Luis González Carvajal


Luis González Carvajal





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Demos una nueva oportunidad a la paz











  1. Retiro ………………….……….......................3 - 13

  2. Formación…………….……….....................14 - 23

  3. Comunicación……………………………………….24 - 28

  4. Vocaciones…...….…............................29 - 40

  5. La solana……………………………………………….41 - 42

  6. El anaquel……….……............................43 - 56







Revista fundada en el año 2000

Segunda época


Dirige: José Luis Guzón

C\\ Paseo de las Fuentecillas, 27

09001 Burgos

Tfno. 947 460826 Fax: 947 462002

e-mail: jlguzon@salesianos-leon.com


Coordina: José Luis Guzón

Redacción: Urbano Sáinz

Maquetación: Amadeo Alonso

Asesoramiento: Segundo Cousido, Mateo González e Isidro Revilla


Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN: 1695-3681









NÚCLEO V DEL CG26



LAS NUEVAS FRONTERAS



José María Blanco

Delegado Capitular

de la Inspectoría de León



  1. Introducción


Pretendemos en este Retiro aproximarnos al texto del núcleo quinto del CG 26 no desde una perspectiva intelectual o simplemente informativa, sino en clave de conversión personal y comunitaria, como interpelación a nuestra vida, como llamada de Dios que nos habla al corazón de cada salesiano y de cada comunidad, para comunicarnos una “Buena Noticia”, un “kairos”: Dios sigue contando con nosotros y nos envía a las nuevas fronteras juveniles para ser signos e instrumentos de Su amor como lo fue en el siglo XIX Don Bosco para aquellos jóvenes de Turín. Una misión apasionante que nos hace mirar hacia el futuro con el corazón esperanzado de Don Bosco. Las nuevas fronteras son la respuesta a nuestras preguntas sobre nuestra significatividad, sobre el sentido de la vida religiosa y seglar salesiana en nuestros días. Hay un lugar para la Familia Salesiana del presente y del futuro. Y ese lugar no está en el centro de la sociedad o de la Iglesia, en los “lugares” más cómodos y protegidos, no está entre las élites sociales o religiosas, sino que Dios nos está esperando en la frontera de la exclusión y el sufrimiento; en la frontera de los jóvenes sin esperanza, sin familia, sin trabajo, sin futuro; en la frontera de los jóvenes alejados de la Iglesia o en proceso de alejamiento; en la frontera de las familias desestructuradas y de tantas familias que encuentran enorme dificultad para cumplir su misión de ser la primera escuela de humanización y de evangelización; en la frontera de los nuevos lenguajes juveniles y culturales; en la frontera de una sociedad cada vez más alejada de la fe.


Pero a las nuevas fronteras no va cualquiera ni de cualquier forma. Hacen falta personas con una buena dosis de ilusión, con capacidad de ver más allá de las apariencias, de leer la realidad con criterios evangélicos, y, sobre todo, con un corazón lleno de fe y de amor, dispuesto a “dejarse la piel” por esos jóvenes, dispuesto a soportar fracasos, rechazos y a intentarlo mil y una vez con creatividad y abriendo nuevos caminos para afrontar esos nuevos retos. En definitiva hacen falta personas cuyo programa de vida suene algo así como “Da mihi animas, cétera tolle”, personas dispuestas a ir a las fronteras de los jóvenes pobres con la pasión educativa y apostólica de Don Bosco. Y esas personas, esos “Don Boscos” del siglo XXI, esos nuevos misioneros, somos cada uno de nosotros, salesianos, y cada miembro de la Familia Salesiana, allí donde estemos, seamos jóvenes o mayores, con unas cualidades u otras, en unos ambientes u otros, pero con un proyecto de vida común, el de “ser en la Iglesia signos y portadores del amor de Dios a los jóvenes, especialmente a los más pobres”1.


Todo retiro es una invitación al cambio, a la conversión. Y una de las novedades del CG 26 es que, antes de abordar las líneas de acción de cada núcleo, presenta unos procesos que son necesarios activar para poder llevar a cabo ese cambio. Un cambio nada fácil porque implica mentalidades y estructuras, personas y comunidades, salesianos y seglares. Un cambio difícil pero necesario, porque las nuevas fronteras precisan nuevos corazones, nuevos métodos, nuevos lenguajes. Las líneas de acción tienen sentido en cuanto orientaciones que pueden favorecer esos procesos de cambios. Pero esos procesos más que exteriores son en primer lugar procesos interiores. Y este retiro puede ser una oportunidad para impulsar esos procesos interiores.


Por ello comenzamos recordando cuáles son esos procesos de cambio a los que el Señor nos llama, para tener presente desde el principio la visión global de la llamada de Dios de la que el Capítulo General XXVI se hace portavoz:


Para afrontar las exigencias de la llamada y los desafíos provenientes de la situación y para realizar las líneas de acción consiguientes, es necesario cambiar mentalidades y modificar estructuras, pasando:


  1. de una atención ocasional a los jóvenes pobres, a proyectos precisos y duraderos a su servicio;

  2. de una mentalidad asistencial, a la implicación de los jóvenes pobres para que sean protagonistas de su desarrollo y se comprometan en el ámbito socio político;

  3. de una intervención directa por las víctimas de la injusticia, a un trabajo en red para combatir sus causas;

  4. de una pastoral juvenil no suficientemente atenta a los contextos familiares, a una mayor inversión de energías a favor de la familia;

  5. de una actitud tímida y de una presencia esporádica en los media, a un uso responsable y a una animación educativa y evangelizadora más incisiva;

  6. de una situación de debilitamiento progresivo de las obras en algunos países de Europa, a un relanzamiento del carisma;

  7. de la tendencia a concentrarse en la gestión de obras ya consolidadas, a una flexibilidad valiente y creativa;

  8. de una acción educativa autosuficiente, al trabajo en red con cuantos están preocupados por las necesidades de los jóvenes”2.


  1. Las nuevas fronteras: clave de lectura de todo el documento capitular



El Rector Mayor, en el discurso de clausura del Capítulo, presentó tres claves de lectura de todo el documento.


La primera la expresa como la de “calentar el corazón de los hermanos, volviendo a partir de Cristo y de Don Bosco (…). Tenemos necesidad de un encuentro con el Señor que venga a hablarnos al corazón, que nos ayude a volver a encontrar nuestras mejores energías, las que brotan del corazón; que venga a dar alegría y encanto a nuestra vida, a ayudarnos a profundizar nuestras motivaciones, a reforzar nuestras convicciones, a estimularnos a caminar en el signo de la fidelidad a la alianza, ordenando nuestra vida personal, comunitaria e institucional según los valores del Evangelio y según el carisma de Don Bosco”3 .


La segunda clave de lectura es la labor misionera, la urgencia de evangelizar, tomando como referencia tres elementos: ser obedientes al mandato del Señor Jesús de ser sus testigos en todo el mundo y hasta el fin de la historia, la convicción del valor fermentados y de la función transformadora que tiene el Evangelio en todas las culturas, y la predilección de Don Bosco por los jóvenes haciendo de ellos protagonistas de su experiencia pedagógica y espiritual4.


Y la tercera clave de lectura es el de las nuevas fronteras “como lugar natural para la vida consagrada y como llamada para hacerse presente en los lugares de mayor degradación y necesidad, desde el punto de vista tanto religioso como cultural, ecológico, social”5.


Centrándonos en esta tercera clave, es importante la reflexión que hace a continuación el Rector Mayor, en la que constata que “la atención a los últimos, a los más pobres, a los más menesterosos está llegando a ser una ‘sensibilidad institucional’ que, poco a poco, implica muchas obras de la Inspectorías. Se han multiplicado las plataformas sociales, se ha dado lugar a un trabajo en red y se está operando en sinergia con otras agencias que trabajan en el mismo campo. Es como si se hubiese comenzado a ‘salir de los muros’, girando por la ciudad y escuchando el grito y la invocación de auxilio de los jóvenes”6. O como dice más adelante: “Hoy el trabajo de los pioneros ha sido asumido por la Institución, y sobre todo se está adquiriendo una mentalidad que nos permite colocarnos en todas partes con esta clave de lectura, haciendo la opción a favor de los más excluidos y marginados. Es una gracia observar que en la Congregación está creciendo esta mentalidad: dar más a quien ha recibido menos”7.


Esta sensibilidad y opción crecientes es expresión ineludible de lo que significa una vuelta real a Don Bosco, con su mismo corazón compasivo y creativo, con su misma predilección por los jóvenes más pobres. Es hacer experiencia hoy de lo que Don Bosco sintió y vivió recorriendo las calles y las cárceles de Turín: “Con el mismo corazón de Don Bosco sentimos que tenemos que encontrar nuevas formas de oposición al mal que aflige a tantos jóvenes (…). No podemos dar como caridad lo que les corresponde a ellos como justicia8.


Siguiendo la invitación del Rector Mayor9, debemos releer las Memorias del Oratorio como memoria y profecía, contemplando y dejándonos cuestionar por ese Don Bosco que al entrar en contacto con los muchachos de la cárcel de Turín supo comprender la realidad social y leer su significado en profundidad, haciendo nacer en él una inmensa compasión por aquellos muchachos10. Y de esa compasión nacen sus proyectos sociales de prevención, planteados con una gran fantasía educativa y pastoral, con respuestas nuevas a los nuevos desafíos: “Así es como Don Bosco piensa ante todo prevenir estas experiencias negativas, acogiendo a los muchachos que llegan a la ciudad de Turín en busca de trabajo, los huérfanos o aquellos cuyos padres no pueden o no quieren cuidarse de ellos, los que vagan por la ciudad sin un punto de referencia afectivo y sin una posibilidad material de una vida digna. Les ofrece una propuesta educativa centrada en la preparación para el trabajo, que los ayuda a recuperar confianza en sí mismos y el sentido de la propia dignidad. Ofrece un ambiente positivo de alegría y amistad, en el que asuman, casi por contagio, los valores morales y religiosos. Ofrece una propuesta sencilla, adecuada a su edad y sobre todo alimentada por un clima positivo de alegría y orientada hacia el gran ideal de la santidad. Consciente de la importancia de la educación de la juventud y del pueblo para la transformación de la sociedad, Don Bosco se hace promotor de nuevos proyectos sociales de prevención y de asistencia”11.

Y todo ello lo hace Don Bosco superando una visión meramente asistencialista, buscando ir a las raíces, a las causas de la exclusión, buscando una trasformación cultural, un cambio de mentalidad en la sociedad que previniese esas situaciones, implicando al mayor número de personas, dando comienzo a ese vasto movimiento para la salvación de la juventud que formamos la Familia Salesiana12.


Esta preocupación por avanzar más decididamente en esta dirección no es nueva. Ha estado muy presente en los últimos Capítulos Generales y en diversas cartas de los Rectores Mayores. Así, por ejemplo, el Capítulo General 22 nos decía que “la caridad pastoral vivida por Don Bosco nos estimula a ir a los jóvenes más necesitados, a los que se encuentran en peligros especiales, tanto en el tercer mundo como en la sociedad de consumo”13, y nos pedía “(que las inspectorías) vuelvan a los jóvenes, a su mundo, a sus necesidades, a su pobreza; que se le den una verdadera prioridad, manifestada en una renovada presencia educativa, espiritual y afectiva, que procuren hacer la opción valiente de ir hacia los pobres, volviendo a ubicar si es preciso, nuestras obras donde la pobreza es mayor”14.


A su vez el CG 23 solicitaba a cada inspectoría determinar nuevas y urgentes formas de compromiso, principalmente entre los jóvenes que están en mayor dificultad, instituyendo para ello alguna presencia significativa de nuestra caminar al lado de los jóvenes más alejados15.


Muy significativa es también la carta que D. Vecchi escribió sobre este tema en 1997, “Sintió compasión de ellos (Mc 6, 34)”16, de la cual podemos recordar algunos textos a modo de ejemplo, aunque toda ella es un estímulo para avanzar en esta frontera de las nuevas pobrezas juveniles: “el anuncio de salvación a los pobres es el signo por excelencia del Reino y por consiguiente la dimensión más profunda de nuestra misión educativa”17; “(la opción preferencial por los pobres) no corresponde a algunos, sino que es obligación de toda la Iglesia. No hay que realizarla aisladamente, sino en comunión; no hay que instrumentalizarla con protagonismo de personas o de grupos, sino que debe realizarse con la complementariedad de dones, prestaciones y proyectos”18; “del encuentro con los jóvenes pobres nació nuestra pedagogía (…), de la situación de los muchachos pobres surgen las iniciativas y los programas que surcan nuestra historia: el Oratorio, las Escuelas de Formación Profesional, el internado como si fuera una familia (…). Parece pues natural que parta desde aquí para renovarse”19; “los jóvenes pobres, indicados como los primeros y principales destinatarios de la misión salesiana, no están en el texto constitucional simplemente al lado de otras categorías enunciadas, sino en su centro, irradiando un significado bajo cuya luz se entienden las demás especificaciones del campo al cual nos sentimos llamados (…). La misión salesiana tiene de esta forma una definición unitaria, no una lista indiferente de posibilidades”20; “muchas iniciativas son ‘buenas’, pero no todas hablan con la misma elocuencia, realismo y verdad. Muchas obras pueden ser de cierta utilidad, pero no todas manifiestan el Evangelio, el amor de Dios sembrado en el corazón de los creyentes con la misma inmediatez y profundidad. Muchas acciones parecen aceptables, funcionales en la sociedad en la que vivimos, algunas son fuertemente ‘evangelizadoras’ y proféticas. La presencia entre los jóvenes más necesitados está entre éstas”21.


Teniendo en cuenta todo este marco y clave de lectura podemos entender mejor la llamada de Dios y las propuestas que el Capítulo General nos hace en el núcleo V sobre las nuevas fronteras.




  1. Volver a partir de los jóvenes pobres:
    frontera prioritaria para ser fieles a Don Bosco


No es posible ser fieles al Evangelio, no es posible ser seguidores de Jesús, sin una opción clara y decidida por los más pobres. El Dios anunciado y encarnado en Jesús es el Dios de los pobres, el Dios que siente compasión y se conmueve hasta las entrañas ante el grito de dolor de los oprimidos, el Dios que se manifiesta como liberador del pueblo esclavizado en Egipto y que se pone siempre del lado de los humildes y de los últimos, el Dios que alza su voz a través de los profetas contra las injusticias y la corrupción de los gobernantes, el Dios que a través de la palabra y sobre todo de las acciones de Jesús se revela como Buena Noticia para los pobres. El camino que lleva a Dios pasa necesariamente a través del amor tierno y comprometido por los que sufren, por los excluidos de la sociedad. Mística y compromiso, contemplación y lucha, son ejes que se implican mutuamente en la experiencia cristiana, tal y como la vivió Jesús y como la han vivido a lo largo de la historia todos los grandes seguidores y seguidoras de Jesús.


Así lo entendió también Don Bosco, cuya pasión por Dios no le llevó a un falso misticismo, a un espiritualismo desencarnado, sino que le llevó a ver y sentir la realidad con la mirada y el corazón de Dios. Y, como Dios mismo, oyó el grito de los jóvenes pobres que vagaban por la ciudad de Turín, que eran explotados en las nuevas fábricas, que se maleaban en las cárceles, o que, sin familia y tal vez sin fe, estaban solos en la encrucijada más importante de su vida donde se decidía su futuro, víctimas de una sociedad que se aprovechaba de ellos y se servía de ellos mientras le eran útiles y luego se desprendía de ellos en las cárceles o dejándoles morir por las enfermedades y las pésimas condiciones de vida, cuando ya no les necesitaba.


¿No recuerda todo esto a lo que estamos viviendo hoy en día con los inmigrantes que llegan a nuestro país? ¿o con los menores en situación de riesgo o exclusión? ¿o con pueblos enteros de los que nos hemos enriquecido, y seguimos haciéndolo, y que abandonamos a su suerte cuando se ponen en peligro nuestros privilegios?


Asumir la frontera de la pobreza implica en primer lugar asumir una nueva manera de mirar e interpretar el mundo y la sociedad. Es adquirir una mirada, una sensibilidad, un modo de leer la realidad, que nos haga abrir los ojos y ver esa frontera de la pobreza no como algo lejano sino como algo que tenemos muy cerca de nosotros, en las consecuencias y aún más en las causas, fruto de nuestro estilo de vida, de nuestra indiferencia, o de nuestra falta de coraje en muchos casos. Sólo si se nos conmueven las entrañas como a Jesús ante el sufrimiento de las personas, sólo si, como Don Bosco, quedamos “horrorizados” ante el espectáculo de la pobreza, podremos adentrarnos con pasión en el mundo de los pobres.


Por ello, la primera llamada de Dios a la que alude el Capítulo General XXVI en este núcleo, es la de hacer nuestra la experiencia de Don Bosco de dejarnos interpelar existencialmente por las situaciones de pobreza actuales de los jóvenes: “Al recorrer los caminos del mundo, también nosotros nos encontramos en los rostros de los jóvenes inmigrantes, a muchachos explotados por el turismo sexual y por el trabajo de menores, a tóxicodependientes, a enfermos de SIDA-HIV, a inadaptados sociales, a desocupados, a víctimas de la violencia, de la guerra y de los fanatismos religiosos, a niños-soldado, a muchachos de la calle, a disminuidos físicos y psíquicos, a jóvenes en peligro. Quedamos impresionados por lugares de marginación en los que los jóvenes viven, como en periferias de ciudades y barrios de chavolas, y por algunas situaciones de marginación como las de los refugiados, de los indígenas, de los gitanos y de las minorías étnicas. Reconocemos también las esperanzas de los jóvenes espiritual y culturalmente pobres, que solicitan nuestro compromiso: jóvenes que han perdido el sentido de la vida, carentes de afecto a causa de la inestabilidad de la familia, desilusionados y vacíos por la mentalidad consumista, indiferentes religiosamente, desmotivados por el permisivismo, por el relativismo ético, por la extendida cultura de muerte”22.


Volver a Don Bosco, volver al Evangelio con la pasión de Don Bosco, nos exige en primer lugar una conversión de la mirada y el corazón, un preguntarnos cómo es nuestra sensibilidad ante todas estas realidades, hasta qué punto nos hemos acostumbrado a ellas, o peor aún, si en nuestro modo de verlas y juzgarlas nos hemos “contagiado” tanto de la mentalidad dominante que nos alegramos cada vez que se anuncia “mano dura” con los inmigrantes, con los menores, con los “diferentes” por motivos religiosos, culturales, sexuales, etc., en vez de verles con los ojos y corazón misericordiosos de Dios que nos recuerda que son hermanos y hermanas nuestras, hijos e hijas del mismo Padre, que nos dice: “lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”23.


Pero tampoco podemos quedarnos ahí. Otros muchos contemporáneos de Don Bosco vieron también a los jóvenes pobres de las calles de Turín. Pero se quedaron en la lamentación, o en la espera de que otros hiciesen algo. Sin embargo Don Bosco, se sintió interpelado en primera persona. “Don Bosco se sintió enviado por Dios para responder al grito de los jóvenes pobres e intuyó que, si era importante dar respuesta inmediata a su mísera situación, todavía lo era más prevenir las causas”24.


Ante los nuevos desafíos, ante las nuevas fronteras de la pobreza juvenil, Don Bosco responde con audacia. Conjugando “respuestas inmediatas” con “prevenir las causas”. Dos aspectos fundamentales de la acción salesiana: la urgencia y pragmatismo de las respuestas ante la pobreza, y la capacidad de ir más allá con respuestas más globales que vayan a las causas mediante la educación de los jóvenes y la transformación de la sociedad. “Siguiendo su ejemplo, queremos ir a su encuentro, convencidos de que el modo más eficaz para responder a sus pobrezas es precisamente la acción preventiva (…) educación ética, promoción de la dignidad de la persona, compromiso socio-político, ejercicio de la ciudadanía activa, defensa de los derechos de los menores, lucha contra la injusticia y construcción de la paz”25.


El crecimiento continuo de las plataformas sociales en nuestras obras salesianas, no puede ser fruto únicamente de que hay una nueva política social de las Administraciones y una potenciación de su financiación. Estas plataformas tienen que ser fruto en primer lugar de una opción evangélica y salesiana de nuestra Congregación e Inspectorias por avanzar en respuestas eficaces ante las pobrezas juveniles, de una opción nuestra por los pobres en cualquier ambiente (también escuelas, parroquias, centros juveniles, ONGD’s), estando dispuestos a dar no sólo de lo que nos sobra sino de lo que necesitamos para vivir, como la viuda del evangelio a la que Jesús pone como modelo26.


Si sólo estamos dispuestos a trabajar con los pobres mientras otros lo financien (sean administraciones o entidades privadas) y otros hagan el trabajo directo con ellos (seglares contratados), estamos aún lejos de esa vuelta a Don Bosco, que abrió su Oratorio y su casa a todos los necesitados sin tener nunca la seguridad de tener dinero para afrontarlo, fiándose siempre de Dios y de la fuerza multiplicadora del bien que genera recursos de donde menos se esperan, e implicándose e implicando a los salesianos en primera persona, y a tantos seglares en ese servicio educativo.


Si el criterio de calidad de nuestras escuelas es sólo el académico y la buena imagen y no es sobre todo el de si están realmente al servicio de los últimos, “dando más a quien ha recibido menos”, siendo especialistas en respuestas creativas para afrontar el fracaso escolar, potenciando todos los instrumentos de atención a la diversidad, orientación psicopedagógica, inserción de minorías e inmigrantes, etc., que ese ambiente ofrece, estamos lejos de esa vuelta a Don Bosco, que optó por escuelas que fuesen populares, pensadas para los jóvenes trabajadores, y que tenía claro que su carisma no era para la juventud rica y acomodada de Turín, aunque no le faltases ofertas para atenderles en mejores condiciones que su pobre Oratorio y sus talleres profesionales.


Si entendemos nuestra vida religiosa como un mantener lo que tenemos, un vivir alejados de los problemas sociales, laborales y económicos en los que se ven envueltos la mayor parte de la población a nuestro alrededor (si no nos hemos alejado también físicamente de este ambiente popular donde nacieron la mayor parte de nuestras obras), estamos aún lejos de esa vuelta a Don Bosco y a la misión de la vida religiosa como profecía, como parábola, como testimonio radical, como memoria viva de Jesús de Nazaret y de su evangelio, del programa de vida expresado en la máxima “Da mihi animas, cétera tolle”.


Todos estos cuestionamientos son sólo ejemplos, a los que cada uno puede añadir otros muchos, que nos ayudan a descubrir las muchas implicaciones que la llamada de Dios expresada en el Capítulo General nos plantea para afrontar la nueva frontera de las pobrezas juveniles. El mismo Capítulo reconoce, junto con los avances conseguidos en este ámbito, algunas de las dificultades detectadas: “Existe una cierta resistencia a renovar, recalificar, convertir nuestra mentalidad. Resulta débil todavía la formación de salesianos y seglares para saber leer los signos de los tiempos y evitar el peligro del alejamiento de los jóvenes. Además, a veces, nuestro compromiso educativo no logra llegar a quien está fuera de nuestro ambiente. Para responder a las nuevas pobrezas, las Inspectorías a veces se han confiado a la iniciativa de algún hermano sensible y no siempre han puesto en acto iniciativas programadas conjuntamente”27.



Un desafío como éste requiere auténticos esfuerzos de renovación y procesos de cambio de mentalidades y de estructuras: “de una atención ocasional a los jóvenes pobres, a proyectos precisos y duraderos a su servicio; de una mentalidad asistencial, a la implicación de los jóvenes pobres para que sean protagonistas de su desarrollo y se comprometan en el ámbito sociopolítico; de una intervención directa por las víctimas de la injusticia, a un trabajo en red para combatir sus causas”28.


Unos procesos que nos tienen que llevar a “tomar opciones valientes a favor de los jóvenes pobres y en peligro”29, que exigen sensibilidad personal y comunitaria, predilección por los pobres, proyectos explícitamente dedicados a los jóvenes más pobres de la zona, solidaridad con las obras sociales, valor para recolocar y reajustar las obras para que estén al servicio de los jóvenes pobres, búsqueda de alternativas a determinadas situaciones negativas de los jóvenes, defensa de los derechos de los menores con valor profético y sensibilidad educativa. Éste es el contenido de la línea de acción 15 que se desarrolla en las siguientes intervenciones propuestas:


La comunidad

  • afronte las nuevas pobrezas que viven los jóvenes del contexto y mantenga viva la sensibilidad para las formas más graves;

  • exprese la predilección por los pobres, proyectando con la comunidad educativa pastoral

  • iniciativas explícitamente dedicadas a los jóvenes más pobres de la zona;

  • siéntase particularmente solidaria con las obras de la Inspectoría dedicadas a los más pobres;

  • busque respuestas a las pobrezas espirituales de los jóvenes, proponiendo experiencias y recorridos que despierten la dimensión religiosa de la vida y los ayuden a descubrir a Jesús como Salvador.


La Inspectoría

  • garantice que en el proyecto orgánico inspectorial haya obras explícitamente dedicadas a los jóvenes más pobres y en peligro y prepare personal calificado;

  • asegure que en el proyecto educativo pastoral de cada obra se ofrezca una propuesta de promoción humana y de educación en la fe adecuada a la situación de los jóvenes más pobres;

  • tome con valor, donde sea necesario, la decisión de recolocar y reajustar sus obras para que estén al servicio de los jóvenes pobres y de las clases populares;

  • estudie la posibilidad de activar proyectos y de crear espacios para ofrecer a los jóvenes una alternativa a formas de diversión física y moralmente peligrosas;

  • promueva la defensa de los derechos de los menores y de los jóvenes y denuncie su violación con valor profético y sensibilidad educativa”30.


Pero, como decíamos al principio, estas intervenciones y estos procesos de cambio serán posible en la medida que las hagamos nuestras personalmente, en la medida que cada uno de nosotros las asumamos como parte de nuestro proyecto personal de vida. Y, desde ahí, nos comprometamos para que sean asumidas comunitaria e inspectorialmente, con el apoyo y la voluntad de todos.



  1. Conclusión


El Rector Mayor nos recordaba al inicio del Capítulo: “Hoy la situación del mundo y de la Iglesia nos pide caminar con el Dios de la historia. No podemos renunciar a nuestra vocación de ser, como consagrados, la punta de diamante en el Reino de Dios, los centinelas del mundo y los sensores de la historia. (…). Un elemento típico de Don Bosco y de la Congregación ha sido siempre la sensibilidad histórica y hoy, más que nunca, no podemos descuidarla. Ella nos hará atentos a las instancias de la Iglesia y del mundo. Nos hará “ir” y “salir” a la búsqueda de los jóvenes.”31.


Pues bien, esa sensibilidad histórica y sobre todo nuestra vocación cristiana y salesiana, es la que ha de hacer de nosotros personas capaces de responder hoy con valentía y confianza a estas nuevas fronteras que el CG 26 nos presenta. Pero esto implica en primer lugar un proceso de conversión personal y comunitario, y este retiro puede ser un espacio para una reflexión profunda y una escucha atenta a esa llamada de Dios que me interpela y me llama, como a Abrahán, a salir de una tierra conocida y tranquila hacia otra desconocida e imprevisible: “Sal de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre y vete a la tierra que yo te indicaré” 32. Habrá algunos que, como los enviados por Moisés para explorar la tierra prometida, sólo vean “gigantes”33, problemas y dificultades, con el corazón lleno de miedo, pero otros, y a eso somos nosotros llamados, verán como Josué, una tierra llena de oportunidades, “una tierra muy buena” 34, una tierra que antes que nada es la tierra a la que Dios nos envía, y donde Él nos espera, “el Señor está de nuestra parte; Él nos hará entrar en ella y nos la dará; es una tierra que mana leche y miel”35.


Aprendamos de María, que tras escuchar al ángel la necesidad de su pariente Isabel, “se puso en camino y se fue deprisa a la montaña”36. Con prontitud, con disponibilidad, con valentía, con mucha fe, pongámonos en marcha (o aceleremos el ritmo si ya estamos en camino) hacia la nueva frontera prioritaria que se nos presenta en los jóvenes más pobres. Volver a partir de Don Bosco es volver a partir como él y como María hacia los jóvenes más pobres, seguros de que “para Dios nada hay imposible”37.


El Capítulo General 26 nos presenta otras fronteras: la familia, la comunicación social, Europa, nuevos modelos de gestionar las obras. Cada una requeriría una reflexión particular que excede las posibilidades de un Retiro. Pero en el fondo, la actitud para afrontar esas otras fronteras, coincide con la que fue para Don Bosco y es para nosotros la prioritaria de los jóvenes pobres, la actitud del “Da mihi animas, cétera tolle”, la pasión por Dios y por los jóvenes, que lleva a mirar la realidad y a actuar con el espíritu fiel y creativo de Don Bosco: “el vino nuevo, en odres nuevos”38.


No hay espacio para el estancamiento ni espiritual ni estructural, para el aburguesamiento, para la mediocridad y la resignación. Quien ama sabe encontrar los caminos y superar hasta los obstáculos más grandes. Quien no ama, cualquier pequeña dificultad es excusa para no hacer nada. Que el amor de Dios por los jóvenes pobres despierte nuestros corazones y haga realmente de nosotros otros “Don Boscos” en las nuevas fronteras del siglo XXI. Éste es el objetivo del CG 26 y éste ha de ser nuestro objetivo fundamental personal en los próximos años. Pongámonos a ello con ilusión y coraje. La ayuda de Dios y María Auxiliadora no nos va a faltar.













La sed de Dios39



María José Cancelo Baquero


1. ¿Hay o no sed de Dios en nuestra sociedad? ¿Por qué?


«Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dice Jesús: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?"»

(Jn 20,14-15) .


Entendemos por «sed» la gana o necesidad de beber. El cuerpo humano es, en un 80%, agua. El agua es indispensable para nuestra vida. En un sentido figurado, llamamos también «sed» a todo deseo, apetito o necesidad imperiosa de algo de lo que no se puede prescindir para vivir. La sed implica, pues, un movimiento o inclinación natural de la voluntad y de todo nuestro ser hacia algo que consideramos un bien.


Si nos fijamos en nuestro entorno, veremos cómo todos andamos en búsqueda de algo que consideramos un bien: unos, un pedazo de pan para dar de comer a sus hijos; o una oportunidad cruzando el estre­cho; otros, con más suerte, buscamos el éxito, el dinero, el poder...; ser más, alcanzar una meta, y luego otra, y después otra (un coche, otro mejor...; una casa, mejor dos...; mejorar la imagen, sentirnos alguien, tener una pareja que «nos llene»...).


Si nos fijamos bien, creo que podríamos afirmar que somos aque­llo que buscamos. Estas búsquedas son las que van configurando nues­tras vidas, a lo que dedicamos nuestro tiempo y nuestro afán.


Ahora bien, en cuanto logramos lo que deseamos, ya no nos resul­ta suficiente. Tales búsquedas no acaban de llevarnos a algo que nos llene plenamente. ¿Cuál es en realidad la necesidad profunda? En el fondo, ¿qué estamos buscando?, ¿a qué aspira verdaderamente nuestro corazón?


Supongo que es a esta inquietud profunda, a esta necesidad siem­pre insatisfecha, a lo que nos referimos cuando hablamos de la «sed de Dios». Pero me pregunto: ¿es de verdad Dios (o lo trascendente) algo necesario en nuestras vidas?


No me corresponde a mí hacer un análisis filosófico ni teológico acerca de si se trata o no de una necesidad existencial. Pero sí quisiera poder dar testimonio de mi experiencia y de lo que veo a mi alrededor.


La sed de Dios me habla de la búsqueda de lo esencial de la vida, aquello en que se fundamenta el sentido de la existencia humana, el misterio de la vida. Misterio sobre el que, por más que nos empeñe­mos, no hay una respuesta que lo agote completamente.


Creo que hoy, en nuestra cultura occidental, la cuestión de sentido no se plantea frecuentemente; y cuando se hace, no se suele tener a Dios como respuesta única, al menos al Dios cristiano.


Pero quizá la pregunta que tenemos que hacernos no es sobre la sed de Dios, sino que, antes de eso, deberíamos profundizar acerca de si hay o no sed de algo más, si hay o no una tendencia natural a pregun­tarnos por el sentido. Y, en caso afirmativo, cuáles son las respuestas que damos.


Creo que la sed de algo más es una experiencia común a todos los mortales. Esta sed puede ir desde lo más simple y concreto, como son las necesidades básicas –que nunca parecen quedar totalmente satisfe­chas–, hasta esa tendencia a ir más allá de lo evidente, que se muestra en las actividades más elevadas, como la investigación científica o, mejor, en otro nivel, la creación artística. En todo caso, siempre en búsqueda, siempre en dinamismo de alcanzar algo más, algo mayor, algo mejor, la realización plena de todas las capacidades, posibilidades, deseos y aspiraciones del corazón. ¿Acaso la plenitud? ¿Acaso lo tras­cendente? En cualquier caso, una esperanza de algo.


Así, si echamos un vistazo a nuestro alrededor, podemos observar cómo nuestras vidas y cuanto nos rodea parece estar en continua evo­lución, en realización, en proyecto, llamado a realizarse siempre como una plenitud. Es como un dinamismo que nos viene impuesto.


Si ahora miramos hacia el interior, también sentirnos de algún modo esa tendencia hacia la armonía, la plenitud. Dentro de nosotros, algo nos inquieta y nos inclina a encontrarle un sentido a todo, una esperanza de sentirnos plenamente realizados.


Yo creo que no podemos negar que en toda persona hay una sed profunda de lo esencial; de lo radical, algo que va incluso más allá de las ansias de verdad, de belleza, de amor, de armonía, de felicidad total...: una especie de deseo de infinito en lo más profundo de noso­tros mismos.


Pero la sed implica también un vacío que llenar, un echar de menos algo, un interrogante abierto...; y lleva consigo, además, la avidez por eso que falta para sentirse satisfecho. Nos pone en referencia a algo que no estamos seguros de poder alcanzar, pero que sentimos que necesitamos saciar. Esto supone un riesgo. ¿Podemos aspirar a llenar nuestros vacíos? ¿Es posible y, por tanto, razonable aspirar a esta ple­nitud? ¿Puede lo finito abrirse a lo infinito? ¿No habrá que confor­marse con la mera realización posible, dentro de nuestras limitadas posibilidades, sin aspirar a nada más?


Esto último parece razonable y sensato. Entonces, ¿por qué seguir dándole vueltas? Sin embargo, ¿nos contentamos verdaderamente con vivir lo mejor posible, con ser capaces de conocer y describir cada vez un poco mejor la realidad que nos rodea, con tratar de explicar cómo funciona? ¿De verdad que no sentimos la necesidad de ir más allá y preguntarnos por qué existimos, por qué existe algo? Incluso el mismo hecho de hacerse estas preguntas de sentido ¿no parece indicar una ten­dencia a esperar una respuesta?...


Apenas nos detengamos a pensar, percibiremos nuestra absoluta dependencia, la contingencia de todo lo existente; y si no nos aferra­mos demasiado a los prejuicios, si abrimos nuestros esquemas cerra­dos, tal vez empecemos a intuir la posibilidad de otra Presencia, de algún Otro, de otro orden... que de alguna manera, extraña a nuestra limitada capacidad, responde a todo esto.


Esta desproporción radical que sentimos entre lo que es y lo que desearíamos alcanzar, y que por nosotros mismos resulta imposible de resolver, esa necesidad de algún otro que nos origine, nos habla a algu­nos de una Presencia que va más allá de nosotros, que lo atraviesa todo, que nos fundamenta, que nos constituye y sostiene en el ser.


Esto es, para mí, la sed de Dios.



2. ¿Cómo se manifiesta hoy la apertura a la dimensión religiosa?


«Me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes agrietados que no retienen el agua» (Jr 2,13).


Pero lo que es evidente es que a estas inquietudes, a esta «sed», no todos le damos la misma respuesta, sino que cada cual busca calmarla en las fuentes que le parecen mejores, o las que tienen al alcance o las que están más de moda. Porque en esta sociedad del mercado hay ofer­tas de todo tipo y para todos los gustos. Creo que se puede afirmar que la respuesta religiosa que pone en Dios su esperanza está muy cuestio­nada. Ha sido puesta bajo sospecha por alienante y acrítica, lo cual no es de extrañar para quienes, como yo, hemos sido educados en un ambiente racionalista, pero a quienes se nos trasmitió una fe más pro­pia de la época premoderna; una fe que, a poco crítico que fueses, se te caía enseguida de las manos.


Ya no sirven, pues, las respuestas religiosas simples sin contraste con la razón crítica.


Además, la idea de Dios que ha quedado en el imaginario colecti­vo está asociada a una predicación propia de los tiempos anteriores al concilio Vaticano II: la de un Dios todopoderoso, juez justo, que pre­mia a los buenos y castiga a los malos y que choca de frente con la sen­sibilidad actual.


Por otra parte, a más de uno nos parece que la Iglesia jerárquica está muy alejada de la vida real y de los problemas de la gente, por lo que ha perdido el prestigio y la credibilidad.


Y, así, hay personas que recurren a los nuevos movimientos reli­giosos o semi-religiosos. E incluyo aquí, con todo respeto, desde el budismo y el zen hasta las más variadas opciones al estilo «New Age» y toda suerte de magias y esoterismos, tan increíblemente en boga en una cultura racionalista. Lo que creo que ocurre es que, por lo menos, no tienen de ellos una idea preconcebida que les cause rechazo, ni está tan mal visto como el decirse cristiano. Incluso da un «toque» intere­sante. Además, estas opciones tienen a su favor que se mantienen den­tro de la intimidad y no comprometen social ni públicamente a las per­sonas que se acercan a ellas.


Algunos otros –pocos en este entorno– se inclinan por una salida más radical, buscando escapar de la complejidad a través de opciones que oferten respuestas firmes. Caen en grupos fundamentalistas que les ofrecen un camino que les inspira seguridad; aunque sea a base de renunciar a la capacidad de discernir, a cambio de una salvación segu­ra a fuerza de hacer méritos para contentar a Dios.


Otros se quedan en un más o menos cómodo conformismo, pen­sando que, por más vueltas que se le dé a estos asuntos, no se puede saber nada con certeza. Además, como tienen tantas sospechas acerca de quienes dicen creer en algo –que para ellos suele ser gente fanáti­ca–, mejor no intentar pensar en ello y llenar los vacíos con lo que atraiga los sentidos y cause placer, teniendo así las necesidades «entre­tenidas» y viviendo lo mejor que se pueda. Creo que estas últimas per­sonas son las que más abundan en mi entorno y generación.


Intentaré describir la situación sociocultural que propicia estas posturas. Me centraré en la última, que me parece la más extendida.

3. ¿Qué factores inciden en la creación del clima espiritual actual?

Vivimos en una sociedad que tal vez podríamos definir no tanto como increyente o agnóstica, sino, más bien, «indiferente». Se han sumado para ello diversos factores.

Por una parte, hay que considerar la secularización derivada de la crítica racionalista moderna al sistema religioso imperante hasta hace pocos años.

En esta misma línea estaría el cuestionamiento acerca del proble­ma del mal y del escándalo del sufrimiento de los inocentes, o el de la injusticia estructural. Es decir, el problema de cómo explicar que no hay contradicción entre la realidad del mal y la existencia de un Dios bueno.


Mientras no encuentran una respuesta razonable a este interrogan­te –y es más cómodo no buscarla–, les resulta imposible creer en un Dios que les merezca la pena.


Por otro lado, creo que influye el modelo de sociedad actual. El contexto sociocultural es esa realidad que nos envuelve, el ambiente en que vivimos. Y nos configura más allá de nuestra voluntad y va con­formando nuestra mentalidad y sensibilidad.


La nuestra es una sociedad individualista y fragmentada, típica del sistema cultural y económico que se ha globalizado, el neoliberalismo, el cual se caracteriza por la potenciación extrema del consumo, apoya­do por los nuevos sistemas de comunicación inmediata y las nuevas tecnologías, y que cuenta, para su expansión con la complicidad de los medios de comunicación social.


Vivimos bombardeados por muchas imágenes y sensaciones, esta­mos como aturdidos. La realidad es compleja y cambiante. La vida sucede a mucha velocidad, siempre estarnos con prisas, y parece que sólo nos mueve el ansia de resultados inmediatos, que, al ser alcanza­dos, generan otro nuevo deseo que alcanzar; y así vivimos, siempre a la búsqueda de algo nuevo que nos haga sentir bien (placer, diversión, éxito, «marcha», etc.).


Todo esto nos hace andar muy dispersos, identificados con dema­siadas cosas, muy «entretenidos». Recibimos tanta información, tanta sensación y tantos impactos que, sin apenas darnos cuenta, se nos cue­lan en el interior y se apoderan de nuestros sentimientos y de nuestra libertad. Es como una trampa mortal: no tenemos capacidad de decidir. Tan poseídos estarnos que no hay tiempo ni espacio para las preguntas de sentido.


También influye la cultura ramplona instalada hoy, con una falta total de ideales y utopías, egocéntrica y narcisista, sin interés por el pasado y sin grandes planes de futuro. Vivimos en un presente inmedia­to, en el que el valor que más se esgrime es el de la libertad, entendida corno «hacer lo que a uno le da la gana», sin límites y sin tener en cuen­ta para nada el bien común. Es una concepción materialista que ciega la capacidad de atisbar el valor de todo aquello que pueda trascender nues­tros propios intereses y, por lo tanto, también lo trascendente.


Esta dinámica es tan brutal que casi podría decirse que, para mucha gente, la vida pasa sin darle tiempo a nuevos y mejores planteamien­tos; y casi me atrevo a decir que la única posibilidad de que esto cam­bie es que la vida, con alguna de sus tretas sorpresivas, les abra algu­na brecha indeseada en sus seguridades, por donde se les cuele alguna pregunta existencial. Aun así, y salvo que el desconcierto sea muy grande, muchas veces se intentan eludir los interrogantes con la dis­culpa de que lo que ocurre es que estamos deprimidos y que para eso la solución está en algún tratamiento químico de última generación o en algún curso de control mental, o algo por el estilo. Cualquier cosa, con tal de no pensar y afrontar el vacío.


Pero, si somos sinceros, todo ello no ha logrado que desaparezca la pregunta acerca de la justificación de la existencia, aunque la tenemos tan oculta que surge poco.



4. ¿Cómo anunciar el Evangelio de Jesús en este contexto?

En este contexto, parece que, antes que plantearnos el anuncio explícito del evangelio, deberíamos abrir cauces para que surjan, o bien las preguntas existenciales, o bien alguna aproximación a una experiencia de lo trascendente que abra el camino a las preguntas y a sus posibles respuestas.

Creo que la mayoría de los seres humanos hemos experimentado más pronto o más tarde algún modo de experiencia religiosa, algún destello de eternidad que se asoma a nuestra vida a través de alguna realidad que nos conmueve e ilumina. Estas experiencias suelen venir ligadas a hechos o actividades que se desenvuelven en el ámbito de lo simbólico, en las artes; o ante experiencias de amor, de autenticidad, de libertad, de verdad, de bondad, de belleza... Dejarnos tocar por algo de esto puede llevarnos a intuir que hay algo muy profundo dentro de nosotros mismos y en la realidad, que vive para siempre; algo que posee esas capacidades por definición y que nos atrae, nos llama, nos eleva y trasciende. Así, el encuentro con algo bueno, bello, verdade­ro..., pero, sobre todo, la experiencia de amar y sentirse amado, nos hace posible atisbar algo que va más allá de lo que vemos. Nos pone en trance de experiencia de lo trascendente.

Esta dinámica es tan brutal que casi podría decirse que, para mucha gente, la vida pasa sin darle tiempo a nuevos y mejores planteamien­tos; y casi me atrevo a decir que la única posibilidad de que esto cam­bie es que la vida, con alguna de sus tretas sorpresivas, les abra algu­na brecha indeseada en sus seguridades, por donde se les cuele alguna pregunta existencial. Aun así, y salvo que el desconcierto sea muy grande, muchas veces se intentan eludir los interrogantes con la dis­culpa de que lo que ocurre es que estamos deprimidos y que para eso la solución está en algún tratamiento químico de última generación o en algún curso de control mental, o algo por el estilo. Cualquier cosa, con tal de no pensar y afrontar el vacío.

Incluso la experiencia preciosa del amor humano, siendo la más sublime, no calma totalmente nuestra sed. Esta experiencia convive siempre con una sensación de soledad no colmada, pues tenemos una capacidad de relación infinita que sólo el misterio de algo trascenden­te se barrunta como capaz de llenarla.

Los cristianos creemos que en lo más hondo de la realidad hay un misterio último que es Amor. Esto es lo que nos reveló Jesús de Naza­ret, un Dios Padre-Madre que crea por Amor y con la única finalidad del bien de sus criaturas, teniendo como único límite el de su inevita­ble finitud. Toda esta realidad tan compleja no es fruto de un azar ni está destinada a la extinción, sino que está habitada por una energía que la crea y la sostiene. Además, Dios actúa en sus criaturas y cuenta con nosotros para que su proyecto se haga realidad en el mundo.

Para poder transmitir esta presencia, para que se haga palpable, tenemos que lograr, antes que nada, experimentar a Dios corno Padre, sentir su bondad, su compasión, experimentar la confianza total en su misericordia, llenarnos nosotros mismos, saciarnos acogiendo su ofer­ta de amor para reflejar en nuestra propia vida el rostro de ese Dios en el que se puede poner la esperanza última.

Pero este mensaje se encuentra de frente con la barrera que supo­nen los prejuicios que hay en la sociedad frente a la Iglesia. Se ha abierto un abismo entre el discurso religioso oficial, cargado de dog­mas y prohibiciones, y las vidas reales de la gente, con sus problemas e inquietudes, deseos y proyectos, fracasos y sufrimientos...

Además, el lenguaje de la Iglesia no ayuda mucho a paliar este abismo, pues no conecta con la forma de razonar ni con las necesida­des de la gente de hoy. Los ritos están vacíos de contenido. Las pala­bras que se utilizan y los modos de expresar la fe no tocan los resortes que pueden despertar las inquietudes de las personas. Por otro lado, los argumentos teológicos deberían poder superar dignamente la crítica de la razón. Además, hay que reconocer que la evangelización desde el dogma y el magisterio no está funcionando. Creo que hay que replan­tearse todo el esquema pastoral que se ha venido utilizando. Por todo ello, estoy de acuerdo con quienes piensan que la única manera de que la opción cristiana tenga cabida pasa por recuperar la experiencia ori­ginal de la que surgió; y repensar la manera de expresarla con un len­guaje y unos esquemas a la altura de los tiempos.

No podemos prescindir de la cultura en la que nos movemos. Tenemos que admitir que la concepción tradicional, el esquema desde el que se explicita la fe, está en crisis; pero admitirlo desde la certeza de que la experiencia fundamental en la que se sustenta nuestra fe y esperanza sigue vigente. Estamos, pues, obligados a repensar cómo transmitirla. Hay que tener en cuenta que en España, después del nacional-catolicismo, la gente ha quedado vacunada contra la idea que se le «vendió» de cristianismo por el propio cristianismo. Hay un temor a que la fe suponga una negación de los bienes del mundo y una constricción a la realización de la persona en lo que se refiere a poder gozar de la vida en todas sus dimensiones.

Como dice Torres Queiruga, nuestra cultura ya no puede admitir un concepto de Dios que se sitúe frente a lo humano como si fuesen rea­lidades contrapuestas. Un Dios al que sólo se llega por la ascesis, la abnegación, los sacrificios y oraciones, porque está allá arriba, y noso­tros aquí abajo, y nos exige todo para ser merecedores de Él.

Una vez que hemos tomado conciencia de la autonomía del mundo y del ser humano, sólo cabe una propuesta que reconozca lo divino como trascendente y distinto, como lo que sustenta y da el ser a lo humano; de modo que, cuanto más presente se hace Dios en el hom­bre, tanto más afirmado siente éste su ser; y cuanto más se entrega el ser humano a Dios, con tanta más hondura se recibe a sí mismo y tanto más humano es. Todo en la vida, vivido hondamente, puede llevar a Dios. Es importante transmitir este mensaje para que se disuelvan las reticencias.

Esta experiencia honda de lo humano con relación a lo divino con­tribuiría a romper la imagen que tiene la gente de que la Iglesia es, ante todo, una moral; y no tanto un lugar en el que poder encontrar esa experiencia mística de la que hablamos: un lugar donde se respire esperanza y no condena; un espacio de pertenencia en igualdad, y no un lugar en el que te sientas sometido, donde unos son los que saben, pueden y ordenan, y otros sólo obedecen; un lugar donde las mujeres se sientan y se sepan con los mismos derechos y deberes reconocidos, y no relegadas al papel de segundonas.

Hay que recuperar la dignidad que trajo Jesús para todos y todas, la dignidad de ser hijas e hijos de Dios con la misión de anunciar el evangelio: una misión compartida por todos, hombres y mujeres, lai­cos, religiosos y sacerdotes, cada uno según su carisma y vocación, pero con igual dignidad. Ésta es una asignatura pendiente e imprescin­dible para que nuestra oferta sea válida hoy.

Nuestra credibilidad, y con ella la del mensaje que proclamamos y queremos transmitir, se juega en la coherencia de nuestras vidas. En los tiempos que corren, pienso que es mucho mejor no explicitar dema­siado la fe, sino vivir de tal manera, con unos valores y estilos, con un sentido de la vida profundo, que lleve a preguntarse a quienes no creen qué será lo que nos mueve.

Y esto pasa por nuestra implicación, junto con todos aquellos que trabajan en la misma dirección, en la construcción de un mundo mejor –más evangélico–, de una sociedad más solidaria, en la que el objeti­vo del progreso pase por la liberación del ser humano de toda opresión, la convivencia desde la justicia, la búsqueda del bien común y el cui­dado del entorno.

Como he señalado anteriormente, el único camino que veo posible es volver a la experiencia de los primeros cristianos, recuperar la expe­riencia de la que nacen los evangelios.

Es necesario volver al Jesús histórico e interpretar todo lo que sabemos sobre él desde los conocimientos actuales del contexto en que se movió, y así poder entender el carisma de su figura y preguntarnos por el misterio que encierra desde nuestros conceptos y modos de com­prender. De este modo, podremos acercar la persona de Jesús –su vida y sus valores– a nuestras vidas de hoy; preparar el camino para que se haga posible el encuentro personal entre él y cada uno de nosotros; y, desde ahí, ver qué nos dice y cómo nos interpela.

En nuestro actual contexto cultural, muchas personas, sobre todo los jóvenes, no tienen asentados valores que antes se daban por supues­tos. Así, en toda tarea pastoral es necesaria la formación integral del sujeto, trabajando paralelamente en todas sus dimensiones: psicológi­ca, ética, social, existencial y espiritual.

Tampoco se puede perder de vista que vivimos en una realidad cada vez más pluricultural, en la que no podemos partir de la idea de que todos tenemos una misma forma de pensar, de sentir y de actuar. Es preciso saber que la cultura es dinámica y cambiante; y que la con­vivencia, el diálogo y la interacción entre las distintas comunidades de vida van configurando una nueva cultura plural, caracterizada por la interdependencia mutua.

En este marco, el anuncio del evangelio debe suponer el avance hacia una ciudadanía amplia, incluyente y solidaria desde el senti­miento de fraternidad con todos los seres humanos. Esto pide que nuestras vidas, y la vida de la Iglesia, abran espacio para el encuentro, la acogida, el diálogo con gentes de otras espiritualidades y creencias. Descubrir y reconocer mutuamente la sed que todos llevamos dentro nos evoca la posibilidad de un encuentro profundo. Los cristianos esta­mos llamados a ser signo de este Reino que predicaba Jesús y casa abierta a toda la humanidad. El mismo Jesús que hoy sigue vivo y al que ya sólo se puede predicar a través de nosotros.

Necesitamos presentar otras imágenes, otras figuras alternativas que motiven para buscar una vida más auténtica que pueda inspirar una felicidad profunda. Vidas de gente creíble en nuestro contexto. Se necesitan cristianos con un sujeto bien formado, capaces de resistir el embate de la seducción de los valores en boga y con una interioridad bien forjada, fruto de la contemplación. Hombres y mujeres que mues­tren con sus vidas, con su proximidad, con valores como la solidaridad y la gratuidad, pequeños signos concretos de esperanza en que otro mundo es posible y que hay otros cauces alternativos a la llamada «felicidad». Saber que hay esperanza de sentido. Hombres y mujeres cuya presencia y vida sean el resorte que haga saltar las preguntas que todos llevamos dentro del corazón.

5. ¿Qué hacer cuando la sed parece secarse?

No es de extrañar que, entre tanto ruido, imagen, sensación... un día nos demos cuenta de que en algún momento, sin haberlo notado, hemos perdido la orientación que nos guiaba, el sentido de nuestro pro­yecto de vida, y que se ha apoderado de nosotros el bullicio que nos envuelve; de modo que nos sentimos desmotivados, desorientados y desganados, y hasta nos parece imposible poder recuperar la inquietud que nos movía. Lo inmediato es echarle la culpa a las circunstancias, al ambiente, a todo lo que nos rodea, en lugar de abordar lo que real­mente nos ocurre.

Tal vez sea el momento de preguntarnos: ¿he perdido la sed? O tal vez: ¿ha dejado de ser Dios el referente que alivia mis necesidades pro­fundas y estoy buscando en otras fuentes? Puede ser la ocasión de detenerse y darse la oportunidad de escuchar lo que sentimos. Puede que, si nos atrevemos a mirarnos, estemos más secos y necesitados de lo que queremos admitir.

Detengámonos un momento, caigamos en la cuenta de lo que nos ha ocurrido. Puede que nos hayamos entretenido en nuestras rutinas, buscando sentirnos bien, tener una buena calidad de vida, y que, poco a poco, nos hayamos quedado resecos. ¿Dónde quedó la pasión que nos movía? ¿No será que tal vez hemos vendido la primogenitura por un plato de lentejas?...


Me bajo del tren de alta velocidad en el que me he montado y me doy cuenta de que correr mucho únicamente me traslada de un sitio a otro, de un entretenimiento al siguiente, pero me deja igual de vacío. Y empiezo a buscar en mí lo que verdaderamente me mueve: buscamos la atención, el prestigio, la seguridad... ¿A costa de qué? Rompo mi ruti­na, cuestiono mis esquemas, me pregunto adónde voy con la vida que llevo, y me hago una pregunta de sentido: ¿Quién soy?, ¿qué sentido tiene mi vida? Tal vez entonces vuelva a caer en la cuenta de mi vacío profundo, de cómo no me llena de verdad nada de lo que me entretie­ne. Y sigo buscando. Pero ahora ya no sigo el camino de la búsqueda exterior: ahora busco por dentro, en el centro de mi vida, y me pregun­to amablemente: ¿qué tengo dentro?, ¿qué sentimientos me habitan?, ¿qué hay de verdad en mí?, ¿qué queda de mí si pierdo lo que tengo?, ¿de dónde me viene todo esto?, ¿cuál es la fuente que me da la vida?

Es el momento de hacer silencio, de escuchar el rumor de lo esen­cial en el fondo del corazón.

Porque tal vez, si escuchamos atentos, oigamos el fluir de la vida que nos habita, el amor que se asienta en nuestras entrañas y que busca cómo salir y expresarse; la vida que busca vivir; la plenitud que asoma tímidamente en la medida de las posibilidades de nuestra limitada con­dición, pero que, a pesar de todo, se intuye; y si le dejamos, nos impul­sa a sacar lo mejor de nosotros mismos, lo mejor de nuestra humani­dad, los mejores sentimientos, y nos lleva a ver, en todo lo que nos rodea, un destello de eternidad: Dios en nosotros y en todas las cosas y todas en Él.

Pero ello requiere cuidar la interioridad, el espacio donde nos rela­cionamos con el Dios que nos habita, donde esperamos pacientemente que llene nuestro vacío con su plenitud y donde nos hacemos cons­cientes de que Alguien sostiene nuestra vida.

Y requiere también tener confianza, abrirnos a la posibilidad de ese Dios que nos quiere con locura y que sólo busca que nos realicemos en plenitud. Volver con confianza a experiencias anteriores en que nos hemos sentido aliviados y acogidos por su amor misericordioso.

Y siempre recordar que, si la sed parece secarse, es que en algún momento la sentimos apremiante, y que entonces fuimos conscientes de cómo Dios se hacía presente en nuestras vidas y nos daba de beber, como a la samaritana, «agua viva que se convierte por dentro en un manantial que salta dando una vida que no se acaba nunca» (Jn 4,13‑15). Quien lo ha sentido una vez, ya nunca podrá olvidarse. Dios no nos abandona, aunque a veces nos lo parezca. Ésa fue también la expe­riencia de Jesús en la cruz; y, sin embargo, tenemos la certeza de la experiencia pascual.

Quizás a fuerza de echar tierra sobre nuestro propio manantial, se nos oculte de vez en cuando esta sensación que tan bien describió San Agustín: «Nos creaste, Señor, para ti, y nuestra alma anda inquieta hasta que descanse en ti». Ahora bien, lo que es seguro es que Él, que nos creó con tanto amor y desea tanto nuestra plenitud, no puede olvi­darse de sus criaturas y no descansa; anda inquieto, hasta que le deje­mos habitar en nuestro interior. Él siempre estará a nuestro lado, llamando a nuestra puerta, hacién­dose el encontradizo en nuestros caminos. Él parece andar como sediento de nuestro amor, hasta que por fin nos dejemos rehacer, recre­arnos, renovarnos por su amor libre y gratuito, de modo que sólo nos merezca la pena vivir respondiéndole con el amor generoso que Él mismo ha puesto en nuestros corazones, viviendo una vida entregada por amor a todas las criaturas.






El mundo de los videojuegos40


José María Balboa-Jorge Álvarez Aguirre


Los videojuegos represen­tan en la actualidad una de las entradas más di­rectas de los niños a la cultura informática y a la cultura de la simulación.


Los videojuegos no poseen tan sólo un factor motivacional sino que a través del juego se puede aprender, se pueden desarrollar destrezas, habilidades, estrate­gias. Hoy en día nadie discute que se puede «aprender jugando». A pesar de tener aspectos criticables como la violencia o el sexismo, se advierte un fuerte condiciona-miento en los comportamientos de los «jóvenes» que debe ser encauzado de forma positiva y creativa.



Dimensión social de los videojuegos


Nuestra sociedad actual, con todos sus avances tecnológicos, ha convertido al ser humano en un consumidor de tecnología. Con­sumimos 3G, consumimos MP3, consumimos SMS y, por supuesto, consumimos videojuegos, sobre todo nuestros jóvenes. Ahora bien, las nuevas tecnologías cambian tan rápidamente que nos resulta prácticamente imposible reflexio­nar acerca de las implicaciones que producirán en la sociedad y en cada uno de los individuos que la componemos.


Centrándonos en el tema que nos ocupa en este artículo, los videojuegos presentan una serie de características propias, acerca de las implicaciones y los cambios que producirán en nuestra sociedad y que se sintetizarán en las siguientes:


El videojuego integra diver­sos medios de comunicación y por tanto diversas dimensiones simbólicas (música, imagen, diá­logo) en un solo soporte. Por su propia naturaleza es dinámico, el usuario se siente cada vez más implicado en la historia o histo­rias que se nos ofrecen en él. De alguna manera pondríamos decir que el usuario es el protagonis­ta. Una tercera característica del videojuego es su interactividad. Merece la pena que dediquemos un poco de tiempo a esta tercera característica, ya que en muchas ocasiones se habla de ella, pero pocas veces tenemos claro qué significa interactividad.

La interactividad sería la po­sibilidad que tiene el receptor, en nuestro caso el usuario de videojuegos, para apropiarse y personalizar el mensaje recibido. De alguna manera podemos decir que el participante se implica en el mensaje. Desde la implicación más simple, la difusión unilateral que se da en el juego individual, hasta la implicación más eleva­da, el diálogo múltiple que se da en los juegos de rol con múltiples usuarios, pasando por el diálogo recíproco, en los diálogos que se dan en los mundos virtuales.


Temas recurrentes y sus riesgos


Violencia. Algunos juegos presentan una violencia gratuita, donde se constata la existencia de un deleite y un regodeo en las acciones violentas. Podríamos calificar de innecesaria, pues se disfruta únicamente por el hecho de eliminar al enemigo de una manera brutal. Nos encontramos a una inmensa distancia de aquella otra violencia «inocente» de «matar marcianitos». Pero hasta el momento no se ha demostrado empíricamente que los videojuegos generen agresividad, aunque en la práctica este sea uno de los aspec­tos más cuestionados. La mayoría de los autores que han investigado sobre el tema coinciden en concluir que no existe una transferencia de la violencia vivida en el videojue­go a comportamientos violentos posteriores de los jugadores (Es­tallo,1997). Si bien cabe admitir que el resultado de distintas inves­tigaciones marca diferencias entre jugar solo o en grupo, entre niños o entre niñas.

Adicción. Se trata de un fac­tor que también preocupa mucho. De hecho, todos los juegos crean una cierta adicción, es una de las claves del éxito de un juego, in­cluyendo a los ya tradicionales. El hecho de jugar conlleva que sea trascendente mientras se juega, pero debe ser intranscendente una vez terminado.


Traslademos los efectos a cual­quier actividad que ofrezca el mis­mo tipo de interés para nuestros niños y adolescentes o incluso para nosotros mismos. Cuántas veces nos hemos quedado hasta altas horas de la madrugada atrapados por el interés de una lectura, aún a sabiendas que al día siguiente tendremos un mal día; todos he­mos experimentado a menudo las ganas de aparcar los problemas y sumergirnos en otras actividades de evasión y en ello no conside­ramos que exista ningún peligro, más bien una necesidad, una te­rapia. Todo depende del control que podamos ejercer sobre estas prácticas.


En los juegos de ordenador siempre existe una relación entre la dificultad que conlleva el juego y el control que se ejerce sobre el mismo. Una vez superado o alcanzado un nivel de ejecución suficiente como para dominar el jugador al programa, la atracción disminuye y entra en los cauces de la normalidad. El hecho sigue siendo comparable a cualquier otra actividad de ocio. Gailey (1996) afirma que hay un primer período intensivo que dura entre tres se­manas y seis meses, dependien­do de las personas, en los que los jugadores están muy pendientes del juego. A partir de este primer período, la mayor parte de niños no juegan como exclusión de otras actividades y muestran el mismo interés que siempre en jugar con los otros niños y con sus padres.

Sexismo. Es en este terreno en el que mayor número de in­vestigaciones existen. Uno de los primeros autores que destacó el carácter sexista de los videojue­gos fue Provenzo (1991) que tras efectuar un análisis exhaustivo de los juegos en el mercado llegó a la conclusión de que en la mayor parte, los personajes femeninos eran inexistentes o tenían un pa­pel pasivo: la princesa a la que el protagonista del juego tenía que salvar.

Si tenemos en cuenta que el acceso de los niños y las niñas al mundo de la informática se produ­ce a través de los videojuegos. Las desigualdades en cuanto a acceso hacen prever una utilización muy diferenciada entre sexos y de aquí la preocupación por el uso, cada vez más generalizado, de los vide­ojuegos por parte de los niños.

El uso diferencial no es sólo en cuanto a juegos de ordenador sino también en el uso del ordenador mismo. Los niños utilizan más el ordenador que las niñas y éste es más percibido como un instrumen­to para niños más que para niñas Cornelia Brunner y sus colaborado­ras (1998) resumen así la actitud del hombre y la mujer delante del ordenador:


La mujer se lo imagina como un medio; el hombre se lo imagi­na como un producto; la mujer lo ve como un instrumento; el hombre lo ve como un arma; la mujer lo quiere utilizar para comunicarse; el hombre quiere utilizarlo para controlar; a la mujer le im­presiona su potencial para crear; al hombre le impresiona su potencial de poder; a la mujer le interesa su flexibilidad; al hombre le interesa la velocidad; a la mujer le atrae su efectividad; al hombre le atrae su eficiencia; a la mujer le gusta la facilidad que tiene para compar­tir; al hombre le gusta porque le da autonomía; a la mujer le gusta integrarlo en su vida personal; al hombre le gusta consumirlo; a la mujer le gusta explorar mundos; el hombre quiere explotar sus recur­sos y potencialidades; la mujer se siente potenciada con él; el hom­bre quiere trascender con él.


Ante las «vivencias» citadas, son muchas y variadas las acciones que pueden ayudar a enriquecer las relaciones de los jóvenes con los videojuegos; en las fechas de navidad hay que destacar el alu­vión de publicidad acerca de las nuevas consolas, nuevos juegos que buscan motivar a todos los miembros de la familia a usar este tipo de «ocio».



Los videojuegos en la escuela


Los educadores, pueden crear en las escuelas foros que ayuden al joven-niño a elegir el tipo de videojuego, el género más con­veniente según la edad del joven-niño, así como a descubrir valores sociales en los videojuegos, de acuerdo con sus capacidades. Se­ría fantástico, que en las escuelas se generaran cursos de forma­ción para que los usuarios sepan elegir en función de parámetros que respeten la convivencia, que potencien los valores humanos y promuevan la solidaridad entre las personas.


España está viviendo momen­tos de convivencia claves para su futuro; el incremento de nuevos residentes, creará retos para la sociedad en la integración de nue­vas culturas, usos y costumbres de estos colectivos; sería interesante plantearse desde este tipo de ocio colectivo que se manifiesta con el uso de videojuegos, acciones de integración a partir de dinámicas creadas con "contenidos" que ayu­den a integrarnos, a potenciar los valores de la familia, y en suma a defender una sociedad más justa, solidaria y equilibrada. Si las es­cuelas generasen estos foros y re­copilasen las conclusiones, darían una valiosa ayuda a los padres y apoyarían el desarrollo adecuado de las habilidades de los jóvenes en muchos ámbitos.


Tengamos, además, en cuen­ta que el uso de los videojuegos como un material informático más en la escuela supone una aproxi­mación por parte del profesorado, que hasta el momento no ha visto la potencialidad de este producto o simplemente, lo considera ex­cesivamente complejo. En este sentido, el profesor o profesora que utiliza videojuegos debe re­plantearse su propio papel dentro del aula porque, en muchos casos, se le escapará el control del video­juego en sí mismo ya que no es extraño que los estudiantes estén mucho más capacitados que los profesores en el dominio técnico del programa. Por ello, su inciden­cia no está en el juego sino en su uso, su análisis y utilización para adquirir unos objetivos educativos concretos.


Al producto en sí mismo hemos de añadir la influencia del entorno de uso. El videojuego introducido en la escuela se trasforma, ya no es un programa para jugar sino que el juego tiene una intencionalidad educativa. Utilizaremos el juego para desarrollar unas determina­das habilidades o procedimientos, para motivar a los alumnos y/o para enseñar un contenido curri­cular específico.

En definitiva, consideramos que los videojuegos:


  • Permiten aprender diferentes habilidades y estrategias.

  • Ayudan a dinamizar las rela­ciones entre los niños del grupo, no sólo desde el punto de vista de la socialización sino también en la propia dinámica de aprendizaje.

  • Permiten introducir el análisis de valores y conductas a partir de la reflexión de los contenidos de los propios juegos; sería el apostolado de la buena prensa del futuro.



ANTECENTES DEL VIDEOJUEGO


  • En 1952 Alexander Douglas fabricó una versión computerizada del tres en raya.

  • En 1958 William Higginbotham creo el Tennis for Two, un simulador de tenis de mesa.

  • El primer sistema de entretenimiento doméstico de renombre fue el Atari 2600.

  • En 1983 se produce una polarización hacia lo que sería el mundo de los videojuegos. En Japón y posteriormente en USA se utilizan las videocon­solas (Famicom-NES-Nintendo-Master System-SEGA). En Europa se utilizan sobre todo los microordenadores (commodore 64, MSX, etc...).

  • En 1985 salió el videojuego que cambió el curso de la historia. Super Mario Bros fue un estallido de creatividad en el que por primera vez teníamos un objetivo y un final en un videojuego.

  • En los años 90 podemos distinguir 2 periodos: Generación de 16 bits (de 1991 en adelante: Super Nintendo, Sega Megadrive, Turbografx, Neo Geo) y Generación de los 32/64 bits (desde 1995 en adelante: Playstation, Sega Saturn, o la Nintendo 64). En todo este periodo hay diversos saltos tecnológicos, los géneros de los videojuegos se diversifican, y en el caso de los gráficos estos empiezan a pasar de las 2 a las 3 dimensiones. Por otro lado cabe destacar la evolución de las consolas portátiles cuya andadura se inició en 1989 con Game Boy de Nintendo, y que cerró la década con la Game Boy Advanced de Nintendo también.

  • Otro aspecto paralelo a esta carrera desde el año 1997/1998 aproxima­damente es el Juego On-Line (juego en red).



GÉNEROS DE VIDEOJUEGOS

Los videojuegos pueden dividirse en los siguientes géneros:


  1. Aventura (Aventura Gráfica, Sur­vival Horror, Aventuras Conver­sacionales).

  2. Deportivo (Simuladores, Arca­des).

  3. Disparos (First Person Shooter, Matamarcianos, juegos de «pis­tola»).

  4. Educativo.

  5. Estrategia (Real Time Strategy).

  6. Lucha (1 Vs 1, Beat Them Up).

  7. Plataformas (Super Mario Bros).

  8. Puzzle.

  9. Rol (Roguelike, MMORG -juegos de rol masivo-, Tactics Rolepla­ying Games).

  10. Musicales.

  11. Simulación.

  12. Carreras.







¿Jóvenes vs comunidades religiosas?41


Alfonso Rovira

1. Para abrir boca

Existen experiencias en la vida en las que nos hacen sen­tir, de repente, en otro mundo, en otra época, como extraños curiosos. Basta hacer una visi­ta guiada, por ejemplo, a algu­no de los vetustos y a la vez bellos templos en los que se explican atropelladamente edades, autores y significa­dos muchas veces incomprensibles que no van más allá de una mera información. Triste sería que esta ex­periencia se tuvie­se, no con edificios y obras artísticas, sino con per­sonas y estilos de vida.

No es nada nuevo, pero preocupa la lejanía que se va dando de la vida consagrada y los jóvenes y viceversa: edades, formas de vida, opciones, manera de entender la vida...No queremos decir con esto que la vida consagrada deba estar hecha a la medida de la moda juvenil ni tenga que perder su significatividad profética y contracultural. Pero ciertamente existe una lejanía, producto del desconocimiento y falta de relación mutua y, también, precisamente, muy relacionado por la poca significatividad de nuestra vida consagrada. Y, en consecuencia, posiblemente estemos per­diendo la posibilidad de la vida con­sagrada del futuro que, no tendrá que ver en formas y estilos con lo que ahora conocemos.

De ahí que en la pastoral juvenil vocacional planteamos frecuentemen­te la necesidad de comunidades aco­gedoras, abiertas y libres, donde aprendamos a conocernos. Una in­quietud que muchas veces choca con cier­to desencanto y de­sánimo en el conjun­to congregacional. Co­mo si, extrañamente, la cultura congrega­cional estuviese per-meada por un aire de pesimismo o resigna­ción ante lo juvenil y lo vocacional. Comu­nitariamente, además, se percibe en ocasiones que existe un cortocircuito entre la iniciativa perso­nal y la mentalidad comunitaria, entre actividades y sus referencias comuni­tarias, entre la propuesta y el ambien­te en que se realiza.

Buscamos que los y las jóvenes se entusiasmen con el seguimiento de Je­sucristo y su llamada a la pertenencia. Lo dicho anteriormente nos indica que esto no depende exclusivamente del ámbito pastoral y de los "encargados". Y apostamos por que los responsables de suscitar y acompañar esta expe­riencia sean las comunidades.

Esto significa que las comunidades en general y las religiosas en particular nos hemos de hacer la pregunta sobre nuestros estilos de vida, nuestras relaciones fraternas, nuestro ocio, nuestro ritmo de trabajo, para que sean accesibles a los jóvenes de hoy. Que no sean únicamente los jóvenes quienes tenga que hacer el viaje desde su entorno social hacia el “planeta desconocido” de la Vida Consagrada. Y esto porque necesitan de unos conocimientos y herramientas que no tienen para hacer una aculturación que les permita ver, entender y conocer la vida religiosa.

Por eso las preguntas e inquietudes de los jóvenes han de resonar en nuestras comunidades y ser conscientes que la vida de comunidad puede ser, o bien un estímulo para proponer el seguimiento de Jesús en la vida religiosa, o bien una razón para desecharla por incoherente, anticuada o encerrada en sí misma.

La pastoral vocacional ha cambiado en sus métodos, estructuras y opciones. La gran cuestión que se plantea ahora es si ha afectado realmente a los conjuntos congregacionales. Síntomas que no van en esta dirección pueden ser, por ejemplo, que no es raro escuchar o leer que hay formadores que se quejan de que los jóvenes que acompañan los pastoralistas son “frágiles”, de que no tienen apenas formación cristiana. Del mismo modo, los acompañantes perciben que se presta poca atención a los jóvenes a los que se ha acompañado vocacionalmente con mucho esfuerzo y tiempo y que se les inserta en unas estructuras y formas no del todo acordes con su realidad. Análogamente, existen comunidades que se quejan de que los jóvenes religiosos no dan la talla en el ritmo y estilo de vida tan arraigado en la tradición congregacional...


2. ¿Qué buscan los jóvenes? ¿Qué encuentran en nuestras comunidades?

En nuestra vida cotidiana solemos hablar de los jóvenes atribuyéndoles faltas y carencias. Afirmamos con demasiada facilidad que los jóvenes son irresponsables, apolíticos, fácilmente influenciables: "los jóvenes sólo viven el presente", "están dominados por la sociedad de consumo", etc. A la hora de hablar de los y las jóvenes utilizamos estereotipos que poco tienen que ver con su realidad, pues el mundo juvenil es diverso y sobre todo complejo. Cuando nos ponemos al lado de un adolescente o joven, lo primero que tenemos claro es que se trata de un misterio.

No ayuda que los medios de comunicación suelen hacer un permanente trabajo de sobregeneralización. El estereotipo facilita y reduce la explicación del mundo juvenil, sin tener que recurrir al reconocimiento y la confrontación. A su vez, el mundo adulto también alcanza a estar regido por los estereotipos, y una brecha generacional (adulto /joven) pone en evidencia cuánto le cuesta al adulto reconocer la diversidad, la diferencia y quizás hasta el abismo generacional que existe entre esos seres cercanos y al mismo tiempo desconocidos. El estereotipo nos permite explicar hasta lo incomprensible: "Ya se sabe... los jóvenes son así", pero impide un acercamiento y comprensión real de su mundo personal y de su entorno.

Entonces, ¿qué podemos saber? La diversidad y pluralidad existente hace que los análisis sociales y eclesiales sean complicados, porque con tanto cambio la realidad se vuelve bipolar y ambivalente. Los diversos estudios análisis y encuestas nos reflejan que vivimos:

  • Lo global (información, economía, red) y lo local (tribus urbanas, guetos, amigos), lo masivo y lo individual.

  • La superconexión (multiplicación tecnológica de comunicaciones, mucho dato, poca información y escasa formación y conocimiento) y la soledad (relaciones cibernéticas, despersonalización).

  • La libertad (todo vale, vértigo de posibilidades) y la resignación


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    ( escepticismo ante los grandes proyectos, desencanto, nada puede cambiar).

  • La racionalidad (mentalidad científico-técnica) y la emotivi­dad (saturados de emociones pero sedientos de sentimien­tos).

  • La abundancia (llenos de cosas, sociedad del bien-estar) y la indi­gencia (mendigando cariño, com­prensión... no estamos bien).

Y en ese ámbito, los jóvenes:

  • Se ven divertidos, acorde con la importancia que conceden al ocio y al tiempo libre. Se ven también consumistas, egoístas, irresponsables, rebeldes, tole­rantes, con ausencia de prejui­cios, solidarios, pensando en el presente.

  • Sobre los aspectos importantes de su vida, la familia es muy im­portante para el 80%, la amistad para 63%, el trabajo para el 60% y el tiempo libre-ocio para el 49%, con ese mismo porcentaje la sexualidad. La religión es po­co o nada importante 80% (nada importante para el 49%).

  • En todos estos datos, los aspec­tos y dimensiones más impor­tantes para los jóvenes se refie­ren a lo cercano, lo próximo, lo cotidiano. Hay además un claro predominio del ámbito de lo pri­vado. Es lo relacional, lo afectivo, lo intimista lo que según ellos les aporta experiencias y ayudas significativas para vivir.

  • Los jóvenes desconfían de las instituciones y en general de la sociedad. No son estas, pues, las principales instancias a las que acuden para alimentar las ideas, los principios, los valores y las conductas. Los jóvenes beben sobre todo de fuentes cercanas.

  • Es un error pensar que los jóve­nes no tienen inquietudes vitales profundas, aquellas que hablan de vida, de muerte, de sentido, de identidad... Este tipo de co­sas un 30% se las plantea con frecuencia, un 45% algunas ve­ces y un 25% dice no planteár­selas. Los jóvenes no huyen de planteamientos serios ni son ajenos a las cuestiones vitales y de fondo. La familia y los amigos son los que más nutren sus planteamientos vitales, donde se dicen cosas importantes para la vida. Sólo para un 2,2% la Igle­sia dice cosas importantes para la vida.

  • A pesar de estar sometidos a una socialización débil, en gene­ral los jóvenes se definen como bastante satisfechos con sus vi­das y sus libertades, aunque siempre demandan algo más. Aunque ellos se ven como re­beldes, de hecho están bastante amoldados y moldeados por una sociedad de la que discrepan más teórica que prácticamente.


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    e podría hablar de jóvenes que hacen zapping con su vi­da: estar en todo sin estar fijo en na­da, moviéndose en cualquier dirección según sus apeten­cias. El criterio ma­yoría es el "depende", y muestran mucha permisi­vidad con su conducta.

  • En positivo, son tolerantes, plu­ralistas, menos formalistas y más espontáneos.

En negativo, tienen importantes carencias: escasa capacidad de es­fuerzo, dolor, frustración, sacrificio, constancia y resistencia. Dificultad de adquirir compromisos duraderos que exijan algún tipo de sacrificio.

Referente a lo eclesial,

  • Los jóvenes españoles tienen una vivencia religiosa desinstitu­cionalizada, desritualizada y subjetiva. Más que rechazo fron­tal, hemos de hablar de indife­rencia o pasotismo religioso en los jóvenes.

  • El contexto social en el que el joven construye su identidad puede ser calificado como neu­tralizador de lo religioso, dada la irrelevancia social de lo religio­so. Casi el 50% de los jóvenes no considera relevante pertene­cer a la Iglesia para ser consi­derada una persona religiosa.

  • En opinión de no pocos sociólogos, la Iglesia es una "institución excesi­va" para los jóve­nes, pues presenta un talante abslutista, exige una sumisión incondicional, es altamente jerárquica, ofrece pocos espacios de diálogo y afirma ser poseedora de la verdad.

Bajando a lo concreto, podríamos resumir que, actualmente, los jóvenes se encuentran con:

  • Ausencia de espacios eclesiales cálidos y atractivos.

  • Ausencia de información religiosa. Es irrelevante lo que sucede ad intra de la vida eclesial (comunidades, provincias…).

  • Ausencia cristiana en su mundo, falta de referencias positivas sobre la Iglesia.

  • Estilos de vida admirables pero no imitables en religiosos.

  • Propuestas morales y disputas eclesiales internas que les produce rechazo.

  • Más insistencia e el cumplimiento de normas (que, en gran medida, no entienden y rara vez ven cumplir en los mayores) que en el acento en la dimensión religiosa.

Podríamos decir que no sólo nos encontramos ante nueva demandas, nuevos retos, sino que nos hallamos, a diferencia de tiempos pasados “solos ante los riesgos comunes”, sin referencias, sin modelos, sin directrices. Además, la pluralidad de formas de vida, de familias, de jóvenes, fruto de la li­bertad y de la democracia, como ri­queza social, puede convertirse en una homogeneidad de comportamien­tos estandarizados, dictados por po­deres sin legitimación, anónimos, ex­ternos, distantes e invisibles. La otra posibilidad es que el mosaico de op­ciones individuales dé al traste con toda cohesión y conexión entre perso­nas y generaciones y con la co-res­ponsabilidad de unos sobre otros.


2. Responsabilidad vocacional de la comunidad religiosa

Si existe algo que tenemos claro en la vida consagrada es que cada re­ligioso y religiosa ha de ser testimonio vocacional con su vida. Esto enlaza con una de las convicciones más fir­mes en pastoral vocacional: ésta no es cuestión de delegados, ni siquiera sólo confiar una tarea apoyada en la corresponsabilidad de muchos.

Poco a poco estamos llegando al convencimiento de que las comuni­dades, en cuanto tales, tienen una responsabilidad en las vocaciones, tanto propias como para todas las formas de vida cristiana. Esto implica una renovación en el estilo de vida que testimonie las raíces de la lla­mada vocacional. En otras palabras: De la calidad de nuestra vida perso­nal y de la vida comunitaria brotan la intensidad, la vitalidad y la coheren­cia para testimoniar la opción voca­cional.

Ante la llamada crisis de las for­mas religiosas tradicionales nos en­contramos con que cada vez hay me­nos agentes y canales para la trans­misión de la fe cristiana. Unida a la cultura predominante, parece que el sustrato espiritual que hacía posible la experiencia religiosa está desapare­ciendo por completo. ¿No participa­mos también nosotros de esa crisis de espiritualidad?

Hay un aspecto fundamental que es responsabilidad de las comunida­des: el lenguaje. Existe un creciente desajuste entre el lenguaje, el mensa­je y la estructura institucional de la Iglesia y la cultura actual. "La ruptura entre Evangelio y cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo", señalaba con acierto Pablo VI, ya en 1975 (Evangelii nuntiandi, 18); un dra­ma que, lejos de superarse, se ha ido profundizado en las últimas décadas. Para hacerlo, es necesario anunciar el Evangelio con el lenguaje y la cultura de los jóvenes. Sin duda alguna, esto supone un gran esfuerzo para las co­munidades.

La cultura que exalta lo personal y lo individual, que desconfía de las ins­tituciones en general y de la institu­ción eclesial en concreto, en lo reli­gioso se resume en el slogan: "Dios sí, Iglesia no". En esta dinámica se va imponiendo una fe "a la carta", sin ne­cesidad de dogmas ni mediaciones institucionales.

Por eso, el reto y la tarea apasio­nante es acompañar a los jóvenes a supe­rar esta fachada y hacer del interior de la vida, pertenencia y eclesialidad algo atrac­tivo y merecedor de atención. De esta manera mucho de nuestra vida puede ser alternativa plena ante la insatisfacción que provoca mucho del entorno social de bienestar, consumo, individualismo... Una manera de convertir nuestra vida "contracorriente" en oferta plausible para los jóvenes. Para ello hay que pensar, dialogar y discernir mucho de nuestra vida cotidiana. Porque, sien­do sinceros, también nosotros esta­mos inmersos en el clima de indife­rencia religiosa, de tendencia al abur­guesamiento, de falta de acogida del amor de Dios y de escasa radicalidad y entusiasmo en el seguimiento de Jesús. Sea porque nuestra fe tiene pocas raíces o por la erosión y el des­gaste que ocasiona el medio ambien­te, lo cierto es que a muchas comu­nidades nos faltan el arrojo y el cora­je de la fe.

De ahí que nazca en muchos el deseo de que todas las comunidades como tales sean realmente favorece­doras de una promoción y acogida vo­cacional. He aquí un germen más de la renovación de la vida religiosa. Si las vocaciones son consideradas co­mo signo elocuente de la vitalidad de la vida religiosa, la pastoral vocacional ha de ser objetivo prioritario en todos los proyectos y pro­gramaciones comuni­tarias: toda la comu­nidad debería impli­carse en la tarea de proponer, acoger, suscitar y discernir vocaciones entre los jóvenes con quienes mantienen contacto y con todos aquellos que lo establecen movidos por el "ru­mor" que suscita la vivencia comunitaria y sus proyeccio­nes sociales y pastorales. Y, como pa­so previo, lograr contactar con los jó­venes más profundamente.

A pesar de un posible desencanto y desánimo, muchas comunidades si­guen criticando su papel en la ani­mación vocacional, disciernen cómo ser testimonio, cómo proyectarse e in­cidir social y eclesialmente, cómo ad­quirir esa sensibilidad, cómo formarse en este campo pastoral, sobre todo en el acompañamiento personal.

¿Cómo está nuestro deseo y vo­luntad de construir comunidades au­ténticas, vitales, significativas? ¿Es al­go que nos planteamos realmente o hemos tirado la toalla? Lo que transmiti­mos con nuestras opcio­nes y nuestro estilo de vi­da ¿expresan realmente nuestro ser comunidad, o más bien la desmienten? ¿No será que a veces for­mamos comunidades fun­cionales, encerradas en sí mismas y en las propias cosas y asuntos y por tanto al margen del contexto de la vida y problemas de los jóvenes? ¿Estamos haciendo ca­mino compartido?

Nos anima que realmente estas preguntas e inquietudes sigan suscita­do comunidades acogedoras y capa­ces de compartir vida con los jóvenes, dejándose interpelar por las exigen­cias de autenticidad.

En el documento Nuevas vocacio­nes para una nueva Europa, se insis­te en este tema: "En un contexto cul­tural fuertemente volcado sobre las cosas penúltimas e inmediatas, y pe­netrado del viento gélido del indivi­dualismo, las comunidades orantes y apostólicas abren a dimensiones ver­daderas de vida auténticamente cris­tiana, sobre todo para las últimas ge­neraciones claramente más atentas a los testimonios que a las palabras" (NVNE 29).

Los jóvenes necesitan centros de referencia en los cuales sentirse aco­gidos, a gusto, escuchados, libres, queridos y amados. Lugares donde se propicien experiencias fuertes de vida y de Jesús, donde puedan aprender a crecer en itine­rarios pastorales grupales y personalizados, donde poder aprender a escu­char el dolor del mundo, donde aprendan a comprometerse y celebrar, donde puedan experimen­tar una inserción eclesial saltando las barreras de los tópicos, imágenes mediáticas y las que ponemos los que a ella pertenecemos.

Como comunidades y personas consagradas necesitamos también gestar lugares donde podamos escu­char a los jóvenes, comprender sus preguntas vitales, sus inquietudes, sus sueños, sus angustias y tristezas. Lugares donde les podamos acompa­ñar. Donde podamos "perder el tiem­po" con ellos, a su ritmo, que no co­rresponde normalmente con el nues­tro. Donde aprendamos su lenguaje y sus palabras. Porque los jóvenes, siempre sorprendentes, tienen un pro­fundo sentido del amor, de la amistad, de la solidaridad y experimentan una profunda necesidad de interioridad.

El "problema" de todo esto es que no existen recetas que hagan de nues­tras comunidades verdaderas propues­tas vocacionales. Lo que sí existe es la necesidad y urgencia de (saber) acom­pañar a los jóvenes. Sabemos, por re­alismo, que muchas de ellas no están en condiciones de hacer el esfuerzo.

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ero hemos de tener igualmente la conciencia de que somos y tenemos algo bueno y bello que ofrecer.

Para ello es también necesario ha­cer el "salto" de la espera a la pro­puesta, de la preocupación a la pro­vocación: "La crisis vocacional de los llamados es hoy también crisis de los que llaman, muchas veces escondi­dos y poco valientes. Si no hay nadie que llame ¿cómo puede haber quien responda? (NVNE 19).


3. Lo que podemos hacer

Recordamos aquí lo que muchos responsables de pastoral vocacional consensuamos hace no mucho y que puede dar pistas concretas de actua­ción sin dar demasiados palos de cie­go. La renovación e impulso comuni­tario puede empezar desde esta pers­pectiva, con sentido ¿Qué nos toca a las comunidades en cuanto a tales?


Programar y cooperar en las acti­vidades de PV:

  • Aprovechar las actividades apostólicas de la comunidad pa­ra canalizar desde ellas la pro­puesta vocacional, comenzando por lo sencillo y posible.

  • Recordarnos permanentemente que todos somos responsables de la PV en nuestro trabajo.

  • Crear un ambiente y una con­ciencia tal que todos los miem­bros de la comunidad se implican en las actividades vocacionales.

  • Discernir las prioridades apostólicas y ordenarlas, quedando siempre a salvo la tarea vocacional.

  • Actualizar la formación pastoral de los miembros de la comunidad en el ámbito de la PV.

  • Animar y respaldar sobre todo las actividades pastorales de la comunidad.


  • Estar en contacto con organismos de Pastoral Vocacional de la Iglesia local.

  • Favorecer la PV intercogrega­cional desde la intercomunica­ción de iniciativas y actividades y compartiendo recursos en red.

  • Animar y estimular a laicos/as y agentes de Pastoral en las pro­gramaciones de PV.



Promover actividades para dar a conocer al Instituto:

  • Ser ella misma un lugar-signo, haciendo de su testimonio el mejor medio de PV.

  • Ser, además, un lugar-pedagógi­co que ayude a quienes realicen su proceso de discernimiento en su decisión vocacional.

  • Presentar con fe, alegría y va­lentía la comunidad como pro­puesta vocacional.


  • Promoción del propio Instituto junto con los laicos/as que com­parten el propio carisma y misión.


Acoger las vocaciones:

  • Invitar a quienes están en proce­so de discernimiento vocacional a compartir, en determinadas oca­siones, la vida, la misión y la ora­ción comunitaria. Y, por qué no a los que no están en este proceso para que conozcan la comunidad.

  • Ayudarles a ir co­nociendo y clarifi­cando su posible vocación.

  • Favorecer y mantener el mejor clima comunitario de apertura, acogida y cercanía personaliza­da hacia quienes están clarifi­cando su vocación.

  • Evaluar la capacidad propositiva y de acogida de la comunidad.

4. Recuperar la utopía y la ilusión por la comunidad


La comunidad llega a instalarse en el sueño de los jóvenes como una pro­puesta de vida. Parafraseando a D. Bonhoeffer, la comunidad cristiana no es un ideal que uno debe realizar. Es, al contrario, una realidad creada por Dios en Cristo en la cual participamos. Mientras más claro aprendemos a re­conocer que el terreno, la fuerza y la promesa de toda nuestra comunidad es sólo en Jesucristo, más serena­mente debemos pensar nuestra comu­nidad, y orar y esperar en ella. La ex­periencia de muchos es que, a pesar de todo, la comunidad cristiana sigue siendo un regalo, don y tarea que me­rece la pena vivir y proponer.

En los interesantes debates y diálogos sobre las orientaciones y opciones actuales de pastoral con jóvenes (pluralidad de opciones, procesos de incorpora­ción, desembocaduras, modelos flexibles de per­tenencia e identidad, per­sonalización de proce­sos, lo nuclear y primor­dial, etc) no falta la cuestión de la comunidad.

En el momento actual, tanto en el ámbito social como en el ámbito ecle­sial, no se percibe un clima que favo­rezca la invitación a vivir el segui­miento de Jesús en comunidad. Está mucho más potenciado todo lo que tiene que ver con la persona, con el individuo y, al mismo tiempo, con las multitudes. Por eso, recuperar la ilu­sión por la comunidad y ser reflejo de la misma es una clave para nuestra vi­da y pastoral. Eso sí, teniendo claro que cada vocación es específica y por tanto la forma de concreción también lo es. No ayudaría nada en el proce­so de crecimiento pedirle a la vida co­munitaria de jóvenes que se asemeja­ra a la vida comunitaria religiosa, ni a la inversa tampoco. Es necesario un camino común, pero no tanto un ca­mino de imitación entre ellas. Eso sí, tenemos mucho que aprender las unas de las otras y caminar juntas.


Hemos de reseñar, en este senti­do que las comunidades juveniles son reflejo del tiempo y sensibles al mo­mento social e histórico que viven: quizá menos ideologizadas, menos militantes, con un umbral de perte­nencia poco definido, flexibles, más dadas al compartir que en el hacer, a experimentar, a buscar lo estético...



Algunos sueños jóvenes


Pongo el ejemplo de alguno de los sueños de la comunidad de jóvenes Ixoyé de la Parroquia de Guadalupe de Madrid:


Sueños de fraternidad:


  • contemplativa. Que siempre es­té unida a la raíz del que la do­ta de sentido. A la escucha del soplo del espíritu.

  • de COMUNIÓN (común-unión). En la que perdamos el yo y el tú para que aparezca un NOSO­TROS. Desde ahí también nos soñamos autónomos y siempre interdependientes. En la que se comparta, en la que nos deje­mos empapar la vida desde la globalidad (afectivamente, eco­nómicamente, espiritualmente y en la acción). Corresponsable

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    con la vida del otro. «Tu me im­portas y me siento responsable de tu vida» y desde ahí nos ayu­da, apoya, cuestiona y potencia en el descubrir y vivir nuestra lla­mada, nos sostiene en el reino.

  • consciente de que "Igual que el amor nos regala así nos crucifi­ca...así como os hace prospe­rar, así os siega", muy llena de realidad. Que se topa con las li­mitaciones. Que es curranta, in­teligente, formada para superar las dificultades que se presen­ten en el camino.

  • que quiere al otro en lo que fue, es y será. Una fraternidad que nos haga querernos con nues­tras miserias y dones.

  • que es misión. Que nace para ser entregada. Que es la sal. Que no es la fraternidad entre los "elegidos", "los + guapos y los + listos" sino una fraternidad para el mundo.

  • que se goza, que se ríe, que se lo pasa pipa. Soñamos una fraterni­dad cachonda, de la fiesta y la alegría. Una fraternidad que nos haga querer estar juntos. También de las cosas sencillas, sin gran­des aspavientos. De la ternura y el gesto silencioso, feliz de servir

  • transmisora de buena es­peranza, buena noticia, buen rollo (las 3 b's), que es testimonio vivo del: MI­RAD COMO SE AMAN.


Sueños de compromiso:

participativa y comprometida en la Iglesia, despierta a las llama­das de Dios y a los signos de los tiempos, abogando por una Iglesia comunitaria y correspon­sable, sin perder la crítica cons­tructiva y manteniendo la capa­cidad de crecer en la fe guiados por el Espíritu.

  • comprometida con los pobres, despierta a nuestro entorno pa­ra detectar las necesidades del prójimo, viviendo de manera in­tegral la misión de ser seguido­res de Jesús y trabajar por el Reino.

  • en la que nos sintamos "agen­tes multiplicadores" de esperan­za, felicidad, plenitud y paz, que viva con perspectiva pero sin descuidar lo pequeño.

  • con un compromiso integrado en nuestra vida cotidiana, que vaya más allá de un voluntaria­do o hechos puntuales.


Sueños de celebración:

  • integrada en la vida, que la re­tome y nos "relance" de nuevo a ella con una nueva mirada,

  • que nos ayude a vivir + profun­damente, nos de fuerzas para en-raíz-arnos de nuevo,

  • que nos acerque e invite a los demás y potencie nuestro compromiso con el Reino, integrada en la Iglesia y compartida en la Eucaristía.

  • que nos reubique frente a Dios: que nos haga + peque­ños, humildes y sencillos, co­mo motor de la vida comunita­ria y potenciador de la fraterni­dad.

  • con Esperanza y Utopía, com­partida y acompañada entre to­dos, vivida con alegría, que sa­nee nuestras heridas y nos cu­re, desde los Sacramentos y lo cotidiano.



Sueños de formación:

  • que nos formemos para ser puente, para estar al servicio.

  • que seamos testigos sabiendo dar razón de nuestra fe.

  • que sepamos formarnos tanto en el plano intelectual y emocio­nal acercándonos a los maes­tros que ha puesto en nuestro camino.

  • que la formación nos ayude a ser más sencillos para saber acercarnos a los demás evitan­do la erudición que nos aleja del mundo.

  • que nos reconozcamos igno­rantes y carentes, pequeños, para no perder nuestra dimen­sión de hombres que nos acer­ca más a Él.

  • que la formación esté unificada con nuestra vida, y sea apoyo para el resto de nuestros ámbi­tos.

  • que nos formemos para: Cono­cer el mundo y sus causas, ser instrumento de servicio a los de­más, cimentar, profundizar, re­novar y argumentar nuestra fe.

Ojala se cumplan, que nos hagan soñar también nuestras respectivas comunidades y que todos sepamos acompañar los sueños de Dios. Sue­ños que necesitan irse haciendo reali­dad en la pluralidad de situaciones, modos y maneras de comprometerse, cada vez más flexibles.













«En la vejez seguirán dando fruto» (Sal 92, 15)42



Gonzalo Fernández Sanz, CMF


Para ser religioso o sacerdote no es necesario ser anciano. Algunos niños, sin embargo, piensan lo contrario: siempre ven consagrados, hombres y mujeres, "muy mayores". Cuando la cultura globalizada ensalza la juventud hasta la exasperación, la vida religiosa de Occidente se cubre de arrugas y canas. Que los ancianos de más de 70 años constituyan las dos terceras partes de la población de muchos institutos es un hecho tozudo, pero ambivalente. Abandonados al demonio de la desesperación –que es, según el psicólogo Erikson, la fuerza regresiva de esta edad– los religiosos ancianos constituirían un ejército de perdedores. Movidos por la fuerza progresiva de la integridad, nos regalarían los frutos de sabiduría que hoy precisamos para vivir con serenidad y esperanza. Serian un –por decirlo con palabras del salmo– un palmeral hermoso o un robusto bosque de cedros del Líbano.


Cuando la iglesia de Europa y América necesitaba entusiasmo y energía, el Señor nos regaló abundantes vocaciones jóvenes, como hoy sigue haciendo en otras latitudes. Si ahora nos regala tantas vocaciones ancianas, ¿no será que lo que necesitamos es sabiduría y esperanza más que velocidad y trabajo? La enfermedad de Occidente es la tristeza que brota de la saturación, el sinsentido de la abundancia de medios y la pobreza de fines. Y ahora, en los últimos meses, la desesperanza agudizada por la crisis financiera y sus efectos negativos sobre millones de personas.


El salmo 92 canta que los justos seguirán dando fruto en la vejez, conservarán su verdor y lozanía... "para anunciar cuán recto es el Señor, mi roca, en quien no hay engaño" (v. 16). Su fecundidad consiste en ser testigos de un encuentro que los ha transformado. ¿No es este el mensaje que necesitamos oír hoy? Que un anciano confiese, curado por los reveses de la vida, que "en Dios no hay engaño" nos ayuda a derrotar los demonios de la descon­fianza, la increencia y el egocentrismo que tanto minan la alegría. ¡Podemos fiarnos de Dios! Dios no es arena movediza que hoy seduce y mañana defrauda. Dios es roca sobre la que se puede asentar la casa de la vida.


Hay dos religiosas ancianísimas que han dado mucho que hablar en los últimos meses: Madre Teresa de Calcuta, por la publicación del libro que describe su "noche oscura", y Sor Emmanuelle, la monja francesa que aprendió a creer en los suburbios de El Cairo. Aunque famosas en vida, han reservado para después de su muerte el secreto mejor guardado: que su fecundidad no era fruto de una existencia fácil sino de un combate. En sus vidas se dieron cita la noche de la duda y la luz de la fe. Por eso todo el mundo las reconoce como faros para este tiempo de búsqueda. Por eso, cubiertas de arrugas, "siguen dando fruto". No es imprescindible, pues, tener 20 años. No es casualidad que ambas hayan rastreado la huella de Dios en las periferias humanas. ¿No es este el corazón de la Navidad que acabamos de cele­brar? Felicidades a todos y hasta pronto.




Orientaciones para la gestión de los centros educativos a partir del Magisterio Social de la Iglesia43


1 1. ¿Qué aporta la DSI?

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Rahner propuso una distinción interesan­te entre «principios» e «imperativos». En los primeros tiempos el magisterio social de la Iglesia tendía a definir a priori la conducta moral por medio de un conjunto de «imperativos» estáticos, válidos para cualquier tiempo y lugar. Era «una especie de traje hecho, que la sociedad estaría llamada a vestirse».


Después fue evolucionando hacia una ética ce «principios» que marcan –co­mo la brújula– una dirección, pero sin pretencer determinar rígidamente los comportamientos haciendo abstracción de las circunstancias históricas.

Los cristianos cebemos caminar en la dirección que nos señala la «brújula», pero somos nosotros quienes cebemos elegir el camino en cada encrucijada concreta. A veces encontraremos en nuestro camino ríos o montañas imposibles de remontar y no tencremos más remedio que dar un roceo. Y continua­mente necesitaremos observar y cavi­lar cuál parece la ruta mejor, porque no siempre es posible seguir tercamen­te la dirección de la arújula, sin mirar a derecha ni izquierda.


Esos accidentes del terreno que impi­den seguir con absoluta fidelidad la di­rección señalada por la brújula tienen mucho que ver con el pecado; tanto las tendencias egoístas sembradas en nosotros por el pecado original, como las estructuras de pecado de las que habló Juan Pablo II en la Sollicitudo rei socialis (36 a, 36 b, 36 c, 36 f, 37 c, 37 d, 38 f, 39 g, 40 c, 46 e).


Pongamos un ejemplo, para entender por qué nuestras tendencias egoístas impiden muchas veces vivir plenamente los iceales cristianos. El destino univer­sal de los bienes supone que, «tanto los pueblos como las personas individual­mente deben disfrutar de una igualdad fundamental» (SRS 33 g). Ésa es la di­rección que nos señala la brújula, pero veamos lo que ocurre cuando intenta­mos vivir «demasiado» esa realidad:


Hace muchos años, en una organiza­ción eclesial, cuyo nombre omito, quisi­mos avanzar en esa dirección. Durante cinco años estuvimos haciendo subidas de sueldo lineales para disminuir las di­ferencias salariales entre los técnicos superiores y las señoras de la limpieza. Al principio tocos estuvieron de acuer­do con la decisión, pero al cabo de un tiempo empezó a ocurrir algo que na­die había previsto, y es que abandona­ban la organización los mejores técni­cos superiores. Sus salarios –que nun­ca habían sido demasiado elevados–, después de 5 años de subidas linea­les, estaban bastante por debajo de los precios de mercado, mientras que los de las señoras de la limpieza esta-Dan por encima de los precios de mer­cado. Un día vino a mi descacho el mejor técnico que teníamos, para de­cirme que se iba, porque le habían ofrecido trabajo en la Diputación y, aunque sentía de veras marcharse por­que se había sentido muy a gusto to­dos estos años trabajando para la Igle­sia y sabía que en la Diputación no se iba a sentir igual de bien, allí le paga­ban casi el triple y debía pensar en su mujer y sus hijos... Me dio mucha pe­na; y más todavía cuando un mes des­pués otro me dijo que se iba al Ayunta­miento porque le pagaban casi el do­ble. Cuando llegó el tercero, compren­dí que, si seguíamos así de evangélicos, probablemente tendría­mos los peores técnicos superiores de todo Madrid, aquellos a los que nunca ofrecerían trabajo en ningún otro sitio, y también, probablemente, las mejores señoras de la limpieza ce todo Madrid porque, cuando se jubilara una, se pre­sentarían trece o catorce mil para cu­brir la vacante y podríamos seleccionar a una fuera de serie.


Convoqué entonces a todo el perso­nal para reflexionar sobre el proble­ma. Estuvieron discutiéndolo y llega­ron a la conclusión de que era nece­sario volver a las subidas proporcio­nales con el fin de diversificar otra vez los salarios. Lo más interesante fue el comentario de uno ellos que, más o menos, vino a decir: Somos conscientes ce que esta petición va contra el modelo de sociedad defen­dido por la Enseñanza Social de la Iglesia, que es además el modelo de sociedad defendido por nosotros mis­mos, cuando damos cursillos por ahí, pero nos vemos obligados a pedirlo por la dureza de nuestro corazón.


Naturalmente, recordé en seguida que, cuando preguntaron a Jesús por qué Moisés había permitido el libelo de repudio, contestó: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras muje­res; pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). Es decir, que la dureza del co­razón puede aconsejar desviarnos un poco en algunos momentos de la dirección señalada por la brújula evitar males mayores.


Otras veces será una realidad exterior a nosotros quien impida implantar ple­namente ciertas exigencias de justicia; por ejemplo, en el caso de los centros educativos, las deficiencias ce los con­ciertos firmados con la Administración.


En definitiva, que la moral cristiana se mueve siempre «entre la utopía y la re­alidad» (así titulé mi manual de moral social). Veamos cómo lo dijeron los obispos norteamericanos: Los cristia­nos «han de experimentar el poder y la presencia de Cristo manifestando en sus propias vidas los valores de la nueva creación, aunque sigan comba­tiendo en medio de la creación ante­rior. La búsqueda ce la justicia econó­mica y social siempre tendrá que com­paginar la esperanza con el realismo». Aplicando esto al principio del destino universal de los bienes, re­cordado más arriba, concluyen que «la doctrina social católica no exige que los ingresos y la riqueza sean dis­tribuidos con igualdad absoluta. Una cierta desigualdad no sólo es acepta­ble, sino que puede considerarse de­seable por razones económicas y so­ciales, para que las personas sean in­centivadas y para que los que se arriesgan sean mejor premiados».

2 2. Obligados a ser ejemplares

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Así, pues, «compaginar la esperanza con el realismo» obligará frecuentemente a cooptar ciertas soluciones de compromiso entre la utopía cel Evangelio y la realidad del mundo actual, pero debemos tener cuidado para no dejarnos llevar por un conformismo fácil que justifica como inevitable en la situación que vivimos todo lo que nos interese. Con palabras de Thielicke, a los gestores católicos no les está permitido resignarse y decir: «Puesto que el bosque está lleno de lobos, aullemos también nosotros con los lobos y demos por buenas, como los demás, las leyes de la selva».


Seguramente en el proyecto educativo de todos los colegios católicos apare­ce la exigencia de educar en la justi­cia y, como dijo muy bien el Sínodo de los Obispos en 1971, «cualquiera que pretenda hablar de justicia a los hombres, debe él mismo ser justo a los ojos de los demás».


Es conocida la importancia que tiene en educación el curriculum oculto; es decir, el funcionamiento real del cole­gio, que puede reforzar las enseñan­zas explícitas o bien erosionarlas. Por eso en la gestión de un colegio es necesario conseguir que las soluciones de compromiso se acerquen cada vez más al ideal señalado por los princi­pios de la Enseñanza Social de la Iglesia.


El camino para ello, cuando la solución de compromiso sea consecuencia del egoísmo personal, será la búsqueda de la conversión; y cuando la solución de compromiso venga impuesta por las es­tructuras ce pecado, será la lucha por transformar dichas estructuras.



3. Legalidad y justicia social


Algo que debería ser obvio para los creyentes es que «legal» no siempre equivale a «justo». Un centro católico no puede aprovecharse de todo lo que en estos momentos permite la le­gislación laboral (que es mucho, por­que durante los últimos veinticinco años ha aumentado incesantemente lo que el Fondo Monetario Internacional llama eufemísticamente «flexibilización del mercado Iaboral»).


Si he llevado bien la cuenta, desde que se promulgó el Estatuto de los Tra­bajadores en 1980, para dar cumpli­miento al art. 35 § 2 de la Constitu­ción, ha sido reformado en dieciocho ocasiones, teniendo siempre como objetivo la búsqueda de una mayor flexi­bilidad, lo que, en resumidas cuentas, supone dejar competir en el mercado con absoluta libertad a los agentes económicos, sometidos únicamente a las leyes de la oferta y la demanda. Esa «libertad», naturalmente, deja inde­fensos a los más débiles. Ya lo dijo el P. Lacordaire en la 45° Conferencia de Notre-Dame (1848): «Entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, entre el amo y el servidor, es la libertad quien oprime y la ley quien libera».


Si al principio sólo había una modali­dad de contratación –la indefinida, tras un período de prueba– después han ido apareciendo otras muchas: contrato eventual, contrato de interinidad, con­trato en prácticas y para la formación, contrato a tiempo parcial, contrato de relevo (de trabajadores próximos a jubi­larse), contrato de trabajo a domicilio... En la práctica, esa diversidad de con­tratos ha servido para abaratar la mano de obra, muy especialmente cuando se recurre a ellos en circunstancias que na­da tienen que ver con aquéllas para las que fueron pensados, como ocurre a menudo con los contratos a tiempo par­cial, o de formación.


Se ha flexibilizado igualmente el final de la relación laboral. Las sucesivas reformas, además de ampliar las razones para el despido objetivo, han ido abaratando el despido improcedente hasta dejarlo en 33 días por año, con un máximo de 24 mensualidades, en el caso de los colectivos con especia­les dificultades, como las mujeres y los trabajadores de mayor edad (en los restantes casos son 45 días por año). De esta forma, la diferencia entre con­trato indefinido y temporal casi ha de­saparecido, puesto que, llegado el ca­so, el trabajador puede ser despedido con un coste mínimo.


Pero quizás la mayor tentación a la que nos somete la legislación actual sea externalizar las decisiones más «sucias», subcontratando servicios o recurriendo a las Empresas de Trabajo Temporal, que son legales en España desde 1994.


Subcontratación es una figura contrac­tual que permite a una empresa obte­ner de otra empresa distinta, por me­dio de un contrato, los recursos nece­sarios para realizar ciertas tareas, pu­diendo contratar sólo al personal –en cuyo caso los medios (instalaciones, material, etc.) los aportará la primera empresa– o bien contratar tanto el per­sonal como los medios.


La subcontratación se ha convertido en un mecanismo para disminuir los costos laborales y elevar la productividad de las empresas, cero suele afectar a las condiciones de trabajo y la equi­dad en la remuneración. Un abuso fre­cuente de la subcontratación son los despicas arbitrarios, que generan una precariedad total, porque se contrata a los trabajadores con contrato ce obra y/o servicio, a pesar de que la tarea realizada suele ser continua. Es una práctica habitual, por ejemplo, despedir a los trabajadores al acabar el curso y volver a contratarlos al co­menzar el siguiente curso. O incluso despedirlos el viernes para volver a contratarlos el lunes (recientemente leí­amos en un periódico el caso de un trabajador que llegó a tener 147 con­tratos en un solo año con la misma en­tidad.


Recientemente ha publicado el Depar­tamento de Pastoral Obrera de la Conferencia Episcopal un libro muy in­teresante sobre la “flexibilidad labo­ral", del que tomo las siguientes refle­xiones. La palabra flexibilidad –expli­can– es un eufemismo para ocultar lo que pretende el capital, que no es otra cosa que la subordinación total de los trabajadores al proceso productivo. Imaginemos, nos dicen, que una má­quina tuviera que seguir funcionando cuando ha terminado su producción y no es necesario producir más por el momento; tendríamos que decir que esa máquina es muy poco flexible y sería necesario poder pararla cuando el proceso lo requiere. Pues bien, flexi­bilidad es poder disponer de todos los factores productivos, incluidos los tra­bajadores, cuando el proceso lo re­quiere, y poder prescindir de los mis­mos, cuando ya no son necesarios, sin que ello comporte ningún costo adicio­nal.


Sin embargo, los procesos vitales y so­ciales que configuran la vida de los seres humanos son procesos continuos poco flexibles –es necesario alimentar­se, hay que pagar la hipoteca, los es­tudios, la energía eléctrica, el gas, el teléfono, los seguros, los impuestos, etc.– con una regularidad y rigidez que contrasta con las intermitencias de la flexibilidad laboral.


La persona no es flexible en el sentido productivo ce la palabra; y no es flexi­ble porque la persona no es un instru­mento. Sin embargo, la teoría de la flexibilidad pretende tratarla igual que a las máquinas, poniendo el interrup­tor en on u off, según convenga.


Dice el Compendio de la Doctrina So­cial de la Iglesia que «la excesiva precariedad del trabajo hace precaria y a veces imposible la vida familiar».


En realidad son muchas más cosas las que se vuelven precarias: el desarrollo de la propia vocación profesional, so­cial y política, las redes de parentesco y de vecindad, la eventual pertenen­cia a una comunidad cristiana... Todo queda eliminado para poder obtener un individuo que no tiene otra preocu­pación que trabajar donde sea, con el horario que sea, en la ciudad que sea, con el salario que sea y durante el tiempo que sea.


No podemos dar por bueno semejan­te estado de cosas. En la Carta de los derechos de la familia, elaborada por la Santa Sede a petición del Sínodo de los Obispos de 1980, se dice que «las familias tienen derecho a un or­den social y económico en el que la organización del trabajo permita a sus miembros vivir juntos, y que no sea obstáculo para la unidad, bienestar, salud y estabilidad de la familia, ofre­ciendo también la posibilidad ce un sano esparcimiento».







  1. Naturaleza de la empresa


Digamos ahora algo sobre la naturaleza de la empresa, porque un centro educativo es una empresa y –puesto que estamos en un sistema capitalista– una empresa capitalista.


La empresa capitalista es una asocia­ción de capital y trabajo dedicada a la producción de bienes y servicios vendibles en el mercado. Solemos ha­blar con naturalidad de los propieta­rios de la empresa; en nuestro caso, de los propietarios del colegio. Sin embargo, como observó muy bien el Episcopado Latinoamericano, la em­presa, por su propia naturaleza, no tiene –no puede tener– «propieta­rios»14. La empresa es un conjunto de elementos diversos: seres humanos (en el caso ce un centro educativo, direc­ción, profesores, personal de adminis­tración y servicios), medios de produc­ción material (capitales, terrenos, edifi­cios, material mobiliario...) y medios de producción inmateriales. (conoci­mientos, métodos, técnicas). Los me­dios de producción materiales pueden tener propietarios, pero no la empresa entera, que incluye también a las per­sonas que trabajan en ella.


La empresa no es una realidad suscep­tible de apropiación, como no lo son, por ejemplo, la familia, el Estado, una congregación religiosa o la Iglesia. Es­to es importante para plantear correc­tamente las relaciones entre el capital y el trabajo.


Una tara congénita del sistema capitalista es identificar la empresa con el capital de la empresa, hablando con toda naturalidad ce los «dueños de la empresa» para referirse a quienes han aportado el capital. En el extremo opuesto se sitúa la concepción marxis­ta, para la cual la empresa son los tra­bajadores.


Distanciándose tanto de la concepción liberal como de la concepción marxis­ta, la concepción cristiana afirma que la empresa es a la vez capital y trabajo; reconoce los derechos de ambos, pero defiende una «prioridad del tra­bajo sobre el capital» (LE 12 a), por­que el trabajo son personas humanas y el capital cosas materiales.



  1. El salario justo


Juan Pablo II afirmó que «no existe en el contexto actual otro modo mejor pa­ra cumplir la justicia en las relaciones trabajador-empresario que la justa re­muneración del trabajo realizado» (LE 19 a). Empecemos hablando, por tan­to, del salario justo.


En una empresa pueden ser las mis­mas personas quienes aporten el capi­tal y el trabajo (cooperativas, socieda­des anónimas lacorales...), o bien per­sonas diferentes. En este último caso –que es el más frecuente en los centros educativos– las relaciones entre capital y trabajo pueden regirse por dos tipos de contrato:

El contrato de trabajo o «régimen ce salariado», que garantiza al trabaja­cor una retribución fija, reservando a quienes aportaron el capital la gle­na autoridad de dirección y los be­neficios o pérdidas de la empresa.

El contrato de sociedad, por el que las dos partes acuerdan dividir la autoridad y los beneficios (o posi­bles pérdidas) de la empresa.

Pío XI se opuso a la opinión de algu­nos grupos católicos que considera-can injusto el régimen ce salariado (QA 64), aun cuando consideró que el ideal sería «suavizar algo» el contra­to de trabajo con el contrato de socie­dad, de modo que los trabajadores se asociaran con el capital, participando en la administración de la empresa y en los beneficios de la misma (QA 65). Más tarde dirá Pío XII que las grandes empresas deben ofrecer la posibilidad de suavizar el contrato de trabajo con un contrato de sociedad 15 y las medianas es deseable que lo ha­gan.

La experiencia dice, sin embargo, que frecuentemente son los mismos trabajadores quienes prefieren no cor rer riesgos y tener garantizado un sa­lario fijo independientemente de la si­tuación de la empresa. Pues bien, los criterios éticos a tener en cuenta para determinar el salario justo fueron pre­cisados poco a poco por el magiste­rio social de la Iglesia, desde León XIII hasta Juan XXIII:

En el siglo XIX predominaba la teoría del «trabajo-mercancía», según la cual los salarios –igual que el precio de cualquier producto– venían determina­dos exclusivamente por las leyes de la oferta y la demanda. En aquel tiempo, los católicos sociales estaban dividi­dos. Unos aceptaban la teoría del «trabajo-mercancía» y confiaban en la caridad para suplir la insuficiencia de los salarios. Otros, en cambio, sostení­an que el salario no era justo si no per­mitía tanto la subsistencia del trabaja­dor como la de su familia.

León XIII adoptó una postura interme­dia. Se opuso a la consideración del trabajo como una mercancía, pero no se atrevió a exigir que el salario fuera suficiente para mantener a la familia, sino tan sólo a un trabajador «frugal y morigerado» (RN 32). El número si­guiente hizo pensar a algunos que de­fendía también el salario familiar, puesto que decía: «Si el obrero perci­be un salario lo suficientemente amplio para sustentarse a sí mismo, a su mujer y a sus hijos, dado que sea prudente, se inclinará fácilmente al ahorro...». Sin embargo, el cardenal Zigliara –que había sido el autor del último bo­rrador de la Rerum novarum–, respon­diendo en nombre del Papa a una consulta del cardenal Goossens, expli­có que únicamente el salario indivi­dual se debe en justicia; el salario fa­miliar podría ser en todo caso una exi­gencia de la caridad, pero nunca de la justicia.

Fue necesario esperar casi cuarenta años para que el magisterio social de la Iglesia reivindicara el salario fami­liar. Lo hizo Pío XI en 1930'8y un año después en QA 71, aunque habló de «sustento familiar», una expresión se­ductiva, porque la persona humana tiene más exigencias que las puramen­te estomacales. Juan XXIII escribió más tarde que el salario debe permitir al trabajador y a su familia «mantener un nivel de vida verdaderamente huma­no» (MM 71).

Como es obvio, las situaciones familia­res son muy distintas, y van desde los hogares unipersonales hasta las fami­lias numerosas. Carecería de sentido que una misma empresa debiera retri­buir de modo distinto dos trapajos idénticos, baja pretexto de que sus autores tienen situaciones familiares dife­rentes. Una exigencia semejante su­pondría en la práctica grandes dificul­tades para contratar a quienes tienen una familia numerosa.


El concepto de salario familiar exigido por la justicia social debe referirse ne­cesariamente a una familia de tipo me­dio. Para ayudar a las familias nume­rosas se han establecido subsidios fa­miliares, financiados con cargo a las cotizaciones realizadas por todos los trabajadores y/o los presupuestos ge­nerales del Estado.


Ningún beneficio del capital puede considerarse legítimo mientras el sala­rio familiar no haya sido alcanzado; allá conde esto no sea posible deben introducirse cuanto antes las reformas necesarias ((DA 71). Recordemos algo que dijimos más arriba: Cuando es la realidad exterior a nosotros quien impi­de implantar plenamente ciertas exi­gencias de justicia –por ejemplo, las deficiencias ce los conciertos firmados con la Administración– debemos lu­char por la transformación de esa rea­lidad.


Lo anterior se refiere a la cuantía míni­ma del salario. En cuanto al límite su­perior, el magisterio social de la Igle­sia propone tres criterios éticos:


  • La situación de la empresa, «pues sería injusto exigir unos salarios tan elevados que la empresa no podría soportarlos sin la ruina propia y la consiguiente de todos los obreros» (QA 21). Esto supone que trabajos idénticos, realizados por personas ce la misma categoría social y la­boral, podrían ser distintamente retri­buidos por realizarse en empresas cuya situación económica es desi­gual.

  • La aportación de cada trabajador a la producción económica (MM 71). Parece justo, en efecto, que quien produce o rinde más reciba también más. «El perezoso –escribe un famo­so teólogo protestante– no debe re­cibir lo mismo que el aplicado, (...) el que carece de preparación no debe ganar lo mismo que quien po­see un entrenamiento excelente. Y esto cebe ser así, no sólo por razón del estímulo, sino también por razón de la justicia»19. Sin embargo, es igualmente justo que quien rinde to­do lo que puede, aunque sea poco, viva de un modo digno. Por lo tan­to, es necesario combinar ambas exigencias: una vez cubiertas las necesidades familiares, es legítimo establecer ciertas diferencias en fun­ción de la aportación de unos y otros.

  • Las exigencias del bien común, no sólo nacional (QA74) sino también universal (MM 71).


Pío XI y Juan XXIII dejaron tan claro el tema del salario que el magisterio posterior no ha añadido nada nuevo. El Concilio Vaticano II explicó con síntesis apretada: «La remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presen­tes el puesto de trabajo y la producti­vidad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común» (GS 67 b).


  1. Gestión de la empresa

Naturalmente, una empresa, como cualquier colectivo humano, necesita autoridad. Lo descubrieron, muy a su pesar, los anarquistas españoles du­rante la guerra civil. Durante los nueve meses en que dominaron los anarco­sindicalistas en Cataluña (octubre de 1936 a mayo de 1937) fueron evolu­cionando significativamente sus slo­gans. A principio: «Libertad, libertad»; después de tres meses: «La disciplina de la indisciplina»; otros seis meses después: «Disciplina, disciplina fé­rrea». Marx fue desde el principio más realista y decía que «un violinista solo se dirige a sí mismo, pero una or­questa necesita un director». La cuestión es a quién corresponde esa tarea .

Durante mucho tiempo, un principio in­discutido fue que el propietario dirige libremente la empresa. Pero ya vimos más arriba que la empresa no tiene ningún «propietario».

Otro argumento frecuente para justifi­car el monopolio del poder de deci­sión, por parte del capital, es que de­be asumir la gestión quien carga con el riesgo, pero los trabajadores también arriesgan sus expectativas de promoción profesional, su seguridad en el empleo, sus intereses económi­cos, etc. (que se lo digan, si alguien lo duda, a quienes se quedan en la calle con más de cuarenta y cinco años).

Si la empresa es una comunidad de capital y trabajo, parece claro que los trabajadores tienen derecho a partici­par en la gestión de la misma.


Pío XI fue el primer papa en pedir la cogestión (QA 65), pero su sucesor, Pío XII, la vio con muchas más reservas. Podríamos resumir así sus directrices (bastante vacilantes, por otra parte): El poder de codecisión económica no es exigible en justicia, pero es legítimo que los trabajadores lo in­cluyan entre sus aspiraciones y luchen por él, siempre que empleen medios lícitos. Puede considerarse «oficial» la interpretación de ese magisterio osci­lante, realizada por monseñor Monti-ni, cuando escribió en nombre ce Pío XII ala XXV Semana Social ce los ca­tólicos italianos: «Estrictamente no se da un verdadero derecho del obrero a la codirección; pero esto no veda a los empresarios el que hagan parti­cipar a los obreros en cualquier for­ma y medida, como no impide al Es­taco conferir al trabajo la facultas de oír su voz en la gestión ce la empre­sa, en ciertas empresas y en ciertos casos en que el poder excesivo del capital anónimo, abandonado a sí mismo, daña manifiestamente a la co­munidad».


El magisterio posterior ha acostado mucho más claramente por la coges­tión, porque «en la naturaleza humana está arraigada la exigencia de que, en el ejercicio de la actividad econó­mica, le sea posible al hombre asumir la responsabilidad de lo que hace y perfeccionarse a sí mismo» (MM 82). Digámoslo con palabras del Concilio Vaticano II que, naturalmente, tienen más valor magisterial que cualquier en­cíclica: «En las empresas económicas son personas las que se asocian, es decir, hombres libres y autónomos, cre­ados a imagen de Dios. Por ello, te­niendo en cuenta las funciones de ca­da uno, propietarios, administradores, técnicos, trabajadores, y quedando a salvo la unidad necesaria en la direc­ción, se ha ce promover la activa par­ticipación ce todos en la gestión de la empresa, según formas que habrá que determinar con acierto» (GS 68 a).


La participación de los trabajadores en la gestión de la empresa, cuando sea posible, tendrá carácter directo; y cuando esto no sea posible, se reali­zará a través de representantes elegi­dos democráticamente.


En el caso de los centros concertados, la legislación española asigna al Con­sejo Escolar ciertas competencias rela­cionadas con la cogestión, como inter­venir en la elección y cese del direc­tor, en la selección y despido de los profesores, aprobar, a propuesta del ti­tular, el presupuesto, etc. Es necesario no ver la participación efectiva en la gestión de la escuela de toda la comu­nidad educativa como una exigencia venida desde fuera que se acepta a regañadientes y se obstaculiza cuanto se puede, sino como una exigencia del modelo de sociedad propugnado por la Doctrina Social de la Iglesia.

8. Ideario católico y libertad religiosa

El Tribunal Constitucional declaró en 1985 radicalmente nulo (con readmi­sión obligatoria) el despido de una profesora por no ser católica, porque se trataba en aquel caso de una «dis­conformidad no exteriorizada, y, en cuanto tal, no invocable como causa justa de despido», pero también dejó claro que, si se hubieran probado he­chos o dichos de la profesora contra el Iceario del colegio, el despico ha­bría sido legítimo.

Sin embargo, en esta ponencia no es­tamos enfocando la gestión de los co­legios desde la legalidad, sino desde la ética cristiana, que no siempre coin­ciden, como dijimos más arriba. La cuestión que debemos plantearnos es si sería éticamente legítimo prescindir de un docente por estar en desacuer­do con el Ideario del Centro.

A primera vista, podríamos pensar que proceder de este modo iría en contra de la libertad religiosa, reconocida por el Concilio Vaticano II como un derecho humano. Recordemos sus palabras: La libertad religiosa «consiste en que tocos los hombres deben es­tar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier po­testad humana, y ello de tal manera que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida actuar conforme a ella en privado y en público, solo o aso­ciado con otros, dentro de los límites debidos» (DH 2a).

Por «coacción» debemos entender cualquier forma de compulsión, pre­sión y restricción, tanto si la ejercen los poderes púolicos como si la ejercen los grupos religiosos o incluso los indi­viduos. Toda persona debe poder ac herirse a una religión o abandonarla, practicarla o dejar de hacerlo, sin que su estatuto social, económico y políti­co quede afectado. Como es lógico, un despido afecta a su estatuto social y económico.

Sin embargo, el hecho de tratarse ce un centro con Ideario propio al que las personas se incorporan voluntariamen­te introduce una variante decisiva. Ahí la tolerancia tiene necesariamente unos límites que no existen en los es­pacios no confesionales. También un partido político en circunstancias extre­mas llega a decretar la expulsión de alguno de sus miembros por infringir gravemente el programa del partido, y no tenemos derecho a rechazar eso como intolerancia.



La forma específica que adopta la to­lerancia en el interior de la Iglesia y de sus obras viene perfectamente ex­presada por una fórmula inspirada en San Agustín, bien que de origen angli­cano o luterano, que el Vaticano II hi­zo suya: «Haya unidad en lo necesa­rio, libertad en lo dudoso, caridad en toco» (GS 92 b). «Haya unidad en lo necesario» pone de manifiesto los lími­tes de la tolerancia en el interior de la Iglesia a los que nos referíamos hace un momento. «Haya libertad en lo du­doso» indica el amplio espacio del pluralismo intraeclesial que nunca de­bería ser eliminado.


Desgraciadamente no siempre se ha respetado ese pluralismo. Recorde­mos, por ejemplo, como abortaron los Padres del Vaticano I la intervención de Strossmayer, contraria a que se pro­clamara la infalibilidad pontificia, gri­tando en plena aula conciliar: «es Luci­fer. ¡Anatema! ¡Anatema!»; «es otro Lutero. ¡Que se le expulse!», etc. Natu­ralmente, hace falta ser un héroe para atreverse a discrepar en un ambiente así.


«Desgraciada la tierra que necesita héroes», decía el Galileo ce Bertolt Brecht25. Y llevaba razón, porque el precio que han pagado todos los co­lectivos para conseguir la unanimidad de pensamiento es la pobreza intelec­tual, la muerte de toda creatividad y el estancamiento en el pasado. Decía Walter Lippmann que «donde todos piensan igual, nadie piensa mucho». ¡Ojalá que no sea éste el caso de la Iglesia ni de sus centros confesionales.


Los masones,

César VIDAL,

Planeta, Barcelona 2004, 300 pp.


Adolfo Requejo



Algunos datos que aporta el libro:



A.- Sus orígenes


. Los orígenes de la masonería han sido objeto de encendida controversia desde el siglo XVIII. Thomas Paine la relaciona con los druidas.

. Tampoco han faltado los que han visto en los masones a los sucesores de los templarios.

. Algunos sostienen que la masonería procede de la secta de Pitágoras. Otros dicen que procede de los misterios de Osiris e Isis.

. Más segura es la existencia de la masonería en los primeros años del siglo XVIII y las razones de su expansión en la búsqueda de un conocimiento esotérico y mistérico.

. El doctor Guillotine fue el creador de la guillotina, en el deseo de influir en la política, y en el ansia de promoción social.



B.- En el siglo XIX


. A lo largo del siglo XIX la masonería tuvo un papel muy relevante en procesos como: - la Revolución Francesa (Mirabeau era masón…),

-la expansión del imperio napoleónico,

-las revoluciones del siglo XIX,

-el aniquilamiento del Imperio Español en ultramar..

. Fuera del escenario político, fueron también masones:

-aventureros como Casanova, y figuras del ocultismo como Cagliostro…

-creadores de sectas contemporáneas, como Joseph Smith, fundador de los mormones.

-el primer presidente de los Testigos de Jehová, Charles Taze Russell,

-e incluso maestros relevantes del satanismo moderno, como Aleister Crowley.



C.- En el siglo XX


. Durante el siglo XX, la masonería tuvo un papel extraordinariamente relevante en:

-la Revolución rusa de marzo de 1917. (Kerensky era masón…),

-el régimen del PRI en México,

-la proclamación de la Segunda República Española.

. Igualmente, durante la posguerra sirvió de protección a no pocos nazis alemanes y se vio envuelta en notables escándalos, como los de la policía metropolitana de Londres en 1977 o el de la Logia P-2, que promovió cambios legislativos en Italia.



D.- Valoración:



Sociedad filantrópica y discreta, para algunos; sociedad secreta y ocultista, para otros; no puede negarse que la masonería no ha dejado de ser objeto de controversia en sus tres siglos de existencia.



E.- Algunas diferencias doctrinales con el cristianismo:


1.- Jesucristo: Es para ellos un maestro más, un hombre bueno más…


2.- La Biblia: Es para ellos uno de los libros sagrados, a semejanza del Corán o de las escrituras sagradas del hinduismo o de los filósofos griegos…


3.- La Redención: Deriva para ellos de la mejora personal, ligada a la iniciación que incluye indefectiblemente la obediencia a las directrices de la masonería…


4.- El diablo: No existe, para ellos, como ser personal. Lucifer es un personaje positivo, que lleva luz.





1 Const. Art. 2.

2 CG 26, Nuevas fronteras, nº 104.

3 CG 26, Documentos Capitulares, Discurso del Rector Mayor en la clausura del CG 26, pp. 195-196.

4 Cf. Ibidem, pp. 199-201.

5 Ibidem, p. 205.

6 Ibidem, p. 206.

7 Ibidem, p. 210.

8 Ibidem, p. 210.

9 Cf. Ibidem, pp. 207-209.

10 Cf. J. Bosco, Memorias del Oratorio, Ed. CCS, Madrid 2003, p. 88.

11 CG 26, Documentos Capitulares, Discurso del Rector Mayor en la clausura del CG 26, p. 208.

12 Cf. Ibidem, p. 209.

13 CG 22, nº 72.

14 CG 22, nº 6.

15 Cf. CG 23, nº 230.

16 D. Vecchi, Sintió compasión de ellos (Mc 6, 34). Nuevas pobrezas, misión salesiana y “significatividad”, ACG, nº 359, abril-junio 1997.

17 Ibidem, p. 35.

18 Ibidem, pp. 12-13.

19 Ibidem, p. 24.

20 Ibidem, p. 16.

21 Ibidem, pp 37-38.

22 CG 26, Nuevas fronteras, nº 98.

23 Cf. Mt 25, 40.

24 CG 26, Nuevas fronteras, nº 98

25 Ibidem, nº 98.

26 Cf. Lc 21, 3-4.

27 CG 26, Nuevas fronteras, nº 101.

28 Ibidem, nº 104.

29 Ibidem, nº 105.

30 Ibidem, nº 106-107.

31 CG 26, Documentos Capitulares, Discurso del Rector Mayor en la apertura del CG 26, pp. 156-157.

32 Gn 12, 1.

33 Cf. Nm 13, 32-33.

34 Nm 14, 7.

35 Nm 14, 8.

36 Lc 1, 39.

37 Lc 1, 37.

38 Mc 2, 22.

39 Sal Terrae (2008) 445-457.

40 Cooperador Paulino 137 (2007) 32-35.

41 «Todos uno» 173 (2008) 5-17.

42 VR 105/10 (2008) 4.

43 Educadores 226 (2008) 127-140.

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Forum.com nº 76