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El verano es un tiempo de gracia






















  1. Retiro ………………….……….........................3 - 6

  2. Formación…………….……….......................7 - 18

  3. Comunicación………………………………………..19 - 22

  4. Vocaciones…...….….............................23 - 40

  5. La solana……………………………………………….41 - 54

  6. El anaquel……….……............................55 - 64

7. Índice general curso 2008-2009…………..65 - 69






Revista fundada en el año 2000

Segunda época


Dirige: José Luis Guzón

C\\ Paseo de las Fuentecillas, 27

09001 Burgos

Tfno. 947 460826 Fax: 947 462002

e-mail: jlguzon@salesianos-leon.com


Coordina: José Luis Guzón

Redacción: Urbano Sáinz

Maquetación: Amadeo Alonso

Asesoramiento: Segundo Cousido, Mateo González e Isidro Revilla


Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN: 1695-3681








Vivir la Eucaristía en el tiempo de vacaciones

Xavier Serra

La Eucaristía debe ser uno de nuestros principales alimentos. Especialmente debemos cuidar la Eucaristía en el tiempo de verano, en el tiempo de vacaciones. Utilizaré citas de la Carta Mane Nobiscum Domine, que el Papa Juan Pablo II nos dio cuando convocó este año de la Eucaristía. En esta carta, creo que el Papa intuía que sería el último año. Es como un resumen de su magisterio, de su pontificado.

El Año de la Eucaristía tiene, pues, un trasfondo que se ha ido enriqueciendo de año en año, si bien permaneciendo firmemente centrado en el tema de Cristo y la contemplación de su rostro. En cierto sentido, se propone como un año de síntesis, una especie de culminación de todo el camino recorrido. Podrían decirse muchas cosas para vivir bien este Año. Me limitaré a indicar algunas perspectivas que pueden ayudar a que todos adopten actitudes claras y fecundas.[i]

¿Síntesis de que? Yo lo interpreto un poco como síntesis de su vida. Y va a hacer alusión de todos los documentos que nos ha dado. Culminación de todo el camino recorrido.

Y empieza esta carta recogiendo de la escritura el pasaje que contemplábamos en la misa del domingo. Los discípulos de Emaús.

28 Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante.29 Pero ellos le rogaron insistentemente: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado.» (Lc 24, 28-29).

Están desanimados. Están desalentados. Su vida no tiene sentido. Habían puesto su esperanza en Cristo, en el Mesías, en el Salvador. Ese Mesías que ellos interpretaban que los liberaría de los romanos. Todas esas interpretaciones de lo que pensaban que iba a ser para ellos Jesús. Pero le dirán: de todo eso, ya hace tres días. Ha muerto. Aquí se ha acabado todo: nos vamos.

Y empieza así, para hacernos ver que no se ha ido. Que en la Eucaristía Cristo está presente. Es el Sacramento de los Sacramentos. Cristo está presente en la Eucaristía porque ha resucitado y porque está presente en la Eucaristía puede estar presente en los demás Sacramentos.  Lo que pasa es que hay que dejar que el Señor nos introduzca en los misterios divinos.

Para captar esa presencia de Cristo real en la Eucaristía yo creo que hay que ser como niños. Yo acostumbro a ir a Venezuela con los indios pemones. En el sur de Venezuela, cerca de Brasil. Donde hablan el pemón. Que se parece bien poco al castellano. Una vez celebrándoles la Eucaristía estoy allí y en el momento de la paz, un niño de 3 o 4 años, cuando yo bajo a dar la paz, él sube y estaba el cáliz en el altar. El Cuerpo y la Sangre de Cristo. Y acercándose al cáliz, hace como si le diese la paz al Cáliz. Un mocoso. Sin teología ni nada, captó que allí no había algo sino que había alguien. Dios se ha revelado precisamente a los humildes y sencillos.

Y por eso a estos discípulos se les va a hacer presente en su camino. Ellos huyen. Huyen de Jerusalén. ¿Qué pasa en Jerusalén? Pues que sus esperanzas se han muerto y tienen miedo que les pase como al Mesías. Y entonces se van. Nosotros a veces en nuestra vida espiritual huimos. Llevamos ya tanto tiempo haciendo retiros, y nos sé cuantas cosas, que si charlas, Horas Santas, etc…

Pero a veces hay aspectos de nuestra vida que no acabamos de hacerles frente y huimos. Y eso no nos ayuda a crecer. Son como un lastre. ‘Esa situación no quiero interpretarla bajo el dominio de Dios, bajo la mirada de Dios, bajo su presencia’, pensamos.

Y por eso a veces nos falta alegría. A veces nos falta a los cristianos la alegría. Y es que no acabamos de gozar del Señor. Aunque sean cosas pequeñas. Si yo tengo un globo aerostático, aunque tenga un hilillo pequeño que lo ata al suelo, privará que ese globo pueda subir y disfrutar de la panorámica. Y eso que sólo es un hilo.

Vamos a dejar que el Señor ande con nosotros. Que se acerque a nuestra vida. Ellos iban tristes. Nosotros a veces también tenemos situaciones de desánimo. ¿Cuál es nuestra vida personal ahora? ¿De euforia? ¿Huimos de algo? ¿Tengo alguna desesperanza por ahí escondida? ¿Vivo mi fe para ‘ir tirando’? ¿Vivo de la rutina?[ii]

A veces hay en nuestra vida situaciones de desánimo. Y Jesús se pone a caminar con nosotros, como con los discípulos de Emaús. Jesús viene a mi trayecto. Viene a mi historia. Se pone a caminar con nosotros.

Ésta fue la invitación apremiante que, la tarde misma del día de la resurrección, los dos discípulos que se dirigían hacia Emaús hicieron al Caminante que a lo largo del trayecto se había unido a ellos.

Ese trayecto, a veces es largo. Es pesado, es costoso. Pues Jesús se pone en ese camino costoso y largo junto a nosotros.

Y ellos estaban tan abrumados y tristes, que no se imaginaban que podía ser Jesús. Para ellos había muerto. ¿Y qué hacían ellos? Pues hablaban de sus cosas. Pensaban solos. No tenían perspectiva de Resurrección. Eso nos pasa a veces a nosotros en nuestra vida. Jesús se pone a andar en su trayecto. Se pone a caminar en tu trayecto. Se une a tus penas y sufrimientos. A tus alegrías y esperanzas. A tus preocupaciones.

Jesús entonces se pone a interpretarles las Escrituras. Y cómo lo debía hacer, que cuando lo han reconocido:

32 Se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32)

Dejaron entrar en su vida a Jesús. Aun cuando no lo reconocían al principio. Jesús es el único que te puede dar ese calor. Esa consolación, ese sentido en tu vida, aun cuando haya momentos difíciles y de los cuales puede ser que huyas.

¿Por qué no lo reconocen? Pues porque a veces queremos ‘al de antes’. Querían al Jesús de antes. No al Jesús que pasa por la Cruz. A ese no. Como ahora con la elección del nuevo Papa. El que venga será el que el Espíritu Santo nos dará, nos obsequiará. No se trata de listones, sino de presencia del Señor, de presencia del Espíritu Santo. Que nos va a dar la fuerza y la gracia para vivir la relación con el nuevo Papa. El Espíritu Santo sabe hacer las cosas. Sabe más que nosotros. Por eso, no lo reconocen porque quieren al de antes. Y eso nos impide avanzar. Porque ellos no avanzan, huyen, se escapan.

A veces hemos tenido en nuestra vida espiritual momentos de consolación, momentos fuertes y ya pensamos ‘como eso no lo voy a tener nunca’ vivo de la añoranza de ese momento. En vez de que ese momento me de fuerza para el presente. Y entonces no sé ver a Dios en mi presente. Y entonces no acojo la fuerza del Señor ni su gracia para vivirlo, porque no vivo de la renta. Vivo en la añoranza de esa consolación, de ese momento. Por lo tanto, por eso no le reconocen. Nosotros a veces no reconocemos al Señor por eso también. Porque no vivimos el presente que Dios nos da y nos ofrece.

Pero ya sabemos que para los cristianos en cierta manera el día es la noche y la noche es el día. Porque el día espera la noche como santa Teresa que espera morir para encontrarse con el Señor. Pues en estos dice que ardía su corazón.  Era el Señor el que calentaba el corazón. Por lo tanto hemos de abrirnos al Señor para que nos explique nuestra historia, nuestro mundo, nuestro entorno, nuestra familia, nuestras cosas. Él es el que tiene la clave de todo. Dice aquí el Papa que es Dios quien tiene que introducirnos en sus misterios, no sólo la razón. Es una gracia de Dios. Dios se revela.

Es impresionante, las maravillas que hace Dios. Lo que pasa es que a veces no nos lo creemos. Ponemos nuestro chip, nuestra manera de pensar. Cuántas veces les dirá Jesús a sus discípulos a los que había aleccionado un montón de veces, que ‘vuestra manera de pensar no es la de Dios’. Hemos de cambiar. Cambiar la mente, nuestra manera de ver las cosas. Es la lógica de la cruz que es la lógica del amor, que va mucho más allá que la lógica de la razón. Por eso le hemos de pedir en estos días: Señor, muéstrame los misterios. Ayúdame a comprenderlos, a entenderlos. A seguirte. El misterio de mi vida. Que es comunión contigo. El misterio de la misión que tengo. Pues resulta que los discípulos de Emaús, se pensaban quedar en Emaús. Jesús va de largo. No quiere hacerse pesado. Les dice que va de camino. Y ellos le dicen: “Quédate con nosotros que atardece”; y es que para nosotros, sin Dios, también atardece. Por tanto pidámosle hoy: “Quédate Señor con nosotros”. Qué bonito en la Eucaristía: se ha quedado con nosotros. Se ha de quedar con nosotros. Hay que pedírselo.

¿Y cuándo lo reconocerán? En la fracción del Pan. ¿Y a qué hace alusión la fracción del Pan? Pues a la entrega total del Señor por nosotros. La Eucaristía es Cristo que se entrega por ti y por mí. Obras son amores y no buenas razones. Les dio una clase de teología impresionante. Debió ser sensacional, pero aún con todo no le reconocían. Por eso podemos hablar mucho, pero le reconocen en el signo de la entrega. Nosotros también en nuestra vida podemos dar muchos discursos, intentando convencer a los otros, pero se nos escapan. Por eso, no desanimarnos, porque Jesús fue el mejor maestro, el mejor catequista, el mejor pastor, y van y le dejan solo en la cruz. Habría como para desanimarse. Nosotros nos desanimamos. Y si las cosas no salen como queremos nos afecta a la fe. Nos desinflamos. A nosotros nos reconocerán en la fracción del pan de nuestra vida.

Qué bonito, saber reconocerle en nuestra vida de esta manera. Y en esa fracción del pan, se hace presente el misterio de su muerte y resurrección. Que quiere ser también el misterio de tu muerte y de tu resurrección. Hemos de poner a Cristo en el centro de nuestra vida, en el centro de la Iglesia. Para que sea Cristo quien vive en mí. A los discípulos de Emaús les poseyó totalmente. Les fue inundando el corazón. Y eso es lo que tenemos que mirar. Saber dónde vamos. Estos discípulos iban de camino. Huían del problema. Nosotros lo hacemos a veces. Huimos de situaciones, de problemas. No les hacemos frente, tenemos miedo. Porque no lo vemos desde Dios. El encuentro con Jesucristo resucitado no les soluciona el problema. Su problema era Jerusalén, de donde huían, y Cristo les manda de vuelta a su problema. Y confirmaron en la fe a sus hermanos. Y todos aquellos llegaron a dar su vida por el Señor. Y les dio fuerza para hacer frente al problema, para vivir la realidad. Ellos huían del Señor, huían de Jerusalén. Se lo montaban a su manera, y por eso iban desanimados.

Nosotros también en nuestro presente, ¿para qué quiere darme fuerza el Señor? ¿Para qué cosa? Porque yo ya puedo querer que me de fuerza, pero si no me pongo a tiro… ¿De qué huyo? ¿Dejo que interprete mi vida el Señor? O ¿hay cosas en las que no dejo que entre? Y por tanto tengo esas pequeñas tristezas, esos pequeños rincones de mi vida que no respiro. Que falta vida. ¿Dónde vamos? Vamos al cielo: es el fin de nuestra vida: estar en el cielo con Dios. Todo en tanto en cuanto me lleva a Dios. Vamos al cielo con la comunión de los santos.

Cuánta gente en el cielo que está intercediendo por nosotros (ahora Juan Pablo II). Por lo tanto, en nuestro caminar, no huir del problema. Vivirlo desde el presente, que el Señor me da la gracia, me da la fuerza. Que quiere iluminarme, que quiere darme esperanza y al mismo tiempo agradecer a tantos intercesores que ya han llegado. Y ser conscientes de una realidad: podemos tenerlo todo muy claro, pero el ambiente es muy adverso. Y poco a poco nos van desviando. Tenemos que ir continuamente corrigiendo la dirección, porque si no, acabamos perdiendo la perspectiva del cielo. El cristiano no hay nada que le aparte de su camino si no quiere:

¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? (Rom 8, 35)

El cristiano es catalán: lo aprovecha todo. Hasta la cruz. En lo más negativo, en lo más adverso se aprovecha todo. Treure-li profit a tot.

Quédate con nosotros que atardece…

Pidámoslo de verdad. Que a veces pedimos cosas sin desearlas. Señor te pido que me ayudes a desear lo que te pido. Si lo deseamos de todo corazón, el Señor nos lo dará si es para nuestro bien. Que tengamos ese espíritu catalán de aprovecharlo todo para mayor gloria de Dios.



  1. [i] En letra Courier las citas de la Carta ‘Mane Nobiscum Domine’

  2. [ii] Aquí hay que matizar que tantas veces decimos que hacemos las cosas por rutina y eso no es tan negativo: el día que dijiste: yo voy a Misa cada día, eso lo hiciste seguramente como un acto de amor al Señor. Por tanto, aunque no seas totalmente consciente cuando llevas unas 114 veces yendo, ese acto que se produce en la 114, está inspirado en el amor inicial. Aunque pueda haber una rutina o costumbre, es algo positivo, porque eso está inspirado por el amor. Aunque siempre es bueno ser consciente de lo grandioso que es el amor. Así pasa, por ejemplo en el matrimonio. Cosas que se hacen por rutina, pero basadas en el amor prometido. Cuando tenía 25 años te dije que te quería para siempre. 









Una Biblia para el humanismo1


Natalio Fernández Marcos



La Biblia tanto en su génesis como a lo largo de su transmisión y múltiples traducciones no sólo no se opone al humanismo, sino que pertenece a la entraña misma del humanismo occidental. Atenas y Jerusalén no sólo no se oponen, sino que ambas son las raíces que nutren el árbol de nuestra cultura occidental. Un breve repaso a los principales hitos de la historia del texto bíblico, historia que se entrelaza con los momentos claves y constitutivos de lo que hoy llamamos Europa, así lo muestra.




Jerónimo, humanista y traductor de la Biblia

Si hay un hombre que aunó en su persona la herencia de la tradición clásica y bíblica éste fue Jerónimo, aquel vir trilinguis que tradujo sólo la Biblia hebrea al latín a finales del si­glo IV. En su carta 22 de virginitate ser­vanda a Eustoquio describe un típico sueño de angustia, una pesadilla, modelo literario y anticipo de una se­rie de tormentosos sueños medieva­les. Se encontraba en medio de la cuaresma en el desierto sirio de Cal­cidia (cerca de Antioquía), consumi­do por los ayunos, cuando de repen­te fue transportado ante un tribunal donde se le acusaba por su excesiva afición a los autores clásicos. Acababa de reconocer que cuando pasaba de Plauto a los profetas aborrecía su len­guaje rudo. El juez le pide que se identifique y él responde que es cris­tiano. «Mientes», replica el juez, «eres ciceroniano y no cristiano, donde es­tá tu tesoro allí está tu corazón». A pesar de sus súplicas el juez ordena que lo azoten y el reo recibe una co­losal paliza hasta que jura que nunca más volverá a leer los códices profa­nos. Tan viva fue la experiencia oníri­ca que al despertar confiesa que toda­vía se resentía de las magulladuras que los esbirros de aquel tribunal ce­leste le habían propinado. Este sueño fue un preludio de su juramento de dedicarse en adelante sólo a las Escri­turas santas, lo que Adam Kamesar llama su «conversión» al hebreo.

Dicen los expertos que, como en tan­tos escritos de Jerónimo, el sueño es más expresión retórica que reflejo de la realidad. Pues a lo largo de su ca­rrera —educado en Roma bajo la guía del excelente gramático Elio Dona­to— nunca hubo conflicto entre su dedicación a la Biblia y su dominio de la retórica y de los autores clási­cos. A lo largo de su vida siguió usan­do los autores clásicos y se imaginaba a sí mismo como el Virgilio cristiano, mientras reconocía a Orígenes el pa­pel del Homero de los cristianos. Es más, la llamada versión Vulgata no sólo traduce de nuevo la Biblia al la­tín, sino que en buena parte reescribe en un latín aceptable para los lectores cultos de su tiempo, dota de calidad estilística, las traducciones a veces balbucientes y primerizas de la Vetus Latina. Los humanistas del Renaci­miento lo proponen como ideal del sabio que logró la síntesis entre la Bi­blia y el legado de la cultura clásica.

También en los escritos de muchos Pa­dres de la Iglesia aparece con frecuen­cia el llamado tópico de la «incapaci­dad, o falsa modestia» que consiste en comenzar sus homilías, comentarios bíblicos o tratados teológicos profe­sando que no van a utilizar el lengua­je hinchado de la antigua retórica, sino que recurrirán lenguaje sencillo y hu­milde de los pescadores (es decir, los apóstoles), para pasar, acto seguido, a utilizar todos los recursos retóricos de la época.

No voy a seguir el camino de los Pa­dres, sino que proclamo desde el prin­cipio que la Biblia tanto en su génesis como a lo largo de su transmisión y múltiples traducciones no sólo no se opone al humanismo, sino que perte­nece a la entraña misma del humanis­mo occidental. Atenas y Jerusalén no sólo no se oponen, sino que ambas son las raíces que nutren el árbol de nues­tra cultura occidental. Intentaré mos­trarlo con un breve repaso a los prin­cipales hitos de la historia del texto bí­blico, historia que se entrelaza con los momentos claves y constitutivos de lo que hoy llamamos Europa.

La Biblia como literatura

Pero antes yo os invitaría de la mano del maestro L. A. Schókel, y siguien­do la intuición de Jerónimo, a descu­brir la Biblia hebrea como literatura, el arte narrativo, la poética bíblica a través de relatos o poesías bien cono­cidos, pero deteniéndonos a contem­plar cómo cuentan los autores bíbli­cos las historias, si fuera posible en hebreo, para percibir la sonoridad del lenguaje (Jer 7,34)1, los juegos de pa­labra empleados, las figuras etimo­lógicas: el suspense en el diálogo de Isaac con Abrahán (Gén 22, 7: «Padre, tenemos fuego y leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?») o la astucia de Ehud, el zurdo, con Eglón (Jueces 3, 19: «¡Majestad! Ten­go que comunicaros un mensaje se­creto»), la poesía cósmica del salmo 8 (8,4: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estre­llas... ¿qué es el hombre...?»), la be­lleza poética y el material sonoro del canto de la viña (Isaías 5,1-7, espe­cialmente v. 1: «Voy a cantar a mi amigo un canto de amor a su viña»), o del Cantar de los Cantares 2,152.

La Biblia nació como literatura escrita con grandeza literaria; es el mayor corpus de literatura y sabiduría del Antiguo Oriente que conservamos. Todos los géneros literarios están allí representados como en una biblioteca condensada: relatos, invectivas, him­nos, oráculos proféticos, salmos, ele­gías, lamentaciones, como expresión de los sentimientos más íntimos y pe­rennes del ser humano: Job pleiteando con Dios, el lenguaje apocalíptico, el Cantar más bello, culmen de la lírica, en palabras de José María Blecua, e inspirador de otra joya poética, el Cán­tico espiritual de San Juan de la Cruz.


La septuaginta, primera traducción de la Biblia

Esta Biblia, que nació en el contexto académico de los escribas y sacerdo­tes en el ámbito del Palacio y el Tem­plo, los únicos espacios que podían albergar las bibliotecas en el Oriente Antiguo, tuvo otro momento de es­plendor cuando fue traducida por primera vez al griego en tiempos del rey Ptolomeo II Filadelfo (286-245) en la ciudad helenística de Alejandría. Y lo más importante es que esta traduc­ción fue llevada a cabo por judíos bil ingües y cultivados, intelectuales en estrecho contacto con el movimiento cultural creado en torno a la mítica Biblioteca de Alejandría. Al «decir en griego las cosas judías», parafrasean­do la feliz expresión de Emanuel Le­vinas, y ser adoptada dicha traduc­ción por el cristianismo como Biblia oficial, se llevó a cabo el principal trasvase de la sabiduría de Oriente a Occidente que tanto contribuiría a configurar nuestra propia cultura .

El primer humanismo se fraguó en torno a la Biblioteca de Alejandría, el Museo, fundada por Ptolomeo I La­gos, uno de los generales de Alejan­dro Magno y uno de sus más fieles amigos. Éste quiso llevar a Egipto a Teofrasto, discípulo de Aristóteles (muerto en 322), pues sabía lo que ha­bía significado este filósofo griego para Alejandro. Pero sólo consiguió atraer al discípulo de Teofrasto, el pe­ripatético Demetrio Falerón. También luchó por adquirir para Alejandría la primera biblioteca privada de la An­tigüedad, la de Aristóteles. Pero nada se sabe con certeza de la parte de es­ta biblioteca que pasó a Alejandría.

Tolomeo I funda el Museo en torno al 306 a. C., primera institución que conocemos de carácter científico y reli­gioso. Sus miembros, filólogos con­sagrados al servicio de las Musas, re­sidían en el palacio real, en una situa­ción de privilegio, presididos por un sacerdote nombrado por el rey. Eran científicos y hombres de letras, no fi­lósofos, dedicados a la recuperación y transmisión del legado clásico, en es­pecial Homero. Allí nació la Filología.

La biblioteca logró reunir pronto la mejor producción del mundo antiguo, los logros intelectuales de Mesopota­mia y Egipto, de Persia, Grecia y Ro­ma. En la primera mitad del siglo III a. C. llegó a reunir cientos de miles de rollos de papiro y siguió siendo du­rante mil años el principal vehículo por el que el legado intelectual del pa­sado se mantuvo vivo hasta la con­quista árabe en el año 640 d. C. Tuvo al frente como directores a cinco de los más señalados filólogos de la Antigüe­dad: Zenódoto de Éfeso, Calímaco de Cirene, Eratóstenes de Cirene, Aristó­fanes de Bizancio y Aristarco de Samotracia. Una cadena viviente de personalidades alejandrinas, relacio­nadas por vínculos personales, los más jóvenes discípulos de las genera­ciones anteriores. Sólo hay un paralelo único en la historia, el del Renacimien­to italiano de los siglos XIV-XV: cinco generaciones de Petrarca a Poliziano, cuyo amor y esfuerzo comunes dieron a la filología una nueva dignidad.

Pues bien, en este contexto académi­co y aúlico de la Alejandría tolemaica surge la primera traducción de la Bi­blia, concretamente del Pentateuco, al griego. El origen y circunstancias de esta traducción están descritos en la famosa Carta de Aristeas, libro pseudoepigráfico, pero que refleja bien el clima intelectual de la corte de los Tolomeos y de la Biblioteca de Alejandría.

Hoy damos por supuesto que la Bi­blia tenía que ser traducida, pero en­tonces supuso un fenómeno sin pre­cedentes que sólo fue posible porque concurrieron circunstancias también excepcionales: apoyo institucional de la monarquía tolemaica empeñada en reunir en la Biblioteca real todos los libros del mundo, una Biblioteca que era a la vez universidad y centro de investigación; el clima cultural de Alejandría y la competencia entre los distintos pueblos y etnias de la ciu­dad por lograr un espacio de presti­gio frente a la arrolladora y dominan­te cultura griega; la infraestructura de la propia Biblioteca de Alejandría; el esplendor del judaísmo helenísti­co, y un equipo de traductores judíos, intelectuales bilingües, con una for­mación notable en ambas lenguas, el hebreo y el griego, unos escribas que no sólo actúan como traductores, si­no como primeros intérpretes de la Ley judía.

Es más, dado que traducen de un tex­to consonántico que a modo de parti­tura musical admite en ocasiones, in­terpretaciones distintas, la labor de estos sabios aparece como excepcio­nal y eminente, digna del clima aca­démico que aureolaba a la Biblioteca y comparable en cierto sentido con la labor filológica de los primeros edito­res de Homero y los trágicos griegos. Sin embargo, nada sabemos de sus nombres reales ni de su método de traducción salvo los detalles idealiza­dos que transmite la mencionada Carta de Aristeas.

Con todo, el análisis de la lengua griega comparada con la de los papi­ros confirma que el Pentateuco fue traducido en la primera mitad del si­glo III a. C. Su fidelidad al texto he­breo subyacente es notable como han demostrado palmariamente los re­cientes descubrimientos de Qumrán, cuando se apartan del textus receptus (o masorético) y apoyan la lectura de la Septuaginta.

Esta traducción es la perla del judaís­mo helenístico, un judaísmo que bri­lló en todo su esplendor, sobre todo en el siglo II a. C., con una serie de historiadores y poetas que ensayan prácticamente todos los géneros lite­rarios cultivados por los griegos, y en el siglo I d. C., con Filón de Alejan­dría. Un momento de apertura del ju­daísmo a la cultura clásica sólo com­parable al período de la Haskalah y su apertura a la Ilustración europea en el siglo XVIII, con Moisés Men­dehlsson entre otros.

La Carta o Libro de Aristeas transfor­ma las tradiciones históricas en torno a la traducción en un mito fundacio­nal para el judaísmo de la diáspora. Las representaciones mentales que inspiran la Carta en la segunda mitad del siglo II a. C. tienen la misma ideo­logía que animó a los filólogos de la Biblioteca en la restauración del texto genuino de Homero. Algunos auto­res modernos como Tesa Rajak opinan que la traducción pasó a formar parte del depósito de la Biblioteca. Así lo ordena el rey en la Carta de Aristeas & 317, y varios autores cris­tianos (Tertuliano, Justino, Epifanio, Juan Crisóstomo) afirman que han visto una copia de la Biblia griega en la Biblioteca de Alejandría. Aunque ningún testimonio es definitivo por­que depende de la credibilidad que concedamos a las fuentes antiguas. Y aunque ningún autor pagano la cita hasta el Pseudo–Longino, los autores judeo–helenísticos desde Demetrio el Cronógrafo (finales del siglo III a. C.) la conocen y usan.

La traducción de Septuaginta suplanta a la Biblia hebrea. El autor de la Carta recoge una tradición sobre la conexión de la traducción con la Biblioteca y el mecenazgo real y le da forma literaria imitando el paradigma del Éxodo. Equipara el acontecimiento de la tra­ducción con el relato de la promulga­ción de la Ley en el Sinaí tal como se narra en el Éxodo: a) Tolomeo II es un faraón benevolente que libera a los es­clavos judíos; b) los traductores, here­deros del José bíblico (héroe del ju­daísmo helenístico en vez de Moisés), se convierten en sabios asesores del nuevo faraón; c) son setenta como los ancianos que acompañaron a Moisés hasta el Sinaí; d) es la historia del No–Éxodo porque no va a ser necesa­rio; e) la nueva traducción va a ser pro­mulgada en Alejandría (&& 308-311) y tiene la solemnidad de una nueva re­velación (no se podrá añadir ni quitar nada, revisar o modificar, & 311).

Probablemente el principal motivo de la traducción haya que buscarlo en el prestigio cultural. Fue concebi­da para la Biblioteca real, aunque después se pudo usar par otros fines litúrgicos y pedagógicos. Y nace en el más alto nivel académico de la socie­dad helenística.

Tras la versión del Pentateuco el pro­ceso de traducción continuó a lo largo de cuatro siglos, primero los profetas anteriores y posteriores y a continua­ción los otros libros de la Biblia he­brea hasta el siglo I o II d. C. en que p robablemente fueron traducidos el Cantar de los Cantares y el Eclesias­tés 4. Es más, al ser adoptada la Sep­tuaginta como Biblia oficial del cris­tianismo. fue compañera de la evan­gelización en Oriente y Occidente. El cristianismo, por contraste con el Ju­daísmo o el Islam, se convirtió en una religión de traducción y a su vez la Bi­blia griega fue traducida muy pronto a las lenguas autóctonas orientales (copto, armenio, georgiano, etiópico) y occidentales (latín, gótico, antiguo eslavo) en las que se difundía la nue­va fe. En algunas de estas lenguas, co­mo el gótico, el armenio o el antiguo eslavo, la traducción de la Biblia cons­tituye el punto de partida para la cre­ación del alfabeto y se identifica con el comienzo de la literatura en dichas lenguas, signo una vez más del en­cuentro entre la historia del humanis­mo y la historia del texto bíblico y de la recepción de la Biblia.

La Vulgata, segunda traducción de la Biblia

La otra traducción de la Biblia con so­lera, de enorme importancia para el humanismo occidental, es la que, con el tiempo, se llamaría Vulgata. A dife­rencia de la Septuaginta, es ésta una traducción de un solo autor, Jerónimo, realizada en los últimos años del siglo IV y primeros del V (390-405). La traducción de Jerónimo, que a di­ferencia de la Vetus Latina tiene cali­dad estilística, se impondrá paulati­namente en Occidente y seguirá vi­gente a lo largo de la Edad Media hasta que a partir del siglo XVI se im­pusieron en el mundo protestante las traducciones vernáculas. En el ámbi­to católico seguirá vigente hasta me­diados del siglo XX.

Se puede afirmar que la sociedad de la Edad Media vivía y respiraba al rit­mo de la Vulgata. La Biblia latina im­pregnaba toda la vida cotidiana del ciudadano en la educación, la litur­gia, la cultura, el derecho, la literatu­ra, la política, el arte. La vida medie­val giraba en torno a las catedrales y las catedrales en torno a la Biblia: los pórticos, los capiteles de los claus­tros, las vidrieras, los manuscritos bí­blicos iluminados con miniaturas de indescriptible colorido. Las diversas ediciones de las Biblias historiadas y Biblias moralizadas; el curioso fenó­meno de las Biblia encadenadas , los grabados de Biblias en madera y me­tal, la Biblia Pauperum.

La Biblia latina fue durante la Edad Media la principal biblioteca de Occi­dente. En este aspecto los reinos de la España medieval no eran distintos del resto de Europa. Sin embargo, una serie de circunstancias históricas hacen que la transmisión de la Biblia en España tenga unas características singulares. Debido al aislamiento que produjeron los varios siglos de domi­nación árabe, la implantación de la Vulgata no se produjo hasta bien en­trado el siglo VII. Y existe una familia de códices españoles de la Biblia lati­na con el texto de la Vulgata, pero que conserva en los márgenes abun­dantes glosas con lecturas de la Vetus Latina, serie de traducciones a partir del griego anteriores a la de Jeróni­mo. El ejemplo más emblemático lo tenemos en el Codex Biblicus Legionen­sis (Biblia visigótico—mozárabe) fe­chado en el año 960 y perteneciente a la Real Colegiata de San Isidoro de León.

Por otro lado hay que señalar las flo­recientes comunidades judías o alja­mas en los reinos de Castilla, Aragón y Navarra. La presencia de judíos y conversos hacía que los cristianos estuviesen más atentos a la letra del texto cuando citaban la Biblia y que fueran conscientes de las diferencias entre las distintas tradiciones tex­tuales. Puede decirse que la Biblia unía a cristianos y judíos a la vez que los separaba. Compartían el mismo interés por un legado común, pero se distanciaban en la herme­néutica o interpretación de esos mis­mos textos.

El interés de gran parte de la alta no­bleza o de algunos reyes como Alfon­so X el Sabio (1252-84) y Juan II de Castilla (1406-53) por los textos bíbli­cos fue decisivo para el nacimiento en Castilla de un nuevo humanismo en torno a la Biblia. El influjo de los judíos españoles cristalizó en dos ma­nifestaciones de este fenómeno cultu­ral: a) la copia y transmisión cuidada de la Biblia hebrea que ha hecho pro­verbial la excelente calidad textual de los manuscritos españoles. Baste con mencionar entre los manuscritos ilu­minados de gran colorido la Biblia de Cervera (1300) y la Biblia de Kenni­cott (La Coruña, 1476), el manuscrito M1 de la Universidad Complutense o el G—II-8 de El Escorial, y b) las tem­pranas versiones de la Biblia a las lenguas vernáculas de la Península Ibérica, en especial al castellano, pero también al portugués, valenciano y catalán.


La mayoría de los manuscritos de las Biblias medievales romanceadas se encuentran en la Biblioteca de El Es­corial, gracias a la sensibilidad y el esfuerzo de su primer bibliotecario Benito Arias Montano. De esta enorme riqueza manuscrita voy a fijarme en aquella traducción al castellano de la que estamos mejor informados, la Biblia de Alba. Sólo llegó a imprimirse entre 1919-1922 por iniciativa de su propietario, el Duque de Alba. Pero fue traducida entre 1422 y 1430 y disponemos de una información privilegiada sobre el proceso de traducción gracias a la correspondencia entre el cliente o destinatario cristiano, el traductor, un rabino judío, y otros miembros de órdenes monásticas (franciscanos y dominicos) que supervisaron la traducción.

Tanto por el texto como por las notas y las 343 miniaturas es un testimonio único de la colaboración entre judíos y cristianos en torno a la Biblia y de la exégesis judía en la Edad Media. No hay en este período una Biblia com­parable a la de Alba. Los historiado­res la consideran un monumento a la tolerancia en el reinado de Juan II de Castilla. La traducción fue encargada por Luis de Guzmán, Gran Maestre de la Orden de Calatrava y amigo ín­timo de D. Alvaro de Luna, a Moses Arragel de Guadalajara, rabino de la judería de Maqueda, próxima a To­ledo, y bajo la supervisión de Fray Arias de Enzinas, superior del con­vento franciscano de Toledo. Someti­da a un escrutinio preliminar del dominico Juan de Zamora, de la Uni­versidad de Salamanca, pasó des­pués el del monasterio de los francis­canos de Toledo en una disputa pú­blica a la que asistieron teólogos y caballeros, judíos y musulmanes. A diferencia de otras Biblias romancea­das, contiene numerosas glosas y co­mentarios que circundan el texto bí­blico. El Gran Maestre de Calatrava quería conocer las glosas de los maes­tros judíos modernos que no figura­ban en la Postilla literalis super totam Bibliam (1322-1331) del franciscano normando Nicolás de Lyra.

En la Biblia de Alba confluyen por primera vez porciones enteras de exé­gesis judía sin apenas influjo del pen­samiento cristiano, con ilustraciones de artistas cristianos, pero dirigidos e inspirados por Moses Arragel. Éstas siguen unas veces modelos cristianos y otras modelos judíos (Dura Euro-pos, sinagogas y mosaicos bizantinos, manuscritos medievales de Hagga­dot, etc.), porque en la Castilla medie­val es muy difícil trazar una línea di­visoria entre Iglesia y Sinagoga.

Los primeros interesados en la pro­ducción de estas versiones eran los judíos, pues muchos vivían de ellas.

Pero también una minoría de cristia­nos cuya lealtad a la Iglesia estaba fuera de toda duda: clérigos ilustra­dos y la alta nobleza. Nada se vuelve a saber de esta Biblia hasta que en los archivos de la Inquisición aparece confiscada en 1622. En 1624 el inqui­sidor general la donó al Conde Du­que de Olivares, D. Gaspar de Guz­mán, como descendiente de la familia del Maestre de Calatrava, y en 1688 pasa a la Casa de Alba, unida por en­lace matrimonial a la Casa del Conde Duque.



El Humanismo: esplendor y crisis de la Vulgata

En una encuesta popular hecha por un periódico británico en 1999, se lle­gaba a la conclusión de que la perso­na que más había contribuido a la civilización en el segundo milenio había sido Johann Gutenberg (1400­1468), el inventor de la imprenta. Sin duda la imprenta revolucionó la cul­tura occidental y fue una pieza clave no sólo para la realización de los me­jores logros del Humanismo renacen­tista, sino también para la difusión de la Reforma. Pues bien, la Biblia latina, la Vulgata, tuvo el privilegio de ser el primer libro impreso entre 1453 y 1455, en la ciudad alemana de Mainz: se trata de la llamada Biblia de 42 lí­neas. Se imprimieron alrededor de 180 ejemplares, en dos volúmenes, de los que aún se conservan unos 50. Pe­ro a pesar de este puesto de honor reservado para la Vulgata, no tardarían en aparecer las primeras críticas a la traducción de Jerónimo de la mano de Lorenzo Valla y otros humanistas a finales del siglo XV. El programa re­nacentista de vuelta a las fuentes afectó no sólo a los autores clásicos, sino también a la Biblia. El compo­nente bíblico del Humanismo, que al­gunos relacionan exclusivamente con la antigüedad clásica, es muy impor­tante. La publicación del Nuevo Tes­tamento de Erasmo, con el título in­novador de Novum Instrumentum (Ba­silea, 1516), supuso una fuerte sacudida en Occidente, más que por el texto griego editado por la nueva traducción latina que acompañaba. Parecía que se tambaleaban los ci­mientos de la sociedad, puesto que en el texto de la Vulgata, que ahora se ponía en cuestión, se basaba la teolo­gía, la cultura, el derecho y la política del mundo medieval. La crisis de la Vulgata llevaba aparejada una crisis del pensamiento heredado.

La vuelta a las fuentes llevó al Rena­cimiento español a la cumbre del Hu­manismo con la publicación de las dos primeras Políglotas, la de Alcalá (1514-1517), promovida por el Carde­nal Jiménez de Cisneros, y la de Am­beres (1569-1573), dirigida por Benito Arias Montano. En ellas se vuelve a las lenguas originales, hebreo y ara-meo, para el Antiguo Testamento, griego para el Nuevo, como criterios de autenticidad. Pero Cisneros no se atreverá a suplantar la traducción de Jerónimo con una nueva tradución latina, como le proponía Nebrija, por razones doctrinales no filológicas. El uso secular de la Vulgata en la tradi­ción eclesiástica en cierto modo la ha­bía sacralizado. Cisneros la coloca en la columna central de la Políglota Complutense entre los textos hebreo y griego de Septuaginta, al igual que Cristo entre los dos ladrones, como dirá en el prólogo al lector, por ser la Vulgata símbolo de la Iglesia Romana la única que «se mantuvo siempre in­móvil en la verdad».

Pero la crisis de la Vulgata continua­rá y con la expansión de la Reforma la Biblia latina será pronto suplanta­da por las versiones vernáculas en los territorios protestantes de Alemania, Inglaterra y Francia. En el ámbito ca­tólico la Vulgata será sancionada y declarada auténtica en el Concilio de Trento (1546). La Reforma puso en marcha un programa de traducciones de la Biblia que contribuyó a consoli­dar el desarrollo de las lenguas ver­náculas. La Biblia de Lutero (Witten­berg, 1534) tiene un puesto de honor en la historia de la lengua y literatura alemanas, y las nuevas traduciones al inglés y al francés también ocupan un lugar preeminente en la historia de sus respectivas literaturas.

La historia de las traducciones de la Biblia al español está por escribir, a pesar de ser uno de los temas de es­tudio más fascinantes que imaginar se puede, en palabras del hispanista francés S. Berger. Debido primero a la expulsión de los judíos en 1492 y más tarde al enfrentamiento de la po­lítica española con la Reforma, resul­ta que las dos primeras traducciones al español de la Biblia son Biblias del exilio, la Biblia de Ferrara para la Bi­blia hebrea (Antiguo o Primer Testa­mento) publicada en 1553, y la Biblia del Oso (Basilea 1569) traducida por Casiodoro de Reyna y que incluye el Antiguo y el Nuevo Testamento. Pero el humanismo bíblico de nuestro si­glo de oro no sólo se manifiesta en las Políglotas y en las versiones al caste­llano, sino que engloba una exube­rante literatura exegética esparcida en los comentarios bíblicos de nues­tros clásicos de los siglos XVI y XVII.

El siglo XXI: una Biblia para el Humanismo

Paso por alto otro de los momentos más apasionantes para la historia del texto bíblico. La conmoción que acompañó en el siglo XIX al descubri­miento del Próximo Oriente y del mundo clásico por parte de las nacio­nes occidentales. La búsqueda de los orígenes de la humanidad a través de las expediciones arqueológicas al Pró­ximo Oriente y la recolección de ma­nuscritos antiguos en los siglos XIX y XX. En 1859, el mismo año que C. Darwin publicaba El origen de las especies, Konstantin von Tischendorf adquiría para la Biblioteca de San Pe­tersburgo por encargo del zar Alejan­dro II el Codex Sinaiticus del Monaste­rio de Santa Catalina, fundado por Justiniano en 530 junto al monte san­to del Sinaí. Desde entonces no han cesado los descubrimientos de ma­nuscritos y papiros bíblicos hasta los más recientes de Qumrán o los escri­tos gnósticos de Nag–Hammadi.

Estos hallazgos han puesto de relieve que también el texto bíblico ha estado sometido a cierta evolución, desde el pluralismo textual en los siglos que precedieron al cambio de era hasta la fijación consonántica y más tarde vo­cálica de unos textos canónicos y nor­mativos para el judaísmo y el cristia­nismo, e importantes también para la prehistoria del Islam.

Asimismo han puesto al descubierto que estos textos no se han transmitido en solitario, si­no que siempre han estado acompa­ñados de una literatura mucho más extensa que ha alimentado durante siglos las esperanzas y sueños de la humanidad: la literatura de los pue­blos del Antiguo Oriente con la que la Biblia está emparentada y la litera­tura pseudoepigráfica y parabíblica que creció con exuberancia a la som­bra de la Biblia.

Pero en toda esta larga travesía a lo largo de los siglos no se han encon­trado variantes significativas o falsifi­caciones deliberadas como para ha­cer tambalear la confianza del pueblo en la Biblia en su conjunto. Y junto a los manuscritos, las tablillas cuneifor­mes. En 1872 el asiriólogo británico George Smith daba a conocer un des­cubrimiento espectacular. Entre los documentos procedentes de la biblio­teca del palacio de los reyes asirios que se encontraban en el British Mu­seum identificó un poema en escritu­ra cuneiforme con una leyenda casi idéntica al relato dramático del dilu­vio en Génesis 6-9 y mucho más anti­gua que éste. Gracias en buena parte a la Biblia descubría Europa el Anti­guo Oriente Próximo. Es la época de los cuatro volúmenes del leonés Ra­miro Valbuena, Egipto y Asiria resuci­tados, Toledo, 1895-1901.


En el siglo II se preguntaba Tertulia­no Quid Athenis et Hierosolymis? Pues bien, pienso que desde que se tradujo la Biblia al griego en tiempos del rey Tolomeo II Filadelfo, Atenas forma parte de Jerusalén gracias a la traducción de la Biblia a la lengua común de entonces, el griego. La sociedad moderna occidental, religiosa o laica, no se puede entender sin la Biblia. En Alejandría comenzó el modelo del judaísmo moderno secular que incorpora los valores de Grecia y Occidente sobre todo a través de la Ilustración, la Haskalah. El declive imparable del conocimiento de las lenguas antiguas en las generaciones más jóvenes y la estrepitosa y ruinosa decadencia de la gran tradición cultural eclesiástica en las últimas décadas del siglo XX en el ámbito católico, sólo con el tiempo podrá ser compensada paradójicamente con la progresiva laicización y renacer de los estudios bíblicos en el ámbito académico. En la sociedad europea tan secularizada nunca ha sido la Biblia tan estudiada. Baste recordar la posición de la Biblia en los marcos académicos y planes de estudio de las universidades alemanas o del Reino Unido (Oxford, Cambridge, Londres, Manchester, Sheffield). Incluso la Francia laica desde comienzos del siglo XX se gloria ahora de haber introducido la Biblia en la Sorbona a través de La Bible d'Alexandrie, la traducción de la Biblia griega al francés dirigida por M. Harl.


La creciente secularización del siglo XX documenta más bien un crecimiento que una disminución del influjo de la Biblia como icono cultural y como fuente de una imparable pro­ducción literaria. La Sagrada Escritu­ra crece con sus lectores, dijo Grego­rio Magno. Si esto lo podía decir con acierto al final de la Antigüedad tar­día, hoy se hace más verdadero si ca­be. La Biblia sigue siendo el libro más copiado y más impreso, el libro más traducido (a más de 2.300 lenguas de las cerca de 6.500 que se estima que existen en el mundo) y el libro más estudiado. Han aumentado exponen­cialmente los lectores y sobre todo han aumentado las lecturas de la Bi­blia, y los nuevos métodos de acerca­miento a ella frente a las disciplinas clásicas de la exégesis.


Los estudios bíblicos en este nuevo renacimiento se han vuelto más pú­blicos y más plurales, y se abren paso una serie de métodos contemporá­neos de interpretación de la Biblia: lecturas postestructuralistas, semió­ticas, feministas, hermenéutica de la liberación, reader–response criticism, lecturas psicológicas y ecológicas, nuevo historicismo, lecturas postco­loniales. Una Biblia para el humanis­mo, santo y seña de nuestra cultura occidental, que sigue generando nue­vas interpretaciones, el arca de Noé que nos salva del naufragio cultural. El gran código articulado en torno al éxodo y el decálogo, la sabiduría de Israel, el profetismo y las parábolas del evangelio.


Casiodoro comparaba el estudio de la Biblia con la escala de Jacob que unía el cielo y la tierra (Gén 28,10-22), y Elie Wiesel, el Nobel judío, nos habla de los personajes bíblicos como men­sajeros de Dios y modelos perennes del ser humano en la incierta travesía de nuestra azarosa existencia. Topa­mos con personajes bíblicos que, co­mo Ulises o el Quijote, son paradig­mas de la condición humana: Adán o el misterio de los orígenes, Isaac el superviviente, Jacob luchando con el ángel o la superación del conflicto, Job nuestro contemporáneo. Como intuyó J. Daniélou al describir los santos paganos del Antiguo Testa­mento, hay en estos personajes algo de la religión cósmica, son como sacerdotes de una liturgia cósmica, una liturgia del mundo que es común a todos los hombres.


La Biblia tiene cada vez más eco en el mundo académico y los motivos lite­rarios presentes en ella (el éxodo y el viaje, la emigración, el bien y el mal, Caín y Abel o el primer genocidio, la amenaza apocalíptica) vuelven dis­frazados a la literatura, el arte o el ci­ne. Es la Biblia de todos los tiempos, como proclama el título de la serie francesa, que acompaña, y estoy se­guro que acompañará, a la historia de la humanidad. Y en este marco y más allá del influjo perenne de este libro sagrado dentro del Judaísmo y del Cristianismo, pienso que un nuevo humanismo está surgiendo en torno a la riqueza y esplendor literarios de este legado bíblico en el que tal vez se encuentren plasmadas las mejores páginas sobre la condición humana.









Mons. Angelo Amato comenta la Encíclica «Spes salvi»2


Alberto Bobbio


Es la segunda encíclica de una trilogía sobre las virtudes teologales», dice Monseñor Angelo Amato, secretario de la Congre­gación para la doctrina de la fe. Ha trabajado durante muchos años con el cardenal Joseph Ratzinger y ahora nos explica la segunda en­cíclica del Papa.


  • Excelencia, ¿podemos espe­rar una tercera encíclica sobre la fe?



«Así lo deja entrever el Papa. Estoy casi seguro de que completará el ciclo».



  • ¿En qué consiste la esperanza para Benedicto XVI?



«Es la redención y empieza en esta tierra. Lo dice ya al prin­cipio e inmediatamente pone un ejemplo, que todos entienden, el de Josefina Bakhita, santa, cano­nizada por Juan Pablo II el 1 de octubre del 2000, esclava, apa­leada, comprada y vendida cinco veces, hasta que termina en casa del cónsul italiano Legnani, quien la lleva a Italia y aquí encuentra la fe cristiana, otro «dueño», Dios, le ofrece el amor. La esperanza había nacido en ella y la había redimido».



  • ¿Se puede decir también que la esperanza es una persona, Je­sús?


«Sin duda. Jesús acompaña al hombre durante toda su vida. El Papa explica que el mensaje cris­tiano de la esperanza no es sólo una información, no es sólo la co­municación de cosas que hay que saber, sino que afirma que es "preformativa” algo que tienen que ver con una educación que produce hechos y cambia la vida».


- ¿Cómo lo explica?


«Mediante el ejemplo de las primeras comunidades cristianas. Vivían con un estilo fundado en la esperanza, habían logrado construir una comunidad nueva. No era nada fácil vivir en aquella época. Los pri­meros cristianos lo lograron porque sabían que su vida no terminaría en el vacío, sino que sería redimida».


- Y aquí cita a Espartaco y empieza el razonamiento sobre las así consideradas esperanzas "cortas", revolucionarias, que retomará hablando del mar­xismo...


«Espartaco había tratado de hacer la revolución y había fallado y el Papa aprovecha para observar que Jesús no es combatiente de la liberación, puesto que lo que guía a los cristianos no es la política, sino el amor, o sea, el encuentro con una esperanza más fuerte que to­dos los sufrimientos sociales».


Pero ¿tienen que comprome­terse con el mundo?


«Sin duda, sabiendo que lo hacen para tender hacia la vida eterna. Ratzinger no la cita, pero se refiere a la Carta a Diogneto, la que dice que los cristianos no son distintos de los demás pueblos, trabajan en el mundo, pero no son del mundo, y sin embargo son el alma del mundo».


  • Después de los primeros ca­pítulos, el Papa empieza a discutir de teología y filosofía política. ¿No es un poco difícil?



«La estructuración de la encí­clica está profundamente enrai­zada en la palabra de Dios y en el lenguaje bíblico, con un soporte hermenéutico bastante refinado. Sin duda, hay discusiones cultu­rales elaboradas, pero son indis­pensables para entender su razonamiento. Por tanto, quien en la comunidad posee más instrumen­tos culturales debe explicar a los demás lo que dice el Papa».


  • ¿Por qué hace referencia a la figura de Cristo como filósofo y como pastor?


«Porque así era representado por los primeros cristianos: con el libro en una mano y en la otra al bastón. Enseña cómo vivir rec­tamente y después acompaña al hombre. Y aquí hace la distinción entre la sustancia de la fe que abraza al hombre y lo acompaña hacia la eternidad y las otras sus­tancias, las materiales, útiles para la vida, pero que no la satisfacen. Ocuparse de las sustancias mate­riales no nos exime del testimonio de la esperanza más alta».


  • ¿Por este motivo discute las tesis que mantienen las esperan­zas «cortas»?


«Sí, no entiende retirarse, sino que va al descubierto y ofrece una valoración, obviamente crítica, de la Revolución francesa y de la Re­volución proletaria. Considera la de Marx y Engels un buen análisis de la situación social, pero a la vez denuncia el error fundamental en las situaciones propuestas y no al acaso cita también a Lenin. El re­sultado ha sido devastador: no se ha tenido en cuenta la libertad».



- Existe una crítica también de la ciencia...



«No a la ciencia, sino a la espe­ranza fundada en la ciencia y en el progreso, en la presunción de que esta sea el camino para la perfecta libertad. Él, por el contrario, como ha hecho muchas veces, explica qué razón y fe tienen necesidad la una de la otra».


  • ¿También con la razón, ade­más que con la fe, se puede en­tender el martirio?


«El martirio es un concepto que la razón puede iluminar, no se tra­ta de algo fideístico. Los mártires han soportado la privación de to­das las cosas, incluso del cuerpo, pero no de la sustancia de la fe. No es fundamentalismo religioso. Han sido matados porque no querían privarse del bien más precioso».



  • Benedicto XVI dice que la oración es importante para en­tender la esperanza. ¿Por qué?


«Es el modo para estar ancla­dos en las manos de Dios en el camino de la vida para mejorar al mundo. Pero en la encíclica es rechazada la idea de un cristianis­mo individualista, refugio en una dimensión de salvación privada. Pone de relieve, en una palabra, la importancia de la Iglesia como lugar donde aprender juntos a ca­minar en la esperanza. Y después ofrece una definición de escatolo­gía, o sea, de la doctrina sobre los destinos últimos de la humanidad, que va contra todo milenarismo, toda idea que frente al mal no es necesario hacer nada, sino espe­rar únicamente el reino de Dios. El Papa explica que la vida eterna implica un compromiso continuado de renovación del mundo. Y en esto invita a los cristianos a que hagan autocrítica. Dice, sin mucha palabrería, que el cristianismo mo­derno tiene que aprender siempre a comprenderse a sí mismo par­tiendo de las propias raíces».



El fracaso de las ideologías


La segunda encíclica de Benedicto XVI es un texto complejo que procede también a través de una apasionada confrontación con la cultura moderna. Pide a los cristianos «el coraje de la autocrítica», para «aprender nuevamente en qué consiste verdaderamente la espe­ranza». El Papa explica que las ideologías, desde la ilustración hasta el marxismo, han fracasado al intentar construir una nueva justicia humana y el ateísmo ha creado las peores «crueldades» e «injusticias». Reco­noce en Marx «agudeza» en el análisis social y «vigor de lenguaje y de pensamiento», pero critica su «error fundamental», el materialismo, y la traducción en «dictadura del proletariado» que ha hecho Lenin con la Revolución de octubre, la cual ha dejado tras de sí una «destrucción desoladora». Palabras severas ha reservado el Papa a la ciencia y a la «ambigüedad del progreso» que corren el riesgo de destruir a la hu­manidad y de llevar hasta el «abismo» del mal. Las páginas finales se ocupan de aquellos que en el catecismo son enseñados como los «noví­simos»: muerte, juicio, infierno y paraíso. Es una parte muy sugestiva, con trazados innovadores en su tratamiento. El Papa está convencido de que la cuestión decisiva en el Juicio final será la justicia: «Los malvados del banquete final no se sentarán a la mesa junto a las víctimas como si nada hubiese pasado». El Juicio, en fin, no será un «golpe de espon­ja». A propósito del purgatorio, el Papa dice que el encuentro con Dios quemará la «porquería» del alma, pero «la duración de esta quema no la podemos calcular con las medidas cronométricas de este mundo».




Jerusalén: de la amistad a la fraternidad3


Pedro José Gómez Serrano


Quisiera comenzar esta in­tervención agradeciendo since­ramente la invitación que me habéis hecho para compartir algunas ideas sobre la comuni­dad en estas Jornadas de Pas­toral Juvenil y Vocacional. Me llena de satisfacción esta lla­mada viniendo de personas que poseéis una profunda vi­vencia de esta realidad y más aún dada mi condición de se­glar, aunque no me extraña, dado que vivimos un momento en el que todos los sectores de la Iglesia –seglares, religiosos y religiosas, ministros ordena­dos y más o menos desorde­nados– nos damos cuenta de la necesidad que tenemos de apoyarnos, enriquecernos y complementarnos para alcan­zar una experiencia de la vida cristiana más integradora. Co­mo he señalado en otras oca­siones, yo mismo me encuen­tro muy agradecido por lo mu­cho que me habéis aportado los religiosos y religiosas en mi camino creyente y por la amis­tad que mantengo con muchos de vosotros y vosotras.


¿Qué se puede esperar de una intervención con un título tan poético como el que ha propuesto la organización –"Je­rusalén: de la amistad a la fra­ternidad"– en unas Jornadas como estas? A mi modo de verse me invita a poner de relieve la im­portancia de la comunidad para la cla­rificación y crecimiento de la vocación personal cristiana, especialmente cuando alguien se está planteando adoptar la Vida Religiosa como forma de existencia. Más aún, el título me anima a orientar prioritariamente la re­flexión en torno a la dimensión rela­ciona) y afectiva de la vida comunita­ria. Esta dimensión se encuentra hoy fuertemente revalorizada por la cultu­ra postmoderna, pero se suele vivir de forma un tanto paradójica: en ella se encuentran algunos de los momentos mas gozosos de la vida cristiana y, al mismo tiempo, bastantes de los más dolorosos.

Vaya por delante que la comuni­dad cristiana es una realidad que me fascina y sobre la que vuelvo a refle­xionar una y otra vez. El motivo no es sólo teórico sino, sobre todo, perso­nal. Desde hace más de 27 años for­mo parte de una muy pequeña comu­nidad seglar que se ubica en el barrio de Pan Bendito y que está compuesta hoy por 5 personas –históricamen­te hemos sido en torno a 8 ó 9– y en la que he descubierto y vivo mi vo­cación cristiana intensa­mente, a través de una aventura compartida que ha estado llena de satisfacciones y di­ficultades, pero nunca de aburrimien­to. Por lo demás, estoy completamen­te convencido de que el cristianismo –en un entorno de indiferencia religio­sa y de avasalladora influencia de la "religión" del bienestar y del consumo– sólo tendrá futuro allí donde florezcan núcleos comunitarios de cierta entidad. Con más razón pienso que, sólo en ellos, podrá madurar la vocación a la vida consagrada.



1. Algunas consideraciones iniciales


Hace ya unos años Jean Vanier escribía: "No hay nada mas bello que una comunidad donde se comienza a amar realmente y a tenerse confianza los unos a los otros: "Ved que dulzura, que delicia convivir los hermanos unidos. Es ungüento precioso en la cabeza... que baja por la barba de Aarón" (Sal, 133) Nunca he llegado a entender muy bien esta referencia a la barba de Aarón, sin duda porque nunca he tenido barba. Pero si el perfume que se desliza por una barba produce una sensación tan asombrosa como la vida en común, debe ser maravilloso." .


Pues bien, como yo sí tengo barba –y una dilatada vivencia comunitaria–puedo dar fe de que el salmista tiene razón, a pesar de que yo no posea mucha experiencia en materia de ungüentos.


Realmente es maravilloso estar con los hermanos. A pesar de que, muchas veces, sea también difícil y doloroso. Pero se trata, simplemente, de la ambivalencia intrínseca a las relaciones interpersonales. Con cierta ingenuidad señala el refrán popular que "el roce hace el cariño", olvidando que, también podemos afirmar, con el mismo grado de certeza, que "el roce hace ampollas". Y todavía no se ha inventado el camino que nos facilite la riqueza del encuentro con el otro evitándonos, al mismo tiempo, el coste de la alteridad. Cada persona somos radicalmente distintos, limitados y, en cierta medida, pecadores, por ello podemos aportarnos tanto y, al mismo tiempo, hacernos tanto daño mutuamente. Por eso el amor –la realidad más valiosa, gratificante y potenciadora para el ser humano– reclama, necesariamente, una ascesis, descentramiento y aprendizaje que requieren un serio esfuerzo.


Y, aunque en adelante, voy a referirme a la comunidad y a la fraternidad indistintamente, quisiera señalar, de entrada, que no son necesariamente lo mismo y que merece la pena ser muy conscientes de ello. Hace unos meses un amigo me comentó que su comunidad había tenido que romper­se para que sus miembros llegaran a descubrir la fraternidad. La exigente dinámica comunitaria se había con­vertido, poco a poco, en un espacio irrespirable por exceso de ideología y presión, en el que lo "política o espiri­tualmente correcto" se había super­puesto como un corsé ético y religio­so a la realidad de los procesos per­sonales y a la libertad de cada indivi­duo. El muy doloroso y decepcionan­te estallido de la comunidad había su­puesto también una liberación para sus miembros. Es en este sentido en el que la fraternidad había sido redes­cubierta.


En el ámbito religioso –y no sólo en él– hay siempre una relación dia­léctica entre la institución y el caris­ma. Lo primero es la intuición, el ca­risma, pero luego éste se intenta es­tructurar para que no se diluya de­pendiendo sólo del espontáneo entu­siasmo individual. Y, no pocas veces, ese necesario proceso puede acabar f osilizando el espíritu y la creatividad, de modo que lo que se creó como ayuda para vivir más intensamente se convierta en una dificultad. También en el ámbito de la relación de pareja se ha llegado a decir que "el matrimo­nio es la tumba del amor". Y es que cuando la boda introduce en la rela­ción la tentación de dar el amor del otro por supuesto, la de dejar de em­peñarse en conquistar y mimar al otro y la de pensar que lo que recibimos es un derecho, el fracaso del amor está garantizado. El matrimonio debería estar al servicio del amor de la pareja para garantizar su solidez, estimulan­do su desarrollo, y lo mismo cabe de­cir de la comunidad respecto al valor de la fraternidad. La comunidad exis­te para hacer posible una experiencia de fraternidad lo más amplia y profun­da posible.


Con todo, no esta­ría de más recordar que, en la vida cristia­na, lo peor está muy cerca de lo mejor: re­sulta muy fácil vestir de "austeridad" lo que no es sino "racane­ría"; denominar "co­rrección fraterna" a lo que no es sino aplicar a los hermanos el "ter­cer grado"; que el "compromiso por los demás" no sea sino una forma sutil de "narcisismo o fari­seísmo" autosuficiente; que la "evan­gelización" se convierta en "proselitis­mo"; que confundamos "ser sinceros" con "cantarle las cuarenta" a los her­manos, etc. Esta consideración resul­ta imprescindible cuando pensamos en la fraternidad. De ahí la necesidad de preservar siempre en ella el predo­minio del amor y la libertad sobre el de la leyó.


Por lo demás, tampoco conviene idealizar en exceso las cosas. La primera comunidad cristiana –la que formaron Jesús y sus primeros discípulos– que ha servido de referencia normativa para todas las que se han constituido después, tuvo todo tipo de problemas. A pesar de contar con un "catequista" y "animador" insuperable –el presenta unos resultados francamente decepcionantes: Pedro, el hombre de confianza del Maestro, no aceptó la necesidad de sufrir por causa del Reino y acabó siendo calificado por éste de "satanás" (Mt 16, 23); después de un catecumenado de entre uno y tres años en régimen de convivencia cotidiana, subiendo a Jerusalén un par de discípulos los continuaban discutiendo “quien era el m

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ayor" (Mc 9, 35); uno de los miem­bros del grupo le vendió por una mo­nedas (Mt 26, 15); se durmieron la no­che horrible en que Jesús sabía que le iban a prender (Mt, 26, 43); en ese mo­mento Pedro reaccionó con violencia en contra del mensaje que había oído una y otra vez (Jn 18, 10) y posterior­mente le negó (Lc 22, 54-62), sus com­pañeros salieron huyendo –uno en cueros vivos– (Mc 14, 50-52)...

En esa primera comunidad tuvo lu­gar un proceso que se ha repetido una y mil veces desde entonces: pri­meramente Jesús llama a distintas personas en sus circunstancias ca­suales y particulares a ser sus segui­dores; los llamados aprenden, poco a poco a compartir, a convivir, a entre­narse en los valores del Reino y a discernir los caminos por los que éste puede avanzar en nuestro mundo; comien­zan con gran entusias­mo pero, en algún mo­mento, la proyección idealista de llegar a ser un grupo perfecto en el que todos "fueron feli­ces y comieron perdi­ces" se trunca por la decepción mutua, la frustración de las respectivas expectativas y la traición, es decir, por el fracaso del amor; es en­tonces cuando unos abandonan tem­poral o definitivamente el grupo y otros –tras la crisis de realidad– vuel­ven a la comunidad desde las nuevas fuentes de la vocación: la acción del Espíritu, el agradecimiento y la humil­dad. Es aquí donde puede surgir una nueva opción comunitaria radical y fiel, arraigada, sobre todo, en la fuer­za de Dios. Esta es la experiencia que vivieron los primeros discípulos tras la resurrección de Jesús. Y es la misma que estamos llamados a reeditar.



2. Amistad y fraternidad: ¿amigas o enemigas?


El título de esta ponencia me produjo cierta intriga desde un primer momento, ya que parecía sugerir un itinerario que, naciendo de la amistad, tendría que culminar en la fraternidad. ¿Son lo mismo? ¿Tienen que ver la una con la otra? La cuestión tiene su miga, porque tan equivocado es asimilar los conceptos que circulan en nuestra cultura con los propios de la fe cristiana –por ejemplo, caridad y
solidaridad o progreso y salvación– como construir una teoría de
afirmaciones religiosas
que no tomen cuerpo en ninguna experiencia
humana concreta. Y hemos de reconocer honradamente que mu‑
chas veces cuando hablamos de comunión, salvación, celebración, etc. apelamos a unas realidades tan invisibles o tan en flagrante contradicción con lo que la gente vive, que no dejan de parecer falsas construcciones ideológicas. Personalmente creo que es legítimo decir que lo que afirmamos por la fe va más allá de lo que percibimos empíricamente sólo cuando la experiencia observable apunta, siquiera modestamente, en la direc­ción correcta. ¡Cuántas veces las pa­labras más sublimes –perdón, servi­cio, gratuidad, fraternidad– ocultan, precisamente, prácticas que van en sentido contrario!

A mi modo de ver, la amistad y la fraternidad no son lo mismo, pero tam­poco tiene sentido enfrentarlas radical­mente. Más bien entre ambas puede darse una relación dialéctica de com­plementariedad. Intentaré aclarar un poco más lo que quiero decir. Obvia­mente la amistad humana no coincide, sin más, con la fraternidad cristiana. La primera surge –libre y espontánea­mente– por afinidad afectiva, por sin­tonía de caracteres, por coincidencia de valores u otros motivos, dando lugar a un ti­po de relación íntima y solidaria de extraordina­rio valor que no puede ser forzada por la volun­tad o por la norma. La fraternidad cristiana sur­ge entre individuos distin­tos –incluso muy distin­tos– por el reconocimien­to expreso de una llama­da común y de la común paternidad de Dios. No soy yo el que elijo a mis hermanos o hermanas, sino Jesús el que me llama a compartir mi vida con ellos para con­continuar su misión en el mundo. En el seno de la fraternidad pueden darse, sin duda, grandes amistades, pero no necesariamente. La gracia de la comunidad cristiana consiste, precisamente, en que quienes no están unidos por los lazos de la sangre o de la amistad pueden tratarse como hermanos: es decir, con respeto, aprecio, comunicación y apoyo. Este es el signo que, según Tertuliano, podría asombrar al mundo: "Mirad como se aman"'.

En la práctica, tendría que darse una sana tensión entre amistad y fraternidad. De hecho, en el mismo evangelio podemos leer tanto "Ya no os llamo siervos sino amigos" (Jn 15, 15) –con lo que Jesús parece legitimar fuertemente el valor de la amistad–, como "si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?"(Lc 6. 32) –lo que sitúa el comportamiento que debería caracterizar a los cristianos en un terreno novedoso cargado de entrega, comprensión y gratuidad–. Pareciera como si Jesús, partiendo de las experiencias humanas más básicas, se encargara de hacer­las llegar mucho más lejos de su sig­nificado originario al introducir en ellas su lógica del Reino. Así puede enten­derse la afirmación de que "la madre y los hermanos" de Jesús son los que escuchan la Palabra de Dios y la po­nen por obra (Mc 3, 33-35) afirmación durísima que –interpretada fuera de contexto– podría hacernos pensar que Jesús fue con su madre y el resto de su familia un verdadero ingrato.

Los especialistas en la materia no tienen una posición unánime ante el tema que nos ocupa. Así, Dietrich Bonhoeffer señalaba con énfasis la distancia entre la amistad entre los piadosos y la verdadera fraternidad: "En adelante, debemos renunciar al turbio anhelo que nos empuja siempre a desear algo más. Desear algo más de lo que Cristo ha fundado en noso­tros no es desear la fraternidad cris­tiana, sino ir en busca de quién sabe qué experiencias extraordinarias que piensa que va a encontrar en la co­munidad cristiana y que no ha encon­trado en otra parte, introduciendo así en la comunidad el turbador fermento de los propios deseos. Es el más gra­ve de los peligros: la intoxicación in­terna provocada por la confusión en­tre fraternidad cristiana y un sueño de comunidad piadosa. Muchas comuni­dades cristianas han fracasado por haber vivido con una imagen quiméri­ca de comunidad"4.


Por su parte, el ya mencionado Je­an Vanier –otro maestro de la vida co­munitaria– consideraba también la amistad un peligro para ésta y lo ex­presó con gran contundencia: "Los dos grandes peligros de la comunidad son los "amigos" y los "enemigos". Muy rápidamente ocurre que "Dios los cría y ellos se juntan"; se desea estar al lado de quien nos gusta, de quien tiene nuestras propias ideas, la misma manera de concebir a vida, el mismo tipo de humor. Nos alimentamos el uno del otro, nos halagamos: "Tú eres maravilloso", "Tú también lo eres", "Somos maravillosos porque somos inteligentes, astutos..." Las amistades humanas pueden enseguida caer en un club de mediocridades donde se cierran unos en los otros..." 5.


Hay, sin embargo, quienes saben distinguir entre amistades de uno y otro género para valorarlas de modo distinto. Es el caso del conocido psi­cólogo italiano, Alessandro Manenti, cuando se refiere a las verdaderas y falsas amistades que pueden surgir en el seno de una comunidad religio­sa: "Una forma sumamente negativa de relacionarnos consiste en influir so­bre le vecino a base del chantaje. Así actuamos cuando damos a entender: sólo si haces lo que yo te diga seré amable contigo, de lo contrario... Men­saje Sin palabras, a veces incons­ciente pero tremendamente incisi­vo.(...). No toda amistad "que compla­ce" permite crecer hacia Cristo, porq ue puede limitarse a ser una mutua gratificación de necesidades que no cuadran con el seguimiento de Cristo. Más aún, mientras este inconsciente "contrato inconsistente" resulta inme­diatamente gratificante, la verdadera amistad puede conllevar sufrimiento y no gratificación inmediata"6.


También, en nuestro país, Carlos Domínguez plantea una posición ma­tizada y muy interesante a este res­pecto: "Estamos convocados a la fra­ternidad. A la amistad tan solo somos invitados. Invitados a un tipo de vin­culación que surge porque sí, en ra­zón de unas sintonías particulares que sólo en ocasiones se producen y que generan un modo de encuentro espe­cialmente afectivizado, en una comu­nicación más íntima y en un modo de compromiso que lo enlaza ya con la fraternidad. En la vida consagrada los vínculos de amistad no tienen, pues, que coincidir con los de la comunidad, ni siquiera con los de la fraternidad más amplia del propio carisma (lo que no impediría interrogarse sobre lo que ocurre cuando ese tipo de vinculación no llega a darse en esos ámbitos). La amistad circula por canales libres que recorren el dentro y el fuera de la vi­da consagrada como el dentro y fue­ra del propio sexo o del otro. Y toda comunidad debería mostrar un grado de madurez suficiente como para aco­ger sin problemas ese tipo de vincula­ción entre alguno de sus miembros, con tal de que ese lazo especial no atente contra los de la fraternidad a los que todos están convocados del mismo modo"7


Mi propia experiencia de comunidad me ha convencido de que hay que intentar ir permanentemente de la una a la otra. No sólo para ir de la amistad a la fraternidad, sino de ésta hacia la primera cuando las circunstancias hagan fluir la relación en ese sentido. Resulta evidente que no se puede forzar la psicología y la afectividad de las personas hasta el punto de aspirar a que todos los miembros de una comunidad sean amigos íntimos pero, por otra parte, no se debería renunciar a que la fraternidad cristiana pueda generar unos vínculos afectivos y efectivos muy profundos. No vaya a ser que entre nosotros predominen los que aman a todo el mundo, pero son insoportables con los de al lado, o quienes quieren cambiar el mundo, pero son incapaces de soportar l

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a más mínima contrariedad cercana. A mi parecer, Jesús infunde un dina­mismo universal y antiexclusivista al amor, no a base de negar sus realiza­ciones más normales, sino ampliando permanentemente el ámbito de sus destinatarios. Así se entiende el trato extraordinariamente cariñoso de Je­sús con los pobres, los enfermos, los pecadores, las mujeres, los extranje­ros, etc. a quienes hace "miembros de su familia y de su círculo de amigos".







3. La fraternidad como valor evangélico


Profundicemos un poco más en la natura­leza de la amistad y de la fraternidad para sa­ber vivirlas con el estilo de Jesús. De entrada, podemos afirmar que hay un amplio espacio común entre ambas ex­periencias y que, de hecho, cada una de ellas puede ser una preparación muy ade­cuada para la otra. No es fácil que alguien pueda vivir con soltura las exigencias propias de la fraternidad cristiana si no ha te­nido la experiencia de comunicarse y compartir con otras personas desde pequeño. Hay, de hecho, una notable continuidad entre ambas: tanto en la amistad como en la fraternidad, cuan­do son auténticas, se producen un re­conocimiento y una aceptación mu­tuas además de establecerse lazos muy sólidos de cariño y afecto. Por otra parte, a ambos tipos de relación corresponde una comunicación fran­ca, el hábito de compartir parcelas di­versas de la vida y –especialmente en el caso de la amistad– la apertura de a intimidad.

En un plano más amplio, la prácti­ca de la ayuda mutua, la existencia de cierto grado de reciprocidad y el he­cho de saber y sentir que "cada uno puede contar con el otro" proporciona uno de los apoyos más valiosos y pla­centeros que tiene la vida humana. En la misma línea, hay facetas de estas relaciones que enriquecen indudablemente la vida de los "amigos y amigas" o de los "hermanos y hermanas", pero que implican también un esfuerzo y un compromiso personal por mantenerlas. Me refiero a aspectos como la profundidad y la sinceridad en la comunicación –en un entorno tendente a la evasión y la superficialidad–, la aceptación de la interdependencia–cuando hoy todo apunta hacia el individualismo autosu­ficiente– o la apertura a la confronta­ción, el contraste y la crítica –actitu­des que no tolera la sociedad narci­sista actual–. Y algo parecido pode­mos pensar de valores como los de la estabilidad, la permanencia y la fideli­dad, que tienen hoy en día una coti­zación tan cara en la Bolsa. No es fácil encontrar muchas personas que a la pregunta del salmista: "¿Quién pue­de hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo?" contesten con su propia vida: "el que no se retracta de lo que juró aun en daño propio" (Sal 14, 4). Sigue teniendo razón el libro del Eclesiástico: "El amigo fiel es refu­gio seguro; quien lo encuentra, en­cuentra un tesoro. Un amigo fiel no tiene precio, ni se puede pagar su va­lor" (Eclo 6, 14-15).


D ebemos, por otra parte, recono­cer y valorar los rasgos que otorgan una especificidad propia a la fraterni­dad cristiana. En primer lugar, su ca­rácter de regalo que precede a toda elección. José Luis Pérez Álvarez –uno de los iniciadores de las comu­nidades ADSIS– lo ha señalado con precisión en el título de uno de sus li­bros: "Dios me dio hermanos". En segundo lugar, su carácter propia­mente religioso. Dejemos, una vez más hablar a Bonhoeffer: "Es impor­tante adquirir conciencia desde el principio de que, en primer lugar, la fraternidad cristiana no es un ideal hu­mano sino una realidad dada por Dios y, en segundo lugar, que esta realidad es de orden espiritual y no de orden psíquico”8. Se tiene que producir, por otra parte, una intrínseca pluralidad en el seno de cualquier comunidad cristiana y una clara polarización hacia los últimos que no tiene por qué dar­se en las formas normales de amis­tad14. Los pobres –en cualquiera de sus modalidades– tendrían que ocu­par el primer lugar y recibir la máxima atención en toda fraternidad cristiana. Algo que debiera ser distintivo parti­cular de los cristianos. Según la más antigua tradición los pobres son Vica­rios de Cristo, título que, curiosamen­te hoy en día, se otorga más bien al Papal'.


Y, aunque nunca debiera negarse la dinámica de la reciprocidad en el ámbito de las relaciones interpersona­les, no es menos cierto que el tipo de amor que habría de practicarse entre los hermanos en la fe es el gratuito: el agape. De igual modo, es necesario recordar que la comunidad cristiana no está constituida, para proporcionar un espacio gratificante y cálido a sus miembros –algo que sí parece propio de la amistad–, sino para llevar a ca­bo una misión: acoger, significar y contribuir a realizar el reino de Dios. Por último, me gustaría señalar que la fraternidad se construye y reconstruye permanentemente de un modo indi­recto. El modo de ganar en comunión no consiste tanto en limar asperezas y ponerse de acuerdo entre los her­manos, sino en aproximarse cada uno de ellos cada vez más al Señor Jesús. Así como los radios de una rueda se encuentran cada vez más cercanos entre sí según se aproximan al eje de la misma, la comunidad gana en unidad en la misma medida en la que todos vuelven su mirada a Jesús y se esfuerzan en seguirle. Es el mismo Jesús el que sigue llamando, reuniendo y reconciliando a los miembros de su comunidad. O con las palabras del salmista: "Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles" (Sal 126).


Con todo, la vivencia concreta de la fraternidad no depende en exclusiva de la fe de los creyentes, sino que se encuentra profundamente condicionada por el marco cultural en el que se quiere realizar. A este respecto, parece claro que la cultura actual presenta luces y sombras respecto a este valor. Entre las luces podríamos señalar las siguientes. Por una parte, los jóvenes valoran de un modo extraordinario las relaciones interpersonales de carácter fuertemente afectivo, sean familiares, de amistad o de pareja, según indican de forma unánime los estudios sociológicos. Por otra parte, parece evidente que vivimos en un cli­ma cultural –denominado postmoder­no– que da mucho valor a todo lo que tenga que ver con lo emocional, sen­timental o expresivo. Se produce así un viraje respecto a épocas pasadas mucho más racionalistas. Las rela­ciones humanas constituyen el nece­sario contrapeso a la dureza que pre­domina en la vida social y laboral. Aportan cierto grado de estabilidad en un entorno caracterizado por el cam­bio, el riesgo y la incertidumbre. Los vínculos afectivos ayudan a sobrellevar la fragilidad y desorientación de los sujetos que, por otra parte, son conscientes de su originalidad y no desean ser tratados de un modo anónimo.


Al mismo tiempo, el presente clima cultural proyecta algunas sombras sobre la realización efectiva de la fraternidad. Sin pretender llevar a cabo una enumeración exhaustiva de las mismas, podemos subrayar algunas. Para empezar, existe un amplio consenso respecto a la debilidad, inconsistencia y menor nivel de madurez de los sujetos que son quienes tienen que establecer las relaciones interpersona­les que resultan –en par­te por ese motivo– más frágiles que en el pasa­do20. Por otra parte, a las nuevas generaciones suele faltarles cierto en­trenamiento en el com­partir a todos los niveles –cosas, ideas, sentimientos, proyectos–, algo que otras épocas de mayor penuria económica, menores oportunidades de entreteni­miento audiovisual y familias más nu­merosas, facilitaba. Se encuentra, además, muy extendida entre noso­tros la personalidad narcisista. Esto es, la que vive pendiente de los pro­pios deseos o necesidades y que con­sidera, en consecuencia, que el mun­do y sus habitantes existen para sa­tisfacerlas. Con este tipo de persona­lidades resulta muy difícil hacer co­munidad. El individualismo, por su parte, genera un tipo de solidaridad restringida en la que el círculo de los míos acaba cerrándose en torno a la unidad familiar y unos pocos íntimos, al tiempo que la absolutización de la libertad personal hace valorar como li­mitadores los vínculos sólidos y dura­deros. Sin duda el clima de suave he­donismo que nos embarga nos capa­cita muy poco para desarrollar ciertas cualidades imprescindibles en cual­quier proyecto fraterno: resistencia, perdón, fidelidad, paciencia, valentía, tolerancia a la frustración, adaptación, aceptación de los demás...

En definitiva, nos encontramos en un contexto en el que las personas –particularmente las más jóvenes– va­loran enormemente poder tener unas relaciones cálidas y enriquecedoras con los demás pero en el que, al mis­mo tiempo, no se encuentran particu­larmente capacitadas en el arte de compartir y, además, el clima social, dificulta las posibilidades de que las relaciones sean profundas. Los ciuda­danos de los países económicamente desarrollados no poseemos una bue­na inteligencia emocional y relaciona!. Más aún, cabe sospechar que el aumento del nivel de vida y el bienes­tar ha ido parejo con una atrofia de las habilidades comunicativas, afectivas y solidarias. Y el contexto en el que vi­vimos no proporciona precisamente le gimnasio más adecuado para entre­narnos en la fraternidad.



4. La fraternidad como espacio natural de crecimiento vocacional

¿Por qué la fraternidad ayuda a descubrir y alimentar la vocación cris­tiana adulta? ¿Cómo contribuye a es­ta tarea? Estas son las cuestiones a las que me gustaría dedicar unas bre­ves consideraciones. La pregunta vo­cacional por excelencia podría formu­larse así: ¿Hay Vida antes de la muer­te? Al fin y al cabo la vocación cristia­na pretende ofrecer a cada persona no sólo un mayor "nivel de vida" o di­versas "formas de supervivencia" o de "ir tirando", sino una "vida abundante" (Jn 10, 10) y una "alegría completa" (Jn 15, 11), aunque sea a través de una forma de existencia exigente, pa­radójica o poco convencional. En una época en la que bajo una capa de di­versión, entretenimiento y satisfacción se esconde mucha soledad, vacío, de­presión y escepticismo, son pocos los que consideran que la vida esté lla­mada a la plenitud y a la felicidad y, por eso, la mayoría se esmera en estrujarla todo lo posible.

Sin embargo, la convicción cristia­na básica es que Dios quiere que "to­dos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2, 4), esto es, que lleguen a su máxi­mo nivel de realización personal, so­cial y espiritual. Cuando alguien des­cubre un pequeño brote en el campo puede preguntarse: ¿qué planta resul­tará? Para dar una respuesta acerta­da tendrá que contar, necesariamente, con varios factores: la naturaleza de la planta inscrita en la semilla, el clima en el que se desarrollará y los cuida­dos que pueda recibir durante su cre­cimiento. No cabe duda de que –quie­nes somos creyentes– consideramos que Dios espera que cada ser huma­no alcance su máximo desarrollo des­de una clave predominantemente amorosa. Pero a nadie se le oculta la dificultad que presenta el actual entor­no social para descubrir una llamada de esta naturaleza, para acogerla y para corresponder a ella.


En consecuencia, hoy la comuni­dad cristiana proporciona el terreno, el abono, el riego y la poda que pueden hacer posible que cada ser humano llegue a ser el gran árbol para el que fue creado y no un pequeño bonsái –meramente decorativo– como la so­ciedad de consumo nos propone. Actualmente la vida cristiana y, en es­pecial, la vocación a la vida religiosa, constituyen formas de vida verdaderamente contraculturales. Sólo podrán desarrollarse, por tanto, en ese microclima abierto –no invernadero– que, cual oasis en el desierto, permita el desarrollo de esa planta exótica y fecunda que es la fe. En este sentido, la comunidad cristiana es el espacio adecuado para escuchar una invitación distinta a la de la cultura de la satisfacción y el bienestar; una Palabra diferente a la de los anuncios y los spots publicitarios que cada día intentan someternos a la lógica del disfrute; en definitiva una propuesta desconcertante que procede del mismo Jesús: la de las Bienaventuranzas.


Pero, ¿no estaremos hablando, en realidad, de un instrumento de manipulación y dominio? ¿No será la comunidad una fábrica de fundamentalismo o un espacio para ejercer una "comedura de coco"? Creo sinceramente que se puede afirmar lo contrario. Cuando desde los medios de comunicación de masas somos permanentemente domesticados –explícita y subliminalmente– para ser disciplinados trabajadores y consumidores compulsivos, el espacio humano creado por un grupo de creyentes puede ser, por el contrario, un ámbito de libertad y lucidez, de crítica social y de espe­ranza. Comparto plena­mente –y he citado in­numerables veces– las palabras de Erich Fromm para definir a la sociedad actual: "El hombre puede ser un esclavo sin cadenas, no se ha hecho más que trasladar las cade­nas del exterior al inte­rior del hombre. El apa­rato sugestionador de la sociedad lo atiborra de ideas y necesidades y estas cadenas son mucho más fuertes que las exteriores, porque éstas al menos el hombre las ve... Pero no se da cuenta de las cadenas interiores que arrastra creyendo ser libre. Puede tratar de romper las cadenas exteriores, pero cómo se librará de unas cadenas cuya existencia desconoce. Si la jaula es tan de oro y tan de goma que no nos damos cuenta de que estamos en la jaula, ¿cómo nos vamos a librar de ellas?"9. La fraternidad puede ser el lugar donde lograrlo.

A mi modo de ver son varias las formas a través de las cuales una co­munidad cristiana puede ser en este momento un espacio vocacional, sim­plemente con su funcionamiento nor­mal. Paso a enumerar las que me pa­recen más importantes:



  • Creando espacios de silencio para conocernos mejor en pro­fundidad a nosotros mismos y oír el "susurro de Dios" en el co­razón. Porque, el problema no es tanto que Dios ahora no ha­ble, cuanto que ruidos continuos y sonidos de altos decibelios nos impiden escucharle.

  • Enseñando a interpretar crítica­mente la realidad para captar, tanto su enorme belleza, como sus enormes contradicciones e injusticias. La comunidad puede educar virtudes poco cultivadas actualmente: la capacidad de contemplar, la de acoger el do­lor, la de aprender a soñar y es­perar...

  • Haciendo que la Palabra se diri­ja directamente al corazón de cada miembro del grupo evitan­do la tendencia general al "es­caqueo" ante cualquier interpe­lación personal, que tanto pre­domina entre nosotros. La capa­cidad de escuchar y responder en primera persona se alcanza mejor en el pequeño grupo.

  • Entrenando en la lucha por un mundo más justo y humano, a través de gestos proféticos y ac­ciones solidarias que puedan ir abriendo, poco a poco, el gusto por la entrega de la vida. En es­te sentido, el contacto con el do­lor y el gozo del servicio sólo se aprenden en la práctica.

  • Iniciando la experiencia aluci­nante de compartir la vida desde la fe con lo que tiene de apoyo, enriquecimiento, contraste, estí­mulo, etc. Lo cierto es que, a mi parecer, pocas realidades son más valiosas que la de poder abrir nuestra vida recíprocamen­te, para ayudarnos mutuamente a crecer.

  • Celebrando la presencia de Dios en nuestra historia personal, co­munitaria y colectiva. Bien cele­brados, es decir, llenos de au­tenticidad, vida, fe y expresivi­dad simbólica, los sacramentos son una ventana abierta al mis­terio que requiere, eso sí, de cierta iniciación teórico-práctica.

  • Realizando la inestimable tarea de espejo para cada hermano o hermana de comunidad ponien­do de relieve sus cualidades, sus defectos, sus límites, sus actitudes, sus valores... Esta in­terpelación personal –nada fácil de aceptar–, hecha con cariño, es uno de los principales regalos que podemos hacernos.

  • Proporcionando el sustrato de aceptación incondicional y pro­puesta utópica que son necesa­rios para que cualquier persona llegue a desarrollarse libre y cre­ativamente. Ambos ingredientes han de ofrecerse en amplias do­sis para evitar tanto el aburgue­samiento cómodo, como el idea­lismo exagerado.

Con todo, son muchas las comu­nidades que carecen de una verda­dera capacidad de estimulación vo­cacional o que, incluso, desarrollan comportamientos patológicos grave­mente perjudiciales para la salud. No es infrecuente que en ciertas comu­nidades hoy predominen la queja, el cansancio, el resentimiento, el espíritu cansino, el sentimiento de ser un “resto”, la añoranza de tiempos pasados, etc. En estos casos la falta de alegría generará un efecto repulsivo para cualquiera que se acerque a ellas. En otros casos, serán el pacto con la mediocridad, el an­quilosamiento, la inercia o la rutina los que denotarán una falta de utopía que difícilmente va a interesar a na­die que desee adoptar un género de vida consagrada. Algunas comunida­des manifiestan una preocupación enfermiza por las normas, las leyes, los estatutos, la programación o las actividades que merman mucho la pasión y el Espíritu de sus fundado­res. La falta de amor también carece de capacidad de convocatoria. Por último, no faltan comunidades donde se hipervalora al individuo, sus gus­tos, sus deseos, su comodidad y se percibe enseguida una falta de entre­ga que difícilmente puede hoy con­vocar a nadie, cuando hay tantas for­mas de instalarse en una vida con­fortable, fuera de los ámbitos de la vi­da religiosa. Ésta, como cualquier otra forma de existencia cristiana ra­dical, reclama hoy alegría, utopía, ca­riño y compromiso.

En el terreno práctico, las frater­nidades cristianas deberían intentar huir de dos extremos. De una parte, el de considerar que la comunidad existe para satisfacer las necesida­des, gustos y apetencias de los indi­viduos, eliminando todo lo que signi­fique exigir o confrontar a sus miembros con la dureza de la realidad y la provocación de la Palabra. De otra, insistir permanentemente en "lo que tenemos que hacer", "lo que debe­mos hacer", "lo religiosamente co­rrecto". En este caso, los individuos particulares y sus necesidades legíti­mas son sacrificados en aras de la comunidad y su misión. Y, si bien es cierto que la verdadera vocación cris­tiana nos hace salir de nosotros mis­mos y de nuestro pequeño círculo de intereses para abrirnos a las necesi­dades de todos los seres humanos, no es menos cierto que la vocación ha de realizarse sin negar nada de nuestra propia realidad concreta con sus posibilidades y límites. La comu­nidad nos ayuda –sin sustituirnos– a ser mejores cristianos y, cada uno, contribuimos, también a que cada co­munidad sea un signo e instrumento del Reino. En último término, ni la co­munidad debe estar al servicio de cualquier deseo de sus miembros, ni éstos son un mero instrumento del aparato comunitario. Ambos –indivi­duo y comunidad– existen para la realización del estilo de vida evangé­lico y la promoción de un mundo más humano. Y con este criterio deben ser evaluados para ver si constituyen espacios adecuados de crecimiento vocacional.



5. La labor específica de acompañamiento vocacional comunitario


Las consideraciones anteriores se referían a la labor de estímulo vocacional que cualquier grupo cristiano realiza globalmente por el mero hecho de existir, siempre que posea una mínima vitalidad evangélica. No obstante, resulta conveniente realizar también una función específica de acompañamiento a quienes buscan como orientar su vida como conforme al espíritu de Jesús. Existen numerosos estudios sobre esta acción pastoral y aquí sólo querría expresar algunas convicciones al respecto.


Como suele decir Jesús Sastre con cierto humor provocativo "a largo plazo todos hacemos lo que nos da la gana". Efectivamente, los seres humanos podemos hacer por deber o presión externa cosas de las que no estamos convencidos a base de esfuerzo y voluntad durante cierto tiempo, experimentando –por cierto– un desgaste y frustración considerables. Pero, al final, sólo mantendremos las opciones que se amoldan a nuestros valores y manera de ser. Lo que no implica tampoco –como parecen suponer hoy tantos jóvenes y adolescentes– que el mejor mo­do de acertar en la vida consista en hacer simplemente lo que más nos gusta o apetece a cada momento. De hecho, toda auténtica vocación –inclu­so en el sentido laico del término– im­plica renuncia, sacrificio, riesgo y es­fuerzo. Ser investigador o deportista, casarse o adoptar un estado de vida célibe, hacerse político o cooperante conlleva decisiones comprometidas y exigentes. Y elegir es, inevitablemente, renunciar. Algo que hoy cuesta aceptar cordialmente. Aunque, cuando la vocación es verdadera, la persona vive apasionada por lo bueno de su opción y no está añorando permanentemente lo que no eligió. La alabanza del levita que no recibe porción de la Tierra Prometida, sino el servicio litúrgico a Dios, expresa a la perfección esta convic­ción "El Señor es el lote de mi heren­cia y mi copa.; mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad" (Sal 15, 5-6).


Clarificar la propia vocación no consiste en amoldarnos forzadamente a ningún modelo o patrón previamen­te establecido, pero tampoco en de­jarnos arrastrar por los estímulos ex­ternos más llamativos o cómodos, si­no en tomar conscientemente la vida en las propias manos y -utilizando un lenguaje cinematográfico- encontrar nuestro "lugar en el mundo". A este propósito ha de orientarse el servicio de acompañamiento vocacional, y no a conducir a nadie a donde no quiere ir. Bien realizada, la tarea de confron­tar los sueños y deseos de una per­sona con su verdadera realidad y la llamada del Espíritu constituye un ser­vicio inestimable para construir la pro­pia identidad. El acompañante tiene que crear un espacio en el que pueda crecer el acompañado en libertad y donde el Evangelio pueda ser oído y escuchado del modo más transparen­te y verdadero posible.

Porque la vocación -desde una perspectiva evangélica- es radical­mente relacional. Los cristianos no adoptamos un programa de vida de corte ideológico, ético o político, sino que respondemos a una persona -Je­sús- que nos llama por nuestro nom­bre a ser amigos suyos y continuado­res de su causa. De ahí que la voca­ción cristiana nazca, crezca, madures, cambie, disminuya o cese en la misma medida en la que evoluciona la rela­ción con Jesús. Más aún, como ha se­ñalado desde siempre la teología, la vocación cris­tiana es siempre res­puesta agradecida a un enorme amor primero: el de Dios (1 Jn 4, 10). Por lo tanto, más que proyec­to independiente debería ser considerada escucha y acogida de una propo­sición que nos viene de fuera. De ahí la importancia que tiene que alguien nos ayude a escuchar a Dios a través de los cau­ces por los que Él se expresa: la na­turaleza, la historia, la belleza, el dolor, la interioridad, la esperanza, etc.

Algunas tentaciones específicas acompañan a las etapas propias del discernimiento vocacional: las proyec­ciones idealistas, la búsqueda narci­sista de una buena autoimagen, la jus­tificación de nuestros comportamientos y de nuestros intereses más egoístas, la búsqueda de refugios gratificantes, el perfeccionismo moral o religioso, el deseo de tener todo claro, la realiza­ción de las expectativas de los demás, etc. La tarea del acompañante consis­ten en devolver al acompañado a su verdad, ayudándole a escuchar las lla­madas a servir al mundo del modo más adecuado a sus posibilidades. No es verdadera la vocación que no res­ponde auténticamente a lo más hondo del corazón de una persona.


Precisamente, para ir alcanzado esa autenticidad el proceso de discernimiento ha de ser integrador: ha de tocar la cabeza, el corazón, las manos y las rodillas. Es decir, quien se plantea la posibilidad de adoptar la vida religiosa tiene necesidad de saber con claridad en qué consiste ese género de vida desde un punto de vista racional. El peligro radica aquí en pasarse de ideología. Por eso, el candidato o candidata también necesita haber probado y degustado en que consiste la vida consagrada para captar su sabor. No hay que negarse a reconocer que el placer y el gozo experimentado en una opción es un signo de discernimiento positivo. Dios nos quiere felices y, por consiguiente, no es más evangélico lo que más hace sufrir. Pero escuchar a las tripas y a las manos también es señal de sabiduría. Hemos de sentirnos capaces de poder vivir aquello a lo que nos creemos llamados a realizar, nos tiene que apetecer, tenemos que poseer las habilidades y destrezas mínimas para ello. Difícilmente será un buen médico aquel a quien la sangre le da miedo. Por último, toda vocación tiene un componente de riesgo y dificultad, que reclama la valentía de la fe y la confianza en el Dios que nos llama. "Quien quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga" (Mc 15, 21).

Los anteriores criterios de discernimiento pueden ser malinterpretados en dos sentidos. Por una parte, cuando se quieren aplicar mecánicamente como si la clarificación vocacional consistiera en resolver una ecuación matemática que proporciona un resultado exacto. Siempre habrá un componente de decisión libre y misteriosa en el descubrimiento de la propia vocación. Por otra parte, conviene no interpretarse este esquema de forma estática. Lo que uno debería plantearse, especialmente al inicio de un proceso de discernimiento, no es si "da la talla", sino si quiere y puede avanzar en el conocimiento, la experiencia, la capacitación y la opción hacia la vo­cación que sospecha que puede te­ner. Este camino precisa de un acom­pañamiento respetuoso, animoso y cordial.


A mi humilde parecer, la relación de acompañamiento tiene que integrar mucho de lo señalado sobre la amis­tad y la fraternidad. Sin la empatía, cercanía y afecto propios de la amis­tad resulta muy difícil abordar esta ta­rea, pero sin cierta distancia respe­tuosa hacia la libertad del otro y sin la orientación a los valores del Reino propios de la fraternidad, tampoco. Los acompañantes tienen que encon­trar el difícil equilibrio entre el respeto a la libertad de cada persona y el atre­vimiento para proponer opciones que pueden abrir un horizonte de realiza­ción muy novedoso. El psicólogo ar­gentino Jorge Bucay escribe: "hace poco empecé a definir el verdadero amor como la desinteresada tarea de crear espacio para que el otro sea quien es'24. Esta es una buena forma de expresar el primer polo de la rela­ción. Pero sin olvidar que tampoco po­demos olvidar el segundo: "Perdóna­me por ir buscándote/ tan torpemente, dentro/ de ti./ Perdóname el dolor, al­guna vez./ Es que quiero sacar/ de ti tu mejor tú"25 diría Pedro Salinas. Es­te es el objetivo: "sacar de ti tu mejor tú", algo que ocurre en respuesta al Tú radical que es Dios.

Una última observación refe­rida a la problemática actual de la Vida Religiosa en cuanto es­pacio vocacional. Vistas desde fuera, muchas comunidades reli­giosas presentan algunas debili­dades que convendría afrontar con seriedad, como son las urgencias derivadas de la escasez de vocacio­nes que conducen a admitir a cual­quiera, a "lavar el cerebro" con exce­so de doctrina, a practicar procesos formativos aislados del entorno socio­cultural (a veces también de la reali­dad promedio de la propia congrega­ción), a mimar a los candidatos en ex­ceso, a precipitar sus decisiones, a sobrecargarles de trabajo, a proyectar en ellos el futuro de la institución, etc. También son preocupantes los climas asfixiantes para los jóvenes aspiran­tes por el excesivo influ­jo del pasado: edad me­dia muy avanzada de to­dos los miembros de las comunidades, tradicio­nes inflexibles, normas rígidas, excesivo peso de las obras heredadas...

En cuanto a las ame­nazas identifico dos muy preocupantes. La primera se refiere al desajuste cultural entre los modelos de vida reli­giosa y los que predominan en nuestro entorno. Muchos religiosos y religiosas no saben expresar naturalmente su condición y oscilan entre la clandestini­dad y el confesionalismo. La pregunta clave a plantearse en este terreno se­ría la siguiente: ¿en que debemos ser iguales y en qué diferentes? Porque no hay que confundir el carácter alternati­vo de la vida cristiana con la instalación en el anacronismo. La segunda, se re­fiere a la tentación del deseo de pro­tección respecto al entorno cultural que lleva necesariamente al ghetto, al mie­do a la crítica y a la falta de libertad. Esta reacción conservadora que está "produciendo vocaciones" a ciertas congregaciones se pagará, a mi pare­cer, con una enorme incapacidad para evangelizar a nuestros contemporáneos normales.

Existen, naturalmente, fortalezas detectables en la Vida Religiosa ac‑
tual. A mi modo de ver, la intensidad de la vivencia comunitaria en tiempo,
espacio y calidad ofrece un campo privilegiado para efectuar un adecuado
discernimiento vocacional. Otras experiencias de fraternidades laicales resultan mucho más limitadas en los tiempos disponibles para el encuentro y la comunicación. Y lo mismo cabe decir de los medios disponibles para realizar ese proceso: personas dedicadas y particularmente carismáticas y competentes, metodologías especializadas (escucha, acompañamiento, ejercicios espirituales, retiros), mate­riales de todo tipo, cursillos, experien­cias de acción e inserción.... Ya qui­sieran muchos grupos y comunidades seglares disponer de estos recursos para la formación de sus miembros.

Por último, no faltan tampoco las oportunidades, aunque sean menores que las de tiempos pasados. Yo doy mucha importancia a la eliminación de los incentivos vocacionales poco au­ténticos que existieron en el pasado y que han purificado mucho las motiva­ciones de quienes se plantean hoy ser religiosos o religiosas26. A ello hay que sumar, naturalmente, la existencia de personas que, a pesar de todo, quie­ren vivir a fondo la vida y no solo ir ti­rando en ella, atrapadas en el círculo fatal del trabajo y el consumo. Perso­nas que buscan un sentido más pro­fundo a sus vidas y que desean que estas contribuyan positivamente a la mejora de nuestra sociedad y del con­junto del planeta. No son muchas, pe­ro existen, y empiezan a multiplicarse entre personas jóvenes adultas que se han hartado de ir de un lado a otro sintiendo que la vida se les va sin que haya merecido la pena mucho de lo que han hecho con ella.




  1. Conclusión


Un conocido cuento de Anthony de Mello –la fuente de las vocaciones– rescata de manera muy hermo­sa la importancia de la fraternidad en el contexto de la pastoral juvenil vo­cacional:

"El gurú, que se hallaba meditan­do en su cueva del Himalaya, abrió los ojos y descubrió, sentado frente a él, a un inesperado visitante: el abad de un célebre monasterio.


¿Qué deseas?, le preguntó el gurú.


El abad le contó una triste histo­ria. En otro tiempo, su monasterio había sido famoso en todo el mundo occidental, sus celdas estaban lle­nas de jóvenes novicios, y en su iglesia resonaba el armonioso canto de sus monjes. Pero habían llegado malos tiempos: la gente ya no acu­día al monasterio a alimentar su es­píritu; la avalancha de jóvenes can­didatos había cesado y la iglesia se hallaba silenciosa. Sólo quedaban unos pocos monjes que cumplían triste y rutinariamente sus obligacio­nes. Lo que el abad quería saber era lo siguiente:


"¿Hemos cometido algún pecado para que el monasterio se vea en es­ta situación?"


"Sí", respondió el gurú, "un peca­do de ignorancia".


"Y qué pecado puede ser ese?"


"Uno de vosotros es el Mesías disfrazado y vosotros no lo sabéis".


Y, dicho esto, el gurú cerró sus ojos y volvió a su meditación.

Durante el penoso viaje de regre­so a su monasterio, el abad sentía co­mo su corazón se desbocaba al pen­sar que el Mesías, ¡el mismísimo Me­sías!, había visitado su monasterio. ¿Cómo no había sido él capaz de re­conocerlo? ¿Y quién podría ser? ¿Acaso el hermano cocinero? ¿El her­mano sacristán? ¿El hermano admi­nistrador? ¿O sería él, el hermano prior? ¡No, él, no! Por desgracia, él te­nía demasiados defectos...


Pero resulta que el gurú había ha­blado de un Mesías "disfrazado"... ¿No serían aquellos defectos parte de su disfraz? Bien mirado, todos en el monasterio tenían defectos... ¡Y uno de ellos tenía que ser el Mesías!


Cuando llegó al monasterio, reunió a los monjes y les contó lo que había averiguado. Los monjes se miraban incrédulos unos a otros:


¿El Mesías aquí? ¡Increíble! Cla­ro que, si estaba "disfrazado"... enton­ces, tal vez... ¿Podría ser Fulano...? ¿O Mengano, o...?



Una cosa parecía cierta: si el Me­sías estaba allí "disfrazado", no era probable que pudieran reconocerlo. De modo que comenzaron todos a tra­tarse con respeto y consideración. "Nunca se sabe", pensaba cada cual para sí cuando trataba con otro mon­je, "tal vez sea éste..."



El resultado fue que el monasterio recobró su antiguo ambiente de gozo desbordante. Pronto volvieron a acu­dir docenas de candidatos pidiendo ser admitidos en la Orden, y en la igle­sia volvió a escucharse el jubiloso canto de los monjes, radiantes de es­píritu de Amor"10.

Termino esta ya larga exposición recordando a León Felipe que ha sa­bido captar en toda su hondura que la fe es, simultáneamente, una aventura personal y comunitaria. Sus poemas –que no me canso de citar– sitúan perfectamente estas dos coordena­das irrenunciables de la vocación cristiana:

Voy con las riendas tensas

y refrenando el vuelo,

porque no es lo que importa llegar pronto ni solo,

sino llegar con todos y a tiempo.

Nadie fue ayer, ni va hoy, ni irá mañana hacia Dios,

por este mismo camino que yo voy.

Para cada hombre guarda

un rayo nuevo de luz el sol...

y un camino virgen

Dios11.

LEON FELIPE





CARTA DEL SANTO PADRE
 JUAN PABLO II 
A LOS ANCIANOS

1999
 




A mis hermanos y hermanas ancianos!

“ Aunque uno viva setenta años,
y el más robusto hasta ochenta,
la mayor parte son fatiga inútil
porque pasan aprisa y vuelan ”
(Sal 90 [89], 10)


1. Setenta eran muchos años en el tiempo en que el Salmista escribía estas palabras, y eran pocos los que los superaban; hoy, gracias a los progresos de la medicina y a la mejora de las condiciones sociales y económicas, en muchas regiones del mundo la vida se ha alargado notablemente. Sin embargo, sigue siendo verdad que los años pasan aprisa; el don de la vida, a pesar de la fatiga y el dolor, es demasiado bello y precioso para que nos cansemos de él.


He sentido el deseo, siendo yo también anciano, de ponerme en diálogo con vosotros. Lo hago, ante todo, dando gracias a Dios por los dones y las oportunidades que hasta hoy me ha concedido en abundancia. Al recordar las etapas de mi existencia, que se entremezcla con la historia de gran parte de este siglo, me vienen a la memoria los rostros de innumerables personas, algunas de ellas particularmente queridas: son recuerdos de hechos ordinarios y extraordinarios, de momentos alegres y de episodios marcados por el sufrimiento. Pero, por encima de todo, experimento la mano providente y misericordiosa de Dios Padre, el cual “ cuida del mejor modo todo lo que existe ” (1) y que “ si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha ” (1 Jn 5, 14). A Él me dirijo con el Salmista: “ Dios mío, me has instruido desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, ahora, en la vejez y las canas, no me abandones, Dios mío, hasta que describa tu brazo a la nueva generación, tus proezas y tus victorias excelsas ” (Sal 71[70], 17-18).


Mi pensamiento se dirige con afecto a todos vosotros, queridos ancianos de cualquier lengua o cultura. Os escribo esta carta en el año que la Organización de las Naciones Unidas, con buen criterio, ha querido dedicar a los ancianos para llamar la atención de toda la sociedad sobre la situación de quien, por el peso de la edad, debe afrontar frecuentemente muchos y difíciles problemas.


El Pontificio Consejo para los Laicos ha ofrecido ya valiosas pautas de reflexión sobre este tema.(2) Con la presente carta deseo solamente expresaros mi cercanía espiritual, con el estado de ánimo de quien, año tras año, siente crecer dentro de sí una comprensión cada vez más profunda de esta fase de la vida y, en consecuencia, se da cuenta de la necesidad de un contacto más inmediato con sus coetáneos, para tratar de las cosas que son experiencia común, poniéndolo todo bajo la mirada de Dios, el cual nos envuelve con su amor y nos sostiene y conduce con su providencia.


2. Queridos hermanos y hermanas: a nuestra edad resulta espontáneo recorrer de nuevo el pasado para intentar hacer una especie de balance. Esta mirada retrospectiva permite una valoración más serena y objetiva de las personas que hemos encontrado y de las situaciones vividas a lo largo del camino. El paso del tiempo difumina los rasgos de los acontecimientos y suaviza sus aspectos dolorosos. Por desgracia, en la existencia de cada uno hay sobradas cruces y tribulaciones. A veces se trata de problemas y sufrimientos que ponen a dura prueba la resistencia psicofísica y hasta conmocionan quizás la fe misma.


No obstante, la experiencia enseña que, con la gracia del Señor, los mismos sinsabores cotidianos contribuyen con frecuencia a la madurez de las personas, templando su carácter.


La reflexión que predomina, por encima de los episodios particulares, es la que se refiere al tiempo, el cual transcurre inexorable. “ El tiempo se escapa irremediablemente ”, sentenciaba ya el antiguo poeta latino.(3) El hombre está sumido en el tiempo: en él nace, vive y muere. Con el nacimiento se fija una fecha, la primera de su vida, y con su muerte otra, la última. Es el alfa y la omega, el comienzo y el final de su existencia terrena, como subraya la tradición cristiana al esculpir estas letras del alfabeto griego en las lápidas sepulcrales.


No obstante, aunque la existencia de cada uno de nosotros es limitada y frágil, nos consuela el pensamiento de que, por el alma espiritual, sobrevivimos incluso a la muerte. Además, la fe nos abre a una “ esperanza que no defrauda ” (cf. Rm 5, 5), indicándonos la perspectiva de la resurrección final. Por eso la Iglesia usa en la Vigilia pascual estas mismas letras con referencia a Cristo vivo, ayer, hoy y siempre: Él es “ principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad ”.(4) La existencia humana, aunque está sujeta al tiempo, es introducida por Cristo en el horizonte de la inmortalidad. Él “ se ha hecho hombre entre los hombres, para unir el principio con el fin, esto es, el hombre con Dios ”.(5)



Un siglo complejo hacia un futuro de esperanza



3. Al dirigirme a los ancianos, sé que hablo a personas y de personas que han realizado un largo recorrido (cf. Sb 4, 13). Hablo a los de mi edad; me resulta fácil, por tanto, buscar una analogía en mi experiencia personal.
Nuestra vida, queridos hermanos y hermanas, ha sido inscrita por la Providencia en este siglo XX, que ha recibido una compleja herencia del pasado y ha sido testigo de numerosos y extraordinarios acontecimientos.



Como tantas otras épocas de la historia, nuestro siglo ha conocido luces y sombras. No todo han sido penumbras. Hay muchos aspectos positivos que han sido el contrapeso de otros negativos o han surgido de éstos últimos, como una beneficiosa reacción de la conciencia colectiva. No obstante, es cierto —y sería tan injusto como peligroso olvidarlo— que se han producido daños inauditos, que han incidido en la vida de millones y millones de personas. Bastaría pensar en los conflictos surgidos en diversos continentes, debidos a contenciosos territoriales entre Estados o al odio entre diversas etnias. Tampoco se han de considerar menos graves las condiciones de pobreza extrema de amplios sectores sociales en el Sur del mundo, el vergonzoso fenómeno de la discriminación racial y la sistemática violación de los derechos humanos en muchos países.
Y, en fin, ¿qué decir de los grandes conflictos mundiales?


Sólo en la primera parte del siglo hubo dos, de una magnitud hasta entonces desconocida por las muertes y la destrucción ocasionadas. La primera guerra mundial segó la vida de millones de soldados y civiles, truncando la existencia de muchos seres humanos casi en la adolescencia o incluso en su niñez. Y, ¿qué decir de la segunda guerra mundial? Estalló tras pocos años de


una relativa paz en el mundo, especialmente en Europa, y fue más trágica que la anterior, con tremendas consecuencias para las naciones y los continentes. Fue guerra total, una inaudita explosión de odio que se abalanzó brutalmente también sobre la inerme población civil y destruyó generaciones enteras. Fue incalculable el tributo pagado en los diversos frentes al delirio bélico y terroríficos los estragos llevados a cabo en los campos de exterminio, auténticos Gólgotas de la época contemporánea.


Durante muchos años, en la segunda mitad del siglo, se ha vivido la pesadilla de la guerra fría, esto es, la confrontación entre los dos grandes bloques ideológicos contrapuestos, el Este y el Oeste, con una desenfrenada carrera de armamentos y la amenaza constante de una guerra atómica capaz de destruir la humanidad entera.(6) Gracias a Dios, esta página oscura se ha terminado con la caída en Europa de los regímenes totalitarios opresivos, como fruto de una lucha pacífica, que ha empuñado las armas de la verdad y la justicia.(7) Se ha comenzado así un arduo pero provechoso proceso de diálogo y reconciliación orientado a instaurar una convivencia más serena y solidaria entre los pueblos.


No obstante, demasiadas Naciones están todavía muy lejos de experimentar los beneficios de la paz y la libertad. En los últimos meses, el violento conflicto surgido en la región de los Balcanes, que ya en los años precedentes había sido teatro de una terrible guerra de carácter étnico, ha suscitado gran conmoción; se ha derramado más sangre, se han intensificado las destrucciones y se han alimentado nuevos odios. Ahora, cuando finalmente el fragor de las armas se ha apaciguado, se comienza a pensar en la reconstrucción en la perspectiva del nuevo milenio. Pero, mientras tanto, siguen propagándose también en otros continentes numerosos focos de guerra, a veces con masacres y violencias olvidadas demasiado pronto por las crónicas.



4. Aunque estos recuerdos y estas dolorosas situaciones actuales nos entristecen, no podemos olvidar que nuestro siglo ha visto surgir múltiples aspectos positivos, los cuales son, al mismo tiempo, motivos de esperanza para el tercer milenio. Así, se ha acrecentado —aunque entre tantas contradicciones, especialmente en lo que se refiere al respeto de la vida de cada ser humano— la conciencia de los derechos humanos universales, proclamados en declaraciones solemnes que comprometen a los pueblos.


Asimismo, se ha desarrollado el sentido del derecho de los pueblos al autogobierno, en el marco de relaciones nacionales e internacionales inspirados en la valoración de las identidades culturales y, al mismo tiempo, al respeto de las minorías. La caída de los sistemas totalitarios, como los del Este europeo, ha hecho percibir mejor y más universalmente el valor de la democracia y del libre mercado, aunque planteando el gran desafío de compaginar la libertad y la justicia social.


También se ha de considerar un gran don de Dios el que las religiones estén intentando, cada vez con mayor determinación, un diálogo que les permita ser un factor fundamental de paz y de unidad para el mundo.


Tampoco se ha de olvidar que aumenta en la conciencia común el debido reconocimiento a la dignidad de la mujer.


Indudablemente, queda aún mucho camino por andar, pero se ha trazado el rumbo a seguir. También es motivo de esperanza el auge de las comunicaciones que, favorecidas por la tecnología actual, permiten superar los límites tradicionales y hacernos sentir ciudadanos del mundo.


Otro campo importante en el que se ha madurado es la nueva sensibilidad ecológica, la cual merece ser alentada. También son factores de esperanza los grandes progresos de la medicina y de las ciencias aplicadas al bienestar del hombre.


Así pues, hay tantos motivos por los que debemos dar gracias a Dios. A pesar de todo, este final de siglo presenta grandes posibilidades de paz y de progreso. De las mismas pruebas por las que ha pasado nuestra generación surge una luz capaz de iluminar los años de nuestra vejez. Se confirma así un principio muy entrañable para la tradición cristiana: “ Las tribulaciones no sólo no destruyen la esperanza, sino que son su fundamento ”.(8)


Por tanto, mientras el siglo y el milenio están llegando a su ocaso y se vislumbra ya el alba de una nueva época para la humanidad, es importante que nos detengamos a meditar sobre la realidad del tiempo que pasa con rapidez, no para resignarnos a un destino inexorable, sino para valorar plenamente los años que nos quedan por vivir.




El otoño de la vida



5. ¿Qué es la vejez? A veces se habla de ella como del otoño de la vida —como ya decía Cicerón (9) —, por analogía con las estaciones del año y la sucesión de los ciclos de la naturaleza. Basta observar a lo largo del año los cambios de paisaje en la montaña y en la llanura, en los prados, los valles y los bosques, en los árboles y las plantas. Hay una gran semejanza entre los biorritmos del hombre y los ciclos de la naturaleza, de la cual él mismo forma parte.


Al mismo tiempo, sin embargo, el hombre se distingue de cualquier otra realidad que lo rodea porque es persona. Plasmado a imagen y semejanza de Dios, es un sujeto consciente y responsable. Aún así, también en su dimensión espiritual el hombre experimenta la sucesión de fases diversas, igualmente fugaces. A San Efrén el Sirio le gustaba comparar la vida con los dedos de una mano, bien para demostrar que los dedos no son más largos de un palmo, bien para indicar que cada etapa de la vida, al igual que cada dedo, tiene una característica peculiar, y “ los dedos representan los cinco peldaños sobre los que el hombre avanza ”.(10)


Por tanto, así como la infancia y la juventud son el periodo en el cual el ser humano está en formación, vive proyectado hacia el futuro y, tomando conciencia de sus capacidades, hilvana proyectos para la edad adulta, también la vejez tiene sus ventajas porque —como observa San Jerónimo—, atenuando el ímpetu de las pasiones, “ acrecienta la sabiduría, da consejos más maduros ”.(11) En cierto sentido, es la época privilegiada de aquella sabiduría que generalmente es fruto de la experiencia, porque “ el tiempo es un gran maestro ”.(12) Es bien conocida la oración del Salmista: “ Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato ” (Sal 90 [89], 12).



Los ancianos en la Sagrada Escritura



6. “ Juventud y pelo negro, vanidad ”, observa el Eclesiastés (11, 10). La Biblia no se recata en llamar la atención sobre la caducidad de la vida y del tiempo, que pasa inexorablemente, a veces con un realismo descarnado: “ ¡Vanidad de vanidades! [...] ¡vanidad de vanidades, todo vanidad! ” (Qo 1, 2). ¿Quién no conoce esta severa advertencia del antiguo Sabio? Nosotros los ancianos, especialmente nosotros, enseñados por la experiencia, lo entendemos muy bien.


No obstante este realismo desencantado, la Escritura conserva una visión muy positiva del valor de la vida. El hombre sigue siendo un ser creado “ a imagen de Dios ” (cf. Gn 1, 26) y cada edad tiene su belleza y sus tareas. Más aún, la palabra de Dios muestra una gran consideración por la edad avanzada, hasta el punto de que la longevidad es interpretada como un signo de la benevolencia divina (cf. Gn 11, 10-32). Con Abraham, del cual se subraya el privilegio de la ancianidad, dicha benevolencia se convierte en promesa: “ De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición.


Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra ” (Gn 12, 2-3). Junto a él está Sara, la mujer que vio envejecer su propio cuerpo pero que experimentó, en la limitación de la carne ya marchita, el poder de Dios, que suple la insuficiencia humana. Moisés es ya anciano cuando Dios le confía la misión de hacer salir de Egipto al pueblo elegido. Las grandes obras realizadas en favor de Israel por mandato del Señor no las lleva a cabo en su juventud, sino ya entrado en años. Entre otros ejemplos de ancianos, quisiera citar la figura de Tobías, el cual, con humildad y valentía, se compromete a observar la ley de Dios, a ayudar a los necesitados y a soportar con paciencia la ceguera hasta que experimenta la intervención finalmente sanadora del ángel de Dios (cf. Tb 3, 16-17); también la de Eleazar, cuyo martirio es un testimonio de singular generosidad y fortaleza (cf. 2 Mac 6, 18-31).


7. El Nuevo Testamento, inundado de la luz de Cristo, nos ofrece asimismo figuras elocuentes de ancianos. El Evangelio de Lucas comienza presentando una pareja de esposos “ de avanzada edad ” (1, 7), Isabel y Zacarías, los padres de Juan Bautista. A ellos se dirige la misericordia del Señor (cf. Lc 1, 5-25. 39-79); a Zacarías, ya anciano, se le anuncia el nacimiento de un hijo. Lo subraya él mismo: “ yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad ” (Lc 1, 18).


Durante la visita de María, su anciana prima Isabel, llena del Espíritu Santo, exclama: “ Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno ” (Lc 1, 42).


Al nacer Juan Bautista, Zacarías proclama el himno del Benedictus. He aquí una admirable pareja de ancianos, animada por un profundo espíritu de oración.

En el templo de Jerusalén, María y José, que habían llevado a Jesús para ofrecerlo al Señor o, mejor dicho, para rescatarlo como primogénito según la Ley, se encuentran con el anciano Simeón, que durante tanto tiempo había esperado la venida del Mesías. Tomando al niño en sus brazos, Simeón bendijo a Dios y entonó el Nunc dimitis: “ Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz... ” (Lc 2, 29).


Junto a él encontramos a Ana, una viuda de ochenta y cuatro años que frecuentaba asiduamente el Templo y que tuvo en aquella ocasión el gozo de ver a Jesús. Observa el Evangelista que se puso a alabar a Dios “ y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén ” (Lc 2, 38).


Anciano es Nicodemo, notable miembro del Sanedrín, que visita a Jesús por la noche para que no lo vean. El divino Maestro le revelará que el Hijo de Dios es Él, venido para salvar al mundo (cf. Jn 3, 1-21). Volvemos a encontrar a Nicodemo en el momento de la sepultura de Cristo, cuando, llevando una mezcla de mirra y áloe, supera el miedo y se manifiesta como discípulo del Crucificado (cf. Jn 19, 38-40). ¡Qué testimonios tan confortadores! Nos recuerdan cómo el Señor, en cualquier edad, pide a cada uno que aporte sus propios talentos. ¡El servicio al Evangelio no es una cuestión de edad!


Y, ¿qué podemos decir del anciano Pedro, llamado a dar testimonio de su fe con el martirio? Un día, Jesús le había dicho: “cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras ” (Jn 21, 18). Como Sucesor de Pedro, estas palabras me afectan muy directamente y me hacen sentir profundamente la necesidad de tender las manos hacia las de Cristo, obedeciendo su mandato: “ Sígueme ” (Jn 21, 19).


8. El Salmo 92 [91], como sintetizando los maravillosos testimonios de ancianos que encontramos en la Biblia, proclama: “ El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano; [...] En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso para proclamar que el Señor es justo ” (13, 15-16). El apóstol Pablo, haciéndose eco del Salmista, escribe en la carta a Tito: “ que los ancianos sean sobrios, dignos, sensatos, sanos en la fe, en la caridad, en la paciencia, en el sufrimiento; que las ancianas asimismo sean en su porte cual conviene a los santos [...]; para que enseñen a las jóvenes a ser amantes de sus maridos y de sus hijos ” (2, 2-5).


Así pues, a la luz de la enseñanza y según la terminología propia de la Biblia, la vejez se presenta como un “ tiempo favorable ” para la culminación de la existencia humana y forma parte del proyecto divino sobre cada hombre, como ese momento de la vida en el que todo confluye, permitiéndole de este modo comprender mejor el sentido de la vida y alcanzar la “ sabiduría del corazón ”.
“ La ancianidad venerable —advierte el libro de la Sabiduría— no es la de los muchos días ni se mide por el número de años; la verdadera canicie para el hombre es la prudencia, y la edad provecta, una vida inmaculada ” (4, 8-9). Es la etapa definitiva de la madurez humana y, a la vez, expresión de la bendición divina.




Depositarios de la memoria colectiva



9. En el pasado se tenía un gran respeto por los ancianos. A este propósito, el poeta latino Ovidio escribía: “ En un tiempo, había una gran reverencia por la cabeza canosa ”.(13) Siglos antes, el poeta griego Focílides amonestaba: “ Respeta el cabello blanco: ten con el anciano sabio la misma consideración que tienes con tu padre ”.(14)


Si nos detenemos a analizar la situación actual, constatamos cómo, en algunos pueblos, la ancianidad es tenida en gran estima y aprecio; en otros, sin embargo, lo es mucho menos a causa de una mentalidad que pone en primer término la utilidad inmediata y la productividad del hombre. A causa de esta actitud, la llamada tercera o cuarta edad es frecuentemente infravalorada, y los ancianos mismos se sienten inducidos a preguntarse si su existencia es todavía útil.


Se llega incluso a proponer con creciente insistencia la eutanasia como solución para las situaciones difíciles. Por desgracia, el concepto de eutanasia ha ido perdiendo en estos años para muchas personas aquellas connotaciones de horror que suscita naturalmente en quienes son sensibles al respeto de la vida. Ciertamente, puede suceder que, en casos de enfermedad grave, con dolores insoportables, las personas aquejadas sean tentadas por la desesperación, y que sus seres queridos, o los encargados de su cuidado, se sientan impulsados, movidos por una compasión malentendida, a considerar como razonable la solución de una “ muerte dulce ”. A este propósito, es preciso recordar que la ley moral consiente la renuncia al llamado “ensañamiento terapéutico ”, exigiendo sólo aquellas curas que son parte de una normal asistencia médica.
Pero eso es muy diverso de la eutanasia, entendida como provocación directa de la muerte. Más allá de las intenciones y de las circunstancias, la eutanasia sigue siendo un acto intrínsecamente malo, una violación de la ley divina, una ofensa a la dignidad de la persona humana.(15)


10. Es urgente recuperar una adecuada perspectiva desde la cual se ha de considerar la vida en su conjunto. Esta perspectiva es la eternidad, de la cual la vida es una preparación, significativa en cada una de sus fases. También la ancianidad tiene una misión que cumplir en el proceso de progresiva madurez del ser humano en camino hacia la eternidad. De esta madurez se beneficia el mismo grupo social del cual forma parte el anciano.


Los ancianos ayudan a ver los acontecimientos terrenos con más sabiduría, porque las vicisitudes de la vida los han hecho expertos y maduros. Ellos son depositarios de la memoria colectiva y, por eso, intérpretes privilegiados del conjunto de ideales y valores comunes que rigen y guían la convivencia social. Excluirlos es como rechazar el pasado, en el cual hunde sus raíces el presente, en nombre de una modernidad sin memoria. Los ancianos, gracias a su madura experiencia, están en condiciones de ofrecer a los jóvenes consejos y enseñanzas preciosas.


Desde esta perspectiva, los aspectos de la fragilidad humana, relacionados de un modo más visible con la ancianidad, son una llamada a la mutua dependencia y a la necesaria solidaridad que une a las generaciones entre sí, porque toda persona está necesitada de la otra y se enriquece con los dones y carismas de todos.


A este respecto son elocuentes las consideraciones de un poeta que aprecio, el cual escribe: “ No es eterno sólo el futuro, ¡no sólo!... Sí, también el pasado es la era de la eternidad: lo que ya ha sucedido, no volverá hoy como antes... Volverá, sin embargo, como Idea, no volverá como él mismo ”(16).


“ Honra a tu padre y a tu madre ”



11. ¿Por qué, entonces, no seguir tributando al anciano aquel respeto tan valorado en las sanas tradiciones de muchas culturas en todos los continentes? Para los pueblos del ámbito influenciado por la Biblia, la referencia ha sido, a través de los siglos, el mandamiento del Decálogo: “ Honra a tu padre y a tu madre ”, un deber, por lo demás, reconocido universalmente. De su plena y coherente aplicación no ha surgido solamente el amor de los hijos a los padres, sino que también se ha puesto de manifiesto el fuerte vínculo que existe entre las generaciones. Donde el precepto es reconocido y cumplido fielmente, los ancianos saben que no corren peligro de ser considerados un peso inútil y embarazoso.

El mandamiento enseña, además, a respetar a los que nos han precedido y todo el bien que han hecho: “ tu padre y tu madre ” indican el pasado, el vínculo entre una generación y otra, la condición que hace posible la existencia misma de un pueblo.


Según la doble redacción propuesta por la Biblia (cf. Ex 20, 2-17; Dt 5, 6-21), este mandato divino ocupa el primer puesto en la segunda Tabla, la que concierne a los deberes del ser humano hacia sí mismo y hacia la sociedad. Es el único al que se añade una promesa: “ Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar ” (Ex 20, 12; cf. Dt 5, 16).


12. “ Ponte en pie ante las canas y honra el rostro del anciano ” (Lv 19, 32). Honrar a los ancianos supone un triple deber hacia ellos: acogerlos, asistirlos y valorar sus cualidades. En muchos ambientes eso sucede casi espontáneamente, como por costumbre inveterada. En otros, especialmente en las Naciones desarrolladas, parece obligado un cambio de tendencia para
que los que avanzan en años puedan envejecer con dignidad, sin temor a quedar reducidos a personas que ya no cuenta nada.
Es preciso convencerse de que es propio de una civilización plenamente humana respetar y amar a los ancianos, porque ellos se sienten, a pesar del debilitamiento de las fuerzas, parte viva de la sociedad. Ya observaba Cicerón que “ el peso de la edad es más leve para el que se siente respetado y amado por los jóvenes ”.(17)


El espíritu humano, por lo demás, aún participando del envejecimiento del cuerpo, en un cierto sentido permanece siempre joven si vive orientado hacia lo eterno; esta perenne juventud se experimenta mejor cuando, al testimonio interior de la buena conciencia, se une el afecto atento y agradecido de las personas queridas. El hombre, entonces, como escribe San Gregorio Nacianceno, “ no envejecerá en el espíritu: aceptará la disolución del cuerpo como el momento establecido para la necesaria libertad. Dulcemente transmigrará hacia el más allá donde nadie es inmaduro o viejo, sino que todos son perfectos en la edad espiritual ”.(18)


Todos conocemos ejemplos elocuentes de ancianos con una sorprendente juventud y vigor de espíritu. Para quien los trata de cerca, son estímulo con sus palabras y consuelo con el ejemplo. Es de desear que la sociedad valore plenamente a los ancianos, que en algunas regiones del mundo —pienso en particular en África— son considerados justamente como “bibliotecas vivientes ” de sabiduría, custodios de un inestimable patrimonio de testimonios humanos y espirituales. Aunque es verdad que a nivel físico tienen generalmente necesidad de ayuda, también es verdad que, en su avanzada edad, pueden ofrecer apoyo a los jóvenes que en su recorrido se asoman al horizonte de la existencia para probar los distintos caminos.


Mientras hablo de los ancianos, no puedo dejar de dirigirme también a los jóvenes para invitarlos a estar a su lado. Os exhorto, queridos jóvenes, a hacerlo con amor y generosidad. Los ancianos pueden daros mucho más de cuanto podáis imaginar. En este sentido, el Libro del Eclesiástico dice: “ No desprecies lo que cuentan los viejos, que ellos también han aprendido de sus padres ” (8, 9); “ Acude a la reunión de los ancianos; ¿que hay un sabio?, júntate a él ” (6, 34); porque “ ¡qué bien parece la sabiduría en los viejos! ” (25, 5).


13. La comunidad cristiana puede recibir mucho de la serena presencia de quienes son de edad avanzada. Pienso, sobre todo, en la evangelización: su eficacia no depende principalmente de la eficiencia operativa. ¡En cuantas familias los nietos reciben de los abuelos la primera educación en la fe! Pero la aportación beneficiosa de los ancianos puede extenderse a otros muchos campos. El Espíritu actúa como y donde quiere, sirviéndose no pocas veces de medios humanos que cuentan poco a los ojos del mundo. ¡Cuántos encuentran comprensión y consuelo en las personas ancianas, solas o enfermas, pero capaces de infundir ánimo mediante el consejo afectuoso, la oración silenciosa, el testimonio del sufrimiento acogido con paciente abandono!


Precisamente cuando las energías disminuyen y se reducen las capacidades operativas, estos hermanos y hermanas nuestros son más valiosos en el designio misterioso de la Providencia.


También desde esta perspectiva, por tanto, además de la evidente exigencia psicológica del anciano mismo, el lugar más natural para vivir la condición de ancianidad es el ambiente en el que él se siente “ en casa ”, entre parientes, conocidos y amigos, y donde puede realizar todavía algún servicio. A medida que se prolonga la media de vida y crece del número de los ancianos, será cada vez más urgente promover esta cultura de una ancianidad acogida y valorada, no relegada al margen. El ideal sigue siendo la permanencia del anciano en la familia, con la garantía de eficaces ayudas sociales para las crecientes necesidades que conllevan la edad o la enfermedad. Sin embargo, hay situaciones en las que las mismas circunstancias aconsejan o imponen el ingreso en “ residencias de ancianos ”, para que el anciano pueda gozar de la compañía de otras personas y recibir una asistencia específica. Dichas instituciones son, por tanto, loables y la experiencia dice que pueden dar un precioso servicio, en la medida en que se inspiran en criterios no sólo de eficacia organizativa, sino también de una atención afectuosa. Todo es más fácil, en este sentido, si se establece una relación con cada uno de los ancianos residentes por parte de familiares, amigos y comunidades parroquiales, que los ayude a sentirse personas amadas y todavía útiles para la sociedad.


Sobre este particular, ¿cómo no recordar con admiración y gratitud a las Congregaciones religiosas y los grupos de voluntariado, que se dedican con especial cuidado precisamente a la asistencia de los ancianos, sobre todo de aquellos más pobres, abandonados o en dificultad?


Mis queridos ancianos, que os encontráis en precarias condiciones por la salud u otras circunstancias, me siento afectuosamente cercano a vosotros. Cuando Dios permite nuestro sufrimiento por la enfermedad, la soledad u otras razones relacionadas con la edad avanzada, nos da siempre la gracia y la fuerza para que nos unamos con más amor al sacrifico del Hijo y participemos con más intensidad en su proyecto salvífico. Dejémonos persuadir: ¡Él es Padre, un Padre rico de amor y misericordia! Pienso de modo especial en vosotros, viudos y viudas, que os habéis quedado solos en el último tramo de la vida; en vosotros, religiosos y religiosas ancianos, que por muchos años habéis servido fielmente a la causa del Reino de los cielos; en vosotros, queridos hermanos en el Sacerdocio y en el Episcopado, que por alcanzar los límites de edad habéis dejado la responsabilidad directa del ministerio pastoral. La Iglesia aún os necesita. Ella aprecia los servicios que podéis seguir prestando en múltiples campos de apostolado, cuenta con vuestra oración constante, espera vuestros consejos fruto de la experiencia, y se enriquece del testimonio evangélico que dais día tras día.




“ Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia ”
(Sal 15 [16], 11)



14. Es natural que, con el paso de los años, llegue a sernos familiar el pensamiento del “ ocaso de la vida ”. Nos lo recuerda, al menos, el simple hecho de que la lista de nuestros parientes, amigos y conocidos se va reduciendo: nos damos cuenta de ello en varias circunstancias, por ejemplo, cuando nos juntamos en reuniones de familia, encuentros con nuestros compañeros de la infancia, del colegio, de la universidad, del servicio militar, con nuestros compañeros del seminario... El límite entre la vida y la muerte recorre nuestras comunidades y se acerca a cada uno de nosotros inexorablemente. Si la vida es una peregrinación hacia la patria celestial, la ancianidad es el tiempo en el que más naturalmente se mira hacia umbral de la eternidad.


Sin embargo, también a nosotros, ancianos, nos cuesta resignarnos ante la perspectiva de este paso. En efecto, éste presenta, en la condición humana marcada por el pecado, una dimensión de oscuridad que necesariamente nos entristece y nos da miedo. En realidad, ¿cómo podría ser de otro modo? El hombre está hecho para la vida, mientras que la muerte —como la Escritura nos explica desde las primeras páginas (cf. Gn 2-3)— no estaba en el proyecto original de Dios, sino que ha entrado sutilmente a consecuencia del pecado, fruto de la “ envidia del diablo ” (Sb 2, 24). Se comprende entonces por qué, ante esta tenebrosa realidad, el hombre reacciona y se rebela.
Es significativo, en este sentido, que Jesús mismo, “ probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado ” (Hb 4, 15), haya tenido miedo ante la muerte: “ Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa ” (Mt 26, 39). Y ¿cómo olvidar sus lágrimas ante la tumba del amigo Lázaro, a pesar de que se disponía a resucitarlo (cf. Jn 11, 35)?


Aún cuando la muerte sea racionalmente comprensible bajo el aspecto biológico, no es posible vivirla como algo que nos resulta “ natural ”.


Contrasta con el instinto más profundo del hombre. A este propósito ha dicho el Concilio: “ Ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen. El hombre no sólo es atormentado por el dolor y la progresiva disolución del cuerpo, sino también, y aún más, por el temor de la extinción perpetua ”.(19)


Ciertamente, el dolor no tendría consuelo si la muerte fuera la destrucción total, el final de todo. Por eso, la muerte obliga al hombre a plantearse las preguntas radicales sobre el sentido mismo de la vida: ¿qué hay más allá del muro de sombra de la muerte? ¿Es ésta el fin definitivo de la vida o existe algo que la supera?


15. No faltan, en la cultura de la humanidad, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, respuestas reductivas, que limitan la vida a la que vivimos en esta tierra. Incluso en el Antiguo Testamento, algunas observaciones del Libro del Eclesiastés hacen pensar en la ancianidad como en un edificio en demolición y en la muerte como en su total y definitiva destrucción (cf. 12, 1-7). Pero, precisamente a la luz de estas respuestas pesimistas, adquiere mayor relieve la perspectiva llena de esperanza que se deriva del conjunto de la Revelación y especialmente del Evangelio: Dios “ no es un Dios de muertos, sino de vivos ” (Lc 20, 38). Como afirma el apóstol Pablo, el Dios que da vida a los muertos (cf. Rm 4, 17) dará la vida también a nuestros cuerpos mortales (cf. ibíd., 8, 11). Y Jesús dice de sí mismo: “ Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás ” (Jn 11, 25-26).


Cristo, habiendo cruzado los confines de la muerte, ha revelado la vida que hay más allá de este límite, en aquel “ territorio ” inexplorado por el hombre que es la eternidad. Él es el primer Testigo de la vida inmortal; en Él la esperanza humana se revela plena de inmortalidad. “ Aunque nos entristece la certeza de la muerte, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad ”.(20)


A estas palabras, que la Liturgia ofrece a los creyentes como consuelo en la hora de la despedida de una persona querida, sigue un anuncio de esperanza: “ Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo ”.(21) En Cristo, la muerte, realidad dramática y desconcertante, es rescatada y transformada, hasta presentarse como una “ hermana ” que nos conduce a los brazos del Padre.(22)


16. La fe ilumina así el misterio de la muerte e infunde serenidad en la vejez, no considerada y vivida ya como espera pasiva de un acontecimiento destructivo, sino como acercamiento prometedor a la meta de la plena madurez. Son años para vivir con un sentido de confiado abandono en las manos de Dios, Padre providente y misericordioso; un periodo que se ha de utilizar de modo creativo con vistas a profundizar en la vida espiritual, mediante la intensificación de la oración y el compromiso de una dedicación a los hermanos en la caridad.


Por eso son loables todas aquellas iniciativas sociales que permiten a los ancianos, ya el seguir cultivándose física, intelectualmente o en la vida de relación, ya el ser útiles, poniendo a disposición de los otros el propio tiempo, las propias capacidades y la propia experiencia. De este modo, se conserva y aumenta el gusto de la vida, don fundamental de Dios. Por otra parte, este gusto por la vida no contrarresta el deseo de eternidad, que madura en cuantos tienen una experiencia espiritual profunda, como bien nos enseña la vida de los Santos.


El Evangelio nos recuerda, a este propósito, las palabras del anciano Simeón, que se declara preparado para morir una vez que ha podido estrechar entre sus brazos al Mesías esperado: “ Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación ” (Lc 2, 29-30). El apóstol Pablo se debatía, apremiado por ambas partes, entre el deseo de seguir viviendo para anunciar el Evangelio y el anhelo de “ partir y estar con Cristo ” (Flp 1, 23). San Ignacio de Antioquía nos dice que, mientras iba gozoso a sufrir el martirio, oía en su interior la voz del Espíritu Santo, como “ agua ” viva que le brotaba de dentro y le susurraba la invitación: “ Ven al Padre ”.(23) Los ejemplos podrían continuar aún. En modo alguno ensombrecen el valor de la vida terrena, que es bella a pesar de las limitaciones y los sufrimientos, y ha de ser vivida hasta el final. Pero nos recuerdan que no es el valor último, de tal manera que, desde una perspectiva cristiana, el ocaso de la existencia terrena tiene los rasgos característicos de un “ paso ”, de un puente tendido desde la vida a la vida, entre la frágil e insegura alegría de esta tierra y la alegría plena que el Señor reserva a sus siervos fieles: “ ¡Entra en el gozo de tu Señor! ” (Mt 25, 21).




Un augurio de vida



17. Con este espíritu, mientras os deseo, queridos hermanos y hermanas ancianos, que viváis serenamente los años que el Señor haya dispuesto para cada uno, me resulta espontáneo compartir hasta el fondo con vosotros los sentimientos que me animan en este tramo de mi vida, después de más de veinte años de ministerio en la sede de Pedro, y a la espera del tercer milenio ya a las puertas. A pesar de las limitaciones que me han sobrevenido con la edad, conservo el gusto de la vida. Doy gracias al Señor por ello. Es hermoso poderse gastar hasta el final por la causa del Reino de Dios.


Al mismo tiempo, encuentro una gran paz al pensar en el momento en el que el Señor me llame: ¡de vida a vida! Por eso, a menudo me viene a los labios, sin asomo de tristeza alguna, una oración que el sacerdote recita después de la celebración eucarística: In hora mortis meae voca me, et iube me venire ad te; en la hora de mi muerte llámame, y mándame ir a ti. Es la oración de la esperanza cristiana, que nada quita a la alegría de la hora presente, sino que pone el futuro en manos de la divina bondad.


18. “ Iube me venire ad te!: éste es el anhelo más profundo del corazón humano, incluso para el que no es consciente de ello.


Concédenos, Señor de la vida, la gracia de tomar conciencia lúcida de ello y de saborear como un don, rico de ulteriores promesas, todos los momentos de nuestra vida.


Haz que acojamos con amor tu voluntad, poniéndonos cada día en tus manos misericordiosas.


Cuando venga el momento del “ paso ” definitivo, concédenos afrontarlo con ánimo sereno, sin pesadumbre por lo que dejemos. Porque al encontrarte a Ti, después de haberte buscado tanto, nos encontraremos con todo valor auténtico experimentado aquí en la tierra, junto a quienes nos han precedido en el signo de la fe y de la esperanza.


Y tú, María, Madre de la humanidad peregrina, ruega por nosotros “ ahora y en la hora de nuestra muerte ”. Manténnos siempre muy unidos a Jesús, tu Hijo amado y hermano nuestro, Señor de la vida y de la gloria.

¡Amén!

Vaticano, 1 de octubre de 1999.


(1) S. JUAN DAMASCENO, Exposición de la fe ortodoxa, 2, 29.


(2) Cf. La dignidad del anciano y su misión en la Iglesia y en el Mundo, Ciudad del Vaticano 1998.


(3) VIRGILIO, “ Fugit inreparabile tempus ”, Geórgicas, III, 284.


(4) Liturgia de la Vigilia Pascual.


(5) S. IRENEO DE LYON, Adversus haereses, 4, 20, 4.


(6) Cf. Carta enc. Centesimus annus, 18.


(7) Cf. ibíd., 23.


(8) S. JUAN CRISOSTOMO, Comentario a la Carta a los Romanos, 9, 2.


(9) Cf. Cato maior seu De senectute, 19, 70.


(10) Sobre “ Todo es vanidad y aflicción del espíritu ”, 5-6.


(11) “ Augest sapientiam, dat maturiora consilia ”, Commentaria in Amos, II, prol.


(12) CORNEILLE, Sertorius, a. II, sc. 4, b. 717.


(13) “ Magna fuit quondam capitis reverentia cani ”, Fastos, lib. V, v. 57.


(14) Sentencias, XLII.


(15) Cf. Carta enc. Evangelium vitae, 65.


(16) C. K. NORWID, Nie tylko przyslosc..., Post scriptum, I, vv. 1-4.


(17) “ Levior fit senectus, eorum qui a iuventute coluntur et diliguntur ”, Cato maior seu De senectute, 8, 26.


(18) Discurso al retorno del campo, 11.


(19) CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, 18.


(20) Misal Romano, Prefacio I de difuntos.


(21) Ibíd.


(22) Cf. S. FRANCISCO DE ASIS, Cántico de las criaturas.


(23) Carta a los Romanos, 7, 2.








La mediación: ¿una herramienta o un fin?12


Marina Caireta Sampere


RESUMEN


La mediación es una herramienta útil e interesante para la transformación de conflictos, siem­pre que se plantee como tal, como una herramienta y no como un fin. Antes de acudir a la me­diación debemos intentar resolver el conflicto las partes confrontadas, eso requiere habilidades, responsabilidad y consciencia de querer hacerlo. Para lograr esta actitud en las personas es ne­cesario construir una cultura positiva del conflicto, superar la perspectiva negativa que lo confunde con la violencia y entenderlo como oportunidad. Entendemos que esto significa crear una cultura de la «provención» y la negociación, pues sólo desde aquí las personas con conflicto serán capaces de buscar una mediación cuando la requieran. Que quede claro, la me­diación o es voluntaria o pierde toda legitimidad. En conclusión aquella persona que dispone de herramientas para transformar sus conflictos positivamente, seguramente tendrá las herra­mientas para mediar. Cuando todas las personas tengamos estas herramientas estaremos en una cultura de paz.


Palabras clave:


Medición, provención, cooperación, no violencia, responsabilidad.


ABSTRACT

Mediation is a useful and interesting tool for transforming conflicts, provided it is portrayed as such: as a tool, and not as an end. Before taking part in mediation we should try and resol­ve the conflict between the disputing parties, which requires skill, responsibility and willing­ness. To give people this attitude, it is necessary to build a positive culture of conflict, so as to overcome the negative idea which confuses it with violence and instead see it as an opportu­nity. We understand that this means creating a culture of «provention» and negotiation, sin­ce only then will the parties in conflict be able to seek mediation when they need it. Let us be quite clear: either mediation is voluntary or it loses all legitimacy. In conclusion, people who have the tools to transform their conflicts positively will surely have the tools to mediate. When we all have these tools, we will have achieved a culture of peace.

Key words:

M


ediation, «provention», coperation, no violence, responsability.


Mediación: (Del lat. mediado, -ónis). 1. f. Acción y efecto de mediar.

Mediar: 1. intr. Interceder o rogar por alguien. 3. intr. Interponerse entre dos o más que riñen o contienden, procurando reconciliarlos y unirlos en amistad.


Diccionario de la Real Academia Española

Al pedirnos un artículo sobre mediación mi primer pensamiento fue «no, nosotros no somos las personas adecuadas para eso, no somos especialmente partidarios de la mediación». Al expresar esta preocupación a los responsables de Documentación Social nos animaron a que justamente ese podía ser el inte­rés, así que, aquí os ofrecemos nuestras reflexiones esperando os sirvan tam­bién a vosotr@s.

Anticipando el contenido del artículo, debemos clarificar que, no es que es­temos en contra de la mediación como herramienta para transformar conflic­tos, sino de la moda de los últimos tiempos que plantea la mediación como LA herramienta de resolución de conflictos. De esta forma la mediación deja de ser un medio, un instrumento, para transformarse en un fin. Con este plantea­miento discrepamos profundamente.

Finalmente clarificar que en este artículo hablaremos de la mediación como herramienta para trabajar en conflictos personales (domésticos, labo­rales, empresariales, educativos, etc.), no nos referiremos a conflictos arma­dos.



1. Sobre la mediación como fin

Entendemos la mediación como aquella técnica en que dos partes o más involucradas en un conflicto, después de ensayar diferentes posibilidades, concluyen que no pueden resolverlo solas y deciden pedir a una tercera que les ayude en su proceso. Para que la mediación sea exitosa deben ocurrir dos cosas: que las necesidades contrapuestas se vean resueltas en lo más esencial y que la relación entre las partes salga reforzada.


La legitimidad de la mediación recae en que las partes confrontadas crean profundamente en ella, y por lo tanto, que crean en la transformación novio-lenta (1) de conflictos, pues si las partes no se implican profundamente en el pro­ceso, la mediación tiene muchas probabilidades de fracasar. La mediación es responsabilidad de las partes, no de la persona mediadora. Ésta, con sus re­cursos y voluntad, intenta ayudar a las partes en su proceso, pero no decide nada respecto al contenido. Para ello las partes deben conocer bien los meca­nismos de transformación de conflictos. Dicho de otra forma, las partes deben haber desarrollado habilidades y estrategias de transformación noviolenta de conflictos que les permita entender bien la mediación e introducirse en ella con una actitud y unas capacidades concretas.


Desgraciadamente en el contexto cultural en que estamos, el uso de estas actitudes y capacidades no está tan generalizada como querríamos pues la res­puesta violenta sigue siendo, para muchos, la respuesta natural y espontánea a los conflictos, particularmente en los hombres, aún responsables de la mayo­ría de cargos de poder. La cultura del patriarcado y la sociedad occidental, ex­tremadamente competitiva, conlleva este contexto.

Insisto, aquella persona que no supere esta visión de la transformación de conflictos, difícilmente podrá implicarse profundamente en un proceso de me­diación, es más, difícilmente estará dispuesta a ir a mediación, y si se ve obli­gada a hacerlo su actitud y habilidades la traicionarán. Desde nuestra pers­pectiva, la mediación nunca puede promoverse a través de la coacción, perde­ría su sentido y difícilmente llegaría a lograr sus objetivos.

En conclusión, antes de llegar a la mediación debemos respondernos a mu­chas preguntas: ¿Cómo entiendo el conflicto? ¿Qué necesito yo para sentirme cómodo para resolverlo? ¿Cómo me sitúo delante del otro con quien tengo el conflicto? ¿Qué estrategias puedo manejar? ¿Qué habilidades requiero desa­rrollar?



2. La perspectiva positiva del conflicto



Entendemos el conflicto como la contraposición de necesidades antagóni­cas entre dos o más partes. La percepción más generalizada es que el conflicto es algo negativo, así nos lo constata la definición del Diccionario de la Real Academia Española, documento significativo a la hora de consensuar signifi­cados:


«1. m. Combate, lucha, pelea. U. t. en sent. fig. 2. m. Enfrentamiento armado. 3. m. Apuro, situación desgraciada y de difícil salida. 4. m. Problema, cuestión, materia de discusión. 5. m. Psicol. Coexistencia de tendencias contradictorias en el individuo, capaces de generar angustia y trastornos neuróticos. 6. m. desus. Momento en que la batalla es más dura y violenta».

Aunque algunas de las definiciones las pueda compartir, en todas encuen­tro una connotación negativa, para mí innecesaria, que interpreto como la con­notación negativa que dan al conflicto los autores. Cuando más, directamen­te se interrelaciona conflicto con violencia.

El conflicto implica energía y tiempo, es duro y conlleva ratos desagrada­bles, pero en un mundo donde personas diversas convivimos juntas, el con­flicto —la discrepancia de necesidades— es inherente e ineludible. El dilema es qué hacemos con él. Podemos ver el vaso medio vacío y vivirlo de forma negativa y vinculada a la violencia. O podemos mirar el vaso medio lleno y buscarle la parte positiva. Entonces la encontramos: el conflicto —transforma­do de forma noviolenta— conlleva crecimiento personal y social. Sólo desde la confrontación con las dificultades avanzamos hacia modelos más evoluciona­dos, ésta es y ha sido la historia de la humanidad (así lo ilustran ejemplos como la lucha obrera, la feminista y muchas otras).

En definitiva, una primera actitud que necesitamos promover es tener una percepción positiva del conflicto. Es decir, necesitamos crear una cultura posi­tiva del conflicto.



3. Sobre la responsabilidad

Un conflicto se resuelve si, y sólo si, las partes deciden resolverlo y luchan para lograrlo (4). Para ello deben responsabilizarse no sólo del conflicto, sino del proceso para transformarlo, deben liderarlo y decidir en cada momento que estrategia y recursos quieren utilizar. Delegar esta responsabilidad no es via­ble, éste no es el papel ni de la mediación, ni de otros posibles intermediarios.

El principio de responsabilidad de las partes —o mejor aún, de correspon­sabilidad— es para nosotros fundamental a la hora de impulsar una estrategia de transformación noviolenta de conflictos.


4. Necesitamos prevenir

Podemos prevenir malentendidos, pero difícilmente conflictos. Como he­mos visto el conflicto es connatural a las personas, y una vez arranca tiene su dinámica propia, las personas podemos decidir si queremos o no influir en ella, pero no si hay o no conflicto. Por lo tanto querer prevenir los conflictos fá­cilmente nos conducirá al fracaso. Lo que sí es de gran ayuda es proveernos de las estrategias, herramientas y habilidades que nos permitan afrontar los con­flictos de forma positiva —que no fácil— cuando éstos aparezcan. Es decir, la provención es un trabajo a realizar previamente a que aparezcan conflictos, e in­cumbe a todas las personas y también al contexto que las acoge.

De cara a las personas, destacamos la importancia de desarrollar habilida­des comunicativas (entre otras que irán saliendo a lo largo del artículo). Si una persona no es capaz de hablar de forma respetuosa sin que la otra se sienta atacada, si no es capaz de escuchar activamente y hacer sentir a la otra escu­chada, difícilmente podrá dialogar. Sin diálogo no se podrá avanzar en el con­flicto de forma positiva y con equidad.

Respecto al contexto, es necesario garantizar un clima de acogida y con­fianza mutuas. Si no se crea un ambiente de conocimiento mutuo que permita superar la imagen que el otro sólo es aquello que me muestra en el conflicto y no una persona con múltiples pertinencias con la que puedo sintonizar —por lo menos en algunas de ellas—, y con la que comparto intereses. Si no se crea un ambiente de acogida donde las partes se sienten reconocidas desde lo que son. Si no se crea un marco de confianza mínimo donde cada parte demuestre poder ser confiable, difícilmente las partes podrán mostrar sus miedos, angus­tias y necesidades, condición sinequanon para poder avanzar, pues todas ellas están en la base de cualquier conflicto.

Es obvio que habilidades personales y contexto se retroalimentan, no pue­de ser de otra manera: crear habilidades favorece un contexto, al mismo tiem­po garantizar un contexto es una interesante herramienta educativa para des­arrollar habilidades por inmersión en un código cotidiano noviolento.


5. Aprender a cooperar


Entendemos la cooperación como aquella capacidad de luchar por mis in­tereses a la vez que preocuparme por la relación con el otro, aquella capacidad de reconocer al otro y ser sensible a sus intereses, sin renunciar a los míos en aquello que creo fundamental.


Si nos acogemos a la definición que nos ofrece el diccionario, cooperar es «Obrar juntamente con otro u otros para un mismo fin», y lo vinculamos a la trans­formación de conflictos, entiendo que tendría mucho que ver con modificar la pregunta «¿Cómo hago yo para resolver mi problema, aunque tenga que pasar por encima del otro?» —demasiado habitual en el día a día de muchos con­flictos— a «¿Cómo hacemos los dos de forma conjunta para resolver este pro­blema que compartimos?».


Para nosotros, desarrollar la capacidad de responder a esta pregunta va a ser fundamental. Entendemos que el conflicto lo componen las personas invo­lucradas, el proceso a través del cual se desarrolla, y el problema que lo gene­ra —la discrepancia de necesidades antagónicas—. La inmensa mayoría de personas tendemos a confundir la /s persona /s con quien tengo el conflicto con el problema, proyectando en el otro aquello que no quiero reconocer de mí, aquello de lo que no me quiero responsabilizar. Éste es un mecanismo psi­cológico muy humano que requiere trabajo a superar. Pero es imprescindible superarlo para poder transformar los conflictos de forma no violenta, pues ata­car a la persona en vez de resolver el problema nos lleva a la espiral de vio­lencia. Cuando nos planteamos resolver el problema sin atacar a la persona, fácilmente nos damos cuenta que cooperando con el otro, tenemos más infor­mación, recursos y oportunidades para solucionarlo. Obviamente ello conlleva ceder en algunos aspectos de lo que yo desearía, pero no en los esenciales.


En conclusión, para diferenciar los tres componentes del conflicto y para lograr una actitud cooperativa las personas nos debemos educar. Dicho de otra manera, entrenar una actitud cooperativa —junto con las otras habilidades vinculadas a la provención y al análisis— es importante y necesario.



6. Reconocer al otro


Partimos del principio de que toda persona es digna de aprecio y de reco­nocimiento. Eso suena bonito, pero no es nada fácil, las personas tenemos me­canismos de defensa que se activan en el momento en que nos sentimos ame­nazadas en nuestras necesidades. En un conflicto con otro/s poco conocido/s y con los que no tenemos confianza fácilmente aparecen miedos y recelos, en­tonces mi percepción del otro se distorsiona y lo veo mucho más peligroso, fuerte y distante de lo que realmente es, eso me lleva a reafirmarme en los es­tereotipos que de él pueda tener. Si el conflicto es entre grupos, debemos aña­dir el sentimiento grupal de favoritismo hacia mi grupo y culpabilización del otro. Todos estos mecanismos son los que me pueden llevar a identificar al otro como enemigo hasta poderle deshumanizar. En el momento que deshu­manizo al otro puedo usar la violencia contra él sin ningún remordimiento. Aquí perdemos todo contacto con la capacidad de resolver conflictos de forma noviolenta.


Dentro del marco de la provención, desarrollar habilidades de empatía y de reconocimiento del otro, en aquello de positivo que toda persona o grupo tie­ne, va a ser muy importante. Sólo desde sentir que me reconocen puedo des­arrollar la autoestima mínima imprescindible para poder confrontar los con­flictos. Sólo desde reconocer al otro podré mostrar una actitud cooperativa y confiable, superar estereotipos y crear un clima favorable para la resolución noviolenta del conflicto.



7. Desarrollar estrategias para la convivencia


En conclusión, una idea clave para nosotros es que cualquier estrategia, cualquier política que quiera promover la transformación noviolenta de conflic­tos, debe partir de la provención, debe apostar por que todas las personas ten­gan la oportunidad de desarrollar habilidades y estrategias que le faciliten res­ponsabilizarse de sus conflictos y abordarlos de forma noviolenta. En este con­texto, en un momento dado cualquier persona podría hacer de mediadora, pues todas tendrían desarrolladas las estrategias para ello.

Desde nuestra experiencia, con demasiada frecuencia hemos visto como proyectos que han decidido trabajar la convivencia empezando por la transformación noviolenta de conflictos desde la mediación han sido poco efectivos, cuando no un fracaso. Las causas fundamentalmente son que promover la me­diación implica escoger a un pequeño grupo para entrenarle como mediadores —a menudo personas que ya resaltan por sus habilidades conciliadoras— en vez de trabajar con todas las personas que deben convivir, con lo que quien más necesita desarrollar habilidades queda al margen de estos procesos —con lo que conlleva quedar al margen— y al desconocer la mediación no ve el in­terés de usar este servicio, no lo comprende ni confía en él. Al final, el servicio de mediación queda infrautilizado.



  1. La mediación, una buena herramienta


De todas formas, insistimos en que la mediación, bien utilizada, es una gran herramienta para la transformación de conflictos. La mediación permite, en el momento en que en las dos partes se saben bloqueadas —por dificulta­des de comunicación, incapacidad de cambiar posturas, falta de saber encon­trar nuevas soluciones, etc.—, puedan disponer de un recurso útil y eficaz. La mediación lucha para reestablecer unas condiciones de confianza y comunica­ción, para aportar la calma y serenidad necesarias, para que las dos partes puedan avanzar con la transformación de su conflicto a través de un proceso justo y equitativo.

La mediación requiere de algunas condiciones: las partes deben tener claro en que consiste la mediación y ser capaces de implicarse en ella con las herra­mientas mínimas imprescindibles —una actitud favorable y cooperativa, y unas capacidades comunicativas—, deben sentirse cómodas con la persona mediadora y saber que pueden esperar de ella, también deben disponer de un tiempo y espacio adecuados.

La neutralidad


Se habla a menudo de que la/s persona/s mediadora/s debe ser neutral. Creo que se debe ir con cuidado con esta idea, ninguna persona es neutral, to­das nos posicionamos de una manera concreta en un contexto dado, conscien­te o inconscientemente, condicionadas por nuestra forma de ver las cosas, nuestras experiencias previas, la percepción que tenemos del conflicto, etc. Me parece peligroso que alguien se crea neutral, pues presiento que se va a dejar llevar por aquella percepción más convincente o naturalizada, muchas veces vinculada a la parte con mayor poder.


Como escuché de Paco Cascón, creo que el mediador no debe (intentar) ser neutral, sino que debe posicionarse, y hacerlo de forma contundente, a favor del proceso. Es decir, debe tener muy claro los pasos y las condicio­nes necesarias para que se desarrolle el proceso deseado —justo y equitati­vo— y luchar, con rigor e insistencia, para garantizarlas. Eso puede conlle­var, por ejemplo, que si el poder está muy desequilibrado deba plantearlo a las partes y buscar como reequilibrarlo antes de poder avanzar en la me­diación.


  1. El proceso de mediación


De todo lo dicho hasta ahora se deduce que una mediación se puede dar en ámbitos y contextos muy diversos. Una mediación puede presentar una modalidad extremadamente formal conducida por una persona profesionali­zada en esas técnicas, o desarrollarse en un marco muy informal, entre amigos o familiares, entre otras opciones.



Tanto unas como otras mediaciones requieren garantizar algunas cosas, y la organización de un proceso pautado lo puede facilitar. Vamos a verlo si­guiendo la nomenclatura que describe JP Lederach, pues nos parece sencilla y llana, y por lo tanto facilitadora de la comprensión:

  • La entrada: para que la mediación tenga legitimidad es necesario que las partes en conflicto acepten no sólo la mediación, sino a la persona me­diadora y la propuesta de estrategia para abordarla. Para ello debe clari­ficar y consensuar con las partes qué pueden esperar de ella y las nor­mas que deberán respetar para el buen desarrollo del proceso.

  • Antes de empezar la mediación la persona que medie también deberá procurar recopilar toda la información posible sobre el conflicto.

  • Cuéntame: consiste en dejar a cada parte el espacio que necesite para que se explique. Explicarse significa expresar no sólo su percepción —cómo lo ve— sino también emociones y sentimientos. Si las emociones son intensas —cosa muy frecuente en un conflicto— deberemos dejar es­pacio a que se expresen para lograr avanzar en identificar el problema. Ello, a menudo, requiere que la persona navegue de forma poco ordena­da entre sus pensamientos y emociones y puede conllevar un tiempo. Ello también permite que la otra parte escuche la versión contraria, y que escuche el estado emocional del otro, cosa especialmente significati­va, pues facilita la empatía. Finalmente, permite a todas las partes reco­pilar información sobre el conflicto.

  • Ubicarnos: En esta fase, un poco más tranquilos, con más información y reconociendo cómo afecta a una y otra parte lo ocurrido, logramos estar dispuestos para avanzar en identificar aquello que debemos resolver, las necesidades que una y otra parte sienten amenazadas. Es importante re­alizar correctamente este diagnóstico, y no confundir posturas con nece­sidades, pues si no es así vamos a errar en las soluciones y no resolvere­mos el conflicto. Esta fase se caracteriza por superar el hablar desde la historia de una o de otra parte y construir una historia compartida.

  • Arreglar: Una vez identificadas las necesidades es necesario buscar la solución más adecuada y sólo imaginando múltiples soluciones será po­sible encontrar la más óptima para cada situación. Para ello es impor­tante tener flexibilidad, fluidez, originalidad y perseverancia, capacida­des vinculadas a la creatividad. En conclusión, saber generar espacios creativos a través de técnicas o habilidades personales será de gran ayuda.

  • El acuerdo: Lograr llegar a un acuerdo que satisfaga a todas las partes, al menos en aquello que consideren más substancial. Si no es así se de­berá retroceder en el proceso hasta donde haga falta. Para lograr el acuerdo será necesario analizar cada una de las propuestas de solución, y transformarlas todo lo que sea necesario hasta que se correspondan con los intereses de las partes y, si no es así, desestimarlas hasta encon­trar la que les convenza.

  • Es importante diferenciar la etapa de imaginar soluciones de la de deci­dirlas, pues si lanzamos propuestas al mismo tiempo que las valoramos la lista se verá muy reducida, se perderá fluidez y, muchas soluciones que uno pueda intuir que no le favorecerán, quedaran al margen sin ha­ber explorado sus posibilidades.

  • Verificación y evaluación de acuerdos: para que todas las partes com­prueben los avances en la transformación del conflicto.

11. Objetivo: construir una cultura de paz

Para terminar, aprovecho las palabras de V. Fisas sobre las características de la persona mediadora para insistir en que, al fin y al cabo, para desarrollar una cultura de paz necesitamos que todas las personas sean capaces de trans­formar sus conflictos de forma responsable y noviolenta —de forma pacífica—, ya sea a través del diálogo, la negociación o la mediación. En el momento en que todos seamos capaces de mediar, lo habremos logrado.

El mediador ha de ser siempre una persona que reúna una serie de cualidades y cum­pla unos requisitos propios al proceso de mediación: cuenta con la confianza de las par­tes, es imparcial, no representa a ninguna de ellas en particular, controla el proceso, es flexible, respeta la confidencialidad del proceso, suaviza los momentos de tensión, conce­de oportunidades a todas las partes, entiende sus necesidades, refuerza los aspectos po­sitivos de cada parte, es realista y procura que las partes también lo sean, valora y prac­tica la creatividad, es objetiva y paciente, ofrece recomendaciones cuando es preciso y sabe escuchar. Nótese, por tanto que nos estamos refiriendo a un conjunto de valores muy propios de la cultura de paz, y que configuran buena parte de Los mensajes que ha de transmitir la educación para la paz.13»


12. Bibliografía


BARBERO, A.; VIDAL, C.; BARBEITO, C., y SANTIAGO, I. (Deconstruir) la imagen del enemigo. Escola de Cultura de Pau UAB, 2005.

CASCÓN, P. Educar en y para el conflicto. UNESCO. FISAS, V. Cultura de paz y gestión de conflictos. Icaria, 1998.

FISHER, S. y otros. Trabajando con el conflicto. Habilidades y estrategias para la acción. CE­PADE, 2000.

LÓPEZ MARTÍNEZ, M. Enciclopedia de paz y conflictos. Ed. Universidad de Granada, 2004.

MOORE, C. El proceso de mediación. Ed. Granica, 1986.

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Índice general. Curso 2008/2009

Núms.: 72-80



Presentación


Necesidad de convocar (septiembre de 2008, nº 72, p. 1).


Pobreza evangélica (octubre de 2008, nº 73, p. 1).


Y brotará un retoño del tronco de Jesé (noviembre de 2008, nº 74, p.1).


Don Bosco sigue vivo entre nosotros (diciembre de 2008, nº 75, p. 1).


Demos una nueva oportunidad a la paz (enero de 2009, nº 76, p. 1).


Cuaresma: una invitación a volar un poco más alto (febrero de 2009, nº 77, p. 1).


Pascua: o el Sacramento de la alegría (marzo de 2009, nº 78, p. 1).


María, mujer creyente (abril de 2009, nº 79, p. 1).


Verano, tiempo de gracia (mayo de 2009, nº 80, p. 1).




Retiros


Miguel Ángel García Morcuende, “Necesidad de convocar” (septiembre de 2008, nº 72, 3-11).


Mariola Martínez, “Bebiendo de nuestro propio pozo” (octubre de 2008, nº 73, 3-12).


José Luis Guzón (comp), “Partir de Don Bosco” (noviembre de 2008, nª74, 3-5).


Artur Pereira, “Es urgente evangelizar” (diciembre de 2008, nº 75, 3-12).


José María Blanco, “Las nuevas fronteras del CG 26” (enero de 2009, nº 76, 3-13).


Bonifacio Fernández, “Ocho palabras para decir Cuaresma” (febrero de 2009, nº 77, 3-5).


Todos Uno, “Comunidad: don del Espíritu” (marzo de 2009, nº 78, 3-11).


Félix Moracho, “María de Nazaret, una mujer creyente” (abril de 2009, nº 79, 3-8).


Xavier, Serra, “Vivir la Eucaristía en tiempo de vacaciones” (mayo de 2009, nº 80, 3-6).




Formación


Esther Romero Truñó, “Comunicar la experiencia de fe con competencia personal” (septiembre de 2008, nº 72, 12-21.


Carles Marcel, “Las adicciones espirituales” (octubre de 2008, nº 73, 12-22).


Julio Lois Martínez, “Religiones y culturas en diálogo” (noviembre de 2008, nº 74, 6-18).


Alberto Ares Mateo, ¿”Comprados” por el consumo? (diciembre de 2008, nº 75, 13-23).


María José Baquero Cancelo, “La sed de Dios” (enero de 2009, nº 76, 14-23).


Gonzalo Aza Blanc-José Luis Sancho Acero, “¿Cómo prevenir las adiciones desde la familia y la escuela?” (febrero de 2009, nº 77, 6- 13).


José Manuel Caamaño López, “Moral católica y juventud actual. Valores morales para la resaca dominical” (marzo de 2009, nº 78, 12-22).


Francisco Javier de la Torre Díaz, “Cuarenta años de la ‘Humanae Vitae’” (abril de 2009, nº 79, 9-19).


Natalio Fernández Marcos, “Una Biblia para el humanismo” (mayo de 2009,nº 80, 7-18).




Comunicación


Javier Barraca, “Claves comunicativas de San Pablo” (septiembre de 2008, nº 72, 22-31).


Francisco Ardusso, “El canon de la Sagrada Escritura” (octubre de 2008, nº 73, 23-29).


Silvio Sassi, “Una sabia evolución, estímulo y garantía para los comunicadores” (noviembre de 2008, nº 74, 19-23).


Silvio Sassi, “Una sabia evolución, estímulo y garantía para los comunicadores” (segunda parte) (diciembre de 2008, nº 75, 24-29).


José María Balboa-Jorge Álvarez Aguirre, “El mundo de los videojuegos” (enero de 2009, nº 76, 24-28).


Mons. Raúl Berzosa, “Niños y MCS” (febrero de 2009, nº 77, 14-26).


Víctor Cortizo, “Los MCS al servicio de los valores” (marzo de 2009, nº 78, 23-26).


Victoria Luque, “Niños y MCS. Guía para padres” (abril de 2009, nº 79, 20-24).


Alberto Bobbio, “Mons. Angelo Amato comenta la Encíclica ‘Spes Salvi’” (mayo de 2009, nº 80, 19-22).



Vocaciones


Pau Fornells, “Vivir desde un trampolín: la vocación” (octubre de 2008, nº 73, 30-38).


Provincia Escolapia de Vasconia, “Ser feliz siguiendo a Jesús” (noviembre de 2008, nº 74, 24-29).


Enzo Bianchi, “Vida religiosa y vocaciones hoy” (diciembre de 2008, nº 75, 30-39).


Alfonso Rovira, “¿Jóvenes vs comunidades religiosas?” (enero de 2009, nº 76, 29-40).


Miryam Martín Alonso, “Trinidad: Comunidad de misericordia. Acercar a los jóvenes el Dios volcado en la humanidad” (febrero de 2009, nº 77, 27-32).


Iván de los Mozos Hernando, “La comunidad como espacio vocacional” (marzo de 2009, nº 78, 27-33).


Mariola López Villanueva, “Oración contada a los jóvenes” (abril de 2009, nº 79, 25-33).


Pedro José Gómez Serrano, “Jerusalén: de la amistad a la fraternidad” (mayo de 2009, nº 80, 23-40).



La solana


Bonifacio Fernández, “La misión de los laicos mayores” (diciembre de 2008, nº 75, 40-44).


Gonzalo Fernández Sanz, “En la vejez seguirán dando fruto” (enero de 2009, nº 76, 41-42).


Ángel Aparicio Rodríguez, “Los ancianos soñarán y los jóvenes tendrán visiones” (febrero 2009, nº 77, 33-37).


Francisco Álvarez, “Ser anciano, una tarea saludable. La ancianidad no es una condena” (marzo de 2009, nº 78, 34-39).


Vida Fraterna en Comunidad, “Los religiosos ancianos” (abril de 2009, nº 79, 34-35).


Juan Pablo II, “Carta a los ancianos” (mayo de 2009, nº 80, 41-54).




El anaquel


Cristóbal Ruiz Román, “La esuela ante la encrucijada de los valores postmodernos” (septiembre de 2008, nº 72, 32-47).


Araceli Lázaro, “El espacio de los Observatorios e el marco de las políticas públicas de infancia y adolescencia” (octubre de 2008, nº 73, 39-51).


David Reyero García, “Educación para la ciudadanía, ¿derecho y obligación del estado o injerencia en la labor educativa de las familias? (noviembre de 2008, nº 74, 30-45).


Lluis Oviedo Torró, “Cristianos en un mundo secularizado” (diciembre de 2008, nº 75, 45-57).


Luis González Carvajal, “Orientaciones para la gestión de los centros educativos a partir del Magisterio Social de la Iglesia” (enero de 2009, nº 76, 43-54).


Adolfo Requejo, “Reseña de Los masones de César Vidal” (enero de 2009, nº 76, 55-56).


Francisco J. Contreras Peláez, “Europa: agonía del sesentayochismo, ¿retorno del cristianismo? (febrero de 2009, nº 77, 38-77).


Félix Domínguez, “El X Congreso Católicos y Vida Pública. Cristo, la esperanza fiable” (marzo de 2009, nº 78, 40-73).


José Antonio García, “Retos de la Iglesia en España” (abril de 2009, nº 79, 36-46).


Benedicto XVI, “Mensaje para la XLI Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales” (abril de 2009, nº 79, 47-49).


Marina Caireta Sampere, “La mediación, ¿una herramienta o un fin? (mayo de 2009, nº 80, 55-64).


Índice General. Curso 2008-2009 (mayo de 2009, nº 80, 65-69).


1 «Razón y fe» (enero 2008) 19-32.

2 «Cooperador Paulino» 142 (2008) 1-15.

3 «Todos uno» 174 (2008) 5-26.

4 D. BONHOEFFER, Vida en comunidad, Sígueme, Salamanca 1979, 16-17.

5 J. VANIER, La comunidad: lugar de perdón y fiesta, Narcea, Madrid 1985, 19.

6 A. MANENTI, Vivir en comunidad. Aspectos psicológicos, Sal Terrae, Santander 1983, pp. 57-61.

7 C. DOMÍNGUEZ, La soledad, «Sal Terrae» 1116 (2007) 639-650.

8 Ib. p. 17.

9 E. FROMM, Del tener al ser, Paidós, Barcelona 1994, p. 22.

10 A. FRANCIA, Educar con parábolas, CCS, Madrid 1991, 139-140.

11 L. FELIPE, Obra poética escogida, Espasa-Calpe, Madrid 1977, pp. 44-61.

12 Documentación social 148 (2008?) 14-24.

13 V. FISAS, Cultura de paz y gestión de conflictos, Icaria, 1998, p. 215.

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