Editorial


Editorial







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María,

Mujer creyente

















  1. Retiro ………………….……….........................3 - 8

  2. Formación…………….……….......................9 - 19

  3. Comunicación………………………………………..20 - 24

  4. Vocaciones…...….….............................25 - 33

  5. La solana……………………………………………….34 - 35

  6. El anaquel……….……............................36 - 49







Revista fundada en el año 2000

Segunda época


Dirige: José Luis Guzón

C\\ Paseo de las Fuentecillas, 27

09001 Burgos

Tfno. 947 460826 Fax: 947 462002

e-mail: jlguzon@salesianos-leon.com


Coordina: José Luis Guzón

Redacción: Urbano Sáinz

Maquetación: Amadeo Alonso

Asesoramiento: Segundo Cousido, Mateo González e Isidro Revilla


Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN: 1695-3681








MARIA DE NAZARET

UNA MUJER CREYENTE


Félix Moracho



Daba un retiro espiritual a señoras, Hablaba de María de Nazaret, la Madre de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios que "nació de mujer". Jesús, "Hijo del Altísimo", es carne y sangre de María. María, decía, es la madre que concibe y da a luz a Jesús en una situación de extrema pobreza: "y lo acostó en un pesebre, porque no encontraron sitio en la posada" (Lc. 2,7); vive con él en Nazaret desde que nace hasta mas o menos los treinta años , y está al pie de la cruz cuando Jesús es ajusticiado como agitador revolucionario (Lc. 23,1-5), como malhechor (Jn. 18,30), como blasfemo (Mc. 14,61-64), crucificado entre dos bandidos (Mc. 15,27). "Dios resucitó a este Jesús" (Hech. 2,32) y no a otro. Y añadía: "La Virgen María, la madre de "este Jesús" es una mujer del pueblo, pobre, humillada, a quien le costó lágrimas y sangre del corazón permanecer firme en la fe y aceptar la voluntad de Dios sobre ella y sobre su hijo".


Algunas de las presentes dijeron públicamente que para qué insistía en las dificultades por las que pasó la Virgen María, porque, afirmaban: "Ella es Inmaculada, nació ya sin pecado original y, al no tener ni ese pecado, no sufrió sus consecuencias. Las tendencias, las pruebas no la hacían sufrir como a nosotros". Lo decían convencidas, sinceras.



1. ¿UNA VIRGEN MARIA SIN HISTORIA?


Con respeto traté de hacerles ver que, pensando así, de hecho minimizaban, olvidaban, ocultaban como avergonzadas a la María, tal como aparece en los Evangelios, en la historia.


Su Virgen María era una mujer sin historia, que no conoció las dificultades que la vida trae a todo ser humano. Hacían tan "divina" a María que, de hecho suprimían prácticamente su humanidad, y la despojaban de todo el valor ejemplar y estimulante de su vida. Y esa no había sido la realidad de su vida.


María de Nazaret, la Virgen María, por gracia de Dios, "ha sido preservada de la herencia del pecado original" (Juan Pablo II, "La Madre del Redentor", 10). Pero eso no quiere decir en modo alguno, que no haya tenido tentaciones, pruebas, sufrimientos. Todo eso lo tuvo, pero también, con la gracia de Dios, libremente, con valiente y perseverante decisión humana, lo superó y venció en la lucha de la vida diaria. "Ella, que pertenece a los humildes y pobres del Señor", respondió a Dios "con todo su yo humano, femenino", situada en el centro mismo de aquella enemistad, de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra (Juan Pablo II, "La Madre del Redentor", 11,13). La Virgen María tiene su historia en la María de Nazaret de los Evangelios.



2. LA FE DE QUIEN SE FIA Y ENTEGRA TOTALMENTE A DIOS


¿Entendió María de qué se trataba cuando "la palabra de Dios" la habló e interpeló?:


Mira, vas a concebir, darás a luz un hijo y le pondrás de nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David su antepasado; reinará para siempre en la casa de Jacob y su reinado no tendrá fin" (Lc. 1,31-33)


La propuesta-promesa es clara y concreta:


Concebir y dar a luz un hijo (v. 31)

Que se llamará "Hijo del Altísimo" (v. 32)

Que reinará y será fuente de bendición para siempre (v. 33)


Lo que Dios le propone depende de su libre consentimiento. Dios no la obliga. Y es para las inmediatas.


María entiende bien y responde como cualquier muchacha honesta en las misma circunstancias: "¿Cómo sucederá eso si no vivo con un hombre?" (Lc. 1,14). Así manifiesta su condición de Virgen. María ni convive, ni ha vivido con un hombre; ni "conoce", ni ha conocido varón.


En ese momento María no es más que la prometida de José (lee Mt. 1,18). Y como tal no podía (no era honesto ni era costumbre) tener relaciones matrimoniales con él. Los novios, prometidos oficialmente, eran considerados jurídicamente como esposos, pero durante el año que duraban como "prometidos", hasta el día en que la prometida-esposa era conducida de la casa de sus padres a la casa de su prometido-esposo, les estaba prohibido tener vida marital; ni siquiera podían verse si no era con testigos presenciales.


La aclaración que María recibe de parte de Dios tiene la oscuridad de la fe (Lc. 1,35)


Va a tener un hijo. No sabe cómo. Ciertamente no por la unión con su prometido José. Va a ser hijo suyo, sí, pero también "Hijo de Dios".


María ha escuchado a Dios en su corazón. Se ha fiado de El. Libremente ha dicho "SI" a Dios con toda su vida: "Cúmplase en mí lo que has dicho" (Lc. 1,38). María concibió. Dios se hizo carne y sangre en su vientre. Y María dio a luz a Jesús de Nazaret, hijo de Dios e hijo de María: "¡DICHOSA TU, QUE HAS CREIDO!" (Lc. 1,45)


María realizó perfectamente lo que dice el Papa Juan Pablo II en su Carta Encíclica sobre María, la "Redemptoris Mater":


"Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe (Rm. 16,25; cfr. Rm. 1,5: 2, Cor. 10,5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, como enseña el Concilio" (Const. Dogm. Sobre la divina revelación, Dei Vertum, 5) ("Redemptoris Mater", del 25 de marzo de 1987, nº 13):


3. EL CAMINO DE FE EN MARIA


En ella nos habla, entre otras cosas, de la fe de la Virgen María. Y nos dice que su fe es la fe de la mujer del pueblo, pobre y humillada que fue María de Nazaret. Una fe que es al mismo tiempo confianza: creer, fiarse del otro; que es amor: entrega total de la vida, desinteresada, generosa; que es también cumplimiento fiel de la voluntad del otro, de su menor deseo. Una fe siempre atenta a los acontecimientos: los reflexiona (Lc. 2,19,51); una fe que la lleva a reaccionar ante ellos: ayudando a los demás (Lc. 1,36-39; Jn. 2,1-3).


Juan Pablo II, en la "Redemptoris Mater", hace esta extraordinaria afirmación por la que sentimos a María totalmente cercana a nosotros:


"María, la Madre, está en contacto con la verdad de su Hijo únicamente en la fe y por la fe….


"María ha pronunciado este fiat por medio de la fe. Por medio de la fe se confió a Dios sin reservas y se consagró totalmente a sí misma … a la persona y a la obra de su Hijo" (nº 13).


¡Como nosotros! Porque así es también nuestra fe. ¿O no?



Creer en la fe cada día con particular fatiga de corazón


Si algo distingue la fe de María es la de ser una fe puesta continuamente a prueba por la realidad de la vida. Ella tenía su idea de Dios. La "palabra de Dios", bien conocida por María, lo nombraba el "Todopoderoso" (Ext. 6,3); "Altísimo" (Gn. 14,18-22), "Dios justo y salvador" (Is. 45,21), el "Santo" (Ext. 15,11), el que "reina por siempre jamás" (Ext. 15,18). Y el ángel le había asegurado que su hijo sería nada menos que Hijo de este Dios Altísimo "para el que no hay nada imposible" (Lc. 1,31-37).


Pero ¿dónde está el "Hijo del Altísimo", el "Consagrado", "Hijo de Dios"? ¿Es ese poco de carne palpitante que nace de su vientre en una situación de extrema pobreza (Lc. 2,7) y María recoge en sus brazos y limpia ayudada por José?


¿Ese es el camino para reinar: huir a Egipto, país lejano y extraño porque "Herodes buscaba al niño para matarlo"? (Mt. 2,13-15)


María tiene que alimentar al bebé Jesús pues llora inconsolable; lo limpia, lo arropa y estrecha fuerte en cálido abrazo porque hace frío.





¿Dónde queda el TODOPODEROSO?


Y durante la mayor parte de su vida, su hijo Jesús de Nazaret, bebé, niño, adolescente, joven, hombre maduro, no se distingue de los demás varones con los que convive (lee Mt. 6,1-3).


¿Dónde está el "Santo", el "Hijo de Dios" del que habló el ángel? Dios calla: "el silencio de Dios" en la vida.


Un día, Jesús, un muchacho de doce años, un menor de edad, en un viaje que hace con sus "padres" a Jerusalén, se queda intencionalmente, a ciencia y conciencia de lo que hacía, sin decirles ni avisarles que se iba a quedar. Lo encuentran después de tres días. Y a la pregunta que le hace su madre: "Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? Mira con qué angustia te buscábamos tu padre y yo", responde de un modo misterioso y hasta displicente, "malcriado" diríamos hoy: "¿por qué me buscaban? ¿No sabían que yo tenía que estar en la casa de mi Padre? Ellos no comprendieron lo que quería decir" (Lc. 2,41-50).


María no ve, no oye, no palpa, no comprende a Dios en su hijo Jesús: "María, la Madre, está en contacto con la verdad de su hijo únicamente en la fe y por la fe", nos dice el Papa Juan Pablo II.


Verdaderamente que, como afirma Juan Pablo II: "… su Madre vivía en la intimidad con este misterio (el de su filiación divina) sólo por medio de la fe. Hallándose al lado de su Hijo, bajo un mismo techo… avanzaba en la peregrinación de la fe".


Una fe, la de María de Nazaret, que crece:


"Cada día en medio de todas las pruebas y contrariedades del periodo de la infancia de Jesús y luego durante los años de su vida oculta en Nazaret, donde vivía sujeta a ellos (Lc 2,51)".


María acepta la vida y a Dios presente en ella. Pero ¿cómo? Juan Pablo II lo anota y subraya:


"No es difícil pues, notar en este…comienzo del Evangelio…que lleva consigo la radical novedad de la fe…una particular fatiga del corazón, unida a una especie de noche de fe" (Juan Pablo II, "La Madre del Redentor", (nº 17).



Crecer en la fe ante lo absurdo del sufrimiento y la muerte


María había acogido, discernido y creído la "palabra de Dios" sobre su hijo, Jesús de Nazaret:


"En la anunciación, María había escuchado aquellas palabras : <El será grande… el Señor Dios le dará el trono de David…, reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin" (Lc. 1,32-33).


Debe ser "grande", debe ser rey, debe reinar,


"Y he aquí que, estando junto a la cruz, María es testigo, humanamente hablando, de un completo desmentido de estas palabras. Su Hijo agoniza sobre aquel madero como un condenado" (nº 18).


Y son, precisamente, los representantes oficiales del "Dios bendito", "todos los sumos sacerdotes, los senadores y los letrados", los que "todos sin excepción pronunciaron sentencia de muerte", porque Jesús de Nazaret ha blasfemado afirmando que sí, que él es "el hijo de Dios bendito" (Mc. 14,53-65).


Al pie de la cruz está María, esperando contra toda esperanza ante los insondables designios de un Dios que parece contradictorio y absurdo. María, impotente ante el mal, como Jesús, con Jesús:


Unida a su hijo en su despojamiento: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc. 15,34).


Unida a Jesús también en su fe, en su amor, en su entrega confiada: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc. 23,46; lee Herb. 12,2).



Mira a tu madre


Jesús, desde la cruz, nos dice a todos y cada uno de nosotros, a toda comunidad de seguidores de Jesús, a su Iglesia: "MIRA A TU MADRE" (Jn. 19,27)


Somos hijos de María de Nazaret, la mujer, la madre de Jesús que creyó en Dios y se fió de él más allá de la muerte, creyendo que Dios no falla nunca porque "tiene poder hasta para levantar de la muerte" (Heb. 11,19).


Esta, y no otra, es la Madre de Dios, la Inmaculada, la Siempre Virgen.


Esta, y no otra, es la primera cristiana, después de su Hijo, Jesús de Nazaret, que es también el Hijo de Dios.


Y esta es la verdadera devoción a María (este "parecernos" a ella en semejante fe vivida) que nos propone Juan Pablo II:


"Los que a través de los siglos…acogen con fe el misterio de Cristo, Verbo encarnado y Redentor del mundo, no sólo se dirigen con veneración y recurren con confianza a María como a su Madre, sino que buscan en su fe el soporte, el apoyo para la propia fe" (Juan Pablo II, "La Madre del Redentor", nº 27)



REFLEXIONA Y RESPONDE


1 - Analiza este texto del Concilio Vaticano II que dice de la Virgen María que "avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su hijo hasta la cruz" (L. G. 58). Muestra cómo María, a lo largo de su vida, "avanzó en la peregrinación de la fe". Lee Lc. 1,30; 2,32-33.35; 2,50; Mt. 1,18-19; Lc. 2,19-51

2 - Analiza estos trozos del Evangelio de Marcos (3,20-21.22.31-35; 6,1-6) ¿Se pone en ellos a prueba la fe de María? ¿Cómo muestra ella su fidelidad?


3 - Jesús nos dice: "Mira a tu madre". ¿Cómo tiene que ser nuestra fe, mirando la fe de nuestra madre María, mujer del pueblo? Concreta.


4 - María de Nazaret fue siempre de Dios. En cualquier circunstancia de la vida estuvo de acuerdo con Dios, se fió de él totalmente. ¿Cómo seremos nosotros siempre de Dios a pesar de las dificultades y tentaciones que se nos presentan en la vida?









Cuarenta años de la «Humanae vitae»1

Francisco Javier de la Torre Díaz



1. Pre-historia de la «Humanae vitae»

En la Biblia no hay ningún texto claro que hable de la anticoncepción. La propia «Humanae vitae» (HV), parece reconocerlo al no servirse de ningún pasaje bíblico en su apoyo.


Sin embargo, en los primeros siglos, la Iglesia asume pronto gran parte del pesimismo sexual del estoicismo y del neoplatonismo para oponerse a la anticoncepción. Es necesario comprender que nos halla­mos en un contexto de guerras y pestes, en un mundo despoblado y con alta mortandad infantil. Favorecer el incremento de la población para el Imperio y para la Iglesia era un deber moral. Por otro lado, estamos en un contexto precientífico en el cual se pensaba que el semen del va­rón contenía el homunculus, un pequeño hombrecillo en su interior que, con los aportes de la mujer, iba poco a poco creciendo. Desde es­ta concepción podemos comprender el valor cuasi-sacral del semen. Derramar el semen, desperdiciar el semen, era para san Juan Crisósto­mo casi como un crimen.


Para San Agustín, la anticoncepción destruye claramente el bien central del matrimonio que es la prole. Al comprender el santo de Hipona la vida sexual como dominada por la concupiscencia, el comportamiento sexual necesitará una «justificación» (una excusa), que no será otra que el significado procreador. Pero incluso cuando la activi­dad sexual está orientada al acto procreador y se realiza con placer, afirmará Gregorio I en su carta a Agustín de Canterbury, la acción no está exenta de pecado, al menos venial.


Los penitenciales medievales (siglos VI-XII) regularán las relacio­nes sexuales y las limitarán en determinados tiempos (menstruación, embarazo, lactancia, etc.), en determinadas fechas litúrgicas (Domin­gos, Viernes, Cuaresma, Adviento, etc.) y prohibirán ciertas prácticas anticonceptivas como el «coitus interruptus», el uso de pociones y hierbas o el sexo oral y anal.


En el siglo X, un hecho marcó toda la tradición canónica de rigo­rismo. Un texto que se hizo pasar por agustiniano, que equiparaba la anticoncepción con el homicidio, fue incluido en las Decretales de San Raimundo de Peñafort (1230). El texto fue conservado hasta el Código de Derecho Canónico de 1917. Pero los siglos XII-XIII introdujeron un cierto humanismo. Para santo Tomás el uso de brebajes para obtener la esterilidad «es un pe­cado grave... y contra la naturaleza, puesto que incluso los animales buscan tener descendencia». Toda eyaculación sin fecundación (mas­turbación, sodomía, bestialidad) es para el Aquinate «contra natura»: tanto dentro como fuera del matrimonio. Esa finalidad, instituida por Dios, no puede alterarla el hombre.


En los siglos XV-XVI entra un nuevo humanismo. La mayoría de los teólogos buscan una mayor extensión de los motivos que justifican el acto sexual (débito conyugal, impedir la fornicación del cónyuge...) y de las «excusas» que pueden justificar el uso de los anticonceptivos. Algunos admiten el «coitus reservatus» cuando hay problemas de sa­lud de la madre o por pobreza.


Entre 1600-1950 se da un predominio de la moral casuista. Estos autores, siguiendo al Aquinate, consideran la anticoncepción como pe­cado «contra natura», defienden el principio de no parvedad de mate­ria con respecto a los pecados sexuales, sostienen el principio del dé­bito conyugal y consideran que fuera del matrimonio todo acto sexual es pecado grave. En estos siglos sobresale la benignidad pastoral de san Alfonso María Ligorio (1696-1787), que llegará a considerar los actos sexuales de los esposos lícitos y dignos.


En la tradición, por tanto, más allá de rigorismos y humanismos, podemos observar una evolución:

  • Acto conyugal orientado a la procreación con placer es pecado venial (Agustín).

  • Cabe acto conyugal por placer sin intención de procrear que no sea pecado (Le Maistre).

  • Es muy difícil probar que es pecado practicar el acto conyugal por placer (Major).

  • Practicar el acto conyugal por placer no es pecado (Sánchez). El acto conyugal es de por sí lícito y digno (Alfonso).

2. La «Humanae vitae» y su contexto

La llegada del siglo XX supone el paso de la sociedad agraria a la in­dustrial, del campo a la ciudad, la incorporación de la mujer al trabajo y un modelo de familia en el que el nacimiento de los hijos ha dejado de ser rentable. Hay cierta preocupación por el crecimiento de la po­blación, y se descubren algunos medios técnicos para facilitar el con­trol de la generación (Ogino).


La Conferencia de Lambeth, el 15 de agosto de 1930, supuso la aprobación por parte de la Iglesia anglicana de que, «en el caso de que exista una obligación moral evidente de limitar o evitar la fecundidad, y donde haya una sólida razón moral para evitar la abstinencia completa, la conferencia admite que otros medios podrían utilizarse, con la condi­ción de que esto se haga a la luz de los mismos principios cristianos».


Pío XI reacciona ante esta postura con la encíclica Casti connubii (31.12.1930), afirmando que el acto conyugal está destinado por su ín­tima naturaleza a la generación de los hijos, y que «quienes destituyen adrede» esta finalidad «obran contra la naturaleza y cometen una ac­ción torpe e intrínsecamente deshonesta». El Papa apela a la doctrina tradicional promulgando que «todo uso del matrimonio, en cuyo ejer­cicio el acto quede privado, por industria de los hombres, de su fuerza natural de procrear vida, infringe la ley de Dios y de la naturaleza, y quienes tal hicieren contraen la mancha de un grave delito». El texto califica la acción identificando la ley de Dios y la ley de la naturaleza.


Pío XII ratificó que «esta prescripción sigue en pleno vigor lo mis­mo hoy que ayer, y tal será mañana y siempre, porque no es un simple precepto del derecho [positivo], sino la expresión de una ley que es na­tural y divina». En su célebre Discurso a las comadronas (29.10. 1951), reconoce la posibilidad de verse eximido de dicha ley por razo­nes terapéuticas y la licitud de tener en cuenta los ritmos naturales usando el matrimonio sólo en periodos infecundos.


Juan XXIII no quiso que se dieran soluciones precipitadas, por lo que nombró una Comisión de estudio del tema. El nombramiento de la Comisión descalificaba la opinión de que se trataba de una cuestión zanjada.


El Concilio Vaticano II supuso en moral matrimonial el paso de una concepción predominantemente jurídica a una concepción más bí­blica del matrimonio como Alianza. Se abandonó el lenguaje de la je­rarquía de fines en el matrimonio y el pesimismo en el terreno sexual, para afirmar que los actos sexuales son en sí mismos buenos y dignos y favorecen el encuentro recíproco (Gaudium et Spes, n. 49). Pero el texto clave de Gaudium et Spes donde se recogen con gran maestría las grandes claves teológico-morales sobre el juicio moral en materia de anticoncepción es el n. 50: «con responsabilidad humana y cristiana... atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por nacer, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida tanto materiales como espirituales y, fi­nalmente, teniendo en cuenta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia... En su modo de obrar... de­ben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténtica­mente esa ley a la luz del Evangelio» (GS 50).


La respuesta no pudo ser más explícita, por la falta de una refle­xión profunda sobre el tema y la necesidad de concluir el Concilio. Pablo VI retiró el tema de la discusión pública en el aula conciliar. Hu­bo tensiones y discusiones que hicieron necesario añadir la nota 14 al texto aprobado en el aula conciliar: «Ciertas cuestiones que necesitan más diligente investigación han sido confiadas, por orden del Sumo Pontífice, a la comisión pro estudio de la población, familia y natali­dad, para que, cuando ésta acabe su tarea, el Sumo Pontífice dé su jui­cio. Estando así la doctrina del magisterio, el santo sínodo no pretende imponer inmediatamente soluciones concretas». Sin duda, las voces que se oyeron en el aula fueron muy distintas y no exentas de tensión. Sólo hay que comparar las intervenciones del Cardenal Ruffini con la de Máximos IV, patriarca de Antioquia.


Tras el Concilio, la Comisión fue restablecida, y Pablo VI amplió el número de miembros. La Comisión concluyó su trabajo en junio de 1966 con división de opiniones. Catorce teólogos deseaban un cambio, frente a cuatro que querían mantener la doctrina.


Sin embargo, no será hasta el crucial año 1968 cuando Pablo VI publique la HV. Los puntos más nucleares de la encíclica son:

  • El amor conyugal exige el ejercicio de una paternidad respon­sable (HV 10).

  • Los actos conyugales son honestos y dignos (HV 11).

  • Los aspectos unitivo y procreativo del acto conyugal son inse­parables (HV 12).

  • Licitud de la regulación de la natalidad por graves motivos y en respeto de ley moral.

  • Condena del aborto, la esterilización y la anticoncepción como medios de controlar la natalidad (HV 14). Se califican como «intrínsecamente deshonestos».

  • Licitud de la anticoncepción por razones terapéuticas (HV 16).

El rechazo de los métodos anticonceptivos tiene una teología de fondo que es la que está en la base del n. 14, donde el Papa rechaza en este tema el uso del principio del mal menor y del principio de totali­dad; es decir, el juicio no se hace por cada acto, sino por el conjunto de los actos de la pareja.

Tras la publicación, ocurrió algo que no se ha vuelto a repetir. Cer­ca de cuarenta Conferencias Episcopales elaboran documentos acogiendo y aceptando la encíclica, pero también adaptándola pastoral­mente a los fieles y a sus angustias e incertidumbres. Varias Confe-ren­cias invitaron a interpretarla apelando al conflicto de valores y debe­res. Algunas subrayaron que la HV no incluía un «juicio infalible» y que era lícito seguir, tras un maduro examen, la propia convicción, aunque fuera diversa de la del Papa. Otras recordaban que en casos di­fíciles la encíclica no obligaba objetivamente y que, en caso de con­flicto de deberes, la elección del que se considera un mal menor no puede considerarse como un acto culpable.

La acogida de los fieles podemos dividirla en cinco grupos. Más de la mitad (50-60%) de los fieles ignoraron la doctrina papal, quizá sin mucha reflexión. Muchos tuvieron grandes dificultes para continuar co­mo católicos por este pronunciamiento; otros rompieron sus vínculos con la Iglesia; algunos asumieron responsablemente sus dificultades, sin perder su sentimiento de pertenencia eclesial; y otros (no más del 10%) descubrieron en la enseñanza oficial una fuente de felicidad y armonía.


En este contexto llegó el pontificado de Juan Pablo II. En sus ca­tequesis de los miércoles, durante más de cuatro años (de septiembre de 1979 a noviembre de 1984), trató el tema de la teología del cuerpo y la sexualidad. Las reflexiones «constituyen un amplio comentario a la doctrina contenida» en la HV. Juan Pablo II se reconoce así siguien­do la huella de su predecesor. Por este motivo, en la exhortación pon­tificia Familiaris consorcio (1981) presenta la HV como una encíclica profética (no como una intervención conservadora del magisterio), ba­sándose en tres razones: 1) por su denuncia de la utilización egoísta e indiscriminada de las técnicas anticonceptivas, poniendo así freno al hedonismo; 2) por predecir las consecuencias negativas a que se pres­ta la planificación familiar como arma en manos del primer mundo pa­ra reducir a situaciones de neocolonialismo a los países del tercer mun­do; y 3) por la defensa de un cierto ecologismo, al aceptar únicamente los métodos naturales en el control de la natalidad.


Juan Pablo II entiende la sexualidad como un lenguaje, y la anti­concepción como «un lenguaje objetivamente contradictorio» (FC 32), al no favorecer la recíproca entrega, la entrega total, al no garan­tizar la íntima verdad de la entrega, al no tratar al otro como un fin.


Hay un fundamento antropológico en la postura del Papa basado en la inseparabilidad de lo unitivo y lo procreativo: «Cuando los esposos, mediante el recurso al anticoncepcionismo, separan estos dos signifi­cados... se comportan como árbitros del designio divino y manipulan y envilecen la sexualidad humana y, con ella, la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación total» (FC 32).


La otra línea de fundamentación es teológica. La encontramos en sus palabras al II Congreso Internacional de Teología Moral (1988): «Pablo VI, calificando al acto contraceptivo como intrínsecamente ilí­cito, ha pretendido enseñar que la norma moral es tal que no admite ex­cepciones: ninguna circunstancia personal o social ha podido, puede ni podrá jamás hacer en sí mismo ordenado semejante acto... No se trata, en efecto, de una doctrina inventada por el hombre; ella ha sido ins­crita por la mano creadora de Dios en la naturaleza misma de la per­sona humana y ha sido confirmada por él en la revelación. Ponerla en discusión, por tanto, equivale a negar a Dios mismo la obediencia de nuestra inteligencia. Equivale a preferir el resplandor de nuestra razón a la luz de la Sabiduría Divina, cayendo así en la oscuridad del error y acabando por hacer mella en otros puntos fundamentales de la doctri­na cristiana». Ya en su discurso del 17 de septiembre de 1983 afirma­ba que en el origen de todo individuo está la iniciativa amorosa crea­dora de Dios, de la que los esposos son colaboradores. De aquí se de­duce el sentido objetivamente ateo de la anticoncepción, pues cuando «los esposos quitan al ejercicio de su sexualidad conyugal su potencial capacidad creadora, se atribuyen un poder que pertenece solamente a Dios: el poder decidir en última instancia la venida a la existencia de una persona humana». Defender «la licitud objetiva de la anticoncep­ción equivale a defender que en la vida humana se pueden producir si­tuaciones en las cuales es lícito no reconocer a Dios como Dios».

3. Futuro de la «Humanae vitae»: reflexión teológica

Una reflexión teológica no puede dejar de subrayar los aspectos posi­tivos de la HV: valoración positiva del amor y los actos sexuales, de la paternidad responsable y la regulación de la natalidad, y su denuncia clara de la mentalidad contraceptiva y del egoísmo. Varios puntos más de fondo creo que es necesario subrayar hoy.

A) Acogida, paciencia, misericordia, procesos y crecimientos

El episcopado italiano realiza un juicio moral benigno sobre ciertas transgresiones: «Los sacerdotes han de tener presente en todo momen­to la insistente recomendación de la encíclica de dar prueba de "la pa­ciencia y la bondad de que el mismo Señor dio ejemplo", Él, que fue ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso con las per­sonas. Esta bondad evangélica se ha de manifestar sobre todo con res­pecto a aquellos cónyuges cuya falta no se deriva tanto de un rechazo egoísta de la fecundidad, sino de la dificultad –muy seria, a veces– pa­ra conciliar las exigencias de la paternidad responsable con las de su amor recíproco, que es un amor plenamente humano, es decir, sensible y espiritual al mismo tiempo». Jesús de Nazaret vino a curar a los que no estaban sanos, a los enfermos, a los pecadores. A la prostituta le di­ce: «yo tampoco te condeno». Los discípulos van comprendiendo po­co a poco su mensaje. Jesús entiende la comunidad de creyentes como un lugar de crecimiento, como una comunidad para los caídos, para los pecadores, para los heridos. Los fracasos y caídas son el punto de par­tida para el progreso. La dificultad puede estar en que el Magisterio suele ofrecer una imagen elevada de la sexualidad muy en contraste con la realidad actual. Sería quizá deseable que acentuase más su di­mensión pastoral para, de ese modo, animar y no tener el riesgo de car­gar con pesados fardos las conciencias en el desarrollo de la persona­lidad o en los momentos difíciles. Los ideales son necesarios, pero no son lo único que debe plantear la moral cristiana. Los auténticos idea­les deben tener en cuenta los procesos. Todo crecimiento hacia la inte­gración sexual, como toda conversión y aprendizaje, lleva tiempo y se realiza dando un paso después de otro. Ultra posse nemo obligatur, de­cían los teólogos morales: no se puede obligar a lo que no se puede. No se pueden dramatizar los errores e imperfecciones, pues paralizan el proceso de aprendizaje y quiebran el dinamismo de la persona.


B) Normas y principios, pero también diferentes desarrollos y excepciones


Las normas son necesarias, pero no pueden integrar toda la dimensión moral de la vida cristiana. Las normas –no podemos olvidarlo– están al servicio de la construcción de un modo de vida. El sábado es para el hombre. La comunidad cristiana debe formular principios de actua­ción, como en la Doctrina Social de la Iglesia, pero a la vez permitir diversas formas de aplicarlas. Al nivel de la práctica, hay que atender y respetar la responsabilidad de los agentes morales en las concretas circunstancias para realizar los valores humanos y cristianos dentro de contextos sociales especiales. Además, en el terreno sexual tenemos que reconocer, más que en ningún otro, la existencia de casos extremos y excepciones. El mismo Magisterio reconoce la anticoncepción tera­péutica. Se han admitido los anovulatorios para evitar el embarazo de unas religiosas por un riesgo de violación, para regular los ciclos en deportistas en competiciones, para regular el ciclo femenino irregular, para atender una neurosis de embarazo...; se ha admitido la esteriliza­ción penal de delincuentes sexuales reincidentes, etc. Eduardo López Azpitarte se pregunta entonces con agudeza: «Si se permite el empleo de anovulatorios para curar una erupción cutánea, a mucha gente se le hace incomprensible que no se pueda tolerar cuando está en peligro el amor de los cónyuges o la vida de la madre, por citar únicamente los casos más extremos... Buscar la salud psicológica de la pareja, cuando no se consigue por otro camino, parece mucho más importante que eli­minar una tenue erupción en la piel».


C) Todos en camino. Tradición y magisterio moral en progreso-desarrollo

Ya el Concilio Vaticano II recordaba que «la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad» (DV 8). El propio Juan Pablo II reconoce el desarrollo doctrinal en materia moral (VS 28). Por este motivo, la Iglesia no puede permitir que la pongan siempre ante el di­lema de tomar una decisión magisterial taxativa o bien callar absoluta­mente. Son muchos los que quieren que la Iglesia se pronuncie con mayor claridad y contundencia, y son también muchos los que creen que la Iglesia debería hablar menos o, incluso, que en estos temas de sexualidad lo que debería hacer es callarse. Lo que no entienden ni unos ni otros es el valor de la palabra del Magisterio. La Iglesia no pue­de estar siempre ante el dilema de hablar con suprema autoridad infa­lible o callar sin remedio. La Iglesia, está obligada, incluso con el ries­go de incurrir en errores, a impartir instrucciones magisteriales que po­seen indudablemente un cierto grado de obligatoriedad y, no siendo de­finiciones de fe, comportan una cierta provisionalidad que puede ha­cerla incurrir en un posible error. La propia Congregación para la Doc­trina de la Fe (Mysterium ecclesiae, 1973) reconoce condicionamien­tos y limitaciones históricas en las declaraciones del Magisterio (pre­supuestos, intereses, categorías mentales y la terminología disponible). Todos conocemos ejemplos antiguos de revisión y progreso, de creci­miento y mayor comprensión en el Magisterio moral: los préstamos con interés, la exégesis bíblica, la teoría de la evolución, la libertad re­ligiosa, la primacía del fin procreativo en el matrimonio, el juicio mo­ral sobre la guerra justa, etc. Ya el Concilio (GS 62) distinguía entre el depósito de la fe y el modo de formular la fe. Nuevos presupuestos, categorías y conceptos pueden hacer que se encuentren mejores comprensiones.

D) Conciencia cristiana y magisterio


La Congregación para el Clero, a propósito de la HV, recordó cómo la tradición moral de la Iglesia es clara al subrayar la inviolabilidad de la conciencia. El ser humano no debe ser forzado a actuar de forma con­traria a su conciencia. Pero la conciencia sólo vincula al propio sujeto y no puede ser convertida, como recuerdan los obispos norteamerica­nos, en un maestro de doctrina. Por eso, cuando un fiel cristiano ante un caso complejo de moral sexual escucha con sinceridad la Palabra de Dios, lee con docilidad la doctrina expuesta por el Magisterio, pide consejo a expertos y pastores, ora con hondura, se revisa constante­mente y realiza un serio esfuerzo por comprender sin lograr entender la postura expuesta por el Magisterio, de ninguna manera podemos hablar de arbitrariedad, ni de subjetivismo, ni de juicios ligeros, superfi­ciales o laxos. Menos aún están apartados del amor de Dios o son pe­cadores. Pero también el fiel tiene que aceptar que la propia opinión está también lejos de ser inmune al error. No puede encallarse de mo­do infantil en la propia opinión subjetiva, incapaz de adoptar una acti­tud de autocrítica incluso cuando la siente como dictamen de la propia conciencia. La tradición moral de la Iglesia siempre ha aceptado los casos de «conciencia cierta pero invenciblemente errónea», o los casos de «incapacidad para recibir un valor», como decimos hoy de manera más actualizada. Pero aunque la conciencia sea libre, no es libre su for­mación. Por eso el Concilio Vaticano II afirma que «los cristianos, en la formación de su conciencia, deben prestar diligentemente atención a la doctrina sagrada y cierta de la Iglesia (al Magisterio)». La concien­cia cristiana nunca puede ser conciencia desligada del Magisterio, pe­ro tampoco mera repetición de él, infiel a sí misma, pues, si no, nunca se renovaría ese mismo magisterio en fidelidad al Evangelio al que pretende servir la conciencia cristiana.

E) Búsqueda común de la verdad. Razones y derecho natural

La Iglesia no es una institución en la que todas las cosas resultan des­de el principio claras y seguras, ni un lugar en el que todo descubri­miento de la verdad opera única y exclusivamente a través de las de­claraciones del Magisterio. El Magisterio es un importante e inaliena­ble instrumento para el descubrimiento de la verdad y el desarrollo doctrinal, pero no el único impulso. Incluso las decisiones dogmáticas han sido la sanción definitiva a un proceso de evolución suscitado por agentes diversos del Magisterio. El Concilio Vaticano II dice humilde­mente: «La Iglesia, que custodia el depósito de la Palabra de Dios, de la que se obtienen los principios en el orden religioso y moral, aunque no tiene siempre a mano una respuesta para cada cuestión, desea unir la luz de la Revelación a la pericia de todos para iluminar el camino que la humanidad ha emprendido recientemente» (GS 33). La búsque­da de la verdad moral cristiana implica reconocer un sistema abierto donde entran, aparte del Magisterio, el sentido de la fe de los fieles, los nuevos conocimientos, el consenso teológico, etc. Fieles, teólogos y expertos tienen que aportar lo específico de su función y no simple­mente repetir el Magisterio. Además, la Tradición de la Iglesia ha de­fendido que sus normas morales son normas de derecho natural y, por tanto, justificables por la razón. Por ese motivo es importante justificar las normas morales que el Magisterio realiza en el ejercicio necesario de su función. La HV se dirigió a todos los seres humanos de buena voluntad, pero hay que reconocer que el esfuerzo por hacer interlocu­tores a todos no produjo las adhesiones que se pretendían a la doctrina expuesta. No es indiferente que esas normas no pueden siempre ser asumidas y comprendidas racionalmente por los fieles, teólogos y ex­pertos. Si la ley natural es accesible a todos los fieles y si el Espíritu Santo está presente en cada fiel, hay que reconocer que se ha prestado escasa atención a las ideas y experiencias de los fieles en cuestiones morales. El concilio reconocía esta necesidad de reconocer «su mane­ra de ver en el campo de su competencia» (LG 62). Por eso no hay que minusvalorar ni ignorar ni acallar cuando muchos católicos (fieles, te­ólogos y expertos) no acaban de ver como conclusivas algunas de las razones de la HV.

F) Valor del principio de totalidad y del mal menor

La HV 14 dice que es un error afirmar que un acto conyugal hecho vo­luntariamente infecundo pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda. En el n. 11 señala que «todo acto matrimonial debe permanecer abierto a la vida». La fecundidad, por lo tanto, se vincula al acto sexual. Lo que no acaban de ver muchos católicos es cómo los actos sexuales en periodos agenésisos permanecen abiertos a la vida cuando, ni en la intención subjetiva ni en una «objetividad na­tural», están abiertas a la procreación. La teología debe preguntarse con seriedad y hondura si la conexión de lo unitivo-procreativo es pro­pia del acto sexual (y de cada acto) o de un amor sexual expresado en el conjunto de la vida sexual. Hay en el trasfondo dos filosofías mora­les: una que vincula la fecundidad a las leyes biológicas y los ritmos naturales de la sexualidad como reveladores de la voluntad de Dios, y otra que vincula la fecundidad a una actitud interior de la pareja que se actualiza en un proyecto global de fecundidad. El debate está en si es posible comprender el sentido de los actos aislados sin apelar a cierta intencionalidad, narratividad, historia, proyectos, etc. La cuestión es si la moralidad de los actos puede «encerrarse» en una descripción mate­rial y externa de actos sin apelar a intenciones, proyectos, narrativas, historias. Por otro lado, hay que reflexionar hoy, en la época en que la anticoncepción y las técnicas de reproducción humana asistida son aceptadas dentro de ciertos límites y condiciones por grandes sectores de la población, si la inseparabilidad se tiene que afirmar sin excep­ciones, sin tener en cuenta las circunstancias, o si es un ideal que ad­mite grados. No olvidemos que lo unitiyo no siempre está plenamente presente y también es gradual.

Por otro lado, no siempre se puede realizar el bien total en una si­tuación concreta; no siempre se puede hacer el mayor bien que pensa­mos. La realidad posibilita, pero también limita. Ya a propósito de la HV, el Episcopado francés recordaba la enseñanza moral constante de que, «cuando se está en una alternativa de deberes, en la que cualquie­ra que sea la decisión tomada no puede evitarse el mal, la sabiduría tra­dicional prevé buscar delante de Dios cuál es en tal coyuntura el deber mayor». En la tradición moral de la Iglesia ha jugado un papel funda­mental el principio del mal menor. No podemos dejar de lado tal ri­queza. El drama de la vida pone a muchas personas en algunos mo­mentos, no en todos, ante la decisión de elegir entre dos situaciones no deseables.

G) La ley del amor y la ley natural

El Magisterio utiliza el argumento de la obligación de respetar las le­yes biológicas y los ritmos naturales como reveladores de la voluntad de Dios y de la realidad del hombre. La HV eleva a categoría ética la función biológica del proceso de la naturaleza. El comportamiento de­be ajustarse a la naturaleza biológica de la persona. Hay un cierto des­plazamiento en el sentido de la norma que prohibía la anticoncepción en la historia: si hasta el siglo XIX tenía una finalidad procreativa, ahora se centra más en el respecto a leyes naturales. Pero la Donum Vitae (1987) supera ese biologicismo y habla de ley natural no sólo en un sentido biológico, sino racional. J. Ratzinger reconoció cómo «a través del derecho natural entraron por la puerta trasera, primero en la teolo­gía y después en las declaraciones hechas más o menos ex cathedra, ideas ajenas al cristianismo». Lo natural, entre otras cosas, es, desde Aristóteles, generativo y degenerativo. Por eso, con la técnica es legíti­mo corregir lo degenerativo. Pero lo natural en un sentido puro es muy difícil de aislar de lo cultural, de una técnica que también es obra de la naturaleza, de un hombre llamado también a recrear y modificar «res­ponsablemente» lo natural para mejorar la vida del hombre. Éste es to­do un debate que no se puede obviar. Muchos cristianos no acaban de comprender que se denominen naturales ciertos métodos (Billings, Ogino, etc.), mientras que otros métodos anticonceptivos no abortivos son descritos como artificiales (cuando permiten la plena comunión se­xual). Para muchos creyentes, más allá de lo natural y racional, el amor es la primera finalidad del hombre, del matrimonio, de los cónyuges. Bien es verdad que el amor cristiano no es un amor cualquiera; es un amor-entrega como el de Cristo, un amor a los enfermos y pecadores y un amor hasta entregar la vida. Además si la imagen de Dios es el amor (1 Jn 4,8), si el amor es el más alto de los carismas, si del amor seremos examinados (Mt 25), toda la ley se cumple con el precepto del amor al prójimo y a Dios. Cuando el amor está presente, los actos con­yugales tienen dignidad. Por eso hay que repensar la relación Dios-hombre que Juan Pablo II plantea en su fundamentación teológica. En la moral católica, nada se justifica sin amor, y habría que volver a in­sistir en lo terrible que es una actividad sexual hecha por coacción, por obligación, por imposición, por violencia, por seducción superficial sin amor o sólo por procreación. Tenemos que recuperar la primacía del amor, de la finalidad del amor. No podemos olvidar las recientes pala­bras del Papa Benedicto XVI, el 10 de mayo de 2008, a los partici­pantes en un congreso internacional sobre la actualidad de la HV: «La palabra clave para entrar con coherencia en sus contenidos sigue sien­do el amor».











Niños y MCS. Guía para padres2


Victoria Luque


Decía Groucho Marx que la televisión le resultaba muy educativa, porque cuando alguien en su casa la encendía, él se trasladaba a otra habitación y leía un libro. Evidentemente, Groucho debía ser una persona muy culta...


Dejando a un lado lo jocoso de esta forma de concebir la televi­sión, he de decir que tengo la ex­periencia, gratificante, y enrique­cedora, de haber estado en casa un año entero sin el susodicho apara­to.


Fue increíble. Oíamos la radio para estar informados, y los niños jugaron y disfrutaron entre ellos muchísimo más que cuando, doce meses más tarde, decidimos llamar al técnico para que la arreglase. Recuerdo que durante ese año sabático, cuando íbamos de visita a casa de algún familiar, los niños se pegaban literalmente a la pantalla de la tele, alucinados, y no había forma de captar su atención. Tal era la novedad, de ver imágenes a color, en movimiento, normalmen­te, dibujos animados.


Aparcar la televi­sión no fue un gran esfuerzo, -series rosas, telenovelas, y películas Light constituían el fuerte de la programación televisiva (igual que ahora)- y para nosotros supuso una ganancia en tiempo, y en enriquecimiento de la vida de familia. No se pueden hacer idea, de lo que los niños son capaces de imaginar, de crear, de experi­mentar...


¿Qué ven?

Con la idea en mente de elabo­rar este artículo he estado viendo, detenidamente, la programación infantil de las distintas televisiones, y he de decir que salvo honrosas excepciones (Lizzie McGuire, en Antena 3, fines de semana, Disney en la 1, también fines de semana, o Leonart, en La 2, laborables por la tarde), en las series televisivas, sí, aparecen niños o jovencitos, pero no son series pensadas para niños.


Para ilustrar lo que digo, les relato la siguiente escena vista en televisión un día cualquiera (sába­do diez de marzo), en horario de superprotección: Serie La familia salvaje: En un determinado momento del capítulo, encontramos a una familia, sentada a la mesa el Día de Acción de Gracias, que mantie­ne la siguiente conversación:

-(...)No hablemos de Madelain e.

- ¿Quién es Madelaine?

- No… me prometiste que no hablaríamos de nada de esto.

-Bueno, Madelaine es amiga de la abuela.

- (la abuela) Sólo compartimos el apartamento…

- (un familiar) No….también el dinero y la cama…


Ese mismo sábado, un rato más tarde, en Antena 3, serie Malcom, veo y escucho lo siguiente:


-Una chica joven da un ma­saje en la pierna a una señora-madre, quien se desmelena de placer, ante el masaje. La chica se aproxima hacia ella, y ella se retira, percatándose de que ocurre algo extraño.


La señora-madre le pregunta si es lesbiana, le dice que si ella la ha provocado de alguna mane­ra, que si se tiene que cambiar el peinado, o qué, para no dar lugar a estas cosas...


En la siguiente escena, el hijo de esta señora aparece desnudo -sólo se ve del torso hacia arriba-en el garaje, ofreciéndole a esta chica su virginidad. Ella le comenta que se vista, que es lesbiana.


Creo que estos dos ejemplos dan idea de lo que nuestros hijos «se tragan» en supuesto horario infantil.



Lamentablemente cada vez hay más niños en nuestra sociedad occidental globalizada, que tienen una infancia reducida a la mínima expresión, enseguida se adultizan, en gran parte influenciados por los mass media. Estos niños ab­sorben lo negativo del mundo de los adultos. Yo me he encontrado con niños así, con mirada aviesa, con procacidades en la mente y en los labios... niños y niñas de diez, doce años... Por ellos, como dice un sacerdote conocido, «se nota que ya ha pasado el mundo».


Dadles lo excelente

Y sin embargo, la Iglesia nos anima a que luchemos por sal­vaguardar lo más precioso de la infancia: la inocencia.

¿Cómo hacerlo? Según Bene­dicto XVI, poniendo a los niños delante de lo que es estética y moralmente excelente. Su argu­mentación no tiene resquicios: Si queremos niños sanos y equilibra­dos, los padres debemos darles de comer «leche y miel», y dejar a un lado la comida basura. Él lo expresa así: «La belleza es como un espejo de lo divino, inspira y vivifica los corazones y mentes jóvenes, mientras que la fealdad y la tosquedad tienen un impac­to deprimente en las actitudes y comportamientos».

Es importante que los padres no despreciemos esta impronta natural de los niños por acoger lo bello, lo verdadero. Se trata de una oportunidad única -cada hijo es único- de formar auténticas personas, libres.

Hoy día los padres cristianos tenemos muchos frentes abiertos, y hay que ser sensatos. Nuestros hijos reciben información «no tutelada», a través de revistas, televisión, Internet, colegio, amis­tades... no se trata de que vivan en una burbuja al margen de la realidad, pero sí de que les ense­ñemos a discernir, a discriminar el bien del mal, que dispongan de unas pautas de comportamiento, de unos valores aprendidos en la familia, en la parroquia, en el cole­gio, si es posible... que les ayuden a defender, en definitiva, su condi­ción de hijos de Dios y herederos de una «vida nueva». Sí, hay que ser valientes. Hay que mostrarles lo que para nosotros es importan­te, para que ellos también lo va­loren, y en los momentos difíciles se agarren a esta esperanza, la de Cristo resucitado. Una realidad que no defrauda.

A los niños hay que darles de comer «leche y miel», como dice la Escritura, y no abrojos y espi­nos. Sé de una amiga mía que, en su afán por establecer unos valores claros en los que sus hijos pequeños pudieran sustentar su personalidad, compró toda la serie de La casa de la pradera, y capí­tulo a capítulo, la fue viendo junto a ellos. Es una opción. No digo que haya que hacer esto mismo, cada uno tendrá que emplear sus propias armas.



Sin lugar a dudas, deberíamos proponerles esta máxima recogida en Deus caritas est: «Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas ne­cesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita».


Realities en horario infantil

Según el Observatorio de las televisiones -OCTA-, lo que más daño hace actualmente a los pe­queños, es la emisión en horario infantil de magazines y realities, «donde los menores se abisman a infidelidades, traiciones, insul­tos, actitudes sexistas, discrimi­natorias e intolerantes, lenguaje inadecuado y soez, visión des­vergonzada del sexo y violencia, adornado con sensacionalismo y morbo». Corremos el peligro de relativizarlo todo, como está en la calle, hay que aceptarlo, es nor­mal. Sin embargo, estas actitu­des y comportamientos socavan el ideal o el proyecto de vida que nos propone la Iglesia.

Por otra parte, es cierto que los adolescentes -qué decir de los más pequeños- lo tienen difícil si quieren encontrar algún programa de tarde que realmente les ayu­de a madurar como personas. Y sin embargo, el chaval sigue ahí, empapándose de despropósitos tales como las telenovelas -tipo Floricienta- o los programas rosa donde al famosillo de turno se le somete al polígrafo (máquina de la verdad), con preguntas del siguiente tenor: «¿Has recibido dinero por mantener relaciones sexuales?».

La misma Iglesia, anima igual­mente a reflexionar sobre su tra­bajo a los guionistas de los progra­mas televisivos, publicistas, direc­tores, productores, y responsables de los Medios de Comunicación, para que «cumplan las propias responsabilidades sin sensacionalismo, de manera responsable, buscando el bien de la sociedad y un escrupuloso respeto por la verdad».

Capítulo aparte merecen las revistas para quinceañeras, donde descaradamente, se trivializan las relaciones sexuales entre menores; lo importante es pasarlo bien, y usar, eso sí, el condón. Aunque lo cierto es que los adolescentes pasan de profilácticos, y así, tras el embarazo no deseado, viene el aborto. O por lo que pudiera ocurrir, la píldora del día después -que es abortiva-.


Nadie en este tipo de revistas, habla de la responsabilidad ante un hipotético embarazo, ni siquiera del sin sentido de entregar tu cuerpo, tu intimidad, a un desconocido en los lavabos de una discoteca. Cuando lo cierto es que de estas relaciones sexuales esporádicas, de fin de semana, lo que sale es una profunda insatisfacción, porque el adolescente es persona, y ha sido creada para amar, no para ser usada como un clínex.


¿Dónde está aquí la responsabilidad de los editores de estas publicaciones? ¿Dónde están lospadres cristianos, salvaguardando la dignidad trascendente de sus hijos? Es necesario abrir los ojos a todas estas realidades, y buscar la unión en asociaciones que defiendan al menor de todos estos abusos de poder.



Caramelos envenenados


Recientemente se ha emitido una publicidad por televisión, bue­nísima. Seguro que muchos de us­tedes la han visto. Advierte de los peligros de Internet para los niños y adolescentes. De repente, abre una señora la puerta de su casa, y aparecen, primero, unos tipos for­nidos, con los brazos cubiertos de tatuajes, con pantalones de cuero, barba, mal aseados, con toda cla­se de artilugios (porras, cadenas, bates de béisbol...) y preguntan por el niño de la casa. La madre, solícita, les indica que está arriba, en el ordenador. Y suben.


Vuelven a llamar a la puerta, y aparecen unas prostitutas, ves­tidas para la ocasión... pregun­tan también por el chaval, y la madre les indica dónde está. Por tercera vez, la madre atiende la llamada, y esta vez se trata de un señor mayor, de mirada ex­traviada, que pregunta también por su hijo... igualmente le indica, dónde se encuentra. Al final del anuncio, surge la pregunta: ¿Si a todas estas personas, nunca les franquearías la puerta de tu casa, por qué les permites la entrada, virtualmente?


El anuncio publicitario no pue­de ser más acertado. Con el nuevo milenio se ha hecho común en las casas del mundo occidental el uso de Internet. Este nuevo foro para la comunicación global es mara­villoso, y a la vez, inquietante. Proporciona enormes posibilidades para el bien, y también ciertos pe­ligros, de los que afortunadamen­te, cada vez los padres, somos más conscientes.


Vivir virtualmente


Continuamente asistimos con asombro a nuevos modos degra­dantes de usar Internet. En rela­ción con la pederastia infantil a través de la red, últimamente han salido a la luz los llamados «ca­ramelos envenenados», es decir, señuelos (regalan a los chavales alguna DS, consola... etc.) a cam­bio de fotos (hechas a través del mismo ordenador) en posturas eróticas; captan al menor a través de páginas web, foros, mensajería electrónica... etc.


Por lo demás, Internet redefine radicalmente la relación psicológi­ca de la persona con el tiempo y el espacio. La atención se concentra en lo inmediato, en datos conti­nuos, muchas veces superfluos; y se pierde, en cierta medida, la visión de la propia vida.


Juan Pablo II ya advertía de este peligro, cuando señalaba que a los jóvenes internautas les falta tiempo para la reflexión sobre su presente, pasado y futuro: «Sin serenidad interior para examinar la vida y sus misterios y para lle­gar gradualmente a un dominio maduro de sí mismos y del mundo que los rodea».


El estar imbuidos en otra rea­lidad, la virtual, durante grandes espacios de tiempo, no deja de ser, una alineación. Es lo mismo que les ocurre a los adolescentes y jóvenes con el uso de los MP3 -y ahora, MP4-: van por la calle es­cuchando música continuamente, sin dejar tiempo para esa «mirada contemplativa del mundo», nece­saria para lograr sabiduría.









«Oración». Contada a los jóvenes3


Mariola López Villanueva




La madre de Sonia se fue de casa cuando ella nació, Ilenia no conoce a su padre, y Fran lo vio sólo una vez. Ellos son algunos de mis chavales del Instituto, un centro de atención preferente en un entorno social con una gran inestabilidad familiar y deteriorado por las drogas. Aunque es­tán en cuarto de la ESO, tienen ya diecisiete y a punto de los dieciocho, son pocos en clase de religión y puedo tener una relación más cercana con ellos. Un día me preguntaron qué hacíamos en la casa, cómo vi­víamos en la comunidad. Entre otras cosas, les conté que por la noche nos juntábamos para rezar y que, a veces, en esas noches me acordaba de ellos y los ponía con Jesús. Eso les sorprendió y les gustó. Una chica me dijo: «¿Y cómo rezas por nosotros?»... «Os traigo al corazón y le pido a Jesús que os cuide, que se os ponga la vida bonita, que en­contréis gente que os quiera y a quien querer:..» De pronto, Ilenia comentó que la única oración que antes se sabía era el Padre Nuestro, pe­ro que se le había olvidado ya; otro nombró a su abuela, y Sonia me di­jo, para mi sorpresa, que por qué no rezábamos allí. Les dije que sí, que el próximo día lo haríamos al final de la clase.


Cuando llegó el día, me llevé una música tranquila y pensé hacer­les una pequeña meditación, que cerraran los ojos, que respiraran...


Pero, a pesar de varios intentos, no pudimos pasar de ahí, porque a un par de chicos les daba la risa. No quería desaprovechar la ocasión, y se me ocurrió que empezáramos a orar con el cuerpo. Nos pusimos de pie en un círculo, hicimos varios gestos de oración, nos pasarnos a través de nuestras manos un plato de luz y al final les dije que nos íbamos a entregar esa luz de Dios unos a otros, a bendecimos. Las chicas entra­ron muy bien, a los chicos les daba más vergüenza. El mayor regalo me lo hizo Sonia, cuando escuché que le decía a una compañera: «déjame que te bendiga»... Ni siquiera sé si ella sabe lo que eso significa.


¡Qué difícil, hablar de oración a los jóvenes, enseñarles a orar, y más cuando a nosotros nos cuesta tanto en este tiempo de altas veloci­dades...! Voy a hacer el intento de traducirla para ellos. No estoy se­gura de poder lograrlo; por eso voy a pedirle ayuda a Sonia, la mucha­cha que quería aprender a bendecir. Ella será mi interlocutora y mi guía.

1. Cuestión de química

¿Has visto, Sonia, Física o química? Estoy segurísima de que sí. Es esa serie que espanta a los padres y adultos y os encanta a los jóvenes, don­de se cuenta con cierta exageración las relaciones en un instituto entre los chavales y los profesores, la mayoría novatos, y donde hacen de to­do lo imaginable. Por supuesto que no vemos a nadie rezar, ¡vaya lo­cura¡ Incluso nos extrañaríamos si apareciera una escena así. Y, sin em­bargo, también la oración es cuestión de «química», como el primer beso; sólo que hay que probarla.


Si en una semana en las series que sueles ver, en las películas, en los programas de TV, buscaras algo que hablara de oración, probable­mente no encontrarías: no aparece, al menos expresamente. Tampoco en las canciones es común, ni en las novelas. Por eso se os queda co­mo algo que no fuera con este mundo ni con vosotros. Y, sin embargo, hay en ti, Sonia, y en cada uno, un anhelo grande, algo más profundo y más hondo que lo que vemos. ¿Te acuerdas de aquel joven rico que se acercó a Jesús? Es el único personaje del Evangelio que, después de encontrarse con él, se marcha entristecido, y eso que Jesús lo quiso mucho, pero él no se atrevió, no se arriesgó a dejar sus riquezas para hacer espacio a una riqueza mayor: la de Dios y los otros en el centro de la vida. Jesús lo dejó partir; con dolor y con pena, pero lo dejó par­tir; porque uno sólo puede mostrarlo y esperar que el otro lo tome. Recuerda siempre que todo lo que tiene que ver con Dios en tu vida se­rá una invitación, una atracción, una propuesta, pero nunca una impo­sición. Tampoco la oración: eso sería no haberla descubierto.


¿Te has preguntado alguna vez a quién perteneces? Cuando descu­brimos la oración en nuestra vida, es cuando empezamos a presentir que importamos para alguien, que hay una Presencia mayor que está en nosotros mucho antes de que empecemos a darnos cuenta, que nos acompaña sin que lo sepamos, y que nos espera, allá dentro, en el fon­do de nuestra alma, y aquí fuera, en los encuentros y en las vivencias de cada día ¿Sabes qué es lo que más me cuesta? Saber que tenemos en nosotros, y sobre nosotros, que nos envuelve por detrás y por de­lante, una fuerza de amor poderosa, y que apenas sabemos cómo co­nectar con ella. No conocemos su «nick» para chatear, ni su móvil pa­ra mandarle un SMS.

Como te decía, también la oración es cuestión de química, de ver­la en otros ojos, de saber que hay un «Tú» que te espera, y decirle: «aquí estoy también yo», y acercarnos poco a poco, como cuando es­trenamos un amigo y cuidamos cada cita. Pero la mayoría de las cosas que vivimos nos ocultan ese «Tú» o apenas dicen nada de él, aunque eso es sólo en apariencia, ya lo irás descubriendo. Una cosa que nos da la oración son «ojos»: de pronto, las cosas y tu propia vida se ven con otra luz, de otra manera. Es tan hermoso poder llevar a otros allí, co­mo una cita compartida de Messenger...; sólo que las cosas que se di­cen son de corazón a corazón y quedan grabadas en el disco duro de nuestra memoria. Esos mensajes no se borran ni ocupan espacio. Y no sólo ves u oyes, sino que puedes tocar y ser tocada ¿Voy demasiado de­prisa? ¡Es que deseo tanto que te den ganas de probarla...!

2. El gimnasio del corazón

¿Practicas algún deporte? Ahora recuerdo que jugabas a voleybol. Ya sabes cuánto hay que entrenar para jugar bien y lo importante que es la disciplina de cada día. No correr de repente un día durante dos horas, sino cada día un poco, para que el cuerpo tenga su tono y no te tiren los músculos. Me impresiona la cantidad de gente que va a los gimnasios, las actuales catedrales del cuerpo; el ejercicio es bueno, siempre que no se sobredimensione. Nada me impresiona más, cuando veo unos Juegos Olímpicos por la tele, que pensar en todo el sacrificio que han tenido que hacer los atletas, las horas y horas que han dedicado a prepararse. Su tiempo, su atención y sus mejores energías giran en tor­no a esa práctica. ¿Te has fijado tú? Es increíble. Y eso para triunfar en un deporte, que es sólo para unos años...; imagina los corredores de fondo... ¡Cuánto más nosotros, para atinar con la carrera de la vida, tendríamos que entrenarnos bien!


En general, creo que los jóvenes cuidáis bastante vuestra dimen­sión corporal y necesitáis cultivar también las dimensiones mentales y emocionales... Pero hay una que está aún más adentro: es la dimensión trascendente de nuestra vida ¿Te suena esa palabra? Significa algo así como que no estamos cerrados en nosotros mismos, que estamos abier­tos a una Realidad mayor que nos trasciende, que tenemos en el cora­zón un hueco que está hecho a la medida de Dios. Pues fíjate que, sien­do ésta una de las dimensiones más importantes de la vida, es la que menos nos enseñan a despertar y cultivar. La dimensión de profundi­dad es la más descuidada y, sin embargo, es aquella que nos hace sen­tir plena la vida. ¿Por qué lo aprenderemos tan tarde? Lo que sentiría mucho es que se te pasaran los años, te liaras con otras cosas y no te dieras cuenta. Intuyo un pozo tan precioso dentro de ti, una fuente tan honda... ¡Y tú sin saber que la tienes! Nos pasamos la vida buscando agua en pozos ajenos, y apenas descubrimos nuestro manantial. La oración nos ayuda a encontrarlo y ensancharlo (también nos ayuda a sanar las heridas, pero eso lo dejaremos para otra ocasión). ¡Cómo nos cambiarían las cosas si cada día pasáramos un ratito en el gimnasio del corazón con Aquel que amorosamente nos espera...! ¡Cómo se nos moldearía la vida...!, ¡qué distintos veríamos los rostros al recibirlos ahí...! Para ello necesitamos pararnos, entrar dentro, buscar en Otro nuestro centro, soltar tantos ruidos que nos acompañan y, si queremos ahondar la relación, tener un ritmo, cierta disciplina, practicar un poco cada día...como el deportista para ejercitar sus músculos.


Y ahora que todos buscan tener su coach, su entrenador personal, ¿sabes que allá adentro tenemos uno? Los cristianos le llamamos Espí­ritu. Ruah. Aliento de Dios. Fuente de todo amor. Es nuestro maestro para aprender a orar. Él nos va enseñando qué decir y cómo hacerlo, y con él nos vienen las lágrimas y la alegría. Si lo frecuentamos, podremos luego reconocerlo cuando se cuela en nuestra vida cotidiana; si no lo conocemos está igual a nuestro lado, y dentro de nosotros, y dentro de los otros, sólo que no lo sabemos... y no contamos con él. ¡Ojalá puedas sentirlo! Estoy segura de que sí; es más, lo has experimentado ya, pero aún no sabes que es él. El día que lo sepas y te queme su fue­go, ya no podrás olvidarlo. En algunos gimnasios preparan una tabla personal, le dan a cada uno su manual de ejercicios. Nuestro manual en ese gimnasio del corazón es el Evangelio; no busques otros si te quie­res entrenar de verdad. Hay cosas preciosísimas sobre la oración, y es­tá bien conocerlas y ayudarte con ellas; pero tú vuelve siempre al Evangelio, mira a Jesús allí, contémplalo, identifícate con sus perso­najes... hasta que llegue a ser Buena Noticia también en ti para otros.



3. Hacernos un cine


¿Te gusta el cine? A mí muchísimo. Meternos en las historias, conocer otras visiones y otros mundos, emocionamos... Pienso que Jesús conta­ba parábolas porque aún no existía el cine. También detrás de cada pe­lícula hay horas y horas de trabajo. Algunas tardan años en rodarse: de cien tomas se aprovechan diez. La luz es muy importante en las pelícu­las; por eso para mí la oración tiene que ver con el cine, porque también es cuestión de luz. Pones lo vivido bajo otros ojos, lo miras desde otro ángulo, no lo contemplas sola. Es como si pudiéramos bañar la realidad en esa luz que descubre lo verdadero, lo que cuenta, lo que merece la pena. ¡Y cuánto cambian las imágenes cuando las recibimos ahí...! Entonces se ven las cosas en versión original. ¿Y sabes qué es lo más emocionante? Que apenas sabemos nada de nuestra propia película y de nuestro papel en ella; que al principio somos meros espectadores y que, en la medida en que nos vamos adentrando en la oración, vamos sien­do protagonistas, señores de nuestra vida, dejando que el guión nos lo vaya haciendo Otro: el que sabe, el que conoce el entramado de la his­toria y la belleza escondida de cada plano. ¡Cómo disfrutan los actores cuando los dirigen buenos directores...! Se dejan llevar, se abandonan... Nosotros contamos con el mejor, pues sólo en Él podemos conocemos y ser lo que somos y desplegar el amor. Encontrarnos con Jesús y vivir con él nos pone la vida bonita, y es en la oración donde lo vamos des­cubriendo, donde nos dejamos mirar y querer.


¿Recuerdas la mirada que dirigió a la mujer adúltera, a la que le acarició y le ungió con el perfume, a Pedro...? Ésos son los ojos que buscan los tuyos. Por favor, no te los pierdas. El día en que los sientas, no podrás olvidarlos. En cada oración nos volvemos hacia esos ojos, que nos bendicen, que nos embellecen, que nos llevan. No te encon­trarás en otro lugar como en ellos. No te verás en otro lugar como te ves allí. Sólo ellos muestran nuestra verdad desnuda; y llegarás a amar tu pobreza como nunca podrías haber imaginado. Mira desde Él a los demás; mira con Él lo que vives, lo que bloquea tu corazón, lo que te da vida y lo que te hace sufrir, tus miedos y tus sueños, las personas que forman parte de ti... Mira también el dolor de los otros, sus anhe­los, su bondad. No dejes nada fuera de esos Ojos que ruedan para ti. Si te dicen que no existen, es porque no los han descubierto. Cuando tú los veas, lo sabrás; y sólo en la oración se muestran. Se van tatuando poco a poco en lo más hondo de ti.


Otro tema importante en el cine son las imágenes; también lo son en la oración. Según sea Dios para ti, según cómo lo veas, así orarás. A veces se nos introyectan imágenes falsas de Dios, fetiches que tie­nen más que ver con nosotros que con Él, con nuestras compulsiones y miedos. Necesitamos frecuentar el Evangelio en la oración para que esas imágenes se nos vayan cayendo y, poco a poco, se muestre ante nosotros y dentro de nosotros el Rostro de Dios que Jesús reveló. Siempre nuevo. Cuando ya creemos conocerlo o saber de él, nos lleva más adentro y más lejos. Un Dios que no se deja contener. Lo que más lo identifica es su amor incondicional y el gusto tremendo que provo­ca en nosotros por la vida y por su diversidad, el cariño por todos y por todo.

Vivimos tan rápido que apenas nos tomamos tiempo para asimilar las experiencias que tenemos. La oración nos hace disfrutar de las me­jores escenas del día y nos hace desear reparar las que nos han gusta­do menos. Detente un rato cuando sea mejor para ti, por la mañana, por la tarde o por la noche, y recorre el día y los rostros, lo vivido, lo ex­presado, lo callado, lo recibido... Igual que después de una buena pelí­cula te quedas pegada al asiento del cine y necesitas un tiempo antes de salir a la calle, así nos ocurre en la oración: no podemos terminarla de repente. Tiene su momento de despedida, de poso, de reverencia.


4. Nuestro «blog» interior


¿Sabes que, sin darnos cuenta, nos vamos haciendo cada vez más indi­vidualistas en esta sociedad nuestra del bienestar? No sé si tu eres de esos jóvenes con tele propia en el cuarto y conexión a Internet que se pasan el día relacionándose virtualmente. La otra tarde fui a un «ciber». A mi lado, un chico marroquí hablaba por «chat» mientras veía la ima­gen de la chica que tenía al otro lado. Por supuesto que yo no entendía lo que le decía, pero sí podía ver sus ojos y su sonrisa. Creo que ese mis­mo chico delante de esa joven, en vivo, no le diría ni la mitad de las co­sas que le comunica por el «chat». Me hace pensar en la necesidad hon­da que tenemos de vivir conectados con los otros, de entrar en rela­ción... y al mismo tiempo en nuestras dificultades para ello. La oración es también un modo vital de relacionarnos que necesitamos aprender.


Cada vez hay más páginas web sobre temas de oración, y seguro que hay algunas muy buenas que te podrán ayudar en distintos mo­mentos. Pero te confieso un secreto: para conectarnos por dentro es mejor apagar el ordenador; si no, serán más imágenes, más palabras, pero no nos calarán, se quedaran en la epidermis de la información re­cibida durante el día. Porque la oración no consiste en saber ni en de­cir cosas, sino en sentir y gustar internamente, que decía Ignacio de Loyola, un buen compañero de camino para descubrir a Dios en la vi­da. Un Dios que conoce tu nombre y que necesita de ti para hacer es­te mundo más humano. Sí, aunque te parezca increíble.


Estamos amenazados de individualismo, y la oración cristiana es un gran correctivo, es una invitación a sabernos con otros, a vivir en comunidad. En ella decimos que nuestro origen es común y pedimos juntos el perdón y el acontecer del Reino. Nada tiene que ver con una oración solitaria. Es una soledad acompañada, llena de rostros (sono­ra, le llamaba el maestro Juan de la Cruz, otro gran buscador de Dios en la noche). A vosotros, que tanto os atrae la noche, en ella os encon­tráis y os queréis, a veces pasáis peligros y malos ratos, en la noche es­tán vuestros amigos y vuestro mundo... Ojalá que podáis descubrirla también como un tiempo de salvación. ¿Sabías que Jesús se retiraba de noche a orar? Eso tiene en común con vosotros, entre otras cosas, que le gustaba la noche para entrar en relación.


¿Tienes un «blog»? Seguro que conoces algunos. Los hay de una sola persona y los hay compartidos. El «blog» de la oración cristiana es con otros, junto a otros, para otros. En los « blogs» se narran expe­riencias, modos de ver, anécdotas, cosas que uno quiere compartir, conversaciones...; es como un diario colgado en la red. Normalmente, tenemos un «blog» exterior, que es el que mostramos, pero tenemos también un «blog» interior que nos es más desconocido incluso para nosotros mismos.


Hemos inflado la exterioridad, la imagen exterior. ¡Cuánto nos jue­ga a todos y cómo la explotan los medios de comunicación...! Pero de lo interior apenas vislumbramos, pues es aquello que no vemos direc­tamente. Podemos conocer y hasta deslumbrarnos por el exterior de una persona, por su belleza, su inteligencia, su simpatía...; pero para conocerla de verdad necesitamos considerar su interior, su modo de ser, su corazón y su visión del mundo. Somos un iceberg para nosotros mismos, y así vemos también a los otros: nuestra mejor parte perma­nece oculta, y la oración nos ayuda a descubrirla, nos da ojos interio­res para mirar lo profundo en las personas, la dimensión más verdade­ra de nuestras vidas. Si algún día tienes tu pareja, prueba a orar por ella, a llevarla junto a Dios y también a rezar juntos, a tener un «blog» interior. Prueba también con los amigos y con las personas con las que más te cuesta relacionarte. Te sorprenderás.


5. La oración se ve en las manos


A veces, según en qué ambientes, nos da cierto pudor decir que rezamos. Quiero contarte una anécdota que me pasó con mi madre. He estado durante un largo tiempo en casa con ella, y le dije que por las tardes, mientras ella echaba la siesta, yo me iba a ir a la habitación a rezar un rato (no creas que no me costó también decírselo...). Una de esastardes, vino una tía a verla, preguntó por mí, y ella le dijo: «Está por ahí dentro, en la habitación, haciendo gimnasia para su espalda...».


Me dio la risa al oírle decir aquello, pero entendí que le daba vergüen‑
za decirle a mi tía que estaba rezando; y es que no tenemos costumbre de expresarlo, de integrarlo en la vida de cada día como algo normal.


Quiero hablarte ahora de hombres y mujeres que supieron decirnos
de su experiencia de oración, para que puedas ver lo que significaba
para ellos. La más conocida es nuestra Teresa de Jesús, que decía: «la
oración es tratar de amistad con quien sabemos nos ama». Porque oró mucho, pudo arriesgar y amar mucho. Ya irás viendo lo que la oración tiene que ver con el amor y con la libertad. Muchísimo más de lo que puedas imaginar. Etty Hillesum, una joven judía de veintitantos años, dio un giro tremendo a su existencia el día en que aprendió a arro­dillarse, y el orar se convirtió para ella en el refugio y la paz de su vi­da en medio de un sufrimiento atroz durante la persecución nazi. Mahatma Gandhi decía algo así: «puedo pasar un día sin comer, pero no puedo pasar un día sin orar». Las personas que se han comprome­tido por los demás, que han trabajado por la justicia, que han sido ca­paces de dar su vida por otros, han sido también personas de oración, de una relación viva con Aquel a quien presentían en todas las cosas. Obtenían su coraje, su humildad y su transparencia en esos tiempos prolongados en su Presencia.


Hay mucha gente que busca y ora a su modo, aunque no lo diga. Me dio gusto encontrar esto en la última novela de Isabel Allende, La suma de los días. Decía: «Lo que pretendo en mi tambaleante práctica espiritual es deshacerme de los sentimientos negativos que me impiden caminar con soltura... No me hago ilusiones, nunca alcanzaré el des­prendimiento absoluto, la auténtica compasión o el estado de los ilu­minados, parece que no tengo huesos de santa, pero puedo aspirar a las migas: menos ataduras, algo de cariño hacia los demás, la alegría de una conciencia limpia» (p. 119).


La oración nos hace amigos de Dios, de los otros y, en última ins­tancia, de nosotros mismos. Nos va dando un tono amistoso con la vi­da, con los acontecimientos. Vamos perdiendo temores, y nos toma una confianza casi de niño que nos hace presentir que, pase lo que pase «todo acabará bien».


Otra cosa importante es que la oración no podemos medirla, no po­demos llevar cuenta de ella. En el deporte, en la interpretación musical, en otras artes, puedes medir los logros. En el arte de orar, siempre sien­tes que no sabes; incluso, con el tiempo, en vez de avanzar, tienes la sensación de que vas para atrás. Una no puede medirla; son los demás los que la ven. Dicen que irradia a través de los ojos y de las manos.


La oración transforma la vida, no nos hace sentirnos mejores que otros; al contrario, nos hace capaces de vernos iguales: igual de nece­sitados e igual de provistos para amar. Desbloquea lo que nos separa de los demás y libera un amor que nos conecta con cada criatura del universo. La oración nos da manos buenas para los otros, nos hace seres compasivos y nos llena de gratitud. ¿Sabes en qué se le notaba a Jesús que oraba? En qué pasó por la vida haciendo el bien y en que amaba a los que nadie quería; y seguro que era mucho, pero mucho más alegre de como nos lo han descrito.

6. El pájaro del alma

No sé si te habrá movido algo todo este rollo y si te animarás a descu­brir la oración; al menos, tómalo como lo mejor que tengo para darte. Disculpa si algunas palabras no acabas de entenderlas. Hay cosas que pueden decirse, y otras que necesitamos descubrir por nosotros mismos, y tú tienes toda la vida por delante. Aprovéchala y, pase lo que pase, siente que no estás sola, que Alguien vela con inmenso amor por ti.


Hay un poema delicioso de Mijal Snunit, una escritora hebrea de cuentos para niños y jóvenes, que me encantaría transcribirte entero, pero, como es muy largo, te regalo tan sólo un trozo como despedida. Cuando acabes de leerlo, no digas nada: respira y permanece ahí, por si el pájaro del alma te estuviera silenciosamente buscando.


[...] Dentro del alma,

en su centro,

está, de pie sobre una sola pata,

un pájaro: el Pájaro del Alma.

Él siente todo lo que nosotros sentimos.

Cuando alguien nos hiere,

el Pájaro del Alma vaga por nuestro cuerpo, por aquí, por allá, en cualquier dirección, aquejado de fuertes dolores.


Cuando alguien nos quiere,

el Pájaro del Alma salta,

dando pequeños y alegres brincos, yendo y viniendo,

adelante y atrás.


Cuando alguien nos llama por nuestro nombre, el Pájaro del Alma presta atención a la voz para averiguar qué clase de llamada es ésa.


Y cuando alguien nos abraza,

el Pájaro del Alma,

que habita hondo, muy hondo dentro del cuerpo, crece, crece, hasta que llena casi todo nuestro interior.

A tal punto le hace bien el abrazo.


Pero sucede que el Pájaro del Alma nos llama,

y nosotros no lo oímos.


¡Qué lástima!

Él quiere hablarnos de nosotros mismos,

quiere platicarnos de los sentimientos que encierra en sus cajones.


Hay quien lo escucha a menudo.

Hay quien rara vez lo escucha.

Y quien lo escucha sólo una vez.


Por eso es conveniente

ya tarde, en la noche,

cuando todo está en silencio,

escuchar al Pájaro del Alma

que habita en nuestro interior,

hondo, muy hondo, dentro del cuerpo.














Los religiosos ancianos

(Del documento “Vida fraterna en comunidad”)

68. Una de las situaciones en las que la vida comunitaria se encuentra hoy con mayor frecuencia es el progresivo aumento de la edad de sus miembros. El envejecimiento ha adquirido un relieve especial tanto por la disminución de nuevas vocaciones como por los progresos de la medicina.

Para la comunidad este hecho comporta, por un lado, la preocupación de acoger y valorar en su seno la presencia y los servicios que los hermanos y hermanas ancianos pueden ofrecer; y, por otro, la atención que se ha de poner en procurar, fraternalmente y según el estilo de vida consagrada, los medios de asistencia espiritual y material que los ancianos necesitan.

La presencia de personas ancianas en las comunidades puede ser muy positiva. Un religioso anciano que no se deja vencer por los achaques y por los límites de la edad, sino que mantiene viva la alegría, el amor y la esperanza, es un apoyo de valor incalculable para los jóvenes. Su testimonio, sabiduría y oración constituyen un estímulo permanente en su camino espiritual y apostólico. Por otra parte, un religioso que se preocupa de sus hermanos ancianos ofrece credibilidad evangélica a su instituto como "verdadera familia reunida en el nombre del Señor".

Es oportuno que también las personas consagradas se preparen desde mucho antes a saber envejecer y a prolongar el tiempo "activo", aprendiendo a descubrir su nuevo modo de construir comunidad y de colaborar en la misión común, a través de la capacidad de responder positivamente a los desafíos del propio envejecimiento, con interés espiritual y cultural, con la oración y trabajando mientras puedan prestar su servicio, aunque sea limitado. Los Superiores organicen cursos y encuentros en orden a una preparación personal y a una valorización, lo más prolongada posible, en los normales ambientes de trabajo.

En el caso de que estas personas lleguen a no valerse por sí mismas, o tuvieran necesidad de cuidados especiales, aun cuando el cuidado sanitario lo presten los seglares, el instituto deberá procurar, con gran esmero, animarlas para que las personas se sientan presentes en la vida del instituto, partícipes de su misión, comprometidas en su dinamismo apostólico, alentadas en la soledad, animadas en el sufrimiento. Estas personas, en efecto, no sólo no abandonan la misión, sino que están en su mismo corazón y en ella participan de una forma nueva y más eficaz.

Su fecundidad, aunque invisible, no es inferior a la de las comunidades más activas. Más aún, éstas reciben fuerza y fecundidad de la oración, del sufrimiento y de la aparente inutilidad de aquellas. La misión tiene necesidad de ambas, y los frutos se manifestarán cuando venga el Señor en la gloria con sus ángeles.



Retos de la Iglesia en España


José Antonio GARCÍA, SJ



1. ¿Dónde está el problema? Un primer análisis


La palabra «reto» supone un correlato de deficiencia, necesidad, crisis, deseo... ¿Cuáles son esas deficiencias de la Iglesia en España?; ¿qué for­mas adopta la crisis por la que atraviesa?; ¿a qué sectores afecta, dentro y fuera de ella?; etc. Sin ese primer diagnóstico correríamos el riesgo de no acertar en las respuestas que demos, cualesquiera que éstas sean.


Han corrido ya ríos de tinta sobre la crisis eclesial y sus posibles soluciones. Lo que nos proponemos aquí consistirá únicamente en identificar algunos «hechos mayores» de esta nueva situación, tanto de la sociedad como de nuestra Iglesia, y expresar con toda sencillez lo que creo que estamos llamados a hacer en el momento actual. Nada original, por supuesto, como quedará patente por las referencias y ci­tas que irán jalonando este escrito.



1.1. La clasificación que hizo el sociólogo de la religión Ernst Troeltsch en 1912 sobre las formas sociales que adoptan las creencias, nos sirve todavía hoy para concretar el panorama español. Troeltsch aludía a es­tas tres: la forma Iglesia, la forma secta y la forma mística.


La primera nos resulta más conocida: es la forma de creer encua­drada en una gran institución jerarquizada. Aquí nos referiremos a ella como la gran Iglesia o la Iglesia grande.


La forma secta se presta a confusión, por lo que necesita ser acla­rada. No se refiere a lo que ahora denominamos peyorativamente co­mo «secta», sino a agrupaciones de creyentes que comparten doctrinas claras, rituales cálidos, interrelaciones de apoyo mutuo, etc., que les ayudan a conservar su identidad creyente en ambientes frecuentemen­te indiferentes u hostiles. Entendida así, esa definición de secta agru­paría a las iglesias evangélicas y pentecostales dentro del protestantis­mo, y también a algunos de los llamados nuevos movimientos dentro del catolicismo español. Es cierto: ellos no se sienten bien definidos bajo tal denominación.


El modo místico de creer designaría a las personas inmersas en una búsqueda religiosa individual. Rechazan, con mayor o menor fuerza, encuadrar su proceso espiritual en ningún grupo o iglesia.


¿Cuál de esas tres formas está en situación de «crisis»? ¿Todas a la vez? ¿Todas por igual? No parece que sea así. ¿No habría que hablar, más bien, de que es la primera, la forma Iglesia, la que atraviesa en Es­paña momentos bajos, mientras que las otras dos parecen gozar de bue­na salud?


Hace ya tiempo que los observadores más inteligentes del hecho religioso abandonaron la tesis de que el proceso de secularización terminaría por arruinar completamente a la religión. Lo que observan es, más bien, una gran mutación de lo religioso y de las formas de creer4. Como ya predijo Durkheim, la religión está más llamada a trasformar-se que a desaparecer.


En el momento actual, dicha mutación estaría balanceándose hacia la segunda y tercera formas de organización de las creencias, con me­noscabo de la primera. Así parecen demostrarlo los hechos. Por ceñirnos a la segunda, el crecimiento de las iglesias evangélicas está siendo espectacular en todo el mundo, especialmente en América Latina y Asia. Sus fieles se calculan ya en 200 millones. Si a ellas se suman las iglesias pentecostales, llegarían a los 400 millones. En Brasil, por ejem­plo, la participación dominical de los evangélicos es ya mayor que la de los católicos5. En lo que toca a nuestro país, son los nuevos movi­mientos, nos guste o no, los que más vitalidad y capacidad de afilia­ción muestran en estos momentos.



1.2. El profesor de Sociología de la Universidad Complutense de Ma­drid, Rafael Díaz-Salazar ha definido, por su parte, el momento actual de la religión en España en los términos siguientes: si imaginamos a la sociedad española como una línea continua, nos encontraríamos, en uno de sus extremos, con aquellas personas y grupos creyentes de fe llena, es decir, cargada de contenidos y prácticas religiosas que infor­man profundamente su vida. En el otro extremo estarían aquellos que tienen una increencia o ateísmo también fuerte, razonado, militante a veces. En medio, a uno y otro lado del punto central de esa línea ima­ginaria, estarían los creyentes de religión vacía, es decir, con una reli­gión sin apenas contenidos y de baja intensidad; y los del vacío de re­ligión, es decir, los que no tienen religión alguna.


Lo novedoso de esta situación, opina el autor citado, estaría en ese nuevo ámbito religioso de la «religión vacía», del que, según él, sabe­mos aún muy poco. ¿Están a la búsqueda o a la espera de una nueva re­ligiosidad? ¿Caminan poco a poco de la religión vacía al vacío de re­ligión? ¿De qué está llena la religión vacía?


Partiendo de estudios empíricos, europeos y españoles, Díaz-Salazar se aventura a cuantificar estos grupos del modo siguiente: los pertenecientes a una religión institucionalizada serían en Europa en tomo a un 34%; en España, un 43%. Los de vacío religioso, un 33% y un 32% por ciento, respectivamente. En cuanto a ese nuevo ámbito, el de la religión vacía, un 27% por ciento en el caso europeo y un 20% en el español6.


1.3. ¿Podríamos ahora, tras este somero análisis sociológico del cato­licismo en España (basta con que sea aproximado), dar nombres con­cretos a las carencias de nuestra Iglesia y a los retos que le lanza tal si­tuación? ¿Será posible aventurar algunas respuestas prácticas?



2. Tres retos mayores


1 °. Un triple foso de separación


Al comparar la gran Iglesia, tal como aparece masivamente en el pa­norama social, con las nuevas sensibilidades seculares surgidas en nuestro tiempo, el teólogo alemán Eugen Biser descubre tres fosos de separación que no cesan de crecer en estos últimos tiempos. Tres bre­chas de alejamiento que constituyen para la gran Iglesia, para todos nosotros, otros tantos retos7. ¿Cuáles son? ¿Qué los produce?


El hombre y la mujer modernos aparecen como «deprimidos por debajo de sí». Son tecnológicamente optimistas, pero culturalmente pe­simistas. Algo serio no va bien en nuestro mundo, hasta el punto de sentir que el futuro está seriamente amenazado. El hombre actual no está a la altura de lo que podría esperar, sino «deprimido» por debajo de sí mismo, es decir, de lo que podría ser y soñar.


Pues bien, cuando ese hombre o esa mujer miran dónde recuperar aliento y, entre otras agencias de sentido y restauración, dirigen su mi-rada a la gran Iglesia, por lo general no encuentran en ella lo que buscan. Lo que perciben son, más bien, mensajes y noticias poco «ani­mantes». Es cierto que no siempre por culpa suya, pero frecuentemen­te sí; y ello atañe a todos los que formamos esa gran Iglesia, no sólo a sus Jerarquías.


¿Qué hemos hecho de nuestro Dios, cuya primera y esencial defi­nición es «amor que desciende», soplo de vida, provocación? ¿Y de Jesucristo el com-pasivo, el que sana las heridas del cuerpo y del alma, el amigo de los pobres y deprimidos? ¿Y del Espíritu, abogado y consolador? ¿Por qué no fluye de nosotros hacia el mundo ese soplo ani­mante de la fe, o fluye tan poco?


b) El hombre y la mujer modernos quieren «ser palabra» en la Iglesia, no sólo oídos y manos. Todos somos «oyentes de la Palabra de Dios» (un primer irrenunciable teológico). Todos queremos ser corresponsa­bles de aquello en lo que estamos embarcados (un segundo irrenunciable antropológico). Todos estamos llamados a ser palabra para los demás, no sólo oídos para lo que otros dicen y manos de lo que otros or­denan (un tercer irrenunciable práctico-eclesial). ¿Pura reivindicación? No. Don de Dios.


Personalmente, pienso que esa triple aspiración, tan humana y tan divina por ser don de Dios, apenas queda respondida y canalizada en nuestra gran Iglesia. Da pánico pensar que hayamos entrado en el si­glo XXI con tanta des-atención práctica hacia esos tres irrenunciables. Y más por lo que respecta a la mujer...

¿O se trata más bien de que en la gran Iglesia no sabemos qué ha­cer con ellos? En todo caso, los efectos de no abordar a fondo ese «re­to» están siendo devastadores para la Iglesia. No existe objeción váli­da para no intentarlo con más decisión.


c) Muchos hombres y mujeres modernos andan a la búsqueda de ex­periencias de «trascendencia» al margen de la Iglesia. ¿Por qué? A este fenómeno se refería Troeltsch más arriba, al hablar de forma «mís­tica» de lo religioso. Modernamente se alude a él como «reviva/ reli­gioso», «la venganza de los dioses», «la vuelta de lo reprimido»... y otras expresiones similares.


Pues bien, cuando ese hombre o esa mujer modernos miran a la gran Iglesia por si pudieran encontrar en ella una ayuda en su búsque­da, no es fácil que la encuentren. Lo que les llega es más un mensaje dogmático o moral que una mistagogía cristiana que canalice su deseo de auto-trascenderse hacia fuera de sí y hacia Dios. Liturgias bien «re-presentadas», que tanto poder evangelizador y catequético tienen y que podrían ser un espacio adecuado de esa búsqueda, son también, por desgracia, poco frecuentes.


Seamos realistas. Es cierto que en su componente institucional y jerárquico la gran Iglesia cuenta con condicionantes muy fuertes para ejercer esa triple función, cosa de la que no siempre es culpable o, al menos, no culpable única.

Contando con ello, me gustaría afirmar lo siguiente: a) no creo que exista en el momento actual otra tarea más importante para la Jerarquía de nuestra Iglesia de España, y para todos nosotros con ella, que la de plantearnos a fondo las causas internas de ese triple foso de creciente separación, tratando por todos los medios posibles de darle una res-puesta pastoral; b) creo también que nosotros, los que formamos la Iglesia grande sin ser su Jerarquía, debemos ayudar en esa búsqueda, a la vez que ofrecemos a nuestros coetáneos, a escala menor, lo que la gran Iglesia se ve tan impedida de lograr. ¿Lo estamos haciendo real-mente, al menos en alguno de esos tres niveles?



2°. La división y falta de diálogo interno en la Iglesia


Después de una gira por los Estados Unidos y otros países de América y Europa, Timothy Radcliffe hablaba del impacto que le había produ­cido la desesperanza de muchos miembros del clero católico. Las cau­sas, según él, eran las siguientes: a) la desconexión entre la doctrina oficial de la Iglesia y las prácticas de gran parte del pueblo de Dios –sobre todo en el ámbito de la sexualidad–, ante lo cual no sabían qué hacer; b) el escándalo causado por los abusos sexuales contra meno­res, cuya secuela de desprestigio y desconfianza estaban pagando to­dos ellos; c) la división interna de la Iglesia8.


A esta última quisiéramos aludir brevemente. Radcliffe la encontra­ba especialmente aguda en América, del Norte y del Sur. Si hubiera co­nocido a fondo nuestro país, pienso que habría añadido España a la lista.


¿Qué nos está sucediendo? En los años 70 y 80, fue un sector de la gran Iglesia (Radcliffe lo denomina «católicos de la Comunión») el que se sintió orillado y humillado por el otro sector (los «católicos del Reino»). Ahora sucede exactamente lo contrario. Si en aquellos años gran parte de la Jerarquía de la iglesia de España y del inundo se apo­yaba en los cristianos del Reino, hoy sus preferencias van claramente por los de la Comunión.


Lo más preocupante de este panorama no es que en la gran Iglesia haya disensos – ¿cómo podría no haberlos?–, sino que tales disensos se conviertan en trincheras. «Preferimos hablar los unos de los otros que unos a otros».


Nos faltan puentes de comunicación, palabras y gestos sacramen­tales que los construyan. Alguien a quien acudir desde uno y otro lado, y el cual, con su fuerza centrípeta, nos muestre la insensatez de vivir así y genere en nosotros una mística cristiana del acercamiento, del diálogo, de la svnergia hacia el Reino de Dios, único objetivo de la Iglesia. ¿Por qué nos resulta en ocasiones más fácil dialogar, e incluso actuar, al lado de ateos o de miembros de otras religiones que en el in­terior de nuestra Iglesia con gente que piensa de otro modo?


Y no es que carezcamos de ese puente, esa palabra, ese Alguien con poder de re-unirnos. Lo tenemos, y no es otro que Jesucristo en la última Cena: «La Cena nos recuerda igualmente cómo vivir este momento (eclesial). Nos recuerda no sólo la pérdida de esperanza, sino tam­bién la desintegración de la comunidad. Es el momento de las acu­saciones recíprocas: "¿Entregarte yo? ¡Moriré por ti!". Y, sin em­bargo, Jesús será vendido, traicionado y negado. La mayor parte de sus discípulos, llenos de miedo, se irán precipitadamente de aquel lugar.


Nuestra esperanza reside en el hecho de que Jesús no se ha ro­deado de una panda de super-colegas de la misma sensibilidad. Esta comunidad no ha sido formada sobre una visión compartida. Una comunidad de personas con la misma sensibilidad no sería sacramento del Reino, sino únicamente sacramento de sí mismas. Somos signos del Reino precisamente porque nuestra unidad no es mental, sino sacramental. Es el hecho de abrazar al extranjero, es decir, al enemigo, lo que hace de nosotros un signo»9.


En las palabras y el gesto de Jesús –«Esto es mi cuerpo que se en­trega por vosotros»– está el secreto, la fuerza centrípeta para esa unión de la que tan necesitados estamos corno gran Iglesia. Ni antes ni des­pués de su muerte cambió Jesús de comunidad ni maldijo de ella, por más que, hablando humanamente, se lo tuviera bien ganado. Lo que hi­zo fue darles su Cuerpo, su vida entregada, como generador de su aco­gida mutua y de su impuso apostólico.


Cercano a ese reto, y formando parte de él, estaría otro: la necesa­ria intensificación del diálogo entre los diversos carismas de nuestra Iglesia grande.


El mismo y único seguimiento de Jesús se realiza en ella bajo dife­rentes formas de vida cristiana: casados o célibes, laicos, religiosos, sacerdotes, obispos... Todas ellas se orientan por igual al Reino de Dios. Pero cada una con un «acento» diferente. La igualación de esos acentos sería lamentable, exactamente lo mismo que la exaltación teórico-prác­tica de unos sobre otros. Ningún casado o casada puede seguir al Señor como si fuera célibe, y ningún célibe como si estuviera casado. Ese acento forma parte de la mística del seguimiento en cada creyente.


Pero entonces, ¿por qué existe tan poco diálogo entre esos distin­tos «caminos hacia Dios», entre esas místicas originales? ¿Por qué nos ignoramos o nos contraponernos tanto religiosos y obispos, casados y célibes, etc.? Pienso concretamente en dos de esos diálogos y en el bien que podrían hacer a la gran Iglesia: el de Obispos y clero dioce­sano con los religiosos, y el de célibes con casados. ¿Qué podría sig­nificar un diálogo así? ¿Cuál sería su punto de arranque y el mutuo en­riquecimiento que podríamos esperar de él?


Me parece importante, en primer lugar, que unos y otros entrára­mos más a fondo en el significado y espiritualidad de la «misión» en la que todos por igual estamos embarcados. Con excesiva frecuencia identificamos «misión» con lo que hay que hacer y con las estrategias para hacerlo, cuando su significado más primario remite a envío y a quien envía, que no es otro que el Señor: «Como el Padre me envió, os envío yo» (Jn 20,21 b).


Desde ese «lugar espiritual» que nos des-centra a todos en la mi­sión para colocar al Señor como Centro imantador de todos, des-acti­vando así nuestra agresividad, habría cosas muy importantes que here­dar unos de otros. Los católicos de comunión, una mayor cercanía y apoyo comunitario, sin el que los grupos humanos tienden a des-com­prometerse; los del reino, un mayor impulso mesiánico, esencial al Evangelio. Lo mismo sucedería entre casados y célibes y entre Obis­pos y clero diocesano con respecto a religiosos y religiosas. Apuesto a que un diálogo así nos haría a todos más permeables y fraternos: más fecundos también, apostólicamente.



3°. «Volver a Jesús»


Cuando las «tradiciones» cristianas que en otro tiempo orientaron la vi-da de sociedades y sujetos han perdido ya ese poder —ejercido muchas veces indebida y abusivamente— y cuando, consiguientemente, se gene­ra en quienes formamos la gran Iglesia el inevitable desconcierto de no saber cómo situarnos en la nueva coyuntura, es preciso volver a Jesús («lides retro oculata»), al origen y fuente de nuestra fe. Por más impor­tante que sea mirar atentamente al hombre y la sociedad actuales («fides ante oculata»), no será suficiente. La fe cristiana está hecha de esas dos miradas: la segunda desde la primera, la primera en la segunda. Es claro: la primacía es de la primera, la que funda radicalmente nuestra fe.


La expresión «volver a Jesús» puede resultar ambigua, puesto que no se trata de ningún ejercicio histórico o arqueológico. Tal vez habría que decir, siguiendo en esto a San Ignacio de Loyola: «traer a Jesús» a nuestro presente (Ejercicios Espirituales, 102), pues de eso se trata. Esa la misión que dio Jesús al Espíritu poco antes de morir: la de ha­cer que Cristo fuera contemporáneo nuestro (Jn 16,12-15) Ahora bien, en esta última perspectiva tampoco podríamos olvidar que Cristo es Jesús de Nazaret, resucitado pero el mismo. En tal sentido, las dos ex-presiones podrían ser perfectamente asumibles.


Pues bien, vayamos o traigamos a Jesús, siempre contemplaremos en él lo mismo: su Pasión por Dios, de la que deriva y en la que entronca su amor y entrega a la humanidad, especialmente a los pobres, a los enfermos y a todos los excomulgados de la vida. No deberíamos equivocarnos, por tanto. Si la Iglesia es (somos) prolongación históri­ca del cuerpo salvador de Cristo, su primer reto es Dios. Dios y su Reino. De Dios debe «recibirse» la Iglesia, no de sí mima ni de ningún otro. Al Reino de Dios ha de «consagrase» la Iglesia, y a nadie más. Dios y su reino ha de ser su Tesoro, sus Ojos, su Señor (Mt 6,19-24).


Prolongar históricamente a Jesucristo en su pasión por Dios va a suponer para la gran Iglesia en España y para todos nosotros en ella buscar más a Dios, dialogar más con él, discernir junto a él nuestra vida y acción: buscarlo y hallarlo en todas las cosas. Por lo general, ha­blamos mucho de él, pero demasiado poco con él. Va a suponer tam­bién acompañar a otros en esta misma búsqueda.


Prolongar históricamente a Jesucristo en su pasión por la huma­nidad, y especialmente por los pobres... Pido disculpas por centrarme en dos de esas pobrezas, consciente como soy de que la lista sería interminable:


Se avecinan unos años socialmente duros para nuestro país, y mu­cho más para los terceros mundos. Los efectos de la crisis econó­mica ya están ahí e irán a más. Todos sabemos a quiénes golpearán con más fuerza. La Iglesia de España está haciendo ya un esfuerzo inmenso (reconocido unas veces, otras no) por aliviar muchas ne­cesidades materiales. Pero no bastará con eso en los próximos años.


¿Somos conscientes, o lo somos suficientemente, de que la respuesta de la fe a esta situación pasa necesariamente por los bolsi­llos de quienes sufrimos menos, poco, o nada, esa crisis? He ahí una primera derivación de que Dios sea realmente el primer «pro­blema» de la Iglesia para todos: obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, clases medias, gentes que conservan su trabajo y gozan de una relativa estabilidad económica... Desde los más golpeados, Dios llama a su Iglesia a una mayor movilización en favor de quie­nes son sus predilectos por el simple hecho de necesitar más de su «reinado».


Dentro de la gran Iglesia existen otras situaciones de pobreza que no podemos más que mencionar (las llamamos así por lo que tie­nen de exclusión real, coincida además o no con otro tipo de ex­clusiones sociales o económicas). Por ejemplo: parejas que convi­ven antes de casarse; divorciados vueltos a casar; miles y miles de parejas casadas que no viven su relación afectivo-sexual según las normas de la Iglesia; otros tantos que sólo se identifican «parcialmente» con ella; el mundo de los homosexuales; etc., etc. ¿Qué pensar de su situación actual ante la gran Iglesia'? Pero ¿qué pen­sar también de la posición de nuestra Iglesia ante todos ellos?


Hace años, leí un librito del teólogo alemán y ahora cardenal, Walter Kasper, al que me siento muy agradecido10. Al hablar de los fracasos matrimoniales y de la postura de la Iglesia con respecto a los divorciados, decía lo siguiente: con respecto a la indisolubili­dad del matrimonio, la Iglesia no podrá renunciar a seguir predi­cando el ideal evangélico defendido por el propio Jesús: la del ma­trimonio para toda la vida, símbolo (sacramento) del amor incon­movible de Dios a la humanidad. No podría hacerlo.


Pero en Jesús no encontramos sólo ese dato. Encontramos tam­bién una infinita misericordia, com-pasión y acercamiento hacia los «fracasos humanos». ¿Por qué no podría la Iglesia, se preguntaba Kasper, conjugar mejor las dos actitudes de Jesús: el anuncio de un ideal al que prepararse y por el que luchar, y la com-pasión no excluyente hacia los fracasos o impotencias humanas, casi siempre tan condicionados? ¿No existe otra manera mejor que la actual de defender la sexualidad humana, el matrimonio, la fe dé­bil, etc.?


Estas preguntas son extremadamente serias para nuestra Iglesia pues están en la base de una enorme sangría eclesial, producida sobre todo a partir de la Humanae vitae. No podemos cerrar los ojos ante este «éxo­do silencioso» de muchos creyentes que ni entienden ni ven fundadas ni cumplen algunas disposiciones del magisterio en todos estos campos. Con un agravante añadido: el descrédito se extiende hacia otros terrenos en los que la Iglesia empeña su palabra de un modo mucho más com­prometido y trascendente. Me refiero, por ejemplo, a los temas del abor­to, la justicia social, etc. Ese creciente descrédito hace que todas sus palabras se arrojen indebidamente en el mismo saco roto, aunque en rea­lidad tengan muy distinta fundamentación e importancia.


Urge, por tanto, un replanteamiento en este y otros campos que in­corpore mucho más que hasta ahora el diálogo interno de la iglesia y también el diálogo de la Iglesia con las Ciencias y la sociedad. Tene­mos que aprender a vivir en una sociedad plural, no tutelada ya por la Iglesia. Tenemos que aceptar con humildad y paz que no poseernos «todas las palabras» sobre los problemas humanos y que, por tanto, ni podemos darlas por definitivamente encontradas ni, mucho menos, im­ponerlas. Sí buscarlas con otros; y, por supuesto, proponer sin imponer la que sí es nuestra: Jesucristo y su Evangelio11.



3. A modo de conclusión


Si fuera cierta la afirmación de que es la Iglesia grande la que pasa por una profunda crisis, al tiempo que se re-configuran otras formas reli­giosas al margen de ella, ¿dónde deberíamos centrar nuestros esfuerzos: en dar por liquidada esa forma «constantiniana» de vivir la fe y sondear otros caminos o en re-inventarla? Muchos se han decidido ya por lo primero, pero no es ésa nuestra opción.


«Reinventar la gran Iglesia» es el título de un artículo citado más arriba. Si la palabra «reinventar» suena a exceso verbal, podría tradu­círsela por «nuevas formas de ser una Iglesia grande», como también hace su autor. El primer paso de tal intento consistiría en inventariar aquellos grandes tesoros de la Iglesia capaces de dar respuesta y de ca­nalizar las inquietudes religiosas de nuestras sociedades, de un modo que no les sería fácil ni al cristianismo de búsqueda ni a una federación de comunidades fervorosas. El autor cita algunos como los siguientes:


a) la experiencia de la duración;


b) la capacidad de acoger a todo el mundo, no sólo a los afines; en ella podrían, teóricamente, co-existir sensibilidades culturales, eclesiales y espirituales distintas; también la segunda y la tercera formas de las que hablaba Troeltsch;

una impresionante y riquísima tradición espiritual capaz de es­tructurar interna y originalmente la fe de cada sujeto y de cada comunidad; etc.12


No queremos repetirnos. Para que todo eso fuera posible, la gran Iglesia tendría (tendríamos) que recuperar la capacidad evangélica de transmitir aliento; la dinámica de confianza en Dios; el interés por reconocer y expandir el espíritu sin etiquetarlo como propio... Algo de lo que ya hablamos en la segunda parte de este artículo.


Existen viejos modos de ser Iglesia grande que no tienen futuro. Otros, sin embargo, sí lo tienen. Es más: «Tras un largo periodo de sos­pecha con respecto a las instituciones, podría suceder que la debilidad de éstas o su ausencia se hicieran sentir cruelmente. En ese momento, la gran Iglesia, por el mero hecho de su estructura y del tejido de la­zos que representa, será probablemente muy esperada»13.

1 Dorotea: el ingenio de la caridad14

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