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«Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» (Is 43, 19)







  1. Retiro ………………….………..............3 - 10

  2. Formación…………….………............. 11 - 31

  3. Comunicación.….…..................... 32 - 33

4. El anaquel……….…….....................34 - 49







Revista fundada en el año 2000

Segunda época


Dirige: José Luis Guzón

C\\ Las Infantas, 3

09001 Burgos

Tfno. 947275017 Fax: 947 275036

e-mail: jlguzon@salesianos-leon.com


Coordinan: José Luis Guzón y Eusebio Martínez

Redacción: Álvaro Suárez Medina

Maquetación: Xabi Camino

Asesoramiento: Segundo Cousido y Mateo González


Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN: 1695-3681










«Acuérdate de Jesucristo» (2 Tm 2, 8)

Fortaleza y fidelidad del evangelizador




Santiago García Mourelo, sdb



En los recientes estudios de Teología he tenido la oportunidad de contemplar un vasto «horizonte de sentido». Sentido, quizá no tanto por su vitalidad ―pues la vida la dan las personas, una sola Persona―, cuanto por la capacidad de poner nombre, organizar, estructurar, dar hondura, a esa vida que vamos llevando agradecidamente por Aquel que nos ha amado primero1.


Uno de los lugares de este «horizonte» en los que se me detuvo la mirada, fue la figura de Pablo. ¿A quién no le apasiona, no le interroga su vitalidad, su fuerza, su audacia, su ser-para-proclamar…?


Este lugar ―el corpus paulino―, tiene múltiples detalles. Muchos son incomprensibles para nuestra ciencia, otros tantos son compartidos por la experiencia común del Resucitado en nuestra vida y por las consecuencias de plenitud y de sufrimientos que esto trae, inevitablemente, consigo.


Para este retiro nos centramos en uno de los «detalles» de este panorama. Una pequeña carta que el Apóstol dirigió a uno de sus colaboradores más cercanos: Timoteo (que significa «el que honra, o estima, a Dios»). En concreto fijaremos nuestra mirada en 2 Tm2, tratando de llevar a este legado toda nuestra vida y teniendo presente que nuestra meditación, no es tanto para reconocer en el texto situaciones de hoy o para repetir su lenguaje, sino más bien para dejarnos inspirar y para discernir los caminos evangélicos de nuestras comunidades.











  1. 2 Tm, un texto que nos interroga


    1. La situación de la Carta

El contexto en el que parece ser redactado 2 Tm, más allá de las discusiones en torno a su autoría3, se caracteriza por ser el tiempo de las primeras desilusiones, de los cansancios, de las desviaciones, de las huídas, de la multiplicación de doctrinas erróneas, de sectarismos y divisiones. Se siente el peso de los «malos» cristianos y se observa que la evangelización no camina tan rápido como se había pensado. Después de los inicios, caracterizados por el impulso misionero y los pequeños ajustes y primeros balances, es el momento en que hay necesidad absoluta de reanimar, reavivar, alentar y reestructurar.



    1. La situación de Timoteo


Timoteo es uno de los discípulos fieles y colaboradores de Pablo4; escogido para numerosas misiones en las comunidades5; coautor de las cartas del Apóstol6; formador de cristianos discípulos7. Pero también tiene su lado débil: es frágil, acusa la soledad cuando queda como principal responsable, se siente frustrado e indeciso.


En 2 Tm, Pablo quiere, ante todo, animar a quien ha sido fiel colaborador suyo8, por las circunstancias desalentadoras que le rodean y ante las cuales parece que ha sucumbido ―no te avergüences (1, 8).



    1. La situación de Pablo


2 Tm nos muestra a un Pablo que ha experimentado fracasos, y que no por eso ha disminuido su entusiasmo. Pablo revisa, ahora desde la perspectiva final de su vida ―prisionero (1, 8); soportando sufrimientos (1,12); el momento de mi partida es inminente (4, 6)―, a los colaboradores que le han abandonado (1, 15) y se han desviado de la verdad (2, 17) y las pruebas sufridas (3, 11). Parece que los años y sus opciones concretas, han acrisolado la experiencia primera provocada por el acontecimiento de Damasco, su conversión entusiasta y radical a Cristo. También se nos pone de manifiesto un Pablo, que no duda en mostrar sus afectos en un tono cariñoso y familiar ―hijo querido (1, 2); tengo vivos deseos de verte (1, 4); hijo mío (2, 1)―, incluso en una carta que, aparentemente privada, puede tener más de una destinatario (4, 21).






  1. Todos somos Timoteo


Después de éste rápido acercamiento al texto, vamos a llevar a él nuestra vida… bueno, al menos una parte de ella. Fortaleza y fidelidad no suenan bien en estos días... Ya son harto conocidas y descritas las características de esta sociedad líquida, de esta cultura posmoderna, en la que nos «ha tocado» vivir, eso sí, siempre por la gracia de Dios. No olvidemos que este tiempo es kayrós; tiempo favorable (cf. 2 Cor 6, 2).


De un tiempo a esta parte estos contextos y rasgos, han ido provocando en la Congregación una reflexión que, poco a poco, ha ido haciéndose familiar. En los documentos del CG25, en los publicados desde el Dicasterio de Formación y en numerosos retiros, ha sonado hasta la saciedad la expresión «fragilidad vocacional» y todo lo que gira alrededor de ella.


Para hacer nuestros contextos más habitables, nuestros ritmos más llevaderos y nuestra vida más evangélica, se han hecho innumerables propuestas. Se han intentado potenciar los momentos comunitarios más allá del funcionalismo, se ha intentado fomentar la figura del director para recuperar lo que «era» en tiempos de D. Bosco: padre y maestro atento a los hermanos, director espiritual, acompañante... Se ha profundizado en las disciplinas psicológicas, las relaciones, los grados de comunicación, la asertividad, el liderazgo... Pero da la impresión ―y por ser impresión, es susceptible de discernimiento― que no se da en el «centro de la diana», que andamos en la periferia del «asunto» entretenidos con paisajes exteriores, que si bien son inexcusables, nunca podrán decorar nuestro interior. Como a Timoteo, puede suceder que andemos entretenidos en cosas que nos son específicamente «lo nuestro», y que nos hagan perder tiempo y por ello, nuestra vida como evangelizadores.


Y es que «ser salesiano no comporta simplemente una identificación operativa, es decir, el querer trabajar por los jóvenes como Don Bosco; más todavía, es una identificación interior, el seguimiento de Cristo según la gracia propia del carisma de Don Bosco. De la configuración con Cristo brota la misión y en la misión se realiza la configuración con Cristo. La identificación vocacional se da en el corazón de la persona, en el nivel más íntimo de sus afectos, sentimientos, convicciones, motivaciones, y no se limita a la asunción o transmisión de contenidos y comportamientos. […] No se trata de adaptación o adecuación, sino de interiorización.» (cf. Ratio 208). Esta centralidad es la que reclama Pablo para Timoteo: «Acuérdate de Jesucristo…».


Ahí es donde está el quid de la cuestión. El centro de cada salesiano, donde cristalizan las opciones y la propia identidad, debe ser el «objeto» primero que revisar y reestructurar en la vida de todos, hermanos mayores y jóvenes… Porque no hay que ser ingenuos, la fragilidad vocacional no es cosa sólo de hermanos jóvenes, ni detectable sólo en las defecciones... ¿Quién no ha padecido estar alguna vez “descentrado”? ¿Quién no pasa por épocas en las que parece entretenerse con cosas que no merecen la pena? ¿Quién no ha tenido momentos en su vida que nos parecen vacíos? ¿Cuántas veces sentimos que hemos logrado «pocas cosas» como evangelizadores y, lo que es más descorazonador, como evangelizados? Las llamadas crisis de madurez, de realismo… Es más ¿Quién no ha sido testigo de esto en otros hermanos? ¿Y ante esto qué? ¿De qué recursos disponemos? ¿Qué motivos ofrecemos?


En Timoteo y en Pablo, podemos encontrar pautas que iluminen estos momentos vitales, estas fragilidades, estos cansancios desde una perspectiva comunitaria; desde un estar comprometido con la vida del hermano, pues «su» misión, es la misión común; desde un estar centrados en Cristo, como fortaleza en nuestras debilidades, donde él se muestra siempre fiel.



  1. Dos aspectos


Proponemos pues, un ejercicio de Lectio personal. Leemos para escuchar. Escuchamos para discernir. Discernimos para iluminar, desde el querer de Dios, el modo que tenemos de vivir determinadas situaciones.


Con esta intención nos detenemos en dos aspectos de 2 Tm: 1) la exhortación a Timoteo como denuncia cariñosa por su situación y 2) el fundamento y los motivos que Pablo expone desde su experiencia.



    1. ¿De dónde «sacamos» la fortaleza? (1, 6-14)


«[6]Por esto te recomiendo que reavives el don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. [7]Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza. [8]No te avergüences, pues, ni del testimonio que has de dar de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; sino, al contrario, soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios, [9]que nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia que nos dio desde toda la eternidad en Cristo Jesús, [10]y que se ha manifestado ahora con la Manifestación de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del Evangelio [11]para cuyo servicio he sido yo constituido heraldo, apóstol y maestro. [12]Por este motivo estoy soportando estos sufrimientos; pero no me avergüenzo, porque yo sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel Día. [13]Ten por norma las palabras sanas que oíste de mí en la fe y en la caridad de Cristo Jesús. [14]Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros.»


La primera unidad a considerar pone de manifiesto la situación de Timoteo y la exhortación de Pablo (1, 6). Parece que ha habido un ofuscamiento del don recibido y Timoteo debe reavivarlo… es pues, una suave, pero clara, reprimenda. ¿Por qué le habrá pasado esto a Timoteo? Los motivos pudieron ser varios:


  1. La soledad en que se ha encontrado al separarse de Pablo. Pues parece ser que estaba acostumbrado a estar con él y su amistad lo sostenía. Ahora ha podido experimentar el peso de las decisiones, de las graves responsabilidades como cabeza de la comunidad…


  1. El sentirse inadecuado. Es un apóstol joven de edad y una comunidad no exenta de problemas y discusiones, de ello tenemos testimonios más adelante: «que se eviten las discusiones de palabras, que no sirven para nada, si no es para perdición de los que las oyen. […] Evita las palabrerías profanas…» (2 Tm 2, 14-18).


  1. Una especie de negligencia en el ejercicio espiritual. Entre tanto trabajo los cansancios podían acumularse, por eso las continuas recomendaciones de Pablo a recuperar el tono espiritual: «Tú, en cambio, persevera en lo que aprendiste y en lo que creíste, teniendo presente de quiénes lo aprendiste, y que desde niño conoces las Sagradas Escrituras, que pueden darte la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús» (2 Tm 3, 14-15).


Pero junto a esa denuncia Pablo le invita, con gran afecto, a abandonar esta situación que le provoca temor y miedo, recordándole lo recibido (2 Tm 1, 7-8). Con los dones del Espíritu (fortaleza, caridad y templanza) puede superar la vergüenza aludida, que quizá le sea provocada por tener la sensación de estar abandonado de Dios, o por experimentar que el Evangelio es un extraño a la vida cotidiana y no tiene ninguna eficacia… Quién sabe.



    1. ¿Dónde se «encuentra» la fidelidad»? (2, 8-13)


[8]Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, descendiente de David, según mi Evangelio; [9] por él estoy sufriendo hasta llevar cadenas como un malhechor; pero la Palabra de Dios no está encadenada. [10]Por esto todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna.


[11]Es cierta esta afirmación: Si hemos muerto con él, también viviremos con él; [12]si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él; si le negamos, también él nos negará; [13]si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo.


Este fragmento es el colofón de la exposición que el Apóstol realiza, el centro de su carta y de su mensaje a Timoteo, y― ¿por qué no?― a nosotros. En él, Pablo toma cierta distancia del tono familiar con el que se estaba dirigiendo a Timoteo y va aumentando en intensidad. Esto anuncia que lo que va a decir supera el tipo de relación mutua: Es más importante aquello que se debe recuperar, que el afecto que tiene a su discípulo. El imperativo «Acuérdate», es una llamada a tener bien presente el kerigma recibido. Algo que parece que ha olvidado y que debe tener presente en un futuro (2,14ss.).


Los efectos de tener esto presente son múltiples en la persona del evangelizador (2 Tm 9-10). Pablo lo muestra desde su propia experiencia. Tener presente a Jesucristo le ha llevado a estar en prisión, y esto


  1. es motivo de orgullo ser rechazado y ser considerado como un malhechor, por el anuncio de la Palabra (por él estoy sufriendo hasta llevar cadenas como un malhechor);

  2. le hace tomar conciencia de su elección como mensajero, no como único portador, pues sabe que la Palabra no se agota en su predicación o en su fracaso (la Palabra de Dios no está encadenada);


  1. y, aunque la tarea del evangelizador sea solitaria y expuesta a riesgos, tiene siempre presente a los destinatarios, que son predestinados, elegidos, a recibir el Evangelio (todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna).


La exhortación inicial (Acuérdate) y los efectos por ser coherente con ella (sufriendo hasta llevar cadenas), son la cristalización del himno bautismal de la primitiva comunidad (2, 11-13). De esta manera se hace receptor del kerigma y, por su vivencia, transmisor fiel. Es la misma vida de Pablo, que está experimentado la constancia, y lo que esta puede traer consigo: la muerte. Pero también lo que le abre a la firme espera de una vida plena en Cristo en el reinado de Dios.


Por la situación de Timoteo, es significativo cómo le hace ver la gratuidad de Dios en su entrega (no puede negarse) para generar en él la entrega gratuita. Ante la flaqueza o infidelidad, que es de suponer que ya está viviendo Timoteo, siempre le quedará el asidero de la fidelidad de Cristo mismo.



  1. El núcleo de las sugerencias de Pablo


Pablo, después de exponer la situación de Timoteo y de ofrecer los motivos centrales para mantenerse fuerte y fiel, hace una serie de consideraciones prácticas, bien provocadas por el contexto inmediato de Timoteo (2, 22ss.), bien fruto de su propia experiencia (3, 10 ss.). El núcleo concreto de todas ellas lo podemos encontrar en 4, 1-5:


[1]Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su Manifestación y por su Reino: [2]Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, corrige, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. [3]Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por su propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; [4]apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. [5]Tú, en cambio procura ser prudente, soporta los sufrimientos, predica como evangelizador, conságrate a tu ministerio.


Nos fijamos en las nueve formas verbales subrayadas: proclama (
kéryxon), corrige (epistezi), reprende (epitímeson), exhorta (parakáleson), procura ser prudente (nefe), soporta (kakopázeson), predica (poíeson), conságrate a tu ministerio (plerofóreson). Todas se pueden condensar en las dos últimas. Que, por una parte, son el núcleo de la tarea del evangelizador y, por otra, resultan ser los remedios operativos para mantenerse fuerte y fiel.


Resultan sorprendentemente «sencillas» ambas tareas (predicar el evangelio y consagrase a su ministerio). «Sencillas» porque no son nuevas, ni extraordinarias. Al fin y al cabo es lo «único» que tiene que hacer por ser apóstol y para seguir siéndolo. Con todo, bien sabemos que sencillo no es sinónimo de fácil y asequible. Pablo le advierte de esto; el contexto será adverso (vendrá un tiempo), y resultará muy tentador hacer lo que otros hacen: no contrastarse con el Evangelio. Si esto pasa, resultará imposible hacerlo vida y enseñarlo.



  1. Conclusiones abiertas

Esta breve meditación puede sugerirnos varias cosas:


  1. Que el fracaso y la desilusión pueden experimentarse en cualquier momento. Es más, que el hecho de padecerlo pueden ser signo de que se es fiel a lo recibido. Tener esto presente hacer ver las dificultades como una prueba de maduración, de crecimiento, una prueba que abre las puertas a la gracia del Espíritu Santo; no una prueba insensata o absurda, no unos flecos desmotivados de nuestra existencia, sino un tiempo constructivo (kairós), pruebas que tienen un significado precioso y que debemos esperarnos que aparezcan en algún momento con corazón tranquilo porque, mediante ellas, crecemos en la fe, en la esperanza, en el amor.

  2. Que es de Jesús «resucitado de entre de los muertos», de quien recibimos la fortaleza necesaria para superar estos momentos. El don de Dios puede liberarnos ―no librarnos― de cualquier situación de mal, de pecado, de infidelidad…


  1. Que este don se manifiesta, precisamente, en quienes compartimos la misma vocación y, por eso, la misma misión.


  1. Que el mejor remedio es «hacer lo que uno tiene que hacer» como evangelizador, como apóstol y si se tienen que hacer otras cosas, no descuidar lo que debe ser central en nuestra vida.


  1. ¿Que más te dice a ti?



















  1. Invitación a la reflexión y oración



  1. Nos hemos centrado en dos «episodios» de 2 Tm, pero invito a su lectura completa y a hacer Lectio de aquella parte que mayor resonancia nos haya provocado. Como propuesta están los dos fragmentos comentados, pero hay otras partes de la Carta muy sugerentes para nuestro tema.


  1. Ángulos de discernimiento:

    1. Yo, «Timoteo», los otros «Pablo»: pensar, recordar, examinar las situaciones en las que nos hemos separado de «lo recibido», en las que nos hemos entretenido en cosas que no eran «lo nuestro»…sentimientos, recursos a los que hemos acudido. ¿Dónde hemos encontrado fortaleza, a quién hemos sido fieles…? ¿Cómo hemos reaccionado ante las exhortaciones de quienes nos son cercanos en el ministerio compartido?

    2. Yo, «Pablo», los otros «Timoteo»: ¿Qué actitud tenemos ante quienes vemos en la situación de Timoteo? ¿Logramos empatizar? ¿Logramos transmitir, desde lo vivido y sufrido, lo mismo que Pablo? ¿Somos indiferentes ante estas situaciones? ¿Creemos que no tenemos nada que decir? ¿No nos «pertenece» acaso nuestro hermano, no es «algo nuestro», por la misma misión compartida, por el mismo don recibido?


  1. Concreciones a nivel personal, comunitario, Inspectorial…










El retorno de la religión: ¿probabilidad o utopía?9

Secundino Movilla10

El retorno de la religión quiere ser la réplica al fenómeno de la secularización. A quienes piensan y argumentan que la religión ha ido perdiendo progresivamente el influjo que venía ejerciendo sobre la sociedad, que casi está desapareciendo de la esfera pública para verse relegada al ámbito de lo privado, que la laicidad terminará por imponerse en los Estados modernos, otros les rebaten aduciendo que el sentimiento y la sensibilidad religiosa, por ser connaturales a la persona humana, no sólo no están disminuyendo ni eclipsándose sino que están reapareciendo con un nuevo talante, con nuevas manifestaciones religiosas, como se aprecia en la necesidad de mitos, de símbolos y de ritos iniciáticos, en la fuerte demanda de espiritualidad y en una no disimulada afirmación de la identidad personal y social desde referentes religiosos. De manera que mientras unos creen estar asistiendo al ocaso de la religión, otros le siguen augurando un futuro prometedor y abierto de posibilidades.

Lo que en el fondo revelan esas posturas contrapuestas es que existen dos modos de ver y de entender la religión. Si los primeros la hacen consistir en el conjunto de creencias, prácticas, normas, mitos y símbolos, rituales..., cuya articulación, sistematización y funcionamiento a lo largo de la historia ha dado lugar a lo que se conoce como religión instituida, los segundos ponen más bien el acento en esa otra dimensión que la religión comporta, a saber en la apertura a lo trascendente, en la vinculación o religación al misterio, en la relación peculiar que se puede llegar a establecer con la divinidad concreta, que daría como fruto lo que se suele denominar experiencia espiritual. No veo razón para mantener esa distinción de una forma excluyente, ya que cuando nos referimos a la religión en un sentido amplio —y así lo vamos a hacer en esta exposición—, normalmente incluimos y sobrentendemos esos dos aspectos. Por religión solemos entender tanto la religión instituida como la experiencia espiritual.

Quiero indicar también, ya desde ahora, que siendo la religión y el hecho de su posible retomo un fenómeno de alcance universal, nos quedaríamos en generalidades si pretendiésemos abordarlo en toda su amplitud y latitud, por lo que he preferido limitarlo al contexto europeo y más particularmente al sector de los jóvenes, donde solemos desarrollar nuestra labor de educadores.

Sugiero además una precisión a propósito de la expresión «retomo de la religión». Hablar de retorno es hablar de algo que ya existió. Pero, ¿se irata de una vuelta o retomo de lo mismo que ya fue y de la misma forma que fue... o se trata de algo renovado, distinto, actualizado y transformado? Yo me inclino más bien por esto último. Por lo que, a mi modo de ver, la cuestión que subyace en el posible retomo de la religión, planteada en forma interrogativa y disyuntiva en el título de la ponencia, es qué tipo de religión es la que va a volver y cómo va a volver. Mi opinión personal es que resulta muy probable que la religión vuelva, es más, que está volviendo ya particularmente entre los jóvenes, pero bajo formas, actitudes y expresiones religiosas que han ido evolucionando y que han ido cambiando, hasta el punto de presentarse y de manifestarse hoy día con unas características nuevas, peculiares y a tono con el tiempo que nos toca vivir.

A la consideración de esa forma de religión que está volviendo, o mejor cabria decir que está emergiendo, es a la que quiero ahora llevaros e invitaros, con esta exposición que voy a desarrollar en tres momentos. En el primero voy a fijarme en el proceso que ha experimentado la religión últimamente (proceso de cambio, de metamorfosis y de nueva configuración); en el segundo analizaré algunas de las formas o expresiones religiosas que se están dando actualmente, por lo que revelan en sí mismas y por lo que prefiguran y anticipan de lo que va a venir más adelante; y en el tercero indicaré cuáles son las tendencias y las características de lo que previsiblemente va a ser la religión en el futuro y el papel que en ello nos incumbe a nosotros como educadores.



LA RELIGIÓN EN PROCESO (EN PROCESO DE CAMBIO, DE METAMORFOSIS DE LO SAGRADO Y DE RECONFIGURACIÓN DE LO RELIGIOSO)

El proceso de cambio que han experimentado últimamente las sociedades europeas se ha hecho patente también en la religión, pues al fin y al cabo ésta forma parte del conglomerado social y de las vicisitudes por las que éste atraviesa.

Al calificar de metamorfosis el cambio que se ha operado en lo religioso se quiere indicar que, como en toda metamorfosis, la religión ha venido experimentando una especie de desgaste o erosión, de descomposición, de desvirtuación y casi desaparición de las formas existentes, que parece estar dando paso a una innovación, a una eclosión o aparición de nuevos indicadores en la manera de entender y de vivir lo religioso. Hablar de metamorfosis de lo sagrado11 es hablar de transformación de la religión.

¿Es ésta una hipótesis demostrable? Es lo que voy a tratar de exponer y de verificar, primero con una descripción cuantitativa y luego con una percepción o interpretación cualitativa, no sin antes aludir a que en el actual estado de cosas de la religiosidad juvenil europea han influido y siguen influyendo importantes fenómenos sociorreligiosos y culturales como son la secularización, la individualización y la multirreligiosidad o pluralización en el creer12, a los que nos remitiremos en más de una ocasión.



Aproximación cuantitativa

En relación con la visión cuantitativa no hay más que observar el ritmo expresivo de las creencias, actitudes y prácticas religiosas de los jóvenes europeos en estos últimos cincuenta años, para darse cuenta de que los baremos han ido aminorando y decreciendo, y de que han ido apareciendo una serie de matices y de desplazamientos en la declaración que los jóvenes hacen de su identidad y de su pertenencia religiosas. De los altos porcentajes que antes se daban en la unanimidad de las creencias cristianas y en abundante práctica religiosa, hemos ido pasando a un mosaico plural y diversificado, como dan a entender las últimas encuestas y los correspondientes cuadros de «tipologías»13 que suelen ofrecer. A título de ejemplo, fijemos nuestra atención en el esquema de la página siguiente14:



  • CREYENTES HETERODOXOS (10 %) (manifiestan una fuerte adhesión a las creencias, pero «a su manera»).

  • RITUALISTAS (24 %) (su religión se limita a ceremonias religiosas con ocasión del nacimiento, del matrimonio y de la defunción).

  • IRREGULARES (23 %) (lo son en sus creencias y también en sus prácticas religiosas).

  • HUMANISTAS NO RELIGIOSOS (10 %) (la religión apenas si cuenta para ellos, aunque sí los valores universales).

  • NO RELIGIOSOS (23 %) (se desentienden de las creencias y de las prácticas religiosas y son realistas en lo moral.

  • RELIGIOSOS (11 %) (con notable fidelidad a las creencias y asiduidad a las prácticas religiosas).

Sobre el triángulo de indicadores religiosos («cristianismo confesante», «cristianismo cultural» y «humanismo secular»), que en su día apuntara J. Kerkhofs15, vemos que se reparten, en proporción desigual, las posturas religiosas de los jóvenes: casi una mitad de ellos guardan sus distancias con respecto a lo religioso instituido, situándose tendencialmente en la marginalidad, al tiempo que la otra mitad oscila entre los comportamientos no religiosos de una notable mayoría y las actitudes más o menos fieles a la religión de otra escasa minoría, que o bien muestran una clara tendencia a adherirse a la integralidad de la religión o bien se desentienden de ella.



Interpretación cualitativa

Pero es en la apreciación cualitativa donde mejor puede apreciarse el sentido y el alcance del cambio o metamorfosis que ha experimentado la religión en estas últimas décadas, particularmente la religión vivida y expresada por los jóvenes. Las dos fases características de la metamorfosis (la descomposición o desaparición de lo que se tiene por viejo y obsoleto, y la aparición y revestimiento de formas nuevas) suelen denotarse, en lo que a la religión se refiere, por estos dos prefijos: por el prefijo des- (que alude a la desvirtuación o desvinculación de lo religioso instituido) y por el prefijo in- (que apunta a la innovación y a la aparición de nuevas tendencias y sensibilidades). En términos de cuño técnico, se habla de «deconstrucción»16 de la religión establecida y de «reconfiguración»17 de nuevas formas y estilos de vivir lo religioso.

La erosión paulatina con que se ha visto afectada la religión, a causa principalmente de la secularización, no ha hecho sino debilitar y minar los pilares, el armazón y hasta la estructura misma del edificio religioso. Es lo que se quiere indicar con el término «deconstrucción», cuyos indicadores o síntomas principales han ido detectando los estudiosos de la religión en fenómenos tales como:

  • La desregulación institucional del creer, que ha ido restando fuerza doctrinal y normativa a las instancias religiosas, y que se ha puesto de manifiesto en la tendencia a la «desdogmatización» (Mardones) y a la «destradicionaljzación» (A. Giddens) por parte de los jóvenes.

  • La desinstitucionalización de la religiosidad (Mardones), que denota pérdida del sentido de pertenencia y de adhesión a las instituciones, acompañada de ordinario de un cierto desafecto, como se aprecia en el alejamiento progresivo de los clientes religiosos que suelen emigrar a otros espacios. ¿Será que vamos camino de una religión en la que el protagonista va a ser el individuo y no la institución? (E. Durkheim).

  • La desmonopolización del mercado del espíritu (P. L. Berger), a causa de la multiplicidad de ofertas religiosas y del consiguiente pluralismo religioso, que en el ámbito de las Iglesias tradicionales reviste la forma de desclericalización del poder y de los servicios eclesiales.

  • La descomposición del sistema de ritos y creencias (F. Champion), fruto probablemente de la sordina que el «pensamiento débil» (G. Vattimo) ha ido infiltrando en los credos que se proclaman con pretensión de absolutos.

  • La descontextualización y en cierto modo también la dispersión de las manifestaciones religiosas (F. Sáez Mateu), que si en otro tiempo tenían formas reconocidas y se daban en contextos reconocidos y sabidos por todos, ahora parecen haberse saltado esos límites y no se recatan de aflorar también en ámbitos seculares18.

De otra parte, el impulso social y cultural de estos últimos tiempos, innovador y expresivo en tantos aspectos, ha influido, como no podía ser menos, y ha dejado también su impronta en lo tocante a la religión, con la aparición de nuevas tendencias y nuevas sensibilidades que han ido marcando a su estilo la religiosidad actual, particularmente la de los jóvenes, y que han contribuido a generar lo que se entiende o se sobrentiende por «reconfiguración» de lo religioso.

¿Qué es lo que se quiere dar a entender con la expresión «reconfiguración de lo religioso»? Pues que al rebufo de las corrientes sociales y culturales recientes, y bajo su influencia, la religiosidad en general, y la juvenil en particular, se ha ido conformando de tal manera en sus tendencias y sensibilidades, en sus expresiones y manifestaciones, que prácticamente viene a ser y a resultar otra, nueva, distinta, reconfigurada, con unas peculiaridades y características acordes con el momento presente.

¿Cuáles son las peculiaridades y características de esa religiosidad que decimos reconfigurada? Suele ser una religiosidad que se revela como:

  • Religiosidad interior, que la persona cultiva preferentemente en su fuero interno, con tendencia a polarizarse en la oración, la meditación y la contemplación, y que de ordinario se recurre a ella y se la practica como fuente de consuelo, de seguridad y de identidad (J. Mardones), como ayuda en los momentos de apuro y de dificultad; religiosidad que es calificada por algunos como de «ajuste existencial» (A. Tomos).

  • Religiosidad de impronta individual, que no necesariamente individualista, en la que aparecen relativizados los aspectos institucionales y organizativos de lo religioso, es decir, los aspectos exteriores al sujeto, y en la que adquieren realce, en cambio, las decisiones y determinaciones del propio individuo19.

  • Religiosidad con un fuerte acento subjetivo, caracterizada por la subjetivización de las creencias y el uso arbitrario de la misma a gusto del consumidor («religión a la carta»), donde la creencia y la pertenencia no siempre se combinan adecuadamente (unas veces se puede dar la «creencia sin pertenencia», en opinión de G Davie, y otras la vinculación sin ningún tipo de unión referencial —ohne Bindung in Verbindung bleiben—, según M. Bongart); religiosidad coloreada en más de una ocasión con elementos de un cierto sincretismo emergente (tipo «New Age»), de la llamada constelación esotérico-ocultista (J. M. Mardones) o de lo «religioso salvaje».

  • Religiosidad emocional, en la que suele aflorar con facilidad y espontaneidad el filón emotivo y el mundo de los sentimientos, como se demuestra en los momentos celebrativos y en los encuentros multitudinarios y festivos, donde los cantos, la música y la danza, los signos y símbolos religiosos recrean un ambiente al que fácilmente se engancha la sensibilidad y el regocijo propio de los jóvenes.

  • Religiosidad de carácter agregacional o comunitario, al que se adscriben o apuntan tanto los movimientos de corte neotradicional y fundamentalista como los pequeños núcleos comunitarios que se consideran o se denominan a sí mismos «células de Iglesia» o «comunidades con perfil» (M. Kehl), en los que se desarrolla y fomenta el «espíritu de convivencia» (J. García Roca).

Los datos ofrecidos en este apartado nos llevan a la conclusión de que la religión, tal y como es entendida y vivida por los jóvenes que se declaran más o menos creyentes o más o menos practicantes, ha experimentado y sigue experimentando una notable transformación. Pues algunos de los supuestos hasta ahora intocables de la religión (normas, creencias, instituciones) han entrado en crisis y han sido puestos en tela de juicio; y otros, tal vez por su carácter más vivo y dinámico (actitudes, expresiones y manifestaciones religiosas), han sido reinterpretados, innovados y reconfigurados. Así están las cosas, y no parece que vaya a haber marcha atrás en este terreno.

De todas formas, si observamos atentamente los indicadores hasta ahora presentados, nos daremos cuenta de que, de los dos polos que encierra en sí la religión (apertura al misterio y relación con lo trascendente, por un lado, y cuerpo de verdades o creencias, de rituales y de expresiones simbólicas, por otro), el que parece haber entrado en crisis y sufrido desgaste o descomposición ha sido este último, mientras que el primero da la impresión de que se mantiene vivo, efervescente, en estado de permanente innovación o reconfiguración. Y esto, bien considerado, sí que puede ser un buen síntoma o un buen signo del retorno o pervivencia renovada de la religión.



LA RELIGIÓN EN ACTO (REFLEXIÓN Y ANÁLISIS PASTORAL DE ALGUNAS FORMAS Y EXPRESIONES RELIGIOSAS ACTUALES)

Lo que más suele llamar la atención en las sensibilidades y expresiones religiosas de los jóvenes de ahora es su pluralidad y su diversidad. No su cuantía o cantidad (la religión está en retroceso numérico, nos dicen todas las encuestas), sino su multiplicidad y variedad. De manera que si ahora voy a centrarme expresamente en la religiosidad juvenil tal y como se da en el ámbito europeo, no lo hago porque se trate de un fenómeno cuantitativamente llamativo —que no lo es—, sino porque, desde el punto de vista cualitativo, aparecen en ella indicios sugerentes e indicativos de cómo puede ser y cómo puede llegar a evolucionar eso que llamamos retorno de la religión.

Para empezar, quiero hacer un breve repaso a los modos y estilos peculiares que los jóvenes hoy día tienen de expresarse religiosamente20, y detenerme luego en el análisis y observación de algunos de ellos en particular, de aquellos que, a mi manera de ver, revisten mayor significatividad y actualidad.

Pues bien, de entre las variadas tendencias, formas y actitudes religiosas de los jóvenes existen claramente algunas que tienen que ver:

  • Con la llamada «religión del posmoderno», que da la impresión de ser una religiosidad más bien light, poco comprometida, fragmentada en el creer, en la que se favorece lo vivencial y experiencial en plan de consumo o de disfrute, y de la que se apropia el individuo según lo que a él le apetece o satisface.

  • Con la religión predicada por corrientes sincretistas, que abogan por una especie de «trascendencia inmanente» o de «pequeña trascendencia» (Th. Luckmann) y que constituyen una amalgama ecléctica de elementos neo-místicos y neo-esotéricos, en donde se mezclan afirmaciones cristianas con otras orientales o procedentes de las tradiciones ocultistas. Amparándose en la psicología transpersonal, esas corrientes quieren ser un medio y un impulso para lograr la experiencia interior, la armonía psicofísica, la integración personal y, en suma, lo que se publicita como un cambio de conciencia21, razón por la cual han sido calificadas por algunos de «religiones de reemplazo».

  • Con la religión que profesan los llamados nuevos movimiento religiosos, de signo neo-conservador, tradicionalista, integrista y fundamentalista; y también, aunque de orientación muy distinta, con la que toma su inspiración de los movimientos sociales que están a favor de las grandes causas universales de la humanidad (cuidado de la naturaleza, defensa de los derechos humanos, igualdad de sexo y de razas...) y que apuestan por la liberación y el sueño utópico de que «otro mundo es posible», de los que se desprende un cierto talante religioso y profético, comprometido, solidario, de «militancia humanitaria» y de opción por la llamada «política de la diferencia» (Ch. Taylor).

  • Con la religión que parece proponerse últimamente una especie de «reencantamiento de lo secular», a modo de ritualización y sacralización de actividades y espacios donde se desarrollan momentos de la vida ciudadana, como pueden ser el deporte, la música, las diversiones masivas, las visitas a los grandes centros de comercio y de consumo... Da la impresión de que en esas frecuentadas concentraciones se escenifican llamativas «liturgias de masas» y se desarrollan espectaculares ritos celebrativos con símbolos, gestos y rituales que prácticamente habían venido a menos o que casi habían desaparecido de los ámbitos sagrados y que ahora reaparecen en esos otros sitios22.

De todas esas formas religiosas conviene que tomemos buena nota, por el hecho de que hacia ellas se muestran inclinados y atraídos no pocos jóvenes a los cuales tenemos intención de llegar con nuestros afanes evangelizadores y educativos, tanto si esos jóvenes se encuentran transitando por ellas de manera circunstancial y ocasional como si permanecen en ellas de un modo más prolongado y duradero.

Pero si tuviéramos que elegir algunas de las que revisten un carácter más novedoso o que guardan relación directa con los jóvenes que más conocemos y tratamos, es decir, con los que frecuentan de ordinario nuestras plataformas pastorales y educativas, nos quedaríamos con la religiosidad del peregrino y la del convertido, dos figuras simbólicas a las que ha dedicado un estudio reciente la socióloga francófona Daniéle Hervieu-Léger23.

La religiosidad peregrina

Si en la figura del «practicante regular» lo que se aprecia es la estabilidad y la fijación tanto de creencias como de prácticas, en la del peregrino lo que resalta, por contra, es lo religioso en movimiento. Dos rasgos son precisamente los que caracterizan a la religiosidad del peregrino:

  • La fluidez de los procesos espirituales, a través de los cuales, y a modo de elaboración biográfica personal, el individuo va dando sentido a su vida y va afianzando su identidad religiosa ( fluidez de contenidos).

  • La movilidad y provisionalidad temporal en lo que respecta a la sociabilidad religiosa, que deja la puerta abierta a posibles y variables formas de pertenencia ( flexibilidad de pertenencias)24

Fluidez en la elaboración subjetiva de los contenidos y flexibilidad temporal y móvil de las pertenencias se revelan, pues, como rasgos distintivos de lo que se ha dado en llamar religiosidad peregrina. Pero más que hablar de rasgos y de peculiaridades de esa religiosidad en abstracto, veámosla reflejada y plasmada en dos fenómenos religiosos actuales de los que los jóvenes suelen ser protagonistas, como son los Encuentros de Taizé y las Jornadas Mundiales de la Juventud.

Lo que se percibe en Taizé, de igual modo en tomo a la comunidad monástica ecuménica de ese pequeño lugar de Francia que en los encuentros europeos anuales por ella promovidos, es que:

  • Se han impulsado formas modernas de animación y de comunicación de manera exitosa entre los que participan como peregrinos, que han dado un aire entre emocional y afectivo al hecho de encontrarse y de «estar juntos» jóvenes de procedencias distintas, y que ejercen sobre ellos un poderoso reclamo.

  • Se ha logrado combinar de un modo admirable la personalización más acentuada (en testimonio de los propios jóvenes: «cada cual se expresa libremente»; «es tomado en serio»; «es dueño de regular su participación»...) con la más amplia planetarización («jóvenes de razas y países diversos conviven en el respeto a la diferencia»; «es como si estuviese presente todo el mundo»; «caes en la cuenta de pertenecer a la comunidad de la humanidad»...). De los Encuentros de Taizé se dice que encarnan la utopía de un mundo armonioso, sin conflictos, donde cada cual se inserta en la unidad del todo, y que los momentos de oración y de celebración litúrgica que allí tienen lugar expresan simbólicamente esa conjunción armónica y plural.

  • Se ha sabido acoger el deseo de los jóvenes de dar forma estética a esa especie de emoción comunitaria que sienten cuando están juntos, al tiempo que se ha tenido la intuición de crear y proponer elementos simbólicos (espacios y momentos para compartir, la música y los cantos, el uso plural de los idiomas, los iconos y las velas, etc.), que están en sintonía con el logro de una identidad personal flexible y abierta.

Finalmente, en Taizé se ha tratado de favorecer que la experiencia religiosa sea vivida como expresión comprometida de una ética de la convivencia, en su empeño por la paz, por el reconocimiento respetuoso de la diversidad de lenguas, de países y de razas, por la reconciliación de las distintas confesiones religiosas, hasta el punto de que Taizé viene a ser reconocido como una especie de «institución postconfesional»25.

Por todo ello Taizé se presenta como un laboratorio de la sociabilidad peregrina. ¿Y qué decir de las Jornadas Mundiales de la Juventud? También en ellas se procura, de otro modo, cultivar ese mismo estilo de religiosidad y gestionar institucionalmente el pluralismo. En efecto, lo que se pretende en las Jornadas Mundiales de la Juventud, que se celebran por lo general cada dos años (la última de las cuales, la XX, tuvo lugar en Colonia en el mes de agosto de 2005), es justamente:

  • Propiciar el encuentro multitudinario y la concentración de jóvenes diversos, ofreciéndoles así la oportunidad de compartir una «cultura joven» y de crear un «nosotros» emocional y afectivo, pero no para quedarse ahí, sino para dar el paso a un «nosotros» de signo más comunitario, que es lo que se quiere significar y expresar en la celebración de la eucaristía, en la que se invita a vivir la plural diversidad como experiencia de unidad.

  • Atender a la pluralidad de sensibilidades y de motivaciones con que llegan los jóvenes con una surtida y amplia variedad de ofertas (vigilias, talleres, catequesis, festivales, etc.).

  • Cuidar de que esa vivencia religiosa colectiva extraordinaria sirva para alimentar y reforzar la vivencia más ordinaria de lo cotidiano y para dar un fuerte impulso a los itinerarios personales de crecimiento y de maduración cristiana por los que han de seguir avanzando los propios jóvenes, los grupos y las comunidades; a ello quieren contribuir, además de los recursos ya indicados, los «testimonios personales» y las experiencias significativas compartidas, a los que tan sensibles son los jóvenes posmodernos26.

Que dichas Jornadas lleguen a alcanzar de verdad esos objetivos es algo que está por ver o que, al menos, no todos reconocen de modo satisfactorio. En opinión de los que en ellas han participado, una cosa es lo que se vive en los encuentros y otra la incidencia real que suelen tener en la práctica posterior. Si la primera es valorada positivamente por lo general, no lo es tanto la segunda.

Retomemos, para concluir, la contraposición que establecíamos al principio entre el «practicante regular» y el «peregrino», con el fin de hacemos cargo de sus rasgos diferenciadores y de asumir el reto educativo que esa diversidad de actitudes representa para nosotros. Es por lo general bien notorio que mientras en la figura del practicante la práctica religiosa es considerada obligatoria y regulada por la institución, en la del peregrino es tenida por voluntaria y autónoma; si en el practicante aparece como fija, territorializada y estable, en el peregrino resulta más bien móvil y cambiante; si en el practicante es de signo comunitario, en el peregrino suele ser de índole individual; y si en el practicante se revela comúnmente como constante, ordinaria y repetida, en el peregrino lo es extraordinaria y excepcional27. ¡Qué pedagogías tan diversas debemos saber aplicar a posturas tan contrapuestas!



La religiosidad del convertido

He aquí otra de las modalidades en que se expresa también la religión en movimiento, la figura del convertido, que pone de manifiesto, entre otras cosas, cómo funcionan los procesos de formación de las identidades religiosas en un contexto de movilidad. Si la presento aquí, no es porque tenga la notoriedad y el alcance de la ya comentada «religiosidad del peregrino», sino porque, aun siendo minoritaria y de escasa convocatoria, incluye y dice relación a esos grupos de jóvenes que viven procesos de conversión y de auténtica iniciación cristiana —que ciertamente existen!—, y porque en cierto modo valida las opciones de aquellas instancias pastorales que han apostado por dichos procesos y que los siguen acompañando y respaldando, como es el caso de algunos distritos de los Hermanos de La Salle, al menos en España.

Convertido suele llamarse al que pasa de la increencia o del escepticismo religioso más absoluto a una vida de creyente fiel; también, al que cambia de religión, e incluso al que, desde el alejamiento, apatía e insatisfacción de la religión, un buen día se siente tocado y deseoso de tomarse en serio la dimensión religiosa y espiritual de su vida, y se pone a buscar y a recorrer itinerarios que le lleven a profundizarla y a experimentarla más intensamente y a vivirla con una coherencia mayor. Esta última acepción, la del «buscador espiritual», es la que va a ocupar ahora nuestra consideración, por una doble razón: porque en ella se refleja la situación de esos jóvenes (¡no muchos, ésa es la verdad!) que sienten inquietud e interés por madurar y por alcanzar progresivamente su identidad cristiana y su vocación de seguidores de Jesús; y porque en ella es dado apreciar el sentido verdaderamente evangélico de la conversión, que fundamentalmente consiste en tender hacia lo bueno y lo mejor, es decir, en «convertirse al Reino de Dios» (Mc 1,15).

Varios son los elementos que resaltan en la actitud del convertido y que resultan de verdad significativos para la religiosidad que hoy día queremos fomentar entre los jóvenes:

  • El primero es la aspiración utópica a adentrarse en la experiencia de fe, a vivir con lucidez y sin ningún tipo de complejos la identidad y la vocación cristianas, y a integrarse plenamente en la comunidad de los que ya han sido iniciados como seguidores de Jesús.

  • El segundo es el reconocimiento de la iniciativa de Dios en el movimiento de la conversión, pues si algo le resulta claro a la persona convertida es que ha sido encontrada por Dios, que ha sido objeto de su invitación, de su llamada y de su misericordia.

  • El tercero es la viva conciencia que tiene el convertido de que, como fruto de todo lo anterior, es él quien decide, elige y escoge su nueva identidad y no se queda en las formas religiosas heredadas; la identidad religiosa del convertido es una identidad elegida, activamente escogida y no pasivamente heredada; algo que es perentorio hacer hoy en muchos de nuestros países tradicionalmente católicos: motivar e invitar a los jóvenes a pasar de una fe simplemente «heredada» a una fe libremente «elegida»28.

Y si de la actitud del convertido pasamos al itinerario que hace evolucionar y madurar su conversión, nuestra atención se ha de fijar entonces en los aspectos que dinamizan los procesos de iniciación y de maduración cristiana, aspectos que son precisamente los que debemos saber trabajar con los jóvenes convocados y que ellos, los jóvenes, vivencian a su manera y con un ritmo no siempre regular. Indico a continuación algunos de esos aspectos:

  • Lo peculiar de los procesos es su carácter iniciático, es decir, los pasos secuenciales y ejercicios rituales, nunca sustituibles por indicaciones teóricas, que están reclamando un contacto vital y testimonial de los iniciados con los iniciandos mediante el seguimiento y acompañamiento; se inicia en la vida, desde la vida y para la vida, y sin contacto o proximidad vital es muy difícil que pueda operar o hacerse notar la referencia.

  • El proceso que trata de favorecer e impulsar la iniciación cristiana es a la vez individual y comunitario; comunitario, en cuanto que es guiado, respaldado y alentado por la comunidad, e individual en el sentido de que ha de ser el propio sujeto el que asimile, experimente y se apropie los dinamismos que le hagan crecer; el proceso se desarrolla siempre en el interior de la persona.

  • Por este motivo, lo que cualifica y dinamiza a los procesos son las experiencias que el sujeto va incorporando a su nueva forma de ser y de vivir, a su nueva identidad; digo experiencias y no simplemente vivencias; a lo que solemos conocer como vivencias nos tiene hoy bien acostumbrados la postmodernidad, pero éstas, por sí solas y por su carácter voluble, no siempre llegan a configurar la identidad de la persona; de ahí el gran reto que se nos plantea actualmente a los educadores: cómo educar las vivencias para que éstas lleguen a convertirse de verdad en experiencias29.

  • En los procesos conviene asimismo respetar y armonizar la gradualidad de dichas experiencias, sin anteponer las posteriores a las que han de ser anteriores, no sea que por ello pueda verse afectada la evolución lógica y normal del que está siendo iniciado como creyente.

  • Y todo ello sin perder nunca de vista que lo propio de un proceso es ser a la vez extensivo, intensivo y acumulativo.

Dos formas de religiosidad de las presentadas en este apartado han merecido especial consideración, la del peregrino y la del convertido, porque tienen singular vigencia en nuestros días y porque atraen y concitan a un buen número de jóvenes de los que en mayor o menor grado se declaran cristianos. Cierto es que no en igual medida, porque la religiosidad del peregrino resulta en la práctica mucho más frecuentada que la del convertido. Pero ambas están ahí, como cauce de expresión de las variadas inquietudes religiosas que habitan en no pocos jóvenes, y por tal motivo hacia ahí hemos de volver nuestra mirada observadora y analítica con criterio pastoral.

¿Qué decir de ese espíritu o estilo de religiosidad que se vive en Taizé o que se alienta en las Jornadas Mundiales de la Juventud? Que indudablemente en ambos sitios se ha logrado instaurar, y en ocasiones activar, una serie de elementos que conectan a ojos vistas con la sensibilidad religiosa juvenil (elementos que, por otra parte, tal vez habíamos olvidado, descuidado o rutinizado en las tradicionales plataformas cristianas), como son lo estético, lo emocional y lo simbólico; como es el compartir o el dejarse instruir y estimular por los testimonios de vida; como es el clima vivencial del «estar juntos» que a no pocos jóvenes les acerca a la experiencia espiritual de comunión; como es el sentirse en sintonía, familiarizados y en cierto modo identificados con lo religioso; como es el impulso que de todo ello se recibe para el compromiso y la coherencia vital, etc. Si algún pero se puede poner a todo eso es: qué sucede con el «antes» y el «después». Cuando tanto Taizé como las Jornadas de la Juventud sirven únicamente para encuentros puntuales y ocasionales, no cabe duda de que se quedan cortos; cuando, en cambio, representan momentos e impulsos fuertes dentro de un proceso, cumplen una buena función.

Porque eso es precisamente lo que todavía no hemos llegado a articular de un modo convincente en la religiosidad del convertido y en los procesos de maduración cristiana; a saber, los impulsos dinamizadores, el protagonismo de los propios jóvenes, el talante celebrativo y festivo, oracional, contemplativo y místico que tan consustancial es a la experiencia cristiana, y otros más... Aunque no por ello debemos restarle valor e importancia a lo que de positivo figura ya en dichos procesos (lo iniciático, lo experiencial progresivamente afianzado y trabajado, lo testimonial inmediato y directo que se convierte en referencia mediante el acompañamiento, la meta de alcanzar un modo de vivir la fe con sentido comunitario, comprometido y misionero, etc.). Claro está que no se trata de olvidar o de minusvalorar lo que ahí se sigue haciendo. Pero qué logro tan beneficioso sería si la espiritualidad del peregrino y la del convertido pudiesen converger, complementarse y enriquecerse mutuamente.



LA RELIGIÓN EN PROSPECTIVA (nuestro compromiso pastoral y educativo con las nuevas formas y tendencias que previsiblemente adoptará la religión en el futuro)

Que la religión tiene futuro y que el siglo XXI parece estar asistiendo en sus comienzos a una efervescencia religiosa multiforme es algo que se aprecia en la proliferación de sectas, en la importación de espiritualidades orientales, en las concentraciones religiosas, en el reclamo creciente de lugares, de personajes y hasta de negocios que anuncian y prometen un contacto experimental con lo mistérico..., todo ello como muestra de que las búsquedas e inquietudes religiosas siguen vivas. Y es algo que resuena también en la opinión pública30 y que avala el parecer de algunos entendidos en el tema, como es el caso de Peter L. Berger, que de verificador de la secularización en sus primeros escritos ha pasado a reconocer en publicaciones posteriores el cambio de paradigma (de la secularización al pluralismo religioso) y la «exuberante religiosidad» que aflora en este mundo globalizado31; de José M. Mardones, que habla de «postsecu1arizacjp» de «redescubrí- miento de lo sagrado» y de «emergencia de nuevas formas de religiosidad que atestiguan la vitalidad de lo religioso»32; y hasta del polémico Samuel Huntington, para quien «la causa más obvia, más destacada y más poderosa del renacimiento religioso global es precisamente lo que se pensó que iba a causar la muerte de la religión: los procesos de modernización social, económica y cultural que en la segunda mitad del siglo XX barrieron el mundo»33.

Y si la religión tiene futuro, habrá que preguntarse entonces: ¿Cómo será esa religión del futuro? ¿Hacia dónde apuntarán sus intuiciones? ¿Por dónde irán las tendencias y sensibilidades de la nueva religiosidad? ¿Cuáles serán sus notas más características? Y lo que a nosotros resulta aún más pertinente: ¿Qué podemos y qué debemos hacer para educar, cultivar y evangelizar esa religión del futuro entre los jóvenes?

De los rasgos que se perfilan como previsiblemente más destacados de la religión del futuro retengo estos cinco, que propongo a vuestra consideración de educadores:



Una religión de la que se espera aporte espiritualidad

A este Primer Mundo tan sobrado de racionalidad, tan tecnificado y consumista, tan replegado sobre sí mismo y pendiente de su bienestar material, que apenas deja resquicio al misterio y a lo trascendente, a lo que es gratuito y espiritual, le hace falta ese «suplemento de alma» (H. Bergson) que puede aportarle la religión con su espiritualidad.

Por espiritualidad se suele entender, en principio, la especial sensibilidad para descubrir la presencia del misterio o de lo divino en la realidad, para ver la realidad habitada por el misterio; y según las tradiciones religiosas, por espiritualidad se entiende también «la capacidad de trascenderse y la apertura al infinito o a lo divino por la que el hombre refleja la realidad suprema y adquiere la posibilidad de entrar en contacto con ella»34.

  • Pero la espiritualidad lleva además a descubrir la presencia del misterio dentro de uno mismo y a percibir la dimensión de lo sagrado en la interioridad de la persona, en lo que solemos llamar vida interior, que para los creyentes se hace experiencia viva e inmediata de la presencia y de la acción del Espíritu de Dios que nos habita.

  • Con la espiritualidad guarda una relación estrecha lo simbólico; ahora bien, siendo las religiones portadoras de un repertorio abundante de símbolos, a ellas les corresponde contribuir al redescubrimiento de la noción de símbolo, «no como debilitación del principio de realidad sino como un código que, por la mediación del mito, del cuento, de la parábola, de la metáfora, del rito, de la fiesta, invita a la praxis, porque la fuerza del símbolo es la de establecer la comunicación, crear la convicción y llamar al consenso; les corresponde, en suma, redescubrir el símbolo como lenguaje existencial»35. ¡Porque la fuerza del símbolo puede ser también expresión de espiritualidad!

  • A la espiritualidad va ordinariamente unida también la contemplación, como peculiar manera de ver y de mirar la realidad desde una óptica —de religiosidad o de fe— que permite descubrirla con un sentido nuevo. Actividad esta de la contemplación que si algunos la entienden como «dificil regreso a los orígenes, como laboriosa vuelta al centro de la realidad o como arduo camino hacia el absoluto, para el cristiano es algo tan sencillo como escuchar la Palabra encarnada en Jesucristo»36.

  • Lo que llama enseguida la atención en la espiritualidad contemplativa es el aspecto de gratuidad y el impulso de una cierta mística. Mística que, según las sabidurías inspiradas por las tradiciones orientales o por la mística cristiana, a lo que de suyo tiende es a «ampliar y profundizar la conciencia humana más allá de la conciencia objetiva, discursiva, lógica, a otra conciencia contemplativa y unificadora, reprimida hasta ahora por el pensamiento lógico-objetivo»37.

Mística, eso sí, no recluida en la pura interioridad sino «mística de la gratuidad contra los fenómenos instrumentales, mística del ser contra las pasiones del tener y del poder, mística de la pobreza y del compartir contra la lógica del mercado y de la ganancia»38. Mística que en modo alguno genere una espiritualidad evasiva sino una espiritualidad de compromiso y de liberación, «mística de los ojos abiertos» (J. B. Metz), a tenor de lo que en más de una ocasión ha expresado Gustavo Gutiérrez: «A Dios se le contempla y se le practica; el misterio de Dios vive en la contemplación y vive en la práctica».

Una espiritualidad de estos o parecidos rasgos es lo que algunos anhelan poder experimentar en la religión y es también la contribución que se espera de la religión a estas sociedades nuestras tan sin espíritu y sin alma. A los educadores cristianos nos corresponde ahora tomar en serio esta tarea. ¿Estamos nosotros imbuidos de esa espiritualidad? ¿Encontrarán los jóvenes en nosotros a esos «maestros espirituales» que les puedan servir de guía y de referencia? ¿Cómo procuramos iniciarlos y educarlos en ella? Disponemos de medios y de posibilidades para ello, ésa es la verdad, porque a nuestro alcance está ofrecer a los jóvenes espacios de oración, trabajar y vivenciar con ellos lo simbólico, la Palabra de Dios, lo celebrativo y festivo, en los diversos acontecimientos de la vida, en los encuentros y convivencias, en las pascuas juveniles, en los campos de trabajo, en los tiempos litúrgicos fuertes, etc. Pero, ¿nos servirá todo ello para formar a los jóvenes como auténticos cristianos «contemplativos en la acción y en la liberación» (L. Boff)? He ahí el reto que nos espera en nuestra labor de educadores.



Una religiosidad en la que cobra importancia la experiencia

Al periodo en que la religión ha venido reforzando y consolidando sus elementos funcionales e institucionales, convirtiéndola así en algo rígido, estereotipado, excesivamente burocratizado e impersonalizado, sucede ahora una época en la que se quiere revalidar el papel que en ella tiene la experiencia. La religión no puede prescindir de ese tono experiencial, si no quiere verse reducida a puro formalismo. Sin experiencia íntima y personal no va a haber fácil vía de acceso a lo sagrado y sin sentir ese feeling (sentimiento) tan de moda en la actualidad difícilmente va a resultar atractivo en cristianismo. Y es que, como se reconoce hoy día en la antropología teológica, la experiencia personal está en la base de todo el edificio religioso (J. Martín Velasco). Vale lo que se experimenta y sin experiencia directa, inmediata y personal se carece de una fuente importante de conocimiento. «De lo que no se tiene experiencia es mejor no hablar», que diría L. Wittgenstein.

¿Qué aspectos son los que más resaltan en la experiencia religiosa? Destaco al menos estos tres:

La experiencia religiosa tiene un componente emocional y una dimensión afectiva. «La religiosidad es una experiencia emocional de lo sagrado, en el sentido de que lo sagrado, lo religioso, se valida si pasa el test de la experiencia personal, afectiva y emocional»39. De tal manera que «si la religión ha de significar alguna cosa definida, me parece que habríamos de asumirla como si significase esa dimensión emotiva añadida, ese temblor entusiasta de adhesión...; este tipo de fruición en lo absoluto y eterno es lo que encontramos solamente en la religión»40.

La experiencia religiosa, cuando de verdad es asumida e integrada en la persona, constituye un refuerzo de la identidad del sujeto y un estímulo para personalizar la fe; y a lo que normalmente lleva es a vivir esa fe de un modo activo y no meramente pasivo, como reconocía ya el cardenal Newman.

Al carácter de permanencia y duración propio de las experiencias, distinto del de las vivencias, más versátiles, se le suma además el de su pretensión de globalidad: la experiencia suele afectar a la totalidad de la persona; lo propio de la experiencia cristiana es que «abarca una pluralidad de dimensiones en las que la persona humana se realiza y manifiesta: razón, sentimiento, decisión, opción libre, acción en el mundo, relación interpersonal, con su asombrosa pluralidad de niveles, que comportan un largo itinerario y el paso por etapas sucesivas, y con su inagotable riqueza de aspectos: teologal, ético, cúltico, profético y hasta político»41.

¿A qué nos estimula y motiva ese realce de lo experiencial que vemos que se da en lo religioso? Pues, a mi modo de ver, a poner sumo interés y esfuerzo educativo en procurar que las vivencias religiosas de los jóvenes se vayan convirtiendo en experiencias; es decir, primero a provocar y a proporcionar esas vivencias a los jóvenes que no las han tenido o que han tenido muy pocas; y luego, a trabajarlas y a educarlas progresivamente en los ya iniciados, con el fin de que esas experiencias entren a formar parte de su vida y, llegado el momento, sean capaces de compartirlas y de narrarlas. Sin la asimilación de las experiencias decisivas que cualifican a un cristiano (encuentro con Cristo, docilidad a la Palabra, fidelidad al Espíritu, vocación al seguimiento, etc.), los jóvenes se quedarán en meros consumidores de vivencias religiosas. Y, junto a esto, la no menos importante labor de ayudarles a personalizar la fe y de favorecer que en la personalización de esa fe se vayan integrando, desarrollando y expresando también, en la justa medida, los valiosos e imprescindibles componentes emocionales y afectivos.



Una religión que, como alternativa al individualismo, ofrece lo comunitario fraterno

Por muchas redes comunicativas que hayamos establecido en nuestra sociedad, no hemos conseguido desterrar de ella el anonimato ni la soledad. Por mucho que hayamos difundido la cultura en nuestro mundo occidental, ésta sigue siendo profundamente individualista. Y por mucho que la religión se exteriorice a veces de forma masiva, no ha perdido por ello ese aire de subjetiva individuación que le ha insuflado el talante o estilo posmoderno. Echamos en falta relaciones más humanizadoras y vínculos que familiaricen a los hombres y mujeres entre sí con espíritu fraterno. De ahí que la religión en general, y el cristianismo en particular, estén llamados a ofrecer esos espacios de fraternidad, «esas “zonas verdes” donde la solidaridad y la fraternidad dialógica se encuentren en realizaciones comunitarias reales que constituyan el principio y el espejo de lo posible deseable»42. Así es como debería ser vivida y experimentada la Iglesia.

Lo que se espera de esas formas convivenciales de fraternidad, de esas comunidades de «talla humana», a las que miran con simpatía algunos de nuestros contemporáneos, y entre ellos los jóvenes, es que resulten significativas al menos en este doble aspecto:

  • En que se muestren como comunidades de acogida, abiertas, respetuosas de la igualdad fundamental de todos sus miembros dentro de la plural diversidad; comunidades donde las personas tengan rostro propio y ejerzan responsable y activamente la participación.

  • Y en que, evitando cualquier tentación egocéntrica, se distingan por ser más bien comunidades en un cierto sentido «ex-céntricas», de talante servicial y dispuestas siempre a la colaboración. No se olvide que «la fraternidad cristiana no tiene por fin crear un círculo esotérico con una finalidad propia, sino facilitar el servicio de la totalidad. La comunidad cristiana no está contra el todo, sino para el todo»43. Lo que no deja de sorprender y de inquietar a la vez es que dichas comunidades están llamadas a ser, pese a todo, «símbolo evocador y provocador del Reino» (J. M. Mardones).

¿Qué está en nuestras manos para impulsar la implantación y el crecimiento de esas comunidades fraternas? Por lo pronto, debemos darnos cuenta de que ya no se respira hoy día aquella euforia comunitaria que se suscitó a raíz del Concilio Vaticano II, razón por la que nuestras propuestas ya no tienen tampoco el mismo poder de convocatoria; pero esto no debe ser motivo suficiente para que bajemos la guardia o hagamos dejación de nuestra misión como educadores cristianos y de nuestro testimonio como religiosos en comunidad.

Es más, lo que tenemos que seguir haciendo ha de ser afianzarnos en el convencimiento de que el verdadero contrapeso a una religiosidad individualizada está precisamente en la vivencia comunitaria y compartida de la fe, por lo que debemos seguir insistiendo, en la formación cristiana que damos y en las catequesis que impartimos, en la «koinonía» o comunión (Hch 2,42), en la fraternidad (1 Pe 2,17; 5,9) y en la «ekklesía» (1 Cor 15,9; Gal 1,13; Hch 8,3), es decir, en esos valores que, según la tradición cristiana, inician progresivamente a la vida y experiencia de comunidad.

Claro que educar en estos tiempos para una vida comunitaria no va a ser tarea fácil, porque no está de moda y porque es como nadar a contracorriente del individualismo reinante, pero he aquí otra razón de más para seguir demostrando nuestra fe en el valor de lo utópico, de lo alternativo y también de lo profético.



Una religión que hace suya la causa de los pobres y de los excluidos

Una religión que no quiera abdicar de su carácter mesiánico y profético no podrá por menos que hacer frente a las situaciones de desigualdad y de injusticia que se generan en nuestra sociedad, porque «nada oculta tanto el rostro de Dios como la injusticia mundial y la catástrofe humana que provoca»44. De igual modo que una fe evangélica y cristiana no podrá nunca olvidarse de la perspectiva utópica y liberadora en que la sitúa el Reino de Dios. Ésta parece ser, por otro lado, una suerte de evolución que han experimentado últimamente las religiones, pues la mayor parte de ellas han pasado de ser religiones de explicación a ser religiones éticas, de ahí que la contribución que de ellas se espera tenga que ver con la ineludible tarea de «repensar la utopía y de redefinir la ética»: repensar la utopía desde la referencia al Reino de Dios y ubicar y situar la ética en el compromiso por la liberación de los oprimidos45.

En esta coyuntura la religión hará de revulsivo en medio de una sociedad marcada por intolerables desigualdades e injusticias:

Si ejerce su papel de reivindicación de los derechos de los pobres y si alza su voz de protesta contra los mecanismos del mercado neoliberal que amenaza no sólo la existencia sino la vida misma de los más indefensos. Defender esta causa será tanto como validar la credibilidad de Dios como Dios de la vida. Y será también el modo de abrir un camino a la esperanza46, porque «donde hay esperanza, hay religión» (E. Bloch).

Y si, practicando la «caridad política» y la «compasión solidaria efectiva», demuestra que ahí está el verdadero culto a Dios, en hacer del ser humano lo sagrado por excelencia, a través de cuyo rostro Dios nos sigue interpelando47, al tiempo que evidencia que la experiencia de Dios está inseparablemente ligada a la experiencia de amor al prójimo.

Sin duda que los educadores cristianos vivimos sensibilizados con las atrocidades que se generan en las guerras, con la tremenda desigualdad económica que causa hambre, miseria y desolación, con los sectores marginados y excluidos de nuestra sociedad, y nos sentimos interpelados por ello. Y es seguro también que con frecuencia participamos de la utopía de que «otro mundo es posible», sumándonos a sus gestos e iniciativas de reivindicación y de denuncia. Pero, ¿sabemos transmitir toda esa inquietud a los jóvenes con quienes nos relacionamos?; ¿estamos en grado de sensibilizarlos y de impulsarlos a un compromiso efectivo y solidario? Algunas realizaciones ya están sucediendo en este campo (pienso, por ejemplo, en la creación y animación de algunas ONG en el «Plan de educación en la justicia» que han puesto en marcha los distritos lasalianos de la ARLEP, en España, etc.), pero seguro que aún están pendientes y son posibles muchas más.



Una religión plurirreligiosa, ecuménica y universal

La globalización ha ido universalizando numerosos aspectos de la vida humana. Con su lado ventajoso en unos casos (mayor información, mejor conocimiento, movilidad más rápida, etc.) y con su parte desfavorable en otros (desigual utilización de medios y recursos, desequilibrio creciente entre pobres y ricos, etc.). Pese a esa ambigüedad, se va imponiendo una conciencia planetaria y un ensanchamiento de las relaciones e intercambios entre las personas de los distintos continentes. En el caso concreto de la Unión Europea, vemos que el entremezclarse de razas y culturas diferentes está dando origen a la multiculturalidad y que la presencia de diversas religiones en nuestros países lo que hace es poner de manifiesto una situación real de pluralismo religioso o de multirreligiosidad. Pluralismo que si bien algunos analistas de la sociedad atribuyen, de una parte, a la movilidad de las personas y al fenómeno de las migraciones, y, de otra, al influjo de las nuevas tendencias culturales, no por eso deja de tener su repercusión y su incidencia en las creencias. «Con el pluralismo no es que cambie lo que la gente cree, sino cómo lo cree y el modo de relacionarse las creencias entre sí» (P. L. Berger).

¿Qué revela esa situación de pluriconfesionalidad religiosa que se está dando en Europa y también en otras latitudes?:

Que lo propio de las religiones es tender a la universalidad, es decir, a ese «verdadero universalismo en el que se valore a cada cual como diferente y único, se dialogue con él y se le acepte de un modo real y solidario»48. Si esto se va logrando, previsiblemente estamos ya en vías de que se produzca el «encuentro de las religiones» y se vaya configurando así esa religión única que algunos auspician como «religión de la humanidad», cuya positiva y valiosa función consistiría en aportar a la humanidad un «ecumenismo de valores» (D. Hervieu-Léger), o lo que se denomina también una ética mundial, con valores de comprensión y respeto mutuo, de justicia, de paz, de solidaridad, asumidos por todos: el «Weltethos» sugerido por H. Küng49.

Y con el fin de irnos acercando cada vez más a ese ideal, lo que nosotros tendríamos que hacer mientras tanto es propiciar y practicar el conocimiento de las religiones entre sí, el diálogo interreligioso, el ejercicio de un verdadero ecumenismo, procurando evitar y dejar de lado las posturas tanto inclusistas o incluyentes como las exclusistas o excluyentes.

No es pequeño el desafío que la multirreligiosidad representa para nuestros centros educativos, para practicar en ellos una convivencia pacífica y respetuosa de las diferentes creencias y posturas religiosas y para educar a nuestros alumnos en el respeto y en la tolerancia. Favorecer el diálogo interreligioso e impulsar una verdadera sensibilización hacia el ecumenismo va a constituir, sin duda, uno de los principales quehaceres que tendremos que asumir como educadores religiosos. Dejar de hacer esto sería desatender y hacer oídos sordos a uno de los principales «signos» de nuestro tiempo (GS 4).



CONCLUSIÓN

Considerar y analizar la religión desde un triple ángulo de visión —en proceso, en acto y en prospectiva— nos ha dado la oportunidad, creo yo, primero, de caer en la cuenta de cómo la religión ha evolucionado y se ha transformado en las últimas décadas; segundo, de advertir la aparición de formas y modalidades religiosas recientes con las que parece que los jóvenes están en sintonía o por las que se sienten atraídos; y tercero, de vislumbrar, aunque no sea más que a modo de intuición o previsión, cómo será o hacia dónde se encaminará la religión en el futuro.

Ahora bien, ¿es todo esto una respuesta a la cuestión que nos había sido planteada de si es probable o más bien utópico el retorno de la religión? Respuesta taxativa, desde luego que no lo es; en cambio, una respuesta en cierto modo deductiva creo que sí es posible hallarla en todo lo que he venido exponiendo. Si he mostrado que existen nuevas tendencias y nuevas expresiones religiosas a las que se adhieren los jóvenes y si he descrito algunas de sus características, cabe deducir lógicamente que la religión sigue viva y sigue estando presente.

Me gustaría añadir incluso que se trata de una respuesta matizada y que conviene precisar. Precisar lo siguiente: que, en lo que al retorno de la religión se refiere, no es lo mismo hablar de religión instituida que de religión entendida como experiencia espiritual.

Los datos ofrecidos y las opiniones de autores relevantes expuestas apuntan claramente a que la religión instituida, la que se presenta como un cuerpo de creencias regladas y de prácticas reguladas, no sólo no tiene visos o probabilidades de volver sino que, según todos los indicios, va a ir decreciendo progresivamente, al menos en número de adeptos, y va a ir debilitándose cada vez más. Por el contrario, la religión que trata de favorecer la vivencia religiosa y de impulsar la experiencia espiritual, la que se cuida de dar sentido a la vida desde unos comportamientos éticos y desde unos valores universales de justicia e igualdad, de solidaridad y de fraternidad, ésa sí que va a tener, a juicio de los que conocen bien el dinamismo de lo religioso, muchas posibilidades no sólo de pervivir y persistir sino también de progresar.

¿Será éste un pronóstico esperanzador para nuestra labor de educadores y una «buena noticia» que podamos compartir con las generaciones jóvenes? El tiempo lo dirá, pero entre tanto confiemos y esperemos que así sea.







El educador general de la sociedad: la televisión como institución simbólica

J. M. Mardones50



La religión ha sido considerada el donador de sentido general por excelencia. A la religión le correspondía proporcionar esa visión del mundo y de la realidad, de la existencia y de la vida, que guiaba, estimulaba, aplacaba las vidas personales y colectivas. Hoy día emerge una institución que cada día tiene más y más influencia en los individuos y la sociedad. Es la televisión. También desde la televisión se proporciona entretenimiento, información y excitación a millones de ciudadanos. Genera un sentido flotante y, a menudo, orientación y guía de manera perentoria. La «institución televisión» está llegando a ser el educador general de la cultura laica.

Conviene detenerse brevemente y ver cómo ejerce esta función la nueva institución de la educación social. Este nuevo lazo de vinculación social y simbólica en las sociedades modernas privilegia el uniformismo estandarizado. Se trata de ofrecer contenidos que sean digeribles para millones de telespectadores. Aceptados y asimilados. Por esta razón hay que lograr raciones de entretenimiento y sentido que alcancen a la media dominante. Con este criterio, presionado por el mercado, el tiempo, el rating, en definitiva el dinero, se trata de ofrecer un alimento cultural predigerido.

En la televisión, los debates, por tanto, son del tipo de fast food cultural: se trata de decir de forma rápida, evitando el razonamiento concatenado, en frases fáciles, brillantes y provocativas, las claves tanto del conflicto de Iraq o Palestina como de la violencia juvenil o del aumento del aborto. Al final se producen una serie de paradojas en nuestra sociedad televisiva: no solo la televisión exige un pensador rápido (fast thinker), sino que genera hábitos en la producción cultural que se asemejen a los de la televisión, para, finalmente, descubrir que la propia producción televisiva está más sometida que cualquier otro medio a la tiranía de los índices de audiencia.

La televisión privilegia, cada vez más, lo emocional. Sea en los programas del corazón, donde el chismorreo se alía con los presuntos ataques o defensas emocionales hasta la náusea, como a propósito de informaciones sobre acontecimientos dolientes o sangrientos, domina la sensación. Prima el golpe visual que toque la fibra sensible y, de fondo, se recurre a una moral primaria, salvaje, hecha de indignación y rechazo colectivo. No se facilita la comprensión de los fenómenos, del porqué de las reacciones, incluso mortíferas o terroristas. El detalle, la cercanía del espectáculo sangriento, lo emotivo, se traga la reflexión y hasta la misma realidad que se está presentando. Nos quedamos presos de la reacción emotiva.

Nos alejamos de este modo del espíritu crítico, de la reflexión, del «libre examen» que exige tiempo y demora, y nos acercamos hacia formas de pensamiento único. Un estilo de planteamiento, acaso de pensamiento, hecho de imágenes y de palabras que golpeen como martillos. Vale más el impacto que la invitación a la consideración matizada o la comprensión.

Estamos ante un tema que afecta a la democracia. P. Bourdieu ya llamaba la atención sobre no confundir los índices de audiencia con una especie de sufragio universal. Seria tanto como estar equiparando la sanción del mercado con la verdadera opinión pública. En nombre precisamente de la democracia hay que defenderse de los sondeos de opinión, sobre los que pesa la demagogia política, y de los índices de audiencia, sobre los que pesan todas las imposiciones del mercado.

No es exagerado el juicio que viene a la mente: una institución que está inyectando sobre los ojos, el cerebro y la sensibilidad de los españoles durante veintiuna horas semanales de media, contenidos niveladores, formas de pensamiento filtrado y de conmoción emocional, alguna influencia tendrán sobre la población. Ya sabemos que hay que desechar la idea de una suerte de droga dura inyectada en vena. La televisión se recibe y afecta a través de filtros personales, de grupo, de intereses, de cosmovisión, etc. Pero no hay que descartar una cierta erosión de dichos filtros ante le persistencia del mensaje. Hay quienes, como J. Baubérot, presienten una suerte de configuración de un «extremo centro» que se presenta con rasgos de un nuevo totalitarismo. Una especie de destrucción de la libertad por medio, no de la supresión política o violenta de la libertad de conciencia, sino de una destrucción social de las conciencias por medio de la mediocridad generalizada.

La sociedad moderna se caracteriza, desde el punto de vista del sentido último, por haber descentrado a la religión e introducir una variedad de alternativas. En este pluralismo de visiones y esfuerzos, de «teología sustituta», como lo llama G. Steiner, no estamos ante construcciones racionales sofisticadas, como puede ser el marxismo, el freudismo o la antropología estructural; nos encontramos ante un conglomerado de ofertas que entretienen, ocupan y despreocupan frecuentemente. La vía actual de la formación del sentido es la del «consumo indefinido de sensaciones» frente a la seriedad que solicitaba B. Pascal. La despreocupación como sentido; dejar que la vida te la vivan en el discurrir frenético de la oferta y consumo de sensaciones.






La cultura líquida. La necesidad de ahondar en la realidad51

J. M. Mardones

La cultura es la dimensión con sentido de la sociedad o mundo del hombre. La cultura nos proporciona a los humanos una vida orientada, con referencia y significado. Como la misma sociedad, la cultura es algo abierto y cambiante. Es una tarea permanente. Ante las nuevas situaciones, ante los cambios personales, el ser humano tiene que reapropiarse el sentido: continuamente tratamos de dar sentido a la vida personal y colectiva. Comprendemos así que el ser humano sea un ser cultural por antonomasia, creador de signos y significados complejos. Ser humano es equivalente a ser creador de cultura, pero en un grado relevante y significativo para uno mismo y los demás, no es tarea de todo el mundo.

La tarea educativa se inserta, primordialmente dirán muchos, en la red de transmisión de la cultura. Educar equivale a dotar al educando de la capacidad y herramientas para continuar el proceso acumulativo de las generaciones anteriores; equivale a dar sentido y posibilitar la creatividad cultural de las nuevas generaciones. Proceso interminable y permanente.

Hoy vivimos en una especie de niebla, no está claro el futuro hacia donde caminar. Entendemos que la cultura haya sido definida por Santayana como un cuchillo hendiendo el futuro. La cultura es la brújula orientadora o los focos antiniebla que nos indican los pasos actuales hacia el mañana. En este tiempo de incertidumbre, lo que más necesita la sociedad es activar las energías creadoras de significado y sentido. Algunos quisieran vivir en el descubrimiento permanente, en el inicio continuo. Un relativismo gelatinoso donde casi todo es igual y da igual. Es la modernidad líquida de que habla Z. Bauman. Pero no se empieza nunca de cero. Siempre está el acervo de la tradición, de lo heredado. Caminamos a hombros de gigantes, como dijo R. Bacon. Ahora bien, necesitamos reactualizar permanentemente la herencia de sentido recibida para que sea realmente eficaz. ¿Qué fuerzas hemos de recrear hoy para vivir más humanamente? ¿Qué saberes hay que recordar, transmitir, divulgar en nuestra sociedad para proporcionar orientación y sentido?

La sociedad de esta modernidad tardía —a juicio de muchos analistas— está experimentando una ruptura entre el mundo tecno-científico o funcional y el mundo intersubjetivo y de las relaciones humanas donde se fragua el sentido. Quizá sea esta la escisión fundamental de nuestro mundo y, por consiguiente, una de las tareas que están desafiando a los espíritus y a los que quieran colaborar en su superación. ¿Cómo se puede acercar el mundo tecno-científico y económico hacia el lado humanista? ¿Cómo proporcionar a los futuros hombres de la ciencia y del mercado la sensibilidad para que nunca se les olvide que todo su saber y poder es para el bien del hombre y de la humanidad. La economía, como recuerda J. Stiglitz, no está enfrentada con la compasión ni con la solidaridad.

Estamos en una época poshumanista, repite G. Steiner. Está claro que las viejas humanidades han quedado desbordadas

La ciencia dice mucho sobre el hombre. El humanismo del futuro no se puede desentender de la ciencia. ¿Cómo colaborar a unnuevo humanismo» que integre ciencia, técnica y sentido humano?

El sentido se nos ha trasmitido ex auditu, a través de la palabra y del oído. Hoy la palabra declina ante el poder de la imagen. La sociedad de la información nos transmite la impresión de que todo es transparente, visible, mostrable, y la realidad es que tanto exceso de imagen y claridad nos deja ciegos. Se nos escapa la interioridad del ser humano y de la realidad. No hay antenas capaces de captar lo ausente, el misterio de lo indecible, desde el amor y la esperanza hasta el vislumbre de lo divino. Y, sin sentido del misterio, el sentido mismo se esfuma. ¿Cómo iniciar hoy a la profundidad de la realidad, a la escucha del interior, al exceso que habita en el otro y el Otro?

La cultura que no sea ciega tiene que tener los ojos abiertos a la barbarie que produce siempre toda civilización. De ahí que a la cultura le pertenezca necesariamente un momento crítico. Tiene que mirar, como el Ángel de la Historia, hacia las ruinas y las víctimas que va dejando la marcha hacia delante, llámese Progreso, Modernidad, Globalización o de cualquier otra manera. ¿Hacia dónde hay que mirar en estos días para ver la inhumanidad que rodea a nuestro presunto progreso?

La cultura como tarea educativa es una fuente de interrogantes permanente, un incentivo para el educador, que tiene los ojos despiertos y avizora el aire que soplará mañana.

CONFERENCIA: P. Pedro Arrupe,

profeta de la renovación conciliar52


Peter-Hans Kolvenbach SJ


Deseo que mis primeras palabras sean para expresarles a todos Ustedes mi más profundo agradecimiento por su presencia y participación en este ciclo de conferencias que conmemora el nacimiento, en esta villa de Bilbao, del recordado Padre Pedro Arrupe Gondra, hace exactamente un siglo. Agradezco en particular a la Universidad de Deusto por su acogida y a los organizadores de este acto por su feliz iniciativa.

El título de esta conferencia es “La figura y el mensaje del P. Pedro Arrupe”, pero antes de entrar en materia debo hacerles una confesión. En cuanto su sucesor como superior general de la Compañía de Jesús, mis encuentros personales con él fueron, por desgracia, más bien raros. Yo vivía en el Próximo Oriente, cuya situación explosiva es conocida por todos, y durante la larga guerra civil del Líbano los contactos con Roma eran más bien difíciles y esporádicos. Cuando, por fin, pude visitar al Padre Arrupe todos los días, pues los dos vivíamos en la Curia General, su grave enfermedad hacía casi imposible una auténtica conversación, dada su incapacidad de expresión, aun cuando tuviera ciertamente tantos consejos que darme. Con todo, aunque estuviera limitada su capacidad de expresarse, quedaba el testimonio de lo que había hablado por todo el mundo. Y este testimonio nos presenta al Padre Arrupe como un testigo fiel del Concilio Vaticano II. Algunos lo llamarán “el hombre de la utopía”, otros se referirán a él como “un místico y un profeta para nuestro siglo”, otros, por fin, lo reconocerán como aquel que ha hecho tantas cosas nuevas, en nombre del Señor que nos dice, en el libro del Apocalipsis (Ap 21,5): “Mira, renuevo el universo”. Éste es el aspecto característico de la figura y mensaje del Padre Pedro Arrupe que quisiera destacar en el día de hoy.

El 22 de mayo de 1965, el Padre Pedro Arrupe fue elegido Prepósito General de la Compañía de Jesús. Antes de este momento se había enfrentado a muchas sorpresas, a grandes cambios y profundas novedades en su vida. Un “golpe de la gracia” en Lourdes hará cambiar su prometedora carrera como médico por la vida de jesuita, dejándose guiar en su camino hacia Dios por su compatriota vasco Ignacio de Loyola. Los avatares de la política nacional le convierten en exiliado, condenado a una experiencia internacional en el desafío de aprender nuevas lenguas y afrontar varios cambios culturales en Europa y los Estados Unidos.

Todos estos desarraigos, no apagan en él el deseo de seguir la huella de otro compatriota suyo, Francisco Javier. Estas separaciones no agotan su deseo de anunciar la buena noticia del Señor en Japón, que dotado de una cultura religiosa perfecta, parece no tener necesidad de ninguna buena noticia que venga de fuera. En “Este Japón increíble” experimentará la novedad del aislamiento durante un mes en una celda de la prisión en Yamaguchi, acusado de espionaje. Llegará a decir que esta experiencia inesperada fue un golpe de gracia, pues en soledad con el único Señor vivió “el mes más instructivo de mi vida”.

Otra novedad vivida en Japón será la moderna invención del horror humano que se llama la bomba atómica de Hiroshima. Cuando al día siguiente del cataclismo celebra la Sagrada Eucaristía ante tantos cuerpos que yacen en el suelo, el Padre Arrupe queda como paralizado cuando ante tanto sufrimiento cruel ha de decir “Dominus vobiscum”. Sin embargo, contra toda apariencia, el Señor está con vosotros.

Unos treinta años más tarde, cuando el Padre Arrupe visitó el Líbano y yo le enseñaba las ruinas del centro de la ciudad de Beyrut, le dije que tras una terrible noche de bombardeos destructivos, a la mañana siguiente los pájaros cantaban desde los árboles. Él me respondió que también en Hiroshima el Señor de la Vida no permitió que la increíble potencia de la muerte dijera la última palabra. Como dice el Cantar de los Cantares, “Es fuerte el amor como la muerte. Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor ni los ríos anegarlo.” (Cantar 8, 6-7).

Todavía en el Japón, vive otra novedad cuando es nombrado responsable de un grupo importante de jesuitas, de origen internacional. El Padre Arrupe anima a estos apóstoles a abandonar con generosidad las maneras occidentales de orar, de vivir y de trabajar, para, siguiendo al apóstol Pablo, hacerse todo a todos. Este reto pretendía que los japoneses pudieran reconocer en el rostro de Cristo y de su Iglesia, los rasgos japoneses de su ancestral deseo religioso. Tal fidelidad a este modo de acercamiento nuevo del apóstol Pablo suscitaba en unos el entusiasmo apostólico, pero despertaba en otros una resistencia de principio.

Este es el modo como el Señor había ido preparando al Padre Arrupe para guiar a la Compañía en la novedad que el Espíritu había inspirado en la Iglesia del Vaticano II, en el mundo y para el mundo. Al dirigirse a los jesuitas de Roma el 11 de marzo de 1967, el Padre Arrupe subraya que la Congregación General 31 -que le eligió General- es como una semilla y una exigencia de vida nueva que compromete nuestra responsabilidad ante Dios y ante la Historia. Terrible responsabilidad ante la historia, pero, sobre todo y más aún, grave responsabilidad ante Jesucristo. El nos ha elegido no por nuestros méritos, ni en razón de nuestros gustos, sino según el beneplácito de su voluntad. De este modo, nuestra misión en la Iglesia, aunque limitada y modesta, queda confiada a nuestra responsabilidad personal y comunitaria para que vivificados y reunidos en su Espíritu, nos encaminemos hacia la consumación de la historia humana que corresponde plenamente a su designio de Amor.

Esta conclusión, que asume plenamente en Dios la realidad de una Iglesia que cambia y la exigencia de descubrir aproximaciones nuevas para responder a las necesidades nacientes de la Iglesia y del mundo, no elimina los esfuerzos, las conmociones y los sacrificios que comportan todos estos cambios y acomodaciones.

El Padre Arrupe es realista: se nos exigirá más que a los jesuitas del tiempo de San Ignacio. Apenas finalizado el Concilio pide no dejarse impresionar por declaraciones como “se ha cambiado la Compañía”, o bien aquella otra, más cruel por la referencia personal, “lo que Ignacio, un vasco, ha construido, otro vasco lo va a destruir”. Previendo reacciones de este tipo, el Padre Arrupe al final de la Congregación confiesa que él deseaba comprometerse en total y plena fidelidad al Concilio Vaticano II. Un “optimismo realista, lleno de confianza en el Espíritu Santo que guía a la Iglesia y a la Compañía. No se trata de mantener un recuerdo nostálgico del tiempo pasado, ni un resentimiento o descontento por los cambios difíciles que probamos en el interior de la Compañía o fuera de ella”. Siempre respetuoso de la reacción de la otra persona a los principios y a las concretizaciones de todo “aggiornamento”, el Padre Arrupe afirma que “si bien no se puede exigir de todos el mismo grado de optimismo, sí se nos impone a todos al menos la exigencia de no admitir jamás el pesimismo”, pues la novedad del Concilio es un don de Dios que merece nuestra fidelidad total.

Este espíritu y este mensaje del Padre Arrupe se hacían sentir en detalles concretos de la vida de los jesuitas y, dado el grado de nerviosismo de este tiempo post-conciliar, cualquier hecho banal podía desencadenar auténticas tempestades. Así sucedió, por ejemplo, durante su primera visita a los jesuitas de París, apenas un año después del Concilio. En esta época, yo era estudiante de lingüística en la Sorbona y era la primera ocasión en la que pude verlo verdaderamente tal y como quisieron los primeros jesuitas que fuera el “superior general”. Es decir, como “uno entre nosotros”: acogedor y dialogante, sin formalidades de protocolo, sin búsqueda de un culto de la personalidad. El Provincial de París, con el deseo de quedar bien, había impuesto a sus compañeros la sotana, o por lo menos el traje clerical con la camisa de cuello romano. Tal era la disciplina de ese tiempo. Solamente dos jóvenes jesuitas, que provenían del norte de Europa, rompieron la uniformidad del conjunto, pues estaban vestidos de traje y corbata. El provincial en vano trataba de alejarlos o de esconderlos detrás de los demás jesuitas vestidos “como Dios manda”. Para mayor embarazo del Provincial, casualmente fueron de los primeros en saludar a su Superior General que se entretuvo gustosamente con ellos conversando sobre la Compañía de Jesús en el norte de Europa y que él conocía tan bien por los años de su exilio. El incidente, como se pueden imaginar, no pasó desapercibido y dio pie a comentarios bien diversos.

Sucedió algo parecido al día siguiente. Dadas mis obligaciones en la Universidad, yo no pude participar en el encuentro de los jesuitas de París con el Padre Arrupe, pero por la noche en la comunidad se expresaron claramente las distintas reacciones. Mientras unos mostraban reacciones entusiastas, otros profirieron palabras de indignación pues el Padre Arrupe en su discurso había quebrantado santas costumbres, había sacudido posiciones adquiridas tras largos años al colocar a cada uno de sus auditores, de forma personal, con la novedad del Espíritu que de una forma nueva ha irrumpido en nuestra historia. En consecuencia, no es suficiente una conducta impecable, una fidelidad minuciosa y formal al reglamento y al horario (ni siquiera al más tradicional y sagrado), ni basta una observancia perfecta a cualquier punto de vista para ser un auténtico compañero de Jesús. Ante todo, es necesario una adhesión sin reservas a esta novedad cristiana a la que el Espíritu urge a la Iglesia a través de una disponibilidad apostólica a toda prueba, iluminada por un discernimiento orante en la escucha de los “signos de los tiempos”.

Esto era lo que decía el Padre Arrupe a los jesuitas de París, como lo hará más tarde por todo el mundo, provocando en consecuencia una auténtica conmoción en la espiritualidad y en la misión de la Compañía, sin ahorrar ningún detalle de la vida de todos los días.

Cuando unos diez años más tarde, el Padre Arrupe hace balance de esta situación, comienza en primer lugar a renovar su fe en la gracia del Concilio. Mantenía un optimismo realista, que algunos han atribuido a una ingenuidad personal que le impedía ver la realidad desastrosa de la Iglesia post-conciliar. Sin embargo, sus múltiples contactos y su numerosa correspondencia le hablaban sin cesar de dimisiones y de salidas, de situaciones conflictivas en el interior de la Iglesia y de la Compañía, de peligrosos malentendidos sobre la renovación en marcha y de divergencias sobre lo esencial de nuestra fe, poniendo a su vez en cuestión casi todo lo que había sido tan querido para la Iglesia antes del Concilio. El Padre Arrupe, con todo, no negaba esta realidad, pero rechazaba reconocer en ella toda la verdad.

Efectivamente, aplicando la bien conocida ley de Zipf que afirma que una buena noticia no es noticia y que únicamente una mala noticia merece el nombre de noticia, todo el material negativo que se refiere al post-concilio recibía amplia publicación en los periódicos, revistas y reportajes televisivos, alimentando de este modo un pesimismo que incluso alcanzaba a las más altas esferas del Vaticano. A pesar de este cuadro tan negro, el Padre Arrupe no dejaba nunca salir de sus labios una palabra que no fuera de confianza y de esperanza, de ánimo y de fe en el empuje del Espíritu de Dios que renueva la faz de este mundo a través de su Iglesia, a través de los que han sido enviados a anunciar la buena noticia. Esta esperanza que no cae de ninguna manera en la noche oscura de nuestra historia, se encontraba como sintetizada en un proverbio que el Padre Arrupe repetía con frecuencia, y que el Santo Padre Benedicto XVI ha repetido este verano cuando hablaba a un grupo de sacerdotes sobre el tiempo post-conciliar: “si cae un árbol, hace mucho ruido, pero si mil flores se abren, sucede en el mayor de los silencios”.

Toda esta publicidad unilateral y tendenciosa sobre la novedad del concilio era un mal menor comparada con una dificultad más fundamental. El Padre Arrupe nos recordaba con frecuencia que con respecto a las gracias y logros del Concilio Vaticano II, nos comportamos con gusto como advenedizos, como nuevos ricos que hacen ostentación de las riquezas recibidas para hacerse ver y admirar, olvidando sin embargo, que todos estos nuevos tesoros recibidos implican responsabilidades nuevas para con los demás. Tenemos el gran peligro de presumir de las conquistas del Concilio como son el “aggiornamento” y la nueva presencia de la Iglesia en el mundo, la libertad religiosa de conciencia y la responsabilidad de los fieles en la Iglesia, el diálogo interreligioso y la opción preferencial por los pobres, el compromiso por el desarrollo humano y el redescubrimiento de la Escritura y de la liturgia. Estos son valores innegables del Concilio, pero para que sean fruto del Espíritu suponen una verdadera conversión de nuestro corazón. De lo contrario, tales conquistas no producirían más que acomodaciones superficiales o se transformarían en concesiones al oportunismo, cediendo a las presiones de la moda o a las corrientes llamadas modernas.

Una irrupción del Espíritu en la vida de la Iglesia puede ser fácilmente deformada e impedida por el hombre. Como lo decía el Padre Arrupe, “somos extraordinariamente inventivos a la hora de encontrar modos de cortar el paso a la acción del Espíritu, y, en consecuencia, el evangelio se convierte en letra muerta. Estoy profundamente convencido de una cosa: sin una profunda conversión personal, no estaremos en condiciones de responder a los desafíos que nos lanza el hoy. Antes al contrario, si lográramos derribar las barreras que se levantan en nosotros mismos, experimentaremos de nuevo la irrupción de Dios y aprenderemos lo que significa ser cristianos hoy.”

La actitud del Padre Arrupe con respecto a la novedad del concilio presenta otros rasgos. Mientras en la época post-conciliar todos debían ser fatalmente clasificados como conservadores o progresistas, son muchos los que han señalado que el Padre Arrupe no se dejaba clasificar, pues se encontraba en otra situación. Y esta situación no es, de ninguna forma, una especie de compromiso entre la postura de los integristas fanáticos de la pureza de un sistema, que se ha de mantener a cualquier precio, y la actitud de aquellos partidarios de una apertura incondicionada, con el riesgo de innovar con una radicalidad tal que no deja sino vacíos y ruinas. Para el Padre Arrupe, la novedad no era ni de derechas ni de izquierdas; no se encuentra ni en el mantenimiento del pasado, ni en la obsesión del presente, sino en el porvenir, según la fe profesada por San Ireneo de Lyon: “Sabed que [Cristo] aportó consigo toda la novedad que había sido anunciada. Esto es precisamente lo que tiempo atrás estaba anunciado: que la Novedad habría de venir para renovar y dar vida al ser humano.” (Adv, Haer, IV, 34,1).

A la luz de Aquél que ha de venir como nuestro futuro, en la convocatoria del Concilio, su Santidad Juan XXIII apuntaba no solamente a una especie de “sabia modernización de la Iglesia”, sino a su renovación en la novedad de Cristo. Así pues, tratando de ser fiel a esta orientación, el Padre Arrupe urgía a sus compañeros a “hacer un coloquio”, un encuentro de persona a persona con Aquel que ha de venir, el Cristo, “el modelo jamás pasado de moda y la fuente de toda nueva inspiración”. El, que es la novedad, hace nuevos todos los componentes de nuestro ser y de nuestra acción apostólica, tanto de hoy como de ayer. Hace revivir nuestra fidelidad y nuestra audacia, nuestra espiritualidad en acción y nuestra presencia en el mundo.

De esta oración que mira a Cristo como nuestro futuro, el Padre Arrupe sacaba como conclusión práctica que habrá cambios que no son ni capitulaciones ni derrotas, sino una necesidad y un verdadero progreso. En esta búsqueda de formas nuevas se pueden cometer errores, en parte debido al hecho de que los cambios a veces han de ejecutarse según puntos de referencia que a su vez están en movimiento; y en parte porque están en juego valores de signo diferente que es necesario tener en cuenta con equilibrio. Con todo, sería todavía un error mayor no intentar esta búsqueda. Toda esta renovación es tan delicada porque la uniformidad que en otro tiempo era más accesible y se podía imponer a priori, hoy resulta impracticable en un mundo caracterizado en su mayor parte por la entrada en acción de nuevos países, por la relación con nuevas culturas y por la descristianización creciente de países que habían sido tradicionalmente evangelizadores.

En este camino hacia la renovación, el Padre Arrupe ha podido ayudar a tantas personas, a tanta gente, puesto que él mismo ha tenido que seguir este camino que se le presentaba como un verdadero éxodo. Se trata, según sus palabras cuando es elegido superior general de la Compañía, de un éxodo radical lleno de incertidumbres y de responsabilidades; un éxodo que implicaba el abandono de todo un conjunto de actitudes, de concepciones, de prioridades. De todo ello, según el espíritu del Concilio, era necesario desprenderse para adoptar otras actitudes a precisar, a clarificar y a definir. Se trataba de salir de un mundo lleno de seguridades afirmadas, heredadas de la tradición secular de la Iglesia y de la Compañía, para entrar en otro mundo aún “in fieri”, desconocido para nosotros, pero al que Dios nos llamaba por la voz del Concilio, del Santo Padre, de las Congregaciones Generales.

Este camino comportaba numerosos túneles y nuevos desafíos, pero también innumerables esperanzas y posibilidades pues era, y lo es siempre para nosotros, el camino de Dios “que hace todas las cosas nuevas en su Hijo Jesús, la novedad.” Se trata del testimonio pronunciado por el mismo Padre Arrupe, el 15 de enero de 1977, con ocasión de los 50 años de su entrada en la Compañía de Jesús.

Esta homilía, pronunciada cerca de la tumba de San Ignacio, nos recuerda también que este vasco del siglo dieciséis fue un inventor que ha abierto tantas nuevas vías, ha impulsado un nuevo espíritu misionero en el mundo y ha iniciado una nueva forma de vida consagrada a imagen de los apóstoles. A su vez, en los Ejercicios Espirituales San Ignacio ha abierto la contemplación de los misterios de la vida de Cristo a las elecciones que el Señor ha hecho en nuestro favor para que de este modo nuestra vida se vaya conformando a la suya. En consecuencia, difícilmente se puede uno decir ignaciano si no recorre esta vía de la novedad.

Como ven, no tiene nada de extraño que el Padre Arrupe, fiel al espíritu del Vaticano II, avanzara sobre esta línea trazada ya por San Ignacio, consciente de que se trataba de una línea de cumbres, en cuyo recorrido pueden producirse caídas y accidentes de camino. Caminar siguiendo esta línea de cumbres para construir lo nuevo en nombre del Señor exige valor y prudencia. En este esfuerzo por introducir la novedad del Concilio, el Padre Arrupe hacía suyo lo que Su Santidad Juan Pablo II solicitaba a los profesores jesuitas de la Universidad Gregoriana de Roma: “Sabed ser día a día creativos, sin contentaros fácilmente de lo que ha sido útil en el pasado. Tened el ánimo de explorar nuevos caminos, aunque con prudencia”. Esta consigna del Santo Padre era muy adecuada, pues el post-Concilio comportaba para la Iglesia, y en particular para la Compañía de Jesús, peligros no ilusorios. Esto es, una especie de complacencia en no contemplar, en no volver a decir las maravillosas novedades del Concilio, a no ponerlas en práctica como consecuencia de una especie de miedo a comprometerse en un camino nuevo sin saber con anterioridad hacia dónde nos lleva y conduce. En ocasiones el Padre Arrupe se lamenta que también los jesuitas fallan en el intento: los mayores por sentirse tentados huyendo de la novedad, los más jóvenes por dejarse llevar por una precipitación inconsciente.

Sin embargo, esta resistencia pasiva que encuentra entre sus hermanos jesuitas al deseo de los Vicarios de Cristo en la tierra, de “poner en práctica la novedad del Concilio”, no desanima de ninguna manera al Padre Arrupe en su proyecto de mostrar las puertas que el Espíritu Santo ha abierto y que ya nadie podrá cerrar. Siguiendo el impulso del Concilio, y a su luz, quedaban muchas tareas por cumplir, con frecuencia sobre terrenos sin rutas marcadas, sin contar con mapas en los que aparezcan claramente los caminos a seguir. Tal y como lo repetía el papa Juan Pablo II, era necesario ir hacia delante, pero con prudencia.

Los pareceres sobre la interpretación de este consejo papal no concuerdan y el alcance de esta prudencia tampoco consigue la unanimidad. ¿Será acaso necesario en esta línea de cumbres medir los pasos, ralentizar o incluso echar marcha atrás? Apoyado en la experiencia de San Ignacio, el Padre Arrupe confía la prudencia al discernimiento orante: delante de Dios, en el Señor, la verdad toda entera es escrutada para leer lo que Dios quiere cumplir con nosotros. Se trata, como pueden comprobar, de una verdadera aproximación “holística”, que no se detiene en aspectos parciales o particulares de la realidad, y que tampoco se deja hipnotizar por las ideologías o corrientes al uso. No sigue ideas fijas y petrificadas, sino que selecciona de la larga historia de Dios con nosotros, de lo antiguo y de lo nuevo, lo necesario para construir la ciudad de Dios con los hombres, una tierra nueva y un cielo nuevo.

Esta apertura orante es la que caracteriza la prudencia del Padre Arrupe. En su forma de poner en práctica la novedad del Concilio, reconoce que el Espíritu nunca nos fuerza a volver hacia atrás, sino que, antes al contrario, nos alienta hacia una incesante búsqueda de la vía de Cristo. Así pues, alentados por el Espíritu, hemos de sopesar lo que hacemos para ver si, con el Señor, es lo que se podría hacer o se debería hacer. El Padre Arrupe subraya que coleccionar o interpretar los hechos es esencial, como también analizar las tendencias, pero no se trata todavía de un verdadero discernimiento. El auténtico discernimiento consiste en escrutar los signos de los tiempos y en interpretarlos a la luz del evangelio por medio de la oración sobre la realidad humana.

Está contento de ver que esta tarea delicada y ardua exige una constante transformación interior, una verdadera meta-noia o conversión al Cristo crucificado y, por otra parte, implica para nosotros una liberación de todo lo que puede turbar nuestro juicio u ocupar inútilmente nuestro corazón. De este modo se podrá permanecer constantemente a la escucha y disposición del Espíritu.

Gracias a este discernimiento orante, practicado en la Iglesia, con la Iglesia y por la Iglesia, el Padre Arrupe vive el “aggiornamento” del Concilio con intensidad. Tras la letra de múltiples documentos conciliares, reconoce la revelación del Espíritu que lo hace todo nuevo. En las fórmulas y expresiones de la letra percibe la nueva fe, expresión de la tradición viva y de la pasión por la unidad de toda la humanidad en su Señor. Aunque el cambio que actúa después del Concilio ha sido a veces demasiado rápido y desconcertante, y tiende a detenerse, el Padre Arrupe desea que el “aggiornamento” continúe, aunque solo sea por el simple hecho de que nuestro mundo cambia y evoluciona, obligando a la Iglesia a ofrecer nuevas respuestas ante nuevas necesidades. Si estas respuestas llevan ahora nombres bien conocidos como diálogo e inculturación, espiritualidad e Iglesia de los laicos, desarrollo y paz, la promoción de la justicia en el mundo a través de una neta y clara opción preferencial por los pobres, podemos decir que todas estas respuestas han tenido un lugar privilegiado en el “aggiornamento” según el Padre Arrupe.

También aquí se ha revelado toda la resistencia contra la puesta en práctica del Concilio, a pesar de toda la prudencia solicitada por el llorado Santo Padre Juan Pablo II. Si deseamos trabajar por la justicia de una forma seria y hasta sus últimas consecuencias, la cruz aparecerá de forma inmediata en nuestro horizonte. Si somos fieles a nuestro carisma sacerdotal y religioso, aun cuando actuemos con prudencia, veremos levantarse contra nosotros a aquellos que en la sociedad industrial de hoy practican la injusticia, a aquellos que por otra parte son considerados como excelentes cristianos y que quizá hayan podido ser nuestros bienhechores, nuestros amigos e incluso miembros de nuestras familias: nos acusarán de marxismo y de subversión. Nos apartarán su amistad y con ello retirarán su antigua confianza y su apoyo económico. ¿Estamos dispuestos a asumir esta responsabilidad de entrar en el camino de una cruz más pesada, a llevar las incomprensiones de las autoridades civiles y eclesiásticas y de nuestros mejores amigos? ¿Estamos nosotros mismos dispuestos a ofrecer un verdadero testimonio en nuestra vida, en nuestros trabajos, en nuestro estilo de vida?

Para el Padre Arrupe, este planteamiento era una consecuencia lógica de la novedad que supone para la Iglesia su ley fundamental, el mandamiento nuevo del amor, “amaos los unos a los otros como yo, Jesús, os he amado y así conocerán que sois mis discípulos” (Juan 13, 34). ¿Era previsible, y hasta cierto punto rutinaria, la indignación que ha suscitado tal planteamiento? El mandamiento nuevo del amor nos invita siempre a dar el primer paso para la reconciliación, a saludar fraternamente a los que no nos saludan, a amar no solamente a los que nos son prójimos, sino también a los que se alejan de nosotros -amigos y enemigos-. Aún más, en nuestra caridad cristiana no hemos de contentarnos con dar de nuestras cosas, sino darnos a nosotros mismos, nuestra vida, y ser así a imagen del Señor una persona al servicio de los demás.

Es claro que todo nuestro egoísmo reacciona con fuerza contra este mandamiento nuevo, aun cuando no hayamos hablado para nada de la injusticia en el mundo, de la opresión y de la esclavitud, lacras también de nuestro tiempo, así llamado moderno, que mantiene en circunstancias intolerables que los medios de comunicación colocan ante nuestros ojos y que el mundo de los pobres ha de tolerar sin esperanza y sin apoyo.

En su esfuerzo por dar un nuevo impulso al nuevo mandamiento y llevarlo hasta sus últimas consecuencias, el Padre Arrupe se reconocía en estrecha continuidad con el Concilio y los sínodos, con las declaraciones de los papas y de los obispos, si bien por costumbre y prudencia sus exigencias prácticas no alcanzaban la línea de cumbres que el Padre Arrupe desea seguir. Cualquier conversión a lo social podría alejar al cristiano de la espiritualidad, aun cuando tal alejamiento no es de ninguna forma indispensable. Toda opción y lucha por la liberación de los oprimidos, toda defensa de los pobres y todo testimonio de la justicia puede conducir a la injusticia de la violencia y del odio, aunque este cambio de valores no se impone de forma fatalista. Mientras el Papa Juan Pablo II afirma que no es suficiente la lucha por la justicia en contra de las estructuras injustas y que es necesario que dicha lucha esté al servicio de la caridad y condicionada por ésta, el Padre Arrupe, con una posición que me permito señalar más matizada, subraya en primer lugar que no toda caridad es de por sí auténtica. Esta caridad puede ser falsa y no es más que aparente, es decir, viene a ser una injusticia camuflada cuando más allá de la ley se concede a una persona por benevolencia aquello que le es debido en justicia. En concreto, la limosna no puede ser una especie de subterfugio último para no cumplir con una persona la justicia a la que tiene derecho.

Por otra parte, el Padre Arrupe se muestra menos reticente con respecto a la justicia, pues jamás se ha hablado tanto de la misma y a su vez jamás se le ha despreciado de una forma tan flagrante. Sigue a su Santidad Juan Pablo II en la convicción de que la caridad, como amor al prójimo y promoción de la justicia, se encuentran inseparablemente unidas al nuevo mandamiento del amor. La lectura que el Concilio hace del evangelio confirma que no se ama si no se hace justicia y que la justicia se degrada y se convierte en injusticia si a su vez no se practica con amor.

Por decirlo aún más claramente, su confianza en la justicia vivida a la luz del evangelio apunta a esta expresión y matiz nuevos: la justicia vivida como seguimiento del evangelio es de por sí el sacramento del amor y de la misericordia de Dios. De esta manera, el Padre Arrupe desea reafirmar, en línea con la más pura tradición ignaciana, que el amor no se ha de poner en las palabras, sino que se ha de traducir en acciones concretas de justicia.

Se trata de la novedad del Concilio que lleva hasta sus últimas consecuencias el nuevo mandamiento del amor, aun con el riesgo de presentarlo como una utopía y de suscitar la desconfianza y la sospecha al descubrir, desde esta perspectiva, la dimensión social del evangelio. Cuando posteriormente aparezca la cuestión del diálogo con el mundo, no solamente a nivel de las religiones y de los creyentes, sino también en el contexto de las grandes ideologías, el padre Arrupe, en vez de cerrar a priori y de golpe la puerta del diálogo, impulsa en la Compañía la exigencia de estudiar los elementos positivos de dichas ideologías. En el caso concreto del marxismo, mantiene con firmeza que la Compañía de Jesús no puede aceptar nunca una ideología que tenga como fundamento esencial el ateísmo. Pero a su vez, afirma con claridad que se ha de estudiar con seriedad y a conciencia lo que tenga de verdad. Y esta postura fundamental, la aplica como una necesidad en el diálogo con el marxismo, otras ideologías y otras religiones.

¿No hemos de reconocer como una novedad del Concilio, que cree en la presencia de las “semina Verbi”, los elementos válidos presentes en el hinduísmo, el islam, el budismo y en otras religiones? ¿No hemos de reconocer tales “semina Verbi” como un punto de partida para un diálogo constructivo con el otro? Una vez más el Padre Arrupe se ha adelantado para caminar por la línea de cumbres, al proclamar la novedad del espíritu del Concilio hasta en las exigencias de apertura y de diálogo. Su lenguaje, en su contenido y en su expresión, es totalmente fiel a la petición del Señor que nos dice que “nuestro sí sea sí, y nuestro no sea no”, sin ambigüedad lingüística, sin hábil diplomacia. En este lenguaje franco y claro, el punto de partida lo señala siempre la situación del hoy: no se pierde en comparaciones con el pasado a la hora de acoger la novedad siempre presente en las perspectivas del mañana. De hecho, tales perspectivas las ha desplegado Aquél que ha de venir para hacer todas las cosas nuevas. Es precisamente en la búsqueda de formas nuevas donde se presenta el cambio que viene del Espíritu en el contexto actual. Puesto que Aquel que hace nuestra historia es el alfa y la omega, el que era, el que es y el que será. El Padre Arrupe no puede imaginarse un cambio que estuviera en ruptura radical con el pasado, o una discontinuidad que supusiera el abandono de una santa tradición, pues si así fuera se trataría de un vacío que nada lo podría llenar.

En este sentido, hemos de reconocer que la introducción de la dimensión social en el cuerpo de la Iglesia se halla en continuidad con el contenido del mandamiento nuevo del Evangelio. Y por lo que se refiere a la Compañía de Jesús, el apostolado social, sin duda, estaba ya en ciernes en la acción social de San Ignacio. Continuidad, ciertamente, pero también cambio y novedad. Es oportuno recordar, en este punto, que Su Santidad Benedicto XVI ha reconocido a San Ignacio como un santo social, y permítanme que solamente lo cite a él entre tantos otros testimonios de la Historia que así lo confiesan. En consecuencia, ver en todo este proceso únicamente una especie de capitulación ante las ideologías marxistas o socialistas sería sencillamente una falsa interpretación.

Todo lo que el Padre Arrupe ha realizado ha sido una respuesta fiel a la llamada del Papa Juan Pablo II, quien decía que la Iglesia esperaba hoy de la Compañía que contribuyera eficazmente a la puesta en práctica del Concilio Vaticano II, que de este modo hiciera avanzar a toda la Iglesia sobre la vía trazada por el Concilio y que convenciera a los que por desgracia se hallaban tentados por los caminos del progresismo o del integrismo (27.02.1982). Con anterioridad, puesta su confianza en la fuerza espiritual de la Compañía, que se fundamenta en la experiencia de Dios a través de San Ignacio, el Papa Pablo VI (1974) había designado a la Compañía de Jesús como el lugar en el que la novedad del Concilio debería tomar forma. “Vuestra Compañía, por así decirlo, es un test de la vitalidad de la Iglesia a través de los siglos, constituye una especie de cruce de caminos, en el que confluyen de una manera muy significativa las dificultades, las tentaciones, los esfuerzos y las realizaciones, la perpetuidad y el éxito de la Iglesia entera”.

Sobre esta línea de cumbres encontramos al Padre Arrupe, que camina por delante. Trata de recibir la novedad del Concilio, en cuyo seno se desarrolla la hermenéutica de la reforma, de la renovación en el interior de la continuidad con una Iglesia viva, pues es el Señor quien da la Vida. Aplicando esta terminología introducida por el papa Benedicto XVI, esta hermenéutica de la reforma se distingue claramente de una hermenéutica de la ruptura y de la discontinuidad, en la que el cambio se busca únicamente por el cambio, como si la Iglesia tuviera que re-fundarse y no re-formarse (22.12.2005).

Estas referencias pontificias que acabo de mencionar, aplicadas a la actuación renovadora del Padre Arrupe, podrían extrañar a quien lee este capítulo de la historia postconciliar únicamente como un conflicto de la Compañía con el Papado. La documentación de cartas y de discursos de los papas a los que he mencionado no contradice en modo alguno las nuevas orientaciones defendidas con rigor y con fervor por el Padre Arrupe. Al mismo tiempo, es un deber reconocerlo, tal documentación contiene señales de precaución, de preocupación y de reservas con respecto a este camino hacia delante por la línea de cumbres. En el interior de la Compañía las preocupaciones de los papas eran utilizadas en diversas partes para fomentar una resistencia contra la renovación lanzada por el Padre Arrupe. A su vez, algunas expresiones del Padre Arrupe eran interpretadas a la ligera como una justificación de iniciativas y conductas extrañas a la misión de la Compañía, dando un peso casi dominante a la promoción humana y únicamente al progreso social.

Tanto las decisiones del Concilio, como la puesta en práctica del mismo que el Padre Arrupe deseaba impulsar, exigían la irrupción del Espíritu de Dios en lo concreto de nuestra historia y no una simple reorganización. Como lo he recordado al principio, el mismo Padre Arrupe constataba que los hombres, tenemos una extraordinaria capacidad de inventiva a la hora de situar barreras al paso del Espíritu. Y por ello, el Evangelio se convierte en letra muerta y no somos ya capaces de comprender el radicalismo del mensaje evangélico. Lo minimizamos por causa de nuestro egoísmo desenfrenado y no llevamos a cabo las reformas personales y sociales necesarias, pues tenemos miedo de las consecuencias que resultarían para nuestras personas.

El Padre Arrupe está profundamente convencido de una cosa: sin una conversión personal profunda, no estaremos en condiciones de responder a los desafíos que se nos lanzan hoy en día. Y así, tratando de vivir incluso con dolor este valor conciliar que es el respeto al otro en su libertad de elección, rechaza recurrir a argumentos de autoridad y de poder para imponer lo que él sabía que venía del Espíritu. Su actitud será la de proponer con toda su fe, no la de imponer, aun a riesgo de ser acusado de debilidad o de segundas intenciones. ¿Cómo evitar las ambigüedades de una palabra de Dios expresada en palabras humanas? Es el precio a pagar por ir por delante abriendo camino sobre una línea de cumbres.

Las dos últimas homilías del Padre Arrupe reflejan esta figura que vengo delineando: no la de una audaz, sino la de un renovador total. En Manila pronuncia una homilía que contiene este primer testimonio: “me refiero a la re-formulación del fin de la Compañía, desde la defensa y la propagación de la fe al servicio de la fe y promoción de la justicia. La nueva fórmula no es, en modo alguno, reductiva, des-viacionista o dis-yuntiva: más bien explicita elementos contenidos en germen en la antigua formulación, gracias a una referencia más expresa a las necesidades presentes de la Iglesia y de la humanidad, a cuyo servicio estamos comprometidos por vocación”. Toda la figura y todo el mensaje del Padre Arrupe quedan expresados en este denso sumario.

La otra homilía es la de comienzos de septiembre de 1983, pronunciada en La Storta, lugar ignaciano por excelencia, en el que Ignacio experimenta el cumplimiento de su oración de ser puesto con Cristo como su compañero, servidor de la misión del Señor. El Padre Arrupe no estaba en condiciones de pronunciar esta homilía que él había redactado personalmente: “Pido al Señor que esta celebración, que para mí es un adiós y una conclusión, sea para Ustedes y para toda la Compañía aquí representada, el inicio, con renovado entusiasmo, de una nueva etapa de servicio”.

Durante los nueve años que seguirán a estas palabras, sumido en una inutilidad aparente, incapacitado para la comunicación, capaz únicamente de sufrir una lenta agonía, el Padre Arrupe se siente más que nunca en las manos del Señor. Son sus palabras. Considera su figura sufriente como el cumplimiento de lo que él ha deseado durante toda su vida: la profunda experiencia que hoy el mismo Señor tiene toda la iniciativa.

Este será también un mensaje vivido por todos los compañeros que se encuentran en la plenitud de la vida activa: que no se agoten en el trabajo, que el centro de gravedad de sus vidas no esté en las cosas a hacer, sino en Dios (cfr. 03.09.1983). El mensaje que os dirijo hoy, es un mensaje de plena disponibilidad al Señor. Que busquemos sin cesar lo que hemos de hacer para su mayor servicio y que lo pongamos en práctica del mejor modo posible, con amor, despojados de todo. Tengamos un sentido muy personal de Dios.

Ésta es la figura y mensaje del Padre Pedro Arrupe nacido en esta Villa de Bilbao hace un siglo.







1 2 Tes 2, 16; 1 Jn 4, 10.

2 A partir de ahora, las citas que no hagan referencia ninguna carta, se refieren a 2 Tm.

3 2 Tm, pertenece al grupo llamado de las Cartas Pastorales (1 Tm, 2 Tm, Tit). Aunque desde el s. ii, la tradición se las atribuyó al apóstol, la investigación moderna ha puesto de manifiesto notables diferencias (razones históricas, literarias, lingüísticas, teológicas) que existen con el resto del corpus.

4 Hch 16, 1-3; 1 Tes 3, 1.

5 Hch 17, 14. 18, 15.

6 2 Cor, Fil, Col, 1 Tes, 2 Tes.

7 1 Cor 4, 17.

8 Hch 20, 4; Col 1, 1; Flm 1; Fil 2, 19-23.

9 Publicado en Sínite XLVII, 142 (2006) 209-240.

10 Profesor de Catequética en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas y Catequéticas «San Pío X», Madrid.

11 Martín Velasco, J., Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, Sal Terrae, Santander 1999.

12 Ester, Peter, Halman, Loek, De Moor, Ruud (1993), The individualizing Society. Value Change in Europa and North America, lilburg University Press, Tilburg (Holanda); Kerkhofs, J. (1991), La Religion et la Sécularisat ion en Europe, actas del coloquio: «Mutations du systéme de valeurs dans les sociétés europeennes et maghrébines», Barcelona del 12 al 14 de noviembre; íd. (1998), «Los valores y los jóvenes en Europa en el umbral del tercer milenio», Sinite, mayo-agosto, pp. 257-272; Congreso del Equipo Europeo de Catequesis (2004), «i.Qué anuncio se puede hacer en Europa en un contexto plural y plurirreligioso?», Budapest (Hungría).

13 Campiche, Roland J. (dir.) (1997), Cultures jeunes et rellgions en Europe, Cerf, París 1997; Elzo, J., «Tipología sociorreligiosa de los jóvenes españoles», en Jóvenes 2000 y religión, Fundación Santa María, Madrid 2004, pp. 167-1 92.

14 Fuente: «European Values Study (1990)», en Cultures jeunes et religions en Europe, p. 93.

15 Kerkhofs, J., «Dieu en Europe», Pro mundi vita, n.° 2 (1987), pp. 1-28.

16 Davie, Grace, Hervieu; Léger, Daniéle, Identités religleuses en Europe, Ed. de la Découverte, París 1996. De «descomposición de la civilización parroquial» ha hablado Liliana Voyé, refiriéndose a Bélgica, y de «desencanto religioso, erosión progresiva del viejo y sólido vínculo entre el sistema de creencias y prácticas religiosas», Erizo Pace, en alusión a lo que sucede en Italia.

17 Mardones, J. M., En el umbral del mañana. El cristianismo del futuro, PPC, Madrid 2002; Institut Für Pastoraltheologie der Universitat Wien, Megatrend Religion? Neue Religiositat in Europa, Viena 2002.

18 Andrés Orizo, F., y Elzo, J., España 2000, entre el localismo y la globalidad. La Encuesta Europea de Valores en su tercera aplicación, 1981-1999, Fundación Santa María, Madrid 2000, p. 184.

19 Mardones, J. M., ¿Adónde va la religión? Cristianismo y religiosidad en nuestro tiempo, Sal Terrae, Santander 1996, pp. 125-126.

20 Friesl, Ch., y Polak, R. (ed.), Die Suche nach der religiósen Aura. Analysen zur Verháltnis von Jugend und Religion in Europa, Verlag Zeitpunkt, Graz/Viena 1999.

21 Mardones, J. M., ¿Adónde va la reilgión? (1996) 139-140.

22 Mardones, J. M., Pare comprenderlas nuevas formas de la religión, Verbo Divino, Estella 1994, pp. 91-112.

23 Hervieu-Léger D., Le pélerin et le converti. La religion en mouvement, Flammarion, París 1999.

24 Hervieu-Léger D., o. c., pp. 98-99.

25 Campiche, R. J., Cultures jeunes et religions en Europe, pp. 264-358.

26 Hervieu-Léger, D., o. c, pp. 115-118; Campiche, R. J., o. c., pp. 274-283.

27 Hervieu-Léger, D., o. c. p. 109.

28 Hervieu-Léger, D., o. c., pp. 129-147.

29 Schulze, G., Die Erlebnisgesellschaft. Kultursoziologie der Gegenwart, Campus, Francfort 2002.

30 La revista Le monde des religions (septiembre-octubre 2005) publica un reciente sondeo realizado entre los franceses a propósito de la religión (pp. 38-41), del que se desprende que un 78 % estima que las religiones son una necesidad esencial del hombre, un 56 % piensa que las religiones ocupan hoy en el mundo un lugar más importante que hace diez años y un 41 % considera que la dimensión espiritual y religiosa es importante.

31 Baste comparar el argumento de Para una teoría sociológica de la religión (Barcelona 1972) con las tesis de Rumor de ángeles. La sociedad moderna y el descubrimiento de lo sobrenatuml (Barcelona 1975) y Una gloria lejana. La búsqueda de la fe en época de credulidad (Barcelona 1994).

32 Mardones, J. M., ¿Adónde va la religión? (1990) 192-194.

33 Huntington, S., El choque de civilizaciones Paidós, Barcelona 1998, p. 115.

34 Martín Velasco, J., El malestar religioso de nuestra cultura, Paulinas, Madrid 1993, p. 271.

35 Houtart, F., Religión y mercado, DEI, San José de Costa Rica 2001, p. 183.

36 Martín Velasco, J., El malestar religioso de nuestra cultura (1993) 280.

37 Martín Velasco, J., o. c. (1993), p. 258.

38 Richard, P., «El Dios de la vida y el resurgimiento de la religión», Concilium 258 (1995) 170.

39 Mardones, J. M., Para comprender las nuevas fotmas de la religión, p. 155, y ¿Adónde va la religión?, p. 34.

40 James, W., Las variedades de la experiencia religiosa, Península, Barcelona 1996, p. 46.

41 Martín Velasco, J., El malestar religioso de nuestra cultura (1993) p. 275.

42 Mardones, J. M., ¿Adónde va la religión? (1996), p. 221.

43 Ratzinger, J., La fraternidad cristiana, Taurus, Madrid 1962, p. 97.

44 Martín Velasco, J., Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo (1999) 38.

45 Houtart, E., Mercado y religión (2001) 81-82.

46 Richard, P., «El Dios de la vida y el resurgimiento de la religión» (1995), o. c., p. 171.

47 Mardones, J. M., ¿Adónde va la religión?, p. 225, y En el umbral del mañana, pp. 198- 202.

48 Mardones, J. M., ¿Adónde va la religión? (1996) 221.

49 Küng, H., Proyecto de una ética mundial, Trotta, Madrid 1991.

50 Publicado en «Plaza Pública», en Religión y Escuela 198 (marzo de 2006).

51 Publicado en «Plaza Pública», en Religión y Escuela 169 (abril de 2003).

52 Pronunciada en la Universidad de Deusto-Bilbao, el 13.11.2007.


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Inspectoria Salesiana “Santiago el Mayor”