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Inspectoría  Salesiana  “Santiago  el  Mayor”  Leon  -­‐  24  de  septiembre  de  2011-­‐nº.99  

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Índice    
 
 
Retiro      3  
Formación    9  
Comunicación      17  
Vocaciones    37  
La  Solana    45  
El  Anaquel      49  
Bicentenario      53  
 
Revista fundada en 2000
Segunda época
Dirige: José Luis Guzón
C/ Paseo de las Fuentecillas,
27
09001 – Burgos
Tfno.: 947 460 826
jlguzon@salesianos-
leon.com
Colabora: Segundo Cousido
Dep. Legal: LE 1436-2002
ISSN: 1695-3681
Inspectoría  Salesiana  “Santiago  el  Mayor”  -­‐  León    
 

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papeles  de  formación  y  comunicación  
 
 
 
 
 
Retiro  
 
Primero  discípulos,    
después  apóstoles1  
 
Álvaro  Chordi  Miranda  
"La novedad de la predicación cristiana radica en la calidad de la vida evangélica del
apóstol, en su experiencia nueva del Dios vivo, probablemente más que en el
contenido mismo del evangelio y, ciertamente mucho más que en el método y los
medios que emplee el evangelizador. El evangelizador ha de ser un buen creyente; y
para convertirse en creyente bueno tendrá que ejercer bien de orante".
Comienzo estas páginas con palabras prestadas que recogen la certeza de que la
evangelización depende –en buena parte– de los evangelizadores. Juan Pablo II, en
su discurso a los Obispos de Lazio, afirmó que "para devolver un sentido
evangélico a la sociedad actual, es preciso formar bien a los evangelizadores",
pues "sólo una Iglesia evangelizada es capaz de evangelizar".
Esta reflexión pretende ser un instrumento formativo para los evangelizadores de
jóvenes que deseen "descubrir la fuente" y encontrar unas claves de fondo que
permitan abandonar sendas ya transitadas pero que apenas son frecuentadas por
los jóvenes y, por el contrario, explorar nuevos horizontes confiando en el Espíritu
que nos precede y prepara ya la ruta que esboza la Iglesia del mañana.
                                                                                                                       
1 Primero discípulos, después apóstoles, en A. CHORDI, Volver a creer con los jóvenes explorando nuevos horizontes,
«Frontera Hegian» 73 (2011) 7-13.
Delegación  Inspectorial  de  comunidad  y  formación  

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Muchos evangelizadores tenemos la impresión de que las comunidades cristianas
"enviamos a evangelizar a quienes no pueden afirmar que han sentido ni acogido
la llamada de Cristo, o mucho más frecuentemente aún, a quienes, sabiéndose
enviados, no han pasado un tiempo suficiente de convivencia con el Señor".
La evangelización necesita nuevos creyentes, hombres y mujeres apasionados por
Dios, que se sientan deseados y enviados por Él, y con quien mantienen una
relación íntima y fecunda. Ese es el motivo y la razón de ser de los evangelizadores:
amigos de Dios, enamorados de Jesucristo y guiados por su Espíritu. Solo quien
tenga en su corazón el Evangelio, hecho objeto de contemplación y motivo de su
oración personal, logrará mantenerlo en la boca como tesoro del que hablar y lo
tendrá en sus manos como un deber ineludible que entregar.
Ya lo adelantó Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi: "el mundo exige a los
evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan
familiarmente como si estuvieran viendo al Invisible".
Los evangelizadores somos epifanía de Dios para los jóvenes y como mensajeros
nos convertimos en el mensaje, la oferta y la propuesta para otros. Los jóvenes ven
a Jesús en la medida en que cada uno de nosotros "tengamos los mismos
sentimientos de Cristo Jesús" (Flp 2,5). La calidad y la hondura del corazón
esculpido día tras día por el Dios de la Vida es el mejor menú que los jóvenes
pueden descubrir en nosotros mismos. Y si lo vivimos y lo compartimos en
fraternidad, facilitamos al joven un boceto de Reino, un anticipo del sueño de
Dios hecho realidad en una comunidad concreta y palpable.
Por tanto, "la fe se fortalece, dándola", y el evangelizador es un apóstol creíble
precisamente porque ya es un discípulo creyente.
Palabras de vida compartida
Las páginas que siguen son una síntesis de la experiencia pastoral realizada con
jóvenes durante veinticinco años en el seno de las comunidades Adsis, trabajando
en varias parroquias de Santa Marta de Tormes (Salamanca), Bilbao y Vitoria-
Gasteiz, la pastoral universitaria de Salamanca, la Delegación Diocesana de
Pastoral con Jóvenes de Vitoria-Gasteiz, el Fórum de Pastoral con Jóvenes y la Obra
Diocesana de Formación Profesional –Diocesanas- y que han sido publicadas en
parte en algunas revistas especializadas en pastoral con jóvenes, así como
presentadas y contrastadas en numerosos encuentros con animadores de jóvenes
de muchas diócesis, congregaciones religiosas y movimientos apostólicos. ¡Doy
gracias a Dios por tantas personas y comunidades que han sido instrumentos para
configurar mi vocación y mi ministerio desde la pasión por los jóvenes y el amor a la
Iglesia! Así pues estas páginas están llenas de vida compartida con personas,
grupos y comunidades que entregan su tiempo y sus sueños gratuitamente a los
jóvenes en medio de la intemperie social y eclesial que atravesamos.
En este cuaderno compartimos una serie de propuestas teológico-pastorales para
la pastoral con jóvenes que están articuladas en torno a tres bloques:
• La encarnación como opción normativa para la acción pastoral, vivida como
el camino que Dios escoge para manifestar y realizar su proyecto salvador
que lleva a asumir la realidad de los jóvenes para iluminarla y transformarla
con la fuerza del Evangelio.
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Optar por la encarnación es optar por una pastoral que asume la historicidad
del hombre y que es fiel al joven en situación (capítulos 1 y 2).
• La comunidad que anuncia a Jesucristo y su Buena Noticia del Reino. La
vida de la Iglesia se apoya en dos realidades íntimamente unidas entre sí: la
comunión y la comunidad. La comunión se refiere a los bienes espirituales
que unen a todos los creyentes y la comunidad a la realidad histórica y
visible de la Iglesia. La comunidad es un signo a través del cual se realiza la
salvación que Dios ofrece a las personas en Jesucristo y se convierte en
el sujeto, ámbito y meta de la acción evangelizadora con los jóvenes. De
este modo, hacer pastoral con jóvenes es hacer Iglesia, es decir, formar
comunidad y vivir comunitariamente la fe en Jesucristo (capítulos 3, 4 y 5).
• La pastoral misionera, mistagógica y caritativa que nos sumerge en una
nueva lógica misionera desplegando procesos plurales y diferenciados,
educando en la interioridad, suscitando la experiencia de Dios, ayudando a
descubrir la propia vocación, priorizando el acompañamiento pastoral y
promoviendo los nuevos lenguajes y símbolos. Ahora bien, el compromiso es
el termómetro de la fe madura. Si los jóvenes no se comprometen a vivir el
amor servicial hacia el prójimo, si no se comprometen con los más pobres, si
no se convierten en actores decididos de la transformación social, entonces
la educación en la fe estará incompleta y no se llegará a la madurez integral
(capítulos 6, 7 y 8).
Cada capítulo contiene una sencilla Fundamentación teológico pastoral y ofrece unas
ideas claves para proponer la fe a los jóvenes acompañadas de algunas
experiencias significativas y conocidas por quien escribe que sugieren horizontes
nuevos. Al final de cada bloque, ofrecemos una guía de trabajo personal y
comunitario que permita asimilar, orar y compartir la reflexión con otras personas y
explorar algunas actuaciones concretas en la realidad pastoral más cercana.
El Fórum de Pastoral con Jóvenes (FPJ), que tuvo su momento culminante en el
encuentro organizado del 7 al 9 de noviembre de 2008 en el Palacio Municipal de
Congresos de Madrid, generó una maravillosa experiencia de comunión eclesial que
quedó plasmada en el corazón de casi 2.000 animadores y acompañantes de
jóvenes de todo el país y en un Manifiesto que servirá de hilo conductor de este
cuaderno formativo y que transcribimos a continuación.
Las personas, comunidades cristianas e instituciones que nos adherimos a este
Manifiesto nos comprometemos a dar un nuevo impulso para vivir y proponer la fe
con los jóvenes de hoy. Por eso:
1) Adoptarnos una mirada positiva y esperanzada hacia este mundo y hacia el
momento que nos toca vivir: un mundo y una época que Dios ama.
Inspirándonos en la Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, "los gozos y las
esperanzas, las tristezas y las angustias de los ‘jóvenes' de nuestro
tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y
esperanzas, tristezas y angustias de ‘los acompañantes de jóvenes'. Nada
hay en `la cultura juvenil' que no encuentre eco en nuestro corazón".
2) Estamos convencidos de que el futuro no es incierto, es de Dios. Nos
disponemos a vivir más abiertos al viento y a las sorpresas del Espíritu, que
nos precede y prepara la ruta de los jóvenes. Dios ama a los jóvenes y nos
habla en ellos. Somos muchas las personas y comunidades cristianas que
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vivimos con pasión y gratuidad la evangelización de los jóvenes. Somos
enviados para estar, escuchar, acompañar y amarles. Somos citados a
explorar con ellos la sabiduría y los signos de Dios a través de sus tiempos
y de sus culturas. Queremos ayudarles a prestar atención, a tomar
conciencia y a consentir a una Presencia que ya habita en su corazón. Solo
podemos abrirnos a los jóvenes partiendo de ellos mismos e iniciando una
comunicación libre y en plano de igualdad. Un joven nos ha formulado un
deseo en el Fórum: "No quiero que se haga nada sobre nosotros sin contar con
nosotros".
3) Estamos convencidos de que Jesús es el centro. Jesucristo está vivo en
medio de nosotros. Queremos presentar con nuestro testimonio y nuestra
palabra a Jesús, respuesta creíble y completa para los jóvenes hoy. Nuestro
horizonte es poder decir como san Pablo "para mí la vida es Cristo" (Flp 1,2
I). El papa Benedicto XVI nos confiesa y enseña: "Cristo no quita nada y lo
da todo".
4) Estarnos convencidos de que todos somos necesarios. En la Iglesia
cabemos todos. Nadie sobra. Nos necesitamos unos a otros. Estamos
urgidos a la comunión en la Iglesia local, presidida por el Obispo. Para eso,
hemos de mantener y recrear nuestras identidades, relativizar modos y
estilos, poner en juego los dones y carismas y trabajar en red. La fuente viva
de la comunión es la Eucaristía: participando del mismo pan, todos nosotros
formamos un solo cuerpo que queda expresado en múltiples miembros que
enriquecen a la Iglesia y al mundo. La comunión es la entraña de la misión.
Juntos nos ponemos en misión con los jóvenes, lo que nos exige
respuestas audaces y renovadoras en el seno de la Iglesia.
5) Nos comprometemos a promover comunidades cristianas que susciten y
acompañen el proceso de las personas jóvenes. Que les busquen, les
acojan en su realidad concreta y les propongan explícitamente el
evangelio de Jesucristo que llama a la fraternidad.
6) Nos comprometemos a alentar una pastoral de la fe. "No se comienza
a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro
con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida
y, con ello, una orientación decisiva" (Benedicto XVI, Deus caritas est).
Deseamos partir de la experiencia espiritual que los/as jóvenes ya viven,
recuperando la interioridad como camino que conduce al reconocimiento del
amor de Dios en nuestras vidas. Buscamos que los jóvenes descubran su
vocación, construyan su identidad personal, fijen los ojos en la Palabra de
Dios, celebren con sabor de fiesta su fe, vivan apasionados por la justicia
y la solidaridad, estén presentes en los ambientes juveniles, dialoguen con
otras culturas y religiones... Nos abrimos a nuevos lenguajes sobre Dios
que ayuden a que los jóvenes narren las huellas de Dios en sus vidas.
7) Nos comprometemos a vivir con un corazón samaritano. El ejercicio del
amor solidario es un buen camino para encontrar o recuperar la fe. Los
jóvenes necesitan tomar conciencia de su responsabilidad hacia quienes
sufren la injusticia, la enfermedad y la soledad, el racismo y la exclusión, la
falta de oportunidades y el aislamiento social... Un corazón transformado
por la solidaridad es un corazón abierto a los caminos del Espíritu. Así se
consolida la construcción de un mundo nuevo y de un cuerpo universal.
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8) Queremos compartir la alegría de la fe con todos los jóvenes: "Lo que
hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis
en comunión con nosotros" (Un 1,3). Con ellos y desde ellos, el Espíritu
nos invita a esbozar la Iglesia del mañana- Tina Iglesia que acoge con el
corazón agradecido la invitación del Papa Benedicto XVI a los jóvenes del
mundo entero a celebrar su fe en la próxima Jornada Mundial de la Juventud
que tendrá lugar en Madrid en agosto de 2011, donde todos podamos
explicitar la afirmación de su antecesor Juan Pablo II: `Vale la pena
dedicarse a la causa de Cristo'. En este caminar nos sentimos
acompañados por María, nuestra Madre, fiel modelo de discípula para todos.
Las cuatro publicaciones editadas por el Instituto de Vida Religiosa de Euskal
Herria -"Todo ha cambiado con la Generación Y. 40 paradigmas que mueven
nuestra cultura" de José María Bautista; "La pastoral vocacional ante el joven de
hoy" de Ignacio Dinnbier, sj; "Caminos de vida para el encuentro con el Dios de
Jesús" de Rafel Gasol, sdb y estas páginas que tiene en sus manos– son unas
reflexiones de autores de mediana edad procedentes de realidades pastorales
diversas –parroquias, centros educativos, movimientos, delegaciones de pastoral
con jóvenes o vocacional a nivel diocesano o provincial/inspectorial– y zonas
geográficas diferentes –Madrid, Valencia, Barcelona y Vitoria-Gasteiz–. Este
cuaderno pretende ofrecer una visión amplia y lo más completa posible de la
pastoral con jóvenes, presuponiendo algunas reflexiones que aparecen en los otros
tres cuadernos. Desde el espíritu del Fórum de Pastoral con Jóvenes, pretende ser
una contribución generosa y abierta a la Jornada Mundial de la Juventud, que
tendrá lugar en Madrid del 16 al 21 de agosto de 2011.
31 de enero de 2011
Festividad de san Juan Bosco, apóstol de los jóvenes
 
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Formación  
 
Pobreza.    
Consumismo  y  cristianismo:  
consideraciones  sobre    
Gilles  Lipovetsky  y  Jurgen  Habermas2  
 
Lorenzo  Martínez  Ángel  
Continuando el camino ya iniciado en anteriores artículos de esta misma revista
sobre el tema de la pobreza y el cristianismo' (cuestión, por cierto, nada ajena a las
páginas de Religión y Cultura), me gustaría en el presente trabajo, el último de lo
que podríamos denominar como una pequeña trilogía, reflexionar sobre algunas
ideas que aparecen en ciertas obras de dos autores sobradamente conocidos en el
mundo del pensamiento filosófico contemporáneo: el francés Gilles Lipovetsky y el
germano Jurgen Habermas.
Respecto al primero, con independencia de que sus planteamientos gusten más
o menos, no se le puede negar el reconocimiento de ser un magnífico analista de
la sociedad actual. Su descripción de las características constitutivas de nuestra
época suele ser atinada. Esto no obsta, lógicamente, para que nos reservemos el
                                                                                                                       
2 «Religión y cultura» LVI (2010) 961-974.
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derecho de aceptar o no sus opiniones, o discrepar de algunas de sus
interpretaciones.
De entrada, me gustaría recordar al lector que Lipovetsky se muestra escéptico
respecto a que las críticas a la por él denominada sociedad de hiperconsumo vayan
a modificar la situación actual, manifestando incluso el citado autor que su
alteración podría llegar a ser contraproducente para el ser humano, al
considerar que el consumo produce satisfacción en éste.
Esta idea de Lipovetsky resulta interesante. Desde el cristianismo no se pretende
imponer, sino proponer. Este manido tópico, que sigue siendo cierto, tiene una
gran trascendencia intrínseca: no se trata de que las personas vivan frugalmente,
sometidas a tin racionalismo total o a un seguimiento estricto de la pobreza de San
Antonio Abad, ni tampoco de imponer métodos propios de la revolución cultural
china. Consiste la cuestión en promover un modelo de felicidad alternativo (de
hecho, no quiero desaprovechar la oportunidad de plantear el tema de si la
búsqueda de la felicidad en el consumismo no es más que el reflejo de una
infelicidad derivada de la ausencia de otro tipo de dicha), no basado en la
adquisición de bienes o el disfrute de servicios, sino en conceptos como el de
la solidaridad, con finalidades tan claras como, por un lado, un reparto más
justo de la riqueza, y, por otro, que las personas sean dichosas, en coherencia
con sus propias ideas. Y también consiste en no aceptar pasiva y acríticamente
imposiciones derivadas del hiperconsumo convertido, casi, en ¡ideología
dominante! Se trata de presentar una alternativa a la «"civilización del deseo"
que se constituyó durante la segunda mitad del siglo XX».
Quizá podamos estar de acuerdo en el carácter utópico de la generalización de
esto. Pero precisamente por ser una invitación y no una imposición no importa
tanto el número de los llamados por la autenticidad de la vivencia de quienes
siguen la citada vía. Que exista como referente real y creíble no es poco,
considerando la artificialidad de los tiempos que nos toca vivir (aunque no
conviene olvidar que todas las épocas tienen su carga de falsedad y de
hipocresía, porque estas características pertenecen, en definitiva, a la parte menos
"clara" del ser humano).
No resulta extraño que en el índice temático de la citada obra de Lipovetsky no
aparezcan términos como "madurez" o "equilibrio". La madurez (si se quiere
emplear otra expresión, el sentido común) equilibra lo "ligero" del hiperconsumo,
lo resitúa y desplaza del centro de gravedad del ser humano, sin necesidad de
eliminarlo.
La madurez personal es un concepto que parece no estar de moda. A algunos no
les gusta nada, y lo expresan sin tapujos. Es más: la formación de la infancia y
la juventud muchas veces parece ir más encaminada sólo a la obtención de un
puesto de trabajo o a rellenar los huecos que puedan ir apareciendo en el
proceso productivo que a la edificación de personalidades con madurez (lo cual,
por otro lado, resulta necesario), como si ésta no fuese imprescindible para
conseguir tantas y tantas metas en la vida de un ser humano. Pero resulta
obviamente imprescindible. En esto podemos convenir personas de diferentes
ideas y creencias, incluso si no coincidimos totalmente en el campo semántico que
aplicamos al término madurez: el cristianismo lo recalca, pero también pen-
sadores de izquierdas, como por ejemplo Marcuse, han incidido en ello.
Hay un aspecto en el que todavía no me he detenido. Se trata de la citada
Inspectoría  Salesiana  “Santiago  el  Mayor”  -­‐  León  

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indicación que realiza Lipovetsky respecto a que la felicidad provocada por el
consumismo pertenece al lado "no moral" del hombre. Esto enlazaría con la
cuestión de la racionalidad. El hiperconsumo no es racional. Resulta curioso
para quien esto escribe que, principalmente desde la Ilustración, se ha criticado
a la religión por su contenido no racional, olvidando muchas veces, y esto con
independencia de que se sea o no creyente, algo que explicó bien el gran
Immanuel Kant con la hermosa metáfora de los círculos concéntricos, y es que
dentro de sí tiene un núcleo de racionalidad:
«Del título de esta obra (pues se han manifestado dudas respecto a la mira
escondida bajo él) hago notar lo siguiente: puesto que la revelación puede al
menos comprender en sí también la Religión racional pura, mientras que, a la
inversa, esta última no puede contener lo histórico de la primera, puedo
considerar a la una como una esfera más amplia de la fe que encierra en sí a la
otra como una esfera más estrecha (no como dos círculos exteriores uno a
otro, sino como concéntricos)».
La religión, que tiene una parte importante de racionalidad, ha sido criticada
muchas veces por irracional. En contraposición, el consumismo desaforado,
profundamente irracional, no es objeto de tantos ataques, pues se ha aceptado de
modo generalizado (aunque no totalmente, por fortuna) y acrítico que es tin claro
indicador de bienestar y felicidad.
Si a esto añadimos que la sobreabundacia se basa, al menos parcialmente, en
la penuria de una importante parte de la población mundial, la irracionalidad es
todavía mayor. Hace años René Dumont dijo algo interesante respecto a una
característica que debe poseer el adjetivo "racional" en este orden de cosas:
«La sociedad austera que satisfaga las necesidades de todos, por lo menos las
necesidades fundamentales, será la sociedad que nosotros entendemos por
"racional"».
El Prof. Dumont creía que era «imposible la existencia de una tal sociedad de
la abundancia que satisfaga las aspiraciones de todos». Ignoro si tenía razón en
sus palabras, ya que no soy adivino y desconozco si esto llegará a suceder o
no. Pero, por lo que se refiere hasta el momento presente, el acierto de sus
palabras resulta indubitable: las cifras de pobreza en los países en vías de
desarrollo son extremadamente elocuentes por sí mismas.
Estos son argumentos racionales. Por tanto, pueden ser compartidos tanto por
personas con creencias religiosas como por quienes carecen de ellas. Consumo
sí, pero racional, y en la medida de lo posible sin dejar de contemplar el
concepto de solidaridad.
El cristianismo tiene mucho que decir en todo esto, mentalizando sobre estas
cuestiones con su trabajo y su mensaje. Escribía Hegel en sus años jóvenes, a
finales del siglo XVIII:
«La religión cristiana no fue capaz, bajo los emperadores romanos, de oponer
un muro de contención contra la decadencia de todas las virtudes, la opresión
de la libertad y de los derechos del pueblo romano, contra la tiranía y la
crueldad de los gobernantes...».
Independientemente de la opinión que se tenga sobre las palabras del citado
filósofo alemán, lo cierto es que ahora debe «oponer un muro de contención», o
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seguir haciéndolo, frente a lo que significa el consumismo desaforado. Es más: el
éxito en este sentido no importa tanto como la coherencia en el intento. Dice
Pedro Miguel Lamet, con razón, que «la coherencia va a misa». Y esto acaba
siendo determinante; así, por ejemplo, no resulta extraño que un reconocido
historiador como Henry Kamen afirme que «en una época como la del Siglo de
Oro hubo poca religión» II, a pesar de haber sido una época donde abundaba
la cantidad de referencias religiosas (e incluso se incrementaron las
manifestaciones externas) pero no la coherencia en su vivencia. Precisamente
la necesidad de la coherencia hace que el tema de la pobreza sea complejo y
delicado, pues es absurdo negar el hecho de que no siempre el ejemplo ha
sido el correcto dentro del cristianismo. Es más: esto ha sido objeto de críticas,
algunas procedentes de intelectuales destacados.
La citada aportación desde la religión a la sociedad empieza a ser
demandada, incluso, desde el ámbito de la no creencia, y esto me lleva al
pensamiento del segundo filósofo aludido en el título del presente trabajo: Jürgen
Habermas.
Este pensador alemán ha escrito: «El motivo por el que me ocupo del tema de la fe y
el saber es porque deseo movilizar la razón moderna contra el derrotismo que alienta
en su seno. El pensamiento posmetafísico puede por sí solo dar buena cuenta del
derrotismo de la razón que nos sale hoy al paso tanto en la agudización posmoderna
de la "dialéctica de la Ilustración" como en el naturalismo crédulo respecto de la
ciencia. Pero se comporta de otra manera con una razón práctica que, sin el apoyo
de la historia de la filosofía, desespera de la fuerza motivadora de sus buenos
fundamentos, pues las tendencias de una modernización que está descarrilando
impugnan, en vez de fomentar, los preceptos de su moral de justicia.»
En efecto, cuando esta posmodernidad se interesa más de satisfacer las
necesidades del consumismo que del hecho de que todo ser humano tenga
alimento o asistencia médica, es que su "moral de justicia" falla.
A esto, añade Habermas:
«... la razón práctica se desdibuja cuando ya no es capaz de despertar y
mantener despierta, en los ánimos profanos la conciencia de una solidaridad
herida en todo el mundo, la conciencia de lo que falta, de lo que clama al
cielo.»
Sin lugar a dudas, ahí la religión, y en concreto el cristianismo, tiene mucho que
decir, que aportar, tanto a sus componentes como a toda la sociedad. Incluso un
pensador tan poco amigo de la religión como Fernando Savater reconoce el
papel de ésta en cuanto al fomento de la solidaridad. Escribe Hans-Georg
Gadamer: «No es fácil que las ciencias del espíritu encuentren una
comprensión correcta en la opinión pública en lo concerniente a la modalidad
de su trabajo. Es difícil poner de manifiesto lo que hay de verdad en ellas, lo que
ellas nos revelan». Esto también podría ser aplicable al mundo de la religión; pues
bien: la solidaridad es una de las mejores maneras de "poner de manifiesto lo
que hay de verdad" en ella.
Sin embargo, en este campo no es suficiente sólo el mensaje teórico.
Para que la aportación sea creíble debería comenzarse por la autocrítica. En
referencia al trabajo de Habermas del que he realizado las anteriores citas,
escribe el jesuita Norbert Brieskorn:
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«... por regla general no encontraremos a las comunidades religiosas libres de
egoísmo e insolidaridad. Los hijos e hijas de la modernidad no viven fuera de
las comunidades religiosas. Quien admite esto cae en una sofisticación que ya
le permitió a Aurelius Augustinus la porosidad y el entreveramiento de las
civitates. El hecho de que determinados miembros de tales comunidades
perciban el egoísmo con una conciencia colectiva más crítica no elimina dicho
mal».
No le falta razón. Cuando se habla del consumismo de nuestra sociedad no se
excluye a los miembros de las comunidades cristianas, parte integrante de la
misma, como resulta obvio.
Si el discurso se realiza sólo de puertas afuera perderá fuerza. Y si en el interior
de las comunidades cristianas no se consigue que sea efectivo, ¿qué
resultado se puede esperar que logre en el ámbito general de la sociedad?
El cristianismo visto como algo positivo para los seres humanos, independientemente
de la cuestión de la fe, es algo que no deja de recordar la actitud del protagonista
de la famosa novela de Miguel de Unamuno San Manuel Bueno, mártir.
Pero hay dos diferencias obvias entre el planteamiento de Habermas y el de la
obra literaria citada. La primera es que Habermas no finge ser lo que en realidad
no es, como sí hacía el personaje de ficción mencionado. La segunda es que
el pensamiento de Habermas parte de la no creencia, y desde ella llega a la
conclusión anteriormente indicada, mientras que el personaje unamuniano sí creyó,
al menos cuando era pequeño, corno se indica en la novela, lo que sugiere que
partió de la creencia (si bien Unamuno matiza la cuestión).
Así pues, se sea creyente o no, se puede reconocer el valor positivo del cristianismo,
punto éste para el diálogo entre la Iglesia y la sociedad, si bien no siempre
utilizado en la amplitud que se debería, al menos en la humilde opinión de quien
esto escribe. Para ello, obviamente el cristianismo debe ser fiel a la bondad que
predica; Platón escribió en su Menón (96e-97a) lo beneficiosos que son los
varones buenos'. Esto sigue siendo de utilidad, si bien lógicamente modificando la
cita, pues habría que entender que es de aplicación a los seres humanos en general,
hombres y mujeres. El no creyente Jurgen Habermas manifestó hace años, en
relación al concepto de sacrificio, y refiriéndose también con el cristianismo, su
admiración por quienes lo ejercitan a favor de los demás.
Hablando de pobreza en el cristianismo, no quiero dejar de plantear una cuestión.
Uno de los dos escritores a los que se dedica el presente artículo, el sacerdote José
María Javierre, fue nombrado, casi octogenario, canónigo de la Catedral de Sevilla,
con un carácter básicamente honorífico, pero nunca llegó a tomar posesión. Bonito
ejemplo que, unido al de Benedicto XVI al renunciar al tradicional título de Patriarca
de Occidente, me lleva a preguntarme si resulta imprescindible el mantenimiento
dentro de la Iglesia de elementos como, verbigracia, los prelados de honor,
protonotarios apostólicos supernumerarios, adjetivaciones como el Muy Ilustre Señor
de los canónigos, y otras cuestiones por el estilo, cuyo sentido en el pasado no
pretendo discutir, pero cuya perduración en el presente podría ser objeto de
replanteamiento. Soy consciente de que estos títulos y cargos suelen carecer de
efectos prácticos, pero quizá, y precisamente por eso, no haya sólo que ser
humildes, sino también esforzarse todavía más por parecerlo. La sencillez, incluso en
las formas, en cristiano, resulta un buen pasaporte para adentrarse en el camino del
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diálogo con los demás.
Hace casi cuatro décadas escribía José María Díez-Alegría en un libro que resultó ser
tan polémico como problemático para su autor, con cierto tono humorístico,
confesado por él mismo, respecto a la posibilidad de que las estructuras vaticanas
funcionasen con un presupuesto menor. Reconocía el citado autor al respecto:
«Seamos realistas y no pretendamos un Papa pobre como Pedro (materialmente
hablando) y privado de oficinas». Sin embargo, añadía: «Un gesto tipo Zaqueo por
parte del papado contemporáneo sería quizá hoy la única manera de ejercitar un
Magisterio de los Papas. Porque parece que las palabras están agotadas».
En esto último, y escribiendo en el 2010, estoy de acuerdo. Los documentos
pontificios son, oficialmente, recibidos magníficamente en la Iglesia, pero leídos por
pocos, generalmente pasan pronto al olvido, y la incidencia que tienen en la vida
diaria de las comunidades cristianas es muy limitada, y eso siendo generosos. No
tengamos miedo a reconocer las cosas tal y como son, independientemente de
que gusten más o menos.
No se trata de que los papas dejen de publicar documentos, sino que, buscando la
eficacia, hay que ser muy realistas. Si se quiere que el mensaje llegue, y sea
significativo, quizá ciertos gestos evangélicos sean más efectivos que las palabras,
aunque ello conlleve la ruptura con ciertas rutinas perpetuadas a través de los siglos
que no deben ser confundidas con la Tradición. Y, huelga decirlo, esto no sirve sólo
para los papas, sino para todos los cristianos.
Considero que, de esta manera, la Iglesia hará llegar su mensaje de solidaridad
mucho mejor, y contribuirá a que personas no creyentes, como el citado Jurgen
Habermas, vean el cristianismo de una manera no sólo más positiva, sino también
como un elemento importante para la realidad mundial del presente que edifica
paulatinamente su futuro, lo cual, dicho sea de paso, es una tarea mucho más
perentoria que el reconocimiento de las raíces cristianas de Europa, tema sin duda
muy interesante, pero más propio de historiadores y pensadores. Mas en el pasado
no se puede actuar, y es pertinente recordar, en este contexto, una cita de Kant,
referida a que la «sabiduría misma [...] consiste más en el hacer y omitir que en el
saber». Además el diálogo con los no creyentes y la vivencia auténtica dentro de las
comunidades cristianas se manifiesta como algo sencillamente imprescindible en
nuestro tiempo y también de cara al porvenir, pues no sólo el cristianismo sino
cualquier ideología que se precie aspira a ser significativa más allá de un mero
momento transitorio. Basta recordar el rápido desarrollo del movimiento hippy,
por citar un ejemplo no demasiado lejano en el tiempo, para comprenderlo.
La actitud de pobreza, asimismo, debe ser un instrumento de ayuda a los
pobres. Hay unas bellas palabras de la poetisa Safo de Lesbos, que a pesar de
sus largos dos milenios y medio, sirven para la reflexión, aunque obviamente
descontextualizadas de la famosa Oda a Afrodita de la que proceden (vv. 25-
26): «ven a mí, y ahora, y libérame de una ardua preocupación». Cuando más
sencillos seamos y más nos libremos de lo no esencial, más libres y dispuestos
podremos estar para ayudar a los que piden ayuda, a los que se encuentran
oprimidos por el sufrimiento, a los pobres de nuestro momento actual. No
olvidemos que, en el cristianismo, la caridad es más importante, incluso, que la
fe y la esperanza (y qué maravillosamente lo representó Ambroggio Lorenzetti
en su cuadro Virgen con ángeles y santos, en el siglo xiv, conservado en el
Museo Arqueológico y Comunal del Palacio Pretorio de Massa Marittima, en
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Toscana"').
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Una actitud de pobreza, igualmente, nos ayudará a buscar más libremente la
verdad. John Henry Newman, que será beatificado dentro de unos meses por
Benedicto XVI, se caracterizó por una intensa y sincera búsqueda de la verdad
(que le llevó a renunciar a muchas cosas en su vida), lo que estimo que le
reconocen incluso quienes no coincidan con sus conclusiones. En su bella
novela Perder y ganar, ambientada en ese mundo de la Universidad de Oxford
que tan bien conoció, y que tanto supuso para él (y viceversa) tiene un pasaje
magnífico, que pone en boca de su protagonista Charles Reding:
«Piensa con qué seriedad habla la Biblia de lo difícil que es encontrar la
verdad, de cómo cansa, del deber de sufrir penalidades por la verdad. No
creo que la mayor parte de los clérigos ni la mayor parte de los habitantes
de los colleges, los Heads, los fellows –con todas sus buenísimas
cualidades, ¿eh?– hayan buscado nunca la verdad. Se han limitado a
tomar lo que encontraron y en su vida se han puesto a juzgar por sí
mismos. Y si lo han hecho, ha sido de forma superficial, formularia,
buscando en la Biblia justificaciones para aquello que estaban obligados a
profesar... ».
Aunque la novela la escribió siendo ya católico, y sus comentarios se dirigían al
anglicanismo que había abandonado poco tiempo atrás, lo cierto es que esta
cita también podría servir para la reflexión dentro del catolicismo. No basta con
ser católico. Es precisamente el hecho de serlo lo que debería resultar un
acicate, un estímulo, para proseguir en la constante y exigente búsqueda de la
verdad, y supeditando a ésta otras cuestiones. La mentalidad de pobreza
(entendida, por ejemplo, como libertad respecto al consumismo) constituye una
magnífica disposición de ánimo para tal actitud. Y ayudaría a ser una verdad
vivida.
Y, como en tantas ocasiones, resulta más fácil decir todo esto que hacerlo.
Pero el reto está ahí. Y no hay que desfallecer, pues si Homero creó las palabras
«porque todavía hay parte de esperanza», un cristiano ha de tener todavía más
ánimo y visión positiva
 
 
 
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Comunicación  
 
Metáforas  eucarísticas    
en  el  cine3  
 
Carlos  Domínguez  Morano,  sj  
Sumario: El autor del presente artículo, profesor de psicología de la religión, es
consciente del valor simbólico, y tantas veces arquetípico, de las expresiones
artísticas; especialmente del cine. Por esta razón, en el presente trabajo aborda
el tema de la "eucaristía", tal como ha sido tratado en la gran pantalla,
centrándose en sus representaciones metafóricas. Para ello, presta especial
atención a tres filmes: Viridiana de Buñuel, El festín de Babette, de G. Axel, y
La última cena de Gutiérrez Alea. Por su carácter figurado, estos filmes amplían
su significación a aspectos que van más allá de lo meramente ritual y nos
introducen en cuestiones básicas de la experiencia de fe, como son las de la
imagen de Dios y la comprensión de la soteriología, en sus relaciones íntimas,
y no siempre explícitas, con la cuestión del placer.
1. Introducción
Quizás una de las más significativas asignaturas pendientes de la teología actual sea
la de recoger las cuestiones que el cine actual le plantea en muchas ocasiones. No
parece necesario insistir en la influencia decisiva que posee este medio de
comunicación en nuestros modos de pensar y actuar. Pero, además, el cine también
                                                                                                                       
3 «Proyección» 240 (2011) 9-31.
Delegación  Inspectorial  de  comunidad  y  formación  

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puede y debe ser considerado una fuente de importantes elaboraciones
antropológicas en nuestros días. No sólo refleja modos de pensar y sentir. También
los crea. Existe –se podría afirmar–toda una antropología que se elabora en este
medio y en la que las cuestiones religiosas (sea por presencias explícitas o
implícitas, o sea por llamativas ausencias) tendrían que dar que pensar al teólogo.
Pero no es así, o lo es muy escasamente. Parece que el cine tan sólo interesa en
la media en la que se puede utilizar como recurso pastoral, a modo de ilustración de
mensajes teológicos. Lo cual no deja de ser muy legítimo e, incluso, laudable. Pero
habría que plantearse la conveniencia o la necesidad de que, al margen de esa
utilización, la teología se acercara también a las grandes creaciones cinematográ-
ficas con la intención de dejarse interpelar por lo que esas obran plantean como
grandes cuestiones humanas que deberían afectar al quehacer teológico.
Dentro del amplio campo de cuestiones religiosas que se suscitan en el campo
cinematográfico, es nuestra intención centrar el presente análisis en un aspecto muy
particular: el de las metáforas eucarísticas. Creemos que en ellas se ponen de
manifiesto, en razón de su carácter simbólico, cuestiones más amplias y
significativas que las que ofrecen las representaciones reales de la Eucaristía, por
otra parte, tan numerosas en la historia del cine, que harían muy difícil un análisis
pormenorizado. Esas representaciones simbólicas de la Eucaristía condensan, sin
duda, aspectos fundamentales de la experiencia de fe, ya sea por la invitación que
ellas nos hacen para descubrir aspectos primordiales de la experiencia religiosa, sea
también por la denuncia que, a veces, realizan de inconfesados intereses asociados
a esta celebración central de la fe cristiana.
2. Indagando representaciones simbólicas eucarísticas
Una primera tarea que se impone es la de discernir dónde encontramos real-
mente films en los que la eucaristía se encuentre simbólicamente representada o,
al menos, sugerida de algún modo. La tarea no resulta fácil porque dependerá en
buena medida de la óptica que se utilice para detectar tales metáforas eucarísticas
y también del empeño que se muestre por encontrarlas. Empeño que, cuando es en
exceso interesado, puede llegar a encontrarlas allí donde, sencillamente, no están.
No es raro, en efecto, encontrar en la bibliografía existente sobre cine religioso una
violencia que fuerza, e incluso respeta escasamente la obra analizada, en tina obsti-
nación por hacerle decir a la obra lo que no quiere decir. En el panorama
secularizado de nuestra sociedad, el cine, en tanto manifestación que es de la
misma, no parece mostrar mucho interés por las cuestiones religiosas. Y al parecer,
no resulta fácil asumir tal ausencia. El resultado es, con frecuencia, que nos
encontramos tina auténtica fabulación en el empeño por detectar temas o
situaciones religiosas donde difícilmente las hay, ni de modo explícito, ni
implícitamente tampoco. Ver el trasfondo religioso, evangélico incluso, en un film
como Europa 51 (1952) de Roberto Rossellini, está sobradamente justificado. Pero
ver, por ejemplo, una representación de la figura del Espíritu Santo en el mundo
femenino de la filmografía de Hitchcock resulta difícilmente aceptable, sobre todo,
si tenemos en cuenta el carácter oscuro de las zonas humanas, femeninas incluidas,
que caracteriza la obra de este gran maestro. Se podría citar otros muchos ejemplos
en ese empeño por detectar temas religiosos donde realmente no existen. Así ocurre
también con relación al tema eucarístico que nos ocupa.
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Para algunos, basta que aparezca el elemento de comida vivificante y compartida
para querer ver en ella una alusión a la Eucaristía. Así, por ejemplo, en el film
taiwanés Comer, beber, amar (Ang Lee, 1994), en el que la comida desempeña un
papel central en la comunicación de un padre con sus tres hijas, al margen de
toda connotación espiritual o religiosa, o en el film mexicano Como agua para
chocolate (A. Arau, 1992). Incluso en Jesús de Montreal (D. Arcand, 1989) es
difícil ver una metáfora eucarística en el momento en el que los protagonistas,
actores que pretenden renovar una representación teatral de la pasión de Jesús, se
reúnen y comparten una pizza. También se ha querido ver una simbología
eucarística en el film Matrix (A. y L. Wachowski, 1999) que, aunque efectivamente
esté lleno de connotaciones religiosas, no todo en él se ha de considerar en esa
clave metafórica. Es realmente difícil ver una alusión eucarística en este film cuando
Neo, el protagonista, es conducido al oráculo que reúne y alimenta a la gente en su
cocina y le da una gallera que le vivificará y le hará sentirse más consciente de su
identidad mesiánica.
Como también resulta artificioso querer encontrar una representación eucarística en
el interesante film El otro lado de la vida (B. B. Thornton, 1997), por el simple
hecho de que el protagonista, un loco bonachón pero asesino, acepte una invitación
a cenar en la que participan sujetos marginados socialmente como eran una pareja
homosexual o una mujer discapacitada. Ver en este hombre una imagen de Cristo
que se reunía con los publicanos y pecadores y, en esa comida, una representación
simbólica de las comidas de Jesús, es forzar la lectura del film de un modo
inaceptable. Igualmente, artificioso resulta el ver una metáfora eucarística en la
escena en la que el niño pobre de Charlie y la fábrica de chocolate (T. Burton,
2005) reparte generosamente entre sus familiares la onza de chocolate en la que no
encontró el billete que tanto añoraba para visitar la fantástica fábricas. No basta la
generosidad de una comida compartida para pensar en una metáfora eucarística.
Sí encontramos realmente alusiones directas a la Eucaristía en films como ¡Viven!
(E. Marschall, 1993), en el que se aborda el drama del famoso equipo de rugby
uruguayo perdido en los Andes tras un accidente de avión. Cuando los
supervivientes deciden comer carne humana como único modo de sobrevivir,
encontramos una alusión explícita a la Eucaristía. Justo en ese terrible momento,
cuando un miembro del grupo inicia la acción caníbal, muestra un trozo de carne
recién cortada y le dice a los otros que ese acto es como la comunión. Su muerte
nos dice— nos da la vida. Acto seguido, veremos al resto del grupo en una fila que
recuerda a la de los comulgantes en una iglesia.
Más explícita aún es la metáfora eucarística en el film no estrenado en España
(aunque sí la obra teatral en la que se basa) El cementerio de automóviles (1983)
de Fernando Arrabal. La obra se inscribe dentro del género surrealista que
caracteriza al autor y constituye un espectáculo ácido en el que, en el espacio de un
inmenso desguace de automóviles, nos encontramos con un paradigma de la pasión
de Cristo. Todo se construye como un grandioso ritual entre lírico, grotesco y onírico
en el que un personaje, Emanu, trompetista de los pobres y marginados, es
traicionado por un clarinetista, Topé, que, como Judas, lo entrega a la autoridad
para su crucifixión, ante la indiferencia de una sociedad que habita automóviles
abandonados. La secuencia de la última cena es extensa y cuidadosamente
representada por este mesías laico que, recordando literalmente muchas palabras
de Jesús, extraídas de diferentes contextos evangélicos, añade las palabras de la
institución eucarística, y tras comer él mismo, va distribuyendo el pan en la misma
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boca de los que le siguen.
En tono diferente, aunque sin faltarle tampoco el tono provocativo, encontramos una
metáfora de la última cena en la divertida parodia de la guerra de Corea que es el
film de Robert Altman, M.A.S.H. (1970), siglas que identifican a los hospitales
móviles del ejército estadunidense (Mobile Army Surgical Hospital). En este film, que
ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes y que dio origen a una famosa serie de
televisión, encontramos una nueva representación iconográfica de la última cena,
en este caso, reproduciendo, tal como ya lo hizo Buñuel en Viridiana (sobre la que
posteriormente vendremos con detalle) la famosa pintura de Leonardo.
Robert Altman, hijo de una mujer fervientemente católica y educado también en los
jesuitas como Buñuel, mantuvo durante toda su filmografía tina mirada crítica,
corrosiva y provocadora frente a todas las instituciones y estratos sociales: el ejército
(en el film que comentamos), el mundo de Hollywood en El juego de Hollywood
(1992), la moda, (en Prét a porter, 1994), la alta sociedad (en Goldford Park, 2001),
etc.
En M.A.S.H., se desarrolla una hilarante parodia del ejército y la guerra y es, casi
al final del film, cuando encontramos la secuencia de la reproducción de la "Última
cena" de Leonardo. El tono humorístico general de la película resta, sin duda,
crueldad o irreverencia a la escena. Se trataba de celebrar un banquete de
despedida a uno de los médicos del hospital, decidido a poner fin a sus días por el
temor a ser gay, dado el fracaso que había tenido en una relación con el otro sexo.
En realidad, con dicha cena se trataba, cariñosamente, de evitar dicho fin. El mismo
capellán castrense, hombre un tanto ingenuo pero bondadoso, participa en la
parodia aceptando, a pesar de sus dudas y resistencias, en confesar al presunto
suicida que, en la reproducción de la pintura de Leonardo, ocupa el lugar
correspondiente a Jesús. Finalmente, como era de esperar, los temores que
aquejaban al médico se disuelven y todo acaba felizmente.
También encontrarnos una clara alusión eucarística en el film Cien clavos (2007) del
italiano Ermanno Olmi; autor cuya filmografía rezuma una espiritualidad cristiana
tierna, humana y crítica a la vez. En este film tenemos de modo muy explícito
una metáfora de la persona de Jesús en un joven profesor de filosofía humanista y
rebelde. Con cien clavos, crucifica materialmente los libros que, en la Iglesia,
pretendieron narrar la historia cristiana, alejándola de la gente sencilla a la que
tendría que haber estado destinada. Esa gente sencilla y buena, metáfora de los
discípulos de Jesús, será la de un grupo de campesinos a la orilla del Po,
amenazados con el desalojo de sus viviendas por exigencias del desarrollo
económico de la zona. Es a esta buena gente a las que este personaje erístico
transmite las parábolas del Reino, movilizándolos así contra la injusticia de que son
objeto. Con ellos comparte mesa, pan y vino en una clara referencia eucarística
antes de que, perseguido como Jesús, desaparezca de sus vidas y queden,
asumiendo su ausencia, remitidos a su propia historia, ya transformada por el
encuentro con esta figura salvífica.
Todavía habría que ver una metáfora eucarística en el corto de Pasolini La ricotta,
que forma parte de una obra conjunta con otros tres directores: R. Rossellini, J. L.
Godard y U. Gregoretti y que se tituló, tomando las iniciales de los cuatro cineastas,
Rogopag (1963).
En La ricotta (el requesón), Pasolini emprende tina sátira cruel y humorística que
le valió la condena a cuatro meses de cárcel (de los que tras un recurso interpues-
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to, se libró) y la prohibición de proyectar el film en Italia. Su protagonista, un pobre
hombre hambriento que trabaja como extra en una película sobre la pasión de
Jesús, muere en la cruz, en su papel de buen ladrón, a consecuencia de una
copiosa ingestión del requesón que compró tras la venta de un perro robado. La
crítica social, tan característica de la filmografía de Pasolini, posee también en este
corto una connotación explícitamente religiosa. La simbología eucarística se deja ver
también en la mesa repleta de alimentos que, como huella de la última cena, se sitúa
delante mismo de las cruces donde mueren Jesús y los dos ladrones.
Hay tres películas, sin embargo, que adquieren particular relevancia como metáforas
eucarísticas y que serán objeto por ello de un análisis más detallado en las pá-
ginas siguientes. Ellas suscitan temas de hondo calado antropológico y, en razón
de ello, deberían merecer una particular atención por parte de la teología.
Centraremos así nuestra atención en el cine de Buñuel y, particularmente en su
polémica película Viridiana (1961). En segundo lugar, volveremos al Festín de
Babette (1987), film de G. Axel, que sí ha sido objeto de más de una reflexión por
parte de los teólogos. Por último, nos asomaremos a La última cena (1976), dura
película cubana en la que, de nuevo, encontramos una denuncia de la utilización que
se puede hacer de la fe con fines auténticamente perversos.
3. Buñuel:
la confrontación del deseo con fe católica
Para captar toda la significación que late en la transgresora metáfora eucarística de
Viridiana, será preciso asomarse previamente al conjunto de la obra buñueliana y
detectar la compleja relación que el cineasta aragonés establece entre deseo y fe
religiosa; relación que, con frecuencia aparece plasmada alrededor del tema
eucarístico.
En la filmografía de Buñuel se entrecruzan registros muy diversos y, con frecuencia,
combinados, tales como el surrealismo, el costumbrismo, el compromiso político o
las continuas referencias al catolicismo. Pero como trasfondo común a este complejo
entramado se podrían detectar dos elementos básicos que se entrecruzan y
mutuamente se sostienen y dinamizan. Estos dos componentes básicos vendrían
dados, de una parte, por la dinámica del deseo en sus permanentes aspiraciones,
búsquedas, obstáculos y fracasos y, de otra, por una radical crítica social, en lo que,
bajo su perspectiva, constituirían sus cimientos más sólidos: el sistema católico-
burgués. Estos dos ejes, el uno situado en el plano de lo individual, como análisis del
desear, y el otro en el plano social, como crítica radical al colectivo católico-burgués,
se entrelazan y articulan en diversas modalidades según la trama que el autor se
propone presentar en cada uno de sus films.
Es, en ese amplio contexto de las vicisitudes del deseo que circula por un de-
terminado orden social, donde hay que situar las continuas referencias en la
cinematografía de Buñuel al ámbito religioso. Es mucho a este respecto lo que se ha
escrito sobre ese "ateo por la gracia de Dios", tal como él mismo se autocalificaba, y
no entra en los objetivos de este estudio detenernos en esa problemática, sin duda,
amplia, compleja y, tantas veces, apasionada y sesgada en sus valoraciones. Tan
sólo nos interesa resaltar de qué manera esos dos ejes vertebrales de la
cinematografía de Buñuel, el del deseo y la crítica social, se entrecruzan cuando es
la religión la que aparece en escena.
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Es un hecho que la religión, en su versión católica, es un tema recurrente a lo largo
de toda la filmografía de Buñuel. Como tema central aparece en la trilogía mejicana
conocida por algunos como la de los "santos frustrados": Nazarín (1958), Viridiana
(1961) y Simón del desierto (1965), y en la producción francesa La vía Láctea (1969).
En otros muchos filmes, el hecho religioso se deja ver como contexto que determina
en un grado u otro la trama argumental, o como simple sugerencia más o menos
significativa para la historia que nos narra. De modos diferentes la religión aparece
en films como Robinson Crusoe (1952), El (1953), La muerte en el jardín (1956), La
joven (1960) o, en las más conocidas, El ángel exterminador (1962), Tristana (1970) y
El fantasma de la libertad (1974).
Si por su dinámica propia, el deseo parece buscar algo imposible y oscuro (tal como
significativamente tituló Buñuel su última película: Ese oscuro objeto del deseo,
(1977), la religión constituye en el cine de Buñuel uno de los obstáculos más
significad-yo que éste encuentra en la persecución de su, a veces, alocada
búsqueda de satisfacción.
Religión y deseo son contrapuestos una y otra vez en la filmografía de Buñuel como
recurso para incentivar la fuerza del placer que podría proporcionar el alcance del
objeto deseado. Recordemos también la secuencia final de El gran calavera
(1949), en la que durante la celebración de la boda de la protagonista, las palabras
del sacerdote ensalzando la castidad y los valores familiares, se entrecruzan y
mutuamente se estorban con las imágenes y el potente sonido de un altavoz, con el
que el verdadero amor de la novia, anuncia la venta de medias "suspiro de Venus".
En Ensayo de un crimen (1955), Archibaldo, un niño todavía y futuro protagonista del
film, atribuye a sus propios sentimientos hostiles y omnipotentes el fallecimiento de
su institutriz que, en realidad es causado por un disparo desde la calle, a través
de la ventana. Caída en el suelo, Buñuel nos muestra un primer plano de sus
muslos con ligueros y después, el rostro del niño que parece experimentar un
intenso placer. Acto seguido contemplamos en la pantalla un primerísimo plano de
una bella monja, con amplia cofia, a la que el protagonista, ya adulto, cuenta su
morbosa historia. La monja le reprende por sus pensamientos impuros y tiene que
huir del intento de Archibaldo por retenerla agarrándola de una mano. Finalmente, la
monja, muere también huyendo del acoso del protagonista. Una vez más, el deseo
es contrapuesto a la religión para conferir al primero su máxima intensidad.
La misma oposición entre deseo y religión y la intensificación del primero por la
segunda es la que pretendió resaltar en Belle de jour (1967), en una secuencia de
explícita perversión necrófila en la casa de un extraño aristócrata. En sus memorias
Buñuel afirma: Lamento en esta película algunos cortes estúpidos que, al parecer, exigió la
censura. En particular, la escena entre Georges Marcha/ y Catherine Deneuve, en que ella
se encuentra tendida en un ataúd mientras él la llama hija, se desarrollaba en una capilla
privada, después de una misa celebrada bajo una espléndida copia del Cristo de
Grúnewald, cuyo torturado cuerpo siempre me ha impresionado. Una vez más, Buñuel
pretendía expresar su convicción de que religión y deseo, precisamente en su
oposición, mutuamente se sostienen y necesitan.
En este contexto de oposición sexo-religión es en el que hay que situar las alusiones
al tema eucarístico que encontramos en la filmografía de Buñuel y en la que hay
que descubrir el eco de sus vivencias infantiles relacionadas con el catolicismo. La
Eucaristía está presente desde muy pronto en su mundo infantil. En un ambiente
que parecía fijado en la Edad Media, Buñuel ayudaba a Misa a un tío suyo sacerdote
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del que nos dice que era una bellísima persona. La religión era omnipresente –nos
dice en sus memorias– y se manifestaba en todos los detalles de la vida. Por ejemplo,
yo jugaba a decir misa en el granero, con mis hermanas de feligresas. Tenía varios
ornamentos litúrgicos de plomo, un alba y una casulla'. Nuestra fe era realmente ciega, por lo
menos, hasta los catorce años. Más tarde, en el colegio de los jesuitas de Zaragoza,
del que, a pesar de la rígida disciplina y del frío que allí hacía, nos dice conservar un
buen recuerdo, era obligatoria la misa diaria a las siete y media de la mañana así
como el rezo del rosario por la tarde.
En Nazarín, encontramos una directa alusión al tema eucarístico. Nunca, quizás,
trató Buñuel a ningún personaje religioso con el respeto y ternura como la que
muestra con este humilde cura de los pobres. Cuando marginado por la institución
eclesiástica, deambula acompañado, muy a su pesar, por un pequeño grupo de
mujeres medio supersticiosas medio histéricas, procura, con poco éxito,
catequizarlas y enderezarlas por el buen camino. En un descanso, en mitad del
campo, una de estas mujeres le pregunta: ¿Dios está en todas partes? y
contemplando la tortilla de maíz que está a punto de llevarse a la boca, prosigue
¿Aquí también está? Entonces, comerse esto es como comulgar ¿no? Concluye la
mujer. Es entonces cuando Nazarín se ve obligado a catequizarla: No hija, cuando el
sacerdote consagra, el Señor desciende a la Hostia con todo su ser, como si pera su
templo el cuerpo. Estas palabras se intercalan con el diálogo que mantiene con la
otra mujer que le acompaña y que es presa del temor a estar poseída por el
demonio. Al oír la explicación de Nazarín sobre la Eucaristía, la mujer se plantea si
se le saldrán todos los demonios del cuerpo al comulgar.
También el tema eucarístico se deja ver en la ya citada Belle de jour. El film, como
sabemos, trata de una bella mujer (Catherine Deneuve) que estando "felizmente"
casada, se ve compelida, sin embargo, a mantener unas relaciones sexuales de
claro matiz masoquista, prostituyéndose de día en una casa de citas. Cuando
Buñuel quiere darnos un apunte tan sólo de los orígenes de esta perversión sexual
(no le interesan demasiado las indagaciones "psicológicas") nos introduce un breve
flash back, en el que la protagonista, niña entonces, padece un abuso sexual de un
hombre mayor. Tras esta breve escena, vemos en un primer plano a la niña, en el
momento de su primera comunión, cerrando la boca cuando el sacerdote, al
acercarle la forma, dice: "el cuerpo de Cristo".
El tema eucarístico vuelve a reaparecer en La vía Láctea (1969), película en la que
una vez más –tal como él mismo afirmaba– no podía dejar de ser católico. Como
sabemos, la película está elaborada con materiales extraídos en gran parte de la
enciclopédica obra de Menéndez y Pelayo Historia de los heterodoxos españoles,
que ya en su tiempo de México leía con pasión y de Diccionario de las herejías, del
abate Pluquet. A través del camino a Santiago que hacen dos peregrinos se nos va
presentando toda una larga historia de herejías y de luchas contra ella que han ido
teniendo lugar a lo largo de la historia de la Iglesia.
La cuestión de la eucaristía aparece pronto, cuando los dos peregrinos hacen una
parada en una casa de comidas. Allí aparecen un militar y un cura que mantie-
nen una animada conversación, toda ella en el tono surrealista que posee el
conjunto del film. El militar expresa al sacerdote sus dudas sobre cómo el
cuerpo de Cristo podría estar presente en la hostia, a lo que el sacerdote
responde realizando una exhortación al misterio: ¿Qué sería de las religiones sin el
misterio? Poco después vemos que el sacerdote es transportado en ambulancia al
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hospital mental, ya que cuando se le contradice, la locura se impone de inmediato.
Ya casi al final de la película, en las cercanías de Santiago, asistimos a una
escena en la que el hereje obispo Prisciliano, junto a dos ministros suyos,
consagra una hogaza de pan'' diciendo en latín: No soy yo quien te ha segado ni
molido. No soy yo quien te ha amasado, ni quién te ha sometido al horno. Yo soy
inocente de todos los sufrimientos que padeciste y deseo que todos los que te lo
infligieron sientan lo mismo y sufran tu pasión. Tras "comulgar", se une a dos de
las bellas muchachas que le acompañan para castigar sus cuerpos, materia
indigna e impura que –según Prisciliano– no pudo ser creada por Dios.
4. Viridiana:
el paroxismo de la confrontación en un contexto eucarístico
Si tal como señalábamos más arriba, la filmografía de Buñuel tiene como trasfondo
fundamental el de las aspiraciones y frustraciones del deseo, por una parte, y el de
una radical crítica social al sistema católico-burgués por otra; esas dos
dimensiones básicas de su filmografía, encuentran en Viridiana (1961) su más
rotunda confrontación. La oposición deseo-religión, en efecto, se subraya en este
film como quizás en ningún otro de su obra, y lo hace, precisamente, en una parodia
de la institución eucarística.
Viridiana, como sabemos, originó toda una encendida polémica en los ámbitos
políticos del franquismo ti' en los religiosos de la Santa Sede'. La película, rodada
en España en la época en la que Buñuel residía en México, gana la Palma de
Oro en el Festival de Cannes, lo que trajo consigo la prohibición de proyectar el film
en España, así como la destitución del entonces Director General de cinematografía.
Por su parte, L'Osservatore Romano la calificó de "sacrílega y blasfema".
El film tiene su origen en una obra teatral de Julio Alejandro y nos muestra un
complejo proceso de transformación de una religiosa en una mujer de la que el
deseo se apodera por completo, destruyendo todo su anterior proyecto de vida.
Muchos de los elementos característicos del cine de Buñuel se concentran en esta
importante película: costumbrismo, surrealismo, crítica social y perversión,
fetichismo y violencia sexual.
Merece la pena recordar el argumento del film. La
religiosa, es obligada por la superiora a visitar a su
anciano tío en su rica hacienda de hidalgo. Allí,
Viridiana se ve muy pronto acosada por su pariente;
en razón de que ella le recuerda a su esposa, falleci-
da la misma noche de bodas. Tras ser narcotizada
con la complicidad del ama de llaves, Viridiana es
sometida a una vejación sexual. Después de este
desgraciado incidente y de que el tío le pida que
acepte ser su esposa, Viridiana decide abandonar
la finca. Cuando se encu entra, sin embargo, a
punto de emprender viaje le comunican que su tío
ha puesto fin a su vida colgándose de un árbol.
La protagonista, siente entonces que, después de
lo ocurrido, ya no puede regresar a su anterior
condición de religiosa y decide permanecer en la
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estancia familiar, con el propósito de dedicar su vida a la atención y cuidado de los
más pobres. Al tiempo, acude a la finca un primo, que trae propósitos muy
diferentes a los de Viridiana: sacarle partido a la finca modernizando los procesos
de producción. Buñuel subraya con malicia el contraste de intenciones de
Viridiana y su primo, intercalando imágenes de las maquinarias agrícolas en marcha
con las del rezo del ángelus de Viridiana y sus pobres.
Pero, como en Nazarin o Los olvidados, lejos está Buñuel de idealizar la condición
de los pobres por el hecho de serlo. Los mendigos y enfermos a los que Viridiana
se entrega son ingratos, envidiosos, desaprensivos, feroces en sus últimas
intenciones. La situación de marginalidad a la que son condenados los convierte
también en seres deshumanizados y crueles. Como bien se ha dicho, la picaresca
desacraliza la mística, dando pié a que allí se cometan todos los pecados capitales:
la lujuria, la envidia, la ira, la gula, la soberbia. Todo de modo brutal en el momento
en el que, aprovechando la ausencia de Viridiana, los mendigos organizan en la
zona noble de la casa una gran cena que, acaba convirtiéndose en una orgía
desenfrenada de sexo y violencia, resaltada por el contraste de la música del
Aleluya de Haendel que suena. En medio de esta cena es cuando Buñuel lleva a
cabo esa representación simbólica de la institución eucarística que generó todo el
escándalo posterior.
Uno de los mendigos comenta que Enedina, una de las mujeres, les va a sacar una
foto a "tos'; como recuerdo. ¿Y con qué máquina?, pregunta otro de los comensales.
Con una que me regalaron mis papás, responde la mujer. Los trece comensales se
van situando en un lateral de la mesa. Una vez en sus situados, la mujer pide que se
estén quietos. Canta un gallo. La posición de los trece es exactamente la
reproducción del cuadro de Leonardo "La última cena". El papel de Cristo lo ocupa
un ciego lascivo y violento. La similitud se resalta con una foto fija. Es el momento
en el que la "fotógrafa", tomada de frente por la cámara, levanta sus faldas, al
tiempo que da una obscena risotada. La confrontación entre el sexo y la religión
alcanza aquí su mayor paroxismo.
Una confrontación ligada, por lo demás, al otro gran registro de la filmografía
buñueliana: el de la crítica radical de la sociedad burguesa. Es mediante la metáfora
sexual como se lleva a cabo la agresión a un sistema católico burgués en el que la
limosna y la beneficencia encubren la escandalosa situación de injusticia social en
la que se vive. En Viridiana, los mendigos, rompiendo su condición de
desclasados, se dejan llevar de toda su violencia transgresora contra la clase social
que los sitúa en posición de miseria y marginación. De ese modo, devuelven a
Viridiana la agresión que les suponía asumir, con aparente y falsa humildad, su
condición de sumisos pordioseros. Y si es una motivación de orden religioso la que
impulsa a Viridiana a su acción caritativa, es ese mismo orden el que es agredido
en la grotesca representación que hacen los mendigos de la "Última cena". El que
la agresión se lleve a cabo a través de una obscenidad de carácter
marcadamente sexual no hace sino poner de relieve que es el sexo lo que parece
oponerse de modo más directo a la religión.
La fotografía de la composición buñueliana se ha multiplicado por doquier. Bastaría
asomarse a Internet para comprobarlo. Probablemente dio origen a la enorme
proliferación de representaciones del cuadro de Leonardo en el mundo del cine.
Entre otras, la ya citada de M.A.S.H. de Robert Altman y de otras muchas
compuestas por actores, directores o personajes fantásticos de la filmografía.
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Como ya se ha señalado, el escándalo que provocó Viridiana fue inmediato. En sí
misma, la secuencia constituye una provocación de carácter blasfemo, inasumible
para quien mantenga una actitud simplemente de respeto, no sólo de fe, ante lo que
el cuadro de Leonardo representa. Sin embargo, situada la escena en todo el
contexto de la filmografía de Buñuel, tendría que generar, además del justificable
rechazo, una reflexión sobre los motivos que han dado pie a ese tipo de provocación
que, por lo demás, proliferó en tantas otras versiones similares.
Pero en una línea que guarda íntima relación con esta problemática de la Eucaristía
y sus relaciones con la temática del placer merece la pena analizar otro film, de
signo completamente diferente, y que adquirió también reconocida fama. Nos
referimos al Festín de Babette (1987).
5. El festín de Babette
El psicoanálisis nos ha enseñado que existe un placer asociado a la incorporación
oral. Para los seres humanos comer es siempre algo más que satisfacer una
necesidad biológica. Desde los inicios de la vida, la nutrición se ve
indisolublemente unida a la satisfacción de un placer y éste, a su vez, a la
comunicación y contacto con lo materno. Desde ahí, la satisfacción de la necesidad
biológica de comer se abrirá por siempre a la posibilidad de un placer añadido: el
del encuentro y comunicación con otros. Bien sabemos de qué manera el comer
juntos ha constituido siempre un recurso excepcional para fortalecer vínculos en las
relaciones interpersonales. La Eucaristía también, como banquete pascual, expresa
esa dimensión fundamental de fraternidad y comunión entre los miembros de la
iglesia.
Pero la clínica psicoanalítica nos enseña también que, en tanto placer, la comida
suscita fácilmente ansiedades, fantasmas y resistencias. A esas ansiedades
asociadas al placer oral, a su derrumbamiento y a su posterior apertura que
conduce a los otros nos vamos a acercar a partir de la propuesta de Gabriel Axel en
el film El festín de Babette.
El festín de Babette, en efecto, nos introduce primero en una dinámica en la que el
comer pretende quedar reducido a tina mera función nutritiva, como defensa frente
al placer libidinal, en virtud de una determinada ascética espiritual. La introducción
de ese placer suscita enormes fantasmas y resistencias que, sin embargo, a lo
largo del film se van a ver abatidas, para dejar paso a toda una reelaboración de la
espiritualidad. Esa transformación hará posible compatibilizar el placer con tina
religiosidad abierta al encuentro y a la vida.
Se trata de un film danés de 1987, inspirado en una
narración de Karen Blixen, más conocida como
Isak Dinesen (1885-1962)", autora también de la
conocida "Memorias de Africa". El director del film
es Gabriel Axel (1918), el cual obtuvo el Oscar a la
mejor película extranjera en 1988.
Babette, había sido una reconocida chef en el
restaurante parisino "Le Café Anglais", que
huyendo de la represión de la comuna de Paris
en 1871, encontró refugio como asistenta de dos
viejas hermanas (Martina y Philippa), ocupadas
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de lleno en liderar un grupo religioso en una perdida aldea noruega. La pequeña
comunidad religiosa, fundada por el padre de las dos hermanas, ha ido con el tiempo
perdiendo vitalidad y ganando en frustración y descontento. Todos viven en un
régimen de rígida austeridad, particularmente en su modo de comer. Estas dos
mujeres, que en su juventud habían sido muy hermosas, han renunciado al amor de
dos hombres que su padre, el rígido reformador religioso, se encargó de apartar de
sus vidas. Babette, por su parte, se adaptará por completo al estilo de vida rígido y
austero de la pequeña comunidad.
Pero un día, inesperadamente, Babette recibe una carta de Francia, la lee, alza los
ojos al rostro de las dos señoras y les comunica que ha ganado 10.000 francos en
un gran premio de la lotería en la que llevaba jugando desde hacia quince años.
Babette, en lugar de aprovechar la suerte para cambiar su situación personal,
decide emplear su dinero, todo su dinero, en preparar una gran cena con la que
celebrar el centenario del nacimiento del fundador del grupo y padre de las dos
hermanas.
Babette, más humilde y sumisa que nunca, le pide un favor a las hermanas: les
suplica que le permitan preparar una cena conmemorativa en recuerdo del fundador:
Quería preparar una cena francesa, una "auténtica cena francesa". El término, así
resaltado, produce al mismo tiempo asombro y temor. Las hermanas se resisten,
pero Babette se levanta de su asiento y con algo formidable en ese movimiento, como
el crecimiento de una ola –comenta el texto original de Dinesen y lo refleja bien el
film–. Babette insiste en su oferta que, finalmente, es aceptada.
Con la llegada de los alimentos, la ansiedad de las hermanas se acrecienta: un
primer plano de una enorme tortuga viva que servirá para la sopa de entrada,
representa todo un mundo primitivo y arcaico, que parece movilizar las zonas más
reprimidas por la austera religiosidad del grupo. La sonrisa con la que las hermanas
entran en la cocina para ver los preparativos, se hiela cuando ven el animal.
Espantadas cierran la puerta de la cocina, como cierran las puertas de sus deseos
reprimidos y de las ansiedades a ellos asociadas. Los efectos de tal visión se van a
dejar sentir de inmediato en la terrible pesadilla que esa misma noche tendrá
Martina: en ella, Babette aparece como una figura tentadora, asociada a lo
demoniaco y que con siniestras intenciones pareciera dispuesta a envenenarlos a
todos.
Martina, entonces, advierte a la pequeña comunidad del enorme peligro que se
les viene encima. El sentimiento de culpa emerge con el recuerdo del padre, que
habiéndoles defendido de todo amor carnal, sensualidad o placer, ve ahora cómo,
en su propio hogar, se va a celebrar, lo que ella denomina, un "aquelarre de brujas".
El grupo intenta aliviar la ansiedad de las hermanas y se prometen a sí mismos
guardar silencio, en el gran día, en todo lo referente a la comida y bebida. Nada de
cuanto les pusieren delante arrancarían una palabra de sus labios. La lengua, `ése
extraño músculo" es un órgano peligroso que puede ocasionar gran perversidad y
veneno mortal. El día de su maestro, limpiarán sus lenguas, por tanto, de toda delicia
de los sentidos, guardándolas y preservándolas sólo para la alabanza y la acción de
gracias. Reunidos en corro se estrechan las manos y cantan un himno de alabanza
al Señor. Será como si nunca hubiéramos tenido el sentido del gusto, se dicen a sí
mismos con profunda convicción.
Finalmente, llega el momento del peligro en una noche oscura y desapacible. Todos
entran y son acogidos en una sala, presidida por una imagen del fundador que
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previamente Martina se había cuidado de retirar de su lugar habitual: el comedor
donde tendrá lugar la temida cena. Su imagen, representación de la ley, el orden y
la moral, no debería presenciar lo que allí ocurrirá. Mientras Babette última detalles
en la cocina, ellos cantarán himnos que les preserven de los peligros que se
avecinan.
Serán doce los invitados a la cena. En este caso con una intención clara de esta-
blecer un paralelo simbólico con la última cena de Jesús. El menú que Babette les
tiene preparado es el siguiente: Primero, sopa de tortuga y jerez amontillado. En
segundo lugar, blinis demidoff (tortas de harina de alforfón) con relleno de caviar
acompañado de un euve Clicquot, champagne de 1860. Le seguirán las codornices
en sarcófago de hojaldre con foie-gras de trufa y ensalada Pelligrini, regado con un
Clos de Vougeot de 1846. Una selección de quesos y oporto, una torta fermentada
de ron con higos secos y café completarán la cena.
Sentados ya a la mesa, recuerdan lo prometido: no deberán saborear nada de lo
que coman ni hacer el más mínimo comentario: el cuerpo debe ser –según rezan
estrechando las manos– "el esclavo del alma". Lo mismo –comenta uno de los
comensales– que en las bodas de Caná: la comida no tiene importancia.
Sin embargo, la defensa del grupo encontró un inesperado lugar desprotegido: el
General Lowenhielm, sobrino de una rica mujer perteneciente a la comunidad y que,
habiendo sido un antiguo pretendiente de Martina, fue también invitado a la cena.
Es un hombre de mundo que vive decepcionado de sí mismo por la vanidad y la
frivolidad en que se desenvuelve su vida. El se transformará también en la cena,
pero, lo que es más importante, él se convertirá en el factor determinante que
derribe las resistencias del grupo. Dará voz a lo reprimido, abrirá la puerta a la
sensualidad de la comida y la bebida.
Al inicio, algo receloso del vino que se le ofrece, bebe un pequeño sorbo, se
sorprende y exclama: Asombroso, ¡amontillado! El mejor amontillado que he probado
en mi vida! Ante el placer emergente y reconocido, la defensa del grupo se
intensifica oponiendo el recuerdo austero del fundador del grupo y su gran santidad
y fuerza moral. Pero la resistencia se va debilitando progresiva y irremisiblemente
ante la exquisitez de lo que comen y beben: la misma mujer que trae el recuerdo
represivo del fundador, muestra al momento en su rostro una irreprimible
satisfacción cuando, descuidadamente, toma un sorbo del excelente vino de su
copa.
Pero será el General Lowenhielm quien, finalmente, desvelará la clave y el sentido
que puede llegar a tener una comida como la que disfrutan. Ante las codornices en
sarcófago que tiene ya delante, recuerda otras que comió en una ocasión en la que
fue homenajeado en "Le Café Anglais" de Paris. Allí la comida –nos dice– era
elaborada, "curiosamente” por una mujer y que tenía la capacidad de transformar
una cena en una especie de asunto amoroso, en una relación apasionada en la cual
uno acababa por no diferenciar entre apetito físico y apetito espiritual. La ansiedad
que estas palabras generan se deja ver de inmediato: la posibilidad de que lo que
siempre estuvo rígidamente separado, amor físico y espiritual, puedan unificarse,
sobrepasa el nivel de lo tolerable.
Se hace necesario, pues, fortificar la defensa con una doctrina que se oponga
eficazmente a esa supuesta transformación de lo físico en espiritual. Es el
momento en el que toma la palabra una rígida mujer: El hombre –dice– no sólo se
abstendrá, sino que también rechazará cualquier pensamiento de comida y bebida.
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Solamente entonces podrá comer y beber en el debido espíritu.
El vino, sin embargo, continúa su labor, va aligerando las defensas y provoca la
emergencia de los reprimidos y ya antiguos sentimientos amorosos que existieron
entre el General y Martina. Los rostros se iluminan, el manjar se saborea en unos
elocuentes primeros planos. Es el momento en el que el General manifiesta el
milagro que se ha ido realizando a lo largo del festín: la misericordia y la verdad se
han encontrado, la justicia y la dicha se besarán mutuamente. No podemos ser
miopes creyendo que tenemos que elegir entre una y otra. Pero llega un tiempo en el
que se abren nuestros ojos,' llegamos a comprender que la gracia es infinita. Lo que
nos corresponde es esperarla y recibirla con gratitud
La transformación ha sido posible porque la gracia les llegó encarnada en el
generoso festín de Babette. Para ella, basta haber vuelto a vivir la gloria que su
arte le había proporcionado, ha dejado salir lo mejor de su genio artístico y eso le
produce una felicidad muy superior a la de haber regresado a París y vivir allí una
vida en la cual ya no podría ejercer el arte que dominaba. La preparación de esa
cena le ha proporcionado una felicidad mucho mayor que la de los propios
comensales. Esa gracia opera entre los miembros de la comunidad la
reconciliación, la cercanía, la armonía y el placer: a nada de eso se le tiene ya
miedo. Todo ha sido fruto de una comida, la transformación ha tenido lugar porque
esa cena ha sido un don generoso, expresión de un amor que derriba las fuerzas
que se oponen al deseo y a la pasión de vivir.
6. Repensando la figura de Babette
El film de Gabriel Axel ha sido recibido con entusiasmo por teólogos y pastoralistas
y, con frecuencia, se ha utilizado como material para la reflexión en pascuas
juveniles o retiros espirituales. Se ha querido ver en él una metáfora de la
Eucaristía y hasta de una cristología, por lo que ha sido merecedor de algunas
páginas en tratados teológicos15. Babette vendría a representar –se ha dicho– la
figura de Jesús que no vino a ser servido sino a servir. Algo, por otra parte, que
como ocurre en muchas ocasiones, son personas del mundo, como el General,
quienes lo comprenden y no los piadosos. También se ha querido ver en la
estructura de la película una correspondencia con la historia de la salvación: la
primera parte del film correspondería al Antiguo Testamento, mientras que la
segunda vendría a representar al Nuevo. El papel del General también se ha leído
como el de un sacerdote que interpreta elementos simbólicos y los conecta con la
experiencia vital de la comunidad.
Estas interpretaciones teológicas pueden tener más o menos consistencia y, sin
duda, alguna poseen. Pero al margen de ellas y, sin que necesariamente se las
descalifique por completo, cabe añadir otra lectura, de orden más psicodinámico,
que vendría a ofrecer, al menos, un matiz importante a esas interpretaciones
teológicas, quizás un tanto idealizadoras. Para esa relectura de la historia es
fundamental contar con el texto original de Isak Dinesen del que se extrae el guión
de la película y que el director de la misma ha seguido con notable fidelidad. Ese
texto original nos ofrece tina imagen de Babette bastante diferente, pero imagen de
la cual permanecen importantes huellas en el film que –tenemos que suponer– el
director no ha querido o no ha sabido borrar. Pero allí están.
En efecto, llama la atención en el film el modo en que nos aparece la figura de
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Babette. De una parte se nos muestra en su total generosidad gastando todo su
dinero para esa gran celebración y, sin embargo, se nos presenta siempre fría,
distante, seria, vestida generalmente de negro o en tonos marcadamente oscuros.
Una imagen muy diferente de lo que podríamos pensar como representación de una
madre buena que, tiernamente, se da a sí misma, proporcionando alimento y cariño.
En algún momento, el espectador que no conozca el desenlace del film, podría
interrogarse sobre si lo que Babette está llevando a cabo en la cocina es un regalo o
una especie de venganza por el tipo de vida riguroso y austero que se ve obligada a
llevar en esa casa.
Considerando el modo en el que el film se va desarrollando, sobre todo en las se-
cuencias de la cena, así como las imágenes que nos hacen ver la alegría, la
reconciliación y paz de los comensales, etc., todo hace pensar que el director ha
querido resaltar la bondad del proyecto de Babette y que se hace partícipe, por ello,
de las lecturas teológicas que se han hecho de su obra. Y es probable incluso que,
en razón de esa misma intencionalidad, haya querido eliminar determinados
elementos del texto original, que podrían ofrecer una imagen menos idealizada de
Babette. Sin embargo, tenemos motivos para pensar que el cineasta no ha podido –
o no ha querido– eliminar completamente esos otros aspectos del relato original,
quedando así, el personaje marcado de una innegable ambigüedad.
La frialdad de Babette, disonante en el film con su acción generosa, posee en el
texto original una mayor coherencia, al aparecer junto a otros rasgos con los que
allí se nos dibuja. Babette es una mujer rubia en el film, pero es morena en el texto
original. El asunto podría no tener más relevancia si no fuera porque ese aspecto
físico va en consonancia con toda una serie de rasgos psíquicos que la autora
destaca en su personalidad. "Oscura" Marta –nos dice el texto– en la casa de las dos
Marías'(. Las hermanas sabían –se nos dice más adelante– que Babette tenía un
rasgo misterioso y alarmante, tanto como si tuviese una relación con la Kaaba, la
Piedra Negra de la Meca''. Esta "oscuridad" de Babette genera miedo a todo su
alrededor: en el muelle y en el mercado le tenían temor'" (algo que se refleja bien en
el film). Y de nuevo, en otra alusión a lo oscuro, se nos dice que con sus ojos negros,
parecía enigmática y fatal como una Pitia''). El chico que Babette buscó como
ayudante de cocina es pelirrojo, lo que contribuye a que las hermanas tengan la
impresión de que la mujer morena y el muchacho parecieran como una bruja y su
espíritu familiar, tomado posesión de su espacio familiar'
La inquietud que la imagen de Babette suscita se ve acrecentada además por un
elemento sustraído en el film que es el de la desazón que crea su confesión religiosa
católica. Babette era "papista" y las hermanas al principio temblaron un poco... ante
la idea de acoger a una papista'', que con frecuencia se enfrascaba en la cocina en
el estudio de un libro negro (de nuevo el negro) que las Martina y Philippa temían
que fuera un devocionario papista. Con la diferencia religiosa, la cultural inducía
igualmente recelo y temor en Martina y Philippa: en Francia, ellas lo sabían, la gente
comía ranas".
En el relato de Dinesen, por lo demás, la oscuridad de la imagen escondía otra
oscuridad aún más inquietante. Babette, en efecto, tenía un pasado igualmente
oscuro y, al parecer, cargado de violencia. La carta de recomendación de la que es
portadora cuando llega a la pequeña aldea se nos dice que su esposo e hijo han
muerto y que ella fue detenida por pétroleuse, palabra empleada para designar a las
mujeres que pegan fuego a las casas con petróleo". Algo que, naturalmente,
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sembraba la inquietud en las hermanas: Un pequeño y frío estremecimiento las
sacudía, y pensaban para sus adentros: "Quizás, después de todo, ha sido una
verdadera “pétroleuse".
Ese oscuro pasado, además, se va dejando ver en el presente a través de un com-
portamiento que, tras una aparente sumisión esconde un gran orgullo. Cuando
llegó a la casa –nos dice la autora del cuento– parecía una pordiosera, pero resultó
ser una conquistadora. Efectivamente, cuando llega el momento de los preparativos
para la cena nos dice el texto (y no olvidemos que el film, que es lo que nos
ocupa, lo refleja con acierto), que Babette, como el demonio embotellado del cuento
de hadas, había ensanchado y aumentado en tales proporciones que sus señoras se
sentían pequeñas en su presencia.
Todos estos elementos, unos ocultos, otros transformados y otros que se dejan
traslucir claramente en el film, nos encaminan a una mejor comprensión de la
ambigüedad del regalo que Babette hace a la comunidad.
Babette confiesa a las hermanas que una vez fue una gran Chef en el "Le Café
Anglais" de París, que no volverá nunca allí y que ha gastado todo su dinero en la
cena. Cuando Philippa le reprocha que no ha debido desprenderse por ellas de
cuanto tenía, Babette, vemos en el film, se levanta, v mientras las dos hermanas
aparecen asustadas y temblorosas en el fondo de la sala, da muestras de una
actitud entre digna y orgullosa y, como dice el texto original, con una mirada
profunda, extraña, que quizás contenía piedad, o incluso burla, responde: no fue
sólo por ustedes. Ella es –nos dice– una artista y si se ha quedado sin dinero es
porque una artista nunca es pobre. El texto original, sin embargo, es más
contundente. En lugar del no fue "sólo" por ustedes, nos dice ¿Por ustedes? No. Ha
sido por mí... Yo soy una gran artista."'. La motivación de Bébete, pues, es –en parte,
según el film, o globalmente, según las palabras del texto– una motivación
netamente narcisista, aún admitiendo que se tratase de un saludable narcisismo,
como el que corresponde al artista por la realización de su obra.
Es evidente que el director de la película ha maniobrado intencionadamente sobre
el texto original (con todo derecho, habría que añadir) para ofrecer una visión más
idealizada de la historia. No nos informa, por ejemplo, de que Babette, al final,
termina confesando a las hermanas que fue una communard y que, en las
barricadas del París de la revolución, ella misma cargaba el fusil de sus hombres.
Sin embargo, como señalábamos anteriormente, Gabriel Axel no ha podido o no ha
querido borrar las huellas de la personalidad, más compleja y ambigua, con la que
Isak Dinesen diseñó a su personaje. De alguna manera, también en el film, Babette
nos aparece como alguien que llegó como una pordiosera, pero que resultó ser una
conquistadora.
Á Babette no se le puede negar su generosidad. Se gastó todo su dinero en un
regalo para la pequeña comunidad. Pero también los regalos, nos enseña el
psicoanálisis, pueden ser portadores de otros deseos menos confesables. El regalo
de Babette lo tiene: el de realizarse narcisísticamente en la realización de su obra de
arte, al margen de la consideración de lo que ello podría suponer para los otros. Para
ello, no dudó en romper sin conmiseración los esquemas de aquellos a los que
obsequia con su festín. Con una innegable frialdad, silencio y firmeza, genera la
ansiedad, el miedo, el pavor... y lo sabe. Pero no duda un instante en proseguir,
imperturbable, su propósito. Al final, parece alegrarse de la felicidad que ha
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proporcionado. Pero, insistimos: existen datos suficientes como para poner en duda
que esa haya sido su intención primera.
Habría interrogarse, finalmente, si no es el General Löwenhielm quien, como
oficiante de la celebración, opera la transformación liberadora de la comunidad.
¿Qué hubiera sido de esa misma cena fastuosa si en ella no se hubiese pronunciado
la palabra que desvela el misterioso abrazo de la justicia y la felicidad? Quizás
tendríamos que pensar que no fue tanto la acción con la que Babette se realiza
como artista, sino la palabra del General y su conciencia iluminada por el espíritu, la
que trajo la salvación. Esta interrogación, al menos, pretende situarnos con cautela a
la hora de considerar, quizás precipitadamente, como una figura erística al personaje
de Babette.
7. Comer y beber la propia condenación
Una de las metáforas eucarísticas más cuestionantes, para la teología, de las que
el cine ha ofrecido hasta ahora la encontramos, sin duda, en el film La última cena
del cubano Gutiérrez Alea (1976). El film, uno de los más reconocidos y premiados
de toda la filmografía cubana, constituye una despiadada denuncia de una religión
aliada con el poder e instrumentalizada por el mismo para legitimarse en toda su
violencia. La película posee una clara intencionalidad sociopolítica, dentro de los
parámetros ideológicos de la Cuba de Fidel Castro, respecto a los cuales el director
tomó distancia crítica más tarde, tal como pudimos comprobar en su reconocido
film Fresa y chocolate (1993), o en la divertida Guantanamera (1995).
En La última cena nos encontramos también, como en E/ festín de Babette, con
una comida, opulenta ésta, más que sofisticada como aquella, y ofrecida a unos
personajes primitivos, feroces y voraces, más que espirituales y ascéticos como los
invitados de Babette. Del mismo modo, en esta cena se producirá también una
profunda transformación en los comensales. Una transformación que vendrá
igualmente, como en El festín de Babette, bajo el efecto de una palabra
"catequética" pronunciada durante la celebración de la comida. Pero, a diferencia
de El festín de Babette, la liberación de los comensales no se produce bajo el efecto
de esa palabra sino, por el contrario, como reacción contra ella. En La última cena,
la catequesis impartida como alimento espiritual, a diferencia de las del General
Lowenhielm, será vomitada por los comensales. Se vomita, se escupe, en efecto,
ese alimento espiritual con el que pretende legitimar la esclavitud y la violencia del
sistema. La última cena se convierte así en una virulenta antiparábola sobre las
contradicciones entre un discurso pretendidamente cristiano y una situación de
injusticia que se pretende legitimar con él. Pero vengamos a la historia a partir de
las secuencias más significativas del film.
La película recoge un hecho histórico acaecido en la Cuba colonial del siglo
XVIII. Un conde hacendado pretendió repetir el gesto de Jesús con sus discípulos y
para ello eligió doce esclavos negros de su hacienda para celebrar con ellos el
Jueves Santo. Las consecuencias de su "piadoso" acto fueron, como se constata al
final de la obra, absolutamente inesperadas.
El film, desde una perspectiva psicoanalítica, nos remite a los elementos incons-
cientes que laten siempre en las relaciones con la autoridad. Se trata en la película
de las relaciones de un amo y unos esclavos que viven sometidos en un régimen de
extrema crueldad. Al inicio de la película asistimos a la caza, con la ayuda de
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perros, de uno de los esclavos que escapó y que, una vez encontrado, es
cruelmente castigado con la mutilación de una oreja. Este personaje, duro y
orgulloso, va a representar en la película la rebeldía, la violencia que se niega a
aceptar el sometimiento del esclavo. Es decir, la resistencia a asumir una posición
de masoquismo a la que se ven obligados los demás, como única manera de
sobrevivir.
Los esclavos, en efecto, adoptan posiciones serviles, sumisas, alguno de ellos,
incluso complacientes y aduladoras. En definitiva, actitudes, masoquistas, como
mecanismo de defensa frente a una violencia que de antemano estaría condenada
al fracaso. La "identificación con el agresor" es el único recurso que les ayuda a
sobrevivir en ese régimen de esclavitud'".
Pero esa relación de corte sadomasoquista que se establece entre el amo y el
esclavo, es además sustentada con un discurso religioso, en el cual, Dios aparece
como último fundamento de la autoridad a la cual se deben someter. Si en El festín
de Babette nos encontramos con un Dios que parecía ser enemigo, rival del
hombre y celoso de su placer, en La última cena se nos presenta a un Dios que
exige un sometimiento tan radical, que pasa por la aceptación y la sacralización del
sufrimiento y la esclavitud.
El capellán de la hacienda cumple con esta función legitimadora. En la catequesis
que imparte antes de la celebración de la cena, les enseña que el premio que
recibirán por este sometimiento al amo será el de que un día, en el más allá,
puedan comer en la misma mesa de Dios. Este mismo tipo de catequesis es en el
que se extenderá el conde durante la celebración de la cena, ya desde el mismo
lavatorio de los pies, con el que él también, ante la perplejidad de los esclavos,
intenta imitar a Jesús.
El conde parece situarse en el puesto de un padre bondadoso que ofrece amor y
protección, en una posición que analizó con profundidad el psicoanalista Pierre
Legendre en su obra L'amour du censeur''. Son lazos de amor los que vinculan a los
sujetos con sus censores. Pues, el censor, ofreciendo todo su poder y saber como
un acto de amor a sus protegidos, deja ya de ser considerado un tirano contra el
que hay que revolverse, para convertirse en un amado servidor. El amor, así,
establece la gran complicidad en las estratagemas de la autoridad y de la
obediencia. El gran triunfo del poder es el de hacerse amar por las personas a las
que somete.
En nuestro caso, el poder pretenderá situarse como representación de un padre que
cuida y amorosamente alimenta a los suyos, en una siniestra imitación de la última
cena de Jesús. El conde, identificado de modo megalomaníaco con Cristo, ofrece
toda una interpretación expiatoria de su muerte, con la consiguiente sacralización
del sufrimiento, del sometimiento y del dolor. Como en el caso de Jesús, el
sufrimiento debe ser asumido sin protestar, en silencio. Más tarde, añadirá todavía
la leyenda de cómo San Francisco hizo comprender a Fray León que la verdadera y
perfecta felicidad no consiste en la libertad, tampoco en el poder, ni en el saber, ni
en conquistar almas siquiera, ni en conocerlo y saberlo todo... la perfecta felicidad
reside en soportar el insulto, el abandono, la crueldad de los otros, en asumir todo
eso por Dios, como hizo Jesús: ahí radica la verdadera y perfecta felicidad.
Vencerse, soportarlo todo por amor a Cristo, ofrecer a Dios con alegría nuestro
dolor.
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Los esclavos no pueden sino reír cuando comprenden que se pretende aplicar a
sus tristes vidas tales enseñanzas: cuando reciban golpes del mayoral ¿tienen que
estar contentos? Sí –responde el conde– porque los negros están preparados para
eso, para sufrir. Dios ha hecho a cada cual para una cosa. Dios he querido que el
negro sea para cortar caña. Así lo dispuso Dios. Por eso tienen que asumir el dolor,
los golpes del mayoral. Dios les recompensará con el paraíso. El dolor y el trabajo
vinieron por el pecado de Adán y Eva. Pero en el Paraíso ya no habrá amo ni
esclavo, ni mayoral, que –según les dice el capellán–, representa al mismo
Jesucristo.
Pero el conde sabe que ese discurso es difícil de "tragar". Sobre todo para algu-
nos. Por eso, para asegurarse de que su objetivo se cumpla, sitúa a su derecha al
rebelde, al que, por intentar huir, hubo que amputarle una oreja a modo de castigo
ejemplar. A su izquierda, contrastando con la fealdad del rebelde, ha sentado a un
bello joven negro que es el mejor representante del amor y el sometimiento
adulador. A Sebastián –que así se llama el "Judas" indisciplinado– intentará
seducirlo mostrándole una particular atención y delicadeza. El primer paso será el
de procurar ser reconocido por él. Y es que el amo, para serlo, –esto es muy
importante– necesita ser reconocido como tal por el esclavo. Porque el triunfo del
poder es hacerse amar desde el reconocimiento del otro sobre el lugar que a cada
uno le corresponde. Pero Sebastián, se niega a tal reconocimiento del amo,
sencillamente porque se niega a reconocerse a sí mismo como esclavo. Ahí radica
la esencia de su rebeldía.
En un primer plano, de los más impactantes y dramáticos del film, con los dos
perfiles frente a frente, Sebastián mira fijamente al amo con insolencia y se niega a
responder a la pregunta que éste le hace: ¿Quién soy yo? Ante su silencio
desafiante, el conde repite una y otra vez la pregunta, con un tono que se va
transformando desde una dulzura inicial a una ira cada vez peor contenida. En
nombre de Cristo te digo ¿quién soy yo?» le grita finalmente con una rabia ya mal
disimulada. Es el momento en el que, con la mirada clavada en su rostro, el
esclavo lanza le lanza un escupitajo en el rostro.
Sin embargo, esforzándose hasta el extremo, el amo logra de nuevo recuperar la
paz, dispuesto a todo en su propósito de murar a Jesús. Acepta, incluso gustoso, la
terrible humillación de la que ha sido objeto, con tal de obtener su mayor
gratificación narcisista: la de situarse en una posición sagrada, omnipotente, en la
imitación de Cristo que asumió todo tipo de ultraje y humillación.
Más adelante, pretendiendo seguir en todo el proceder de Jesús, el conde re-
produce con toda solemnidad el rito de la institución eucarística. El gesto no puede
ser entendido por los esclavos que, desde la posición que ocupan, tan sólo
pueden interpretarla como un acto de canibalismo. Uno de ellos –se nos dirá–
pertenecía en África a una tribu de caníbales. Pero ya en la misma comida, se
observan pequeños gestos de transgresión: algunos guardan y esconden alimentos
entre sus ropas harapientas.
Es cierto que no sólo de pan vive el hombre. Y el discurso del amo, en efecto, es un
alimento demasiado fuerte y de difícil digestión. Por otra parte, los esclavos están
aprendiendo algo diferente de lo que el amo pretende enseñarle. Así se lo
comentará más tarde el capellán al conde: los siervos están cayendo en la
cuenta de que pueden comer en la mesa de su señor. Y de ese modo, se han
percatado de algo que va contra el mismo sistema de opresión que, hasta ese
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momento, tenían mejor o peor asimilado: Me temo que pudieron haber visto algo
que va contra usted, remata atinadamente el capellán.
En efecto, el viernes santo será un día de muerte y destrucción. Los esclavos se
niegan a trabajar porque el conde, ya bebido, así se lo había prometido para ese día
santo. El mayoral, sin embargo, no está dispuesto a conceder tal licencia. La mecha
se enciende y la rebelión se desencadena. El mayoral, quien según las palabras del
capellán, representaba para los esclavos al mismo Jesús, es asesinado a la misma
hora en que éste murió en el Calvario. La violencia reprimida desde la forzada
posición de sometimiento masoquista se libera ahora en su mejor expresión sádica.
Los esclavos incendian el ingenio y cada cual escapa por su lado.
El sábado santo, sin embargo, será un día de persecución y muerte. Poco a poco
van siendo capturados los rebeldes y se pasa a la ejecución de los
"desagradecidos" –dice el conde– que estuvieron en la mesa de su señor. En unas
imágenes impresionantes vemos cómo sus cabezas aparecen clavadas en lo alto de
unos elevados maderos, en el mismo lugar donde se erigirá una Capilla
conmemorativa de la muerte del mayoral. Once cabezas clavadas, porque hay un
madero que apunta al cielo vacío. Es el lugar que le hubiera correspondido al
rebelde que, el domingo de resurrección, corre libre por los campos, al tiempo que,
en unas bellas e idílicas imágenes, contemplamos el correr libre del agua por los
manantiales y el volar también en libertad de los pájaros por el cielo.
8. Pensar el cine
Las metáforas cinematográficas de la eucaristía plantean al creyente y al teólogo
una serie de cuestiones, algunas de ellas de indudable alcance y complejidad. Por
referirnos a las películas citadas en la primera parte de este trabajo, se podrían
apuntar algunas temáticas, tales como las de la eucaristía como fuente de vida en el
film de E Marschall ¡Viven!, la cena del Señor como representación adelantada de
la donación de sí mismo en el film de E Arrabal El cementerio de automóviles, el
banquete eucarístico en tanto encuentro amistoso y fraterno como lo contemplamos
representado en el, por otra parte, corrosivo film de Robert Altman MA.S.H., la
comida del Señor como la mesa de los pobres la vimos atinadamente simbolizada
en el film de Ermano Olmi Cien clavos y la eucaristía como denuncia de un sistema
religioso perverso tal como se visualiza en el satírico corto de Pier Paolo Pasolini La
ricotta.
Pero, sin duda, son las tres películas a las que hemos dedicado particular aten-
ción las que suscitan cuestiones de particular relieve para el teólogo. La primera de
ellas, Viridiana, en la que como vimos, se condensa toda una problemática que
recorre la filmografía buñueliana: la de la problemática relación de la fe religiosa y el
placer sexual. ¿Por qué hay en la religión católica ese horror al sexo? se preguntaba
Buñuel y se siguen preguntando muchos hombres y mujeres en nuestros días. Una
pregunta que, sin duda concierne, no sólo a la Iglesia Católica, sino a muchas
formaciones religiosas, particularmente a las monoteístas, y que merecería la
atención de los creyentes y pensadores del hecho religioso. El cine no ha dejado
de plantearla una y otra vez. No habría más que recordar filmes de Carlos Saura,
Luis García Berlanga, Pedro Almodóvar, Alejandro Amenábar, Javier Fesser en
España o de Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini, Marco Ferreri, Nanni Moretti en
Italia, por citar tan sólo los primeros que vienen a la memoria en dos países de
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honda raigambre católica. La lista sería interminable. Desde el lado del Islam, una
bella denuncia en el mismo sentido es la que encontramos en la reciente y lograda
película bosnia En el camino (2010) de la directora Jasmila Zbanic.
En El festín de Babette, por el contrario, pareciera que esa oposición ente el
placer y experiencia de fe se deshace por la acción conjunta de una generosa
ofrenda y de una palabra inspirada. La justicia y la felicidad se besan. Dios no se
nos aparece, en esas imágenes, como el gran enemigo de la sensualidad y el
disfrute, sino, por el contrario como dador del placer de vivir. Toda una temática
sobre las íntimas y complejas relaciones entre espiritualidad y sentidos se abre, sin
duda, a la reflexión a partir de esta bella propuesta fílmica.
Por su parte, La última cena constituye, como hemos visto, una vigorosa de-
nuncia de toda una teología y una espiritualidad que, de modos más sutiles de los
que contemplamos en ese film, pero de no menos eficaces resultados, han
terminado por consagrar el dolor y el sufrimiento como algo querido por Dios" y
como un medio perverso de mantener unas posiciones de poder e injusticia.
Temas de primer orden en la teología, como los de la imagen de Dios, el modo en el
que se nos ofrece la salvación y la comprensión y hermenéutica de la pasión y
muerte de Jesús están todos, sin duda, implicados en estos tres films, cuyo análisis
detallado nos harían ver, por otra parte, la intima relación existentes (y no siempre
tenidas en cuenta, como nos hizo ver J. Pohier) entre las cuestiones morales
concernientes a la sexualidad y las dogmáticas relativas a la soteriología. A lo
teólogos dejamos esa importante tarea que el cine supo poner en evidencia.
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Vocaciones  
 
Jóvenes  profesos:    
algunos  riesgos  de  la  etapa4  
 
Luis  María  García  Domínguez,  sj  
La etapa de formación posterior al noviciado (el juniorado) es importante porque en
ella cuaja la verdad de la vocación, se prueba y purifica en la vida lo que empezó como
un idealismo generoso en el corazón y en definitiva se consolida la consistencia del
religioso o religiosa. Pero esta etapa resulta también especialmente vulnerable por la
diversidad de los retos institucionales y formativos que se deben afrontar, así como por
la dificultad personal de integrar todas las dimensiones antropológicas y espirituales
que se ponen en juego.
En estas páginas indicaremos algunas estrategias negativas que los jóvenes
religiosos pueden emplear para afrontar las tensiones más propias de esta etapa. Lo
haremos con un enfoque más intrapsíquico que institucional, aunque sabemos que
no todo depende de la responsabilidad del joven religioso. Pero entendemos también
que, en definitiva, es en el propio corazón donde cuajan, para bien o para mal, las
influencias externas y las internas, la presión cultural y las propias tendencias, las li-
mitaciones institucionales y las apetencias más intimas del psiquismo.
Los resultados de una buena formación vocacional se pueden formular de distintas
                                                                                                                       
4 Vida Religiosa (2011) 251-258.
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maneras, pero la palabra integración puede evocar mucho de lo que la Iglesia desea
de ella. La integración ordenada de todas las fuerzas psíquicas y espirituales activas
en la persona debe favorecer la unificación de la persona en tomo a la identidad
vocacional, la mayor armonía entre vida comunitaria y misión, el equilibrio entre vida
interior y actividad, el acierto entre la justa realización personal y la entrega abnegada
a un proyecto carismático. Una persona integrada tenderá a mostrar una mejor
inteligencia emocional, una sociabilidad no dependiente, un liderazgo modesto, una
eficacia cálida y una profundidad de sentido capaz de ser comunicada a los demás.
Pero alcanzar esta integración requiere el diálogo lúcido con los distintos dinamismos
internos que nos habitan, pues la integración tiene que aunar fuerzas internas
divergentes; las cuales motivan y configuran los comportamientos de cualquier
persona de este mundo, aunque se acentúan en las personas con vocación.
Algunas claves antropológicas
Algunas claves de un esquema antropológico más complejo nos ayudarán a
comprender mejor las dinámicas problemáticas que vamos a presentar. En primer
lugar, todas las personas tenemos una capacidad de ser atraídos por valores de todo
tipo, y concretamente los consagrados hemos sido atraídos por valores evangélicos
y vocacionales. Esto forma parte sustancial de nuestro yo-ideal, que sostiene una
dimensión espiritual y cristiana, consciente y libre, que responde a dichos valores, en
forma de comportamiento virtuoso. Estos valores son fuente de motivación,
fundamento de decisiones vitales. Ejemplos de estos valores son la fe, la esperanza y
la caridad; la entrega al anuncio del evangelio; la pobreza, la castidad y la obediencia,
etc. Pero no hay que olvidar que tenemos también la capacidad de captar valores de
tipo natural, que están delante de nosotros y nos atraen como personas normales y
sociales que somos. Por ejemplo, valores como la salud, el buen nombre, la
convivencia, el éxito personal y muchísimos otros; valores que a veces se mezclan
con los anteriores en nuestro mundo simbólico.
En segundo lugar, nos funciona también a nivel motivacional otro conjunto de
fuerzas psíquicas que nos empujan a satisfacer necesidades, a realizar tendencias,
a veces a ser movidos por algo muy semejante a los instintos. Estas fuerzas
constituyen nuestro yo-actual, que impulsa también nuestra motivación en situacio-
nes que nos puede hacer más racionales o menos, incluso más normales o menos.
Ejemplos de estas necesidades son la aceptación social, la estima ante otros y
ante nosotros mismos, la reacción ante las dificultades, el deseo de querer y ser
queridos, nuestra relación con el trabajo...
Pero, en tercer lugar, entre la atracción de los valores y la pulsión de las necesidades
se establecen tensiones inevitables, que son normales y no patológicas. Y así se forma
una dimensión intermedia con sus dinámicas propias, que podemos llamar dimensión
de la autenticidad o de la apariencia, de la verdad o del engaño involuntario, que es
una dimensión prevalentemente inconsciente. Por ejemplo, podemos querer el éxito
personal y también la humildad evangélica. ¿Cómo conjugarlo? Querernos dar, pero
también recibir. ¿Qué predomina? Querernos vengarnos, pero también perdonar:
¿cómo conjugamos estas dos fuerzas interiores? Deseamos ser amados, pero
también volcamos en un amor oblativo: ¿cómo resolvemos esta tensión? Y así tantas
otras que configuran toda lucha espiritual.
En resumen: nuestro comportamiento tiene explicación espiritual y natural; consciente e
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inconsciente; descriptiva y motivacional; superficial y profunda. Esta tensión inevitable
entre el yo-ideal y el yo-actual, consciente o inconsciente, condiciona mucho de
nuestra conducta. Y esto sucede también (y quizá especialmente) en esta etapa del
Juniorado. Pues el junior o la juniora, liberados del túnel del noviciado, y menos
sujetos al yugo de la institución formativa (o, en otros casos, del nido acogedor),
suelen sentir que aquellos dinamismos no tan espirituales vuelven a surgir con
nuevas fuerzas en sus vidas cotidianas. Y así aparecen los riesgos que describimos a
continuación.
Los riesgos
Nos referimos a situaciones existenciales o de fenómenos más o menos
habituales que hemos observado en esta etapa. Son situaciones de riesgo,
porque representan modelos de comportamiento menos maduros y no favorecen un
crecimiento formativo. Pero no se trata de una tipología (clasificación), sino de
algunas dinámicas existenciales más o menos frecuentes, que tampoco son
excluyentes entre sí.
1. El rebajamiento del ideal
Se trata del agotamiento de los ideales iniciales, el regreso al realismo
craso tras la ilusión del noviciado, la acomodación empírica a las
circunstancias de la vida y a los tiempos recios que corren. Es relativizar las
convicciones que se tenían en el noviciado, esforzarse menos en las obras
virtuosas, a veces casi heroicas, de la etapa anterior.
Hay una constatación estadística de este fenómeno, que también se
verifica por la observación cotidiana, de que dos o tres años después de los
primeros votos la mayoría de los juniores y junioras desciende en dos
variables. La primera, que sus ideales son menos elevados que al
comienzo del noviciado; que aspiran a cosas menos espirituales, menos
elevadas. Por ejemplo, ya no desean dar su vida por Cristo, sino que desean
más bien cuidarse para Cristo; no hablan tanto de ofrecerse para misiones
lejanas y difíciles, sino que juzgan que en su en-tomo hay mucho que
hacer; y así en otros aspectos.
La segunda variable que desciende es que sus comportamientos son
menos virtuosos que al comenzar su noviciado. Por ejemplo, ya no se
sacrifican tanto por los demás, no oran tanto, ya no hacen el trabajo tan
abnegadamente, no son tan generosos o entregados como al comienzo del
noviciado, sus relaciones con la fam i l i a s o n m e n o s d e s p r e n d i d a s y
m á s apetecidas.
¿Por qué este proceso constituye un riesgo? Efectivamente, es un riesgo y
no es manifestación de un realismo más maduro. Lo es porque Jesucristo fue
el hombre más idealista del mundo, aunque ciertamente con un idealismo
encamado y concreto; porque sin ideales ni se puede seguir a Jesús ni se
ha cambiado nada (grande o pequeño) en la historia de la humanidad;
porque una vida consagrada sin ideales no se sostiene. Es un riesgo
porque sin ideales el motor antropológico no se mueve, la motivación no se
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activa y la persona no se siente motivada a dar lo mejor de sí misma. Y así el
sujeto se detiene en su crecimiento, se apoltrona en vez de caminar, se
acomoda a la figura de este mundo en vez de configurarse conforme al ideal
de Jesucristo.
¿Cuál sería la explicación de esta situación? Ciertamente, durante el
noviciado existe un cambio real de los ideales (que se elevan) y de los
comportamientos virtuosos (que mejoran); pero ese cambio en la dimensión
espiritual consciente no es acompañado en el mismo período por un
cambio más profundo en la dimensión del conocimiento de sí y de las moti-
vaciones profundas. Por lo cual esa dimensión más profunda y duradera
constituye el fundamento que no cambia y que, a medio plazo, tira hacia
abajo de la dimensión espiritual que ha crecido. Por lo cual, el cambio
consciente y voluntario del yo-ideal que sucede en el noviciado no es
acompañado por el cambio del yo-actual, más latente e involuntario; los
valores vocacionales no adquieren consistencia y se desmoronan en el
medio y largo plazo, como la casa construida sobre arena.
Veamos algunas situaciones posibles. Tal vez la pobreza asumida y
practicada en el noviciado no se apoya solamente en el seguimiento de
Cristo pobre, sino también (juntamente) en una humillación psíquica, en
cierto sentido de inferioridad, en una baja estima de sí o en la culpabilidad; o
quizá (en otros casos) se fundamenta de modo inconsciente en el
exhibicionismo, en la autoafirmación indirecta o en la agresividad social. En
todos estos casos resulta inconsistente.
O tal vez la castidad no se refleja solamente el seguimiento de Cristo que
atrae y polariza, ni en un amor oblativo y universal a los demás. Sino que ese
sentimiento auténtico va acompañado de otras motivaciones ocultas como
puede ser el retraimiento afectivo, la represión de los sentimientos o una
sublimación prematura; o bien una afectividad volcada en los demás que
es profundamente compensatoria; o en el desplazamiento de sus afectos
profundos a objetos lícitos y relaciones permitidas, pero que gratifican
afectivamente al que se entrega.
O quizá la obediencia no es sólo y puramente sumisión a la voluntad del
Padre del cielo, sino que se mezcla con ella una humana aceptación de la
autoridad constituida, o la aceptación de la mayor sabiduría o experiencia
de otros, o simplemente el miedo a arriesgar y a tomar decisiones. O, por el
contrario, está latente una autonomía no desarrollada antes, con cierta
rebeldía ante la autoridad y una apariencia de independencia madura que
encubre los conflictos con esas figuras de autoridad.
2. La huida hacia delante
Llamamos así a la huida hacia el espiritualismo, hacia el refugio espiritual
en unos fundamentos alejados de este mundo. O, en otra modalidad, una
fuerte identificación con figuras significativas que encaman un rol muy claro
(pastoral, religioso, institucional) que aporta seguridad, identidad y proyecto a
quien no los tiene.
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¿En qué consiste el riesgo del espiritualismo? En quedarse en el
estereotipo, en el cliché, en el dominio del super-yo (por utilizar un lenguaje
freudiano); quizá con el peligro añadido de despreciar a los que no son tan
fieles. El espiritualismo suele ser desencarnado, no considera las
dimensiones antropológicas de la naturaleza humana, cree superarlas
fuerzas psíquicas más problemáticas mediante el control de la represión, el
aislamiento y una ingenua sublimación. Pero toda vida cristiana ha de con-
siderar las motivaciones e intenciones profundas.
En el caso de la identificación con un rol religioso fuerte se trata de una
opción "postiza", porque refuerza el propio yo-ideal con un andamiaje
exterior, pero no se construye la identidad con una estructura fuerte interna;
porque busca fuera (en personajes, instituciones, imágenes, funciones o
ritos precisos) una seguridad que no tiene dentro de sí. Porque encuentra una
identificación intensa con roles y funciones bien delimitados, pero no
internaliza una identidad nuclear de la que posteriormente surjan los
comportamientos o funciones. El Bautista no era el mayor de los hijos de
mujer por vestir piel de camello o comer miel silvestre, sino por ser coherente
con su vocación profética; pero al que se identifica con el rol le llama más la
atención lo primero que lo segundo.
¿Hay alguna explicación de esta situación? Por lo que hace el
espiritualismo, éste puede aparecer cuando se tienden a reprimir y a ignorar
los impulsos psíquicos difíciles de integrar. Por eso, frente a un mundo afectivo
siempre impredecible, se actúa con un esfuerzo demasiado racional y
voluntarista de control y no de integración. Eso produce aislamiento y repre-
sión de las emociones conflictivas, junto a una excesiva intelectualización o
justificación de conductas "correctas", apoyadas en el mejor de los casos
en una sublimación sin fundamento.
Por otro lado, una fragilidad en la propia identidad puede buscar una identidad
externa fuerte que le proporcione la seguridad de que carece. Esa
identificación, que ayuda a crecer en una fase "adolescente" de la vida, no es
beneficiosa en etapas adultas, porque la identidad aparentemente fuerte
sólo es de otros y no se hace propia; se sigue dependiendo largamente de
figuras, modelos y referencias externas. Con el peligro añadido de ser
deslumbrado por rasgos llamativos, pero sólo accesorios (y no nucleares), de
un modelo incluso que puede ser válido.
3. La entrega desmedida
Se trata de la generosidad agotadora en la entrega a los demás; es volcarse
con todos, gastar su tiempo en los demás, hacer a los otros más bien que a
uno mismo. El objeto de esta predilección apostólica y afectiva puede ser muy
variado, como la propia comunidad, o algún miembro más débil de la
comunidad. Otras veces es el apostolado: la catequesis, un grupo cristiano
de jóvenes; un movimiento eclesial en el que se está comprometido; un
proyecto social; una causa de cualquier tipo; etc.
En estas situaciones el acento se pone en lo afectivo, pues hay mucha
implicación emocional en esa entrega, con una entrega que desde fuera se
percibe como un poco indiscreta. Juntamente pueden estar presentes
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elementos ideológicos, que justifican y fundamentan dicha entrega ante
uno mismo, ante sus superiores o ante la comunidad que quizá le
cuestiona su modo de entregarse.
Constituye un riesgo porque no es discreta (no es discernida) sino más
movida por el impulso emotivo que por una elección ponderada racional y
espiritualmente. Existe también el riesgo del agotamiento afectivo y de un
vaciamiento interno. Generalmente también se descuida a los cercanos,
que más fácilmente podrían aportar más naturalmente el apoyo afectivo
que todos necesitamos. Y constituye un riesgo vivir de un sentimiento
vicario y no de un sentimiento propiamente personal; de sentir con los otros,
pero no percibirlos niveles emocionales profundos que porta en su corazón.
Además, se pueden generar ansiedad, insatisfacción y, en definitiva,
frustración". Y esto porque el afecto implicado no busca derechamente la
gloria de Dios y el bien del prójimo, sino que pretende sin saberlo satisfacer
algún vacío personal, alguna carencia normal, pero no reconocida por el sujeto.
Quiere a la vez dos cosas incompatibles entre sí.
La explicación de esta exagerada implicación pastoral puede relacionarse con
cierta culpabilidad latente; se trata del apostolado "ético', el que "tiene que" hacer y
entregarse, porque de lo contrario siente la culpabilidad psicológica de su
egoísmo; pero tal motivación no es religiosa. Otra posibilidad es que debajo de
la entrega afectiva subyace una búsqueda de afecto por medio de una
identificación psíquica ("ellos son como yo") o a través del mecanismo de la
proyección ("ellos necesitan que les quieran"). En todo caso, es claro el carácter
inconsciente y no culpable del proceso; el joven o la joven no creen necesitar
afecto, pero lo buscan donde intuyen que lo pueden hallar.
4. Hacerse el propio proyecto
Sería "buscarse la vida" dentro de la congregación realizando un proyecto
personal que satisface. Puede ser el plan académico de cursar unos
determinados estudios (filología, psicología, derecho canónico), o de estudiar
en algún lugar determinado (en Roma, en Alemania, en Estados Unidos, en
Brasil). O alcanzar un determinado nivel de estudios (grado, máster,
doctorado). O realizar determinados cursillos de crecimiento personal, de
autoconocimiento, de pastoral, de cualificación profesional. O empeñarse en un
proyecto apostólico muy personal en un centro pastoral o social o en una obra
educativa. El acento de esta figura es que el proyecto es propio y el sujeto se lo
apropia; aunque podría ser una actividad que hace el bien a otros y que está
bien desempeñada y valorada.
Subyace el riesgo del personalismo, de la dominación sobre la gestión del trabajo
y de personas implicadas (los colaboradores y los destinatarios). O el peligro
del individualismo, pues el trabajo en equipo des-apropia de los proyectos
apostólicos; o el de la realización personal de quien necesita logros para su
autoestima, mediante una excelencia cristianamente estéril.
¿Cómo explicar estas situaciones? Ciertamente, es muy natural el deseo de
realizar un proyecto significativo. Pero el religioso ha renunciado al propio para
vincularse únicamente al de Jesucristo y de su Iglesia (a través de su
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congregación). Esta vuelta al propio proyecto puede producirse por el
apagamiento de los ideales evangélicos (ya no valora el tesoro que había
encontrado)'3, y esos ideales no tiene fuerza de motivación para entregarse a un
proyecto en el que el propio yo parece desaparecer. Otra explicación es la
necesidad defensiva del éxito, del triunfo, de realización en el ámbito
profesional; el rol social resulta más importante para la autoestima que hacer lo
que Dios quiere, lo que su misión pide14. Un éxito que trata de compensar otras
deficiencias, como la dificultad para afrontar la irrelevancia social, la crítica
ajena o una frágil identidad personal (humana o vocacional). Aunque,
obviamente, no todos los que desean estudiar ni los que triunfan en la vida
consagrada están compensando sus complejos...
5. El activismo disperso
Vive así quien está en todo y no profundiza en nada; quien va de aquí para allá
entre las tareas propias de un joven religioso (estudiar, vivir en comunidad,
hacer algún apostolado, salir con los amigos, etc.), pero lo vive en sucesión
de secuencias inconexas, sin profundizar en las relaciones, sin que ello se
implique en su oración, incapaz de estar simplemente consigo mismo. Vive
distraído. El acento en estas situaciones está en la multitud de objetos de
atención, en la atracción de muchas cosas interesantes. Parece
caer en la tentación de saberlo todo, de experimentarlo todo; de probarlo
todo', pero deseando retener todo y no sólo lo realmente valioso.
Constituye un riesgo porque en esta situación no rige una jerarquía de valores,
no se seleccionan opciones prioritarias, no se percibe el lugar de cada cosa
en el conjunto, no hay un "para qué" que sea claro. Esta persona no integra,
sino que acumula; pero la acumulación cuantitativa sólo puede asimilar
hasta un punto de saturación, a partir del cual sólo ayuda a crecer el cambio
cualitativo que esta persona no realiza.
Puede haber varias explicaciones de este activismo disperso. Una es la
incapacidad de seleccionar, de escoger lo mejor, de elegir entre varias
opciones, por no tener una jerarquía de valores internalizada que se active
en las situaciones concretas. Otra posibilidad es la vivencia interior de
cierta grandiosidad y hasta de oculta omnipotencia, por la que se intuye que
se puede con todo y que todavía no están definidos los límites del probar,
experimentar, conocer o responder. Puede existir la frustración de quien
quiere satisfacer múltiples necesidades, sin una dinámica motivacional
predominante y más o menos estable.
Estas situaciones manifiestan una excesiva ansiedad personal que, si es
muy prolongada y repetida, y unida a una estable inestabilidad, puede
reflejar cierta fragilidad psíquica. Eso es así cuando también refleja la
incapacidad de gestionar la diversidad, cuando no se percibe una idea
estable y no contradictoria sobre lo que se quiere ser y hacer, cuando no
aparecen claros los fines de esa vida, los propósitos personales. Si estas
dinámicas son muy marcadas y prolongadas podrían ser señal de una
verdadera desorganización psíquica.
6. El desánimo en la lucha espiritual
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papeles  de  formación  y  comunicación  
 
El último riesgo que deseamos señalar es el desánimo en esta lucha
antropológica que es toda lucha espiritual, desánimo que puede llegar hasta
el abandono de la vocación sin discernimiento suficiente o sin ninguna
confirmación eclesial. Puede suceder por muchas causas inmediatas,
como el cansancio con la comunidad o con el proyecto común; por el deseo
de autonomía frente al control de la comunidad o de los superiores; por
buscar un refugio afectivo en la relación de pareja (quizá idealizada) frente a
un afecto oblativo y universal más austero.
Hay que tener mucho respeto por las personas que toman este tipo de
decisiones, aunque nos puedan parecer equivocadas; pero este rendirse
ante la dificultad no parece una opción humanamente muy válida, porque no
se hace un verdadero discernimiento. Es arriesgado decidir sobre la propia
vida en la oscuridad y en la desolación, en vez de decidirlo en la claridad y
en la consolación espiritual'6. Es un riesgo tomar decisiones espirituales
sin el contraste de otro que pueda objetivar lo que sucede. Un abandono
como el que indicamos parece remitirse solamente a las propias fuerzas
("no puedo más") y no cuenta con las de Dios ("sé de quién me he fiado")".
Por lo tanto, la explicación del abandono de la lucha vocacional puede tener que ver
con una falta o deterioro de valores consistentes para hacer frente a las crisis, a las
contradicciones, a los avatares de la vida. Puede ser una frustración del proceso de
maduración de un idealismo vocacional inicial (que es válido), pero que debe pasar
por la purificación de las motivaciones para que madure. Otras explicaciones de
este abandono de la lucha vocacional pueden derivar de una expectativa fallida o
un afecto frustrado; o sucede cuando el joven o la joven apoyan su seguimiento
en fuentes externas de seguridad por medio de la identificación, de la dependencia
afectiva, de la admiración deslumbrada hacia personas o instituciones. Aunque,
como también sabemos, algunas personas también toman su decisión de abandonar
la institución vocacional de modo humana y espiritualmente maduro.
Conclusión
Se han señalado algunos riesgos que pueden tentar a los jóvenes profesos en su etapa de
juniorado, situaciones que generalmente se presentan bajo apariencia de bien; y nos
hemos fijado en las dinámicas internas (psicológicas y espirituales) que pueden explicar
dichas situaciones. El modo de afrontar más positivamente estas tentaciones pasa por
reconocer motivaciones humanas y vocacionales mezcladas en cada uno de nosotros,
por discernir las dinámicas divergentes de ambos tipos de motivación, y por asumir con
algún esfuerzo la intención consciente de caminar en seguimiento de Cristo.
Este camino formativo, sin embargo, ha de hacerse necesariamente acompañado para
que el autoengaño no distorsione la percepción de las cosas y para que el discernimiento
espiritual entre dos confirme las mociones espirituales.
Durante la etapa del juniorado es frecuente que los atractivos y motivaciones naturales se
despiertan con más fuerza frente a las motivaciones vocacionales predominantes en el
noviciado. En este contraste, y con ayuda de otros, se pueden conjurar los riesgos
señalados y purificar la vocación y la persona en una vocación realista y fecunda,
consistente y perseverante, al servicio de Dios y de su pueblo.
Delegación  Inspectorial  de  comunidad  y  formación  

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papeles  de  formación  y  comunicación  
 
 
 
 
 
La  solana  
 
Tobit:    
tiempo  de  recordar    
y  tiempo  de  agradecer5  
 
Ángel  Aparicio  Rodríguez  
Ambientación
«Todo tiene su tiempo y sazón»; así inicia el autor de Eclesiastés su poema sobre el tiempo
(Qo 3,1). No se le pida al niño o al adolescente que haga memoria de su pasado.
Aún no lo tiene. Tampoco se le exija al anciano que renuncie a sus recuerdos. Es su
mundo. Hay, pues, tiempos para recordar y tiempos para olvidar. ¡Tantos ancianos no
recuerdan nada! Aquellos que se mantienen lúcidos en la ancianidad no se recluyen en el
pasado; también viven los afanes y los gozos del momento presente, y se asoman con
entereza y confianza al porvenir. El verbo «agradecer» vale para cualquier tiempo.
El autor del libro de Tobías concede a su protagonista, Tobit, una edad plena, símbolo de
la bendición de Dios sobre el justo. Tobit murió a la edad de ciento doce años. Casi a la mitad
de su vida, cuando tenía sesenta y dos años, se quedó ciego. Después de recuperar la
vista, aún vivió en la abundancia, sin omitir ninguna de las prácticas caritativas o piadosas. Con
tres verbos perfilamos el rostro del anciano Tobit: Recordar, sufrir, agradecer.
                                                                                                                       
5 «Vida Religiosa» (2010) 413-416.
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Tiempo de recordar
El autor del libro convierte a su protagonista en escritor: «Yo, Tobit, me he
mantenido en las sendas de la verdad [...]». Literariamente nos lega Tobit su autobiografía.
El escritor presenta al personaje evocando su genealogía.
El protagonista se llama «Bondad» (Tobit). Su hijo es Tobías, nombre que proclama la
bondad divina. Es un nombre confesional que significa: «Mi bien es Yahvé». El pueblo de
Dios, disperso entre las naciones, ha de buscar asideros para su fe y su unidad. De ahí que
sea necesario recordar.
El autor del libro, y con él el protagonista, recuerda la genealogía de Tobit. Todos sus ante-
pasados llevan la marca divina. Sus nombres son confesionales. El padre de Tobit se
llamaba «Mi-bien-es-Dios» (Tobiel); su abuelo, «Dios-es-benevolente» (Ananiel). Éste
era hijo de «Dios-es-alegría» (Aduel), de «Dios-es- excelso» (Gabael), de «Dios-cura»
(Rafael), de «Dios-es-amigo» (Ragüel). Dios ha sido invocado en el seno de esta familia
desde generaciones. Contrastan estos nombres confesionales con la hostilidad a la fe que se
vive en la tribu de Neftalí, a la que pertenece la familia de Tobit. ¿No es la situación en la
que vive un pueblo disperso entre las naciones? ¿No es nuestra situación actual?
El protagonista de la novela que es el libro de Tobías sintetiza toda su vida en una sola
frase: «Me he mantenido en las sendas de la verdad y la justicia a lo largo de toda mi vida»
(Tob 1,3). Esa verdad y justicia se concretizan en la limosna, las peregrinaciones periódicas
a Jerusalén, la entrega de los diezmos y en enterrar a los muertos. Merece la pena
mantener firmes estos recuerdos.
La Luz que brilla en las tinieblas es Dios, «tierno, clemente y justo». La luz divina tintinea
en nuestra tierra siempre que exista un piadoso limosnero. Le adornan tres cualidades,
como réplica de los atributos divinos: el horn-bit bueno (Tobit), en efecto, es «dadivoso, tier-
no y atento» (Sal 112,4-5). Tobit, tocado por la bondad divina, está dispuesto a abajarse
hacia donde están los pobres y compartir con ellos cuanto tiene. Tobit está dotado de una
generosidad sin reservas. Antes de morir, inculca a Tobías que enseñe a sus hijos a
practicar la limosna, que les salvará de la trampa mortal. Los ancianos lo han entregado
todo, ellos mismos se han dado. ¿No merecen nuestro reconocimiento?
Con las peregrinaciones a Jerusalén, ciudad elegida por Dios entre todas las tribus
de Israel, Tobit reconoce que Dios habita en su templo santo. Es el lugar indicado tanto
para ofrecer sacrificios como para pagar los diezmos. Todo le pertenece a Dios. La tierra y la
prosperidad son suyas, la vida y también la muerte de él proceden. Dios está por encima
de todo. ¡Con qué nostalgia recuerda Tobit los tiempos pasados! «Yo, sin embargo, acudía
muchas veces, por lo general solo, a las fiestas de Jerusalén» (1,6). En el templo santo
adoraba al Dios bueno y cumplía sus deberes religiosos. ¿No son nuestros ancianos, al
menos algunos, un ejemplo de piedad para los menos mayores?
La caridad para con los muertos es la característica más notoria de Tobit. Si un cadáver no
es enterrado, el difunto vagará eternamente sin llegar nunca al lugar del reposo. Esto lo
sabe Tobit. No duda en arriesgar su vida y su hacienda con tal de que sus hermanos, los
hijos de su pueblo, entren en el descanso eterno. Así se comportó Tobit cuando era joven
y también siendo ya viejo. Arriesgó su vida y sus riquezas por los demás. Este y otros
recuerdos son una magnífica herencia para la generación sucesiva.
Tiempo de sufrir
El protagonista del libro vive en la diáspora, insisto. Los dolores mortales de la destrucción y
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los horrores de la deportación pertenecen a épocas pasadas, pero se actualizan cada vez
que es asesinado un hijo del pueblo disperso. Los asesinados le recuerdan a Tobit las
palabras de Amós: «Vuestras fiestas se cambiarán en luto! y todos vuestros cantos en
lamentaciones» (Job 2,6). Así se le aguó a Tobit el festín que le habían preparado con motivo
de la fiesta de Pentecostés. Cuando su hijo le notifica que ha sido asesinado uno de
nuestro pueblo, Tobit se echó a llorar. Lo enterrará, como era su proceder, pero todos
afearán su conducta: no ha escarmentado. En el pasado tuvo que huir por una cosa así,
con tal de salvar la vida, y «todavía no ha escarmentado», dicen de él.
Un accidente desgraciado le provoca una enfermedad que le deja ciego sin que los médicos
puedan remediarlo. Permanecerá ciego «durante cuatro años en medio de la aflicción de
mis parientes» (2,10). Uno de esos parientes le ayudará durante dos años; pero tuvo que
marcharse y dejar a Tobit en la absoluta miseria.
Su propia mujer se le pone en contra. Tobit no cree que sea un regalo el cabrito que oye
balar en casa. Tobit insta a su mujer a que devuelva lo robado. Ana le recrimina del
siguiente modo: « ¿Dónde están ahora tus limosnas? ¿Dónde están ahora tus buenas
obras? Está bien claro, pues ya ves lo que te ocurre» (2,15). El protagonista confiesa: «Me
quedé muy entristecido, me eché a llorar con gemidos, y entre sollozos comencé a rezar»
(3,1). Todos han abandonado a Tobit. Su mujer ya no es su «ayuda», sino su «adversaria».
En esta situación de dolor y de abandono, Tobit se dirige al Señor. Lleno de amargura pide
morir: «Haz conmigo lo que bien te parezca! quítame la vida, si quieres [...] / Prefiero la
muerte / a tener que vivir tanta miseria en mi vida/y a tener que escuchar tantos insultos».
Tobit, como Job, no establece una relación directa entre virtud y prosperidad; pero, al con-
trario que Job, reconoce que su sufrimiento es algo merecido por sus pecados: «Es verdad
que tú actúas lealmente / cuando me castigas por mis pecados...» (3,5). ¿Y si el que sufre
no ha cometido maldad alguna ni se ha encontrado engaño en su boca? El sufrimiento de
los inocentes; ¡ese es el problema! ... Es el momento de dirigir la mirada hacia el inocente
Jesús y aprender a vivir el dolor con él. Es el momento de descubrir el buen querer de Dios,
cuyo rostro se presenta en el cáliz del dolor. Es el momento de decir con toda verdad lo
que tantas veces hemos dicho: «Hágase tu voluntad». Los dolores del presente no tienen el
mismo peso de la gloria que un día se nos manifestará.
Tiempo de agradecer
Superadas todas las dificultades, curadas todas las heridas, después de que Tobías
regresara a casa con Sara, su mujer liberada de los maleficios, una vez que Tobit es
nuevamente bendecido en abundancia, el protagonista del libro entona su cántico de
bendición al Señor.
La mirada de Tobit se eleva por encima de sí mismo, y se fija en Dios «que vive para siem-
pre» (13,2). ¡Bendito sea! En sus manos tiene el castigo y la compasión, hundir hasta el
abismo profundo y sacar de él. ¡Bendito sea! Todo está en sus manos. Nada escapa
a su poder. ¡Bendito sea!
A continuación contempla a su pueblo disperso por el ancho mundo. Aunque esté lejos del
templo y no habite en la tierra santa, el pueblo de Dios ha de confesar a su Dios y Señor entre
los gentiles. Él, y no otro, ha dispersado a Israel entre las naciones. Es justo y necesario
que los israelitas proclamen la grandeza divina, dondequiera que se encuentren y
ensalcen a su Dios ante todos los vivientes. El Señor continúa siendo el padre del pueblo,
y lo será por todos los siglos. Una forma de confesar a Dios ante las gentes es
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reconocer que la lejanía de la tierra santa es un castigo por los delitos. Pero Dios no está
siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo. Llegará el día en que se compadecerá de sus
hijos y los conducirá nuevamente a la tierra de los antepasados. Así sucederá si el pueblo se
convierte a Dios como condición previa para que Dios no oculte su rostro. Cuando se realice
esta doble vuelta, será llegado el momento de ensalzar al rey de los siglos.
Los israelitas dispersos pueden fijarse en Tobit. Aun viviendo en tierra extranjera, da gracias
a Dios, a la vez que anuncia la grandeza y el poder divinos a los pecadores. Acaso estos
se conviertan, como deben hacer los israelitas de la diáspora, y encontrarán benevolencia y
compasión por parte de Dios. Aunque no se conviertan los gentiles, Tobit no cesará de
ensalzar a su Dios y de celebrar su grandeza.
La altura inaccesible del cielo, el ancho mundo y el reducido espacio en el que vive Tobit son
ámbitos adecuados para entonar la acción de gracias. Como buen israelita, Tobit lleva
pegados al alma dos amores irrenunciables: el amor a Jerusalén y el amor al templo. Llegue
pronto el día en el que todos puedan celebrar y alabar a Dios en la ciudad reconstruida.
No se demore el tiempo de reedificar el templo. Cuando esto suceda, Dios mostrara su
amor eterno a todos los humillados. Más aún, todos los habitantes del orbe acudirán con
regalos al templo de Jerusalén e invocarán el nombre santo de Dios. Tobit, por su parte,
se considera dichoso, ya ahora, con tal de que uno de sus descendientes pueda ver la
belleza de la nueva Jerusalén y del nuevo templo. Habrá llegado el momento de entonar el
aleluya eterno, como palabra última de toda la historia.
Le está permitido al anciano no sólo recordar el pasado, sea cual fuere: sin duda que Dios ha
ido dejando vestigios de su presencia a lo largo de la historia personal del anciano. También le
es lícito al anciano vivir el momento presente, tan frecuentemente poblado de soledades,
cuando no de sufrimientos físicos, psíquicos o espirituales. ¿No es posible afrontar el
presente doloroso sin pedir a Dios que nos quite la vida, sino unidos al Varón de dolores? ¿Y
por qué no soñar en un futuro espléndido ahora que sabemos que Jerusalén ha sido
definitivamente reconstruida? En la nueva Jerusalén ya no hay templo alguno, porque Dios y
el Cordero son su templo. En este nuevo templo, mejor y más amplio que el antiguo, se
entona el aleluya eterno. En el nuevo templo «Todas las cosas dirán: ¡Aleluya, bendito sea el
Dios de Israel! (13,18). La última palabra de la creación no es «ten piedad de mí, Señor»,
sino « ¡Aleluya!»: Alabad al Señor.
 
 
 
 
Inspectoría  Salesiana  “Santiago  el  Mayor”  -­‐  León  

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papeles  de  formación  y  comunicación  
 
 
 
 
 
El  anaquel  
 
Saliendo  a  los  caminos:    
retazos  de  MAGIS  y  JMJ6  
 
Sergio  Rosa  
Esos días me sorprendieron, pues por mucho que uno oía cifras es difícil imaginar a
cientos de miles de jóvenes de todo el planeta congregados en una misma ciudad,
con un horizonte de fe común y con alegría, muchísima alegría.
La oferta en Madrid era impresionante. Decenas de actividades, oraciones,
musicales, proyecciones, talleres, charlas y exposiciones que te obligaban a
organizarte y tener tejido un plan “b” por si el metro, los atascos o la puntualidad
frustraban el original.
Me es difícil recoger todo lo que hice esos días: desde un par de catequesis durante
la mañana con Amigo Vallejo, Arzobispo emérito de Sevilla, o Novell, obispo de
Solsona y el más joven del episcopado español, pasando por una chulísima
exposición acerca de la vida de la Madre Teresa de Calcuta, su opción, sus
dudastodo ello acompañado por un ir y venir de misioneras de la Caridad que
compartían con los allí presentes su testimonio; una charla con Kike Figaredo,
prefecto apostólico de Battanbang, y su testimonio de trabajo en Camboya
luchando contra las minas anti persona y apostando por niños y niñas víctimas de
las mismas; un recorrido por la situación de aquellos cristianos perseguidos por su
                                                                                                                       
6 Primero discípulos, después apóstoles, en A. CHORDI, Volver a creer con los jóvenes explorando nuevos horizontes,
«Frontera Hegian» 73 (2011) 7-13.
Delegación  Inspectorial  de  comunidad  y  formación  

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fe en China, India, Cuba, Irak, Egipto; un concierto oración con el cantautor
chileno Cristóbal Fones sj con el que muchas veces he orado en formato mp3 y
ahora puede escuchar en directo; paseos por el Retiro recorriendo la Feria de las
Vocaciones, charlando con Legionarios de Cristo, Capuchinos, seminaristas,
Jesuitas, Heraldos del Evangelio, Nazarenas, Esclavas, Salesianas, Combonianos
y decenas de carismas de los ni había escuchado hablar; rezar frente a la tumba de
s. José María Rubio justo antes de disfrutar de la exposición acerca de las
Reducciones jesuíticas y la apuesta de la Compañía de Jesús por la dignidad de los
indígenas; Exposiciones del santísimos en el Retiro, oraciones con los Hermanos de
la comunidad de Taizé, proyecciones de películas, el macro festival de Vida
Consagrada organizado por la CONFERmuchísimas actividades que te obligaban
a optar y que al final del día recomendabas y compartías en el colegio. En este
pequeño resumen se aprecia la diversidad de carismas, de sensibilidades que
representan a la pluralidad de la Iglesia, viva y joven que se reunió en Madrid. Una
Iglesia cuyo referente católico, en el sentido universal, cobro un especial sentido
para mí esos días de encuentro.
A partir del jueves se producía la llegada del Santo Padre, figura que nos
convocaba a estas jornadas de fe y fiesta, pero siempre con el horizonte que como
Vicario de Cristo, el Papa nos llama pero nos reúne la fe, el mensaje de un Dios que
siente pasión por cada uno de nosotros, hasta el punto de llamarnos a cada uno
por nuestro nombre como nos recuerda el profeta Isaías. A partir de ese día las
actividades de las jornadas se interrumpían en momentos claves para que todos los
que quisiésemos pudiéramos asistir a los actos en torno a Benedicto XVI.
Como momentos fuertes de encuentro con el santo Padre destaco tres. Dos ellos
por su contexto y su protagonismo en las Jornadas, y uno de ellos por su intensa
carga de oración que me sobrecogió. Este último fue el Viacrucis celebrado el
viernes. Con unas meditaciones preparadas por las Hermanitas de la Cruz,
diferentes grupos de jóvenes unidos a circunstancias de especial dolor en sus vidas
(persecuciones, enfermedad, adicciones) cargaban la cruz de los jóvenes, esa que
Juan Pablo II nos regaló para que recorrieran el mundo haciéndonos caer en la
cuenta de la esperanza que hay tras ella, cruz que acogimos en la Iglesia de
Portaceli hace unos meses, y sobre la que pude rezar y descansar todo aquel dolor
que por entonces me inundaba. El procesionar de la cruz, frente a las diferentes
estaciones representadas por pasos y tronos traídos desde toda España,
manifestaba un camino al Calvario que destacaba por una solemnidad y una belleza
cuyas meditaciones lo hacían especialmente cercano a la realidad del mundo. Fue
una manifestación del lema que llevaba semanas orando, cantando y meditando
“Con Cristo en el corazón del mundo" un mundo muchas veces sufriente, roto,
dolido, frente al que nos toca optar, y tal y como nos recordaba el Padre General en
Loyola, la opción por Jesús es la opción por los que sufren, por los desheredados
de este mundo, es la opción auténtica del cristiano, la que nos une, nos diferencia y
nos salva. Esa opción, esos sufrientes fueron los protagonistas de un viacrucis que
disfrute en mitad del Paseo de la Castellana, en medio de un silencio sobrecogedor
y acompañado de buenos amigos y un grupo de jóvenes chilenas con las que
compartí padrenuestros y avemarías.
Quizás el viacrucis hubiera sido suficiente para mí. Y eso pensé cuando me vi la
tarde siguiente en Cuatro Vientos, preparándome para la Vigilia, pero en un contexto
que me hacía cuestionarme muchas cosas. La situación en los campos de
refugiados que pueblan el continente africano no tendrá ni punto de comparación a
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esto, pero las aglomeraciones, el sofocante calor y la ausencia de sombra, el polvo y
la marcha de millón y medio de peregrinos que deambulaban en busca de agua,
comida y se desmayaban sin aviso previo, hizo que aquella tarde reflexionara mucho
junto a un amigo sobre esos campos dónde la vida se detiene y no es cuestión de
una tarde y una noche, sino es cuestión de semanas, meses y años, luchando por
sobrevivir, hostigados y esperando alimentos y ayudas que muchas veces no llega.
Lo pasé realmente mal aquella tarde. Mis pensamientos y mi asma me tenían
pillado. Quizás por ello agradecí aquel “torrente de agua viva” que se derramó sobre
nosotros la noche del sábado. Y mientras mis padres y mis abuelos desde casa,
asistían temerosos a las imágenes de una tormenta que descargó con fuerza agua,
viento y relámpagos sobre aquella marea humana de colores reunidos frente al
Papa, yo agradecía la lluvia.
Que el Papa aguantara junto a nosotros la tormenta fue todo un regalo. Puede
parecer absurdo, pero a sus 84 años, las cosas son más difíciles y a pesar de estar
medio a cubierto se ve claramente como el alba le chorreaba en los bajos. Aquel
rato compartido que el Papa definió posteriormente como aventura, tuvo su
momento más emocionante con la adoración. Millón y medio de voces callaron, y la
mayoría se arrodillaron para adorar al Señor en la custodia, en un momento de
oración breve pero especialmente intenso, que concluyó con el canto de adoración
“cantemos al amor de los amores” que tanto han cantado nuestros abuelos y padres
y que aquella noche entonamos los jóvenes en Cuatro Vientos. Una enorme
representación del mundo, de su juventud, de su diversidad, acompañaba y se
postraba con cariño y entrega al Dios de la Vida presente en el santísimo
sacramento expuesto.
Con todo esto en el corazón, y el cariño del Papa de esa noche, deseándonos un
buen descansar, esperándonos ver mañana “si Dios quiere”, me quede dormido, con
la algarabía de muchos que acompañaban la noche con cantos y guitarras, y la
oración y el rezo de otros que buscaban las capillas que había aguantado la
tormenta para seguir acompañando al Señor.
Quizás por la intensidad del viacrucis del viernes y la aventura y la adoración del
sábado, el domingo, la eucaristía no destaca especialmente en mi memoria. El
cansancio, el sol, el no poder comulgar, la dispersión fueron claves para que la
celebración me costase. Disfrute de la homilía, de ese mensaje de pertenencia a una
Iglesia, a una comunidad, pertenencia necesaria para vivir y compartir la fe. Me
quedo con sus palabras al comenzar la misa, que nos sacaron una sonrisa y nos
prepararon para la eucaristía: “Queridos jóvenes he pensado mucho en vosotros en
estas horas que no nos hemos visto. Espero que hayáis podido dormir un poco a
pesar de las inclemencias del tiempo". Esta madrugada habréis levantado los ojos al
cielo más de una vez; y no sólo los ojos, sino también el corazón. Eso os habrá
permitido rezar. Dios saca bienes de todo; con esta confianza, y sabiendo que el
Señor nunca nos abandona, comenzamos la celebración eucarística llenos de
entusiasmo y firmes en la fe", nos dijo. También con su bendición final, con el rezo
del ángelus que tanto me gusta y con su envío a que compartamos nuestra alegría y
nuestra fe al retornar a casa. Y así nos toco regresar.
Tal vez son demasiadas líneas, escritas casi de corrido, pero ni por asomo recogen
todas las sensaciones, vivencias e historias que viví desde el 5 agosto hasta el 22.
Han sido días de salir a los caminos, de peregrinar, de conocer gente, de reír,
disfrutar, echar de menos rostros y voces, de crecer, llorar y sanar, de soñar y
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rezar, de optar y seguir. Días de conocer un poco mejor y más en profundidad mi fe,
la Iglesia enorme, rica, viva, joven y plural en que la quiero estar y de la que me
siento parte. Días para dar gracias, por tanto, tanto compartido. Días que me han
hecho seguir queriendo estar con Cristo en el corazón del mundo, de nuestro
mundo, intentando ser coherente, enrraizado en la persona de Cristo, edificando en
Él y manteniéndome, a pesar de mis limitaciones y fragilidades, firme en una fe que
me llena, que me da VIDA con mayúsculas y a la que siento como un regalo, como
una gracia que solo puedo agradecer.
“Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe”.
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Bicentenario  de  
San  José  Cafasso  
 
Simplicidad,  
lo  extraordinario  en  lo  ordinario  
 
Giuseppe  Usseglio,  S.D.B.  
En la trama biográfica de San José Cafasso no se echa de ver nada deslumbrador o
complicado. Nacido el 15 de enero de 1811 en el seno de una familia profundamente
cristiana, en Castelnuovo d'Asti —hoy Castelnuovo Don Bosco—, pareció
predestinado ya desde los primeros años al ministerio sacerdotal. Niño dócil y
piadoso, aficionado cual ninguno a la casa y a la iglesia, acabó por merecer el
apelativo de santetto. En su juventud mantuvo fiel sus propósitos de bondad,
recogimiento y oración, conservando el fulgor de la inocencia y el vivísimo anhelo de
consagrarse a Dios. Lo hizo el 1 de julio de 1827, vistiendo con grande ilusión el
hábito talar. Juan Bosco, a la sazón un muchacho de doce años, le vio por primera
vez aquel mismo año en ocasión de una fiesta popular: ya entonces tuvo la
impresión de haber encontrado un santo. Vivaracho como era, se ofreció a
acompañar al seminarista para visitar los espectáculos de la ciudad. Años más tarde
resonaban todavía intactas en los oídos de Don Bosco las palabras de respuesta del
ejemplar seminarista: "Querido amigo, las diversiones de los sacerdotes son las
funciones de la iglesia; cuanto más devotamente se celebran tanto más gustan.
Nuestras novedades son las prácticas religiosas siempre renovadas y dignas, por
tanto, de frecuentarse con la mayor diligencia”. Para persuadir al joven, que no
parecía del todo convencido, añadió sonriendo: "Quien abraza el estado eclesiástico
se vende al Señor; de ahí que nada hay en este mundo que le atraiga si no es la
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mayor gloria de Dios y el bien de las almas". He ahí una respuesta que da la talla del
hombre.
Fiel a tales convicciones que inspiraban sus propósitos, pasó de los estudios de
filosofía a los de teología, coronándolos finalmente con la ordenación sacerdotal el
21 de septiembre de 1833.
Ya sacerdote, rehusando ofertas tentadoras de diversos párrocos que se lo
disputaban, no satisfecho de su formación espiritual y teológica, y libre, por otra
parte, de preocupaciones económicas, prefirió continuar su preparación pastoral en
el "Convitto” eclesiástico de San Francisco de Asís, de Turín, fundado precisamente
para esos fines el año 1817, gracias al interés y acción coordinada de dos figuras
altamente representativas en el clero piamontés de aquel entonces: el siervo de Dios
Pío Brunone Lanteri y el teólogo Luis María Fortunato Guala, que ocupaba a la
sazón el cargo de rector.
La divina Providencia velaba sobre sus pasos: aquel "Convitto” escogido por
Cafasso como palestra de perfeccionamiento sacerdotal acabaría por ser su campo
de apostolado más fecundo y el centro de su delicadísima misión hasta el fin de sus
días. No tardó en destacarse a la vez que la solidez de su cultura teológica su
madurez ascética. Por lo que muy pronto ocupó allí mismo la cátedra de maestro:
primero como auxiliar, luego como suplente del teólogo Guala en sus clases, sobre
todo de teología moral, y, finalmente, sucediéndole en su cargo de rector a su
muerte, acaecida en 1848.
Esta tarea de perfeccionamiento y renovación del joven clero piamontés constituye
el más alto timbre de gloria de nuestro Santo. Labor nada fácil: resentíase aún la
vida religiosa del Piamonte, en medida no despreciable, del influjo de una situación
madura en la segunda mitad del siglo XVIII y cristalizada en una práctica severa en
plano pastoral y sacramental, que no excluía la inspiración de corrientes jansenistas
del tiempo. Dejábanse sentir a la vez tendencias regalistas de volumen no
despreciable. En uno y otro campo batalló victorioso San José Cafasso en su
empresa de renovación, siguiendo las huellas de sus predecesores Lanteri y Guala,
a la luz de la doctrina de San Alfonso María de Ligorio. Sintetizan con exactitud y
autoridad la postura de nuestro Santo las apreciaciones de Su Santidad Pío XI en
ocasión del decreto De tuto para la beatificación de Cafasso el 1º de noviembre de
1924: "Bien presto logró Cafasso sentar plaza de maestro en las filas del joven clero,
inflamado de caridad y radiante de sanísimas ideas, dispuesto a oponer a los males
del tiempo los oportunos remedios. Contra el jansenismo alzaba un espíritu de suave
confianza en la divina bondad; frente al rigorismo colocaba una actitud de justa
facilidad y bondad paterna en el ejercicio del ministerio, desbancaba, en fin, el
regalismo, con una dignidad soberana y una conciencia respetuosa para con las
leyes justas y las autoridades legítimas, sin claudicar jamás, antes bien dominada y
conducida por la perfecta observancia de les derechos de Dios y de las almas, por la
devoción inviolable a la Santa Sede y al Pontífice Supremo y por el amor filial a la
Santa Madre Iglesia".
Gracias a esta labor suya nuestro Santo procuró a la Iglesia un plantel de
sacerdotes que habían de fructificar presto en parroquias, seminarios, institutos
religiosos, escuelas públicas, alcanzando muchos de ellos neta fama de santidad.
Brilla con fulgores vivísimos la figura de San Juan Bosco, con quien Cafasso fue
pródigo en extremo, pues a lo que ofrecía a los demás añadió su consejo iluminado,
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papeles  de  formación  y  comunicación  
 
su palabra de aliento, su óbolo material incluso en los momentos críticos de la
fundación de su obra prodigiosa.
Pero la misión apostólica y sacerdotal de nuestro Santo no se agotaba en el recinto
del "Convitto" ni en la educación del clero. Desde su morada, su actividad benéfica
inspirada en un ardentísimo celo por las almas. se irradiaba en todo el ambiente
circundante. San Juan Bosco destaca en la biografía de su maestro varias facetas
de su múltiple actividad: padre de los pobres, consejero de los vacilantes,
consolador de los enfermos, auxilio de los agonizantes, alivio de los encarcelados,
salud de los condenados a muerte. Dos calificativos merecen subrayarse entre ellos.
No había cárcel en Turín cerrada a la caridad del Santo. Amaba a los desgraciados
allí recluidos y no acertaba a dejar aquellos lugares en que se le antojaba ver sufrir a
Cristo más que en ningún otro. Los condenados a muerte, en particular, le requerían
para tenerlo a su lado como ángel de consuelo en el momento del suplicio... Dios
premió su efusión de caridad sincera: a pesar de que entre los sesenta y ocho
condenados a pena capital, que a lo largo de más de veinte años hubo de asistir,
encontrara auténticos monstruos de maldad, no hubo uno solo que resistiera a la
gracia: todos se convirtieron, llegando en más de una ocasión a signos inequívocos
de extraordinario arrepentimiento. Conocido ese misterioso influjo que ejercía para
con esos pobrecitos condenados, fue muy solicitado en varias ciudades del
Piamonte en ocasiones análogas. De ahí el mote popular con que se le conocía de
"padre de las horcas". No deja de ser un título de gloria para quien había logrado
convertir un horrible instrumento de muerte en auténtico medio de salvación y de
vida eterna.
"Consejero de los inciertos" lo apellida Don Bosco, Otros prefieren calificarlo
"oráculo del laicado y del clero". Efectivamente, de todos los rincones del Piamonte
corrían a él gentes de toda clase y condición, ansiosos de su consulta y su consejo.
Seglares y clérigos —incluso prelados y obispos—, doctos e ignorantes, abogados,
militares, nobles y plebeyos, católicos fervientes, fríos en piedad y aun alejados de la
práctica religiosa..., todos le hacían compañía en la calle, le consultaban en su
cuarto de estudio, se le acercaban en la iglesia en largas e interminables horas de
confesonario. No rechazaba jamás a ninguno. Aunque extenuado de tanta fatiga y
cargado de preocupaciones gravísimas, sabía tratar a todos con idéntica cordialidad.
Y todos tenían la persuasión de recibir de sus labios una palabra que, limpia de toda
pasión humana, traía consigo el sello inequívoco de la verdad divina,
admirablemente ajustada a las necesidades de cada cual.
El maestro, el consejero, el confesor, el predicador dejaba a las claras en el
ejercicio de su ministerio las líneas maestras de su espiritualidad. Se la ve práctico-
pastoral, sencilla y discreta, enraizada en los más sólidos y genuinos filones de la
espiritualidad católica de todos los tiempos y, en particular de San Ignacio, de San
Francisco de Sales, y de San Alfonso María de Ligorio. Sin cejar jamás en la tensión
a metas ideales —pues sencillez para él no significa pobreza y menos aún
raquitismo de vida interior—, nuestro Santo se preocupaba ante todo de asegurar a
las almas lo estrictamente indispensable, es decir, el desarrollo completo de la vida
cristiana, acentuando con trazos muy vivos el fin de esta vida, el valor del tiempo, la
salvación del alma, la lucha contra el pecado, la necesidad de la gracia, las verdades
eternas, el despego del mundo, la frecuencia de los sacramentos... Pero todo ello en
un clima de bondad, de sano optimismo, de insinuante moderación. Se explica así
que recalcara la facilidad de obtener la perfección a través de la práctica de las
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cosas pequeñas, puesta al alcance de la mano de todo el mundo; que hiciera
resaltar la belleza de la religión, concebida como un ejercicio de amor hacia un Dios
de bondad y de misericordia infinitas, y que, sin descuidar las verdades esenciales,
pusiera el acento sobre todo en las más agradables y atrayentes y que, por ser tales,
son capaces de engendrar una serena expansión del espíritu hacia su Dios. La
piedad, revestida de formas simpáticas, resultaba agradable y, a su escuela, pasaba
a ser una fuente perenne de alegría cristiana. Tendía directamente a la unión con
Dios. Esquivaba el peligro de aquelosarse en prácticas y gestos exteriores, para
insistir en la urgencia de cumplir con exactitud el propio deber entendido como
servicio de Dios que ha de realizarse con intención de agradarle y procurarle mayor
gloria. La misma mortificación, dirigida preferentemente al interior, más bien que al
aspecto corporal, tiende a destacar la dimensión positiva que encierra la renuncia,
su aspecto más amable, en cuanto que se la enfoca como liberación del amor y
unificación más completa con Dios.
Sonó para Cafasso la hora suprema el 23 de junio de 1860, sin haber alcanzado los
cincuenta años, pero agotado por un incesante trabajo apostólico cuyo motor fueron
los que él llamara sus tres amores: Jesús Sacramentado, María Santísima y el Papa.
Fue realidad gozosa para él un presentimiento suyo consignado en su testamento
espiritual:
Non giá morte, ma dolce somno
sará perte, o anima mía,
se morendo, t'asiste Gesú,
se sperando t'abbraccia María.
La fama de santidad que lo acompañó durante su vida y a la hora de su muerte
obtuvo presto la contraseña del milagro y más tarde la ratificación solemne de la
Iglesia: el 3 de mayo de 1925 Pío XI le declaró beato; el 22 de junio de 1947 Pío XII
le incluyó en el catálogo de los santos.
 
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