Forum.com|82



El cárdeno otoño

no tiene leyendas

para mí. Los salmos

de las frondas muertas,

jamás he escuchado,

que el viento se lleva.

Yo no sé los salmos

de las hojas secas,

sino el sueño verde

de la amarga tierra. (A. Machado)



















  1. Retiro ………………….……….........................3 -25

  2. Formación…………….………......................26 - 37

  3. Comunicación………………………………………..38 - 47

  4. Vocaciones…...….….............................48 - 55

  5. La solana……………………………………………….56 - 59

  6. El anaquel……….……............................60 - 87







Revista fundada en el año 2000

Segunda época


Dirige: José Luis Guzón

C\\ Paseo de las Fuentecillas, 27

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Tfno. 947 460826 Fax: 947 462002

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Coordina: José Luis Guzón

Redacción: Urbano Sáinz

Maquetación: Amadeo Alonso

Asesoramiento: Segundo Cousido, Mateo González e Isidro Revilla


Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN: 1695-3681






«El destino de Marta», algunas claves de nueva espiritualidad1


Eduardo Vizcaíno Cruzado


Sumario: Los pensadores de la religión no se ponen muy de acuerdo si ésta va camino de desaparecer, como postula, por ejemplo, el historiador y filósofo Marcel Gauchet, o bien está en pleno resurgimiento, como parecen indicar autores como Gilles Kepel o Frédéric Lenoir. En el presente artículo, se analizará un foro de Internet elaborado por adolescentes que discuten sobre la existencia o no del destino. A partir de esta discusión juvenil, intentaremos, por un lado, definir un método de investigación social y filosófico válido para tratar temas teoló­gicos y, por el otro, perfilar algunas de las claves de la nueva espiritualidad que está surgiendo, más líquida, con menos agarres.

Palabras clave: juventud, nueva espiritualidad, destino, religión.


1. Introducción

"A veces el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con la Muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta no es algo que venga de lejos y que no guarde re­lación contigo. Esta tormenta, en definitiva, eres tú. Es algo que se encuentra en tu interior. Lo único que puedes hacer es resignarte, meterte en ella de cabeza, taparte con fuerza los ojos y las orejas para que no se te llenen de arena e ir atrave­sándola paso a paso. Y en su interior no hay sol, ni luna, ni dirección, a veces ni siquiera existe el tiempo. Allí sólo hay una arena blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del cielo. Imagínate una tormenta como ésta"2.

El programa de Filosofía de Primero de Bachillerato incluye el problema de la realidad humana. Para tratar este asunto, algunos manuales recurren a la filosofía de Heidegger contenida en Ser y Tiempo, donde el autor expone sus ideas referidas a la posibilidad que tiene el Dasein de "elegir" una "vida auténtica", evitando perderse en el "se". El ser humano tiene frente a sí un horizonte de posibilidades. La vida, de este modo, se convierte en una pura elección entre todas las opciones que están a nuestro alcance. En elegir correctamente es donde nos jugamos vivir una existencia auténtica o inauténtica. El ser-ahí (el ser-en-el-mundo), que somos, es un ser abierto. Algo así, grosso modo, se explica en clase, a alumnos de entre 16 y 18 años.

Ante las miradas escépticas de unos y las risas burlonas de otros ("venga, profesor, no seas ingenuo, ¿esta diciendo que podemos "elegir'?), se afirmó (tal vez, atrevidamente) que Heidegger creía que éramos libres, que no veníamos marcados (y cerrados) por el instinto, como lo está el animal, y que no existía algo así como una predestinación del ser humano: el destino no existe, somos nosotros los dueños de nuestras vidas. "(...) el Da-sein' no es una identidad esencial cerrada, determinada, definible"3. Y es aquí donde surge el debate sobre libertad y predestinación. Durante la clase, la mayoría, de un modo u otro, negaba la posibilidad de la libertad: preferían atarse a una fe que les asegurara que van a donde deben ir, sin posibilidad de error. La vida de nuestros jóvenes tiene demasiados horizontes abiertos y es difícil de manejar, más aún cuando queremos vivirlos todos. Tal vez por ello optan por una realidad lo suficientemente difusa (como el destino) que no les amarre demasiado. Parece la espiritualidad ideal, la mejor for­ma de organizarse (y entender) la propia vida desde una determinada trascendencia, construida "ad hoc" para un grupo de jóvenes que viven en un mundo en proceso de reencantamiento, con un "mercado metafísico" abierto las veinticuatro horas al día con una oferta de sentido casi infinita, y con el deseo de romper definitivamente con las religiones institucionales, tal y como se desprende del informe sobre la juventud de la Fundación Santa María'4.

El debate iniciado en clase continuó durante cuatro días en un foro de internet, al que pusieron por título "El destino, ¿existe?"y en el que se recogieron 105 inter­venciones de un grupo de unos 16 alumnos y alumnas, si bien el grueso del debate se "fraguó" entre tres de ellos. Todos son estudiantes onubenses de 1° de Bachillerato, de la Rama de Ciencias (Ingeniería y Salud) y Ciencias Sociales. Analizar este foro puede mostrarnos muchas de las características que poseen algunas nuevas formas de espiritualidad, una suerte de "espiritualidad líquida"5 que vamos a intentar situar. Lo que más sorprende es la buena acogida que tiene el determinismo entre los jóvenes. Incluso aquellos que lo niegan, usan otros argumentos igualmente deterministas para rebatirlos, echando mano de la "providencia" más estoica.

2. Algunas notas sobre el método: las riquezas del foro para la investigación

El método usado para recoger la información ha sido un descubrimiento casual: el estudio, principalmente, de las opiniones sobre el destino "colgadas" en un foro de la web de la asignatura de Filosofía. Como diremos a continuación, no hubo un diseño especial para nuestra investigación de este coloquio entre alumnos. Todo nació de la inquietud y el interés de algunos de ellos por el tema. María B.M., justo después de la clase arriba comentada, abrió este foro y comenzó la discusión.

La riqueza del foro para este tipo de investigación reside en varios aspectos. Uno de ellos, válido para este caso en concreto, es la espontaneidad con la que surgió como acabamos de comentar: no hubo indicaciones por parte del profesor, ni unas pregun­tas cerradas, no se pidieron voluntarios; tampoco se seleccionaron a los participantes, buscando tener una muestra significativa. Por tanto, quien busque aquí un estudio estadístico minucioso sobre la religiosidad juvenil, no lo encontrará. Ni siquiera el tema fue propuesto por el docente.

Las reglas son las mismas que para cualquier diálogo: cada cual puede opinar lo que desee (siempre con el respeto y la consideración de la opinión del otro) y los demás pueden responder a cualquier opinión que haya sido "colgada" anteriormente o bien, si lo cree oportuno, establecer otra "vía" de argumentación completamente nueva. En general, el diálogo transcurrió bajo la forma de pregunta-respuesta y tesis­contratesis.

Gadamer6 observaba que no somos nosotros los que dirigimos el diálogo, sino que es éste el que nos va llevando. Por supuesto, nuestra conversación no fue distinta y en su desarrollo fue dando "tumbos", desembocando en otro tema (si es deseable "co­nocer" nuestro futuro). Esto, como en cualquier otro coloquio, lejos de ser un inconve­niente, es uno de esos aspectos que enriquece este método dialógico.

¿Cuáles son las demás ventajas? Por supuesto, y deduciéndola de la anterior, la libertad con la que se expresan las opiniones, la libre creatividad y dominio de todos los aspectos del discurso: en qué términos se formula, el uso de comunicación no verbal —con emoticonos, por ejemplo— en la expresión de sus ideas; y la "autorregulación" del discurso: ellos mismos se vetan cuando alguno no respeta las normas del diálogo. Todos los elementos del discurso (el lenguaje, las expresiones, los símbolos, las normas...) son del dominio de los jóvenes. Analizar este foro es una oportunidad para entrar no sólo en el terreno de su ocio sino, sobre todo, de sus ideas y creencias.

Otra de las cualidades que se detectan en el foro es la excelente combinación de espontaneidad y reflexión. En los debates "en vivo" (los que se hacen en el aula, por ejemplo) y con el tiempo contando hacia atrás, los alumnos y alumnas van opinando "sobre la marcha'; lo primero que se les pasa por la cabeza, sin meditar, sopesar ni con­trolar las posibles contradicciones en su argumentación (pueden llegar a decir auténti­cas barbaridades). Esto, sin lugar a dudas, tiene sus ventajas (que hemos aprovechado también en el foro). Pero ese tiempo tan limitado (los cincuenta minutos de una clase) y el afán por decir algo no dan cabida, en muchos casos, a otro elemento también muy importante: la reflexión. En nuestro foro, que los alumnos y alumnas se hayan pensado dos veces las cosas (una antes de escribir y otra mientras se hacía), se hayan dado tiem­po e incluso que hayan podido leer con detenimiento y más de una vez las opiniones de los demás, significa que han iniciado una búsqueda interior, intentando aclarar sus creencias y pensamientos, sacarlos a flote, expresarlos y expresárselos tal vez por primera vez. Esto nos hace pensar que en el escaparate del foro hay ya mucho de la trastienda de los jóvenes.

En el debate, encontramos opiniones que se "cuelgan" en el mismo minuto o con uno o dos de diferencia (el tiempo de leer la opinión del compañero o compañera y escribir la propia) y otras que tardan horas7. Así, quedan combinadas estas dos cua­lidades sin merma de la riqueza del diálogo que supone el "exceso" de reflexión (que implica detenerse, alejarse, darse tiempo) y la falta de profundidad por el "exceso" de espontaneidad.

Además, otro factor que influye en la profundidad de los discursos es la necesi­dad de tener que escribir las propias opiniones. Tener que verbalizar las ideas ya supone un esfuerzo (el que conlleva todo acto comunicativo): la tarea de hacerse comprender por el otro. Pero tener que redactarlas conlleva una labor mayor, en tanto en cuanto el receptor del mensaje tendrá que vérselas él solo con el texto e interpretar su contenido. Una mala explicación puede llevarte a no ser entendido. Evidentemente, el foro no es un texto cerrado, en la que la comunicación con el autor del mismo es imposible (como en el caso de un libro o un artículo). El foro es un medio frío, según McLuhan, en cuanto requiere una alta participación de los sujetos. Estos, cuando no comprenden algo, se preguntan e interrogan. El problema es ser mal interpretado, que los otros doten a tus palabras de un sentido ajeno y distante al que tú pretendías. En estos casos, no hay preguntas de aclaración, sino recriminación. La necesidad de verbalizar y redactar la ideas correctamente para no ser mal interpretado y, además, comprendido exige de los participantes una mayor precisión en su expresión y esto, a su vez, una reflexión más clara y coherente sobre sus propias ideas.

Otra de las ventajas de este método es la posibilidad de escribir cuanto uno quiera, sin límite de extensión. En un debate en vivo, y por la falta de tiempo de la que hablábamos, la participación suele quedar reducida a un minuto o minuto y medio, con el fin de que todos puedan dar su opinión y parecer. En el debate "on line", el partici­pante puede explayarse cuanto quiera (su único riesgo es que los demás, por ser un texto excesivamente largo, no quieran leerlo). Pero no sólo eso. Tampoco hay una extensión mínima. A veces, en nuestro discurso oral durante el debate en clase, cuando nos toca hablar después de estar mucho tiempo esperando (otra ventaja, aquí no se espera), que­remos aprovechar al máximo y decir todo cuanto queremos, aunque sólo tengamos una breve idea que aportar. En el foro, nuestra intervención puede reducirse a “=".

Y esto nos lleva a otra cualidad del foro: se desarrolla en un "lenguaje" extraordi­nariamente significativo para los jóvenes. Internet, los foros, el chat, no sólo son medios de comunicación, sino el mundo en el que se mueven, se comunican y se relacionan. El símbolo arriba citado, y que se usa a menudo en el foro ("="), por ejemplo, simula a dos ojos que miran desconfiadamente, que recelan. Pero como cualquier símbolo, expresa mucho más de lo que nosotros podamos decir aquí. Es imposible reducirlo a cuatro o cinco palabras, pues no sólo lleva implícito el concepto de desconfianza (a ve­ces también amenaza), sino todas las "emociones" que éste acarrea. Lo que para nosotros puede denotar tan sólo "desacuerdo", "desconfianza"... y poco más, para ellos, la carga connotativa es tan alta, que llegan incluso a detener el debate para reprender a uno de los participantes. Que el lenguaje es nuestro mundo y que en él somos lo que "somos" ,casi se puede "ver y tocar" en un foro de internet.

Ya venimos informando de otra de las ventajas que hemos descubierto en el uso del foro como método de investigación: las intervenciones quedan registradas para el uso de todos los usuarios. Estos pueden responder a la opinión o entrada de cualquiera, sin importar el momento en el que la "tesis" a comentar o criticar fuera hecha. En el debate "cara a cara", a veces ocurre que, por seguir el turno de palabra, algunos, cuando van a responder a una opinión que alguien había hecho bastante tiempo atrás, se queda sin argumentos, bien porque el tema ya se había quedado obsoleto; bien porque otros habían argumentado en el mismo sentido. En el debate "on line", el tiempo, por un lado, queda como detenido, y por otro, no tiene límites (el debate puede mantenerse mientras no se "sature" ni se agote). Sin lugar a dudas, la conversación sigue un ritmo, las preguntas y las respuestas se van encadenando y puede verse la estructura del discur­so, el total de la conversación. La diferencia está en que las palabras quedan "a mano" de cualquiera y éste puede, en cualquier momento, retomar la pregunta inicial o el comentario de un compañero para iniciar otro hilo argumentativo, sin la sensación de estar discutiendo un tema que hace ya mucho tiempo se dejó de hablar. Su. respuesta se situará al final del foro (así, no podrá obviarse por ningún usuario) pero en línea verti­cal (anidada) con el comentario que ha deseado criticar, enmendar o rebatir. La visión final del foro es la de una serie de textos, en la que se señala el nombre del usuario, la fecha y hora de su publicación y su comentario, escalonados. Si alguno desea comentar algo del principio, su intervención "romperá" esa imagen de "escalera" que habrían ido formando las demás opiniones, situándose justo en línea vertical del comentario citado.

El diálogo "cara a cara" comienza con una pregunta (¿existe el destino?) y en su respuesta se van abriendo nuevos temas (o subtemas), pero sólo uno se puede mantener a la vez y uno sólo llega al final (la imagen, esta vez, puede ser la de un río sin afluentes pero sinuoso o un árbol sin ramas pero con multitud de "nudos", de temas que empe­zaron pero no continuaron). El diálogo "on line", empero, es capaz de mantener todos los caminos (todos los afluentes, todas las ramas) abiertos, en él es posible desarrollar un tema principal (¿existe el destino?) a la vez que vamos creando y desgajando subtemas (y si existiera, ¿nos gustaría conocerlo?).

A primera vista, el registro de las entradas incluye dos ventajas más. La primera es la opción de poder entrar en el debate cuando uno quiera. Dado que se "levanta acta" a la vez que opinamos, no tenemos la obligación de asistir al debate desde su inicio: basta con leer todo y tendrás la idea exacta de lo que ha ocurrido en dicho debate. Los inconvenientes de los medios de comunicación indirectos8 se transforman, en nuestro caso, en virtud: no hay miradas cómplices, ni opiniones con sarcasmo, ni tonos que han de interpretarse... Todo lo que el "polemista" quiere expresar lo ha de dejar por escrito, incluso las miradas cómplices, el sarcasmo y los distintos tonos que quiera darle. El lec­tor, por su parte, tiene en su pantalla todos estos matices. La segunda virtud de quedar todo registrado es la evidente comodidad para el investigador en el manejo de la infor­mación: siempre actualizada, ordenada y archivada para su uso; todas las notas ya meca­nografiadas, los diálogos transcritos exactamente como los participantes lo expresaron.

No quiero dejar de destacar, por último, que la magia del "cara a cara" no se mantiene en el foro (ni aún instalando webcams). La riqueza implícita al diálogo en vivo nunca podrá ser sustituida en el diálogo virtual. Antes hablábamos de las miradas, los guiños, los distintos tonos y colores con los que decoramos nuestro discurso; éstos aún están lejos de ser alcanzados por el chat entre internautas. En general, es el rostro del otro el que se echa de menos en el foro. Primero perdimos las historias (los relatos) de los que están lejos, a pesar de vivir en la era de la información; y ahora abandonamos los rostros de los que están cerca, a pesar de vivir en la era de la imagen. Las historias de los que viven en otros mundos (el tercero y el cuarto, fundamentalmente) queda­ron arrinconadas en los titulares de prensa y en los datos estadísticos (¿cuántas histo­rias muertas llevamos en Irak?, ¿quién no se acostumbró ya a ver y oír noticias sobre muertes, hambrunas, violaciones...?, ¿cuánto dura la conmoción que nos produce?). Los rostros de los que tenemos al lado se transformaron en avatares, en personalidades virtuales, en emoticonos, en nicks y alias...

Un último apunte. A veces, los que se dedican a la filosofía (e incluso, a la teología) analizan y describen tendencias, definen creencias e ideas, olvidando acercarse a aquellos que piensan y creen cotidianamente, en un mundo que se sitúa fuera de lo académico. Asomarse a un foro, a un blog o a una clase de filosofía (o de religión) y presenciar en directo sus opiniones es, en ocasiones, más instructivo que leer el último ensayo del eminente sociólogo (o teólogo) de turno. Hacer las dos cosas (asomarse a la realidad y al libro que la describe) es lo único que nos puede ayudar a mantener los pies en el suelo, sin alejarse demasiado de la realidad, en la tarea de pensar. Y esa es nuestra pregunta inicial: ¿qué podemos aprender de las nuevas espiritualidades en este foro?


3. La espiritualidad del destino

De este foro sobre el destino podemos extraer, en principio, dos notas sobre la espiritualidad de nuestros jóvenes: ellos prefieren lo "difuso" a lo real y personal, al menos en cuanto a "realidad trascendente" se refiere; y necesitan, ante tanta oferta de sentido, un navegador que no se equivoque, que les asegure que no está errando el ca­mino. El destino cumple bien estas dos funciones.

Ante el "sino" solo caben dos opciones: o resignarse o luchar contra él. Y, de hecho, da igual lo que elijas, pues siempre acabarás atrapado. Es la esencia de la trage­dia: tener solo dos alternativas que te conducen al mismo lugar. Para el griego clásico, el destino era cosa de dioses. Para Murakami es una "cuestión interior". El destino es tu tuétano. Para el griego, los grandes héroes luchaban contra él, pues no se resistían a dejar de ser dueños de su futuro; y los sabios lo aceptaban con la entereza que da el saber que lo que está escrito no puede cambiarse. Murakami nos sugiere aceptarlo, apretar los dientes y cruzar el destino como se cruza una tormenta de arena: con los ojos y la boca bien cerrados. El destino es algo que se debe soportar, aunque seas tú mismo.

Los jóvenes no son griegos ni Murakami, aunque estén de acuerdo con él en que en el interior (más que en las estrellas) es donde está instalado el "fatum". Algunos a esto lo han llamado "nuestra naturaleza", afirmando que ya, en el nacimiento, venimos señalados para lo que "valemos"9. Pero creen en el destino, no tanto con una fe fuerte y comprometi­da sino porque les da la seguridad de que van al sitio correcto. Elijan lo que elijan, siempre acertarán: estaba escrito. Prefieren esa forma de esclavitud que consiste en no ser el dueño de tu propio tiempo. Los que creen en el destino anulan su libertad de elección (ya está escrita) y, por consiguiente, el dominio que tienen sobre su futuro. En principio, esta falta nunca es bienvenida porque no es deseable: o te rebelas como el héroe o te resignas como el sabio. ¿O sí lo es? Retomando los términos de Bauman, podríamos decir que ha surgido en nuestra sociedad una espiritualidad líquida, que no precisa de agarres metafísicos firmes, que no compromete (ni moral ni trascendentemente) al creyente, que puede centrarse en sí mismo y que no le remite a ninguna institución que dirija y gobierne su fe. Y el desti­no se amolda perfectamente a cada una de estas exigencias. La creencia en el destino es un ejemplo de esta espiritualidad líquida. Valga el siguiente ejemplo. En un trabajo de metafísica, Marta O. escribió: "En primer lugar, pienso que todos estamos en la vida para «algo», no simplemente para vivir y punto, sino que somos como experimentos de «alguien» que está por encima de nosotros y que nos da una función para ver qué tal le va a cada uno con su «misión». Esta «misión» debe ser guiada por «algo» (pautas, leyes, etc.), ahí es donde entra, para mí, el destino; si hay una «misión» que realizar, ese «alguien» no puede vigilar a todos los seres humanos a la vez, así es que tiene que poner unas guías para que se mueva nuestra vida y no salgamos de esa «misión». Por ello, pienso que todo se rige por su destino que guía todo lo que hacemos, que todo está predestinado y que aunque elijas un camino u otro ese camino que elegirías ya estaba escrito que lo ibas a escoger".

Es un buen resumen del "sentir espiritual" de algunos adolescentes que viven en unas `creencias' y `opiniones' llenas de "algo "y de "alguien dejando en suspenso cualquier concreción sobre su mundo de lo trascendente. Tal vez no crean en el destino, ni en un Dios Providencial; de hecho, una buena parte no cree en ningún ser superior y personal. La imprecisión del "algo" y del "alguien "les permite vivir en un universo de creencias lo suficientemente holgado como para no sentirse atados ni comprometidos con nada ni nadie, sin tradiciones ni obligaciones morales. Mañana volverá la moda de Jesucristo Superstar10 y todos creerán de nuevo en la resurrección (posiblemente no tan psicodélica, quizá más techno o urban). Pero esta nueva espiritualidad, entre las que se cuenta el destino, por imprecisa y descomprometida que sea, cumple algunas funciones que nos son bastante útiles. El destino de Marta no solo logra contener su vida "líqui­da", una vida en continuo cambio, "precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constante"11; ofreciéndole una explicación sugerente y atractiva, sino también la llena de sentido, en cuanto consigue dotarle de una "misión", determinada por "alguien". Pero no sabemos cuál es la "misión" ni "quién" es ese alguien que la ha escrito. Y en parte, nos gusta que esto sea así. De este modo, el misterio queda reinstalado en nuestras vidas, nuestro mundo queda "reencantado" y nos libramos de un problema filosófico-teológico importante. Todo esto forma el sustrato suficiente para abonar la tierra para la llegada de nuevas espiritualidades, las nuevas formas de comprender y entender nuestro mundo, interior y exterior, y nuestro lugar en él.

En la era de la tecnología (el mp3, el mp4, la banda ancha, las conexiones in­ternacionales vía Internet y los cientos de gadgets que inundan los mercados y llenan nuestros bolsillos) el destino parece tener la misma fuerza. ,Por qué? En la vida, no que­remos perdernos. La palabra clave en las nuevas tecnologías de lo cotidiano es "navega­ción". No es sólo lo que hacemos en la red. Los sistemas de navegación tienen la misma popularidad que el ordenador portátil: el GPS y su homólogo europeo, Galileo, llegan a nuestros automóviles, bolsillos y móviles en multitud de formatos. Lo importante es no perderse en el viaje, no dar pie a la aventura, a la intuición. No queremos arriesgar y preferimos no leer e interpretar el mapa: el navegador nos dice dónde girar, parar y volver, cuál es el camino más rápido y el más hermoso e incluso el consumo que supone uno y otro. Del mismo modo, tampoco queremos mapas éticos para la vida. Preferimos navegadores, expertos terapeutas y gurús que nos vayan indicando el camino exacto, para no arriesgar.

El destino de nuestros jóvenes no es más que uno de los muchos navegado­res que surgen en forma de "nuevas espiritualidades", que fueron, en parte, anuladas por la secularización y el desencanto. Más tarde, y frente al vacío del materialismo, el mundo se reencanta y rebusca nuevas formas de trascendencia y espiritualidad. En nuestra sociedad, el cristianismo se había reducido a una cuestión moral o simplemente tradicional y cultural (bodas, bautizos, comuniones y sepelios). Y ahí parece haberse quedado: para un alto porcentaje de los jóvenes de nuestro país, la Iglesia no tiene nada importante que decir para sus vidas, como tampoco los políticos. Los hombres que buscan nuevas formas de espiritualidad, las encuentran en las metafísicas orientales, que se van occidentalizando, logrando unir grandes corrientes religiosas, místicas y de pen­samiento. El cristianismo había olvidado su dimensión más mística y ahora puede estar buscando el modo de recuperarla. De hecho, usa la ola de espiritualidad oriental para facilitar el encuentro con el Dios Personal Cristiano. Según Bernard Rérolle, sacerdote marista, "este fundamento silencioso (se refiere a la meditación y al yoga tan de moda) permite aproximarse a un silencio interior y alcanzar una verdadera profundidad, una oración que no sea simplemente un gemido de la conciencia infeliz, sino una mirada en profundidad hacia la profundidad de Dios, el misterio de la divino"12. El occidental está en búsqueda del sabor interior de lo divino.

Y todo esto acontece en un marco ya anunciado por Kierkegaard en el XIX: la "liquidación del mundo de las ideas" y la venta del mismo "a los precios más irrisorios"13. Giddens y Taylor, junto con otros muchos pensadores (Bauman, Sennett, Lenoir...) nos mostrarán un mundo en el que los horizontes de sentido y los marcos tradicionales de referencia han desaparecido o se han transformado. Es la liquidación de las religiones e ideologías, el fin de los grandes relatos. Estos grandes sistemas (complejos sistemas de navegación) se han fragmentado y ahora, en el supermercado de los sentidos, se pueden adquirir, a precios bajos, por separado o en forma de kits metafísicos. Eso explica que los kioscos estén llenos de revistas y publicaciones de psicología, budismo, meditación zen y técnicas Osho de encuentro con uno mismo. Y el resurgimiento de nuevos gurús y cha­manes, muchos de ellos con la profesión de terapeutas del yo o egoterapeutas. La nueva espiritualidad, en su esencia individualista y colindante con el narcisismo, transforma muchos de los elementos de las viejas religiones. La causa es sencilla: las nuevas religiosi­dades surgen de una necesidad de sentido y de horizonte, tratando de suplir la falta de un proyecto personal más que establecer una relación con el "Otro Trascendente".

El foro presenta solapadamente el problema. Los alumnos que escuchaban la clase sobre Heidegger negaban el horizonte de posibilidad. Niegan así todo horizonte. A su vez, lo sustituyen por una creencia casi religiosa: la "predestinación". El destino, en principio, no es un horizonte al que tender pero sí un marco de significado. Junto al destino surge la fe en "el tiempo, que todo lo pone en su sitio". Un tiempo que sale "mistificado", casi trascendente y religioso. Un tiempo que es providencia. Reaparece, de este modo, el horizonte, pero no como posibilidad, sino como necesidad (fatum).

La fe en el destino es la forma que unos alumnos han elegido para hacer ese viaje de vuelta al horizonte y que podemos observar en un foro creado por ellos mismos. Este ensayo es una reflexión a partir de él. Vamos a intentar describir el sentir espiritual de este grupo de jóvenes en su contexto más general. A primera vista, sólo hablan del des­tino y de la libertad, del tiempo que todo lo coloca en su sitio y de la interpretación que damos a lo que nos ocurre. Nosotros hemos querido ir más allá, descubrir cuáles son las creencias, circunstancias y contextos que sostienen y permiten tener estas opiniones. Hemos analizado el escaparate de creencias expuesto en el foro para intentar adivinar lo que se cuece y lo que se almacena en la trastienda. El foro toca elementos claves para entender cómo las nuevas religiosidades transforman el modo de concebir nuestras vi­das que quieren ser auténticas. Intentar describir todo esto desde una sola especialidad es una tarea imposible y absurda, condenada a la miopía. Una realidad tan poliédrica como es la antropológica necesita de multitud de perspectivas para poder acceder a una mínima comprensión. Este ensayo se mueve, por tanto, en un ámbito multidisciplinar, a saltos entre la sociología, la filosofía y la teología.

Añadir, por último, una aclaración de forma. En el estudio sociológico y filo­sófico, es difícil moverse entre las distintas terminologías. En nuestro caso, el mayor escollo lo hemos encontrado en la denominación de nuestro momento actual: Lyotard y otros muchos hablan de posmodernidad y Giddens y algunos de sus seguidores de sociedad moderna postradicional. Tras estos términos, se esconden dos modos comple­tamente distintos y, en ocasiones, antagónicos de entender la sociedad actual. Quedarse con uno de los dos términos es casarse con un paradigma, un sistema de pensamiento completo que dirige el resto del pensamiento.

Entrar en el debate posmodernidad-modernidad postradicional es un tema de ensayo en sí mismo. Nosotros no hemos querido hacer referencia al mismo. Dado que estamos hablando del presente (que solo hay uno) y no de cómo éste se interpreta (las lecturas son múltiples), hemos optado por quedarnos con los dos términos. Elegir uno habría supuesto tener que levantar acta del por qué de la elección y nos habría desviado demasiado del tema principal. Usaremos uno u otro según el autor. En general, lo usa­remos como sinónimos, un acto que hará a muchos llevarse las manos a la cabeza. Pero tenemos las cosas claras: ni son sinónimos ni este ensayo trata de resolver este problema.

4. Las categorías del destino

Ciento siete opiniones dan para mucho. Por separado, evidentemente, no val­drían nada. Pero este centenar de opiniones desarrolladas en un largo diálogo logran ofrecernos una idea más o menos clara de lo que los jóvenes piensan acerca del destino en particular y nos ofrecen pistas válidas para acercarnos a lo que nos interesa, a las nuevas espiritualidades que están surgiendo. Sus opiniones son, a menudo, complejas (Carlos L.R. logra, incluso, subdividir el destino en dos categorías: a corto plazo, que existe según él, y a largo plazo, en el que no cree); otras son tremendamente simples. En ocasiones, parecen llegar a callejones sin salida (Javier P. B. plantea lo siguiente: ¿si encontrásemos la verdad nuestro destino cambiaría o simplemente si encontrásemos la verdad es porque está dentro de nuestro destino?). Poder analizar el desarrollo del diálogo, con todos estos matices, viendo cómo en él se va forjando las ideas, es otro aporte más del diálogo a nuestro deseo de comprender14.

Del análisis de este foro y de algunas notas tomadas durante los debates en clase o elaboración de trabajos, detectamos tres posturas principales frente al destino: los que creen en él (a los que llamaremos "crédulos"); los que dudan de él, pero sienten que todo ocurre por algo (denominados los "creyentes del algo"); y, por último, los que lo niegan categóricamente (a los que asignaremos, por oposición, el título de "incrédulos").

Para refrendar este análisis, tal vez sería necesario presentar el tema en nuevos foros, con jóvenes de otros Centros Educativos, con otras edades, distintas condiciones sociales, familiares... Pero, para nuestra reflexión filosófica nos basta esta muestra. De nuevo insistimos en que éste no pretende ser un estudio científico sostenido por pruebas empíricas y minuciosos análisis de datos tomados a partir de determinados criterios es­tadísticos. Es una reflexión filosófica, sociológica y en ocasiones teológica a partir de tin diálogo real, que pretende desvelar una parte del sistema de creencias de estos jóvenes.

Evidentemente, no son categorías absolutas. Algunos de los jóvenes pueden pertenecer a dos de las tres categorías debido a la fluctuación de sus ideas, a la impreci­sión de sus opiniones o al "espíritu posmoderno" que es capaz de mantenernos plácida­mente en diversas posiciones sin ningún tipo de prejuicio ni perjuicio de contradicción interna. Hay "crédulos" que también creen en "algo" y algunos de los que "creen en algo", mantienen la firme postura de defensa de la libertad propia de los "incrédulos". Así, tenemos a Marta O.C. que nos relata que "todo ocurre por algo, pero bueno, yo creo que si te pasan las cosas buenas o malas es por algo, para hacerte más fuerte, para reflexionar la próxima vez bien las cosas antes de hacerlas... Por otra parte, también estoy de acuerdo con Curro, además, siempre he creído en el destino'15.

Pero en orden de hacer más parsimoniosa nuestra reflexión, dejaremos por el momento estas complejas interacciones y analizaremos estas tres "categorías del destino" como si fueran posturas "perfectas", tipos "ideales".



4.1. Los crédulos

"El destino no se amolda a nuestros actos, somos nosotros los que nos amoldamos al destino; porque al estar escrito nos modifica a nosotros, no nosotros a él" (Curro A. M.)...o como decía Séneca: el que no se deja llevar por el destino es arrastrado por él.


Llamar "crédulos" a este grupo de jóvenes puede sonar mal y llevarnos a confu­sión. Esta palabra ha llegado a convertirse incluso en un insulto, sinónimo de ingenuo en su peor acepción. Nosotros la usamos para designar a los alumnos y alumnas que "creen" en el destino. No los llamamos "creyentes" pues las connotaciones que este tér­mino tiene son mucho mayores. El "creyente" lo suele ser de un dios. Nuestro "crédulo" no tiene por qué creer en ningún ser trascendente o superior y en este sentido, algunos de ellos no son religiosos.


De hecho, nuestros "crédulos" son, más bien, escépticos. Su postura ante el des­tino nace de una incredulidad: la libertad no existe. Dado que el destino es el elemento central y la creencia en él o no es lo que está definiendo nuestras categorías, hemos opta­do por llamarlos así. Pero sería un error, siguiendo el uso que se le suele dar al término, imaginarnos a los miembros de este grupo como cándidos ingenuos que se creen con suma facilidad cualquier cosa. Más bien resulta al contrario: ellos son los escépticos que señalan con el dedo al resto del grupo, acusándolos de idealistas inocentes al pensar que es el ser humano, libre en su esencia, el dueño de su propia existencia. El sector duro de los "crédulos" del destino lo son porque no se "tragan"que podamos dominar lo que nos ocurre: son los incrédulos de la libertad. Por supuesto, también tenemos un sector blando de crédulos, más romántico, que creen en el destino porque es "mágico y mis­terioso" hacerlo. Pero en el diálogo que aquí analizamos, este sector blando se reduce a una o dos personas. El sector duro, con Curro A. M. a la cabeza, es el que más adeptos concentra en sus filas.

El comentario de Curro A.M. que citamos al principio resume bastante bien las posturas de este grupo. Su aportación surge ante la tesis de María B.M. en la que plantea que el destino nos lo vamos `creando nosotros mismos". Ella llega a plantear que es cierto que tenemos un destino (sugiere, más bien, que todos tenemos una meta —la muerte, dirá más adelante— un lugar al que llegar, un planteamiento, por cierto, de lo más hei­deggeriano), pero que éste va modificándose"con cada una de las opciones o elecciones que tomamos en nuestro quehacer diario. Curro A.M. es tajante: "somos nosotros los que nos amoldamos frente a él y no al contrario" Otro de sus compañeros resalta aún más la idea: lo que decimos y hacemos en nuestro ser cotidiano son `palabras impuestas" por el propio destino.

Para este grupo, todo está "escrito" de alguna manera, hasta la más mínima de­cisión. Las dudas que, de manera natural, se desprenden de esta opinión son muchas: si todo está escrito, ¿quién escribe?, ¿dónde?, ¿por qué escribe tal cosa y no otra?, ¿cómo conocer lo que escribe?, ¿dónde está nuestra libertad?, ¿es posible cambiar lo que ya está escrito? Los "incrédulos", que para este grupo del que nos ocupamos, son los "ingenuos de la libertad", se resisten a creer que la vida esté sometida a un control exhaustivo. Pero el "crédulo "lo tiene claro: "están todas las opciones en nuestras manos", parecen decir a los que creen ser libres, "pero la que vamos a elegir ya está escrita". Acaban, de esta manera, denunciando el espejismo de la libertad. Creer en esta fantasía es legítimo, nos dicen, pero no deja de ser una mentira.

Ni siquiera admiten, en el decurso de nuestra historia personal, una mínima cabida al azar, como defienden los "creyentes del algo": "las casualidades no existen", "todo está programado", hasta la más absoluta y nimia circunstancia o eventualidad. El escribano que redactó nuestro relato, por mandato de algún ser superior o por su ex­clusivo interés, no dejó ningún "fleco" suelto, ningún hilo sin coser, logró empeñarse a fondo para escribir la historia hasta el más mínimo detalle, por muy banal que fuera. Que no veamos lo que "viene después de cualquier percance supuestamente casual" no significa que éste lo sea, que no haya ocurrido porque así estaba determinado y sea fruto del azar. No saberlo es solo una muestra más de nuestra ignorancia. Aquí surgen las dos grandes cuestiones que sobre el destino ellos plantean: si es posible conocerlo y si, una vez conocido, es posible cambiarlo.

Sobre la primera cuestión, no hay una respuesta clara y uniforme: digamos, para resumir las respuestas, que es posible acercarse más o menos claramente a su co­nocimiento, pero siempre en aspectos muy generales y nunca con un conocimiento absoluto y definitivo. Esto es lo que persiguen el tarot, la astrología, la quiromancia... Darnos una idea general de nuestro destino, pero nunca exacta. Alguno, de la rama de Ciencias, durante un debate en clase, llegó a proponer que, tal vez, en el futuro, se de­sarrolle "la tecnología adecuada para poder averiguar nuestro destino'16, un sentir propio de cualquier pensador ilustrado, al estilo del matemático de Laplace. Pero en general, podría resumirse la opinión de este grupo en que el futuro se adivina (con los conse­cuentes posibles errores) pero no se conoce.

Pero supongamos que la tecnología propuesta por el alumno se lograra cons­truir. Una vez conocido nuestro destino, ¿podría modificarse? Esta segunda cuestión, al contrario que la primera, no genera ningún tipo de duda: "el destino es inmodificable". La tragedia griega nos mostró que, por mucho que luchemos contra nuestro "fatum", por mucho que queramos imponer nuestra libertad a la necesidad de que se cumpla lo predestinado, esta lucha es siempre inútil y suele tener desenlaces "fatales". Si no, basta con echar un vistazo a la historia de Layo, padre de Edipo, que al conocer su destino de ser destronado por su propio hijo, decidió zafarse de él, abandonando al vástago. Así creyó esquivar al destino y reescribir su sino. Es mejor, en estos casos, emular a Héctor que, conociendo (o intuyendo, por los consejos de Apolo que lo saca del combate repe­tidamente) anticipadamente su derrota frente al magnífico e invencible Aquiles, decidió seguir adelante17.

Para ser completamente honestos, nuestros colocutores no participan del fata­lismo de Layo ni de la heroicidad de Héctor. Viven en una resignación "soft", al más estilo posmoderno dibujado por Lipovetsky. No hay frustración ni rencor en este acata­miento del fatum. No es una admirable actitud estoica la que lleva a aceptar "lo dado" como irreversible e inmodificable. Es un cierto conformismo abúlico el que les lleva a admitir que, siendo cierto que no son dueños de ni una sola de sus decisiones, esto no les supone ningún tipo de conflicto ético o moral. Y silo hay, queda en "sordina", al más puro estilo "chill out". Ni Héctor ni Layo, sino Ana P.P.''18, cuya tesis es que "si planeas las cosas, no te salen"; por ello, "es mejor no planear nada y tu meta es el destino". Ni luchar ni desembarazarse del mochuelo: dejarse llevar sin preocupaciones ni angustias, pues al final llegas al mismo punto.

Otra cuestión importante que se le plantea a este grupo es quién escribe las vi­das de los hombres y las mujeres. Yen la respuesta a esta cuestión tampoco hay acuerdo. En general, hablan de Dios, pero tampoco lo tienen muy claro. Es más, Dios sale a co­lación en cuanto es el primer ser superior y trascendente a nuestra humanidad que se les pasa por la cabeza. Posiblemente es el único que conocen. Pero para ellos, su autoría no es una cuestión definitiva. `Algo "o "alguien "es el causante de esto; quién sea este "algo/ alguien" ya no les preocupa. De hecho, como diremos más tarde, si pudieran explicar que ese libro escrito apareció sin más, sin ninguna causa, no necesitarían a Dios. Pero no pueden pensar que algo no tenga "causa" (excepto Dios, en cuya realidad y misterio no entran). Así que se quedan con este Ser Supremo, pero no tienen ninguna intención de adorar y hacer reverencia al dios que escribe las historias. Aunque para ellos exista una Trascendencia, ni mucho menos se sienten "religados" a ella.

Así, creer en el destino no tiene nada que ver ni con actitudes mágicas, pues damos por hecho que no podemos manejarlo, cambiarlo ni modificarlo, por tanto es in­útil intentar comprar o influir en la voluntad del Supremo Escribano con ritos, regalos o sacrificios; ni tampoco tiene relación con la religión, pues vivimos ajenos a la vida y existencia de ese ser superior, no existe vínculo con él y éste no tiene ninguna autoridad moral sobre nuestras personas. Simplemente, escribe nuestra historia.

Esta es la razón por la que algunos de ellos, en otros debates en clase, son ca­paces de negar la existencia de Dios o la Resurrección de Cristo por falta de pruebas empíricas, a la vez que defienden un destino con esa misma tarjeta de presentación: no tener pruebas empíricas. Lo primero es un engaño de la Iglesia. Lo segundo, el destino, es la causa evidente de nuestra falta de libertad y desconocer cómo leer lo ya escrito solo hace señalar nuestra ignorancia. Ni magia ni religión, la ciencia "arreglará", tarde o temprano, estos inconvenientes.

Existe un último comentario que hemos incluido en este apartado porque en el contexto en el que se escribió se estaba poniendo en duda y criticando a los que negaban la existencia del destino. Pero muy bien podría estar en la siguiente categoría, los que creen que todo ocurre por algo. De hecho, creemos que es la duda inicial, la pregunta de la cual el destino o la creencia en que todo ocurre por algo son dos posibles respuestas.


La inquietud la plantea María B.M. en los siguientes términos: "Claro, pero es que... que por un detalle tan sin importancia se te pueda cambiar toda la vida da mucho que pensar...". No es una pregunta retórica lanzada a los incrédulos. Es una desazón real, un misterio que exige una respuesta, el resumen de una angustia: la del por qué.


No deja de ser un auténtico misterio que "un detalle sin importancia pueda cam­biar tu vida". Algunos historiadores recogen multitud de estos detalles sin importancia que detuvieron una guerra, imposibilitaron un matrimonio entre monarcas, impidieron una conquista19... en definitiva, detalles que cambiaron el decurso de la propia historia. Edward Carr habla del caso de "la nariz de Cleopatra", como el paradigma del peso de lo irrelevante en la historia: "el arcano de la nariz de Cleopatra (...) es la teoría según la cual la historia consiste en rasgos generales, en una serie de acontecimientos deter­minados por coincidencias fortuitas y tan solo atribuible a las causas más casuales"20. A María B.M., como a E. Carr, les sorprende cómo algo tan pequeño puede acarrear tantas consecuencias. María, por su parte, sugiere que hay algo de misterio en esta cuestión. Marta O.C. dirá que es el destino que, valiéndose de distintas "guías ", como ciertas cuestiones sin importancia, logra llevarte al lugar al que, desde el principio, es­tabas llamado. Evidentemente, Carr no creía en este "determinismo" que los alumnos defienden, en ese "sentido" oculto que toda casualidad tiene. Para el historiador, el azar tiene su peso, pero no es excesivo. No es más que una interpretación de los hechos por parte de un sujeto, que decide, por cualquier motivo, interpretarlo como tal. Y eso es lo que hacen nuestros alumnos.

Todo esto resume bien los comentarios de los alumnos que afirman creer en la existencia del destino. Pero, centrándonos en lo que nos interesa, ¿cuál es "el mundo de creencias" que de él se desprende?

42EDUARDO VIZCAÍNO CRUZADO

Según Carr, "el hombre ordinario cree que las acciones humanas tienen unas causas que en principio pueden descubrirse"21. Pero los jóvenes intentan ver más allá. Buscan un hilo conductor, un hilo argumentativo a sus acciones humanas. No quieren dejarlo al azar, ni tampoco encuentran una causa final que explique tal collage existen­cial, tantas acciones y momentos de su vida fragmentados. Quieren mantener el miste­rio y el orden global de sus vidas. Y el destino es una opción para conseguirlo, un modo de narrar coherentemente la propia existencia.

La vida, desde esta perspectiva, se "busca" o, mejor aún, se "adivina". Al contrario de otras religiones, en la creencia del destino no existe una "llamada" explícita y directa, una "vocación" o "misión" que el ser trascendente pone en "tu corazón" (como en Abraham, Moisés, Mahoma, Elías, Jonás, Pablo...). Es cierto que estamos en este mundo para algo, con algún fin. Pero este fin no se encontrará en la voz de un ser trascendente, ni revelado en algún texto sagrado. Ha de hallarse en la vida de cada cual, en el repaso detallado de nues­tros acontecimientos, nuestros pensamientos. Solo así, podríamos intuir hacia dónde nos lleva el destino. Encontrarse a sí mismo es, pues, encontrar esa vocación. Los que creen en el destino comienzan el viaje a la interioridad, propio de la nueva espiritualidad. Esto expli­ca la inmensa cantidad de libros de autoayuda (egoterapéuticos) que pretenden ayudarnos a descubrir nuestro verdadero yo; encontrar nuestras auténticas virtudes, lo que el universo puso en nosotros antes de nacer22; hallar nuestra vocación. Todo se busca porque a todo está dado. Nada se construye. El destino encaja bastante bien en esta aura egoterapéutica de búsquedas y encuentros con nuestro auténtico yo. El destino nos predispone a creer que todo está ya dado.

Algo en lo que están de acuerdo bastantes analistas de nuestra cultura es la pér­dida del relato o, en concreto, del gran relato, según lo presentan Lyotard o Lipovetsky, entre otros. Giddens, por otro lado, afirma que no desaparece, sino se transforma. Es el llamado "efecto collage"23, una suerte de fragmentación del relato sin pérdida de sentido último de éste. Nosotros, por nuestra parte, creemos que, fragmentado o desaparecido, el relato de nuestra vida, la búsqueda de un argumento (sentido) último a nuestra histo­ria ha perdido toda la fuerza que antes tenía. Sea por la pérdida de horizontes planteada por Taylor24 o por la pérdida sin sustitución inmediata de las tradiciones que nos servían de marcos referenciales de sentido de la que habla Giddens, el hecho es que vivimos nuestra historia en pequeños actos (como en el teatro) de sentido que no se interrela­donan entre sí. La moral25 que aplico en el instituto no tiene nada que ver con la que uso en el fin de semana. Pueden ser, de hecho, contradictorias. Pero estos actos estancos me permiten llevar dos morales sin sensación de incoherencia26. Más es una necesidad humana vivir con un sentido: requerimos de un argumentativo de los relatos que conforman nuestras vidas. ¿En qué queda este relato para los que creen en el destino?

Todos los miembros del grupo insisten en la existencia de un "libro" en el que está escrita nuestra historia. Nosotros somos un libro (somos, traduciéndolo a nuestra terminología, un "relato"). Pero, obviamente, desde la posición que ahora analizamos, no somos los dueños de dicho relato. Sin libertad ni voluntad sobre nuestras decisiones, a lo más que podemos llegar es a ser lectores privilegiados de nuestra propia novela, observadores de lo que nos ocurre de manera irremediable. El relato del que somos protagonistas tiene un argumento que nosotros desconocemos, del que solo podemos adivinar algunos capítulos o fragmentos. Pero poco más. Solo comprenderemos (solo daremos un sentido y significado a lo que hacemos y nos ocurre) la historia al final, cuando el relato haya llegado a su fin"27. Feuerbach insistiría en que esta creencia en el destino es sin duda una religión, en cuanto aliena nuestro ser, nuestra humanidad: somos extraños a nuestra propia historia.

4.2. Los creyentes del `algo"

"Las cosas ocurren por algo... lo que no sé es qué significa exactamente eso...'' (Ma­ría B.M.). Esta sentencia resume con bastante precisión el sentir de los miembros de su categoría. De hecho, poco más se podría añadir sobre los comentarios de esta postura, posiblemente la que más adeptos tiene (pues reúne miembros de las otras dos). Los comentarios no se desvían de ese "algo por el que ocurren las cosas", del que todo el foro está regado, sin saber, como explica María B.M. cómo ni por qué ese "algo" entra en nuestras vidas. El dios posmoderno es impreciso y difuso, nunca se llega a determinar.

Como dijimos anteriormente, muchas de las opiniones reunidas en esta cate­goría podrían incluirse en las otras dos: en ella encontramos, por un lado, creyentes del destino (ya hablamos del caso de Marta O.C.: "pienso que todo ocurre por una razón (...), por otra parte, también estoy de acuerdo con Curro, además, siempre he creído en el destino') y otros que lo niegan de forma tajante ("el destino como ese `libro escrito' de nuestra vida por el cual estamos predestinados a todo lo que nos pasa, no existe, pero sí creo que las cosas ocurren por algo", es la postura ya citada de María B.M.). Esto se debe a que creer o no creer en el destino no es incompatible con creer que existen razones por las cuales las `cosas ocurren': María B.M., que lleva el peso de la defensa de esta postura, lo refleja bastante bien en la cita anterior: no está toda nuestra historia ya cerrada, pero sí existe una especie de "voluntad ajena y difusa" que permite que nos pasen determinados hechos que, en un momento dado, nos hagan `crecer, madurar...".

Los defensores de la no existencia del destino de nuevo barrerían a preguntas a estos "creyentes del algo": ¿quién da sentido a lo que nos ocurre?, ¿quién hace que nos pasen determinadas cosas?, ¿cómo puede compaginarse que "todo no esté escrito pero que todo pase por algo'? ¿El significado de lo que nos ocurre, dónde está recogido? Posible­mente, esto es lo que María B.M. "no sabe exactamente cómo explicar" (aunque ella tenga claro que la razón no la hallamos en el destino).

Para muchos de ellos, el "tiempo" (la historia28) juega el papel del destino en esta labor de "poner cada cosa en su sitio". No hay nada escrito, nuestra vida puede dar muchos giros y cambios, pero, `al final, el tiempo, pone a cada uno en su lugar". En cierto modo, no deja de ser una forma de destino y puede incluso tomar el papel de "ser tras­cendente". Esta función del tiempo logra llevar la realidad y a las personas que en ella habitan a lo que están llamadas a ser, como ellos repiten, "las ponen en su sitio", lo que supone que estas "cosas" tienen un lugar "destinado y predeterminado".


Y del mismo modo que en la primera categoría, nos topamos con una cita que parece que es la que da el paso a la siguiente postura. Un post que, más que introducir una idea, lo que incorpora es otra inquietud, parecida al comentario final del grupo anterior29: "(...) porque nos cuesta pensar que muchas cosas ocurren si no es por obra del destino".


¿Por qué nos ocurren determinados hechos precisamente a nosotros? ¿Por qué no le tocó a otro? ¿Qué explicación podemos encontrar a un accidente, una enferme­dad, una muerte... cuando no la tiene? Como ya hemos observado, el ser humano ne­cesita esa explicación para continuar viviendo. Necesitamos un sentido y un significado. ¿Y qué ocurre cuando no se encuentra? Cuando no lo tiene, lo inventa. Ya sabemos que vale más una mala explicación que ninguna explicación. Por eso, `nos cuesta pensar que muchas cosas puedan ocurrir si no es por obra del destino':

Late en este comentario una fuerte crítica al destino: es una invención humana, una explicación que aplaca nuestro malestar, nuestra angustia ante la falta de sentido (de absurdo) que tienen determinados hechos. Este mismo comentario concluye afirmando que "tú tienes tu vida en tu mano, tú y solo tú eres dueño de ella". ¿Por qué no incluirla en la siguiente categoría? Por dos razones:

En primer lugar, por la persona que hizo tal afirmación, María B.M. Sus co­mentarios durante todo el foro apuntan a esa "creencia en algo", más que a no creer en nada. Y, en segundo lugar, porque, en esa misma cita en la que se tacha al destino de ilusión o invención humana, se vuelve a afirmar que "el tiempo tiende a equilibrarlo todo". No cree en el destino pero sí en un "equilibrio natural" de la realidad (incluidas las personas), al que se llega con "el tiempo". Al final, todos estamos donde nos corres­ponde, donde estamos llamados (¿determinados?) a estar. El tiempo es el juez de nuestra historia. Esa es la explicación de lo que nos ocurre, una explicación que encuentra sus razones en otros niveles de realidad y que, por tanto, son religiosos.

Las conclusiones a las que podemos llegar son muy parecidas a las del grupo anterior, si bien los matices por los que se diferencian son bastante importantes. Lo que llama más la atención es su "mantenimiento del misterio". Los "crédulos" del destino hacen un tratamiento casi científico de éste. Para algunos, el tarot es la tecnología ade­cuada para leer ese destino escrito. Todo está oculto, es cierto, pero debido a la ignoran­cia del ser humano que aún no ha logrado dar con el conocimiento y la técnica precisos para desvelar ese libro en el que todo está escrito. Hace falta tiempo, seguir investigando para dar con él.

En cambio, nuestros "creyentes del algo" sí logran mantener ese halo de mis­terio de la realidad. Para ellos, que el tiempo "ponga cada cosa en su sitio" es un acto mágico. No saben por qué, pero el mundo funciona así'', debiendo ser comprendido y aceptado casi como en un ejercicio místico. Además, todos sus post están llenos de conceptos como algo, cosas, alguien y no sé muy bien por qué, algo propio de las nuevas espiritualidades líquidas de trascendencia difusa. Pero no existe ningún esfuerzo desti­nado a precisar y definir qué es ese algo, quién ese alguien y qué causas explican los por qué. En algunos de los que defienden el destino sí se percibe ese interés. Para estos, los del destino, el misterio es ignorancia, un inconveniente a superar. Para los "creyentes del algo", una realidad que hay que aceptar, que forma parte del mundo, su modo de funcionar. La razón queda desplazada por el misterio.

Además, volvemos a encontrar la metáfora de la novela, que nosotros hemos tra­ducido por relato. ¿Quién lo escribe? Ya hemos visto que los crédulos del destino tienen claro que no somos los autores de nuestra vida. Para estos creyentes del algo, la autoría cambia. Existe más o menos unanimidad (ya dijimos que es un grupo muy heterogéneo) en pensar que el ser humano es dueño de su propio relato. El libro, dirá Javier P.B.> existe, pero está en blanco. "Nosotros somos el boli que escribe en él': La novela es nuestra.

Pero, ¿cómo termina esta historia? ¿Cómo se desarrolla el argumento para llegar al fin? Somos la mano que escribe, pero ¿quién conoce el argumento? El desenlace sólo lo sabe el "tiempo" que, repetimos, es el único que es capaz de colocar cada "cosa en su sitio". Aunque nosotros escribamos nuestra propia novela, el "sentido" que ella tiene viene marcado por un agente exterior. Por tanto, somos dueños del relato pero no de su significado (sentido). Todo lo que nos ocurre, aunque no sepamos por qué nos ocurre, lleva implícita una interpretación (externa) que solo el tiempo sacará a flote. Es un más allá mundanizado, traído al más acá. En definitiva, secularizado. Una forma de Provi­dencia Secularizada.


4.3. Los incrédulos

"(...) es mejor vivir sin creer en el destino. Ydejar tu vida abierta a todas las posibilidades". Hugo C.P.

Estos dos grupos arriba descritos forman el grueso del foro, tanto en la cantidad de alumnos participantes como en la extensión de sus comentarios. Los "incrédulos" ante el destino iniciaron su participación mucho más tarde, casi al final, a excepción de un breve comentario de David W.R. El por qué de este tardío comienzo es algo que desconocemos. Tal vez, el tema no les interesaba lo suficiente y no participaron hasta que éste tomó cierta fuerza en la web de la asignatura y era comentado en clase. El debate, en otras palabras, se puso de moda durante un par de días: tal vez fue entonces cuando se acercaron y opinaron.


O puede ser que los que después resultaron ser los defensores del "no al destino" se enteraran tarde de este debate on line, o fueran espectadores en sus inicios y, hasta que no tuvieron argumentos para rebatir las ideas no "pisaron" el foro. Una última po­sibilidad es que, sin una idea clara sobre lo que pensar al respecto, no lograran definir su posición hasta el final. De un modo u otro, lo cierto es que, a pesar de llegar tarde, sus comentarios son contundentes y bastante extensos y son los primeros en sacar a colación, entre otras cosas, la responsabilidad ética y moral de lo que hacemos (en los grupos anteriores la discusión fue más metafisica).


Sus argumentos tienen todos una base común bastante clara: "nosotros somos dueños" de nuestra vida y de lo que hacemos, "somos nosotros los que manejamos nuestro futuro" (Verónica B.C.), "no existe algo superior que nos obligue a tomar una decisión determinada" (María G.B.). El que piense que en este grupo se encuentran los ateos y agnósticos de la clase, por no creer que la vida pertenezca solo a Dios y que sea Él el que nos va conduciendo en nuestra existencia, se equivoca. En este grupo encontramos más creyentes "ortodoxos”30 que en el resto de los grupos.


Es en este punto donde surgen las responsabilidades éticas. Si somos dueños de nuestras vidas, si somos nosotros los que escribimos ese libro, nos convertimos en los únicos responsables de nuestros actos. Isabel V.R. piensa "que las personas que creen en el destino son personas que no son responsables ni de sus actos ni de sus elecciones, y que por tanto, se apoyan en el destino para atribuirle los errores que van cometiendo en sus vidas" Es un modo bastante eficaz de gestionar los propios errores o desechos, un problema bastante acuciante, como plantea Bauman31.

Tenemos la obligación y el compromiso éticos de tomar la vida en nuestras ma­nos y hacer con ella lo que creamos oportuno. Para Isabel V.R., el destino tiene como función asumir la responsabilidad de nuestros errores, pues confiamos en que todo es su obra. Pero esta no es la única tarea que acomete. Es, también, `una forma de aceptar las cosas" o, dicho de otro modo, es el que facilita las respuestas a nuestras preguntas y a nuestros por qués. La ilusión no es la libertad, sino el destino, una invención propia del ser humano para poder encontrar sentido a lo que ocurre, dar explicación a aquella realidad (normalmente negativa) que no logramos explicar. Para algunos de ellos, el destino cumple la misma misión que Dios: ser la explicación perfecta (pero inventada) de todo lo que no comprendemos. Colocamos a Dios en el mismo lugar que al "tiempo que lo pone todo en su sitio" y al "destino": en el límite de nuestras comprensiones, de nuestras inquietudes y, en definitiva, de nuestras existencias. Las nuevas religiosidades surgen, en efecto, para dar un sentido.

¿Cuál es la alternativa que presentan? Si ni el destino ni el tiempo logran res­ponder a nuestras preguntas sobre lo que nos ocurre; si tampoco Dios aparece en los argumentos de los creyentes, ¿quién o qué es el que da significado a nuestra historia? Aquí también encontramos unanimidad: es `nuestra razón la que nos permite sacar con­clusiones" de los distintos hechos que nos acaecen. Somos nosotros los que damos sig­nificado a nuestra vida y decidimos encontrar (o no) un sentido a lo bueno o malo que nos sobreviene. Somos los que decidimos crecer, madurar, aprender...


Justo a la mitad del foro, María G.B. hace su única intervención, logrando sen­tar las bases argumentativas de todos los que a continuación hablarían. Hace una crítica directa a Curro A.M., que defiende la existencia del destino y a María B.M. que repite insistentemente en el foro que las cosas ocurren por algo. En este post se concentran todos los elementos que venimos comentando:

"Sinceramente Curro, no estoy para nada de acuerdo con tu opinión. No digo que no sea razonable, se podría ver desde tu punto de vista, pero llegados a ese punto nos tendría­mos que plantear también otro tema, el de que haya realmente algo por encima de nosotros que sea capaz de predecir y controlar nuestros actos. Es que lo veo imposible. Los seres huma­nos somos totalmente impredecibles, ni nosotros mismos podemos saber con seguridad cómo reaccionaríamos en determinadas situaciones. Tampoco creo que las cosas ocurran por algo, simplemente ocurren, pero no por nada, sino porque es así la vida, cada acción tiene unas posibles consecuencias, en cada momento tenemos determinadas opciones a escoger, y a partir de la que escojamos nos pasará una cosa u otra, a veces nos arrepentimos de nuestras elecciones y lo que no se puede es refugiarse en... bueno... era mi destino. ¡¡N0!! Hay que aprender de los errores y evitar cometerlos una segunda vez. En ese sentido creo que somos libres, porque no existe algo superior que nos obligue a tomar una decisión determinada. Podemos pensar "si hubiese hecho eso en vez de esto...'; pero nunca sabemos lo que nos podría haber pasado si hubiésemos escogido la otra opción. En esa parte estoy de acuerdo con María, nuestro destino lo vamos creando nosotros con nuestras pequeñas decisiones y es totalmente impredecible".

Para ellos, no existe ningún misterio. Las cosas, como afirma María G.B., "no ocurren por nada, simplemente ocurren, la vida es así" y nada, ni superior a nosotros ni por debajo (oculto) de la propia realidad tienen el privilegio de dar sentido y explicar

"EL DESTINO DE MARTA"49

nuestra historia, que definitivamente se ha secularizado. Estas cuatro ideas (somos due­ños de nuestras vidas, somos responsables de lo que hacemos, el destino es una forma ilusoria de explicar lo que nos ocurre y somos nosotros los que damos sentido a nuestra existencia) separan a este último grupo de la religiosidad.


Esto, por supuesto, nos convierte en dueños y autores de nuestro propio relato: no hay nada escrito ni nada predeterminado; el papel que juega el tiempo en nuestra novela es el que representa en cualquier otra novela: hacer posible que las hechos "ocu­rran", nada más. Y como dueños y autores, también somos los que damos significado a nuestra historia. El que ésta tenga sentido o no, no depende ya de ningún ser superior, sino de nosotros mismos.

Pero esta separación de lo religioso no supone que no tengamos nada que apren­der sobre las nuevas espiritualidades. Hemos dicho que al menos tres de los incrédulos son católicos (de los de misa dominical). ¿Por qué, a pesar de estar estos tres creyentes "tradicionales", no aparece Dios por ningún lado? Fenómenos de la secularización: el Dios tradicional no participa en nuestras vidas o lo hace en muy contadas excepciones (casi nunca en nuestro devenir más cotidiano). Las religiones tradicionales, cuando no han perdido su vigencia, se han instalado, con todos sus elementos, en la vida más íntima y personal.

5. Concluyendo

La riqueza del debate no acaba en este análisis. Podríamos haber tomado otras sendas de interpretación y el lugar al que habríamos llegado hubiese sido otro. Por ejemplo, siguiendo el tema que dio inicio al foro, podríamos preguntar con Heidegger si esa creencia en el destino contribuye o no a construir una vida auténtica o si se puede ser uno mismo, una cuestión en boga últimamente como bien señala Taylor32, a la vez que nos creemos predeterminados.


Nosotros hemos optado por el análisis de "creencias". Hemos intentado ver cómo la fe en el destino, aunque no constituya una religión en sí misma (como el Islam o la Cienciología) sí es una forma de "religiosidad", una expresión del "mundo espiritual" en el que vivimos. Visto de esta manera, el destino puede analizarse desde tres perspectivas.

En primer lugar, observamos que el "destino" es una creencia que apunta nues­tro ser en una dirección. En el foro no se plantea ninguna cuestión ética ni moral (excep­to por los que, precisamente, no creen en el destino) ni se hablan de ritos. Es una forma de entender la vida y, concretamente, la vida futura. Es una creencia que resuelve un problema de "sentido", como decimos, de dirección. Como hemos comentado, estamos en un momento en el que la navegación, real y virtual, están de moda. Los nuevos na­vegadores existenciales, los nuevos gurús que dirigen nuestras vidas, están sustituyendo necesidades de orientación del ser humano, sin aportar la angustia que los filósofos y teólogos habían dado a esa obligación humana de ir hacia algún sitio. Además, han sabido conjugar eficazmente el auge de lo narrativo con el deseo de interioridad y de búsqueda del yo.

En segundo lugar, como señalan los que niegan la existencia del destino, esta creencia quiere eliminar la responsabilidad de nuestros actos, nuestro deber de dar un significado a nuestras vidas, a lo que hacemos y nos ocurre. Es una forma de caer en la tentación de ser siempre inocentes, de mantenernos entre "cunas y sonajeros"32, de sal­tarnos, como apuntábamos más arriba, la angustia de la elección. El fracaso se gestiona muy mal en nuestra sociedad del éxito, por lo que equivocarse no solo es un riesgo de errar en la decisión, sino que, sobre todo, está mal visto. ¿El mejor modo de librarse de esto? Suponer que, hagamos lo que hagamos, hay un lugar en el que terminaremos sin más remedio.

Y en tercer lugar, vemos en esta creencia una forma más (entre las muchas que de nuevo están surgiendo) de "espiritualidad", en cuanto incluye en su esencia la fe en diversos niveles de realidad, seres trascendentes y elementos "mistéricos". Una espiritualidad hecha a medida de nuestra vida líquida que no desea amarrarse a nada. Eliminando las religiones institucionales, se elimina, en parte, al "Dios personal" y se sustituye por una deidad más difusa, que nos deja libres de agarres metafísicos. Además, nos permite profesar una religión más intimista, más acorde con nuestro viaje a la inte­rioridad. El destino se amolda a la perfección a la religión del yo y a esa "espiritualidad líquida" y que logra mezclar técnicas meditativas de diferentes religiones con prácticas psicológicas e incluso medicinales para éste.










Cristianismo, economía y crisis33


José Antonio Negrín de la Peña


Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana,
sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón
de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y
se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia,
soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la
perfección tu ministerio.


2 EPÍSTOLA DE SAN PABLO A TIMOTEO, 4,3-6



Enlazar en un mismo título tres conceptos distintos es tarea arriesgada ya que puede entenderse que se violentaran las ideas para forzar un argumento. Lo cierto es que, desde hace unos años, estas tres ideas encuentran en la prensa y en el mundo de las ideas cier­ta correlación. En las siguientes líneas se va a intentar esbozar un análi­sis de la crisis económica que padecemos desde un planteamiento cris­tiano, desde luego personal y posiblemente no doctrinario, y a los ojos de un economista, dedicado a la docencia y espectador de tan magno espectáculo. La complejidad de la situación invita a nuevas ideas. No parece que las recetas del pasado sirvan en esta ocasión. El cristiano, por ciencia y por coherencia, debe tomar partido por soluciones en donde la persona sea el eje central del problema y la solución. Por ese motivo debatir sobre conceptos como los de la Economía Natural y el Realis­mo Económico parece pertinente como base teórica de las posibles soluciones desde postulados cristianos. Del mismo modo, analizar los problemas de la economía española, perfectamente extrapolables a la economía mundial, permitirá elaborar una serie de conclusiones que pretenden formar parte de la «tormenta de ideas» necesaria para salir de esta situación.



1. Conceptos

Crisis es un término que necesariamente no tiene por qué alentar un pensamiento negativo. Crisis es cambio, pero también es romper con el pasado para poder hacer un tiempo nuevo. En economía, sin embargo, la crisis siempre ha traído asociada otros conceptos perniciosos: hambre, paro, inflación, pobreza... son sólo algunos de los protagonistas de esta ciencia que es la economía en recesión. Solamente los supervivientes gozarán de las supuestas ventajas del mundo nuevo. En el siglo XIV, des­pués de la crisis malthusiana de principios de siglo en donde los recursos existentes no alimentaban a una población creciente, la peste negra corri­gió este desequilibrio. El problema estaba, claro está, en sobrevivir a tal crisis y el que lo hizo gozó de mejores tierras, de herencias y de una mayor liquidez que le hizo consumir más y mejor.


Ahora que la crisis es una realidad aceptada por nuestros gobernan­tes, y de la que todo el mundo es consciente2, se tiende a frivolizar sobre la magnitud de los acontecimientos entre otras cosas porque los que lo hacen lo ven desde posiciones acomodadas, sin percibir que detrás del número de parados, de los índices de pobreza, de la subida del precio de las cosas... hay dramas personales y familiares. De este modo se debe ver la crisis como una realidad dramática, sin frivolidades académicas y pen­sando que existe una situación de malestar económico, claramente enfrentado a la idea de «Estado de bienestar», que ha cogido y sobreco­gido a un importante porcentaje de la población.


Crisis ha habido muchas3 y es cierto que de todas se ha salido. Ade­más, en todas se ha querido ir más allá de lo meramente económico y res­ponsabilizar a los valores, a la forma de pensar y actuar del momento o a las hordas invasoras de modernismo, de la debacle. El Diccionario de la Real Academia Española afirma, en su sexta acepción, que crisis es escasez. Es, también, carestía. En los actuales momentos estas dos situa­ciones nadie las pondrá en duda. Hay escasez de materias primas, de energía, de dinero... y, por tanto, cuando un bien es escaso y la demanda supera a la oferta de ese bien, se encarece. El mismo vicepresidente. segundo del Gobierno, Pedro Solbes, afirma que la actual crisis «es la más compleja que nunca hemos vivido, por la cantidad de elementos que hay encima de la mesa». Ante esta situación, sería desastrosa una reac­ción infantil negándola —cosa que se ha hecho hasta hace bien poco—, no queriendo verla o pretendiendo resolverla por un milagro o por la actuación de terceros. Además, y tal vez sea lo más complejo de la situa­ción, es que a los individuos les está afectando la crisis de diferentes for­mas y maneras y cada individuo, cada país, cada continente tiene pro­blemas distintos a los que hay que aplicar medidas y soluciones diferentes. Esto no significa que se deba actuar de forma individual4, sin duda lo más efectivo es una solución colectiva.


Por otro lado, darle un sentido exclusivamente económico a la actual situación es simplificar en exceso el problema. En cierto modo, el relati­vismo moral al que estamos abocados es tan responsable del colapso como la insatisfacción por no cubrir las necesidades más perentorias. Y es aquí donde crisis y economía se enlazan. ¿Qué es lo necesario?


¿Qué es lo que hace que una cosa que antes no teníamos sea ahora nece­saria e imprescindible? ¿Hasta qué punto la sociedad de consumo nos ha engañado y nos hace desear bienes que realmente no necesitamos?


Más que de crisis de valores habría que hablar de economía de valo­res, es decir, de consumir y demandar valores, y en eso el cristianismo tiene mucho que decir. De hecho lo ha venido haciendo desde san Pablo, pasando por san Agustín, santo Tomás, la Escuela Escolástica y llegando hasta la actual doctrina social de la Iglesia. Por eso no está de más apun­tar algunas ideas bebiendo de estas fuentes.

2. Economía Natural y Economía Real

Del mismo modo que existe el Derecho Natural, que entiende que al menos una parte de las normas convencionales del Derecho y la Moral están asentados en principios universales e inmutables, pervive una corriente de pensamiento económica basada en la Economía Natural5, en una economía basada en el poder de la naturaleza, más que como ente organizador del universo, de lo físico y lo metafísico, como equilibrador de las actuaciones económicas humanas asentadas en esos mismos prin­cipios inmutables. Es significativo que los primeros economistas, consi­derados por la doctrina como tales, provienen de la filosofía moral6. Esta teoría va de la mano de la economía realista7 y juntas parecen defender la necesidad de otra manera de entender las relaciones económicas de los individuos, de una manera realista, en donde los comportamientos eco­nómicos de los individuos estén basados en leyes inmutables por encima de intervenciones o mercados.

El principal problema de esta crisis es que la economía financiera no tangible ha hecho perder credibilidad en la economía real. Ambas, eco­nomía financiera y economía real, deberían ser dos caras de la misma moneda, pero no ha sido así, la economía financiera ha crecido sin mesu­ra, sin la contrapartida necesaria de crecimiento en la economía real. La especulación y el valor supuesto de las cosas, no el real, ha ganado la par­tida a una actividad económica basada en lo que se puede ver, tocar, oír o simplemente sentir.

Por eso, el personalismo comunitarios se basa en que las personas son seres responsables, no avestruces; no esconden la cabeza, sino que hacen frente a las circunstancias y arriman el hombro para resolver los proble­mas. Las personas se construyen como tales en su relación con los demás. Por esta razón la importancia del otro, y más en situación de cri­sis económica, es radical. Y la familia como base de la sociedad, impres­cindible. Este planteamiento rehuye de los abstractos universales: la Humanidad, la Sociedad, la Clase, el Género, y entiende sólo de perso­nas concretas. La lista de pensadores en esta línea sería muy larga, recor­demos algunos fundamentales: Maritain, Mounier, Marcel; en otro plano, Levinas, el maestro de la alteridad; la escuela personalista de Cra­covia, de la que Wojtyla fue un miembro destacado. Así, los problemas económicos son de las personas y no de las instituciones. El personalis­mo comunitario es la antítesis de individualismo, gen de la hipertrofia estatal. La hipertrofia del Estado es a largo plazo insostenible por sus costes, porque requiere un esfuerzo combinado de natalidad, producti­vidad y consumo de recursos naturales que la convierten en inviable9.

Y es aquí donde se pueden canalizar las soluciones al problema. Si el modelo existente no funciona, se debe estudiar o analizar su modifica­ción, transformación o sustitución por otro que ha venido funcionando desde hace dos mil años.



3. ¡Entonces?

Es el momento de poner encima de la mesa alternativas a la ortodoxia del pensamiento único y seguir los postulados de san Pablo a Timoteo.

Las soluciones pasan por una mezcla de medidas de oferta y de demanda (tarea harto compleja). Sin duda, algo vamos a tener que sufrir puesto que todo ajuste resulta doloroso, pero, si aplazamos las respuestas, alargaríamos el dolor. Siendo esto así, habría que buscar medidas a la crisis que preserven, lo más posible, el grado de bienestar de los ciudadanos y que no afecte más a quienes menos tienen. Que esta crisis tampoco la paguen aquellos que antes nos han ayudado a hacernos ricos: los inmigrantes. Se está dando en Europa un proceso muy peligroso pasándose de la legali­dad absoluta del asen­tamiento de población inmigrante a una diná­mica igualmente perversa de expulsión. Las medidas contra la inmigración son insolidarias. La crisis es mundial, no lo olvidemos: si así estamos nosotros, ¿cómo estarán en otros entornos más pobres?

Tampoco le echemos la culpa a Europa, al euro o al Banco Central Europeo. La crisis sería más grave fuera de estas instituciones. Cuando se dan crisis económicas se pone en duda la eficiencia de las instituciones integradoras, ya pasó en España en 1898 dando impulso a los nacionalis­mos periféricos. El error estaría en pensar que solos solucionaríamos mejor la crisis.


Sería preciso coordinar políticas económicas distintas para distintas situaciones-país, sin perder de vista conceptos como armonización o solidaridad. De las crisis se ha salido mejor cuando se han coordinado acciones que cuando se han intentado en solitario. Esto vale para Euro­pa pero también para Españalo.


La superación de la crisis pasa por reconocer lo que ya decía Mounier para la de 1929; la certeza de que aquella crisis no era únicamente económica ni tampoco exclusivamente espiritual: «El mal era a la vez económico y moral, [...] estaba en las estructuras y en los corazones». Para ello, hay que aunar voluntades, involucrando a personas, ayunta­mientos, provincias, regiones, comunidades autónomas, Estados y a la Unión Europea, siendo conscientes de que formamos parte de un mundo globalizado. Juntos en la tarea haremos que la crisis sea una anéc­dota creando un sistema económico al servicio del hombre, en donde la producción se ajuste a lo que realmente la comunidad necesita, sin con­sentir las bolsas de miseria pero, también, sin propiciar la «parálisis espi­ritual» de un mayor bienestar.


3.1. Consumo responsable versus consumo necesario

No es lo mismo consumir de forma responsable que hacerlo única­mente de lo necesario. Las necesidades de cada uno son muy relativas y eso confiere ciertas características a los reconocidos como «bienes de consumo». Para alguien el teléfono móvil de última generación es un bien de consumo de primera necesidad. Si la sofisticación técnica de este bien va más encaminada a los usos alternativos que se le dan —vídeo, cámara, álbum de fotos...—, el objeto principal del bien pierde significa­do y sentido y dejamos de «necesitar» un teléfono para «necesitar» otra cosa más compleja. Puede darse además la paradoja de que la crisis nos lleve a un proceso deflacionista, con lo que esperaremos consumir lo «necesario» en el futuro y no en el presente porque entonces será más barato, «relativizando», más aún si cabe, nuestro concepto de necesidad.


Otra perversión de la crisis económica es que financiamos nuestras necesidades de consumo presente con dinero que hipotecará a genera­ciones futuras a través de la deuda pública. Las medidas económicas que actualmente se esgrimen quieren inyectar de liquidez al sistema a través de los intermediarios financieros, mediante deuda pública que adquiera los activos basura. La deuda pública afectará, por tanto, en el pago del principal, a las generaciones que no han sido responsables del problema. Esto enlaza con el concepto de desarrollo sostenible, es decir, que nues­tro crecimiento no se haga perjudicando a generaciones futuras. En este sentido, nuestros «malos hábitos de consumo» se los hemos transmitido a las generaciones venideras haciéndolas creer que todo valía, consu­miendo bienes en muchas ocasiones más por acaparación que por nece­sidad11.


Es imprescindible volver al consumo de lo necesario, al consumo de valores. En ello, la especulación y la riqueza rápida tienen poca cabida, pues reinan la economía del sentido común, de la realidad y de lo natural.


Son necesarias, y hasta imprescindibles, las políticas que favorezcan pasar de una economía que prime el ser, el desarrollo de la persona, fren­te a la economía del tener, la del consumo de la cosa. Esto haría posible--como afirma el personalismo comunitario—, «liberar a la persona de las ataduras» y, de entre ellas, la del sobreconsumo.


La tentación está, tanto desde las familias como desde las institucio­nes económicas y gubernamentales, en una financiación mayor y a más largo plazo para mantener el nivel de consumo. Esta situación es difícilmente sostenible e injusta para nuestros hijos y nietos, a los que estamos endosando nuestra deuda y, encima, les hacemos creer que basta con endeudarse para consumir todo lo que se quiera.


Evidentemente el modelo consumista, en el que hemos vivido hasta ahora, no es sostenible en estas circunstancias. Lo cierto es que a un país rico como el nuestro le costará asumir esta situación, esta renuncia a parte de su grado de bienestar. Obviamente, no todo lo que tenemos parece imprescindible. Sorprende, no obstante, que en esta situación económica se hagan colas por adquirir una terminal telefónica (iPhone), cuando lo más probable es que podamos seguir operativos con aparatos más sencillos.


Nos hemos creado unas necesidades de consumo totalmente prescin­dibles, que abren brecha entre pobres y ricos, nos hacen menos solida­rios y más elitistas (empezando por nuestros hijos). Mounier afirmaba que «la desaparición de la angustia primitiva, el acceso a mejores condi­ciones de vida, no traen consigo indefectiblemente la liberación del hom­bre sino, más comúnmente quizás, su aburguesamiento y su degradación espiritual».

3.2. Apuesta por las energías renovables

El primer factor de crisis es el precio del petróleo. Ahora fluctuante, pero la dependencia de Occidente de esta fuente de energía pone a los pies de los caballos la economía de nuestros países. La energía que mueve el mundo globalizado es cara. El petróleo lo es y su consumo ha tenido un crecimiento espectacular por el despegue económico de China e India. Una subida de la energía tiene que trasladarse obligatoriamente a los precios de los bienes que se producen o distribuyen con ella, lo que contribuye a acelerar la inflación.


Alternativas como los biocombustibles tienen sus contraindicaciones. Pueden solucionar los problemas de excedentes, pero, a la vez, puede que unos bienes creados para la alimentación humana sufran la perver­sión de ser utilizados para otros lucrativos fines, y tierra dedicada a la ali­mentación puede destinarse, por rentabilidad, a la producción energéti­ca, dejando al mercado sin productos para el consumo humano y, por lo tanto, encareciéndolos, con lo que se agudizan los problemas de las poblaciones más pobres.


La opción más atractiva serían las energías renovables: solar, eólica, corrientes marinas..., pero ¿se ha hecho el esfuerzo suficiente para que sean realmente alternativas de consumo? Sólo solucionan entre un 10 y un 20 por ciento de nuestras necesidades energéticas y su viabilidad, muchas veces, está a expensas de las subvenciones institucionales.


Siguiendo los postulados del personalismo comunitario, en donde la producción se ajuste a lo que realmente la comunidad necesita, habría que apostar por las energías limpias que no pongan en peligro el bienes­tar de las personas y que a la vez garanticen la calidad de vida de las mismas. Políticas de ahorro energético con un mayor I+D+i de las energías alternati­vas sería lo deseable.


Aquí el papel de una nueva educación sobre la energía y lasmaterias primas parece imprescindible. No malgastar el agua, ser cons­cientes de la escasez de las fuentes de energía, transmitir el espíritu de ahorro a las generaciones futuras parece más que deseable. Esto haría posible —como afirma el personalismo comunitario— «liberar a la per­sona de las ataduras» y, de entre ellas, la del sobreconsumo.


Mientras tanto, parece difícil escapar de la opción de la energía nu­clear. Una energía más barata, relativamente más abundante (aunque también susceptible al agotamiento) y en proceso de evolución técnica que llevaría del sucio sistema de fisión al de fusión. De hecho, nuestros socios de la Unión Europea ya están volviendo a la energía nuclear afrontando este problema. Ahora bien, en España, la alternativa nu­clear tiene mala prensa entre el común de nuestra población y los dife­rentes accidentes que han tenido lugar estos días de atrás no han ayuda­do precisamente a lo contrario. El esfuerzo educativo a favor de esta energía debe ser más intenso, discutiendo a fondo los pros y los contras. Lo cierto es que este debate está abierto. Posiblemente deberían pesar más los aspectos económicos que los posibles, pero lejanos, riesgos que tiene la eliminación de residuos o las hipotéticas fugas. Prácticamente todas las energías conllevan prácticas nocivas en su explotación y/o dis­tribución. Una concienciación de la sociedad en ese sentido predispon­dría a la población a un clima más favorable a su desarrollo.


3.3. «Reformas estructurales. ¡Joven, no dice usted nada!»

Cuenta la leyenda académica que el profesor García de Valdeavellano, en una tesis doctoral, escuchaba atentamente a un doctorando exponien­do sus ideas de claro matiz marxista. En un momento de su disertación y común en el lenguaje revolucionario de la época, el alumno dijo: «Es necesario cambiar las estructuras económicas que nos oprimen», a lo que el maestro García de Valdeavellano afirmó, con soma: «Cambiar las estructuras. Joven, no dice usted nada». Y es que cambiar estructuras puede llevar generaciones. Diversas han sido las definiciones de Estruc­tura Económica. Las hay, incluso, que diferencian si estamos hablando en mayúsculas o en minúsculas. Una de las más conocidas es la de José Luis Sampedro y Rafael Martínez Cortiña, que se refiere a la Estructura Económica como «la especialidad científica que tendrá por objeto el estudio de las relaciones de interdependencia que están dotadas de una cierta permanencia y que enlazan los principales componentes de una realidad económica globalmente considerada». Ramón Tamames afirma que fue seguramente Karl Marx en su Contribución a la crítica de la economía política, de 1859, el primero en utilizar este término, con antecedentes en los trabajos de Richard Jones, y que viene a reflejar «el conjunto de relaciones de producción y de cambio de una sociedad, que se desenvuelven dentro de un cierto marco institucional».


Por lo que se ve, cambiar las estructuras es algo complejo y más si se pretende tener resultados de la noche a la mañana. Los cambios estruc­turales deben encaminar a nuestra economía a una mayor productividad, unos mejores niveles educativos y una mejor competitividad, además de unas infraestructuras vertebradoras del territorio que ayuden al princi­pio de libertad de movimiento de mercancías, personas y capitales; un sistema impositivo no retardatario y competitivo y, al menos, una políti­ca en investigación, desarrollo e innovación realista y práctica. Desde el punto de vista personalista las tres primeras son las más relevantes.


3.3.1. Mayor productividad

Detrás de una mayor productividad no se esconde otro concepto que el de trabajar más y mejor. Esto, lejos de proponer un horario estajano­vista de trabajo, reflexiona con que la hora de trabajo sea una hora de tra­bajo real. Incluso que trabajando menos horas se produzca más y mejor.

Esto es posible si el trabajo deja de presentarse como «un castigo divino» y si al trabajador, además de proporcionarle un buen ambiente laboral, se le proporcionan técnicas e instrumentos que faciliten su labor. Desde el personalismo comunitario se defienden unas nuevas relaciones laborales en función de la persona y no tanto del trabajo. El trabajador debería enriquecerse en alma y espíritu más que económicamente. Hacer más productivo a un trabajador es tener un mayor activo para la empresa y es un orgullo para la persona que se hace más útil y, por ende, más valioso.

Estos buenos deseos, en épocas de «vacas gordas», son fáciles de lle­var a cabo. En tiempos de «vacas flacas»12, complicado. Pero de nada sirve echar la vista atrás. Mirar al futuro hace preciso una acuerdo sobre la educación.

3.3.2. La necesaria reforma educative

Imprescindible se antoja que la educación deje de ser objeto del con­flicto político y se alcance un acuerdo que perviva mucho tiempo. Aban­donar la necesidad de alcanzar el conocimiento en aras de dominar habilidades y competencias que puedan no precisar en el entorno empre­sarial/laboral parece un desatino. Todas las virtudes del Plan Bolonia se diluyen si creamos «máquinas de trabajar» y no «personas que piensen». Si se prepara a un individuo en el conocimiento, podrá desenvolverse en diferentes entornos. Si lo hacemos instrumental, sólo conocerá ese ins­trumento y se le hará torpe con el resto.

Si la universidad pierde el debate, la creatividad y, por supuesto, el hecho diferencial en aras de homogeneidad en los títulos, entonces el individuo, la persona, será menos feliz porque su objetivo de leer, saber, conocer, relacionarse... será determinista, buscará el premio del grado y se diluirá su criterio.

Sería oportuno llevar la formación en valores a la universidad. Éstos se pueden diluir en la ciencia y en el conocimiento. Si, por ejemplo, se enseñara Organización de Empresa sin olvidar la Ética Empresarial, haríamos técnicos éticos.



3.3.3. ,Mayor competitividad?

¿Y si el problema estuviera aquí, en que se ha educado en aras de la competitividad, en vez de en la búsqueda de la felicidad?

Ser competitivo, per se, no debería ser malo. Tus virtudes, por ser tuyas, son buenas. Ampliarlas en aras de hacerte más humano y mejor, óptimo. Hacerlo para eliminar, suprimir o hundir al contrario, es insano para la persona y terrible para la sociedad.

La competitividad bien entendida debe eliminar barreras «estorbos», que decía Jovellanos en la Ley agraria y que parece un término más ade­cuado. Estorbos a la libertad de elegir, a la libertad de movimientos. Estorbos por discriminación en función de territorios, razas, religiones o sexo. Barreras físicas, de opinión o derivadas de las leyes. Competiti­vidad, en definitiva, es estar en las mismas condiciones que los demás y, en esas circunstancias, ser el mejor.

4. Conclusiones

Un prestigioso seminario católico de información presentaba en la cabecera una frase que sintetiza el sentido de estas líneas: «Una econo­mía responsable»13. Es necesaria una nueva economía para estos tiempos de crisis. Una economía de empresa nueva pero también, y esencialmen­te, de hombres nuevos. Más allá de la pugna entre liberales y keynesia­nos, la doctrina económica de este tiempo debe superar rivalidades y dejarse llevar por el sentido común, en donde la economía real que afec­ta «realmente» a las personas premie sobre otros postulados. No obs­tante, y siguiendo a Harvey, descubridor de la circulación de la sangre, habría que confiar más en el poder de la naturaleza. Para ello hay que dejarla actuar y, por tanto, regenerar una «Economía en valores». Nos hemos acostumbrado a vivir por encima de nuestras posibilidades, más allá de nuestra economía real, y esto nos ha llevado a la crisis. La res­puesta es dirigirnos hacia una «Nueva economía real sostenible», soste­nible porque las generaciones futuras no deben ser hipotecadas por nues­tros dislates. Una nueva economía de valores menos especulativa y más solidaria. No perder la perspectiva del mundo global en que vivimos ya que nuestros excesos, en algunos casos, son las limitaciones del otro. Esta mayor concienciación hacia un consumo responsable debe llevar a la no despilfarración de los recursos, recursos de todo tipo: energéticos, monetarios, de bienestar... El bienestar no debe significar necesariamen­te opulencia, hay cosas que se consumen y no se necesitan y ni siquiera te hacen más feliz.

Parece que todo pasa por hacer un enfoque más humanista de la eco­nomía y tomar conciencia del hermoso mundo que Dios puso en nues­tras manos para que lo «domináramos y lo cuidáramos»14

Notas

1 Este trabajo es deudor de las reflexiones mantenidas en el Centro de Estu­dios Comunitarios presidido por D. José María Gil-Robles y Gil Delgado. Algunas de las ideas han sido ampliamente debatidas con Gemma Durán, pro­fesora de Economía de la Universidad Autónoma de Madrid.

2 Como prueba de que estamos en crisis, sirva el ejemplo del informe CECA de enero 2009: «La Economía española intensificó su debilidad en el cuarto tri­mestre del año 2008. El PIB caerá hasta un 1,6%, el desempleo subirá al 15,6% y el déficit público se elevará al 5,8% del PIB en 2009. La producción industrial registró una caída del 15%» (http://www.ceca.es).

3 La historia económica estudia los ciclos económicos y, tal vez por ser la eco­nomía una ciencia lúgubre, es del gusto del profesional hacer especial hincapié en las crisis. De este modo, se habla de la crisis de los Tulipanes en la Holanda del siglo XVII —entre 1630 y 1637—, la crisis de 1871, la crisis de 1929, la del petró­leo de 1973, la de 1979, la de 1993, la de las empresas puntocom y, así, por fechas o por protagonistas de la debacle, tenemos numerosas referencias. Es curioso observar que Occidente sólo percibe como crisis las que la afectan directamen­te, olvidándose de las de la hambruna crónica en el mundo subdesarrollado.

4 Que es lo que ocurrió en la crisis de 1929. Se pusieron en marcha medidas proteccionistas en cada uno de los países y se hicieron soluciones individuales como es el caso del New Deal, que tampoco sirvió para una solución rápida de la crisis.

5 Por Economía Natural se puede entender «la economía en que los artícu­los no se producen para el cambio, sino para el consumo propio dentro de un grupo económico cerrado; se opone a la economía mercantil, en la cual los pro­ductos del trabajo se destinan a la venta en el mercado». En la economía natu­ral, la sociedad constaba de multitud de unidades económicas homogéneas (familias campesinas patriarcales, comunidades rurales primitivas, haciendas feudales) y cada una de esas unidades efectuaba todos los tipos de trabajos eco­nómicos, comenzando por la obtención de las diversas clases de materias pri­mas y terminando con el acabado de los artículos para el consumopropio (http://www.eumed.net/cursecon/dic/bzm/e/ecnatur.htm).

6. Adam Smith (1723-1790), autor de La riqueza de las Naciones, para muchos el primer libro de Economía con personalidad y método propio, ocupó la cátedra de Lógica en Glasgow en 1751 y un año después la de Filosofía Moral, una materia que incluía Ética, Derecho, Teoría Política y Economía. No es baladí que Ética, Derecho, Filosofía, Moral, Política, Lógica... coincidan en una misma persona, en la génesis de una ciencia, que luego, en algunos aspec­tos, torcerá su camino.

7 Karl Polanyi (1886-1964), historiador económico y antropólogo creador de la Teoría Realista y que ve al capitalismo como una anomalía histórica, por­que «mientras las anteriores organizaciones sociales estaban `imbricadas' en las relaciones sociales, en el capitalismo las relaciones sociales se corroen al que­dar definidas por las relaciones del mercado», Perdices, L. (Coord.), Escuelas de pensamiento económico, Ecobook, Madrid 2006, p. 136.

8 El Personalismo Económico es un nuevo cuerpo académico que intenta integrar los principios contenidos en el pensamiento social cristiano con los logros de la moderna ciencia económica. Los personalistas económicos buscan construir una economía que otorgue verdadero valor a la dignidad humana. Tal refundición económica no sólo tendría respeto por la libertad del ser humano, la elección individual, la creatividad humana y el derecho a emprender iniciati­vas en el mercado, sino que también tendría que generar riqueza.

9 Estas ideas están tomadas del artículo publicado en Forum libertas y que se puede consultar íntegramente en http://es.catholic.net/abogadoscatoli­cos/435/2862/articulo.php?id=36965.

10 Actualmente está en el debate político económico la necesidad de reeditar unos Nuevos Pactos de La Moncloa. El problema es la crispación política exis­tente, pero parece más que recomendable que todos los agentes sociales, parti­dos políticos, sindicatos y empresarios se sentaran en una mesa como aquélla y pusieran en marcha una serie de medidas económicas que, por lo menos, no sir­van para la confrontación parlamentaria.

11 Sólo tenemos que observar el número de consolas que tienen nuestros hijos para realizar un mismo juego. Diferentes soportes técnicos para satisfacer una misma actividad lúdica.

12 Debería recordarse, a esta sociedad laicista, que lo de las «vacas gordas y flacas» viene de los sueños bíblicos de José en Egipto. Incluso, no estaría de más retomar la solución en esos tiempos: ahorrar.

13 Alfa y Omega n.° 360/26-11-2009.

14 «Y los bendijo Dios, y les dijo: `Fructificad y multiplicaos; llenad la tie­rra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra'. Y dijo Dios: `He aquí que os he dado toda planta que da semilla, que está sobre toda la tierra, y todo árbol en que hay fruto y que da semilla; os serán para comer. Y a toda bestia de la tierra, y a todas las aves de los cielos, y a todo lo que se arrastra sobre la tierra, en que hay vida, toda planta verde les será para comer'. Y fue así» (Gen 1,28-30).
















Huellas de Dios en el teatro de hoy34


Pablo D’Ors


No soy dramaturgo, pero confieso que lo intenté durante cierto tiempo. Tampoco soy profesor de dramaturgia, si bien lo fui en el Aula de Teatro de la Universidad Complutense de Madrid durante los años 2000 a 2005. Soy novelista y sacerdote y, eso sí, un gran aficionado al teatro y a las artes en general. Considero justo comenzar este artículo con esta advertencia, pues no soy, ni mucho menos, un experto en el tema.


¿Dios? ¿En el teatro de hoy? Lo primero que se me ocurrió res­ponder a la propuesta de Sal Terrae de elaborar una reflexión sobre es­ta cuestión fue que Dios no estaba presente en los escenarios contem­poráneos, al menos que yo supiera. Me insistieron. Alegaron que algu­na referencia a la trascendencia tenía que haber, aunque fuera genéri­ca; arguyeron que el objetivo de su revista es pastoral: aprender a leer con ojos religiosos los signos de los tiempos, en este caso, en la litera­tura escénica.

Acepté, convencido de que, junto al acercamiento técnico a los tex­tos literarios, propio de los críticos y profesores, así como al expansi­vo del ocio, que es el más frecuente, cabía también para las grandes obras de la literatura universal —¿por qué no?— una lectura que pusiera de relieve su potencial trascendente. Acepté, en fin, porque, junto al acercamiento a la literatura como entretenimiento o como fuente de es­tudio científico, lingüístico y estilístico, la ficción posee una función reveladora y provocadora que ninguna de estos dos lectores-tipo suele recoger. Estoy con Antonio Blanch cuando dice que, bien leída, la verdadera literatura o el verdadero teatro ofrecen la posibilidad de un


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encuentro serio con nosotros mismos y con los demás. Pese a todo, cuando me puse manos a la obra y comencé a investigar, leyendo y ha­blando con expertos y antiguos colegas, descubrí hasta qué punto era certera mi intuición inicial: Dios, o al menos lo que yo entiendo por Dios, está ausente de las tablas contemporáneas.

Ignacio Amestoy y José Luis Alonso de Santos, por citar a dos de los más famosos dramaturgos españoles en activo, escriben en nuestra España de hoy un teatro claramente político y social. Difícilmente po­dría hacerse una lectura religiosa de sus piezas. En los textos de Juan Mayorga, que también conozco bien, hay, desde luego, una vertiente ética muy clara: Himmelweg, Últimas palabras de Copito de Nieve o Hammelin, por citar sólo algunos de sus últimos trabajos, son una cla­ra prueba de ello. No obstante, para decir aquí algo con sustancia, con­sidero preciso interpretar ese «hoy» del título de este artículo en senti­do amplio, es decir, abarcando este último siglo, y no simplemente las dos últimas décadas, como era mi intención original.

Piezas magistrales del siglo XX

Con la perspectiva de cien años, ya son muchas las piezas dramáticas que se me vienen a la cabeza y que, sin particular violencia, admiti­rían una «lectura trascendente», llamémosla así. Estoy pensando en Bodas de Sangre, de nuestro Lorca, por ejemplo; pero también en La malquerida, de Jacinto Benavente, en El concierto de San Ovidio, del gran Buero Vallejo o, desde luego, en Fando y Lis, de Arrabal, por no salir de nuestro ámbito nacional. Si traspasamos nuestras fronteras, ha­bría que citar El pozo de los iluminados, de Synge; Kvetch, de Steven Berkoff; o cualquiera de las obras de Eugen Ionesco, (Las sillas, El cuadro o La lección, por citar mis preferidas); de Glengarry Glen Rose, de David Mamet, popularizada por Al Pacino en su versión ci­nematográfica; de La visita de la vieja dama, de Friedrich Dürrenmatt; de Largo viaje hacia la noche, de Eugene O'Neill; de Tío Vania, de Anton Chéjov; de La señorita Julia, de August Strindberg; o de Por un sí o por un no, de la Sarraute.

Un artículo de este género no permite, como es natural, que me ex­tienda sobra cada una de estas obras; pero nadie puede discutir que en ellas se plantean temas como el sentido de la vida, la explotación de los débiles, la alienación de la fantasía, la necesidad de la esperanza, el ab­surdo de lo cotidiano, el drama de la ancianidad, la brutalidad de lo que llamamos «educación», la descomposición de la familia, la pérdida de los valores morales o la incomunicación, por hacer un rápido recorri­do. Podrían citarse, seguramente, otras tantas piezas, puesto que la Modernidad, en tanto que pone al hombre y sus circunstancias en el centro, es todavía susceptible de un diálogo con lo religioso o teológi­co. Pero ¿qué pasa con lo postmoderno, donde en el centro están las es­tructuras y, todavía más, la fragmentación, la semiótica y la ironía?

Teología del teatro para el siglo XXI

Para responder a esta pregunta voy a recurrir a dos escritores que, pe­se a ser coetáneos de muchos de los ya citados, constituyen el presu­puesto necesario sin el que es imposible comprender todo lo que ha ve­nido después. Sin estos dos escritores –modernos cronológicamente, pero postmodernos en planteamiento– no es posible hablar de un posi­ble diálogo entre fe y cultura en el teatro del siglo XX. Me refiero, ob­viamente, a Luigi Pirandello y a Samuel Beckett. Sin ellos es imposi­ble una teología del teatro del siglo XX y, lo que es más importante, una teología del teatro del siglo XXI. Por esta razón, voy a centrar es­te artículo en su riquísima aportación. Aunque toda su obra es impres­cindible, y buena parte de ella podría ser estudiada desde la óptica que nos interesa aquí, son dos piezas, preferentemente, las que tocan de lle­no la cuestión: Seis personajes en busca de autor, del italiano, y Espe­rando a Godot, del irlandés.

Pirandello, o la muerte del mundo clásico

Pirandello se da perfecta cuenta de que el mundo clásico, aquel en el que los personajes eran todavía héroes íntegros y unívocos, ha muerto. Ha muerto porque ya no existe una óptica única y superior, porque ya no puede hablarse de la «verdad» y de la «belleza» sin polémica o dis­cusión. Desde este punto de vista, Pirandello representa una instancia anti-tradicional. Él no aspira, como proyecto artístico, a lo sublime, que sería lo propio del clasicismo; no va en pos del sentido de las co­sas o de la simple perfección formal... Pretende limitarse –y ya lo con­sidera mucho- a constatar el carácter paradójico de la vida, tantas veces degradada y sin una meta precisa. Por no hablar de redención o de paraísos posibles –a los que otros muchos dramaturgos de épocas an­teriores parecían apuntar–, Pirandello se está colocando en el clima cultural que empezaba a difundirse en la Europa de principios del si­glo XX.

Si el arte no sirve de mediación para la vida, ¿para qué sirve, en­tonces?, cabría preguntar. Como no podía ser menos, Pirandello pro­pone el distanciamiento propio de la reflexión, el análisis que lo des­compone todo y, en fin, la desmitificación. Esto es importante, porque Pirandello no pretende un arte que ayude a vivir al ser humano o, al menos, que lo reconcilie con sus penas. No; él tiende a un arte de la pura discordancia y de la pura contradicción, un arte consciente de que nada es reductible a un sentido último y totalizador. De ahí, precisa­mente, que busque siempre lo deforme y lo marginal, lo incongruente, lo imprevisible... Es así como quiere revelar la falsedad de los signifi­cados convencionales y como representa hasta qué punto el arte mo­derno se ha convertido en una vía sin salida. De este modo –y serán una pléyade sus seguidores–, lo central en Pirandello es el relativismo, la esquizofrenia de la conciencia y la crisis del concepto de identidad. Su única propuesta, con el instrumental de la ironía y la paradoja –que tanta fortuna han hecho en la cultura de hoy–, es la autorreflexión, el desdoblamiento y el «verse vivir» (su novela Uno, ninguno y cien mil se construye desde esta base).

Peligros de la imaginación creadora

Seis personajes en busca de autor supone la escenificación de esta fi­losofía. En esta pieza, la autonomía de los personajes, es decir, su es­tar arrojados al mundo y perdidos en él, es tal que aparecen sobre las tablas «en busca de autor». Desde el principio está muy claro que, por mucho que hablen y se encuentren, no van a ser capaces de recompo­ner sus vidas. La trama y la ideología que han guiado sus historias no van a encontrar en la representación un sentido unitario y tranquiliza­dor. Estos personajes (y cuando hablamos de «pirandellianos», es a eso a lo que nos referimos) están abandonados a sí mismos: buscar su au­tor supone para ellos lo mismo que buscar un «significado universal», y eso –es evidente– resulta banal. Lo que se va a representar es, preci­samente, la figura de esta imposibilidad.

Lo que Luigi Pirandello está testificando aquí es que la imagina­ción creadora es demasiado peligrosa, puesto que llega un día en que el creador asiste a la venganza de su fantasía. Sí, llega un día en que las criaturas del espíritu se escapan, un día en que lo único que puede hacer el autor es contemplarlas. Esas criaturas se acercan... o se alejan empeñadas en vivir por su cuenta, y el autor sólo puede asistir al ab­surdo espectáculo de su tragedia. «No se da vida a una figura impune­mente», dice Pirandello. El autor ha sido derrotado, concluiríamos en primera instancia; pero también sus figuras, habría que añadir, puesto que viven como sombras sin relieve, como imágenes fantasmales sin un autor, al que buscan desesperadamente.

Resulta obvio que la obra de Pirandello es, en buena medida, un símbolo de la existencia del hombre contemporáneo35; y no es preciso subrayar la posible analogía religiosa de este planteamiento. La refle­xión sobre Dios Padre como Autor del mundo y creador del género hu­mano está servida.


La desavenencia entre el autor y sus personajes


El estar a un tiempo completamente «en» los personajes, pero a la vez totalmente «sobre» ellos, es, según Pirandello, lo que provoca la pro­funda desavenencia entre el autor y sus criaturas. Porque éstas «no siempre comprenden la intención del autor»36, y porque Aquél, obvia­mente, «no aprueba siempre todas las acciones e intenciones provisio­nales de sus personajes»37. Así que sólo un lector ingenuo podría iden­tificar plenamente la voz del creador con la de sus criaturas.

Los personajes (como los hombres) se entristecen y rebelan porque el autor (como Dios) no «puede entrar en la inmanencia de la repre­sentación para conducirla hasta su meta: sobre el escenario no puede estar más que el actor; pero éste no se representa a sí mismo, sino el papel que el autor le ha otorgado en su obra; en él y sólo en él tiene el poder de actualizarse»38.


La primacía del autor


Ya lo había advertido Julien Green: «El autor es Dios Padre para sus personajes»39. Y también Kierkegaard, para quien sólo en el misterio cristiano se revela el misterio natural del autor. El autor podrá «quedar oscurecido temporalmente por el extraño éxito de la representación im­provisada de un colectivo con conciencia creadora; pero este éxito es fugaz. Pronto vuelve a pedirse un sentido previo en el que pueda desa­rrollarse sin dificultades y con comodidad la fantasía del autor indivi­dual»40. Así las cosas, el autor es lo primero; pero ¿qué importancia tie­ne en sí la obra?41, cabría preguntarse ahora. Y, sobre todo, ¿dónde que­dan entonces el actor y el director? ¿Qué papel les resta a los demás elementos de la producción teatral?

Interpretación y dirección

Según Von Balthasar -que es en este ámbito, como no podía ser me­nos, nuestro teólogo de referencia-, ningún autor deja su obra como un simple esbozo o esquema para que sea elaborada posteriormente por el director y los actores42. Más que situar las tareas de interpretación y di­rección allí donde termina la autoría propiamente dicha, ésta se extiende durante todo el proceso. El autor acompañará siempre al direc­tor, o debería hacerlo: «Esta continuada y misteriosa acción del autor, más allá de su obra, en la esfera del actor y del director (a los que, sin embargo, no tiraniza, sino que les deja espacio para la creatividad) influirá profundamente la acción de ambos y posibilitará su acción crea­dora. El autor, al configurar los personajes, está en el origen de los tres elementos de la producción y los determina a actuar sobre el público, al que el autor apunta y con el que el autor se pone de acuerdo desde un principio»43.

De la teo-dramática balthasariana se desprende que el autor nunca desaparece por completo de su pieza, y que su radio de acción -aun­que invisible- se extiende. Esto quiere decir que, aunque las obras sean «autónomas», nunca adquieren una plena independencia. Queda una paternidad con la que se está permanentemente en deuda.

Como conclusión a esta cuestión, en la que hemos centrado la pro­blemática teológica planteada por Pirandello, cabría decir que el «es­tar-sobre» los personajes (el «distanciamiento») supone en el autor una cierta capacidad para alienarse. El dramaturgo ha de separar de sí, dar libertad, a sus criaturas. Debe ser desprendido para ser creador y, en fin, dejar a los personajes que sean personajes. Y es que amar a un per­sonaje es, precisamente, amar su autonomía44.


Beckett, o la voz del silencio

Para hablar de Esperando a Godot (escrita en 1948, editada con Fin de partida y Acto sin palabras en Éditions du Minuit en 1952, y estrena­da en el teatro Babylone de París el 5 de enero de 1953) quiero co­menzar citando a George Steiner:


462

PABLO D'ORS


113:7- 111111111111MNEEMIMIMMOMEMBUINI

«Beckett usa las palabras como si cada una debiera ser extraída de una caja fuerte y sacada de contrabando de un surtido a punto de agotarse. [...] La reductio que Beckett hizo del lenguaje [...] tiene que ver con muchas cosas características del espíritu moderno. [...] En Beckett existe una formidable elocuencia a la inversa. Las palabras, por más escondidas y gastadas que estén, bailan para él como bailan para todos los bardos irlandeses. [...] Beckett tiene afinidades con Kafka. Pero Vladimir y Estragón (los personajes de Esperando a Godot) o Hamm y Cloy (los de Final de partida) aprendieron mucho de los Hermanos Marx. Hay fugas de diálogo en Esperando... –aun cuando la palabra "diálogo", con su conno­tación de comunicación eficaz, resulta penosamente incorrecta–que se acercan a la pura retórica. He aquí un tema para futuras te­sis: los usos del silencio en Beckett. [...] Busco, dice Beckett, "la voz de mi silencio". Los silencios que puntúan su discurso, cuya duración e intensidad parecen estar tan cuidadosamente modula­das como en la música, no están vacíos. Contienen, de manera ca­si audible, el eco de lo que no se dijo»45.

Después de leer esto, no creo que haya dudas respecto de la perti­nencia de una lectura teológica de esta obra.

El hombre como imposibilidad

Claro que también es muy interesante lo que dice a este respecto el lu­cidísimo Jenaro Talens46, a quien siempre es un gusto citar: «El horror de vivir, junto con la imposibilidad de morir, atraviesa la escritura beckettiana, mostrando al mismo tiempo la imposibi­lidad del hombre para deshumanizarse del todo, puesto que la au­sencia de sentido tiene, a su vez, un sentido. Beckett deja a sus criaturas en plena naturaleza, una naturaleza vacía, sin ciudades ni árboles ni colinas. Una naturaleza hecha de material informe. [...] Todo es innombrable, salvo el tiempo, una especie de fuerza neutra e implacable. El hombre no morirá nunca, porque ya está muerto. Todo se degrada y camina hacia la inmovilidad, el silen­cio, la nada, pero sin alcanzarlos. Y la conciencia (= el lenguaje) está condenada a decir esta imposibilidad. De ahí nace el nuevo concepto de lo trágico».

Arrojando luz al tema que nos planteamos, continúa:

«En Beckett, la representación cede su puesto a la simulación y, en consecuencia, a la anti-fiesta. Lo trágico es, ante todo, una teo­logía de la muerte de Dios, y empieza cuando Dios empieza a mo­rir. En el fondo, es una cuestión de abandono, no de si existe o no existe Dios. Para la pareja protagonista de Esperando a Godot, Dios no es sino un viejo con barba blanca o, simplemente, Godot, un nombre, una palabra, el simulacro del lenguaje, al que siguen aferrados. Por eso las voces beckettianas dicen palabras, y ese bla­blá inútil, ese habla incesante, no es el parloteo de quienes verda­deramente no tienen nada que decir, sino la única forma de mani­festar que no tienen nada que decir. Las palabras se amontonan, y la saciedad engendra la penuria. El lenguaje reducido a simulacro se convierte en el solo tributo del ser».

Tampoco me resisto a citar al catedrático de estética López Quin­tás, para quien... «...la obra de Beckett no intenta reproducir determinadas escenas de la vida humana, sino suscitar en el oyente la impresión dramá­tica que produce el hallarse cerca del grado cero de la vida crea­dora y hacer la experiencia límite de la desolación y la soledad»47.

Podríamos seguir citando a muchos de quienes han reflexionado a este propósito; pero, a nuestros efectos, es más que suficiente. Desde un punto de vista teológico nos interesa lo que, de un modo sistemáti­co, intentaré exponer a continuación.

El caminante se detiene

Para que el mundo cerrado que Beckett quiere reflejar sea elocuente, sus obras suelen constar de un solo acto, evitando así el respiro o la apertura propios del descanso o intermedio. Esta decisión formal tiene su envergadura: con ella se pone de manifiesto que los textos teatrales beckettianos no tienen, de hecho, ni un principio ni un final. Dicho de otra forma: no parten de ninguna situación y no se resuelven en un de­senlace. Esta a-temporalidad y a-causalidad, tan llamativas, han pro­vocado que los expertos hablen de una «supuesta anti-teatralidad en sentido tradicional».

Estas opciones dramatúrgicas quedan reforzadas por el contenido de sus obras. Los «héroes» de Beckett experimentan el tiempo siempre como un maleficio. Todo discurre con una lentitud tan insufrible que los personajes sólo intentan matar el tiempo y huir de su inexorable va­cío. Pero no son capaces, de forma que sus movimientos son tan ab­surdos como su inactividad, que termina por aplastarlos.

Así es como sitúa Beckett, y ya desde el principio de Esperando a Godot, a sus protagonistas: en un brutal «nivel de desamparo» (en ex­presión de López Quintas). De hecho, cuando uno de los mendigos-clown le pregunta al otro si se encuentra mal, su comparsa no puede responderle más que con un amago de risa. Que su espera no tenga contenido, que su mero esperar algo que no saben lo que es ni cuándo vendrá –ni siquiera si llegará a venir alguna vez–, se deduce de sus diá­logos, precarios siempre, entrecortados y plagados de insultos y veja­ciones. Los acontecimientos, anodinos siempre, son abordados como recursos con los que escapar del aburrimiento. Pero no hay modo: el movimiento no pasa de ser agitación. No hay esperanza, sino simple espera, que no es en absoluto lo mismo. Las acciones no están orienta­das, sino que suponen un mero desgaste de energías.

En Malone muere los personajes beckettianos van buscando algo desconocido. Viajan porque buscan; no lo harían sin ese incentivo. Pe­ro en Esperando a Godot la cosa se radicaliza, pues el caminante se de­tiene. En el escenario, según nos precisa una acotación, sólo hay un ca­mino y un árbol, naturalmente sin hojas. El camino, del que sólo sabe­mos que está bordeado de precipicios, no va a ningún lado. En rigor, no es un camino, sino un callejón sin salida, una situación límite. Es im­portante precisar, por si alguien puede llamarse todavía a engaño, que la inmovilidad o el sedentarismo propios de muchos de los personajes de Beckett no tienen nada en común con la serenidad propia de los mís­ticos o contemplativos. Se trata, más bien, de un descenso a lo inferior o elemental. Esta inmovilidad es inmovilismo y pasividad, y refleja la cerrazón y la pérdida. Vladimir y Estragón son «extranjeros» en el sen­tido más profundo del término, están extrañados en el medio en que se les ha colocado; para ellos todo es tan inhóspito fuera como dentro.

Los payasos de Dios

Ni qué decir tiene que los personajes de Beckett no tienen psicología ni están en absoluto definidos. En el fondo, es una lástima que Estra­gón y Vladimir no sean subnormales, porque, de serlo, podríamos compadecerlos. No, la tragedia radica aquí en que son una rara especie de payasos: tenemos que reírnos de ellos, pero nuestra risa se congela en nuestros labios y termina en una mueca.


Ni siquiera son arquetipos, sino meras funciones que sirven a un único propósito: el absurdo. Por eso mismo sus gestos son incompren­sibles y repetitivos, incongruentes. Su modo de expresarse, tantas veces de apariencia coherente, resulta finalmente torpe y vano. Esto, que es clarísimo en Esperando..., llega a su extremo en Acto sin palabras, don­de todo es silencio, o en Aliento, cuya trama es, simple y llanamente, un ruido del que no se sabe si es un bostezo o un grito ahogado.


Una palabra sobre ese enigmático personaje llamado Godot. Por semejanza de este nombre con «God» (Dios en inglés), parece estar fuera de duda que apela o se refiere al Dios de los cristianos. Por si no resultara evidente, Lucky, uno de los personajes, al referirse a él dice que es un ser «fuera del tiempo, del espacio, que desde lo alto de su di­vina apatía [...] nos ama mucho... con algunas excepciones, no se sabe por qué». Lo que sí parece claro es que un dios de este género no es de gran ayuda para el hombre, así como que, por el mero hecho de espe­rarlo, ese hombre no se va a librar de su desesperación y soledad. Este Dios es, pues, un mero polo de referencia.

Ruptura de la representación

Lo más llamativo de esta obra teatral es para mí el carácter ineficaz y vano de cualquier acción, y ello desde el comienzo, cuando Estragón intenta inútilmente quitarse sus botas. La inutilidad se mantiene hasta el final, cuando los personajes dicen que van a marcharse, pero –no de­bería sorprendernos a estas alturas– no logran moverse. Pero si la acti­vidad está vaciada de contenido, de la inactividad no puede esperarse nada mejor, como bien dice Estragón: «No ocurre nada, nadie viene, nadie se va. Es terrible».


Tampoco en la charla entre ambos encuentran ningún alivio: «Ano­che estuvimos charlando sobre naderías. Hace medio siglo que hace­mos lo mismo». En realidad, jamás hay entre ellos una auténtica con­versación, sino un mero intercambio de sonidos articulados, pero des­poseídos de su capacidad de comunicación. No podría ser de otra for­ma, pues los personajes, en rigor, ni siquiera piensan, por lo que sus in­tercambios de palabras, con la apariencia, la mera apariencia, del diá­logo, quedan con frecuencia en simples murmullos. Daría casi igual que, en vez de palabras, emitieran simples sonidos guturales. Insisto en esto porque la historia de la literatura, que siempre ha enseñado que to­da época rompe, de algún modo, con la anterior, llega aquí a lo que pa­rece un planteamiento más radical: se rompe con el hecho mismo de representar; se dice que algo así es poco menos que imposible. Se re­tuerce el lenguaje hasta dejarlo irreconocible e incapaz de realizar aquello para lo que fue inventado.

El estatuto ético y estético del silencio

La desconfianza de Beckett hacia el pensamiento es completa y radi­cal, sin fisuras. Según él, cabe hablar, pero no se dice nada; da igual lo que se diga; las palabras sólo colman vacíos, pero ni siquiera los col­man en realidad. Así que para Beckett el individuo es un hablante, sí, pero no un productor de significados. Es alguien que utiliza el lengua­je como un simple medio con el que ocultar su vacío. Parecería enton­ces que la alternativa sería callarse. Pero no: es una alternativa falsa, porque callarse puede ser únicamente la inversión del hablar.


Beckett nos plantea –y es esto lo más nos interesa– lo que cabría llamar el «discurso anti-místico». Y es que, si el silencio al que aboca la mística es por desbordamiento del lenguaje, por así decirlo (esto es, por un silencio que es sinónimo de paz, plenitud y serenidad), el silen­cio beckettiano parece ser la única forma, más o menos legítima, de no representar la mentira. Pero, ¡atención! Se trata de una forma sin ga­rantías, pues también el silencio puede mentir.


Por todo ello no resulta exagerado hablar del estatuto ético y esté­tico del silencio en Beckett. Las palabras de los hombres, parece estar diciendo el dramaturgo irlandés, no son a imagen y semejanza de las de Dios, que son creadoras. No reflejan el universo, no sirven para na­da. Ése es el drama que Beckett presenta sin aparente dramatismo.




No hay conclusión

De la mano de Pirandello y de Beckett, confío en haber iluminado al­gunas de las cuestiones teóricas que laten detrás de lo que se me pidió: huellas de Dios en el teatro de hoy. ¿Y esto son huellas?, podríamos preguntarnos. Mi respuesta es, evidentemente, afirmativa, puesto que creo que el verdadero Dios es precisamente Aquel que pone en cues­tión los absolutos humanos. Pirandello y Beckett, desde el arte escéni­co, lo han hecho con una radicalidad insuperable. Casi podría pensar­se que han llegado a una estación-término tras la cual no es posible de­cir mucho más. Pero no lo creo, porque, si el hombre sigue en este mundo y si continúan naciendo creadores que aborden su empresa con rigor y seriedad, es más que probable que surjan nuevas pistas, nuevos planteamientos, nuevos horizontes... Pero pistas, horizontes y plantea­mientos –eso sí– que en modo alguno pueden obviar los que roturaron o atisbaron Beckett o Pirandello.

¿Dios? ¿En el teatro de hoy? Sea bajo la forma del interrogante o de la negación, o incluso desde el silencio y la ausencia, el creyente sa­brá descubrir siempre alguna de estas huellas. Al fin y al cabo, ser cre­yente es precisamente eso: ver el oasis en el desierto. Y confiar en que no sea un espejismo. Y apostar la vida por ello.



  1. Ibid., 259, citando a J. GREEN, op. cit., 27.

  2. Ibid., 260.

  3. Ibid., 272, donde cita a Thomas MANN, Rede und Antwort, Fischer, Berlin 1922, 40: «La escenificación es la obra de arte; el texto es sólo su fundamento».






Nuestra felicidad y esperanza como atrayente propuesta vocacional


¿Somos felices y transmitimos esperanza?

Virtudes actuales de la vida consagrada48

(a la luz de la Carta a los filipenses)


Toni Catalá, Sj





Introducción


Se trata de dejarnos sugerir por San Pablo en su Carta a los filipenses. Haciendo una lectura atenta de la carta me he fijado en aquellos aspectos o dimensiones en los que San Pablo interpela, cuestiona, anima y recoloca a la vida consagrada hoy.


Es una carta viva, sugerente, fuerte, que mueve el corazón. En nuestra cultura postmoderna, en la que los grandes telatos han hecho crisis, en la que nuestra gente desconfía de las formulaciones excesivamente conceptuales y grandilocuentes, la carta mueve los afectos, hace vibrar aquellas dimensiones de nuestra vida de consagradas y consagrados que pueden quedar solapadas cuando nos dejamos arrastrar por la desolación y la falta de esperanza. San Pablo nos agita, nos reubica, nos apasiona, provoca que vuelvan emerger esos dones que llevamos en vasijas de barro pero que están ahi, puestos por el Señor de la Vida en nuestros corazones.


Mi reflexión parte de la lectura atenta de la carta y de la profunda pasión por este tipo de vida nuestro, regalo del Espíritu que nunca agradeceremos bastante. San Pablo nos pone en camino de vivir apasionadamente la alegría del Evangelio y de poner nuestras vidas al servicio del Señor de la Vida y de sus criaturas.


Al hilo de la carta reflexiono sobre las profundas sugerencias paulinas.



Ternura: "Os añoro con el afecto entrañable de Cristo Jesús"


"Pues Dios me es testigo de cómo os añoro a todos vosotros con el afecto entrañable de Cristo Jesús" 1,8.


El afecto entrañable de Cristo Jesús le llevó a implicarse compasivamente con los abatidos de la casa de Israel. La vida consagrada se engarza compasivamente con la vida por el "voto de castidad". Nuestra cultura no entiende tanto de conceptos cuanto de compasiones. No podemos entender la actuación de Jesús si no percibimos la honda ternura de su actuación, a Jesús se le conmueven las entrañas ante el dolor y el abatimiento de las criaturas de Dios, precisamente porque son de Dios, del Padre al que Jesús nos enseñó a rezar en plural.


Pablo siente ternura por la comunidad; la ternura no es un concepto, sino un sentir, se le conmueven las entrañas como se le conmovían a Cristo Jesús. Todo el vivir de Jesús por los caminos de Galilea ha sido pura implicación compasiva con mujeres manchadas, dobladas, viudas indefensas, pecadores, abatidos, ninguneados. Jesús siente compasión. La vida consagrada, en su raíz carismática que expresa en el voto de castidad, sigue siendo una continua invitación a implicarse compasivamente. Hemos experimentado que el Señor nos invitaba a seguirle desde la totalidad de nuestra persona, no sólo nos invita a poner al servicio del reino nuestra capacidad de trabajo, sino toda nuestra capacidad de sentir y de querer.


Me gusta decir que el voto de castidad es el que hace verdad nuestro modo carismático de seguimiento. El voto no es una defensa ante nada ni ante nadie, sino el modo de que nuestra vida se convierta en pura y total compasión, una vida que genere espacios de respiro y de alivio, que exprese el afecto y la ternura de la Trinidad Santa por sus criaturas.


Pablo nos invita al afecto entrañable, también, por nuestras congregaciones y comunidades. Tenemos que pedir la gracia de una vida consagrada más tierna, más humana, menos rígida, más sencilla, afable y cordial, con más humor y menos seriedades..., más compasiva con las debilidades de las hermanas y hermanos. Podemos caer en la trampa mortal de creer que no es posible, pero lo será en la medida en que dejemos convertir nuestra percepción de qué es ser hombres y mujeres consagrados. No somos perfectos ni perfectas, sino criaturas vulnerables y falibles aunque agraciadas. Sólo desde el afecto que muestra Pablo a su comunidad podremos seguir construyendo fraternidad.



Discernimiento: "Discernir lo mejor"


"De manera que vosotros podáis discernir lo mejor, para que estéis limpios y sin desliz para el día de Cristo" 1,10.


El correlato del discernimiento es el sometimiento; la vida consagrada es una llamada a "mayor libertad evangélica", no a someterse a los ídolos. Discernir es aprender el "alfabeto del corazón", vibrar con la Vida. El espíritu es Vida, el Padre es fuente de la Vida, el Señor Jesús es Camino, Verdad y Vida. San Pablo es un hombre de discernimiento porque se dejo conducir apasionadamente por el espíritu del Resucitado.


Para ser hombres y mujeres de discernimiento tenemos que pedir la gracia de vivirnos desde el don, de vivir siempre en acción de gracias. Tenemos muchas dificultades para vivir siempre en acción de gracias porque la mayoría de las situaciones que vivimos las consideremos "normales" y "naturales" y sólo esperamos lo "sobrenatural" y lo "extraordinario" para que surja el agradecimiento. Cuando se percibe que todo es don y todo es gracia nos hacemos libres para el servicio, entonces nos disponemos a encontrar lo mejor no para nosotros y nosotras, sino para el mayor servicio del Señor y de sus criaturas. Cuando crecemos en acción de gracias nos disponemos a crecer en libertad para el servicio, y esto es discernimiento.


Discernir es, pues, dar gracias por la vida. La vida es techo, pan y palabra. En nuestro vivir cotidiano tenemos un techo que nos acoge, un hogar en donde nos identificamos como hijos de un pueblo con sus raíces e identidad, somos de un lugar y de una gente. Si no damos gracias por el techo, cuando nos falte no sabremos vivir a la intemperie y entonces lo exigiremos. La acción de gracias es reconocer un don no agradecer una posesión.


¿Cómo dar gracias por el techo cuando muchas, demasiadas, criaturas del Padre viven sin techo? Si no damos gracias nos hacemos especialistas en defender el derecho del otro a tener techo sin que el nuestro falte. Nos podemos convertir en especialistas para defender los derechos del otro pero desde nuestras posesiones inamovibles. Esta es una de las contradicciones del primer mundo: deseamos los derechos de todos pero que lo nuestro: bienes, posesiones, estilos de vida, siga y no se toque.


Dar gracias por el pan y la palabra supone dar gracias por el sustento cotidiano, por el pan material y el pan de la cultura. Cuando perdemos esta dimensión de gratuidad en nuestros ctpanes" y "palabras" de cada día nos pasa como con el techo: lo exigimos. Al perder esta dimensión pode­mos caer en dinámicas de engreimiento y orgullo sutil. Cuando olvidamos que los propios bienes culturales como el saber, la capacidad de orientarnos en la realidad, la capacidad de analizar lo que acontece, etc, son dones, los podemos convertir en un arma arrojadiza contra los no capaces, los no "cultos", los faltos de destrezas sociales.


Discernir es dar gracias por habernos encontrado con Jesús de Nazaret y su Buena Noticia. Quien vive el encuentro con Jesús como un proceso de encuentros y situaciones que le han sido dados, siempre tiene motivos para la acción de gracias, para recordar personas, lugares, situaciones que han hecho posible el encuentro con la Buena Noticia en la vida.


Se cae entonces en la cuenta de que el encuentro con Jesús viene preparado desde muy lejos, desde mucho tiempo atrás, nos encontramos con él porque otros le han encontrado mucho antes. Incluso en los momentos en los que se cree que el encuentro con el Señor ha sido "directo" con Jesús. Si se puede pronunciar su nombre al calificar la experiencia de encuentro como encuentro con Jesús es porque muchos otros han pronunciado su nombre. El encuentro es una profunda experiencia de eclesialidad.


Este encuentro con Jesús es "redentor" porque hemos experimentando y seguimos experimentando que es Buena Noticia. Nos "redime" de las falsas imágenes de Dios y nos "redime" de las falsas imágenes de qué es ser hombre y mujer.



Vida apasionada: "Para mí 'vivir' es Cristo"


"Pues para mí Vivir' es Cristo y 'morir' es ganar" 1,21.


Sin pasión por Cristo no hay vida consagrada. Esta pasión supone empaparse de Cristo y su Buena Noticia. Cuan­do nos aferramos a nuestra propia vida la malgastamos, nos enredamos en las terribles trampas del yo. Sólo cuando nuestra roca es El nos desvivimos y nos reencontramos. En nuestra cultura tenemos que reconocer que no se quiere oír que "morir es ganar", y que muchas espiritualidades que manejamos quieren acentuar los derechos del yo más que el desvivirse por las criaturas.


La "espiritualidad" se ha convertido en nuestra cultura en una palabra muy peligrosa, enmascara muchas cosas, y sospecho que lo que más enmascara y bloquea es la resistencia a conocer internamente que "nuestro morir es ganar". Jesús en la pasión atraviesa la frontera de las pasividades y los limites, Jesús prefiere entregar su vida antes que, en nombre del Dios Fuente de la Vida desde el que ha vivido toda su existencia, crear sufrimiento, violencia y muerte. Jesús sabe que los únicos derechos que hay que defender son los de los santos inocentes, los derechos de la vícümas, de los pobres, de los excluidos, de los humillados, de los ninguneados, de los oprimidos y asfixiados y no los derechos del "yo". Hay espiritualidades que no están dispuestas a ceder en los derechos del "yo", a ceder en el bienestar del "yo" a favor del bienestar de los otros, a ceder en las comodidades del "yo" para luchar por que otros tengan un mejor "acomodo" en la vida... Hay espiritualidades que no quieren traspasar las fronteras del yo; y si esta frontera no se pasa, es imposible sensibilizarse para otras fronteras.


No conocer el rostro del Cristo sufriente es no querer conocer al Dios Comunidad de Amor implicado compasivamente con sus criaturas. Es no conocer el ámbito de la Trinidad Santa. Este conocimiento es un conocimiento límite. Pedro niega y los seguidores abandonan porque se les hace insoportable que en Jesús se revele la condición humana en su verdad y desnudez. Sólo cuando perciban que en el resucitado se les otorga la Paz del Amor incondicional podrán reconstruir su vida de seguimiento desde la profunda humildad de haber aceptado el fracaso y la propia debilidad.


El sufrimiento diluye las fronteras del propio amor, querer e interés, diluye las fronteras de un "yo" seguro de sí mismo e impasible para adentrarse en la comunidad compasiva con los sufrientes y con la vulnerabilidad de la condición humana. No hay posibilidad de concebir el amor sin sufrimiento por las personas que se quiere. Jesús traspasa todas las fronteras, hasta la muerte de cruz, para identificarse con lo que somos ("caridad que viniste a mi indigencia, que bien sabes hablar mi dialecto, así sufriente corporal amigo, ¡cómo te entiendo! Dulce locura de misericordia, los dos de carne y hueso". Himno. Laudes viernes II semana). Jesús ha traspasado todas las fronteras, se ha encarado con la debilidad rompiendo los mitos culturales del éxito, la competencia, la imagen, el bienestar, la comodidad, la apatía, la impasibilidad... mostrándonos con su vida que quien la pierde la gana.


Tenemos que afirmar, no contra nadie, que una espiritualidad que no traspasa la frontera y los límites de lo que cada cultura nos dice hoy sobre la condición humana no es cristiana. El mundo pone fronteras y límites muy precisos al "yo": sé exitoso, no muestres debilidad, no te impliques, cuida tu bienestar, cuida la salud a costa de lo que sea... un "yo" diseñado y fabricado para ser fuente de beneficios para todo tipo de industrias que trafican con lo humano, Jesús, desde el reverso de los límites establecidos por el mundo, nos muestra que la gracia está en el fondo de la pena. Sólo un yo desvivido vive; pasar esta frontera de vértigo tan sólo lo podemos hacer con la fortaleza que nos da el Santo Espíritu.


La vida consagrada tiene que discernir hondamente a qué se refiere cuando habla de espiritualidad; éste es uno de los territorios de más difícil discernimiento, porque el mun­do es muy tramposo y hoy el mercado ha encontrado un filón muy rentable con las "espiritualidades". No caigamos en la trampa de decir como Simón "No lo conozco"; si no lo reconocemos, no podremos tender puentes ni traspasar las fronteras que nos lleven más allá de nuestros propios intereses personales o institucionales; salgamos del "y°" para abrirnos a la vida. Este es el camino de la Pascua de Jesús. Pidamos morir a nosotros y a nosotras para vivir para él. A San Pablo sólo lo entendemos cuando percibimos que su vivir es Cristo y sólo Cristo.



Implicación compasiva: "Tened los sentimientos que se dieron en Cristo Jesús"


"Tened entre vosotros estos sentimientos que se dieron en Cristo Jesús" 2,5.


Jesús se abajó, no se quedó en el alero del Templo, no se quedó en la montaña deseando los reinos del mundo, no utilizó el poder en su propio provecho. Se implicó por los caminos de Galilea siendo uno de tantos y mostrando al Compasivo en su actuar libre, gratuito y compasivo. Todo el vivir de Jesús es una tendencia hacia abajo en contraste con sus discípulos, que tienden hacia arriba.


El himno de filipenses impresiona porque nos da la clave de todo lo acontecido en Cristo Jesús. Podemos leer el lavatorio de los pies, una tradición más tardía, desde el himno para percibir la coherencia de todo el vivir de Jesús. En el momento en que se acerca su entrega, Jesús se pone a lavar los pies a sus discípulos. Quiere expresar con este gesto que no puede haber ningún tipo de verticalidad entre ellos, él es considerado y respetado por los suyos como maestro y señor, ha demostrado su autoridad de sobra y una autoridad que no era como la de los letrados y fariseos, pues el único magisterio y señorío que cabe en el ámbito del Dios de la Vida es el servicio.


Pedro no soporta el abajamiento de Jesús, no soporta tenerlo a sus pies; si se deja servir, ya no le queda otra cosa que hacer en la vida sino lo mismo; si se deja servir, pierde su estatus. Pedro necesita a su señor arriba para poder ser señor de otros; si se deja servir, toda la verticalidad en la que está construida la estructura de este mundo se derrumba.


Jesús les está diciendo con su gesto que no hace falta oprimir al de abajo ni adular al de arriba para sentirse alguien, les está queriendo decir que, si todos se convierten en servidores, se reencontrarán en horizontal y en la fraternidad. Quiere una comunidad de otro estilo, no quiere relaciones patriarcales, las quiere fraternas. Por eso lo que viene enfrentará a suegro con yerno, padre con hijo, madre con hija, pero nunca será una confrontación entre hermanos, será un derrumbe de las relaciones verticales v un emereer de las horizontales. Los discípulos, y Pedro a la cabeza, no entienden, da la impresión de que es demasiado lo que están viviendo y no lo pueden o no lo quieren entender. Jesús vincula el pan compartido y la copa brindada a su propia vida que va a ser entregada, todo su vivir ha sido un desvivirse. Desde que el Compasivo lo arraigó en su seno, toda la vida de Jesús ha sido una vida en favor de otros.


Jesús quiere irse a orar después de cenar, está inquieto, nota que tanta adversidad lo está llenando de angustia, la dureza de corazón acecha y es espesa y viscosa, amenaza como una red de muerte, como un lazo del abismo. En la misma cena, uno de los suyos ha tenido un comportamiento inquietante y se ha marchado antes que todos, algo se está tramando y muy serio. Jesús se lleva consigo a orar a Pedro, con el que se enfrentó a propósito de su mesianismo, y a Juan y Santiago, que le pidieron los primeros puestos, al huerto de Getsemaní. Jesús se traga que en la vida no hay atajos, que el

Compasivo lo lleva a la compasión solidaria, a la comunidad compasiva con los sufrientes.


Dios no interviene para evitar la adversidad, ésa no es la actuación del Compasivo, el Compasivo es el que lo adentra en la oscuridad y las tinieblas de la condición de los abatidos y sufrientes. Jesús acompañó la soledad de la viuda, ahora se la está tragando él, todos lo abandonan y no interesa a nadie; Jesús alivió a los abatidos y postrados, ahora él está abatido y postrado; Jesús alivió a los endemoniados, ahora experimenta cómo lo consideran actuando por obra de Belcebú; Jesús abrazó a los pequeños, ahora se siente desprotegido hasta por el mismo Dios en el que confió; Jesús se está sumergiendo en el mar de la vida, hasta ahora ha practicado la Compasión, ha sanado y aliviado, ahora es él quien necesita fortaleza, alivio y compasión.


En este movimiento hacia abajo la vida consagrada seguirá teniendo la posibilidad de encantarse con el único señor que es el servidor.



Esperanza: "Poseer una justicia... que viene mediante la fe en Cristo"


"Pero, más aún, ahora incluso considero que todo es una pérdida, por la enorme ventaja del conocimiento de Cristo Jesús mi Señor, por quien sufrí la perdida de todo y considero todo basura a fin de ganar a Cristo y existir en él, sin poseer una justicia mía que proceda de la ley, sino la que viene mediante la fe en Cristo, la justicia que procede de Dios, basada en la fe; a fin de conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección y la participación en sus sufrimientos" 3,712.


No olvidemos que la primera experiencia de seguimiento terminó en fracaso. No nos justificamos por nuestra misión, rezos, comportamientos piadosos, cumplimientos serviles, rigideces so capa de perfección, nuestras opciones tensas y voluntaristas. Encontramos nuestra justificación en la incondicionalidad del Amor que se manifiesta en el retorno del Resucitado; éste reconstruye, fortalece y envía. Nuestra esperanza está en "la fuerza de su resurrección", no está es nuestros delirios y voluntarismos.


El Resucitado de entre los muertos y exaltado a la derecha del Poder de Dios que es el Crucifícado, la víctima inocente, el cordero degollado, retorna sobre ellos como Paz. Ofrecer paz y perdón es patrimonio de las víctimas, sólo ellas pueden perdonar, sólo los humillados y ofendidos tienen el poder de no devolver mal por mal. El Crucificado, que es la víctima inocente, retorna sobre ellos sin afear conductas, sin palabras de venganza, no les reprocha que lo abandonasen en Getsemaní, no le reprocha a Pedro su negación, sino que le pregunta si lo quiere. A los que se dispersaron los convoca y tan sólo les pregunta si tienen algo para comer, y les prepara la mesa.


La comunidad se está reconstruyendo, una profunda paz los invade, no es una paz como la que da el mundo, siempre basada en equilibrios precarios de fuerza, es otra cosa, es como sentirse rehabilitados, reconstruidos por dentro, fortalecidos. Experimentan que Jesús mismo les invita a seguir su itinerario compasivo, van a experimentar que no teniendo ni oro ni plata pueden enderezar ellos también a los abatidos. El Espíritu de Fortaleza de Jesús los envuelve.


Notan que Jesús está con ellos, pero que no está como antes, porque lo perciben como el que vive con el Compasivo para siempre. Está fortaleciéndolos y en medio de ellos, pero no vive por ellos. Los centra y los convoca, pero nos los retiene, sino que los envía a ofrecer perdón y paz.


Esta paz, esta incondicionalidad del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús es ia fuente de nuestra esperanza, no está en otro lugar. Nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Pablo lo expresó con una fuerza con la que nadie lo ha vuelto a expresar.



Alegría, Gozo y Paz: "Alegraos siempre en el Señor. Lo repito, alegraos"


"Alegraos siempre en el Señor. Lo repito, alegraos. Sea patente a todos los hombres vuestra mesura bondadosa. El Señor está cerca" 5,4.


El Don del Espíritu es la alegría, la paz y el gozo. Muchos contextos de vida consagrada no se caracterizan precisamente por estps dones, sino que da la impresión de que es más fácil y frecuente instalarse en el lamento inútil y la gesticulación inoperante. Es urgente mudarse contra la desolación para vivir en la alegría, y vivir la alegría en este mundo tan triste y desquiciado; sin alegría no hay Buena Noticia.


La Buena Noticia de Dios, la Consolación, consiste, como ya hemos visto, en la liberación de nuestro propio yo como centro y norma de todos y de todo; cuando nos liberamos del mérito, nos liberamos de la prepotencia; cuando nos liberamos de querer ser perfectos, nos liberamos de nuestra inhumanidad; cuando nos liberamos de querer dar imagen de buenos, nos liberamos de rigideces y falsedades; y, sobre todo, cuando nos liberamos de nuestro propio "amor, querer e interés", comenzamos a ser don y regalo para los demás.


Este ámbito provoca gozo y alegría honda, nos arraigamos en la vida, en el Dios de la Vida percibido como Misericordia, Perdón y Ternura. Esto es la Consolación. Esta alegría no la da el mundo, nos la da el Compasivo, que es la Fuente de la Vida, pero no podemos olvidar que el "enemi­go" nos quiere tristes y turbados, por eso, vivir alegres nos vuelve a situar en clave de discernimiento para percibir por dónde se nos cuela la tristeza.


Vivir alegres en un mundo roto y desolado no es cinismo ni inconsciencia, no quitamos nada del dolor del mundo ni lo ignoramos, nos dejamos afectar por él y nos dolemos, pero el Dios de la Vida es quien nos sigue sosteniendo para no hacerle el juego a la muerte y a sus potencias; sólo se entiende esto cuando vivimos arraigados en el Compasivo, El nos da lucidez porque se puede compadecer, porque pasó la prueba de dolor como nosotros la pasamos (Hb 2,1418), pero el Amor es más fuerte que la muerte. El Dios de todo consuelo nos sigue fortaleciendo por medio del santo Espíritu de Vida y de Libertad, que es el que nos sigue gozosamente mcorporando al Cristo Resucitado de entre los muertos.



A modo de conclusión: "Tengo fuerzas para todo, gracias al que me fortalece"


"Sé ayunar y sé tener de sobra; para todo momento y en todas las situaciones he aprendido el secreto de saciarme y de pasar hambre, de tener de sobra y de andar escaso; tengo fuerzas para todo, gracias al que me fortalece" 4,12.


Sólo viviendo en acción de gracias se crece en libertad y compasión. Sólo en la medida en que se viva desde el don, la vida consagrada transmitirá estilos de vida libres y compasivos, generará ámbitos de respiro y alivio; sólo los corazones que viven la vida como don crecen en el don de la libertad.


Pidamos que la vida consagrada sea el ámbito carismático en el que mujeres y hombres vivamos la compasión y la ternura de Jesús el Señor. El camino de los que quieren caminar en libertad y en profunda actitud de escucha discernida al paso del Espíritu del Resucitado. Mujeres y hombres que sólo encuentran su esperanza y fortaleza en El, y que se sienten agraciados para, desde la alegría y el gozo del don incondicional del amor del Compasivo, generar ámbitos de sanación, respiro, alivio y filiación.






Prejuicios de la vejez49

Joan Chittister




«TENGO sesenta y cinco años, lo cual, supongo, me convierte en paciente de geriatría –observa James Thurber. Pero si el año tuviese quince meses, mi edad sería sólo cuarenta y ocho años. Ése es el problema: que lo numeramos todo».


Tener más de sesenta y cinco años en una época como la nuestra es sentirse mal incluso cuando uno se encuentra bien. Después de todo, ahora somos «viejos». Sólo que no nos senti­mos «viejos». Y no pensamos como «viejos». Y nos esforzamos mucho por no parecer «viejos»... con independencia de lo que supuestamente signifique este término. Pero, ah, se nos ha en­señado a tener aversión a lo «viejo». También somos demasia­do viejos para conseguir un trabajo, pero quieren que hagamos servicios voluntarios a todas horas. También temen que seamos demasiado viejos para conducir, pero, en proporción, hay mu­chos más accidentes de tráfico causados por conductores de edad comprendida entre dieciocho y veinticinco años que por conductores mayores de sesenta y cinco. También somos de­masiado viejos para contratar un seguro sanitario', pero duran­te años nunca hemos estado gravemente enfermos.


Todo ello nos lleva a una pregunta más abarcadora, la pre­gunta decisiva: una vez que hemos sobrepasado los sesenta y cinco años, ¿qué importa cuán sabios seamos, cuán bien nos conservemos, cuán despiertos nos mantengamos, cuán compro­metidos estemos? Al fin y al cabo, en esta cultura, cuando uno alcanza la edad de jubilación, todo se cancela. Ahora somos «viejos»... y lo sabemos. Y los demás también lo saben. Somos «viejos» –léase «inútiles», «no deseados», «fuera de lugar», «incompetentes». Somos la pandilla que está para el arrastre (the over-the-hill gang), como se lee en algunas tarjetas de feli­citación de cumpleaños. Y nos reímos –lo mejor que podemos–, pero, a decir la verdad, a la risa le acompaña una puñalada en la psique.


Viendo televisión, nos estremecemos. Ahí estamos nosotros, en vivos colores. ¿A quién podría gustarle la mayor parte de lo que vemos, quién podría identificarse con ello? Los personajes ancianos que salen en televisión no son los filósofos de nuestra época, ni los sabios y curanderas de antaño. No, los ancianos de nuestra época son retratados más bien como criaturas frágiles y torpes que caminan con paso inseguro, sin hacer nada, sin en­tender nada, sin percatarse de nada, rezongando de continuo. Es­tán «de viaje con las hadas», como dicen los irlandeses.


Tales representaciones no son ciertas... y también lo sabe­mos, porque nosotros somos la realidad que pretenden reflejar. Y no nos trastabillamos, ni caminamos con paso inseguro, ni re­zongamos. Pensamos: «Vale, muchas gracias», y trabajamos duro y sabemos con exactitud qué es lo que ocurre en el mun­do que nos rodea. Pero ¿qué bien le hace eso a una cultura que comienza a eliminar a sus trabajadores experimentados a la edad de cincuenta y cinco años sobre la base de un estereotipo que no resiste el examen, pero que es muy difícil de cambiar?


Los estereotipos negativos exageran características aisladas e ignoran por completo los rasgos positivos. Así, las personas mayores son retratadas como lentas, pero no como sabias o pa­cientes. Las vemos como enfermas, pero no con tan a menudo como personas que se valen por sí mismas. Constantemente se n os recuerda que olvidan cosas, pero no se dice ni una palabra de que eso mismo le ocurre al resto de los mortales.


Y lo peor de todo es que los estereotipos absolutizan deter­minadas características, como si necesariamente formaran par­te de ser negro, ser mujer o ser viejo –o, para el caso, de ser jo­ven. Agrupamos a las personas en vez de verlas como indivi­duos llenos de gracia, llenos del espíritu de la vida. No damos oportunidad al cambio; y así, cualquier grupo estereotipado co­mienza a verse a sí mismo también de esa manera.


Un momento triste en la historia de la condición humana es cuando el mundo exterior nos dice quiénes somos y qué so­mos... y nosotros comenzamos a creérnoslo. Luego, doblegados por el peso de la negatividad, principiamos a marchitamos en el exterior, igual que ya hemos empezado a marchitamos en el in­terior. El ritmo decrece, el interés se atenúa, la energía vital se debilita y malogra.


Pero no te engañes. Como dice Dylan Thomas, la mayoría de nosotros se dirige hacia el final de la vida bramando «contra la agonía de la luz».



Ed, con ochenta y muchos años, siguió yendo al club hasta el final de su vida, pero sólo después de haber completado al menos nueve hoyos de golf. Bus, entrado ya en los setenta, ju­gaba a las cartas todas las tardes y, mientras lo hacía, no dejaba de contar chistes. Kathleen, frisando los noventa, trabajaba en diferentes organizaciones caritativas por todas partes, día tras día, porque todo el mundo la quería y nadie podía pasar sin ella. Tim, rebasados los ochenta, era el voluntario de mayor rango en Meals on Wheels [Comida a Domicilio] y organizaba y repartía más comidas al día que cualquier otro trabajador más joven de la organización. Ya bien entrado en los setenta, Ted, miembro del consejo de administración de una universidad y en su día banquero y agente financiero, asesoró a varias organizaciones sin fines de lucro en un intento de capacitarlas para lograr cier­ta viabilidad. No son estereotipos. Estos ancianos estaban vivos socialmente y comprometidos públicamente y resultaban nece­sarios para las comunidades en la que vivían.


Lo que pretendo poner de relieve es que somos los únicos iconos de envejecimiento que los jóvenes tendrán ocasión de conocer. Lo que les presentamos sobre la marcha les aporta un modelo de aquello que también ellos pueden esforzarse por al­canzar. Les mostramos el camino hacia la plenitud de vida.


Ya hace años que los investigadores saben que sólo el cinco por ciento de quienes superan los sesenta y cinco años está en centros de atención especial y el ochenta por ciento del resto de los mayores no tiene limitaciones a la hora de enfrentarse con los rigores de la vida diaria'. Con el auge de las compras y los servicios bancarios por internet, ese número incluso crece día a día. Y sí, es verdad que hay más ancianos que gente de menor edad con enfermedades crónicas, pero también lo es que pade­cen menos enfermedades graves que el resto de la población. Sufren menos lesiones domésticas y también menos accidentes de tráfico en las autovías. Y con el nuevo énfasis en gerontolo­gía, estas tasas decrecen igualmente9.



Incluso la noción de belleza física depende más de lo que en realidad vemos que de aquello a lo que dirigimos la mirada. En Japón, por ejemplo, el pelo plateado y las arrugas son valorados como signo de sabiduría y servicio10. En Occidente, caminar largas distancias es un signo de vigor a cualquier edad. En otras culturas, la edad sola –y no tanto los atributos físicos– concede privilegios sociales. Salta a la vista que el atractivo físico es cul­turalmente específico, no universal. Las personas mayores son tan atractivas desde el punto de vista físico como los jóvenes, pero las distintas culturas definen de manera diferente el signi­ficado de «atractivo».

P or último, la mayoría de los ancianos conserva toda la vi­da las facultades mentales ordinarias, incluida la memoria a corto plazo. Tienen la misma capacidad de aprender y retener lo aprendido que los jóvenes, aunque comienzan a procesar la in­formación de manera distinta y pueden necesitar más tiempo para llevar a término un proyecto. Por muy arraigados que es­tén los estereotipos que sobre su importancia se difunden a tra­vés de las tarjetas de cumpleaños, las tiras cómicas y las come­dias de situación, la edad cronológica no tiene una influencia relevante en el aprendizaje".

Esto y otros muchos datos científicos –la fiabilidad y agu­deza de los trabajadores mayores, la escasa incidencia de enfer­medades mentales entre las personas mayores, el vigor de sus relaciones sentimentales y su capacidad de mantener relaciones sexuales– son conocidos desde hace años en la comunidad aca­démica. Se someten una y otra vez a prueba, y los hallazgos se confirman e incluso ganan fuerza a medida que una nueva ge­neración de gente mayor reclama su derecho natural a vivir has­ta que muera.


Lo que tal vez corremos el riesgo de olvidar a la luz de ta­les datos es que estos dones del envejecimiento no carecen de sentido espiritual. Sabemos que «de aquellos a quienes mucho se les ha dado también es mucho lo que se espera», y eso nos incluye a nosotros. La edad no nos exime de la responsabilidad de devolver el mundo a Dios un poquito mejor de lo que era gracias a que nosotros hemos estado en él.


Todos los viejos chistes sobre la gente mayor están ya casi desgastados. Los prejuicios sobre la senectud son mentira. Sin embargo, la única manera de contrarrestarlos es negándonos a permitir que mancillen nuestra vida. La ancianidad no es algo por lo que ser compadecido o de lo que avergonzarse, ni algo a lo que tener miedo o resistirse, ni algo que deba ser entendido como un signo de fatalidad. Sólo los ancianos pueden hacer de la vejez un lugar luminoso y vibrante en el que residir. Y esa es nuestra obligación. Si no la cumplimos, no exponemos a des­perdiciar por completo hasta un veinticinco o treinta por ciento de nuestra existencia. Y todo desperdicio es una lástima.

Una carga de estos años es el peligro de interiorizar los estereotipos negativos sobre el proceso de envejeci­miento. Podemos convertirnos en lo que tememos, ha­ciendo así oídos sordos a la nueva llamada que recibi­mos en la vida.

Una bendición de estos años es que a nosotros nos atañe la responsabilidad de demostrar que tales estere­otipos son falsos y de dar a la vejez su propia plenitud vital.







¿Por qué el ser religioso?

Timothy Radcliffe, OP





Estamos llegando al final de esta celebración del ochocientos aniversario de la fundación de la primera comunidad dominicana en Prulla. Desde entonces, la vida religiosa dominicana ha pasado por tiempos de florecimiento y tiempos de crisis. Frecuentemente parecía como si la vida religiosa estuviese a punto de desaparecer. Pero toda crisis ha conducido a una renovación de la Orden, y así nosotros abordamos con confianza el futuro. Dios no ha prometido que la Orden dominicana perdurará hasta el Reino, ¡pero pidámosle por los próximos ochocientos años!



Para la mayoría de la Orden éste es un buen momento. En el último capítulo general en Bogotá, Colombia, nos llevamos una alegría al descubrir que aproximadamente uno de cada cinco religiosos de la Orden se halla en el período de formación inicial. Excepcionalmente seguimos teniendo vocaciones en algunos países del Oeste, como Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Es verdad que en la actualidad hay pocas en España, tanto para los frailes como para las monjas. Pero hemos sobrevivido a tantas crisis que no hay motivo para tener miedo. En realidad, yo diré que una de las vocaciones de la vida religiosa es hacer frente a la crisis con temor y con esperanza.



Algunos han pretendido que, al menos en el Oeste, la vida religiosa está llegando a su fin. Yo pienso que nuestra vocación es hoy más necesaria de cuanto lo haya sido nunca. Estamos llamados a ser signos de esperanza para la humanidad. Nosotros, los religiosos, podemos estar atravesando un momento en que nos vienen dudas sobre nuestro propio futuro, pero la humanidad entera se halla frente a una grave crisis de esperanza. No quiero decir que todos los hombres sean necesariamente infelices, aunque se dé una epidemia de suicidios entre los jóvenes. Lo que quiero decir es que nuestros contemporáneos no tienen una historia de futuro que contar que ofrezca esperanza.



Cuando yo era joven, allá por los años sesenta, confiábamos en que la humanidad estaba avanzando hacia un futuro maravilloso, en el que habrían desaparecido la guerra y la pobreza. Todo parecía posible. Creíamos en el progreso. Los Beetles estaban alucinando al mundo. Ahora, al comienzo de este nuevo milenio, nos encontramos frente a la crisis ecológica, la propagación del fundamentalismo religioso, el terrorismo, la epidemia del sida, la separación creciente entre ricos y pobres. Muchos estados de África están al borde del colapso. ¿Qué porvenir tienen los jóvenes que les dé esperanza? Está la previsión del desastre ecológico que se avecina, y de la guerra contra el terrorismo. Ningún futuro esperanzador para el joven. En muchas naciones, como España e Italia, se da una bajada desastrosa de la tasa de natalidad. La gente tiene miedo de traer niños a un mundo sin futuro.



En esta situación la vida religiosa está llamada a ser un signo de esperanza. No es trayendo niños al mundo, ¡os alegraréis al oírlo! Nuestra rara forma de vida con sus votos es un signo de esperanza para la humanidad. Lo somos porque tenemos una vocación. Esta vocación nos llama a la comunidad y nos envía a la misión. Nuestra vocación es maravillosa, no porque nosotros seamos maravillosos, sino porque constituye un signo de nuestra maravillosa esperanza para la humanidad entera. Me fijaré, por tanto, en tres maneras en que la vida religiosa es un signo de esperanza: lo primero, por nuestra profesión; en segundo lugar, por nuestra vida de comunidad y luego, brevemente, por nuestra misión.



Empecemos por el concepto de vocación. Yo me sentí atraído hacia los dominicos porque me gustaba la misión de la Orden y me sentía a gusto con los hermanos. Pero eso no era suficiente. Me hice dominico porque creí que ésa era mi vocación. Yo fui llamado por Dios para andar por este camino dominicano.

Pero eso es la expresión de una verdad más profunda: la de que todo ser humano es llamado por Dios. Dios nos llama a la existencia y nos llama a encontrar nuestra felicidad en Él. Por eso, ser religioso es encarnar una fundamental y esperanzada convicción sobre la humanidad: estamos caminando hacia Dios. Podemos no tener idea del futuro de la humanidad, de qué desastres o violencias nos acechan, de si saltaremos por los aires a causa de una bomba, o ahogados por el mar que se desborda, o asados por el calentamiento global ..., pero Dios está llamando a toda la creación hacia Él.

Todo existe porque Dios lo llama a la existencia. Dios dijo: “Que sea la luz” y ésta surgió a la existencia. Hay un delicioso pasaje en el profeta Baruc: ‘Los astros brillaban en sus atalayas y estaban contentos; Él los llamó y ellos contestaron: “Henos aquí”. Y brillaron alegremente en honor del que los hizo’ (Baruc, 3, 34). La existencia de una estrella no es un descarnado hecho científico. Las estrellas dicen jubilosamente ‘Sí’ a Dios. Todo cuanto existe es un ‘Sí’ a Dios.



Lo que es característico de los seres humanos es que no sólo decimos ‘Sí’ con la existencia. Nosotros decimos ‘Sí’ a Dios con nuestras palabras. Dios nos habla una palabra, y nosotros respondemos con nuestras palabras. Para esto fuimos creados, para responder a la palabra de Dios con una palabra. Esta vocación humana se resume en una hermosa palabra hebrea: ‘Hinení’. Significa ‘Heme aquí’.



Cuando Dios llama desde la zarza ardiente, Moisés responde: ‘Hinení’, ‘Heme aquí’. Cuando Dios llama a Abrahán para sacrificar a Isaac, Abrahán responde: ‘Hinení’, ‘Heme aquí’. Cuando Isaías oye una voz que dice: ‘¿A quién enviaré?’, él responde ‘Heme aquí. Envíame’. Pero cuando Dios llama a Adán en el paraíso, éste no responde ‘Heme aquí’, sino que se esconde entre las ramas.



Nosotros expresamos esa verdad de la vocación humana cuando profesamos como religiosos. Nos ponemos en las manos de nuestros hermanos o hermanas y pronunciamos nuestro definitivo Sí. ‘Heme aquí. Hinení’. Es más que la aceptación de la obediencia como regla. Es más que el compromiso con una forma de vida. Es un signo explícito de lo que significa ser un ser humano.



No decimos ‘Sí’ tan sólo en la profesión. Seguimos diciéndolo cuando nos llaman nuestros hermanos y hermanas a lo largo de la vida, cuando nos llaman para ejercer un oficio en la comunidad: ser procuradora, o maestra de novicias, o priora. Nos llamamos unos a otros. Nuestra obediencia es mutua. Y ello es más que la organización eficiente de la misión de la Orden. Expresa nuestro continuo asentimiento a Dios: ‘Hinení’, ‘Heme aquí’. Cuando se lee la lista de los capitulares en un capítulo general electivo, todos van respondiendo: Adsum. ¡Presente! Pero tenemos que hacerlo día tras día.



Deberíamos llamarnos unos a otros para el coraje y la libertad, para hacer cosas que no nos hubiéramos atrevido a hacer. Nuestros hermanos y hermanas deberían llamarnos más allá del miedo, cuando nos encontramos paralizados e inmóviles. Una vez salía yo de paseo con algunos hermanos en Escocia. Llegamos a un acantilado donde se perdía el sendero. Tenías que poner tus pies en un hueco e irte abriendo camino. Daba realmente miedo, colgados por encima de las olas del mar y las rocas. Cuando alcanzamos el final vimos que faltaba un hermano, Gareth. No nos habíamos dado cuenta de que padecía vértigo. Así uno de nosotros tuvo que volver hacia él, paralizado de miedo. Teníamos que irle diciendo: “Gareth, dame la mano. Puedes avanzar un metro. Ahora echa el otro pie”. Hasta que finalmente realizó su camino hacia la seguridad. Durante todo aquel camino, nos íbamos llamando unos a otros, y así es la voz de Dios, que nos llama a cada uno a la libertad y al valor, no sabiendo lo que hay a la vuelta de la esquina. Es peligroso. Tenemos que aprender a confiar en la voz que nos llama.



Me viene al recuerdo un hombre que iba conduciendo por la cima de un precipicio preguntándose si existía Dios o no. Iba tan distraído que se precipitó por el acantilado y se salió del coche. Según iba cayendo se agarró a la rama de un árbol. Repentinamente se le presentó urgente la pregunta de la fe y gritó con fuerza: “¿Hay alguien allí?” Finalmente una voz se dejó oír: “Sí, estoy yo. Confía en mí. Suelta la rama y déjate caer, yo te cogeré”. Se quedó pensando un momento y luego volvió a gritar: “¿Hay alguno más allí?”



El principal signo cristiano de la esperanza es la Última Cena. Jesús se puso en las manos de aquellos frágiles discípulos. Dios se atrevió a ser vulnerable y a entregarse a quienes le traicionarían, le negarían y huirían. En la vida religiosa, asumimos el mismo peligro. Nos ponemos en las manos de frágiles hermanos y hermanas, y no sabemos lo que harán con nosotros. Incluso a veces nos ponemos en manos de quienes todavía no han nacido, que serán un día nuestros hermanos y hermanas. Mi Prior en Oxford nació cinco años después de que yo entrara en la Orden. Tomás de Aquino dice que pertenece a la radical generosidad de los votos el que se hacen en un instante, en el que entregamos nuestro futuro desconocido. Todavía hoy, después de más de cuarenta años de dominico, yo no sé lo que pedirán de mí.



Estamos llamados a vivir esta incertidumbre con alegría. El origen de mi vocación de religioso fue probablemente la sorprendente alegría de un tío mío benedictino. Había quedado mutilado en la Primera Guerra Mundial. Había perdido un ojo y casi todos los dedos, pero rebosaba alegría..., con tal de que mi madre no se olvidara de darle su whisky antes de ir a la cama. Y yo adivinaba, incluso de niño, que el origen de su alegría era Dios. El Abad Primado de los Benedictinos, Notker Wolf, invitó a algunos monjes budistas y shintuistas a venir a quedarse dos semanas en la abadía de San Ottilien, Bavaria. Cuando se les preguntó qué era lo que más les había llamado la atención, respondieron: “La alegría. ¿Por qué los monjes católicos son gente tan alegre?” Era la alegría de Domingo, especialmente cuando estaba con las monjas de Prulla o de San Sixto.



Esta alegría es un signo de esperanza para quienes no ven ningún futuro ante sí. Para los que no encuentran trabajo, para los estudiantes que suspenden los exámenes, para las parejas cuyo matrimonio está atravesando un mal momento, para quienes se encuentran con la guerra, nuestra alegría frente a la incertidumbre debería ser un signo de esperanza de que toda vida humana está en camino hacia Dios, cualesquiera que sean las dificultades que pueda haber en el camino.



Así el ser religioso es no conocer la historia de nuestras vidas. Muchísima gente tiene carrera y puede estructurar su historia. Van subiendo por la escalera de la promoción. El soldado se hace sargento, el capitán sueña con ser general, el profesor con llegar a ser director. Pero nosotros no tenemos carrera. Sea cualquiera el papel que uno desempeña en la Orden, nunca puede ser más que uno de los hermanos o hermanas. En un sentido, no importa lo que uno hace. Cuando me preguntan qué hago yo ahora, respondo que hago lo que hacemos todos: ser un hermano.



Por supuesto que a veces uno puede tener el sentimiento de que nuestros hermanos no reconocen quiénes somos, y que se nos pide hacer cosas que son una pérdida de tiempo. Quizás no se reconocen nuestros talentos. En tal caso, naturalmente que podemos hablar. No somos alfombrillas pasivas. No podemos aceptar una obediencia infantil que nos trate como si no fuéramos más que peones para ser colocados sobre el damero del superior, tapando huecos. En ese caso debe haber diálogo y mutua comprensión. Pero ello forma parte de nuestra vocación religiosa como un signo de esperanza, que incluso si somos tratados mal o despreciados, nos queda todavía la alegría de aquellos cuyas vidas van por el camino que lleva a Dios. Cuando sus hermanos carmelitas tenían encarcelado a San Juan de la Cruz, éste tenía fuerzas para cantar. Dios nos puede llevar al Reino por el arduo ‘sendero turístico’, pero al final llegaremos a ver a Dios cara a cara.



Hace poco recibí una carta de un amigo, religioso anglicano. Tiene una enfermedad que le va llevando lentamente a la parálisis total. Este gran profesor va perdiendo la facultad de hablar. Y él me citó las palabras de aquel gran hombre, Dag Hammarskjold: “Por todo lo que ha sido ..., gracias. Por todo lo que será, ... Sí”. Ése es el testimonio de la vida religiosa.



Es verdad que la vida religiosa está, en muchos lugares, atravesando un tiempo de crisis, por ejemplo en España. Y que muchos religiosos están también pasando por esa crisis. Podemos estar preocupados por el futuro de nuestra Provincia o de nuestro monasterio. Nos puede parecer que nuestras mismas vidas van a desaparecer rápidamente. Pero nosotros sólo podremos ser signo de esperanza para una generación que está pasando su crisis, si sabemos afrontar las crisis con alegría y serenidad. Puede ser parte de nuestra vocación religiosa el afrontar las crisis de nuestra vocación como momentos de gracia y de nueva vida.



En cada eucaristía conmemoramos la crisis de la noche del Jueves Santo. Jesús podía haber huido de aquella crisis, pero no lo hizo. La abrazó y la hizo fructífera. Así, si nos hallamos en un momento en que no podemos ver camino alguno ante nosotros, y podemos sentirnos tentados a hacer la maleta y escapar, entonces es precisamente el momento en que nuestras vidas religiosas pueden estar a punto de crecer y madurar. Como Jesús en la Última Cena, ése es el momento de abrazar lo que está sucediendo y confiar en que producirá fruto. Eso forma parte de cómo nuestra vocación es testimonio de la esperanza.

Estas crisis pueden incluso llegar a afrontar la muerte de nuestras mismas comunidades. Para muchos monasterios de la Europa del Este, no se presenta ningún futuro. ¿Nos atrevemos a afrontar incluso esa situación con alegría? Siendo Provincial, fui a visitar un monasterio llamado Carisbroke que se acercaba al término de su vida. Quedaban tan sólo cuatro monjas, tres de ellas muy ancianas. Una de las monjas me dijo: “Timothy, pero Dios no puede dejar morir a Carisbroke, ¿verdad?” Y el Provincial anterior que me acompañaba, dijo: “Él permitió que su Hijo muriera, ¿no?”... ¿Cómo podemos ser testigos de la muerte y resurrección, si tenemos miedo a enfrentarnos con la muerte de nuestra propia comunidad?



Hace un par de años se celebró en Roma un congreso sobre la vida religiosa y muchos se cuestionaron si la profesión hasta la muerte seguía siendo parte necesaria de la vida religiosa. Yo estoy completamente a favor de abrir nuestras comunidades a toda clase de amigos, asociados y colaboradores, pero siempre defendería que en el centro de la vida religiosa tiene que estar el gesto valiente de entregar nuestras vidas hasta la muerte, usque ad mortem. Es un gesto insólito que habla de nuestra esperanza de que toda vida humana en su totalidad, hasta el final, incluyendo la muerte, es un camino hacia el Dios que nos llama.



Una vez un fraile anciano, próximo a la muerte, me confesó que estaba a punto de cumplir una gran ambición, morir de dominico. En aquel momento no pensé que eso fuese una gran ambición, pero es algo que he llegado a atesorar. Hizo el regalo de su vida y a pesar de las dificultades del camino, nunca lo retiró. Fue un signo de esperanza para los jóvenes.



Me han dicho mil veces que no se puede esperar de los jóvenes que hagan esa promesa definitiva, hasta la muerte. Es verdad que los jóvenes viven en un mundo de compromisos a corto plazo, tanto en el trabajo como en el hogar. Un americano medio desempeña once empleos diferentes durante su vida laboral. Los matrimonios frecuentemente no perseveran. Y así se afirma que no podemos pretender de los jóvenes que hagan profesión perpetua. Recuerdo un joven dominico francés a quien en la víspera de su profesión solemne le preguntaron si se estaba entregando totalmente, sin reserva y para siempre a la Orden. Y se cuenta que contestó: “Yo me entrego completamente y sin reserva ahora. ¿Pero quién sabe lo que yo seré dentro de diez años?”



Pero precisamente porque vivimos en una cultura de compromisos a corto plazo la profesión hasta la muerte es un hermoso signo de esperanza. Habla de la historia a largo plazo en que todo ser humano está llamado a Dios. Es un gesto insólito, pero debemos pedir a los jóvenes que realicen gestos valientes y locos, y creemos que pueden, con la gracia de Dios, vivirlos. Recientemente cuatro jóvenes hicieron la profesión solemne para mi provincia inglesa. Son brillantes, decididos y con títulos académicos. Podían haber podido triunfar en el mundo, haber llevado una vida feliz de casados y ganado mucho dinero. Algunas chicas jóvenes decían: “¡Qué lástima! Podían haberse casado estupendamente..., ¡ojalá conmigo!” Yo no estoy seguro de que nadie dijera eso cuando yo profesé, ¡desgraciadamente! Para ellos el entregarse totalmente a la Orden hasta la muerte habla de nuestra esperanza para todo ser humano.





Llamados a la comunidad



Así pues, tener vocación es manifestar algo de lo que significa ser hombre o mujer. Pero no sólo hemos sido llamados. Hemos sido llamados a la comunidad y enviados a la misión. Cada uno de estos movimientos, llamados a la comunidad y enviados a la misión, expresa una verdad sobre nuestra esperanza del Reino.



Primero, la vocación a la comunidad: Es un signo de que Dios llama a toda la humanidad al Reino, en que acabará toda división y violencia. La vocación humana es para aquella paz cuando, como Isaías dice, las naciones “de sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas; no alzará la espada pueblo contra pueblo ni se ejercitarán para la guerra” (2, 4). Jesús es el único en quien el muro de la enemistad ha sido derribado. Nuestras comunidades deberían ser un signo del Señor Resucitado que dijo a los apóstoles: “La paz sea con vosotros”.



Cuando pregunto a los jóvenes por qué quieren hacerse dominicos, es frecuentemente porque desean la comunidad. En nuestro mundo fracturado mucha gente vive sola. Estamos pasando de las comunidades rurales a las grandes ciudades como Madrid. Desde el año pasado, por primera vez en la historia, más de la mitad de los hombres viven ahora en ciudades. La gente no conoce a sus vecinos. Somos invisibles en la calle. Las familias se hacen más pequeñas. Muchos no tienen ni hermanos ni hermanas. Dios dijo a Adán que no es bueno para el hombre vivir solo, pero el mundo moderno está lleno de gente que vive sola añorando la comunidad.



Precisamente porque nuestra sociedad está tan llena de gente que vive sola, la vida de comunidad puede resultar difícil. No estamos acostumbrados a compartir nuestras vidas con otras muchas personas. Yo crecí en una familia numerosa, de seis hijos, mis padres, mi abuela y alguna otra persona. ¡Yo aprendí que mi madre me amaba incluso cuando parecía que había olvidado mi nombre! Cuando me incorporé al noviciado, no supuso un cambio grande con relación a mi familia. Pero incluso yo a veces encuentro difícil vivir en comunidad. El deseo de comunidad atrae a muchos a la vida religiosa y las dificultades de la vida en comunidad son causa de que algunos no perseveren.

Pero las dos, la alegría y la dificultad de la comunidad, hablan del Reino. Ya he dicho que la alegría de estar juntos es una parte intrínseca de nuestra vocación. Pero es también parte de nuestro testimonio del Reino el que vivamos con personas que no son como nosotros, que tienen teologías diferentes, política diferente, a quienes les gusta comida diferente y hablan lenguas diferentes. Convivir con ellos puede ser a veces maravilloso, pero también duro. En su compañía podemos estar tentados a convertir nuestras podaderas en espadas, en vez de lo contrario. Pero nuestra vida en común es un signo del Reino precisamente por nuestras diferencias. Una comunidad de personas de ideas idénticas sería tan sólo signo de ella misma.



Viví un año en Francia siendo estudiante dominico. Era maravilloso y terrible. Un día estaba sentado con cuatro dominicos franceses muy inteligentes, que parecían no prestar atención a nada de lo que yo decía. A un cierto punto paré la conversación y dije: “Ahora sé por qué Descartes era francés. Porque en Francia, si no pruebas tu propia existencia, no hay razón para creer que existes”. Fue viviendo con estos dominicos franceses, a quienes llegué a amar, como descubrí que sólo somos signos del Reino si aceptamos y nos alegramos de las diferencias.



El signo más elocuente de esto que yo nunca haya visto fue en nuestro monasterio en el norte de Burundi. Lo he contado frecuentemente. Era un signo de esperanza el que seis hermanas Utu y seis hermanas Tutsi pudieran vivir juntas en una nación dividida por la violencia étnica. Todas ellas habían perdido la mayor parte de sus familias y sin embargo seguían juntas. Parecían felices en mutua compañía y en paz, pero una paz que tenían que esforzarse mucho por mantener, por la que tenían que rezar todos los días.



La tentación de nuestra sociedad es buscar para nuestra comunidad sólo a quienes piensas como nosotros, que comparten nuestros puntos de vista, nuestros prejuicios y nuestra sangre. Los conservadores se asocian con los conservadores y los progresistas con los progresistas. Se manda a los ancianos a hogares de ancianos, los adolescentes pasan el tiempo con los adolescentes, y así sucesivamente. La Señora Thatcher solía preguntar de la gente: ‘¿Es uno de los nuestros?” Deberíamos rehuir esa tentación. En vez de ser homogéneos, como una barra de helado de vainilla, deberíamos ser como una buena paella, en que los diferentes sabores son los que dan la gracia.



En muchas naciones la Iglesia está profundamente polarizada entre conservadores y progresistas. Existe enemistad real y enfado dentro de nuestra Iglesia hacia los ‘del otro bando’. Nuestra misión profética es llegar en amistad más allá de las divisiones. La oposición de izquierda y derecha, tradicionalistas y progresistas deriva de la Ilustración del Siglo Dieciocho y es, en un sentido, ajena al catolicismo. Todos somos necesariamente tanto conservadores, volviendo nuestra mirada hacia los evangelios y la tradición, como progresistas, mirando adelante hacia el Reino. Es verdad que algunos tenemos un temperamento más ‘conservador’ o más ‘progresista’, pero para nosotros no puede existir una fundamental y última oposición entre tradición y progreso. Y así en nuestras comunidades tenemos que rehuir el permitir que estemos divididos en partidos.



Uno de los desafíos es el de lograr la continuidad entre las distintas generaciones. En mi comunidad de Oxford, abarcamos al menos cuatro generaciones. Hay un hermano anciano que se formó en la tradición clásica de antes del concilio. Hay cuatro o cinco de mi generación, que vivimos los años estimulantes y tumultuosos posconciliares. Hay un grupo más grande de gente que viene de la llamada a veces ‘Generación de Juan Pablo Segundo’, que reaccionaron contra algo que ellos juzgaron como el desenfrenado liberalismo de mi generación. Ahora está un buen grupo de la ‘Generación Y’ (léase: ‘Generación i griega’), en torno a los veinte años, que a su vez es diferente. Una comunidad sólo prosperará si se atreve a dar la bienvenida a los jóvenes, a desafiarlos y ser desafiados por ellos, sabiendo que nunca serán como nosotros. Muchos monasterios están muriendo porque no aceptan que las jóvenes tienen que ser diferentes de las mayores. Cuando yo era fraile joven, teníamos con nosotros a un anciano maravilloso llamado Gervasio: un gran estudioso, discutía frecuentemente contra las locas ideas de los jóvenes y se oponía a nuestras innovaciones, pero cuando llegaba una votación, votaba siempre a favor del joven, porque sin el joven no hay futuro.



Nuestra capacidad para tolerar las diferencias, y llegar a alegrarse de ello, también es parte del testimonio que damos de la Iglesia. El Concilio Vaticano II subrayó la importancia de la Iglesia local, reunida en torno al obispo. Es maravilloso y hermoso. Pero la Iglesia jerárquica también nos necesita a nosotros los religiosos, con nuestros diferentes carismas y vocaciones. Necesita contemplativas que resistan a la agitación de este mundo, y religiosas que trabajen con los pobres y marginados, o ejerzan un apostolado intelectual. Se necesita la hermosa diversidad de las espiritualidades religiosas: franciscana, jesuita, dominicana, carmelita y demás.



La tentación de la Iglesia jerárquica va hacia la afinidad. La unidad tiende a convertirse en la imposición de la uniformidad. Pero, lo hemos visto, una comunidad de gente afín no es buen signo del Reino. Así las comunidades religiosas con su ‘excentricidad’ ayudan a la Iglesia a ser signo del Reino. Así ha sido siempre desde que los padres y las madres del desierto comenzaron su extraña –‘excéntrica’- forma de vida hace más de mil seiscientos años. Somos como los bufones en las cortes reales del pasado, que tenían la libertad de hablar abiertamente y hasta de enfadar al rey. Sin esta libertad, la Iglesia muere.





La Misión



No hemos sido llamados tan sólo a la comunidad, también somos enviados a la misión. Esto también habla del Reino y de nuestra esperanza por la humanidad. Jesús nos fue enviado por el Padre. Al final de cada misa también nosotros somos enviados. Para Jesús, y lo mismo para quienes sois monjas, no se trataba en absoluto de un viaje físico. Jesús no se presentó después de un largo camino. Venía del Padre, que está en todas partes. Su venida fue la manifestación del ilimitado amor de Dios. “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su único Hijo para la expiación de nuestros pecados” (I Io 4, 10). Y Jesús a su vez nos envía a nosotros: “Como el Padre me envió, así os envío yo” (Io 20, 21). Por tanto estamos enviados en misión, no es cuestión del trabajo que se nos pida realizar. Es un signo del amor de Dios que no olvida a nadie y quiere congregar a todos en el Reino.



Quedé profundamente impresionado por la conversación de un fraile español en el Amazonas, quien se llama Pedro. Era un hombre culto, que podía haber realizado cualquier tipo de cosas. Por el contrario aceptó ser enviado a ejercer su ministerio en aquella remota área de la jungla. Pasaba la mayor parte del tiempo caminando a pie o en su canoa, visitando pequeñas comunidades de indígenas que el mundo nunca ha conocido. En ese sentido, Pedro al consagrar todas sus energías a aquella gente, estaba desapareciendo, compartiendo su invisibilidad. Pero encontraba en ello su alegría, porque era su vocación. Era un signo de que aquellas gentes, que no han sido advertidas por nosotros, no habían sido olvidadas por Dios. Bartolomé de Las Casas decía que Dios se acuerda más de los que viven olvidados.



Así la parte más importante de la misión de las monjas es tener presentes a quienes los demás olvidan, los marginados y los invisibles. Una vez en Lima me crucé con la foto de un niño de la calle. Debajo ponía: ‘Saben que existo, pero no me ven’. Vuestra misión es ocuparos de todas esas gentes en vuestras oraciones y recuerdo, como signo de la memoria infinita de Dios. Cuando descubro a alguien a quien todos olvidan, escribo a una monja para confiarlo a su memoria, encarnación de la memoria de Dios.



También es parte de vuestra misión como monjas de clausura el acordaros de los hermanos y hermanas que salen a predicar. Santo Domingo estaba sostenido por las oraciones de las monjas de Prulla. Jordán de Sajonia decía que él frecuentemente no tenía tiempo para rezar, por lo que necesitaba de las oraciones de las monjas y especialmente de su amada Diana. Muchos hermanos y hermanas viven en peligro y dificultad en Iraq, en Brasil, en China y en muchos países de África. Tenedlos siempre en vuestra memoria.



Pero hay una tercera clase de memoria, que es importante en vuestra misión. Es recordar a Dios en su trabajo de hoy. Gustavo Gutiérrez O.P. dijo en el capítulo general: “En la Escritura la memoria no está en relación primera, y mucho menos exclusiva, con el pasado; su vínculo es ante todo, con un presente que se proyecta hacia delante. El pasado está en la memoria para dar espesor al momento actual del creyente. Para decirlo en los términos, precisos y breves, de Agustín de Hipona: “La memoria es el presente del pasado”. ... El presente del pasado nos remite a la importancia que la Biblia da al momento actual. Se trata del aquí y ahora de la presencia salvadora de Dios, en la que insisten libros bíblicos como el Deuteronomio: “El Señor ha concluido esta alianza con nosotros hoy aquí” (5, 3) y el evangelio de Lucas: “Esta Escritura se cumple hoy” (4, 21). Es necesario vivir este hoy con fuerza y creatividad’. Así pues la existencia de nuestros monasterios durante ochocientos años es un signo visible de que Dios está vivo y con nosotros hoy. Hoy Dios está con nosotros. Como cantamos al comienzo de cada día: “¡Ojalá escuchéis hoy su voz!” (Salmo 94).



Y termino: En este tiempo en que la humanidad está sufriendo una crisis de esperanza, la vida religiosa puede ser un pequeño signo del Reino. Somos signo, lo primero de todo, en virtud de nuestra vocación. Hacemos visible la vocación de toda la humanidad, llamada al Reino. Somos signo del Reino por estar llamados a la comunidad, atreviéndonos a vivir con quienes son diferentes de nosotros. Proféticamente rechazamos la seguridad de formar nuestras casas con quienes son de nuestras mismas ideas. Y somos un signo de esperanza al ser quienes nos acordamos de los más olvidados, de los hermanos y hermanas de vida activa que predican, pero sobre todo de Dios que es el que nos dice: “Esta escritura se cumple hoy”.

Presente y futuro de los franciscanos – y de los consagrados, en general – en un ambiente secularizado


P. Lluís Oviedo Torró OFM


Sumario:


Diversos indicios hacen pensar en una crisis de la vida religiosa, y de forma particular, de la franciscana, en la zona occidental. Es hora de replantear algunas estrategias de modernización que se han asumido en los últimos treinta años, y que se justificaban a partir de los imperativos de renovación tras el Vaticano II. La revisión debería tomar en consideración tanto los pasados episodios de adecuación de la vida consagrada a tiempos y condiciones cambiantes, como las características socio-culturales del presente, bastante distintas de las que marcaron el postconcilio. El estudio intenta demostrar que el imperativo que debe orientar la revisión es el de combatir la secularización, que debería movilizar todos los recursos y focalizar tanto la misión como la identidad de los religiosos.


Resulta tópico afirmar que la vida consagrada atraviesa una crisis en Occidente, y que los franciscanos siguen la misma pauta que el resto de los Institutos. Los síntomas están claros, y ya han sido expuestos por mi parte y en otros muchos análisis. Lo que resulta probablemente más difícil, tras un diagnóstico de los males que nos afligen, es proponer medidas terapéuticas que ayuden a superar el actual cuadro clínico.


En principio, la situación actual de la vida religiosa justifica algunas dudas y un cierto escepticismo. Por un lado, el ambiente socio-cultural está cada vez más secularizado y, por consiguiente, las condiciones ambientales no ayudan en absoluto a proponer la vida consagrada como un ideal válido para los jóvenes, ni para que perseveren en el mismo los pocos que se animan a seguirlo. La desazón crece también como consecuencia de los esfuerzos de renovación asumidos después del Vaticano II y la falta de frutos cosechados. Aún hoy, la profusión de las actividades de formación permanente, de formación para formadores y de especialización en todos los sectores, con respectivos cursillos, reuniones y programas, no se refleja en los resultados, que dejan mucho que desear. Hay cursos y reuniones para formadores, delegados de juventud, superiores, párrocos, capellanes, responsables de peregrinos, profesores, asistentes de monjas, itinerantes, justicia y paz… y no obstante esta “especialización” no se traduce en una revitalización institucional o en una mejoría de nuestro servicio.


Otros motivos nutren un clima de desánimo, cuando se percibe el imparable incremento de la media de edad y la falta de relevos. En el fondo se da un problema demográfico y estructural que afecta al futuro de la vida religiosa, y es que nos hemos vuelto redundantes en bastantes situaciones. Se ha redimensionado por una parte la función de la religión en las sociedades avanzadas, y por otra, muchas de las presencias institucionales de los consagrados se perciben como poco relevantes, especialmente a la mirada crítica de los jóvenes, y no sólo. La red institucional que justificaba la actividad y misión de los consagrados ha quedado superada por la organización social del Estado de bienestar. Muchas de aquellas estructuras surgieron en un ambiente de carencias educativas, sanitarias y asistenciales, que los religiosos suplían, cuando, además, se sentían pletóricos de recursos humanos y protagonistas del progreso y de la mejora de la sociedad, dentro de una visión social cristiana ambiciosa. Todo eso ha pasado a la historia: por una parte el Estado y la iniciativa privada proveen de forma suficiente los servicios necesarios para el buen funcionamiento de la sociedad civil. Por otro lado, hay una clara escasez de personal consagrado; y, para terminar, esas instituciones en buena parte se han secularizado, sirviendo más a los intereses civiles que a los propiamente religiosos. Urge en muchas Provincias y Entidades una reconversión de las estructuras mantenidas hasta ahora y se advierte un repliegue, que no se sabe muy bien que dirección debe tomar. Esto por cuanto respecta a las condiciones institucionales y a las estructuras que mediatizan nuestra presencia.


Por otro lado, sobre todo en casa franciscana, asistimos desde hace años al intento de redefinir la propia identidad carismática a partir de una relectura de los documentos de los orígenes, y de ensayos que promueven una nueva comprensión “más fiel” del carisma y de nuestra misión. Por regla general las propuestas avanzadas se han difundido con poco discernimiento y evaluación crítica a la luz de los resultados, y sobre todo se ha evitado – e incluso silenciado – un debate necesario y aplazado, sobre todo en el nivel del Gobierno y de los Capítulos generales y provinciales, en torno a las líneas de actuación más convenientes.


Un artículo reciente de Carlo Serri OFM ha evidenciado la tardía dependencia en el discurso oficial dominante de temas y orientaciones que se arrastran desde los años 70, que tienen en Tadhée Matura un exponente definido; esas líneas se demuestran anacrónicas y poco constructivas50. Serri ataca en concreto el programa de desclericalización, la evangelización de sola presencia y el desempeño vocacional. Sus argumentos son muy convincentes, y ya sería hora de iniciar ese debate y de cambiar el tono de algunos documentos y orientaciones políticas en el ambiente franciscano, tras evaluar la esterilidad de dichos programas.


¿Qué hacer entonces? ¿Qué queda por probar? Seguramente restan diversas posibilidades, pero una cosa está clara: el modelo de vida consagrada que arrastramos hasta el momento debe reinventarse y adecuarse a las nuevas condiciones que marca un ambiente claramente secularizado. El nuevo contexto es muy distinto tanto del ambiente preconciliar, fruto de las restauraciones de la segunda mitad del siglo XIX; como del postconciliar, que marcó los sucesivos esfuerzos de renovación. A la luz de las nuevas circunstancias hay que pensar de forma más radical qué transformaciones debe asumir la vida religiosa si quiere adecuarse a estos nuevos tiempos y seguir jugando un rol importante en la Iglesia.


En lo que sigue, este artículo propondrá un análisis del nuevo contexto y de su incidencia en la vida religiosa, para, con la ayuda de las ciencias sociales, proponer un proceso de transformación que se centra en la movilización de recursos a partir de una conciencia de prioridades distintas y que requieren una focalización especial. Anticipo que el problema que debe centrar esos esfuerzos de movilización es la marea secularizadora que invade nuestras sociedades y que obliga a replantear nuestra misión e identidad.


El planteamiento que presento del problema puede parecer a muchos historicista, en el sentido de hacer depender demasiado la identidad de la vida religiosa y franciscana del contexto socio-cultural, frente a quienes reivindican una cierta estabilidad que conecta con los orígenes carismáticos. Asumo el riesgo y espero que sólo al final del artículo pueda decidirse sobre ese riesgo y sus consecuencias. En todo caso el tema debe ayudarnos a revisar las categorías de “inmovilismo” y de “evolución” aplicadas a nuestra realidad.



1. Primer paso: tomar conciencia de la entidad del problema y de la necesidad de adaptarse a las nuevas circunstancias


Digámoslo claramente y sin rodeos ya desde el inicio: los cambios en la vida religiosa y franciscana provocados por la recepción del Vaticano II no bastan hoy, cuarenta años más tarde, para afrontar los retos del momento presente. Es más, algunas de las orientaciones asumidas entonces como normativas para aquella generación pueden resultar en el presente disfuncionales ante las nuevas exigencias que impone un contexto diferente.


Ante todo conviene plantear abiertamente la premisa que motiva nuestra tesis: vivimos tiempos bastante distintos de los que conocieron las restauraciones de la segunda mitad del siglo XIX; pero incluso son tiempos ajenos a los que marcaron la recepción del Vaticano II y la generación del 68. La tesis de fondo es muy clara: la vida religiosa ha tenido que reinventarse y redefinir su identidad a la luz de los cambios en los contextos que le ha tocado vivir; y esto ha sucedido en diversas ocasiones en la historia. Por consiguiente, si aceptamos que también se ha producido un cambio significativo en las últimas décadas, con un desplazamiento de la dimensión religiosa en el campo de la cultura, que afecta a las claves de comprensión de la fe y de la Iglesia, entonces la vida religiosa debe reaccionar de forma proporcional, o de lo contrario perderá su capacidad de inculturación y de fecundación de su propio ambiente.


Conocemos en el curso de la historia distintas transformaciones epocales que han afectado a la configuración e identidad de la vida consagrada. Sólo por citar algunas, cabe señalar: la irrupción del protestantismo y el periodo post-tridentino; la Revolución Francesa y el liberalismo moderno que siguió; y el Vaticano II, con su programa de conciliación con la modernidad. Cada una de esas circunstancias ha nutrido formas específicas de presencia y de misión de los consagrados, que se movilizaban y asumían funciones según las exigencias del momento. Tal adaptación fue más evidente en algunas congregaciones que en otras; por ejemplo, más en los Jesuitas que en las órdenes monásticas, que, hasta cierto punto, gozaban de un nivel de estabilidad histórica. En el caso de la Compañía de Jesús se puede percibir claramente cómo sus orígenes y primera expansión se vinculan a un programa de contención de la reforma protestante; cómo su restauración en el siglo XIX, tras un largo periodo de supresión, se orienta a contrastar el liberalismo; y cómo tras el Vaticano II se orienta más al diálogo con las dinámicas e ideas modernas. En este última etapa parece que se sustituye un idea de misión como contraposición, por otra de asimilación y apertura, en una Iglesia que apuesta más por la conciliación, y un mundo que muestra valencias claramente positivas. Una línea clara que han asumido muchos Institutos desde entonces ha sido la del trabajo por la justicia y la paz, para dar un contenido o un sentido de “misión” (en sentido amplio) a la propia organización y presencia. Ahora bien, como ya he tenido ocasión de mostrar, parece que esa finalidad no basta para movilizar las capacidades de los religiosos y superar la sensación de “redundancia”, o de sentirnos poco necesarios, e incluso sobrantes, en la sociedad y en la Iglesia51.


Entonces ¿cuál tendría que ser el motivo que impulsara una buena movilización? Desde mi punto de vista está claro, y así lo han visto también varios de los movimientos eclesiales con mayor vitalidad hoy. El problema central para la fe y para la Iglesia es el avance de la indiferencia religiosa, de la secularización, la desertización del paisaje religioso, el aplanamiento de la trascendencia. La misión de los consagrados en general, y de los franciscanos en particular, debería estar en función de ese problema, es decir, debería orientarse a afrontar una realidad que amenaza con volver irrelevante la fe y la vida consagrada en las sociedades avanzadas. Está ocurriendo algo parecido, si se permite el símil literario, a lo que describía Michael Ende en su novela-cuento La Historia Interminable: el mundo fantástico va despareciendo, como engullido por una vorágine imparable. También hoy parece que asistimos a una forma similar de desaparición de expresiones y motivos de trascendencia, y con ellos de las formas de esperanza y ánimo que representaban.


La gravedad de la situación obliga a repensar toda la organización, la identidad y las formas de la vida religiosa, según el principio señalado de adaptación, de modo que vuelva a ser, como lo fue en otro tiempo, la vanguardia de la evangelización y la cara más visible de la dimensión religiosa de la Iglesia, para que vuelva a hacer posible una recuperación del sentido de trascendencia.


Ciertamente esta percepción supone un reto que no todos comparten, y obliga a un cambio de mentalidad que no es para nada fácil. Para empezar, no todos están de acuerdo en que el ambiente secularizado sea un problema, o que sea un problema más importante, digamos, que la injusticia en el mundo. Hay que recordar que a amplios sectores de la Iglesia les ha costado mucho reconocer en las tendencias secularizadoras una verdadera amenaza.


Escribí mi tesis doctoral en 1989, que publiqué el año sucesivo con el título La secularización como problema52. En aquel momento empezaban a escucharse las voces de pocos teólogos que sí percibían el carácter amenazante de esa tendencia social a la pérdida de la dimensión religiosa. Sin embargo, la mayoría de mis colegas seguían viendo la secularización como una oportunidad y no hacían ningún caso de las advertencias de los sociólogos, que algunas décadas antes ya habían avisado de los riesgos que corrían las formas religiosas ante la presión secularizante. Todavía hoy conozco algunos que intentan consolarse pensando que el cristianismo puede sobrevivir en un mundo no religioso, porque la fe cristiana “no es una religión”. Lo que no se entiende entonces es qué es el cristianismo, si no es “una religión”. Lo que quiero decir es que hay un considerable retraso en una parte de la Iglesia, y en especial dentro de la vida consagrada, a la hora de percibir el peligro y la entidad de la amenaza, así como las respuestas más adecuadas. Muchos signos hacen pensar que la mayoría de los clérigos y pastores actúan como si todavía vivieran en una sociedad cristiana, o al menos donde los católicos somos la mayoría, y se puede asumir que la gente está bastante enterada de la doctrina cristiana y puede acceder de forma inmediata a los sacramentos. No se ha entrado aún en una mentalidad de “evangelización” que parte del hecho de que el cristianismo se ha vuelto una forma religiosa minoritaria, aunque significativa, en esas sociedades, y donde todo debe ser replanteado – el discurso y la praxis eclesial – a la luz del nuevo ambiente.


Lo cierto es que la secularización constituye una verdadera crisis o amenaza para la fe cristiana en general, y para la vida consagrada en particular. Hemos asistido a un largo periodo de debates en el intento de clarificar ese concepto, que nutrió un fuerte disenso entre los estudiosos. A la larga se impone una percepción minimalista pero bastante ajustada de lo que queremos expresar con ese término: la caída de los indicadores de religiosidad en una determinada zona. Se trata simplemente de algo empírico: cuando cada vez va menos gente a misa, cuando las encuestas revelan un descenso significativo en los niveles de creencias, cuando se reciben menos vocaciones y se venden menos publicaciones religiosas, estamos ante un fenómeno de secularización, es decir: de retroceso de la dimensión religiosa. ¿Cómo no puede constituir un problema y una amenaza tal proceso para las entidades religiosas? El intento de modernización se expresó para una buena parte de la Iglesia en términos de asunción de los valores de la cultura moderna, lo que parecía incluir la aceptación de un cierto nivel de secularización, es decir de auto-marginación de las instancias religiosas, como una especie de mal menor. Esta cláusula explica seguramente las reticencias de quienes, tras el esfuerzo de modernización, tardaron en darse cuenta de que, quizás, la factura a pagar era demasiado alta, y que, por tanto, había que replantear buena parte del proceso.


En parte el problema depende de la confusión entre varios conceptos de secularización que se mezclaban: por un lado la idea de separación necesaria e inevitable entre Iglesia y Estado, la no-intervención en campos como la economía y la ciencia, y el respeto de ciertas dinámicas sociales; por otro lado, la crisis religiosa ligada a la indiferencia o a la irrelevancia cultural y personal de la fe para una mayoría de la población. Mientras el primer aspecto era normal y no se daba un interés en resistirlo (aunque algunos apuntan a una revisión de ese axioma de “separación”), el segundo tiene consecuencias fatales para la vida eclesial. La transformación de la vida religiosa debería partir de una toma de conciencia de dicho problema, un “despertar” tras la ensoñación en la que se percibían los procesos de secularización, que, a menudo, han sido incorporados dentro de las propias instituciones religiosas. No es tarde para despabilarse y sacudirse las ideas tranquilizadoras dominantes.


2. Segundo paso: orientar la transformación a la luz de otras experiencias anteriores de adaptación


La teoría de los sistemas sociales estudia las dinámicas a las que está sometido un sistema que debe adaptarse a un ambiente. Uno de sus axiomas es que cuando crece la complejidad en el ambiente de un sistema, también debe crecer la complejidad en el interior del mismo, para poder hacer frente mejor a una situación cambiante. Se generan entonces nuevas distinciones, se observa mejor el ambiente y se elaboran formas de respuesta nuevas.


El estudio de las instituciones también ofrece desde hace años claves para comprender las transformaciones a las que se somete una entidad organizada para poder adecuarse a condiciones distintas de las que marcaron su origen y desarrollo posterior. Disponemos incluso de algún modelo que ha sido aplicado hace casi tres décadas a la evolución que asumió la Compañía de Jesús para adaptarse a las nuevas condiciones tras el Vaticano II. En realidad ese proceso es paradigmático y considero que puede percibirse en todos los institutos de consagrados en aquella época. Ofrezco a continuación una síntesis de las cinco fases que expone Johannes Schasching en su artículo de 197953. La idea es que aquellos cambios puedan orientar los que se deben afrontar ahora en una situación muy distinta.


  1. La institución religiosa se ve forzada a adaptarse a las nuevas condiciones del ambiente, a causa de un insostenible nivel de discrepancia con la propia identidad y misión. Esta adaptación motiva un proceso de modernización, que asume dos formas fundamentales: creciente diferenciación y racionalización, que a su vez conducen a una ampliación de las actividades y a una mayor flexibilidad en las estructuras. Tal proceso desencadena a menudo la reacción negativa de las fuerzas tradicionales.


  1. Como consecuencia del desgaste del cuadro normativo anterior, se busca uno distinto, se intenta generar una “nueva cultura”. De ahí resulta una fase de experimentación en la que se ponen a prueba nuevas formas institucionales, que a su vez dan origen a diversos modelos de relación con el propio ambiente y a nuevas normas.


  1. La tendencia a la diferenciación y la pluralización plantea la cuestión de la unidad organizativa. Con el fin de preservarla se instauran, por un lado, nuevas formas de correspondencia entre las iniciativas adoptadas y los principios que dan sentido al conjunto, y se potencian esquemas de participación y comunicación. Por otro, se reclama la función creativa y unificadora de las élites, pues al no poder recurrir a las instancias tradicionales de solidaridad interna, la integración debe ser favorecida a partir de un esfuerzo de las élites que elaboran sus propuestas sobre la base de valores abstractos ampliamente compartidos.


  1. Ante la persistente dificultad de promover el sentido y la orientación común, se debe recurrir cada vez más a valores universales para legitimar un cambio que amenaza con deslegitimar la existencia de la propia organización, pues se aflojan los vínculos acostumbrados y se practican aperturas a una realidad nueva. Dicho proceso puede conducir a una redefinición de la propia identidad expuesta a la crisis. En consecuencia se requiere, por una parte, mantener los vínculos de solidaridad interna, y por otra, una disposición a la ampliación de los valores compartidos.


  1. La fase conclusiva del proceso apunta a la asunción de las transformaciones y de los nuevos valores por parte de la mayoría de los miembros. Este proceso provoca seguramente resistencias, que pueden incluso llegar a organizarse. La modernización debe plantearse entonces como la forma representativa de la verdadera tradición y la que presenta un mejor balance entre costes y ganancias, es decir, entre la pérdida de la vieja identidad, y la adquisición de mayor autonomía y de una orientación de mayor vitalidad. Esta función corresponde también a las élites, que de todos modos, no deberían aprovecharla para afirmar su hegemonía.


La descripción de estas fases refleja de forma bastante clara, aunque abstracta, el proceso que condujo a la sustitución de un viejo cuadro de valores o de una “cultura organizativa” dominante antes del Concilio, por uno nuevo, que se valió para su legitimación, frente a la referencia tradicional que podía ostentar el grupo dominante hasta entonces, de la referencia a valores universales o ampliamente compartidos en la Iglesia y la sociedad. El proceso calza muy bien en la situación que vivió la Compañía de Jesús en aquellos años del largo postconcilio, y las crisis que desencadenó, pues en aquel caso la cultura interna, los valores y los vínculos estaban muy bien definidos, y costó mucho desmontarlos para proponer el nuevo cuadro, adaptado al nuevo ambiente. La clave del análisis anterior parece ser el paso de una cultura cerrada o privada, a otra abierta y universal, que habría permitido apoyar los esfuerzos de legitimación no tanto en la propia tradición de la Compañía, sino en un esquema mucho más amplio y compartido más allá de esos estrechos límites; es decir, se trató casi de un paso del esquema “secta” (en el sentido de Troeltsch) al esquema de “iglesia”; de la auto-fundación a una fundación en valores más compartidos, incluso más allá de los límites eclesiales.


Hay que preguntarse cuanto este caso paradigmático sirva para guiar otra dinámica de transformación, la que se produce a partir de una percepción de contraste cultural y de necesidad de readaptarse. Saltan a la vista en este caso los paralelos, que paso a describir inmediatamente, pero también las divergencias, pues, en este segundo caso, parece que el proceso no va a llevar de lo particular a lo universal, sino en el otro sentido.


  1. También en la actualidad surge una clara sensación de discrepancia, que reclama una adecuación a las nuevas condiciones sociales y culturales, lo que implica medidas adecuadas, con la correspondiente búsqueda de alternativas, de un discurso más conveniente y de estrategias de supervivencia más efectivas. Ahora bien, este proceso no puede ser concebido en términos simplemente de modernización, en el sentido weberiano, como racionalización y diferenciación, sino en términos que van más allá y reclaman más bien una fuerte identidad capaz de contrastar las tendencias más disolutivas, aunque este punto debe ser profundizado con más atención.


  1. De acuerdo con las nuevas condiciones se pone en marcha la constitución de una cultura interna distinta, que prioriza otros temas, y que da origen a otro tipo de énfasis en la misión y en las instituciones. Las pautas de comportamiento corresponden con las nuevas finalidades, es decir, con la percepción de un ambiente cada vez más secularizado y la necesidad de reivindicar y recrear los espacios de trascendencia y de la fe religiosa.

  2. Las nuevas tendencias provocan formas de pluralización y diferenciación dentro de la organización religiosa, pero ciertamente en un sentido distinto de la oleada anterior. Es natural que estas nuevas tendencias aparezcan como carentes de legitimidad a los ojos de quienes apostaron y se entregaron a favor de los cambios en la década de los 70. La situación de pluralidad requiere también en este caso la función de élites que puedan mantener la vinculación de las nuevas iniciativas a los valores compartidos por la organización y un fuerte nivel de comunicación y participación. Ahora bien, su fuente de legitimación no son tanto valores ampliamente compartidos en la cultura ambiente, sino valores internos o decididamente eclesiales, a veces en claro contraste con el resto de la sociedad.


  1. La crisis que se advierte, al pasar de un esquema de legitimación común o universal a otro eclesial y “privado”, obliga a redefinir la propia identidad, no ya sobre la referencia a un cuadro social externo, sino dentro del cuadro eclesial, que, en principio, mantendrá normas y valores en clara discrepancia con otros de las culturas dominantes, y con los que, de momento, no puede “negociar” su propia posición. Los institutos de consagrados deberán entonces acostumbrase a alimentar su solidaridad interna a partir de ciertas fracturas o distanciamientos con la realidad secular.


  1. No es de extrañar que surjan fuertes resistencias por parte de quienes fundan su identidad en un esquema de racionalización universalmente compartido, y que ahora, ante el problema de la secularización, son convocados más bien a redefinirla a partir de un esquema diferenciado y explícitamente ‘religioso’. También en este caso, la adecuación al nuevo contexto tendrá éxito sólo si las élites son capaces de convencer a la mayoría de las ganancias que se obtienen a pesar de las perdidas que se advierten, y esta es una cuestión difícil, pues se trata de sacrificar un cuadro de referencia universal a favor de uno particular o privado: frente al universalismo laico, al particularismo religioso. Ahora bien, la cuestión asume un cariz claramente práctico: se trata de evidenciar hasta qué punto la estrategia anterior ha funcionado, lo que no me resulta, y si la nueva propuesta puede revitalizar las instituciones de consagrados, lo que, al menos, merece ser probado.


Es curioso constatar la discrepancia entre algunos de los motivos que marcaron, según Schasching, la última transformación en la Compañía, y los que presiden la urgencia actual. El autor señala, por ejemplo, que el proceso de adaptación a las nuevas condiciones asumió una orientación de “des-institucionalización, desacralización y racionalización”54. Más adelante indica que su misión se desplazó a menudo hacia actividades asistenciales, y a la “participación en movimientos sociales y políticos”55. En general, el esfuerzo de modernización supuso la asunción de valores sociales y de modos de actuación más en consonancia con un estilo de universalización.


Las cosas han cambiado desde entonces: mientras en aquella situación se buscaba una ampliación del radio de acción, en el sentido de universalizar los valores y de salir al encuentro de la modernidad secular, en la presente coyuntura se trata más bien de replantear la propia misión a la luz de la urgencia de afrontar la secularización, es decir, de contrastar todo aquello que impide percibir y experimentar un sentido de trascendencia salvífica, tal como ha sido relevada en Cristo. No es por consiguiente la “de-sacralización” la norma, sino la “re-sacralización”; no son las actividades sociales y políticas las que deberían marcar la pauta, sino las estrictamente religiosas; no es la modernidad universalista la que inspira, sino la crítica a la misma y la persistencia de alternativas viables.


No sería bueno, de todos modos, que la transformación por la que se aboga en estas páginas fuera interpretada como una especie de “revancha” de los vencidos y marginados en el proceso anterior. De hecho, no hay muchos paralelos entre el contexto de las generaciones preconciliares y las que podemos caracterizar como “marcadas por la amenaza de la secularización masiva”. No estoy abogando por una vuelta al pasado. Aunque aquellos religiosos vivieron a menudo en claro antagonismo con ciertas mayorías sociales y culturales, y asumieron un planteamiento de resistencia ante el laicismo liberal decimonónico y el anticlericalismo de su tiempo, la realidad de la secularización asume otros tonos, y las respuestas que convienen hoy no deben inspirarse en los motivos de los años 50. Por citar sólo algunos datos bastante obvios: la secularización como indiferencia o frialdad religiosa masiva es un fenómeno relativamente reciente, aunque conoció sus precedentes. Por consiguiente, el problema no es tanto la hostilidad anti-católica, que de todos modos ‘haberla, hayla’, sino el alejamiento paulatino de una parte de la población respecto de las creencias y las prácticas religiosas, el no poder contar con una “mayoría católica” o con un ambiente decididamente religioso. En segundo lugar, no podemos hacer abstracción de los logros de la modernidad secular, y en especial de los resultados de la ciencia y de la técnica, de los avances del Estado de bienestar, de los medios de comunicación, y del progreso económico, que, a pesar de las opiniones de algunos, está rebajando sensiblemente los niveles de pobreza en el mundo. En pocas palabras: combatir la secularización no significa rechazar los progresos y ventajas en varias áreas de las sociedades avanzadas. Por último, la historia avanza, y no es plausible ni deseable, desde el punto de vista de las influencias culturales, un retorno cincuenta años atrás. La vida consagrada debe reinventarse una vez más a la luz de este contexto, de sus amenazas y de la conciencia de su propia misión, no dar pasos atrás de 30 ó de 50 años.


De todos modos, siempre habrá quien considere tales maniobras de resistencia una versión del tradicionalismo que siempre empuja para volver. El tema nos llevaría lejos, pero quiero aprovechar al menos para hacer un par de consideraciones. En primer lugar, una forma de tradicionalismo bastante reconocida en los ambientes del análisis cultural, es el inmovilismo de los “progresistas” de los años 60-70, como, por ejemplo, los paleo-marxistas que aún tratan, contra los vientos de la historia, de mantener sus posiciones ideológicas. En segundo lugar, el verdadero progreso o evolución de un sistema social, como el religioso, no se mide tanto en términos ideológicos de “modernización” o adaptación a los criterios de la Ilustración, sino de capacidad de supervivencia a partir del ensayo de varias estrategias, entre las que se incluye, la especialización en la propia función o prestación (frente a la diversificación y universalización), o bien, la diferenciación que, de todos modos, es capaz de seguir integrándose en el resto del sistema social, para evitar la redundancia o la irrelevancia.



3. Tercer paso: delimitar estrategias y prioridades


Una vez se ha tomado conciencia de la gravedad de la situación, y se comprende la necesidad de cambiar, guiados por otros procesos similares en el pasado, la fase sucesiva consiste en establecer un programa plausible que ayude a dar una dirección y un contenido al cambio, ante la insatisfacción de los modelos postconciliares y la amenaza de irrelevancia eclesial y social.


Algunas de las propuestas que se deducen del nuevo contexto son un tanto obvias, pero merece le pena reflexionar sobre ellas. De todos modos, como se advertía en el punto anterior, se abre un periodo de búsqueda y de experimentación, guiado casi exclusivamente por la necesidad de superar el actual impasse y por los resultados que se vayan obteniendo, es decir, por la capacidad efectiva de desafiar las tendencias disolutivas ya descritas.



a) Combatir la secularización interna

En primer lugar, una Orden religiosa que asume como prioridad frenar la secularización debe empezar por su propia casa, y combatir las formas sutiles de “secularización interna” que se han infiltrado en nuestro ambiente. Es inútil negarlo: la secularización ha invadido también bastantes ámbitos de la vida consagrada, y aquí viene a pelo la frase evangélica: “si la sal se vuelve sosa ¿con qué se la salará?” (Mt 5,13). Si una de las realidades que más proclamaba el sentido de “consagración” se seculariza ¿quién mantendrá abiertos los espacios religiosos y de la trascendencia? Hay muchos síntomas de ese fenómeno que los sociólogos de la religión han caracterizado desde hace al menos dos décadas, es decir, una forma de adecuación por parte de entidades religiosas a su propio ambiente, que asume sus características, en el intento de evitar la pérdida de relevancia56. Se puede observar en muchas entidades eclesiales y de consagrados: al percibir como poco significativas nuestras propuestas religiosas tradicionales, se impulsa una reconversión del lenguaje, de los símbolos y de las actividades que nos vuelva más reconocibles en un ambiente secular, o que se ponga en línea con los valores de la sociedad actual. Ocurre cuando creemos que es menos relevante la administración de sacramentos que la acción social y humanitaria; cuando preferimos organizar una ONG que realizar actividades de catequesis y grupos de lectio divina.


Los procesos de secularización interna han sido explicados de varios modos: como “estrategias de diversificación”, que se plantean dentro de una mentalidad de gestión que mira a superar la crisis en un sector, invirtiendo en otro menos afectado por la mala racha. Desde el punto de vista del análisis cultural puede ser vista como resultado de una negociación de la propia identidad con una cultura dominante, a la que es necesario ajustarse, so pena de ser ignorados. Otros análisis explican la difusión de este fenómeno: le teoría de la organización revela la tendencia de las instituciones religiosas que también dependen de una autoridad civil a asumir un tono cada vez más secular (un colegio religioso, un hospital, una residencia…), es decir, tienden a seguir la “autoridad más fácil”. Desde el punto de vista cognitivo, diversos estudios han puesto en evidencia en los últimos años la inercia que sufre la cognición religiosa hacia posiciones “cómodas” o que representan una menor “fatiga” mental: es más cómodo pensarse como agentes de progreso social, que como representantes de una vida escatológica. Por último la misma teología de la inculturación y de la “secularización” está en la base de algunos desarrollos que conducen a una erosión de la identidad religiosa para facilitar una mayor inserción en los respectivos contextos socio-culturales. Teniendo en cuenta que estas teologías han hecho mella especialmente en los consagrados, no es de extrañar que nos encontremos a menudo entre los que más sufrimos formas de “secularización interna” o de asimilación al propio ambiente secular, resultado de una aplicación de la “teología de la encarnación”.


La secularización de las congregaciones religiosas no es una proyección teórica, sino el resultado de una observación empírica, como, por lo demás, ocurre en todos los casos de secularización: se pueden verificar niveles concretos de secularización en entidades, en comunidades y en individuos. No es difícil, desde ese punto de vista, establecer una escala entre entidades, de más a menos secularizadas, dentro de una Orden o Congregación. Lo mismo se puede practicar dentro de una Provincia, entre las distintas comunidades; y, quizás sea todavía más fácil ordenar los miembros de una comunidad en una escala de más a menos secularizados.


Los indicadores de secularización corresponden inversamente a los indicadores de religiosidad o de referencia a la trascendencia. Dentro de una Orden se verifica en: un lenguaje que pierde contenido religioso; el descenso de los niveles de oración y actos religiosos comunes; la pérdida de visibilidad de la consagración, tanto personal como estructural; la orientación de las actividades, que se vuelven menos religiosas; y la mezcla con los seglares, incluso dentro de los ambientes de los religiosos. Combinando estos indicadores podemos determinar niveles de secularización interna. El diagnóstico debe servir para tomar conciencia y aplicar medidas correctoras.


La primera prioridad práctica en el programa de reconversión propuesto es precisamente combatir las formas de secularización interna. Para ello, el énfasis debe ponerse en el incremento y cuidado de la oración común; la visibilidad como consagrados; el uso de un lenguaje con más referencias religiosas explícitas; una orientación preferentemente religiosa de las actividades y de la misión, o bien, donde esas actividades sean ambivalentes (como el caso de la enseñanza) acentuar la dimensión religiosa o pastoral; una teología que apunte a una recuperación de la trascendencia y de sus mediaciones; y, por último, una neta separación entre el ámbito de los consagrados y el de los seglares.


Algunas de las claves señaladas distan de ser obvias y plantean seguramente resistencias. Recordemos que la prioridad es combatir las formas de secularización interna, una dinámica insidiosa que afecta a las propias entidades de consagrados y las asimila paulatinamente al orden secular, cancelando el desnivel que podrían marcar con el resto de la realidad, al constituir cifras de trascendencia. En ese sentido, el caso de la secularización de actividades es paradigmático, como lo es la necesidad de invertir dicho proceso. Pongamos, por ejemplo, los colegios religiosos. En muchas ocasiones he comprobado su deriva hacia la pérdida de una misión propiamente religiosa, que es sustituida por otra más universal: promover una buena educación, elevar los estándares, obtener los mejores resultados académicos… Poco a poco, las actividades e intereses religiosos son marginados, también en el horario, y a la larga se pierde la misma identidad religiosa del centro. Frente a esa inercia secularizante, en el momento actual, la única razón que debería justificar el esfuerzo personal y material que supone mantener un colegio por parte de una Congregación, debería ser convertirlo en un instrumento explícito de evangelización, de cara a los alumnos, a sus familias y a los maestros y personal laico. De lo contrario se debería replantear claramente su continuidad, y desplazar nuestras energías a actividades e instituciones que ofrecieran un mayor rendimiento respecto de esa prioridad.


Ciertamente la elección de actividades, trabajos e instituciones que se adecuen a la prioridad citada no es sencillo, en especial si se tiene en cuenta la herencia de estructuras que hemos recibido del pasado. Muchas de ellas surgieron en el ambiente de las tensiones con el liberalismo, y expresaban un proyecto de re-instauración de la “sociedad cristiana”. Otras crecieron a la sombra de las funciones vicarias que asumían las entidades católicas para suplir las carencias de la administración estatal. En el presente, uno de los desafíos más importantes es el de encontrar un marco institucional y de actividades en función de la prioridad anti-secularizadora. Quizás sea más sencillo para los sacerdotes, que deberán insistir en su papel ministerial, sacramental, de predicación y de acompañamiento espiritual; pero también los hermanos religiosos deben buscar ministerios más en sintonía con las exigencias de la evangelización, como hacen tantos laicos y casados en la Iglesia.


Otra propuesta que puede resultar extraña es la de separar el ambiente de los consagrados y el de los seglares. Dentro de muchas comunidades, el programa de modernización incluía una voluntad de “apertura” hacia los otros, una política de “puertas abiertas”, de superar esquemas de separación. Desde el punto de vista de la nueva prioridad no parece razonable nutrir situaciones de confusión entre el ámbito de los consagrados y el de los seglares; se trata de nuevo de una forma de secularización interna, no de “sacralización” de los laicos. Desde ese punto de vista, no es positivo aceptar dentro de las comunidades seglares que convivan plenamente con los religiosos; no es bueno abatir la “clausura” tradicional que delimita ambos niveles; y no ayuda la idea de que otros pueden acceder a compartir la vida religiosa sin tanta preparación y requisitos como solemos exigir a nuestros candidatos.


Por lo demás, el programa es de “re-sacralizar”, es decir, no de incluir y universalizar, sino de separar, distinguir y afirmar una identidad específica. Se trata de otro código de comunicación, de otro “lenguaje”, que expresa la voluntad de recrear un espacio de “realidad alternativa”, de fomentar la “no-asimilación al mundo”, “otra forma de vivir, de sentir y de ser”. Con ese fin es importante recordar que la situación actual obliga a replantear las viejas estrategias pastorales y de presencia eclesial: en otros tiempos se presuponía el sentimiento religioso, y sobre ese nivel se planteaba el anuncio cristiano. Ahora es al revés: no se puede presuponer ninguna sensibilidad religiosa, sino que el anuncio kerigmático de Cristo es el que debe re-instaurar espacios de trascendencia, o perspectivas religiosas y de esperanza ultra-terrena. Lo mismo vale para la configuración de la Iglesia, que no puede presuponer una especie de “comunidad natural de fieles”, como ha ocurrido hasta hace poco, sino que debe reinventar esa comunidad a partir de una evangelización desde abajo. Seguramente el modelo de los movimientos católicos y de las Iglesias emergentes en Inglaterra y otras zonas, sería el más indicado a ese propósito57.



b) Movilizar los recursos


La otra cuestión que se plantea, una vez se ha encarado el problema de la secularización interna, es el de la movilización frente a la indiferencia religiosa. En primer lugar, no todos están convencidos, es especial dentro del ambiente franciscano, de que la capacidad de movilización sea una clave de la identidad religiosa y de su renovación. Una primera respuesta es que, ciertamente, no todas las formas de vida religiosa se definen por su capacidad de movilización, ni están vinculadas a un esquema de ese tipo. Pero, una vez excluimos a algunas formas de vida monástica, la mayoría de la vida religiosa sí se define, desde su propia fundación, en términos de movilización. Entiendo por ese término la orientación de un grupo social a focalizar su actividad a partir de una misión, de una tarea a cumplir, de un antagonismo a afrontar. Pongamos el ejemplo de un movimiento ecológico: se trata de una organización cuyo sentido reside en la capacidad de movilizar recursos materiales y personales a favor de “la causa”: combatir los daños en el medio natural, preservar espacios naturales, favorecer la regeneración de ciertos ambientes contaminados. Su identidad está determinada por su capacidad de combatir los abusos y de corregir tendencias destructivas.


Una tendencia bastante persistente en la vida religiosa, y en especial en la franciscana, consiste en definir la propia identidad más bien en términos esenciales de “presencia”, “signo” y de “autenticidad”. Según esta visión, los religiosos deben centrarse más en el ser que en el hacer, más en la vida contemplativa y fraterna que en la actividad. Por otro lado, el espíritu de modernización universalista y conciliadora no concebía, ni mucho menos, una identidad que se define a partir de una actitud de resistencia y oposición, o desde una “causa” por la que combatir. A menudo la aplicación de las ideas esencialistas se ha traducido en formas claras de desmovilización. Ciertamente ha habido una excepción, que está en la mente de todos: la movilización a favor de la “justicia y paz”, a la que más tarde hemos añadido también el tópico ecológico. Ya he analizado en un artículo reciente las ambigüedades y problemas que plantea dicha orientación58. El problema de fondo es, de nuevo, que tal empeño suele degenerar en formas de secularización interna, pues desplaza los intereses y la misión de los consagrados del ámbito religioso al ámbito civil. Ya lo he dicho en relación a los jesuitas: no es factible ni realista la sustitución de un motivo de movilización religiosa-eclesial, por otro meramente secular, como es “la causa de la justicia”59; es como si una empresa de fabricación de coches asumiera como su principio de movilización la solidaridad con el tercer mundo: cada sistema social debe movilizarse a partir de las prestaciones que le son más propias.


Desde un punto de vista histórico no comprendo las reticencias a ese respecto por parte de los críticos, si no es a la luz del cambio de mentalidad que introdujo la renovación postconciliar. Me refiero sobre todo a la Familia Franciscana, aunque la idea se puede extender a las demás Órdenes mendicantes, pues en las Congregaciones modernas, la cosa está mucho más clara. Las Órdenes premodernas, como la Franciscana, pueden ser vistas tanto en relación con el modelo monástico o contemplativo, como con el de la actividad misionera, que ellas instauran. Considero que sólo si se tiene en cuenta ese segundo factor, podemos hablar de algo específico de esas Órdenes, en relación a las monásticas. En el caso concreto de San Francisco, no es difícil percibir en la “predicación de la penitencia” un factor de movilización que convoca y vitaliza a esa nueva organización de vida evangélica. Es cierto que la figura y herencia de San Francisco pueden ser leídas en otras claves, y que, por supuesto, no quiero entrar en un debate histórico que considero estéril, pues lo que hoy cuenta no es el nivel de fidelidad a una u otra imagen del Fundador que podamos construir. Ante todo es inevitable que esas imágenes de los orígenes sean una “construcción” que responde a opciones y valores previos más o menos conscientes, a pesar de la acumulación de datos documentales que puedan ostentar sus abogados. Pero en definitiva, lo que cuenta es qué modo de entender la vida franciscana tiene más posibilidades de superar la crisis actual y de atraer candidatos. A ese respecto creo que es inevitable, en nuestro caso, y no siendo una Orden monástica, plantear el seguimiento evangélico en claves de movilización de recursos materiales y personales a favor de una causa concreta; como he repetido ya varias veces: frenar la secularización, recrear un ámbito de trascendencia y de esperanza ultramundana, pues esa y no otra es nuestra especialidad.


Los estudios sociales sobre la movilización han madurado mucho en los últimos años, y contamos con abundante bibliografía que describe cuáles son los mecanismos que inciden en la misma. En particular, las propuestas del frame analysis (análisis del marco conceptual) han mostrado la importancia de contar con una representación adecuada del problema a afrontar, de los medios para oponerse, y sobre la entidad de la amenaza y de los riesgos60. Como he advertido en un punto anterior, un primer paso a dar es el de tomar conciencia del problema que motiva la movilización invocada. Seguramente la cosa no es nueva: para San Francisco y varias generaciones de franciscanos se trataba de combatir con la penitencia la vida de pecado que afectaba a muchos y que era la causa del mayor sufrimiento personal y social. Para San Ignacio y los jesuitas, frenar el avance del protestantismo. Para la vida consagrada que surge tras el trauma de la Revolución Francesa, los regímenes liberales y las supresiones, se trata de recuperar y restaurar los ideales de una sociedad cristiana. También hoy se plantea un desafío que requiere la movilización de los propios recursos, y que debería determinar desde los esfuerzos formativos hasta las decisiones sobre las actividades a asumir y el tipo de discurso que se practica. Una cosa está clara en los estudios publicados: en ocasiones un marco conceptual se agota y ya no es capaz de movilizar, y debe ser cambiado por otro con mayor incidencia práctica. Ese desgaste puede ser observado en la mayoría de los movimientos sociales, que, a la larga, deben recrear su propia cosmovisión como condición para seguir siendo operativos.


No ignoro que un tal programa plantea problemas no secundarios: ¿cómo movilizar una entidad de personas con una media de edad por encima de los 60 años, y, sobre todo con una mentalidad crecida y formada en el modelo anterior, el de la encarnación y asimilación al mundo moderno? El problema puede ser planteado en clave de contraste de dos racionalidades: la del individuo y la de la institución. No es para nada obvio que los intereses del grupo coincidan con los de los miembros que lo integran, y esta sencilla observación plantea una seria dificultad para cualquier organización que quiera “racionalizar su gestión”. Un par de ejemplos pueden bastar. En primer lugar, un dirigente está obligado a escoger los mejores colaboradores disponibles para mejorar la gestión de una empresa o de una agencia. Pero se le plantea un dilema: si escoge candidatos demasiado capacitados y brillantes, se arriesga a ser desplazado por ellos y a perder su poder; si los escoge menos capaces, la gestión de la compañía puede resentirse. Este dilema explica porqué a menudo en muchas organizaciones prosperan más los mediocres que los excelentes. El segundo ejemplo se da en el interior de la vida consagrada, donde los religiosos ya instalados afrontan también un dilema organizativo: por una parte desean mantener su statu quo que tanto les ha costado conquistar, y la estabilidad personal que les favorece, por lo que es normal que se opongan a varias iniciativas que puedan desestabilizar su situación. Por otro lado sin embargo, si tienen en cuenta las necesidades de la propia entidad, saben que deben movilizarse, aceptar ciertos recortes de libertad o tranquilidad y plantear cambios incómodos, sobre todo si se desea asumir una estrategia más expansiva. Esta segunda dificultad explica porqué en muchas de esas entidades predomina el inmovilismo, a pesar de la percepción de crisis amenazante. La dificultad por lo demás ya ha sido evidenciada frente a los programas de la ética utilitarista: en esos niveles es todavía más difícil coordinar los intereses privados con los de la mayoría.


Lo cierto es que no hay muchas posibilidades de superar esa dificultad. La única que se me ocurre es instaurar en el interior de las entidades un régimen “a dos velocidades”, es decir, una parte que sigue su ritmo de siempre, que no puede ser alterado, y otra, en la que deberían entrar sobre todo las nuevas generaciones (aunque no es algo descontado), que sea más apta para la movilización que ha sido invocada. Entiendo que una tal propuesta puede provocar muchas resistencias y que en sí suscita problemas de gestión ante la dualidad estructural, y, sobre todo, afecta al “sacrosanto principio” de la fraternidad. Pero considero, no obstante, que se trata de un mal menor – la división de la entidad entre dos grupos o dos modelos – y que, en general las reformas, al menos dentro de la familia franciscana, han surgido como consecuencia de la implantación dentro de las Provincias de un régimen especial, en contraste con el grupo mayoritario ya acomodado.


De una u otra forma, no concibo otra salida realista a la crisis actual, ni otra respuesta más funcional. Como se ha repetido a lo largo de este análisis, es lógico que el proceso de reconversión institucional encuentre resistencias internas bastante fuertes. El caso de los jesuitas en el paso de la forma tradicional al esquema de modernización postconciliar evidenciaba las dimensiones de ese problema, y la necesidad de afrontarlo con todos los medios, evitando la escisión o ruptura interna. Esos análisis apuntaban al papel de las élites y del discurso que puede legitimar la nueva situación.



c) Un empeño intelectual y de discernimiento


El último factor que debe considerarse, por tanto, es el de las ideas y la responsabilidad de la dirección o de la autoridad (o animación, como si dice últimamente).


A nadie se le oculta que el problema de la secularización abre varios frentes, y que la confrontación debe ser asumida desde varias perspectivas. Una de ellas, en la que insiste el Papa Benedicto XVI, es la teológica, o la llamada a repensar la fe a la luz de la presente crisis, y en clara relación con los escenarios de la razón actual. Durante mucho tiempo la teología estándar, la que se enseña en las Facultades y seminarios, se ha desempeñado de su vocación apologética, o no ha tomado en serio los retos que planteaba la nueva cultura, la configuración de una sociedad cada vez más secularizada, y el desarrollo de la mentalidad científica, con su inevitable impacto (negativo, naturalmente) en la conciencia religiosa. Soy testigo de ese proceso porque soy un insider y conozco el terreno. Lo cierto es que el programa que surge de la crisis secularizante convoca a todos los sectores eclesiales, y en particular un esfuerzo intelectual que corresponde a los teólogos.


Tengo la impresión de que, a menudo, los dos sectores con mayores dificultades para asumir los nuevos compromisos, o más resistentes a cambiar de ruta, son la vida consagrada y la teología académica, sobre todo en algunos ambientes y regiones más que en otros. Una explicación de esa “anomalía” puede encontrarse en el papel que han jugado ambas instancias en la última reconversión eclesial a la que asistimos, la que se promovió con la recepción del Vaticano II: tanto los consagrados como un sector de teólogos fueron a menudo la vanguardia de la transformación, o los sectores más dinámicos y que más apoyaron los cambios. Es lógico que, ahora, sean los que más resisten otro cambio, que a menudo interpretan como una vuelta al pasado que tanto les costó superar.


Ante todo, y tengo ganas de decirlo, desgraciadamente la evolución de los consagrados en las décadas postconciliares se saldó con varias formas de anti-intelectualismo que todavía arrastramos en diversos niveles, lo que, al menos en apariencia, pone en contraste los dos sectores más vitales: el de los consagrados y el teológico. Todo apunta, por los datos que tengo, a que la desconfianza en la teología y el estudio creció en el ambiente de los consagrados a causa de la rigidez y clausura de la mayor parte del establishment teológico de aquella época, por lo que muchos percibieron los estudios como actividad opuesta a la renovación. No obstante, en aquellos años tumultuosos creció un sector teológico alternativo que pronto pudo desafiar al grupo dominante, que pasó a ser la minoría. Ahora bien, el impulso renovador dio por buenas propuestas de poca calidad, simplemente por presentarse como novedades. Entre ellas, las llamadas “teologías de la praxis”, que a menudo se oponían a las formas más elaboradas, eruditas y científicas de la teología académica. De nuevo la tendencia a la “comodidad cognitiva” jugó una mala pasada: se extendió la opinión de que era mejor la praxis que la teología, o bien que la teología debía estar vinculada y depender de la praxis. En la Pontificia Universidad Antonianum somos testigos del proceso que llevó a sacrificar una generación de buenos investigadores, a partir del excesivo dominio de disciplinas prácticas, como la pastoral y la espiritualidad61.


Las generaciones postconciliares han sido muy marcadas por ese ambiente anti-intelectualista, que seguramente no favorece la causa que proponemos, pues, en general, la secularización también ha contagiado a la teología, que no siempre ha sido capaz de reaccionar. Una clave para hacer frente a la amenaza descrita es cultivar un conocimiento más exigente y profundo de nuestro patrimonio teológico y de su capacidad de dialogar con la razón moderna, en sus distintas formas. Según mis fuentes, los momentos de mayor crecimiento y movilización en la Orden Franciscana y en otros Institutos, coinciden con momentos de mayor desarrollo teológico, o de mayor dedicación al estudio y a una preparación conspicua de las nuevas generaciones. También en el caso presente, y si queremos afrontar los retos ante los que se reclama una reconversión, se vuelve urgente recuperar el nivel de compromiso intelectual tan descuidado en las últimas décadas. En concreto, el papel de la apologética parece imprescindible para dotar a los nuevos misioneros de instrumentos para afrontar las razones de quienes consideran absolutamente prescindible la fe.


En suma, una buena dotación intelectual es un requisito dentro del esquema de movilización que estoy promoviendo en estas páginas. Esa dotación es importante en primer lugar para los misioneros, es decir, para los consagrados que deben enfrentarse con una ambiente mucho más exigente, desde el punto de vista intelectual, del que han conocido nuestros predecesores. Hoy no se puede bajar la guardia a ese respecto; no es bueno cultivar el fideísmo, como se ha hecho últimamente, ignorando los retos de la razón científica, para refugiarse sólo en el valor del testimonio, en el que se juega a todo o nada: o damos buen testimonio, y entonces cobra sentido nuestro discurso; o no damos testimonio, y entonces sobra todo lo demás, también nuestro anuncio y nuestra teología. Es demasiado simplista, y de nuevo un síntoma de “pereza cognitiva”. La realidad es mucho más compleja, y ya que no somos tan santos como querríamos, y nuestro testimonio siempre es y será bastante limitado, el papel de la investigación teológica resulta importante para salir al paso de ciertos desafíos.


Como decía no es sólo en el campo de la misión donde ese papel del estudio resulta insustituible, sino también en el del discernimiento, donde no entiendo cómo los supriores pueden afrontar los tremendos retos que se les plantean sin un conocimiento más ambicioso de la propia realidad y de las alternativas a disposición. A menudo tengo la impresión de que es ese “defecto teológico” el que está en la base de estilos de gobierno, documentos y orientaciones formativas que no son de gran ayuda al hacer diagnósticos y al ofrecer remedios.

Un ejemplo bastante elocuente lo encontramos en el énfasis en la formación permanente, que conciben muchos como una especie de estrategia de renovación. Desde mi punto de vista es inútil plantear sólo formalmente ese proyecto, sin un claro discernimiento de los contenidos que se quieren transmitir. El motivo es obvio: si los contenidos están equivocados o son estériles, intensificar su promoción formativa puede resultar, en el mejor de los casos inútil, y en el peor, perjudicial. Un discernimiento guiado por una buena teología que tenga en cuenta los resultados concretos, y no sólo los planteamientos idealistas, es la mejor forma de evitar ese riesgo.


Un tercer nivel en el que la formación intelectual se vuelve imprescindible es el de plantear de forma más adecuada nuestra relación con los modernos sistemas sociales y su racionalidad en las sociedades avanzadas. El problema es, de nuevo, superar simplificaciones poco constructivas. No se puede rechazar, como han hecho muchos, tanto en el ala conservadora como en la progresista, varios de los sistemas sociales más eficientes hoy. Tampoco es justo un programa que pretenda la vuelta a un régimen de “cristiandad”, en el que la Iglesia controle todos los demás sistemas sociales. El ambiente dominado por la diferenciación social es mucho más complejo, y plantea retos a la Iglesia que requieren mucho más estudio y menos ingenuidad. Los consagrados siempre hemos estado a la cabeza de los intentos de actualizar la relación con un mundo cambiante. También en el momento presente no deberíamos quedarnos atrás: hay mucho que hacer para replantear o re-negociar los términos de la inclusión del sistema religioso, y en concreto de la Iglesia católica, en el conjunto de otros sistemas que han progresado considerablemente, pero que también tienen sus límites y a los que la referencia religiosa puede resultar de capital importancia.


Estas páginas han tratado de alentar una reacción ante las nuevas condiciones sociales. A pesar de las ilusiones que nos podíamos hacer en años recientes, de que la secularización estaba retrocediendo, y que asistíamos a una nueva alba religiosa, los datos últimos indican claramente su peligroso avance. Por otro lado, he tratado de apoyar un modelo de vida franciscana y religiosa menos estático y pasivo, como el que ha dominado en las últimas décadas, y más dinámico o activo, más movilizado. Por último, considero que la renovación de la vida religiosa no puede alcanzarse retrocediendo a las propuestas de hace treinta años, sino a partir de una efectiva evolución que tenga en cuenta el nuevo contexto.


Espero que estas páginas ayuden a proseguir un debate necesario y siempre aplazado, o incluso silenciado por quienes se sienten seguros en sus posiciones intelectuales ya adquiridas. Por el mismo motivo, hay que augurarse que, una vez más en la historia, una buena reflexión teológica contribuya a la renovación y a la movilización de las fuerzas y potencialidades de la vida consagrada.



1 «Proyección» 56/232 (2009) 27-49.

2 H. MURAKAMI, Kafka en la orilla, Barcelona 2006, 11.

3 L. SÁEZ RUEDA, Movimientos filosóficos actuales, Madrid 2001, 132.

4 VVAA, Jóvenes españoles 2005, Fundación Santa María.

5 Barman ha escrito diversos libros el asunto: Vida líquida, Tiempos líquidos, Arte, ¿líquido?, Miedo líquido, Modernidad líquida, Amor líquido…Cf. Z. BAUMAN, Vida líquida, Barcelona 2006.

6 H.-G. GADAMER, Verdad y método, Salamanca 1996, 461.

7 No significa, por supuesto, que el alumno o alumna se haya llevado esas horas reflexionando sobre dicha cuestión, pero sí es cierto que, cuando se mantiene una discusión y ésta se detiene –los alumnos y alumnas pararon para cenar y estudiar, v.g.- uno no deja de darle “vueltas” al asunto y lo que escribe después de esas horas es el “poso” que todo debate ha ido dejando en él.

8 Es decir, los “mediados”, los que ponen una determinada distancia entre los hablantes, en nuestro caso el ordenador.

9 En un debata sobre la vocación, ante la pregunta de si es más auténtico cuanto más cerca estamos de lo que soñamos de nosotros mismos, algunos alumnos defendía que la autenticidad consistía en sumir lo que a naturaleza nos había dado y parecerse a lo que uno de hecho es (o viene determinado, sea bueno o malo, te guste o no). Un planteamiento, por otra parte, de lo más estoico.

10 Se estrenó en España el 20 de septiembre de 2007.

11 Z. BAUMAN, Vida líquida, Barcelona 2000, 10.

12 F. LENOIR, Las metamorfosis de Dios. La nueva espiritualidad occidental, Madrid 2005, 257.

13 S. KIERKEGAARD, Temor y temblor, Barcelona 1992, 21.

14 Jorge Wagensberg presenta a la cafetería de una facultad como uno de los ejes claves del desarrollo científico –el otro es la biblioteca y el tercero, las clases–, el lugar donde se mantienen las más fructíferas conver­saciones (J. WAGENSBERG, El gozo intelectual, Barcelona 2007, 52). Por otra parte, Amy Gutmann, en el prólogo al ensayo de Charles Taylor Multiculturalismo y la política del reconocimiento, señala el papel de la universidad como un foro de diálogo permanente sobre las principales cuestiones éticas (C. TAYLOR, Multiculturalismo y la política del reconocimiento, Madrid 2001, 19). Y por citar a algunos de nuestros clásicos, Platón no hacía otra cosa que poner en diálogo a sus personajes (la filosofía nació en forma dialogada). En definitiva, dialogar y observar/estudiar los diálogos es una herramienta más que útil para la investigación filosófica. Herramienta, por otra parte, bastante usada por los sociólogos y que los filósofos deberían proponerse recuperar más seriamente.


15 Durante este ensayo, editaré los comentarios literales de los jóvenes en "cursiva entrecomillado". Además, he corregido la redacción de los alumnos y alumnas, enmendando faltas de ortografía, escribiendo correcta­mente las abreviaturas usadas por ellos, modificando ligeramente la expresión (sobre todo añadiendo comas y entrecomillados), para hacer más fácil e inteligible la lectura de sus opiniones. Valga como ejemplo de corrección el texto de Marta O.C. que acabo de citar en su redacción original: "Pienso k todo ocurre x una razón (frase muy repetida en este foro (;) xo bueno yo creo k si te pasan las cosas buenas o malas es por algo, xa acerte mas fuerte, para reflexionar la proxima vez bien las cosas antes de acerlas, etc etc (de acuerdo cn Mary). X otra parte tmb sty d acuerd cn Curro, ademas simpre he creido en el dstino”.


16 La confianza en las ciencias y la tecnología y en su progreso infinito son enormes. Para los jóvenes, éstas lo resolverán todo.

17 En algunos autores he visto recogida esta forma de actuar como la más adecuada para la vida: a pesar de saber nuestro final –la muerte- conviene seguir luchando.

18 Alumna de 4º de la ESO, aunque por edad, debería estar en 2º de Bachillerato. Su comentario no pertenece al foro, que era exclusivo para alumnos de 1º de Bachillerato, sino a un debate originado en la clase de ética sobre la conveniencia de entender la vida como proyecto.

19 Bayaceto no marchó sobre Europa por un ataque de gota; Alejandro de Grecia murió por el mordisco de un mono, desatando numerosos acontecimientos posteriores (E. CARR, ¿Qué es la historia?, Madrid 1983, 131ss.).

20 E. CARR, ¿Qué es la historia?, Madrid 1983, 131.

21 Ibid., 128.

22 Algo parecido dice Coelho en su famoso libro “El Alquimista”: “(…) cuando deseas con firmeza alguna cosa, es porque este deseo nació en el alma del universo. Es tu misión en la Tierra” (C. COELHO, El Alquimista, Barcelona 2008, 39).

23 A. GIDDENS, Modernidad e identidad del yo. El yo y la sociedad en la época contemporánea, Barcelona 1998, 41.

24 C. TAYLOR, Fuentes del yo, Barcelona 1996, 33.

25 Entendida, en este caso, como el modo de llevar nuestra vida hacia nuestra propia felicidad en el respeto hacia los demás.

26 Posiblemente esto no solo se deba a la doble moral que la mayoría tenemos, sino al fuerte divorcio existente entre las instituciones educativas y el mundo real. No es la hipocresía la que lleva a los jóvenes estudiantes a vivir esa doble moral. Es que, de hecho, las exigencias, los problemas y las herramientas (morales, entre otras) que damos para superarlas en los Centros Educativos no tienen su correspondencia fuera de sus muros. Pero, de nuevo, éste sería un tema para otro estudio.

27 Muchas narraciones y novelas actuales siguen este patrón. Y el cine también se ha contagiado: Pulp Fiction (1994) de Quentin Tarantino o Siriana (2005) de George Clooney (hay muchos más ejemplos) cuentan sus historias fragmentariamente, sin aparente conexión entre una escena y otra. Sólo al final de las películas logramos encajar todas las piezas y comprender el hilo argumental.

28 La Historia está determinada. Siguiendo con Carr, para él esta es la perversidad de Hegel.

29 “Que por un detalle tan sin importancia se te cambie toda la vida, da mucho que pensar”.

30 Entiendo aquí por ortodoxo al que cree en Dios y, concretamente en el Dios cristiano, en Jesucristo, la resurrección…Algunos, incluso, van a la Iglesia con cierta asiduidad. El resto de creyentes de la clase, más heterodoxos, no lograr definir muy bien cuál es el objeto de su fe, qué es eso en lo que creen.

31 Z. BAUMAN, o.c., 11.

32 Cf. C. TAYLOR, La ética de la autenticidad, Barcelona 1994.

33 «Communio. Cuadernos de pensamiento y cultura» 11 (2008) 32-45.

34 «Sal Terrae» 97/6 (2009) 455-467.

35 H.U. von BALTHASAR, Teodramática. Prolegómenos, Encuentro, Madrid 1990, 265-266.

36 Ibid., 267, citando a J. GREEN, Journal, Plon, Paris 1961, 775.

37 Ibid., p. 267.

38 Ibid., 268.En mi opinión, esta analogía es débil, puesto que la teología cristiana postula precisamente la encarnación, es decir, la inserción del Transcendente en lo inmanente, la entrada de Dios –en Jesús– en las coordenadas espacio-tem­porales de la «representación». Citando a A. BONNICHON, La Psychologie du Comédien, Mercure de France 1942, 148, «el autor no lo ha dicho todo sobre la vida de sus personajes. El actor busca, dentro de la lógica, mostrar lo que aún no está manifiesto; sigue reflexionando con inventiva a lo largo del texto y del acontecimiento». Y añade (p. 268) una cita más de H. GouHIER (L'Essence du Théátre, 1943, 228-229): «La presencia real de los personajes y cosas hace ol­vidar la del autor que, como creador, quiere ser buscado», pues «él tiene el pri­vilegio de disfrazarse de creador».

39 Ibid. 259, citando a J. GREEN, op. cit., 27.

40 Ibid. 260.

41 Ibid. 272, donde cita a Thomas MANN, Rede und Antwort, Fischer, Berlin 1922, 40: «La escenificación es la obra de arte; el texto es sólo su fundamento».

42 VoN BALTHASAR opera una transposición del mundo del teatro al campo teoló­gico. Su inmensa producción, titulada Teo-dramática, se sostiene gracias a la exhaustiva recolección de los datos hermenéuticos que ofrece el drama. Para este teólogo la parábola teatral constituye «un punto de partida más favorable que la acción intra-mundana». Si la teo-fanía es estudiada en el ámbito de la estética, y la teo-logía en el de la lógica, von Balthasar atenderá la teo-praxis desde lo que él denomina «dramática». Ver op. cit., 268.

43 Ibid., 269.

44 E. IONESCO, Notes et contrenotes, Gallimard, Paris 1966, 180, dice: «Lo más difícil es no dejarse apresar por una blanda ternura ni frente a sí mismo ni frente a sus personajes, por mucha ilusión que ponga en ellos. Si el autor se deja apresar por su personaje, éste se la juega».

45 G. STEINER, Extraterritorial, Ediciones Siruela, Madrid 2002, 19 y 25-34.

46 J. TALENS, El silencio como representación, tomado de la introducción de Pavesas, Tusquets, Barcelona 2000, 9-15.

47 A. LÓPEZ QUINTÁS, Análisis estético de obras literarias, Narcea, Madrid 1982, 267-312.

48 García Paredes, J. C. y Prado, F. (eds.) “Sois una carta de Cristo” (2 Cor 3,3). XXXVIII Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada. Claretianas, Madrid 2009.

49 El don de los años. Saber envejecer, Sal Terrae, Santander 2009, pp. 40-45.


50 C. Serri, “L’Ordine Franciscano tra futuro e nostalgia. In dialogo con Thadée Matura”, en Vita Minorum, 77, 2006-2, pp. 161-175.

51 Ll. Oviedo, “A vueltas con la ‘Justicia y la Paz’”, en Verdad y vida, 245-246, 2006, pp. 345-365

52 Ll. Oviedo, La secularización como problema, Ed. Facultad de Teología, Valencia 1990.

53 J. Schasching, “Soziologie der Gesellschaft Jesu”, in Zeitschrift für Katholische Theologie, 101, 1979-3/4, pp. 278-280.

54 J. Schasching, “Soziologie der Gesellschaft Jesu”, 281.

55 J. Schasching, “Soziologie der Gesellschaft Jesu”, 282.

56 K. Dobbelaere, Secularization: An Analysis at Three Levels, Peter Lang, Brussels 2002, pp. 105-135.

57 E. Gibbs - R. K. Bolger, Emerging Churches: Creating Christian Community in Postmodern Cultures, SPCK, London 2006; S. Murray, Church After Christendom, Paternoster Pr., Milton Keynes 2004.

58 Véase el citado artículo: “A vueltas con la ‘Justicia y la Paz’”

59 Ll. Oviedo, “Un análisis socio-religioso de la Compañía de Jesús”, en: Razón y fe, 254, 1293-1294, 2006, pp. 49-64.


60 Para una buena presentación del tema, con abundante bibliografía, véase: R.D. Benford, D. Snow, “Framing Processes and Social Movements: An Overview and Assessment”, in Annual Review of Sociology 26, 2000, pp. 611-639.

61 Véase el óptimo estudio a ese respecto de Giuseppe Buffon: “Pontificio Ateneo Antonianum: Institucionalización, isomorfismos y transformación”, en Verdad y Vida, 240-241, 2004, pp. 429-486.

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Forum.com nº 82