esen­cialmente rápido, si una foto o un vídeo tarda más de 30 segundos en descargarse, se pasa a lo si­guiente; y cuando hacemos una búsqueda en Google, nos solemos quedar con las entradas que apa­recen en las dos primeras páginas. Por eso nos hemos acostumbrado a esperar respuestas inmediatas, y cuando no es así, puede llegar la frustración. En realidad no es algo que le ocurra al 'internauta', sino a la persona en general, en cual­quier otro ámbito de su vida.


El sacerdote jesuita Antonio Spadaro, profesor de la Pontificia Universidad Gregoriana, publicó en enero un artículo en 'La Civiltá Cattolica' titulado «El fenómeno Facebook», en el que afirma: «La necesidad de conocer y darse a conocer, y la necesidad de vivir la amistad son necesidades 'serias' que se alternan con el riesgo de confundir relaciones superficiales y esporádicas con la amistad; o la comunicación de sí, con el exhi­bicionismo; o el hecho de querer conocer, con el voyeurismo». «Si bien la diferencia entre las prime­ras y las segundas es radical, para ser percibida hace falta una ade­cuada educación en las relaciones y la percepción de sí», añade.


«En algunos casos —sigue el profesor, a modo de alerta— el deseo de tener muchos contactos en Facebook y así "coleccionar" amigos, que aparezcan con sus fotos en miniatura en la página del propio perfil, se convierte en un desafío a la soledad y al deseo de sentirse y aparecer populares. En efecto, no se puede menospreciar el deseo de aparecer extrovertidos, solicitados y, en otras palabras, amados». Pero esto necesita «un ancla en la vida real» para que las relaciones no se queden «cojas».


Recientes estudios han demos­trado que, pese a todo, pese al anonimato, a la aventura, la desin­hibición... no somos tan distintos en la realidad y en la virtualidad. Así lo refleja el estudio «Tastes, ties and time» de la Universidad de Harvard (septiembre de 2008), que, entre otras conclusiones, apunta: «La gente que era popu­lar en su instituto tiende a tener más amigos en Facebook».






Una oportunidad para la Iglesia


No hay, ni mucho menos, con­clusiones definitivas en este asun­to, pues las redes sociales aún se están desarrollando. Pero cabe una pregunta muy pertinente: ¿cuál es el papel de la Iglesia en toda esta revolución? De entrada, se puede afirmar que el tema no ha pasado desapercibido. Precisamente, el mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 2009 se titula «Nuevas tecnolo­gías, nuevas relaciones. Promover una cultura de respeto, de diálogo y amistad» y está explícitamente dirigido, por primera vez, a «la lla­mada generación digital».


En él, Benedicto XVI reconoce que «las nuevas tecnologías di­gitales están provocando hondas transformaciones en los modelos de comunicación y en las relaciones humanas» y valora su «extraordi­nario potencial» cuando se usan «para favorecer la comprensión y la solidaridad humana». La popu­laridad de estas redes se debe, en su opinión, «al deseo fundamen­tal de las personas de entrar en relación unas con otras». Por eso entre los beneficios, el Papa cita el que las familias puedan estar en contacto aunque sus miem­bros estén separados, el más fácil acceso a documentos e informa­ciones, el hecho de que se pueda trabajar en equipo desde distintos lugares, que se faciliten «formas más dinámicas de aprendizaje y de comunicación que contribuyen al progreso social» o que se hayan abierto nuevos caminos para el diálogo entre personas de diversos países, culturas y religiones.


Sin embargo, advierte del «nuevo auge» que ha adquirido el concepto de amistad: «La amistad es un gran bien para las perso­nas, pero se vaciaría de sentido si fuese considerado como un fin en sí mismo». Finalmente, hace un llamamiento a los jóvenes católicos para que lleven a este espacio el testimonio de su fe: así como en los primeros tiempos de la Igle­sia, ésta tuvo que estar atenta a la cultura y las costumbres de los hombres, a los jóvenes «os corresponde de manera particular la tarea de evangelizar este "con­tinente digital"».


Al hilo de este mensaje, el Con­sejo Pontificio para las Comunica­ciones Sociales convocó en Roma, el pasado mes de marzo, a unos 75 obispos y varios sacerdotes de 82 países para analizar los desafíos y posibilidades de los nuevos medios digitales para la evangelización. «Nos preguntamos cuál es la po­sición de la Iglesia, qué tiene que hacer la Iglesia, porque es innega­ble que las nuevas tecnologías no son solamente instrumentos, sino que estos instrumentos crean una nueva cultura, la cultura digital», explicaba el presidente del dicaste­rio, Claudio Maria Celli, sobre este tema «sumamente delicado».


Un gesto importante en la in­tención del Vaticano por no que­darse fuera de la cibercultura fue la puesta en marcha, el pasado enero, del canal oficial de la Santa Sede en YouTube (la plataforma de publicación de vídeos más popular del mundo). Ha sido una decisión estratégica, no para ganar dinero, sino para «hacer cosas que sean relevantes para la población que venga a nuestros sitios», aclaran sus responsables.


En España, las iniciativas en este ámbito son, de momento, más modestas. No hay muchas asociaciones o entidades (y menos oficiales) que se hayan atrevido a abrirse un grupo en Facebook, por ejemplo, aunque sería lógico pensar que es el siguiente paso en una política comunicativa que se abre a Internet tímidamente y con mucho esfuerzo. Como humilde propuesta, y dado que ha recaído en los jóvenes la responsabilidad de evangelizar el mundo digital, quizá la próxima Jornada Mundial de la Juventud, y poniendo el pla­zo bastante lejos (en Madrid, en 2011) sería la ocasión perfecta para mostrarle al mundo que la Iglesia española está dispuesta y es capaz de integrarse en las re­des sociales. «Tienes que ir donde está la gente, y si la gente está en Facebook, tienes que ir allí tam­bién». No son palabras de Lucía ni de ninguno de sus amigos, sino del cardenal arzobispo de Nápoles, Crescencio Sepe, cuando, en octu­bre de 2008, se supo que acababa de abrirse su propio perfil.



Las redes sociales, en cifras



Según el Pew Internet & American Life Project (enero de 2009):


  • La Generación Y (18-32 años) usa Internet para el entretenimiento (videos y juegos on line) y para co­municarse con amigos y familia.

  • En el grupo 12-17 años, los usos mayoritarios son juegos on line (78%) y correo electrónico (73%)

  • El porcentaje de internautas adul­tos que tienen un perfil en redes sociales ha pasado del 8% de 2005 al 35% en 2008.


Otras fuentes:

  • A nivel mundial, en marzo de 2008 se contaban 272 millones de usua­rios de redes sociales (el 58% de los internautas registrados en el mundo, lo que supone un incremen­to del 21% desde junio de 2007).

  • Facebook es la red social generalista con más tráfico, según comScore: 175 millones de usuarios; diaria­mente se actualizan 18 millones de perfiles y se suben 28 millones de fotos y 234.000 vídeos.

  • Los miembros de Facebook tienen una media de 120 amigos; los de Tuenti, 30. MySpace (red social de carácter más cultural) cobija a 7 millones de bandas de música.

  • En España, el 44,6% de los inter­nautas utiliza redes sociales; en cifras: son unos 8 millones de per­sonas, y 7 de cada 10 son menores de 35 años. Suben fotos (70,9%), envian mensajes privados (62,1%), comentan las fotos de sus amigos (55%) y cotillean (46,2%).

  • El 37% de los usuarios españoles tiene más de 50 contactos, y el 17%, más de cien.

  • El 83% de los españoles de 14-22 años es miembro de alguna red social, según Xperience Consul­ting (julio 2008); el 25% tiene una cuenta en más de una red, casi la mitad lo consultan a diario y nave­gan una media de cinco horas a la semana; el 82% publica sus fotos y el 14% sus videos.

El 87% de los niños entre 10-14 años de Madrid se conecta a In­ternet de forma segura, según el INE; en más del 40%, mediante programas de filtrado, y en más del 62%, con un control personal por parte de los padres.






La Vida Religiosa en la frontera de los jóvenes3


Inmaculada Eibe, ccv


Si en algo se ha caracterizado siempre la Vida Religiosa es por su llamada (y su respuesta) a estar en las fronteras. El mundo juvenil se convierte para nosotros y nosotras en horizonte deseado, en reto... porque somos conscientes de que son ellos los que viven en una frontera, en ese paso hacia la adultez que conlleva riesgos y dificultades... y que necesitan buenos guías que les acompañen en ese paso. Son ellos quienes más viven la vulnerabilidad de la frontera, los que experimentan con más fuerza y necesidad la búsqueda de un horizonte, los que se saben en camino continuo y temen perder­se. Por eso, ¡qué alegría que nos planteemos –hoy y siempre– cómo estar, como Vida Religiosa, en la frontera de y CON los jóvenes!


Introducción


"La Vida Religiosa en la frontera de los jóvenes". Este es el título que me trae a esta Mesa Redonda... y me parece verdaderamente precioso y significativo. Que la Vida Religiosa está llamada a estar en las fronte­ras, en los límites, allí donde nadie quiere estar porque supone vivir en peligro, en vulnerabilidad, en situaciones dificiles..., es algo que vivimos y experimentamos como llamada desde los orígenes de la VR...


Al pensar en ello me preguntaba por qué vivimos a los "jóvenes", a la "realidad juvenil" como una Frontera: ¿por qué resulta dificil acercarse? ¿Por qué es obvia la diferencia cultural, la necesidad de usar un len­guaje diferente al que utilizamos habitualmente? ¿Por qué a veces nos resultan muy lejanos y se nos hace necesario recorrer un largo camino hasta llegar a ellos?


Quizás por todo esto, pero estoy segura que también por mucho más. El mundo juvenil se convierte para nosotros y nosotras en horizon­te deseado, en reto... porque somos conscientes de que son ellos los que viven en una frontera, en ese paso hacia la adultez que conlleva riesgos y dificultades... y que necesitan buenos guías que les acompa­ñen en ese paso.


Son ellos quienes más viven la vulnerabilidad de la frontera, los que experimentan con más fuerza y necesidad la búsqueda de un horizon­te, los que se saben en camino continuo y temen perderse. Por eso, ¡qué alegría que hoy nos planteemos cómo estar, como Vida Religiosa, en la frontera de y CON los jóvenes!



Panorámica general de la realidad juvenil:

1. Una pincelada de y desde su realidad


A continuación vamos a desarrollar algunas características genera­les del mundo juvenil actual. Lo que deseamos es poder situarnos todos en él, ojala observándolo desde abajo y desde dentro, desde cerca. No como algo "alejado", sino como parte de nuestra propia realidad cotidiana.


Antes de referirnos al mundo de los jóvenes en general debemos partir de una premisa que nos parece muy importante: aunque los dic­cionarios nos dan una definición de "jóvenes" bastante sencilla: perso­nas de poca edad o que no han alcanzado la madurez'4, todas sabemos que no podemos considerar a los y las jóvenes como un grupo homogéneo, como una categoría absoluta y universal. Al contrario, el concepto de juventud es una construcción social5 y varía según el mo­mento histórico y el espacio. Eso conlleva la fragilidad de los límites que pretenden enmarcarla. Así, en los últimos años, estos límites han sido transformados por razones sociológicas, antropológicas y demográfi­cas6 (retraso en la edad de emancipación; en la del primer contrato; en la creación de una nueva familia; ampliación de las habilidades, des­trezas y conocimientos requeridos para un adecuado funcionamiento en la sociedad, lo que hace que se deba alargar el tiempo de estudios y preparación, etc.). Actualmente se circunscribe a los jóvenes en el pe­ríodo que va desde los 16 a los 29 años, aunque cada vez son más los que se emancipan después de los 35 o incluso los 40.

Por esta misma razón, nuestra mirada, en este camino de adentrar­nos en la realidad juvenil, desea ser abierta y con capacidad de com­prensión, porque estamos convencidos de dos premisas:

1. Los jóvenes son, en gran parte, lo que nosotros (adultos, padres/ madres, educadores, acompañantes... sociedad en general) es­tamos haciendo que sean: nos quejamos de determinadas carac­terísticas que ellos han aprendido, se les ha dado... Decimos, por ejemplo, que su percepción personal sobre la categoría "familia" ha cambiado... Pero, ¿por qué ha cambiado su modo de ver y vivir la familia? ¿no será porque se les ha dado, desde pequeños, vivir una realidad diferente a la que nosotros vivíamos (por ejem­plo, mucho tiempo solos en casa, siendo cuidados por personas diferentes a sus padres, o viviendo entre semana en una casa y los fines de semana en otra, o reconociendo a sus padres y a los novios/parejas de sus padres, etc.?).

Un estudio del INJUVE afirma que "Los y las jóvenes manifiestan tener una baja autoestima. Se autodescriben más con rasgos negativos: consumistas, presentistas, egoístas y con poco sentido del deber y del sacrificio, que con características positivas: ma­duros, generosos, tolerantes, trabajadores, solidarios y leales en amistad (*I" Pero todas nosotras sabemos que estas caracterís­ticas también se dan en ellos. Será precioso acompañarles de cerca para poder descubrirlas y descubrírselas...

2. Las características generales que podemos extraer del mundo ju­venil hoy pueden aparecer con visos de pesimismo o negatividad. Pero estamos convencidas de que en ellas se encuentra también una dimensión de posibilidad y positividad. Son diferentes a las nuestras, pero no por ello son necesariamente negativas. Esta di­mensión de oportunidad es la que queremos subrayar y rescatar en cada una de las características que a continuación señalare­mos.

No es este el espacio adecuado para hacer un análisis exhaustivo de la realidad juvenil hoy en España pero, sin entrar en causas ni con­secuencias, si quisiéramos resaltar, al menos, algunas características propias de nuestros jóvenes que nos ayuden a situarnos en el tema que nos ocupa. Como decíamos, la realidad juvenil es muy plural. Pue­de que algunas de estas características no se adecuen a los jóvenes con los que nosotros y nosotras trabajamos y compartimos la vida, pero otras seguramente sí serán identificables en ellos7. Os invito a recoger­las y ver si se pueden aplicar o no a los jóvenes que conocemos. Y a que añadáis aquellas que no están aquí recogidas, que serán muchas:

Individualización y complejidad en el paso de la juventud a la vida adulta8. Hasta hace relativamente pocos años, el crecimiento en la etapa de la juventud, en ese proceso de la adolescencia a la madurez, era relativamente homogéneo y lineal, con ciertos pa­sos preestablecidos (estudios/formación, búsqueda de empleo y realización del mismo unido a emancipación y establecimiento de unas relaciones formales, etc.) que tenían una desembocadu­ra previsible formalizada en unos roles profesionales, familiares y sociales determinados generalmente por la clase social de pro­cedencia, el nivel de estudios, etc.

Hoy podemos decir que estos pasos no son tan claros ni de­terminados, sino que se han convertido en procesos claramente plurales, prolongados y complejos. Procesos individualizados, donde numerosos factores influyen para que sean de un modo u otro. Esta individualización en los procesos (las trayectorias per­sonales se individualizan, perdiendo las referencias a los mode­los colectivos tradicionales de organización familiar, equipos o plantillas de trabajo, etc.) trae consigo misma una gran carga de incertidumbre y presión sobre la persona que tiene que tomar decisiones vitales sin poder prever con claridad las consecuen­cias futuras de sus opciones actuales (el joven sabe lo que quiere estudiar, pero no sabe si podrá trabajar en ello; puede saber qué tipo de familia le gustaría formar, pero la fragilidad actual de las relaciones familiares le hacen dudar de un "para siempre" en su pareja... y en ellos mismos...).


El efecto para muchos jóvenes es una vivencia de transicio­nes fragmentadas, reversibles, inciertas, en las que resulta difícil alcanzar la madurez y fácilmente provocan la instalación (no de­seada casi siempre, pero finalmente asumida por la fuerza) en la precariedad, la provisionalidad y la subjetividad (entendiéndolo como que los jóvenes necesitan "inventar" respuestas ad hoc a esas transiciones.


Hoy la juventud ya no se vive como una transición natural ha­cia la vida adulta sino que casi se ha convertido en una "condición vital" (y yo diría "ideal" en cualquier edad) caracterizada por la incertidumbre, la vulnerabilidad y la reversibilidad Actualmente la juventud no tiene una duración limitada sino que se prolonga en el tiempo dependiendo de la educación formal, la posibilidad de acceder a un empleo, la capacidad de sostener una familia...


Y no sólo se prolonga en el tiempo, sino que existe una precocidad llamativa para determinadas acciones y conductas que re­querirían de una madurez biológica, afectiva y emocional propias de otras edades más avanzadas. Es decir, se van adelantando hacia la adolescencia, e incluso hacia la infancia, comportamien­tos y experiencias que antaño se vivían a partir de los dieciocho años o más. Esto supone que los jóvenes vivan una vulnerabilidad manifiesta, manifestada en numerosas y esporádicas relaciones, problemas de ansiedad, dificultad para la concentración, incapa­cidad para el compromiso estable, etc.

Son numerosos los factores que influyen en ello: una educa­ción ejercida mayoritariamente por educadores o cuidadores secundarios y no por los propios padres, que dedican numero­sas horas a un trabajo fuera de casa; una cultura audiovisual supra-utilizada, que despierta, incluso antes de la pubertad, las curiosidades, las ganas de experimentar y de participar, etc.; una autonomía y una libertad de decisión y de movimiento propiciada por una sociedad que alimenta un consumismo exacerbado y el riesgo constante, etc.

Por otra parte, hablamos de reversibilidad: la pluralidad y complejidad de la etapa de la juventud se observa actualmente también en el hecho de que los propios roles se entremezclan en una sola persona y es muy frecuente ser estudiante y padre/ madre a la vez... o estudiante y empleado... o ser madre y tener novio...



2. Oportunidad/ posibilidad

Hablamos de individualización en el proceso de cada joven. Podemos hablar igualmente de PERSONALIZAR. Cada joven tiene un camino por delante por configurar. Aunque, por supuesto, haya factores con­dicionantes, podemos decir que no hay "determinaciones". El camino puede variar; él o la joven puede ir realizando elecciones personales que modifiquen su trayectoria.

Hay un camino para cada persona. Como nos dice León Felipe: Na­die fue ayer ni va hoy, ni irá mañana hacia Dios por ese mismo cami­no..." El reto es acompañar este camino sin que nuestra acción "vio­lente" o se inmiscuya ni en la libertad del joven ni en el proyecto que Dios tiene sobre cada quien... pero un acompañamiento que posibilite una toma de decisiones libre por parte del joven, un reforzamiento de la voluntad y una capacidad de asunción del compromiso adquirido. Al mismo tiempo que fomente el asumir la frustración y las dificultades propias de todo camino.

Reversibilidad, al mismo tiempo, nos puede hablar de capacidad para comenzar de nuevo tras un fracaso, de acoger la realidad variante sin angustias, sin orgullo, sin miedo al qué dirán los demás... Nos habla de resiliencia, de resistencia, de capacidad de arriesgar y de capacidad también de adaptarse a situaciones cambiantes.

Vulnerabilidad puede hablarnos de -si se da un acompañamiento adecuado que habilite a la persona para ello- capacidad para enten­der la debilidad del otro y para tolerar las vulnerabilidades propias y ajenas.


Relativismo, liberalización e individualización de normas, valores y vínculos. Hoy, a diferencia de lo que se vivía hace no tantos años, existe una liberalidad de normas y una falta de límites que se transforma, con frecuencia, en una incapacidad real por parte de los jóvenes al autocontrol y la estabilidad emocional. Hoy muchos jóvenes viven más a la familia como lugar de protección y soste­nimiento que como espacio de recepción de valores y de apren­dizaje de criterios éticos y morales.


En general, ante los cambios en normas y valores que se ex­perimenta, los padres están inseguros y se encuentran en una crisis de significados, no sabiendo cómo y en qué dirección orien­tar a sus hijos. De igual modo, ante los conflictos ya no responden con autoridad, ni se apoyan en la tradición para hacer valer sus interpretaciones de la vida, sino que apuestan por la negocia­ción, confundiendo con demasiada frecuencia quién tiene dicha autoridad en la casa y a quién le compete tomar las decisiones finales. Junto con la familia, otras instancias tradicionalmente socializadoras como eran la escuela o la Iglesia, han perdido su capacidad y su fuerza vinculante.


Según un estudio en la población universitaria9, el 57% de la población universitaria opina que "nunca puede haber principios claros de lo que es el bien y el mal. Lo que está bien y lo que está mal dependen de las circunstancias del momento" Actualmente se puede decir que la opinión de la moda tiene más fuerza que la de la norma social y los modelos mediáticos más que las referen­cias tradicionalmente establecidas.


No es que los jóvenes no tengan normas, sino que son es­tablecidas (o asumidas) por ellos mismos dependiendo de sus circunstancias, experiencias y reflexiones... es decir, son normas relativas y fugaces.


Oportunidad/posibilidad


La otra cara de todo ello puede ser la capacidad de adaptación a las condiciones cambiantes de nuestro tiempo que tienen los jóvenes. Ellos han aprendido a vivir con el cambio continuo y por eso pueden ser más flexibles, más tolerantes y más capaces de vivir con lo diferente...


También encontramos en ellos y ellas una capacidad crítica para cuestionar normas sociales que puede ser positivamente utilizada. También una capacidad para elegir y decidir. Quizás a veces sin medir consecuencias... pero están acostumbrados a tomar ellos sus propias decisiones y eso también puede ser usado en positivo si se trabaja ese aceptar las consecuencias o consecuciones de lo realizado.



Consumo y utilización de las TIC: Podemos ver a continuación algunos datos sobre el modo de consumir que tienen nuestros jóvenes, y en qué lo hacen. Todas las encuestas afirman que los chicos gastan al mes algo más de dinero que las chicas. Tan sólo en el cuidado de la imagen personal son las chicas quienes afirman gastar más dinero que los chicos al mes. Llama la atención que, aunque las mujeres declaran comprar más frecuentemen­te ropa y calzado, sin embargo gastan una media de más de 10 euros menos al mes en dichos productos que los hombres. El producto estrella en consumo es el teléfono móvil. Otros son transporte, tabaco, anticonceptivos y gastos en juegos de azar y loterías...



En términos generales, una realidad manifiesta es la dificul­tad que tienen para hacerse cargo del coste de las cosas, del esfuerzo y el trabajo que requiere adquirir determinados bienes. Los jóvenes de hoy, en general (no en todas las capas sociales se lo pueden permitir), cuentan con las últimas novedades tecnoló­gicas o con esas formas de ocio que los medios de comunicación les brindan: nintendos, wiis, móviles, videoconsolas, consumo de alcohol u otras sustancias...

La principal razón que los jóvenes nos ofrecen para explicar la necesidad de consumo en actividades "sociales" (botellón, dis­cotecas, bares, uso de Internet, móvil, etc.) es que ello posibilita encontrarse con los amigos, compartir y conversar. Si les pregun­tamos, la respuesta principal que da buena parte de ellos acerca de este modo de disfrute del tiempo de ocio, no es el deseo de consumo de alcohol, no es el beber por beber. para ellos y ellas, éste es sólo el medio para llegar a lo que de verdad se desea: compartir con los amigos, desconectar del estudio o del trabajo cotidiano y dejarse llevar por la música y el baile.

El entorno tecnológico, audiovisual y de celeridad que rodea a los jóvenes conlleva que su cosmovisión, su lenguaje, su pensa­miento y estructuración mental sea, quizás, diferente de la nues­tra. Hablamos de que nuestros jóvenes ya están adentrados en la "lógica del hipertexto10", que nosotras a duras penas intentamos aprender y utilizar para no quedarnos absolutamente analfabetas dentro del mundo tecnológico e "internáutico"... Esta lógica rompe con la nuestra lineal y crea una estructura en forma de red que da lugar a una lectura y una interpretación de lo que se lee eminentemente interactiva.

Por eso nuestros jóvenes están acostumbrados a la simulta­neidad de acciones e ideas, de discontinuidad... Algunos espe­cialistas hablan de "tremenda elasticidad cultural'; de "plasticidad neurona/" de "adaptación camaleónica a los diversos contextos de "enorme facilidad par los idioma”11 .


Oportunidad/posibilidad


La elasticidad y la capacidad para adaptarse pueden ser caracte­rísticas a fomentar y aprovechar en los jóvenes. Poseen mucha rapidez mental, mucha capacidad para estar haciendo varias cosas a la vez, lo cual, bien acompañado, puede ofrecérseles como oportunidad para sacar tiempo para muchas cosas, aprovechándolo al máximo.

Su necesidad de comunicación y su búsqueda de medios para ello sigue siendo una posibilidad para contactar con ellos y ofrecerles luga­res y espacios de diálogo profundo y de expresión de todos sus deseos y búsquedas. Utilizar sus medios de manera adecuada también puede ser un modo de acercamiento. De ahí la necesidad que luego resaltare­mos, de aprender sus propios lenguajes.


Desinstitucionalización religiosa, Iglesia y mundo juvenil: Según el es­tudio aludido de la Fundación BBVA, el 78% de los universitarios españoles reconoce haber sido educado en la religión católica, pero solamente el 45% se declara actualmente católico. Según el estudio del INJUVE un 63% de la población juvenil se declaran católicos si bien se definen como no practicantes el 49% (es decir, sólo el 14% se declara practicante).


La institución eclesial es rechazada como instancia de guía moral, en cambio es muy valorada en su compromiso con los pobres.


Estudios recientes estiman que casi un tercio de los jóvenes españoles no han recibido una verdadera socialización religiosa en la familia ni apenas en otros ámbitos.


El reto es presentar como atractiva o deseable la oferta de sen­tido que supone el mensaje cristiano. La desinstitucionalización afecta también al hecho religioso. No es que lo religioso/espiritual haya desaparecido del horizonte vital de los jóvenes sino que la Iglesia ha perdido representatividad y no es entendida como el espacio de celebración, de compromiso, de capacidad para dis­cernir los signos de los nuevos tiempos del siglo XXI y para ofrecer caminos de encuentro... que está llamada a ser.


Oportunidad/posibilidad


La posibilidad comienza a venir de la mano de una generación de jóvenes que ya no sienten rechazo (tampoco atracción) por la institución eclesial. Viven la indiferencia, producida por una vivencia de lo religioso como algo que se puede elegir o no, pero que ya no es aprehendido, impuesto o invitado desde el seno familiar.

Igual que decíamos en el aspecto solidario, los jóvenes pueden des­cubrir en las iglesias locales y en los movimientos religiosos y grupos congregacionales una Iglesia diferente a la imagen que se han formado a través de los medios de comunicación.


Los jóvenes tienen sed y deseo de sentido. Buscan algo que les "lle­ne" de verdad. Algunos ya vienen "de vuelta", habiendo descubierto que nada de lo que han experimentado o poseído hasta ahora ha llenado ese vacío que experimentan y que es connatural al ser humano.


Si encuentran una referencia eclesial que les acerque a Dios como el Dios de la Vida y del sentido, comprometido con la humanidad sufrien­te, portador de Esperanza y de Paz, cercano y amante... los jóvenes responden.



3. La Vida Religiosa en la frontera de los jóvenes


Tras esta mirada general sobre (y entre, junto a...) los jóvenes y ese re-cuerdo de la llamada que la Vida Religiosa siempre ha escuchado de caminar con ellos a lo largo de la historia, deseo compartir ahora con vosotros las "pistas" que se me suscitan. Cada quien, al escucharlas, podrá ponerle rostros y concreciones a cada una de ellas y añadir las que el Espíritu le revele hoy.

Estando con ellos, descubrir la presencia de dios en la nove­dad del tiempo actual y abrirnos a que él nos renueve en la nove­dad que traen consigo nuestros jóvenes: "No recordéis las cosas pasadas, no penséis en lo antiguo. Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis?" (Is 43,18-19a).


Quiero insistir en la necesidad que tenemos como VR (y que tienen nuestros jóvenes) de ESTAR con ellos. Y eso no debe ser algo únicamen­te para los religiosos y religiosas jóvenes... es algo que debéis animar a que cada hermano y hermana de vuestras Familias Congregacionales lo hagan. Porque los jóvenes lo necesitan.

Es ahora, en nuestro tiempo, en el momento actual y con los jó­venes de hoy con quienes estamos llamados y llamadas a caminar. Estoy firmemente convencida de que nuestra capacidad para acom­pañarles y para ser modelos referenciales para ellos y ellas pasa por creer firmemente que en ellos Dios se nos revela; que hay semillas del Reino presentes en ellos; que ellos y ellas también tienen algo que decirnos, que nos pueden enseñar... y que, trabajando codo a codo, queriéndolos, escuchándolos, creyendo en ellos, disfrutando a su lado, es como podrán experimentar también que Alguien, a tra­vés de nosotros y nosotras, les ama, les escucha, camina con ellos y les invita a seguirle.

Entrar en diálogo con los jóvenes y hacerles protagonistas de sus propias vidas: ¿Qué quieres que haga por ti? (Mc 10,51)

Los jóvenes viven inmersos en la interactividad y, desde ahí, buscan interlocutores que estén abiertos al diálogo y también a la confronta­ción. Urge disponerse y abrirse a este diálogo, sin caretas ni "imagen", sin miedo a que "conozcan nuestras profundidades y limitaciones". En fin, sin miedo a que conozcan nuestra humanidad... pues creemos que es esta humanidad la que Dios acoge y ama.

Preguntemos y dejémonos interrogar, establezcamos diálogos fe­cundos que sean en sí un testimonio de la preferencia de Dios por ellos y ellas, sin miedo. Creo que nuestras ofertas pastorales deben pasar, antes de hacerles propuestas, por escucharles con una escucha activa, capaz de entender más allá de las palabras. Saber qué buscan verda­deramente y qué quieren hacer. Ayudarles a que se pronuncien, a que sean ellos los protagonistas de su historia, a que desarrollen su capaci­dad crítica y su capacidad para juzgar por cuenta propia; su capacidad para tomar decisiones responsablemente. Como dice Guardini, es en la juventud cuando el desarrollo lleva a "adquirir una opinión propia sobre el mundo y sobre la posición que se ocupa dentro de él; llegar a ser uno mismo, para poder recorrer también el camino que conduce hacia los demás, y como "yo" poder decir tú"12".

Y puede ser que tras esta pregunta no hallemos respuestas, que ante nuestra cuestión sólo surja el silencio y la indiferencia. También en el texto de Marcos al que nos referimos, muchas voces intentan silen­ciar a Bartimeo ('muchos le increpaban para que se callara"). Quizás hoy las voces que silencian la "ceguera" de nuestros jóvenes (y la nues­tra propia) parecen haber ganado la batalla. Pero entonces hagamos como Jesús, que no pasó de largo, sino que se detuvo y dijo. llama­dle" Mantengámonos a su lado, permanezcamos en la dificultad y en el aparente rechazo y hagámosle descubrir que es Jesús mismo el que nunca le abandona, el que siempre permanece. Y digámosle, pues, en su nombre: ¡Ánimo, levántate! Te llama".

Flexibilizar nuestras estructuras para poder acompañar y aco­ger a los jóvenes.




'El vino nuevo se echa en odres nuevos"(Lc 5,38)


Los horarios de nuestra gente joven, sus gustos y modos de comuni­carse son diferentes hoy a hace unos años. No significa esto que aho­ra todo se tenga que hacer "a su manera"... pero si queremos que la gente joven pueda venir a compartir tiempos de oración o reflexión; si deseamos poder comunicarles lo que para nosotros y nosotras es im­portante tenemos que salir a su encuentro, (como Jesús hace con la Samaritana o los discípulos de Emaús), también en sus lugares y a sus horas (que quizás no son las nuestras), abrir espacios de comunicación en esos tiempos y disponernos para imaginar con ellos nuevas formas de diálogo y encuentro. Al menos algo parece obvio: si queremos que vengan, hay que abrir nuestras puertas...


Utilizar sus lenguajes, sus símbolos, sus intereses para anun­ciarles a Dios y su reino.


"Expuso todas estas cosas por medio de parábolas ala gente, y nada les decía sin utilizar parábolas"(Mt 13,34).


En la misma línea que el punto anterior. Como Jesús, que no utilizaba un lenguaje descriptivo, sino un lenguaje metafórico y simbólico, más cercano a la gente de aquel tiempo, estamos llamados a usar aquellos lenguajes que les ayuden a ir "más allá", a preguntarse, a buscar. Que les lleve a interrogarse, como los discípulos que luego se acercan a Je­sús y le piden: "explícanos qué querías decir con esa parábola".


Hay que aprender sus lenguajes... es importante que conozcamos qué significan los emoticones que usan, sus abreviaturas en los mensa­jes "sms", su lenguaje no verbal, su lenguaje internáutico, etc. Quizás no todos podamos y necesitemos personas de nuestras Congregaciones que se especialicen en ello, que pregunten y busquen y estén en medio de los jóvenes conociendo su realidad en profundidad.


Pero también convencida de otra cosa, y es que el lenguaje más claro y evidente, aquel que seguramente entenderán nuestros jóvenes sin dificultad es el de la propia vida. Comprobamos -no sin cierto do­lor- que características propias de la Vida Religiosa como la capacidad de renuncia a una familia propia, a poseer pertenencias propias o a ejercer la propia libertad obedeciendo, no son realidades que "lleguen" a los jóvenes. Estos aspectos esenciales de nuestra Vida Religiosa hoy no les impacta, no les suscita interrogantes hacia su propia vida. Como mucho, nuestra capacidad para vivir los votos o la capacidad de sacrifi­cio, de coherencia o de respuesta comprometida con los empobrecidos ante las injusticias de nuestro mundo, pueden suscitar admiración, pero no provoca interrogantes personales ni convoca o moviliza. Creemos que hoy, en cambio, lo que le llega a la gente y a los jóvenes, es el modo de vivir todo ello, de vivir apasionadamente, con alegría profunda, con ternura, con capacidad festiva y con honda esperanza.


Del mismo modo, deseamos recordar con respecto a este punto, que el uso de sus lenguajes y símbolos tiene un objetivo, una finalidad: anunciarles a Dios y su Reino. Debemos utilizarlos como lo que son: medios y no fines. No pongamos nuestro empeño en el lenguaje en sí, sino en anunciar aquello que se nos encomienda. Los medios, como su mismo nombre indica, son mediaciones, lugares de paso, y por tanto relativos y efímeros ante el Absoluto y Eterno.


Favorecer el encuentro con Dios en profundidad.


"Porque todo el que pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama le abren"(Mt 7,8).

Estudiosos y educadores preocupados por conocer la realidad juve­nil nos dicen que "es llamativa la búsqueda espiritual que se constata entre los jóvenes, aunque muchos de ellos no han recibido formación religiosa alguna13".

Todos sabemos que sólo la experiencia radical y profunda del en­cuentro con Dios es el que posibilita que se dé el compromiso vital. Nos damos cuenta que nuestros jóvenes viven "lo religioso" como algo ínti­mo, perteneciente a su esfera privada. Hace poco una joven me decía: "yo no le cuento a nadie si rezo o no, igual que no se cuenta si has tenido una relación esporádica".. A Dios lo hemos depositado en el rincón de nuestra intimidad, de la relación personal y afectiva. Quizás haya sido porque las manifestaciones grupales, las celebraciones o reuniones co­munitarias y parroquiales o la participación en los sacramentos de la Iglesia hayan perdido atracción y se hayan convertido en experiencias aburridas y penosas para personas acostumbradas al movimiento, el ruido y la fiesta... Sin embargo, el hecho de que nuestros jóvenes bus­quen únicamente el encuentro personal e intimista con Dios (sobre todo en momentos de exámenes, de dificultades, de problemas relaciona-les o familiares...), va igualmente en detrimento de la capacidad para anunciar con la vida y testimoniar su ser creyentes (sin entrar a conside­rar la imagen de Dios que esto presupone y manifiesta).

Es cierto que hay que favorecer el encuentro personal e íntimo con Dios, posibilitar que se dé una verdadera experiencia amorosa. El com­promiso social y la vivencia comunitaria que deriva de la fe en Jesucristo pasa por haberse encontrado con Él cara a cara primero, haber escu­chado su voz y haber decidido responder afirmativamente a su pro­puesta. Favorezcamos ese encuentro y conocimiento de Jesús. Jesús es alguien que atrae y seduce... posibilitemos que lo conozcan así, como este Hombre atractivo... y una vez dado ese encuentro, creamos que el Espíritu puede darle a conocer como el Señor... (Cuando Él quiera...).

Pero si el encuentro personal no lleva a todo lo demás, hay que preguntarse qué encuentro estamos favoreciendo, qué Dios estamos anunciando o qué Evangelio como propuesta de vida estamos procla­mando. A veces nos asusta ofrecer un Evangelio radical como respues­ta a las titubeantes e incipientes búsquedas espirituales de los jóvenes, pero bien dijo Pedro (que por cierto, fue tan titubeante e incipiente en su búsqueda como cualquiera de nuestros jóvenes y como cualquiera de nosotros y nosotras mismos, gracias a Dios...): "si no es a ti, Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú llenes palabras de vida eterna"(cf Jn 6,68).

Mostrar el valor de la espera y la paciencia. Educar la voluntad.

El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o vele, de noche o de día, el grano brota y crece sin que él sepa cómo"(cf Mc 4,26-27).

Nuestros jóvenes, envueltos en el mundo de las TIC y en general del consumismo y la celeridad, viven la inmediatez como lo "natural". La inmediatez nos lleva, y lleva a nuestros jóvenes, a desear todo "aquí y ahora" y a no llegar a distinguir, en algunos momentos, que determinadas cosas (y sobre todo si hablamos de procesos personales, relaciones interpersonales, reflexión, oración...) necesitan de un tiempo sereno y amplio de elaboración.

"A fuego lento", canta Rosana... y es que todo lo importante necesita fuego lento: se requiere fuego lento en el recorrido de nuestros proce­sos personales humanos y de fe; se requiere fuego lento para el cultivo de las relaciones personales, para que esas relaciones posibiliten la escucha activa y el diálogo; también la relación con Dios, el aprendizaje de la oración, el discernimiento, la toma de decisiones fundamentales necesitan fuego lento... Como dice Melloni %a inmediatez es una de las enfermedades de nuestro tiempo. La sociedad de la abundancia ha ido estrechando la distancia entre nuestro deseo y su satisfacción. Al no existir este espacio donde aprendemos a contener nuestra pul­sión, vivimos enganchados a nuestros impulsos y a su consumación. La fagocitación que fomenta la sociedad de consumo hace que vivamos saturados e hiperacelerados, corriendo de satisfacción en satisfacción. Todo ello arruina el horizonte de trascendencia"14.

Pero nuestra propia vida religiosa, en su cotidianidad, está imbuida en esa inmediatez. Entre nosotros esto también se da. Nos damos cuenta, con preocupación, que vivimos con prisas, acelerados, con muchos trabajos y trajines entre manos, casi sin tiempo para estar con serenidad en comuni­dad... orando... o con los jóvenes... Y ellos necesitan, en cambio, testimo­nios visibles de que "es posible vivir de otro modo". Necesitan tener mode­los vivos de quienes aprender que lo esencia/requiere saber esperar y no dejarse llevar por el deseo inmediato de satisfacción; que es posible parar, hacer silencio, contemplar, buscar, suplicar y esperar sin saber cuándo lle­gará la respuesta, sin la necesidad del sonido de un pequeño "pip" que nos asegure que ya hemos obtenido lo que buscábamos.

Conviene cultivar la voluntad y la paciencia. Paciencia con cada quien y con los demás. Y la paciencia está en relación con la confianza. Y en relación también con el conocimiento y la experiencia de la realidad. "El ¡oven madura y se hace responsable al asumirla realidad tal como es, aceptándola, de ahí nace la fuerza para cambiarla y transformarla15". Pero para ello también tenemos que saber jugar con la capacidad para ofrecerles "recompensas inmediatas significativas" (un refuerzo positivo, un gracias, la demostración de alegría, etc.) sabiendo lo importante que éstas son para el joven actual. Ahí se pone en juego nuestra creatividad y nuestra capacidad pedagógica. Eso sí, que la inmediatez y la dificultad para la espera no nos lleve a ofrecer un "Evangelio a la carta", exento de su radicalidad propia.


Dar a conocer sin miedos la radicalidad del evangelio.

"Si alguno quiere venir tras de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga"(Mt 25,13).


Tenemos que superar el miedo a exponer la radicalidad evangélica. A la hora de anunciar la Palabra y de presentar a los jóvenes a Dios se ha vivido últimamente una tendencia a silenciar las partes comprome­tedoras y radicales del Evangelio.


A nuestro parecer, la causa principal de este silenciamiento es la difi­cultad que nosotros y nosotras mismos experimentamos para entender, asumir y vivir la espiritualidad que nace de la realidad de la Cruz. En esa "ley del péndulo" que se vivencia en la historia tan claramente en dife­rentes momentos, hemos pasado de una espiritualidad fundamentada en el sacrificio y la ascética a otra que no sólo no las acoge sino que rechaza estas dimensiones.


Pero todos nosotros creemos en Jesús Crucificado-Resucitado y, des­de nuestra pobre experiencia, estamos convencidos de que sólo toman­do nuestra propia cruz podremos seguirle. Si no les presentamos esta realidad propia del cristianismo a nuestros jóvenes estamos fomentan­do que no sean capaces de asumir el dolor, el miedo y la frustración como parte inherente de la vida (de la propia y de la que les rodea) y les estamos imposibilitando que descubran al Dios que sufre en cada dolor humano y que no se queda en silencio ante la Muerte.



Del mismo modo, no hay que temer presentarles la radicalidad del Evangelio a unos jóvenes capaces de arriesgarse (y arriesgar hasta su vida) en otras cosas (deportes de riesgo, velocidad incontrolada, con­sumo de sustancias "por probar", relaciones esporádicas...). El riesgo, el compromiso y la radicalidad evangélica pueden pasar de ser un freno (como hasta ahora lo hemos vivido) a un aliciente (voluntariados, experiencias de verano...), si somos capaces de presentar a nuestro Dios como quien da sentido a todo ello y les acompaña en su vivir cotidiano.

Movilizar hacia el compromiso por la paz, la justicia y la inte­gridad de la creación.

"Os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis her­manos más pequeños, conmigo lo hicisteis"(Mt 25,40).

Nuestra vida religiosa está llamada a testimoniar la presencia de Dios junto a los más pequeños y empobrecidos de nuestro mundo. El trabajo por la justicia y la solidaridad es clave en nuestro seguimiento y debe bañar toda nuestra vida y nuestras opciones personales y comu­nitarias, así como nuestra oración y actividad diaria. La significatividad a la que estamos llamadas como creyentes queda oculta, y la voz pro­fética silenciada, cuando nos insertamos tanto en la sociedad que deja­mos de testimoniar al Dios que siendo de condición divina, se despojó de su grandeza y tomó la condición de esclavo (cf Flp 2,6-7).

Un rasgo que se observa en nuestros jóvenes es el de la solidaridad, aunque a veces ésta quede concretada únicamente en un voluntariado de una hora semanal y no muy lejos de casa para "no perder mucho tiempo". Revitalicemos este aspecto con nuestra propia vida, avivemos las brasas encendidas que permanecen en nuestros jóvenes para in­tensificar su ternura y servicio hacia los más necesitados; que nos des­cubran al lado de los más pequeños para que puedan despertarse in­terrogantes ocultos, salir de sí mismos, contemplar la realidad y tener experiencia de Dios en ella. Acompañémosles en sus encuentros con el dolor y la injusticia para que puedan preguntarse por las causas y consecuencias, reflexionar sobre ello e implicarse vitalmente.

Favorecer y acompañar el que se hagan cargo de sus accio­nes presentes y consecuencias.


Estad alerta, porque no sabéis el día ni la hora"(Mt 25,13).

La solidaridad es un talante de vida, y pasa no sólo por realizar ac­ciones "activas" sino que toda nuestra manera de vivir en lo cotidiano tiene una repercusión que llega mucho más allá de nosotros mismos. Ningún gesto es imparcial. Es muy importante ser conscientes de que cada actuación, cada palabra... o cada silencio repercute en nuestra aldea global. Por eso es tan importante acompañar la vivencia del pre­sentismo actual que experimentan nuestros jóvenes; ayudarles a reco­nocer que, todo lo que hoy se haga, viva o diga, no sólo está marcado por el pasado, sino que tiene efectos en el futuro16.

Hoy día vivimos principalmente en el presente. Nuestros jóvenes y adolescentes aún no han aprendido a valorar las repercusiones que sus acciones y gestos pueden tener en un futuro próximo o lejano. Viven el presente, el hoy, el ahora... muchas veces no saben qué van a hacer a la tarde, no tienen programadas excesivas actividades, ni siquiera sus "citas": no saben si cenarán en casa o fuera, si quedarán con alguien, cuándo, dónde y a qué hora... No calculan el tiempo y no son capaces de asegurar su presencia o su participación en cualquier actividad aun­que esta vaya a suceder unas horas más tarde; viven sus ocupaciones o trabajos desde la temporalidad y no se plantean sus relaciones afec­tivas como "relaciones para toda la vida". No les importa si lo que hoy hacen puede traer consecuencias negativas en el futuro. Todo ello hace que se resienta su capacidad de compromiso, algo que por supuesto afecta igualmente a su dimensión religiosa, a su compromiso solidario o a su vida de fe.

Avanzar junto a ellos en este camino pasa por ayudarles a descubrir que, paradójicamente, no es más libre quien es menos capaz de comprometerse. Que quienes así actúan acaban rechazando la libertad, porque uno se descubre libre justamente en el ejercicio de su compro­miso, poniendo en acto su libertad. Debemos acompañarles en el des­cubrimiento de que no es cierto que "podrán elegir todo" sólo cuando no se comprometan con algo específico, sino que al contrario, ésta es una libertad que encierra y paraliza y que la verdadera libertad pasa por la capacidad para comprometerse.

Como dicen algunos autores17: Los jóvenes tienen cierta dificultad para insertar su existencia en la duración o temen hacerlo. 'Viven más fácilmente en la contingencia y en la intensidad de una situación par­ticular que en la constancia y continuidad de una vida elaborada en el tiempo'" Se nos abre el reto de ayudarles a descubrir, con la vida, que el presente es el espacio oportuno para tejer el compromiso existencial diario. "'Vivimos en una sociedad que siembra la duda respecto a la idea de comprometerse en el nombre del amor. Los jóvenes desean hacerlo y por ello se les debe acompañar para que puedan descubrir las posibilidades y los caminos que conducen a la fidelidad'"

Enlazado con este acompañar el ejercicio de la libertad está el saber acompañar la influencia que la presión de grupo tiene sobre nuestros jóvenes. Los jóvenes viven con mucha fuerza la unión con su grupo de referencia, con su grupo de iguales. Pero, al mismo tiempo, son muchos los que manifiestan explícita o implícitamente, el deseo que tienen de vivir en libertad también ante ellos. Todos somos a veces observadores sufrientes de la fuerza que tiene un grupo ante un joven, cómo acaban haciendo lo que no desean y cómo muchas veces no son capaces de posicionarse ante los demás.

Acompañarles ante la presión de grupo va en la línea de acompañar su crecimiento personal, el fomento de su propia personalidad y hacer­les responsables de ellos mismos y del uso de su libertad.


Importancia del testimonio comunitario.


"El grupo de creyentes pensaban y sentían lo mismo, y nadie consideraba como propio nada de lo que poseía, sino que te­nían en común todas las cosas. I. Daban testimonio con gran energía de la resurrección de Jesús, el Señor, y gozaban de gran estima. No había entre ellos necesitados... " (Hch 4,32-35).


Esta premisa está dirigida a todos y todas, sin distinción de edad. Porque para anunciar con la vida la alegría del encuentro con Jesús, no importan los años. Es más, estoy segura de que todos tenemos experiencia de cómo les llega a nuestros jóvenes el testimonio de las más mayores de comunidad, la escucha que de ellas han recibido, su paciencia, cariño, palabra o silencio. En definitiva, su testimonio de vida.



La vida de fe y el testimonio comunitario son cruciales. Testimoniar conjuntamente la felicidad de seguir juntos a Jesús y la riqueza de esta elección. Creo que es fundamental que, al abrirles las puertas, nos puedan hallar "en familia", que puedan decir "mirad cómo se quieren", que experimenten y saboreen una rica vivencia comuni­taria, donde se demuestre el afecto, se posibilite el diálogo y la ex­presión de todos, se tenga en cuenta a cada quien, se cuide a los enfermos o mayores... En definitiva, se haga amable y deseosa la experiencia comunitaria.


Y al hacer todo esto no nos anunciaremos, sino a Quien hace todo eso posible, al que nos da ese solo corazón y esa so/a alma. Aquel que nos convocó y envió juntos a la bella misión de servirle, anunciarle y amarle en cada persona y a testimoniar con gran energía su Resurrec­ción.


Conclusión

En el último documento editado en nuestra congregación, un comu­nicado que nació hace un mes, tras un Consejo General Ampliado, se nos dice a todas las Hermanas: "Por todo ello sentimos la llamada a continuar en este empeño de acompañar su crecimiento y su liberación. A proponer la fe en Jesús y ofertar el carisma vocacional Vedruna (en este caso). ¡No podemos abandonarlos!" (NHF 3b)

No los abandonemos... escuchemos lo que hoy nos dicen y alenté­monos, con nuestra confianza a mantenerse en pie, lejos del tiempo in­útil ygris, de la indiferencia, de la falsedad, del vado y sinsentido... Que nuestro modo de estar y acompañarles les abrigue del mal y les ayude a creer en ellos mismos, y desde ahí, puedan llegar a creer en Él.



Mi confianza

Si un día perdiera

mi calma y mi paz

tu sabrías qué hacer

y cómo ayudar.

Si perdiera la fe

tendría en ti

algo en lo que creer.


Pongo mi confianza en ti,

tú no me dejarás,

nunca me traicionarás,

dos impulsos y un solo ser

haciéndome pensar

que puedo mantenerme en pie,

nunca perderé mi confianza en ti,

nunca perderé mi confianza en ti.


Tu aliento me llevó

al abrigo del mal,

lejos de la traición,

de tanta falsedad,

el tiempo inútil y gris

no inyectará

nunca su veneno mortal...


Pongo mi confianza en ti,

tú no me dejarás

y tienes tanto que decir,

dos impulsos y un solo ser

haciéndome creer

que puedo mantenerme en pie.

Nunca perderé mi confianza en ti.



(Luz Casal)








Espiritualidad del anciano18

Joan Chittister



«La vejez me desconcierta», escribe Florida Scott-Maxwell, la psicóloga jungiana, en su diario, The Measure of My Days [La medida de mis días], que llevó a partir de los ochenta años. «Pensaba que sería una época tranquila. Mi experiencia de sep­tuagenaria fue interesante y bastante serena; pero la de octoge­naria es apasionada. Conforme envejezco, vivo con mayor intensidad».


¿Y por qué no? Si, a medida que pasan los años, cobramos mayor conciencia del sentido y sinsentido de las cosas, sin du­da debemos devenir también más sensibles al flujo y reflujo de la vida, no menos conscientes de ello. No se trata de que, al ir haciéndonos mayores, ignoremos sin más la vida; antes bien, lo que ocurre es que nos comprometemos con ella en un nivel di­ferente, por motivos diferentes, con un corazón más focalizado.


Si algo aprendemos a medida que pasa el tiempo y decrece el número de cambiantes estaciones, es que existen cosas en la vida que no pueden ser aseguradas. Es más que probable que nos vayamos a la tumba con una gran cantidad de preocupacio­nes personales sin resolver, de proyectos de vida sin cumplir. Lo cual se hace más evidente con cada año que pasa. Algunas de las fracturas familiares no habrán sido sanadas todavía. Algunas de las palabras pronunciadas por enojo o premura no habrán sido remediadas. Algunas de las amistades no se habrán renova­do. Algunos de los sueños nunca se realizarán. Entonces, ¿he­mos malgastado la vida? ¿Ha sido todo en vano?


Sólo si malinterpretamos el sentido del último periodo de la vida. El objetivo de esta época de la vida no es solidificamos en nuestras insuficiencias, sino liberarnos para madurar aún más.


Sin embargo, esperar que, al final, todas las rupturas hayan sido reparadas es, en el mejor de los casos, irreal. Hace tiempo que murieron algunas personas y hace aún más tiempo que per­dimos contacto con ellas. En esta última etapa de la vida, no se puede hacer nada por reanudar las conversaciones, por no hablar de mitigar el distanciamiento o restañar las heridas persistentes.


Por lo que respecta a mucho de lo que todavía nos sentimos responsables e incluso culpables, no hay nada que podamos ha­cer ahora para enmendarlo, por más que deseemos que esa po­sibilidad estuviera a nuestro alcance. No podemos recomponer un matrimonio fracasado. No podemos borrar los años de aban­dono, toda una vida de indiferencia, una historia de despreocu­pación por personas que tenían derecho a esperar cierto interés de nuestra parte. No hay nada que podamos hacer ahora res­pecto a toda una vida sin contacto con nuestros hijos, respecto a las tensiones con nuestra madre, respecto a la distancia que caracterizaba la relación con nuestro padre, respecto a los celos, los arrebatos y las nimias irritaciones que marcaron años ya le­janos y siguen disparando todas nuestras defensas. Aquella épo­ca, aquellas situaciones, sencillamente se han esfumado. Se nos han ido de las manos. Han escapado a nuestro control.



Dentro, sin embargo, las cicatrices todavía duelen. Hemos sido heridos. Hemos herido a otros. Hemos cometido errores. Hemos creado el lío que se originó a causa de ellos. Y, hasta donde nosotros podemos juzgar, no hay –ni nunca hubo– ma­nera alguna de recomponer los vidrios rotos. Entonces, ¿qué podemos hacer ahora?


Si no podemos abordar directamente todas las luchas inaca­badas de nuestra vida, ¿cómo va a ser posible afrontar el final de la vida con alguna suerte de serenidad?


El hecho es que el malestar que se acumula a lo largo de los años es la gracia misma reservada para el tiempo final, para los últimos años, para el pináculo de la vida. Sólo ahora puede la conciencia de estos males marcar realmente una diferencia en nosotros. Sólo ahora puede resultar productivo este dolor. ¿Por qué? Porque ahora debemos afrontarlo en solitario. Ya no hay nadie aquí para perdonarnos, nadie para decirnos que llevamos razón, nadie para ceder a nuestra insistencia, nadie con quien ne­garnos a confraternizar. Antes bien, todo ello está vivo en nues­tro interior. Ahora debemos descender al hondón de nuestro ser y sellar la paz no con nuestros antiguos antagonistas, sino –lo que es más importante– con nosotros mismos, con la conciencia con la que, durante años, nos hemos negado a reconciliamos.


Hay asuntos mucho más relacionados con lo acontecido en nuestro interior que las meras preguntas de quién hizo qué a quién y por qué y qué nos sucedió a resultas de ello. En cam­bio, lo que ahora debemos preguntarnos es en qué nos conver­timos a consecuencia de tales hechos. ¿Nos convertimos en se­res humanos más plenos? ¿O nos limitamos a ir por la vida pro­clamando nuestra inocencia a pesar de la canción interior del al­ma, que nos recordaba cuán culpables éramos en realidad?


Éste es el periodo de la vida en el que debemos comenzar a buscar la respuesta a nuestros problemas, el arreglo de los pro­blemas, no tanto fuera de nosotros cuanto dentro del corazón y el alma. Es tiempo de confrontarnos con nosotros mismos, de sacarnos a nosotros mismos a la luz.


Es un periodo de reflexión y renovación espiritual en la vi­da. Ahora es el momento de preguntarnos qué clase de persona hemos llegado a ser con el paso de los años. ¿Nos gusta esa per­sona? ¿Hemos devenido sobre la marcha más honestos, más amables, más solícitos, más misericordiosos, a causa de todas estas cosas? Y en caso contrario, ¿qué deberíamos estar hacien­do ahora al respecto?


Cualquiera que fuera la causa de las grietas en nuestra vida, nosotros contribuimos en parte a su aparición. ¿Qué queda to­davía en nosotros de aquel niño exigente, narcisista, mimado?


¿Y estamos ahora dispuestos a ocuparnos de la escoria genera­da por tales actitudes?


A medida que el cuerpo comienza a volatizarse, a medida que principiamos a fundirnos con el más allá, ¿somos capaces de desprendernos de aquellas cosas en nuestro interior que du­rante toda la vida han representado un obstáculo entre el resto de la creación y nosotros?


¿Somos capaces mirar de frente a nuestra propia alma y ad­mitir quiénes somos? Si hemos sido egoístas, ¿somos capaces de habituarnos a la disciplina diaria de preocuparnos por los de­más? Si hemos sido deshonestos con nosotros mismos, ¿somos capaces de esforzarnos ahora por confesar la verdad real sobre nosotros? Si hemos vivido sin Dios, ¿somos capaces de confiar en que el Creador de la Vida debe ser también, en cuanto tal, la morada de nuestra alma? ¿Y somos capaces de postrarnos ante la Vida que tiene un derecho sobre la nuestra?


¿Somos capaces de principiar a vernos a nosotros mismos sólo como parte del universo, como un mero fragmento de éste, no como su centro? ¿Somos capaces de movernos a nosotros mismos a aceptar el calor y la lluvia, el dolor y las limitaciones, las inconveniencias y las molestias de la vida, sin pretender cas­tigar pasivamente al resto de la humanidad por las exigencias diarias que conlleva la existencia humana?


¿Somos capaces de sonreír a lo que no hemos sonreído du­rante años? ¿Somos capaces de entregarnos a quienes nos ne­cesitan? ¿Somos capaces de expresar nuestra verdad sin necesi­dad de llevar razón y de aceptar ahora los caprichos de la vida sin necesidad de que el resto del mundo nos envuelva más allá de toda justificación humana para esperar tal cosa? ¿Somos ca­paces de hablar amablemente a las personas y de permitirles que nos hablen?


Los ancianos, se dice, devienen más y más difíciles a medi­da que envejecen. No. En absoluto. Lo único que ocurre es que ya no se preocupan tanto de conservar sus máscaras y están más abiertos a asumir el esfuerzo de ser humanos, de ser personas humanas. Dejan de fingir. Ahora afrontan el hecho de que este periodo, este proceso de envejecimiento, es la última oportuni­dad que se nos concede para ser más que todas las pequeñas co­sas que nos hemos permitido ser en el curso de los años. Pero, primero, hemos de afrontar la pequeñez y regocijarnos en el tiempo que nos queda, a fin de tornarnos dulces en vez de más agrios que nunca.


Una carga de estos años es el riesgo de ceder a nuestro yo más egoísta.


Una bendición de estos años es la oportunidad de confrontarnos con lo que nos ha estado esclavizando en nuestro interior y permitir así a nuestro espíritu volar libre de todo lo que lo ha estado atando a la tierra du­rante años y años.










Educación diferente

Felipe Pou Ampuero


RESUMEN:

1. La educación de los niños y de las niñas debe ser inevitablemente moral, debe enseñar el arte de vivir con coherencia. Lo importante no es lo que se logra externamente con notas y calificaciones, sino el mejoramiento de la persona, que sea capaz de ser un buen ciudadano.

2. La educación es ante todo formación personal, capacidad de vivir para uno mismo y para los demás, madurez personal y crecimiento en las virtudes —o valores, si prefieren— para mejora personal y de la sociedad en la que se vive.

3. Todos tienen derecho a la educación: primero en el ámbito primario de la familia, donde los hijos aprenden a querer y a respetar a los demás; después en el sistema educativo donde se debe garantizar el acceso de todos los ciudadanos a la educación, a la formación de la personalidad para ser buenos ciudadanos.

4. El derecho a educar es un derecho de los padres, no del poder y es a los padres a quienes el poder debe garantizar la educación de sus hijos tal y como los padres determinen. Son los padres quienes tienen en derecho a elegir el tipo de enseñanza que desean para sus hijos.

5. Cada persona nace hombre o mujer con ritmos diferentes de maduración personal y de aprendizaje. Los niños y las niñas no aprenden igual porque presentan diferencias básicas en su constitución y en su desarrollo que determinan que el proceso de aprendizaje de cada uno sea distinto.

6. Es necesario y conveniente un modelo educativo que permita atender adecuadamente la diversidad del hombre y de la mujer, que tienen los mismos derechos pero presentan diferencias que no sólo son sexuales, sino que afectan a toda la persona.

7. El modelo de enseñanza que propugna una escuela única, pública y laica sometida a las ideologías está anclado en el pasado y es regresivo: la sociedad se mueve hacia un creciente pluralismo ideológico y cultural y ahora tenemos datos y pruebas que avalan el error de los dogmatismos educativos de antaño.

8. La formación integral de los hijos determina que siempre se tenga muy presente las peculiaridades de cada sexo en su propia formación.

1. Formación

Bien sabemos que educar no es simplemente instruir o enseñar ciencias o técnicas especiales de algún oficio. A la vista tenemos el amplio muestrario de científicos y técnicos, juristas y médicos que no parecen personas cultivadas. Más bien se podría decir de ellos que se parecen a esa estampa de un burro cargado de libros: ciencia mucha, pero brutalidad también.

Y es que la educación completa de una persona no solamente alcanza a los datos, a los conceptos y a los libros, sino que debe llegar hasta la raíz. La educación de los niños y de las niñas debe ser inevitablemente moral, debe enseñar el arte de vivir con coherencia19.

Los expertos en educación señalan que el auténtico crecimiento educativo, la adquisición de una madurez personal e intelectual de altura, no se logra por medio del activismo bullicioso, sino más bien a través de la serenidad que procede del silencio creativo, del reposo y del sosiego y del cultivo —también— del espíritu20. La sociedad posmoderna en que vivimos se ha olvidado de estas premisas y valora más la eficacia que la fecundidad —el ruido más que las nueces— olvidando que lo importante no es lo que se logra externamente con notas, calificaciones y «números uno», sino el mejoramiento de la persona, que sea capaz de ser un buen ciudadano.

Por esto la educación no se puede reducir a hacer cosas, a obtener títulos, a acaparar conocimientos y datos hasta que no quepan más en la cabeza del chico. La educación es ante todo formación personal, capacidad de vivir para uno mismo y para los demás, madurez personal y crecimiento en las virtudes —o valores, si prefieren— para mejora personal y de la sociedad en la que se vive.



2. Derecho a educar

El derecho a la educación, a la formación integral de la persona es un derecho primario, original, que corresponde a cada persona por el sólo nacimiento. Todos tienen derecho a la educación: primero en el ámbito primario de la familia, donde los hijos aprenden a querer y a respetar a los demás; después en el sistema educativo donde se debe garantizar el acceso de todos los ciudadanos a la educación, a la formación de la personalidad para ser buenos ciudadanos21.

Pero si en esto estamos de acuerdo no sucede lo mismo cuando se cuestiona quién tiene derecho a educar. La educación es un derecho de la persona que debe ser garantizado por las autoridades y los poderes públicos y que en consonancia con la libertad íntima de la persona debe ser educada en libertad y con una oferta plural educativa. Pero el derecho a educar no le corresponde a los poderes públicos ni al Estado. El derecho a educar es un derecho de los padres, no del poder y es a los padres a quienes el poder debe garantizar la educación de sus hijos tal y como los padres determinen. Son los padres quienes tienen en derecho a elegir el tipo de enseñanza que desean para sus hijos.

Los padres son los responsables de sus hijos, aunque solamente fuera porque son ellos los que les han traído a la vida. Los padres ejercen la autoridad sobre sus hijos y determinan sus cuidados, alimentación, atención médica, intervenciones quirúrgicas y... la educación que les corresponda. El Estado y los poderes públicos deben garantizar, asegurar y ayudar a los padres en el ejercicio del derecho a educar a sus propios hijos según sus propias opiniones, creencias, convicciones y determinaciones. Pero el Estado no puede arrogarse un derecho que no le corresponde, sería tanto como usurpar lo que de suyo corresponde a los padres para ejercerlo sin derecho.

Así lo han establecido las instancias internacionales desde el principio. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948 establece en su artículo 26 el derecho a la educación gratuita de toda persona, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental, y que ésta será obligatoria. También señala que la educación debe tener por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana. Por último, declara que son los padres quienes tienen derecho a escoger la educación de sus hijos.

Nuestra Constitución también reconoce este derecho de los padres y establece en su artículo 27 que los padres tienen derecho a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones señalando como límite al carácter propio de cada centro educativo que se respeten los principios democráticos de convivencia y los derechos y libertades fundamentales. En todo lo demás, nuestra Constitución reconoce el derecho de los padres a elegir el tipo de educación que desean para sus hijos y el derecho de los titulares de los centros educativos para ofrecer un determinado modelo de escuela.



3. Diferentes

Los hombres y las mujeres son personas con los mismos derechos y la misma dignidad y estima personal, pero son diferentes ¡vaya que son diferentes!

Cada persona nace hombre o mujer con ritmos diferentes de maduración personal y de aprendizaje. Los niños y las niñas no aprenden igual porque presentan diferencias básicas en su constitución y en su desarrollo que determinan que el proceso de aprendizaje de cada uno sea distinto. No se trata de que los niños y las niñas aprendan distintas cosas: todos aprenden la misma tabla de multiplicar, pero lo aprenden de distinta forma.

El cerebro masculino difiere claramente del femenino y, además, desde el principio, antes de que las hormonas sexuales puedan tener alguna influencia22. No todos los pares de ojos son iguales. En las retinas femeninas predominan las células P, sensibles al color y la textura, mientras que en las retinas masculinas predominan las células M que detectan el movimiento. Tampoco todos los oídos son iguales. Desde muy pequeñas las niñas son más sensibles a los sonidos que los niños.

Los recién nacidos no reaccionan todos del mismo modo a lo que entra en su campo visual: las niñas responden a expresiones faciales y los niños a objetos en movimiento23. En fin, que la ciencia demuestra que los niños y las niñas no juegan igual, no ven igual, no oyen igual, no ven el mundo de la misma manera. Hoy sabemos que las diferencias innatas entre los niños y las niñas son profundas. Lo inteligente es entenderlas y aprovecharlas, no encubrirlas ni despreciarlas.

Si no fuera una desgraciada realidad se podría relatar como una anécdota que muchos niños medicados con «Retalin» no tienen hiperactividad, sino que sencillamente son chicos y una profesora que les habla suavemente y desconoce su diferencia masculina les aburre enormemente.

Por tanto, es necesario y conveniente un modelo educativo que permita atender adecuadamente la diversidad del hombre y de la mujer, que tienen los mismos derechos pero presentan diferencias que no sólo son sexuales, sino que afectan a toda la persona. Precisamente si queremos que el hombre y la mujer sean iguales y sepan lo mismo debemos enseñárselo de manera distinta y adecuada a cada uno de ellos24.

Las chicas maduran biológica y psicológicamente antes que los varones que resultan perjudicados en las aulas mixtas porque esa comparación constante con las chicas provoca un comportamiento inhibitorio. Las mujeres tienen mayor facilidad para las relaciones humanas, delicadeza en el trato y seriedad en el compromiso; mientras que los hombres se orientan más hacia el pensamiento abstracto y los grandes ideales.

Las escuelas mixtas provocan que haya muchos menos chicos con inclinación al arte y muchas menos vocaciones científicas de las chicas tan sólo por no tener que soportar de los compañeros calificativos despiadados y crueles en plena adolescencia.



Según un estudio reciente25 las chicas rinden peor cuando tienen profesores del otro sexo, mientras que con los chicos ocurre lo mismo pero al revés, si el profesor en varón los chicos aprenden mejor. Las chicas aventajan a los chicos en lengua pero los chicos superan a las chicas en ciencias. Hasta donde concluye el estudio, tener un profesor del sexo opuesto es peor para los alumnos, aunque no aclara exactamente por qué: podría influir las actitudes espontáneas o incluso inconscientes del docente hacia los alumnos del otro sexo y de éstos hacia aquellos; pero también podría suceder que los docentes desconozcan o no tengan en cuenta que cada sexo tiene su propio estilo de aprender.

Lo que resulta incuestionable es que un aula mixta presente variables emocionales, conductuales y evolutivas mucho más acentuadas y dispares que un aula de un solo sexo.

La pregunta es: ¿separar alumnos por sexo es discriminar? Por qué, a menudo se podría decir que ocurre lo contrario, se podría decir que es más igualitarista separar a los desiguales para enseñarles lo mismo con la misma calidad educativa26.

La sensibilidad de la sociedad actual hacia la discriminación ha llevado a plantearse la cuestión de si toda separación o diferencia es discriminatoria. La UNESCO en la «Convención relativa a la lucha contra las discriminaciones en la esfera de la enseñanza» (1960) sostiene, en su artículo 2, que la creación de sistemas de enseñanza separados no serán considerados discriminaciones27.

La Asociación Americana de Mujeres Universitarias, en un estudio realizado con 1.331 chicas, señala que en los centros con educación mixta las chicas reciben una atención menor por parte de los profesores en su trabajo y en la solución de sus dudas28. Porque hay que tener en cuenta que existen una serie de factores diferenciales en el aprendizaje que aumentan o disminuyen la calidad de la enseñanza como son a) el fomento de la serenidad y concentración en el estudio; b) evitar la competitividad entre chicos y chicas en la adolescencia; y c) ser conscientes que la mujer es más comunicativa que el hombre y atender a esta realidad29.



4. Escuelas diferentes para igualar

La educación mixta defrauda tanto a los chicos como a las chicas por la simple razón que los chicos y las chicas aprenden de distintas maneras. El «establishment» educativo ha adoctrinado a profesores y padres con el dogma de que a los chicos y las chicas se les debe enseñar las mismas materias, de la misma manera y al mismo tiempo. Pero esto es hacer violencia a la naturaleza y así se han extendido los problemas típicos de la escuela mixta.

El modelo de enseñanza que propugna una escuela única, pública y laica sometida a las ideologías está anclado en el pasado y es regresivo: la sociedad se mueve hacia un creciente pluralismo ideológico y cultural y ahora tenemos datos y pruebas que avalan el error de los dogmatismos educativos de antaño.

La escuela mixta existía en el siglo XIX por falta de espacio: ¡todos juntos en un aula! Luego en los años sesenta aumentó la escolarización y los años de estudio, pero no había dinero suficiente para construir escuelas separadas. El pecado original de la escuela mixta es ése: el resultado de una restricción presupuestaria30.

La escuela mixta no nació para combatir la desigualdad de los sexos, eso se argumentó luego, en el 68 y desde las posiciones feministas en donde se equiparó la escuela mixta a igualitarismo. Pero la experiencia demuestra que la escuela mixta no ha conseguido asegurar la igualdad de los sexos ni la de las oportunidades, dos importantes objetivos que se esperaban de ese sistema escolar.

Entonces, ¿qué es mejor para nuestros hijos? No puede negarse que el asunto se encuentra en discusión y que hasta ahora no se cuenta con evidencias científicas suficientes para decidirse por la escuela mixta o diferenciada. Con todo hay numerosos indicios de que el dogmatismo educativo mixto actual —así como el contrario en su momento— carece de base pedagógica suficiente31.

Pero al no existir una evidencia científicamente comprobada sobre qué sistema es más ventajoso, son los padres quienes tienen el derecho a escoger el tipo de escuela que desean para sus hijos y las autoridades deben facilitar ese derecho a los padres, incluso ofreciendo centros de escolarización diferenciada también en la red pública. No es aceptable argumentar que si los padres quieren una educación diferenciada para sus hijos deben pagarla porque no existe dinero público para la enseñanza, propiamente lo que existe son fondos procedentes de los impuestos que pagan los ciudadanos que se pueden y deben destinar a la enseñanza en todas sus modalidades.

Los padres, titulares del derecho a la educación de sus hijos, deberán tener en cuenta que la educación diferenciada no es sólo una cuestión de enseñanza o de escolarización, sino, sobre todo, es una cuestión familiar y de formación integral de los hijos que determina que siempre se tenga muy presente las peculiaridades de cada sexo en su propia formación.













Durante este curso añadimos esta sección dedicada al Beato Miguel Rua, sucesor de Don Bosco, cuyo centenario de su muerte estamos celebrando.



Homilía de Pablo VI

en la beatificación de Don Miguel Rua

Basílica de San Pedro del Vaticano, 29-X-1972



¡Venerables Hermanos y queridísimos hijos,

bendigamos al Señor!

ESCUCHAD

¡D. Rua acaba de ser declarado «beato» por Nos!


Una vez más se ha realizado un prodigio. Sobre la muchedumbre de la Humanidad, levantado por los brazos de la Iglesia, este hombre, invadido por un espíritu sacer­dotal, que la gracia de Dios recibida y secundada por un corazón heroicamente fiel ha hecho posible, emerge a un nivel superior y luminoso y hace que converjan en él la admiración y el culto, autorizados para aquellos hermanos que, llegados a la otra vida, han alcanzado ya la bienaven­turanza del reino de los cielos.

Un débil y agotado perfil de sacerdote, todo afabilidad y bondad, todo deber y sacrificio, se proyecta sobre el ho­rizonte de la historia y allí permanecerá para siempre: es D. Miguel Rua, «beato».

¿Estáis contentos? Superfluo preguntarlo a la triple fa­milia salesiana, que aquí en el mundo se alegra con Nos y transmite su júbilo a toda la Iglesia. Donde quiera que están los Hijos de D. Bosco, hoy es fiesta. Y es fiesta especialmente para la Iglesia de Turín, patria terrena del nuevo beato, la cual se ve inscrita, en el ejército, podemos decir, moderno de sus elegidos, una nueva figura sacerdotal; que demuestra las virtudes de su estirpe civil y cristiana, y que ciertamente promete otra fecundidad futura.

D. Rua «beato». No vamos a dibujar ahora su perfil biográfico ni vamos a hacer su panegírico. Su historia es ya muy conocida por todos.

No son ciertamente los valores salesianos los que pri­van de celebridad a sus héroes. Y es este un homenaje de­bido a sus virtudes que, al hacerlos populares, extiende la luz de su ejemplo y multiplica su benéfica eficacia; crea la epopeya para la edificación de nuestro tiempo.

Y ahora, en este momento, en el que la emoción ju­bilosa llena nuestros espíritus, preferimos más bien meditar que escuchar. Así, pues, meditemos durante unos instantes sobre el aspecto característico de D. Rua, aspecto que lo define y que con una sola mirada nos lo dice todo, nos lo hace comprender. ¿Quién es D. Rua?

Es el primer Sucesor de D. Bosco, el santo Fundador de los Salesianos. ¿Y por qué ahora D. Rua es beatificado, es decir, glorificado? Es beatificado y glorificado justa­mente porque es sucesor, es decir, continuador; hijo, discí­pulo, imitador; el cual ha hecho con otros indudablemente, pero el primero entre ellos, del ejemplo del Santo una escue­la, de su obra personal, una institución extendida, puede de­cirse, por toda la Tierra; de su vida una historia, de su regla un espíritu, de su santidad un tipo, un modelo; ha hecho de la fuente, una corriente, un río.

Recordad la parábola del Evangelio: «El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza que un hombre coge y siembra en su campo; y con ser la más pequeña de todas las semillas, cuando ha crecido es la más grande de todas las plantas, y llega a hacerse un árbol de suerte que las aves del cielo vienen a anidar en sus ramas» (Mateo, XIII, 31-32). La prodigiosa fecundidad de la familia salesiana, uno de los mayores y más significativos fenómenos de la perenne vitalidad de la Iglesia en el siglo pasado y en el actual, ha tenido en D. Bosco el origen, en D. Rua la continuidad. Ha sido este su discípulo el que, desde los humildes comienzos de Valdocco, ha servido a la obra salesiana en su virtualidad expansiva, ha captado la felici­dad de la fórmula y la ha desarrollado con coherencia fiel, pero siempre con genial novedad. D. Rua ha sido el fide­lísimo y por ello el más humilde y al mismo tiempo el más denodado de los Hijos de D. Bosco.

Esto ya es conocidísimo. No recordaremos pasajes que la documentación de la vida del nuevo beato ofrece con exuberante abundancia; pero haremos una sola reflexión, que Nos consideramos, especialmente hoy, muy importante. Dicha reflexión afecta a uno de los valores más discutidos, en bien y en mal, de la cultura moderna, queremos decir, la tradición. D. Rua ha inaugurado una tradición.

La tradición, que encuentra cultivadores y admiradores en el campo de la cultura humanística, la historia, por ejem­plo, el devenir filosófico, no es honrada, en cambio, en el campo operativo, en el que más bien «la rotura de la tra­dición» —la revolución, la renovación apresurada, la origi­nalidad siempre impaciente de la escuela ajena, la indepen­dencia del pasado, la liberación de todo vínculo— parece que se ha convertido en norma de la modernidad, en la condición del progreso. No contestamos a lo que hay de saludable y de inevitable en esta actitud de la vida pro­yectada hacia adelante, que avanza en el tiempo, en la experiencia y en la conquista de las realidades circunstan­tes; pero advertiremos sobre el peligro y el daño del re­chazo ciego de la herencia que el pasado, mediante una tradición sabia y selectiva, transmite a las nuevas genera­ciones.

No prestando la debida atención a este proceso de trans­misión, podremos perder el tesoro acumulado de la cultura, y vernos obligados a reconocer que hemos retrocedido y que no hemos progresado, y a comenzar de nuevo, desde el principio, una fatiga extenuante. Podremos perder el tesoro de la fe, que tiene sus raíces humanas en deter­minados momentos de la historia que huye para encontrar­nos de nuevo náufragos en el océano misterioso del tiempo, sin tener ya la noción, ni la capacidad del camino a recorrer. Discurso inmenso, pero que aparece en la primera página de la pedagogía humana y que nos advierte, aunque no de otra cosa, del mérito que tiene todavía el cultivo de la sabiduría de nuestros mayores, y para nosotros, hijos de la Iglesia, el deber y la necesidad que tenemos de beber en la tradición aquella luz amiga y perenne que desde el pasado lejano y próximo proyecta sus rayos sobre nuestro camino procedente.

Pero para nosotros, el discurso, de cara a D. Rua, se hace siempre sencillo y elemental; pero no por esto menos digno de consideración. ¿Qué nos enseña D. Rua? ¿Cómo ha podido subir a la gloria del Paraíso y a la exaltación que la Iglesia hace hoy de él? Precisamente, como decía­mos, D. Rua nos enseña a ser continuadores, es decir, se­guidores, alumnos, maestros, si queréis, por el hecho de ser discípulos de un maestro superior. Ampliemos la lección que de él nos llega; él enseña a los salesianos a permanecer salesianos, hijos siempre fieles de su Fundador, y nos en­seña después a todos la reverencia al magisterio, que pre­side el pensamiento y la economía de la vida cristiana. Cristo mismo, como Verbo procedente del Padre, y como Mesías ejecutor e intérprete de la Revelación a él concer­niente, ha dicho de sí: «Mi doctrina no es mía, sino de Aquel que me ha enviado» (Juan, VII, 16),

La dignidad del discípulo depende de la sabiduría del maestro. La imitación en el discípulo no es ya pasividad, ni servilismo: es fermento, es perfección (cfr. I Cor. IV, 16). La capacidad del alumno para desarrollar la propia perso­nalidad procede, en efecto, de aquel arte extractivo, propio del preceptor, y cuyo arte se llama justamente educación, arte que guía la expansión lógica, pero libre y original, de las cualidades virtuales del alumno.

Queremos decir que las virtudes de las que D. Rua nos sirve de modelo y en las que se ha basado la Iglesia para su beatificación, son todavía las virtudes evangélicas de los humildes pertenecientes a la escuela profética de la santidad; de los humildes, a los que han sido revelados los misterios más elevados de la divinidad y de la humani­dad (cfr. Mt. XI, 25).

Si de verdad a D. Rua se le califica como el primer continuador del ejemplo y de la obra de D. Bosco, nos gustará considerarlo siempre, y venerarlo, en este aspecto ascético de humildad y de dependencia; pero no podremos olvidar jamás el aspecto dinámico de este pequeño-gran hombre, mucho más porque nosotros, no ajenos a la men­talidad de nuestra época, inclinada a medir la estatura de un hombre por su capacidad de acción, nos damos cuenta de que tenemos delante un atleta de actividad apostólica que, siempre sobre el molde de D. Bosco, pero con dimen­siones propias y crecientes, confiere a D. Rua las propor­ciones espirituales y humanas de la grandeza. En efecto, su misión es grande. Los biógrafos y los críticos de su vida han encontrado en ella virtudes heroicas, requisitos que la Iglesia exige para el resultado positivo de las cau­sas de beatificación y de canonización, y que suponen y demuestran una extraordinaria abundancia de gracia divina, causa primera y suma de la santidad.

La misión que hizo grande a D. Rua se proyecta en dos direcciones exteriores distintas, pero que en el corazón de este poderoso operario del reino de Dios se entrelazan y se funden, como sucedió habitualmente en la forma de apostolado que la Providencia le asignó: la Congregación Salesiana y el Oratorio, es decir, las obras para la juventud y todas las demás que forman su corona. Aquí nuestro elogio debería dirigirse a la triple familia religiosa que tuvo su raíz, en primer lugar, en D. Bosco, y después en D. Rua, con sucesión lineal; la familia de los sacerdotes salesianos, la de las Hijas de María Auxiliadora y la de los Cooperadores Salesianos, cada una de las cuales tuvo un maravilloso desarrollo bajo el impulso metódico e in­cansable de nuestro beato.

Baste recordar que, en los veinte años de su gobierno, de las 64 casas salesianas fundadas por D. Bosco durante su vida, éstas se multiplicarían hasta llegar a 314. Vienen a los labios, en sentido positivo, las palabras de la Biblia: «El dedo del Señor está aquí» (Ex. VIII, 19). Glorificando a D. Rua, damos gloria al Señor, que ha querido, en su persona, en el numeroso ejército de sus hermanos y en el rápido incremento de la obra salesiana, manifestar su bon­dad y su poder, capaces de suscitar incluso en nuestro tiempo, la inagotable y maravillosa vitalidad de la Iglesia, y de ofrecer a su ansia apostólica nuevos campos de .tra­bajo pastoral, que el impetuoso y desordenado desarrollo social ha abierto ante la civilización cristiana. Y saludamos, rebosantes con ellos de júbilo y esperanza, a todos los hijos de esta joven y floreciente familia salesiana, que hoy, bajo la mirada amiga y paternal de su nuevo beato, reaniman su marcha por el camino empinado y recto de la ya reco­nocida tradición de D. Bosco.

Además, las obras salesianas se iluminan delante de Nos encendidas por el santo fundador y con nuevo brillo del beato continuador. Os miramos, jóvenes de la gran escuela salesiana. Vemos reflejado en vuestros rostros y resplan­decientes en vuestros ojos el amor, bajo cuya protección maravillosa os han puesto D. Bosco y con él D. Rua y todos sus hermanos de ayer, de hoy y también de ma­ñana. Cuan queridos y hermosos sois para Nos y con cuánto agrado os vemos alegres, vivaces y modernos; sois jóvenes, crecidos y crecientes en esta multiforme y providencial obra salesiana.

Cómo aprieta en el corazón la emoción de las cosas extraordinarias que el genio de caridad de San Juan Bosco y del beato Miguel Rua y de sus millares y millares de discípulos han sabido crear para vosotros; para vosotros especialmente, hijos del pueblo, para vosotros, si estáis ne­cesitados de asistencia y de ayuda, de instrucción y de edu­cación, de entrenamiento para el trabajo y para la oración; para vosotros, si hijos de la desgracia o confinados en tierras lejanas, esperáis a quien se aproxime a vosotros, con la sabia pedagogía preventiva de la amistad, de la bondad, de la alegría, a quien sepa jugar y dialogar con vosotros, a quien os haga buenos y firmes, haciéndoos serenos, puros, valientes y fieles, a quien os descubra el sentido y el deber de la vida, y os enseñe a encontrar en Cristo la armonía de todas las cosas.

También a vosotros. Nos os saludamos hoy, alumnos pequeños y mayores de la jovial y laboriosa competición salesiana y con vosotros a otros muchos coetáneos vuestros de las ciudades y de los campos, a vosotros de las escuelas y de los campos de deportes, a vosotros, del trabajo y del sufrimiento; y a vosotros, de nuestras clases de catecismo y de nuestras iglesias, sí, desearíamos dirigiros a todos por unos momentos el «atentos» e invitaros a elevar las miradas hacia este nuevo Beato D. Miguel Rua, que os ha amado tanto, y que ahora, por mediación de nuestra mano, que quiere ser la de Cristo, a cada uno particularmente y a todos juntos os bendice.






Añadimos también otra sección en este Año Sacerdotal, dedicado a la memoria de san Juan María Vianney, y a todos los sacerdotes que, como Don Bosco, fueron fieles al camino evangélico que el Señor les fue trazando.


DON BOSCO, sacerdote32


En diciembre de 1866, Don Bosco viajó a Florencia. Apenas lo supo el ministro Ricasoli, le invitó a que fuese a verle. Llegado al palacio Pitti, Don Bosco le dijo al ministro mientras salía a recibirle: «¡Excelencia! iSepa que Don Bosco es sacerdote en el altar, sacerdote en el confesionario y sacerdote en medio de sus muchachos; sacerdote en Turín y sacerdote en Florencia; sacerdote en casa del pobre y sacerdote en el palacio del Rey y de sus Ministros!) (MB VIII 455). Semejantes afirmaciones no eran en los labios de Don Bosco un saludo preparado de antemano. Con ellas expresaba su profunda convicción y su rica experiencia sacerdotal, y revelaba, además, un rasgo esencial de su vida de apóstol de los jóvenes y del pueblo.


El objetivo del presente tema es precisamente el realizar una aproximación a la figura sacerdotal de nuestro Padre en el primer centenario de su muerte. Para conseguirla veremos, primero, las principales características de los sacerdotes italianos del siglo XIX, con el fin de situar históricamente a Don Bosco sacerdote; presentaremos, a continuación, las convicciones y las actitudes profundas de Don Bosco sobre la vocación sacerdotal; intentaremos, finalmente, esbozar algunos rasgos que caracterizaron el sacerdocio de nuestro Padre.



1. DON BOSCO, SACERDOTE CON LOS SACERDOTES ITALIANOS DEL SIGLO XIX


Para conocer a Don Bosco como sacerdote ayudará grandemente el saber cómo eran los sacerdotes italianos de su época, ya que también en este aspecto nuestro Fundador fue un hombre de su siglo y de su Iglesia, y asumió, sin duda, muchos de los rasgos y de las características del clero italiano del siglo XIX.


Según Pietro Stella, el sacerdote del 800 tenía las siguientes características. (Resumimos su trabajo: «Il prete dell'Ottocento: tra la rivoluzione francese e la rivoluzione industriale».) Es una persona que cuida atentamente la vida espiritual y alimenta su vida interior con la fidelidad a un conjunto de prácticas de piedad que siente como sostén indispensable de su ministerio. Al mismo tiempo, es muy introspectivo: se observa a sí mismo, estudia los propios sentimientos, controla su interior a la luz de las prácticas que se impone para determinados momentos del día, para cada semana, para cada mes y para cada año. Es un sacerdote frugal, incluso pobre.


El sacerdote del 800 tiende a ser un celoso pastor. Su celo se desarrolla en la administración de los sacramentos -especialmente el de la confesión-, en la dirección espiritual, en la predicación, en la catequesis, en cuidar de modo especial la doctrina y la moral de los fieles. De hecho, el sacerdote lleno de celo apostólico caracteriza al siglo XIX más que el sacerdote culto y más que el sacerdote patriota. Sin embargo, no obstante su espíritu apostólico, el clero del 800 no realiza un repensamiento orgánico de la propia pastoral adecuado a las transformaciones sociales. Con facilidad vive atrincherado en la defensa de las masas que son (o se consideran) creyentes, sobre todo en las zonas no iniciadas aún en el proceso de industrialización o no sacudidas por otros factores culturales, políticos o sociales. No se plantea demasiado el problema de las clases culturales que necesitan ser nuevamente empapadas de cristianismo. Prefiere más bien la protección y la inmunización respecto a la cultura «laica».


Gran parte del clero del 800 tiende a ser caritativo: construye asilos, crea oratorios festivos para jóvenes, incrementa las asociaciones apostólicas; hacia finales del siglo, funda sociedades de ayuda mutua, cajas rurales, residencias para ancianos.


El sacerdote italiano del siglo XIX es con frecuencia polémico contra aspectos del progreso humano: coloca con facilidad ciertos elementos de promoción civil bajo la etiqueta de la revolución. Desconfía también de la fábrica; esta desconfianza colaborará en dar un tono anticlerical, cuando no irreligioso, al ambiente artesanal, y en el divorcio entre el mundo obrero y la sociedad clerical-católica.


Para el sacerdote del 800 el tiempo en que vivía era más tiempo de luchas que de victorias. Es, pues, un sacerdote con dificultades porque en el ámbito de su ministerio los cultos son con frecuencia anticlericales, y los burgueses (médicos, farmacéuticos, notarios, abogados) son por profesión también escépticos y positivistas. Es un sacerdote que se siente incomprendido e incluso ofendido, pero en general no es un sacerdote frustrado. Todo lo contrario. Es muy consciente de su propia e íntima dignidad, y cree profundamente en su propio ideal. Por una parte, se siente considerado un anacronismo, pero, por otra, está íntimamente convencido de ser un llamado para cooperar, con la ayuda divina, en la salvación de las almas y en los triunfos de la Iglesia, El sacerdote del siglo XIX bebe en su teología (todo lo esquemática que se quiera, pan pobre cuanto se quiera) una espiritualidad esencial, y saca de ellas abundantes fuerzas -o, al menos, suficientes- para desarrollar en la sociedad religiosa el papel que le asignaba la específica teología sacramental post-tridentina.



2. LAS CONVICCIONES Y LAS ACTITUDES SACERDOTALES DE DON BOSCO


Acercarse a Don Bosco sacerdote desde la perspectiva de la figura-robot del sacerdote del 800 es ciertamente útil, pero necesariamente incompleto. Quedarse en dicha mirada sería lo mismo que contentarse con un conocimiento generalizado del sacerdocio de nuestro Padre. Por eso queremos dar otro paso y acercamos de forma más concreta y específica al sacerdocio de Juan Bosco.



2.1. Don Bosco apreció y valoró la vocación sacerdotal


Don Bosco afirmaba que el sacerdocio es «el estado más hermoso y más noble que pueda existir en la tierra» (MB VI 92), « la más alta dignidad a la que puede ser elevado un hombre» (MB IX 319). A los clérigos les decía que « la vocación al estado eclesiástico es un don de Dios» (MB V 100); «el don más grande que Dios puede hacer» (MB VI 92).


Personalmente reconocía «el favor incalculable de ser llamado por el Señor a su divino servicio» (MB I 364), hasta el punto de exclamar: «¡Qué contento estoy de ser sacerdote!» (MB III 221). Este gran aprecio por el sacerdocio y la conciencia de su alta dignidad hacían que Don Bosco supiera infundir en los jóvenes un elevado concepto, aprecio y respeto por dicho estado (MB I 364); que sufriera grandemente por los sacerdotes que no estaban a la altura de su dignidad (MB V 465); Y que trabajara por la recuperación y la dignificación de aquellos sacerdotes que habían tenido alguna experiencia negativa, se habían desencaminado o no llevaban una vida ejemplar.



2.2. Don Bosco fue consciente de las exigencias y responsabilidades inherentes a la vocación sacerdotal


Don Bosco tenía muy claro que el sacerdocio exige un elevado grado de virtud. Predicando los Ejercicios Espirituales en 1868, se preguntaba: «¿Cuál debe ser la santidad de un sacerdote o de un aspirante al estado sacerdotal?». Y respondía: «Tiene que ser un ángel, es decir, un hombre celestial: debe poseer todas las virtudes requeridas en este estado» (MB IX 319). En otra ocasión afirmó: «Yo no quiero tener conmigo clérigos de poca virtud; y estoy dispuesto a hacer que deje la sotana aquél que tenga menos virtud que vosotros -los jóvenes-. El que se encamina a la carrera sacerdotal debe poseer una virtud superior a la de un seglar» (MB VIII 30).


Las virtudes que más insistentemente deseaba que tuvieran los sacerdotes eran la fe y la caridad, el celo apostólico y la laboriosidad, la oración acompañada de la práctica de los sacramentos y la vida interior, la castidad y la pobreza, la humildad y la templanza, el estudio y la mortificación, la pureza de intención y la devoción a María.


Junto a la necesaria virtud, Don Bosco subrayaba el grado de entrega a Dios y a las almas que debe poseer el sacerdote. «Ser sacerdote -afirmaba- quiere decir tener continuamente la obligación de mirar por los intereses de Dios y por la salvación de las almas» (MB III 68). Y añadía: «Sacerdote quiere decir ministro de Dios y no negociante. El sacerdote debe trabajar por la salvación de muchas almas y no en pensar que marchen bien sus asuntos temporales» (MB XII 282). Tampoco ignoraba las renuncias que debe hacer quien abraza el estado sacerdotal. A un joven que se interesaba por dicho estado le hizo observar que hacerse sacerdote quería decir renunciar a los placeres terrenos, a las riquezas, a los honores del mundo, a los cargos brillantes; estar pronto para soportar desprecios por parte de los malos y dispuesto a hacerla todo, a soportarlo todo para promover la gloria de Dios, ganarse almas y, en primer lugar, salvar la propia (MB V 501-502). Nuestro Padre resumió la responsabilidad que comporta el estado sacerdotal en esta inquietante frase: «El sacerdote ni se salva ni se condena solo». En 1841, durante los Ejercicios Espirituales en preparación a la ordenación sacerdotal, escribió: «El sacerdote no va solo al cielo ni va solo al infierno. Si obra bien, irá al cielo con las almas que salve con su buen ejemplo. Si obra mal, y da escándalo, irá a la perdición con las almas condenadas por su escándalo». Esta convicción debió estar tan arraigada en él que sus biógrafos la reproducen por lo menos otras seis veces al escribir su vida.



2.3. Don Bosco exigió coherencia con el estado sacerdotal, y vivió en coherencia con él


Don Bosco pensaba que el sacerdote debe ser coherente con su estado y sus obligaciones; exigía esta coherencia y se la imponía a sí mismo. Un día dijo a Don Merlone: «Mira, amigo mío, un sacerdote fiel a su vocación es un ángel; y quien no es así, ¿qué resulta? Se convierte en objeto de compasión y de desprecio para el mundo» (MB IX 357).


En el corazón de nuestro Padre resonaron toda la vida las palabras que le dirigió su madre el día antes de partir para el seminario: «¡Por amor de Dios! No deshonres ese hábito. Quítatelo enseguida. Prefiero tener un pobre campesino a un hijo sacerdote descuidado en sus deberes». El comportamiento poco ejemplar de algunos sacerdotes hizo pensar a Juan Bosco el mismo día de la vestición de la sotana: «Si supiera que había de ser un sacerdote de esos, preferiría quitarme la sotana y vivir como un pobre seglar, pero buen cristiano». En base a estas convicciones, Don Bosco


pedía coherencia con el mismo estado sacerdotal. «Lo que quiero -decía-, y en lo que insisto e insistiré mientras tenga aliento y voz, es que el que se hace clérigo sea un clérigo santo y el que se hace sacerdote sea un sacerdote santo. Que el que quiere tener parte en la herencia del Señor abrazando el estado eclesiástico, no se enrede en asuntos mundanos, sino que atienda solamente a la salvación de las almas. Esto pido: que todos, especialmente el eclesiástico, sean luz que ilumine a todos los que los rodean y no tinieblas que engañen a quien las sigue» (MB XII, 531);


pedía coherencia con la entrega a Dios. Las palabras oídas a los quince años de labios del clérigo Cafasso se convirtieron en convicción de su vida: «Quien abraza el estado eclesiástico se entrega al Señor, y nada de cuanto tuvo en el mundo debe preocuparle, sino aquello que puede servir para gloria de Dios y provecho de las almas».


pedía coherencia con la misión sacerdotal. «El que se hace sacerdote solamente debe buscar almas para Dios», afirmó en las Buenas noches del 10 de mayo de 1875 (MB X 207). Y en otra ocasión: "Cada palabra del sacerdote debe ser sal de vida eterna, en todo lugar y con cualquier persona. Quien se acerca a un sacerdote debe sacar siempre de su trato alguna verdad que sea de provecho para su alma» (MB VI 291).


quería coherencia con las propias obligaciones. A la marquesa Barolo, que en 1846 le agradecía el trabajo realizado, le responde: «No necesito que me lo agradezca, señora marquesa...; el sacerdote debe trabajar por obligación y yo no he hecho más que cumplir con mi deber; espero de Dios la recompensa, si la he merecido» (MB II, 346). Seis años más tarde dirá a quienes le intimidaban a dejar de publicar las Lecturas Católicas: «Ustedes, señores, no conocen a los sacerdotes católicos. Mientras viven trabajan por cumplir con su deber».


Añadir que Don Bosco vivió generosamente la coherencia que pedía a los sacerdotes, resulta una afirmación claramente innecesaria por la evidencia de su misma vida.



3. PRINCIPALES RASGOS CARACTERÍSTICOS DEL SACERDOCIO DE DON BOSCO


Aceptado que Don Bosco participó en mayor o menor grado de la figura-robot del sacerdote de su siglo, que hemos resumido en el primer apartado, hay que añadir que vivió y realizó su vocación sacerdotal según unos rasgos característicos, e incluso originales. He aquí los principales, y probablemente los más significativos.



3.1. Sacerdote con y para los jóvenes


San Juan Bosco es universalmente conocido como un gran apóstol de la juventud. Vivió su vocación sacerdotal entre los jóvenes y para los jóvenes. Estos caracterizaron y dieron sentido a su vida sacerdotal. Sin la juventud, el sacerdote Juan Bosco hubiera dejado en la historia de la Iglesia un testimonio sacerdotal edificante cuanto se quiera, pero totalmente distinto del que conocemos y seguimos hoy.


A los dieciséis años le dijo a un compañero: «Yo no seré párroco. Voy a estudiar porque quiero consagrar mi vida a los muchachos» (MB I 213). Recordando sus primeras experiencias sacerdotales en Castelnuovo, escribió: «Mi delicia era enseñar catecismo a los niños, entretenerme con ellos, hablar con ellos... Al salir de la casa parroquial iba siempre acompañado de una tropa de chicos, y adondequiera que fuese, marchaba envuelto en una nube de amiguitos la mar de contentos». En 1862 reveló una profunda convicción: «El Señor me ha mandado para los jóvenes; por eso es necesario que me reserve en otros menesteres ajenos y conserve mi salud para ellos» (MB VII 253).


Nada extraña, pues, que llegara a exclamar: «Aquí con vosotros me encuentro bien; mi vida es precisamente estar con vosotros» (MB IV 499). Se puede, pues, afirmar, sin miedo a equivocarse, que los jóvenes constituyeron el programa de vida del sacerdote Juan Bosco, una de sus opciones fundamentales. En esta clave se debe leer lo que escribió en la vida de Miguel Magone: «He decidido emplear todo el tiempo que Dios tenga a bien concederme en este mundo» para bien de la juventud.



3.2. Sacerdote educador


La manifestación y el desarrollo de la vocación sacerdotal de Don Bosco caminó de la mano de la manifestación y desarrollo de su vocación educativa. Ambas vocaciones se influyeron y cualificaron. La vocación sacerdotal de Don Bosco confirió a su vocación educativa el sentido más profundo y su forma de ser; mientras que su vocación educativa confirió a su vocación sacerdotal la especificidad y la concretez.


La acción educativa fue una parte esencial del apostolado sacerdotal de Don Bosco; y su labor sacerdotal impregnó y cualificó esencialmente su acción educativa. Dicho con otras palabras. Don Bosco fue sacerdote también en su misión educativa y en sus actividades pedagógicas; como fue también educador en su misión sacerdotal y en sus actividades ministeriales. Se puede, pues, afirmar que la pedagogía de Don Bosco fue sacerdotal y que el sacerdocio de Don Bosco fue educativo y pedagógico.


Su afirmación al ministro Ricasoli en Florencia: «Don Bosco es sacerdote en medio de sus muchachos», debe ser aplicada también a su labor educativa. Nuestro Padre supo, pues, unir su vocación sacerdotal y su vocación de educador en un solo proyecto de vida y en una característica experiencia vivida. Experiencia que el Rector Mayor, Don Egidio Viganó, ha condensado en la feliz frase: «Evangelizar educando y educar evangelizando».



3.3. Sacerdote con los laicos


Don Bosco vivió su sacerdocio en estrecha comunión de vida y de misión con los laicos. Primero, fueron los catequistas, maestros y bienhechores; luego, los Cooperadores, estrechamente vinculados a la Congregación salesiana; finalmente, los religiosos laicos -Coadjutores salesianos- con quienes compartió la fraternidad, el apostolado y la vida de oración. Esta convivencia no fue un hecho ocasional o un elemento secundario en la vida de Don Bosco. Todo lo contrario. Constituyó una profunda y rica experiencia que caracterizó su sacerdocio. En efecto: El sacerdote Juan Bosco trabajando él solo para bien de los muchachos, o llevando adelante su misión juvenil y popular con la colaboración exclusiva de sacerdotes, hubiera vivido y nos hubiera dejado una experiencia sacerdotal diversa, y veríamos en él una figura sacerdotal bien distinta de la que admiramos.


En Don Bosco la relación esencial de su sacerdocio con los laicos (seglares y religiosos) superó la simple circunstancia histórica para convertirse en elemento carismático y en un rasgo específico tanto de la Familia Salesiana, en general, como de la Congregación Salesiana, en particular. Desde Don Bosco, el sacerdocio salesiano no es salesianamente completo si no se vive en relación profunda y vital con la dimensión laical del seglar y del religioso, y si no se realiza en complementariedad con ellos.



3.4. Sacerdote evangelizador


«Es piadosa creencia -escribió Don Bosco- que el Señor concede infaliblemente la gracia que el nuevo sacerdote pide al celebrar la primera misa. Yo le pedí fervorosa mente la eficacia de la palabra, para poder hacer el bien a las almas. Me parece que el Señor oyó mi humilde plegaria» (MB I 413). Así fue, en efecto. El sacerdocio de Don Bosco se caracterizó por el celo y por la abundancia con que se dedicó al ministerio de la Palabra. Ahí están para confirmarlo la gran cantidad de sermones' que predicó; su cuidado y promoción de la catequesis en todas sus obras; su interés e iniciativas para la formación religiosa de los jóvenes y del pueblo cristiano; el elevado número de libros formativos que escribió y divulgó; la creación y divulgación de las «Lecturas Católicas», etc. Este fervoroso y fecundo apostolado sacerdotal de la Palabra estuvo acompañado en Don Bosco del no menos celoso apostolado de los sacramentos de la penitencia y de la comunión.



4. CONCLUSIÓN


Al término de este breve esbozo de la figura sacerdotal de Don Bosco dos cuestiones emergen con fuerza: La primera es la imposibilidad de reproducir hoy con exactitud la vocación sacerdotal tal como él la vivió; la segunda es la necesidad de seguir enriqueciendo a la Iglesia con la vivencia sacerdotal de nuestro Padre y la urgencia de animar la misión salesiana entre los jóvenes con su característica alma sacerdotal.


Lo primero es imposible porque Don Bosco es irrepetible en su experiencia personal más profunda y porque las circunstancias históricas, el ambiente eclesial, las líneas teológicas y las orientaciones pastorales han sufrido un profundo y radical cambio desde su tiempo al nuestro.


Lo segundo es necesario porque Don Bosco fue suscitado por el Espíritu para inaugurar en la Iglesia una nueva forma de vivir el Evangelio y de seguir a Jesucristo, también en el estado de vida sacerdotal. Ambas cuestiones se funden en un apasionante reto: Vivir como sacerdotes en una doble fidelidad: a Don Bosco, por una parte, y a la sociedad e Iglesia actuales, por otra. Este reto lleva a formular un interrogante: ¿Cómo debe ser el sacerdote salesiano hoy para realizar con significado y con eficacia la misión salesiana en nuestra secularizada Europa y en la Iglesia del Vaticano II? Sólo una meditada, concreta y creativa respuesta a este interrogante permitirá a los sacerdotes salesianos ser fieles y renovados continuadores de Don Bosco sacerdote, en el primer centenario de su muerte.





5. PISTAS PARA EL DIALOGO COMUNITARIO


¿Qué sentimos sobre la vocación y la vida sacerdotal cuando la miramos desde la sociedad, desde la juventud y desde la Iglesia de hoy?

¿Qué es lo que sostiene y alimenta actualmente la fidelidad a la vocación sacerdotal salesiana?

¿Cuáles son las principales alegrías y satisfacciones del sacerdote salesiano?

¿Y las principales dificultades y problemas?

Buscar algunos aspectos positivos y algunos aspectos a mejorar de los sacerdotes salesianos

como sacerdotes con y para los jóvenes;

como sacerdotes educadores;

como sacerdotes con los laicos;

como sacerdotes evangelizadores.


PINCELADAS VOCACIONALES… para dar más color a nuestras vidas

Diciembre 2009


Necesidad de convocar: La calidad de la formación inicial y permanente


Dentro del círculo salesiano, nuestras reflexiones suelen tener siempre, de una manera más o menos explícita, pero siempre muy real, la preocupación por los jóvenes. Y en esta preocupación, un punto de referencia: el evangelio mirado con los ojos de Don Bosco y vivido desde su corazón. Nos encontramos con el carisma de Don Bosco cuya experiencia espiritual queremos vivir, custodiar, profundizar y desarrollar en armonía con toda la vida de la Iglesia.


Aquí se coloca la preocupación vocacional dentro de un contexto que nos hace verla con caracteres de cierta crisis. Y nosotros, desde el optimismo que nace del Cristo resucitado, abordamos esa crisis como una oportunidad especial para seguir viviendo, custodiando, profundizando y desarrollando la experiencia de Espíritu de Don Bosco en favor de los jóvenes.


Esta situación de animación vocacional nos remite a algunos aspectos dignos de ser tenidos en cuenta; uno de ellos: la calidad de la formación.


Sigue siendo válido, muy válido, aquello de “VENID Y VERÉIS”; y al venir y ver, verán en nosotros una realidad concreta de misioneros, de vida fraterna, de seguimiento de Cristo. La calidad de nuestro seguimiento del Maestro es mediación para que, viendo, cada uno haga coherentemente su opción.


Este planteamiento nos hace pensar en la necesidad de una formación adecuada; formación entendida como un estar a punto para ser instrumentos dóciles en la misión que se nos ha encomendado. Se nos pide ser instrumento afinado del que salga la melodía de una obediencia generosa al Padre; obediencia nuestra, individual y comunitaria, en el paradigma de la obediencia de Jesús y de Don Bosco.


De aquí se desprende una preocupación de todos por formarnos bien para responder bien, para ser mediación que siempre posibilita y nunca frena.


En el contexto de esta reflexión, mucho se podría decir para hacer realidad el desafío de nuestra formación. Yo indico dos vías que la pueden propiciar:


  • Vivir la programación comunitaria. De alguna manera todos los grupos, comunidades, al principio de curso, hemos programado. Sería una pena que esa programación se agotase en unos papeles. El volver a ella periódicamente para hacerla vida es ayuda para nuestra formación personal.


  • Vivir el proyecto personal. En armonía con la programación comunitaria se coloca la programación personal que hacemos concretando las necesidades y urgencias de nuestra propia vida. Durante estos últimos años ha habido una llamada de atención especial a la necesidad de vivir el proyecto personal. Aprendemos a hacerlo cuando la auténtica misión nos urge. Y al vivirlo, experimentamos la necesidad de no poder prescindir de él.


Formación cuidada que ilumina y fortalece nuestra opción vocacional. Y opción vocacional que es ayuda importante e imprescindible en la preocupación por hacer que haya muchas personas que quieran sumarse a llevar el evangelio a todos, especialmente a los jóvenes.


Eusebio Martínez Aguado

Comisión Inspectorial de Animación Vocacional



1 Este trabajo forma parte del proyecto de investigación: "Evaluación de un programa de educación familiar: El cuidado responsable en familias con hijos escolarizados" (05718/PHCS/07), financiado con cargo al Programa de Generación de Conocimiento Científico de Excelencia de la Fundación Séneca, Agencia de Ciencia y Tecnología de la Región da Murcia. En «Revista Española de Pedagogía» 243 (2009) 231-254.


2 «Cooperador Paulino» 149 (2009) 14-19.

3 CONFER 48/185 (2009) 161-183.

4 Diccionario de MARÍA MOLINER. Estoy de acuerdo con M. REGLERO y J. GONZÁLEZ ANLEO, así como con las premisas del estudio Jóvenes españoles 2005 de la Fundación Santa María, en mostrar escepticismo ante una definición en negativo de la juventud como un “no ser” niño y “no ser” adulto; o entenderla como una “mera etapa de tránsito”, negando la autenticidad y originalidad de la juventud.

5 M. REGLERO, Factores de exclusión social en los jóvenes, Misión Joven 341(2005) 51-60.

6 Un estudio que pretende explicar las causas y los efectos del retraso en la emancipación de los jóvenes españoles es L. NAVARRETE (dir), Jóvenes adultos y consecuencias demográficas 2001-2005.

7 Esta información se ha recogido mayoritariamente del informe de la INJUVE: Uso de TOC. Ocio y tiempo libre. Información. 2ª encuesta 2007. Pero también del Resumen del Informe Jóvenes Españoles 2005 de la Fundación Santa María (estos datos están marcados por un asterisco *).

8 Seguimos aquí en gran parte a A. LÓPEZ BLASCO, Familias y transiciones: individualización y pluralización de formas de vida en AAVV (2004), Informe Juventud en España 2004, INJUVE, Madrid, parte I (pp. 1-131) esp. 59-112.

9 FUNDACIÓN BBVA. Unidad de Estudios de Opinión Pública (2005). Estudio sobre los estudiantes universitarios españoles (resumen de resultados accesible en la web grupobbva.com); en J.M. PARRILLA FERNÁNDEZ, Sociedad individualizada y militancia cristiana en el mundo juvenil universitario. Texto publicado en Sociedad y Utopía. Revista de Ciencias Sociales nº 27 (2006).

10 Texto que contiene elementos a partir de los cuales se puede acceder a ora información. Sobre esta lógica están construidas las páginas web donde el lector no se ve obligado a una lectura secuencial, como sucede en el libro impreso, sino que puede realizar su lectura de manera no lineal, eligiendo la información deseada.

11 J. MARTÍN-BARRERO en L.B. PEÑA BORRERO, Saber leer otros lenguajes, 4 en www.ateiamerica.com/doc/cine_doc5.pdf.

12 R. GUARDINI, Las etapas de la vida. Su importancia para la ética y la pedagogía, Palabra, Madrid 1997, 45.

13 C. NAVAL y R. SÁDABA (coord.), Jóvenes y medios de comunicación, Revista de Estudios de Juventud 68, Instituto de la Juventud, Madrid, Marzo 2005, 11.

14 J. MELLONI, El diálogo con la Trascendencia, Revista de Teología Pastoral nº 94, Sal Terrae 2006. 959-970.

15 C. NAVAL Y R. SÁDABA, o.c., p. 10.

16 Algunos autores nos invitan a recuperar la rica tradición espiritual cristiana que busca “estar presente”, lo que denominan como “espiritualidad del aquí y del ahora”. Por ejemplo H.J.M. NOUWEN, Aquí y ahora. Viviendo en el Espíritu, San Pablo, Madrid 1995.

17 C. NAVAL Y R. SÁDABA (coord.), o.c., p. 12. En este párrafo citan a T. ANATRELLA, Le monde de jeunes: qui son-ils, que cherchent-ils? Conferencia pronunciada en Roma, 10-13.IV.03. Texto íntegro en :

www-vatican.va/roman_curia/pontifical councils/laitv.

18 El don de los años. Saber envejecer, Sal Terrae, Santander 2009, pp. 180-184.



19 José-Luis González Simancas, La educación diferenciada: una aclaración a los padres de familia, www.arguments.es, 21 diciembre 2005.

20 Alejandro Llano, La educación en la encrucijada. Nuestro Tiempo, junio 2007, n. 636, p. 36.

21 Fundación Acción para la Educación, El derecho de los padres a elegir la educación en libertad, Barcelona, 2005, p.3.

22 Rafael Serrano, Por qué los chicos y las chicas no aprenden igual, www.aceprensa.com

23 Leonard Sax, Why gender matters, Nueva York, 2005.

24 Confederación de Padres y Madres de Alumnos (COFAPA), La educación diferenciada, una opción por la diversidad, Madrid, 2004. p.6.

25 Thomas Dee, How a teacher’s gender affects boys and girls, Education next, 2006.

26 Michel Fize, La escuela mixta hace sufrir a muchos niños, La Vanguardia, 15 diciembre 2004.

27 Josep María Barnils, Qué es discriminación en educación, El País, 30 junio 2004.

28 Confederación de Padres y Madres de Alumnos (COFAPA), La educación diferenciada, una opción por la diversidad, Madrid, 2004. p.10.

29 José-Luis González Simancas, La educación diferenciada: una aclaración a los padres de familia, www.arguments.es, 21 diciembre 2005.


30 Michel Fize, La escuela mixta hace sufrir a muchos niños, La Vanguardia, 15 diciembre 2004.

31 José María Barrio Maestre, Educación diferenciada una opción razonable, El Semanal Digital, 17 julio 2006.

32 José COLOMER, en Cuadernos de Formación Permanente.

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Forum.com nº 83