“Maestro, ¿no te importa que perezcamos? (Mc 4, 38) |
Inspectoría
Salesiana de “Santiago el Mayor" León , 24 de
septiembre de 2005 nº 46
VOLVER A REMONTAR EL VUELO
Ya llevamos unos días de actividad. Todo vuelve a la “normalidad”. El volver a comenzar a veces cuesta, pero siempre nos queda esa convicción de que una vez en el aire el vuelo se hace más fácil y la vida discurre con más tranquilidad. Volvamos a surcar el aire, pero de un modo nuevo, no rutinario. Que el volver a empezar no consista en una repetición anodina, en un más de lo mismo. Feliz curso.
ÍNDICE
Retiro ………………………...3-10
Formación………………….11-19
Comunicación.……..........20-34
El anaquel…………….......35-84
Parábola…………………….35-38
Reseñas……………………..39-42
Artículo………………………43-47
XXIII Coloquio Intern…….48-81
Índice 2004-2005………….82-84
Revista fundada en el 2000
Edita y dirige:
Inspectoría Salesiana "Santiago el Mayor"
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Apdo. 425
24080 LEÓN
Tfno.: 987 203712 Fax: 987 259254
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Maqueta y coordina: José Luis Guzón.
Redacción: Segundo Cousido y Mateo González
Depósito Legal: LE 1436-2002
ISSN 1695-3681
RETIRO
El Retiro del mes de octubre para las comunidades salesianas de León será vocacional y consistirá en retomar las conclusiones que emerjan de la Asamblea Vocacional, que tendrá lugar el sábado, día 8 de octubre. Para los lectores de fuera de la Inspectoría ofrecemos uno acorde con el tema brindado por la Inspectoría de Madrid.
Luis Onrubia
1. Inquietud ante los datos
Llevamos unas décadas1 en la vida religiosa con cierto desasosiego e inquietud. Son muchos los hermanos que dejan la Congregación, aumenta muy rápidamente la edad media en las comunidades menguando nuestra capacidad de gestión de las obras, la sequía de vocaciones nos impide emprender proyectos consistentes, la indiferencia de la sociedad y de los jóvenes hacia la vida religiosa nos invita a debilitar los rasgos decisivos de nuestro ser religiosos o a vivirlos sólo en el interior de nuestras comunidades,...
El Dicasterio de Formación pidió a todas las Inspectorías hacer un informe sobre la fragilidad vocacional en cada Inspectoría (desde 1990 a 2004), a la luz de las reflexiones que aparecieron en las ACG 385, 33-51. La Comisión de Formación lo ha elaborado y ya ha sido aprobado por el Consejo Inspectorial. Este retiro pretende ayudar a todos los hermanos y comunidades a leer los datos y a poner remedio a los aspectos de la fragilidad vocacional que pueden estar marcando de alguna manera la vivencia vocacional propia. En ese informe sobre la fragilidad vocacional cuentan, aunque relativamente, los datos numéricos sobre motivos de abandono de la Congregación; son importantes también los motivos para seguir entregados a la vocación salesiana, así como los factores que contribuyen a esta entrega. Y, sobre todo, se presentan algunas pistas de compromiso, en ámbito local e inspectorial, para lograr en los salesianos una vivencia más entusiasta de la vocación.
La presente reflexión no intenta hurgar en ninguna llaga ni acentuar la preocupación o el desasosiego. Creo que es necesario leer los datos con honradez y reaccionar confiados en la acción del Espíritu. El Espíritu Santo nos hizo surgir y va encaminando los pasos de la historia con su presencia fecunda, incluso por rutas que no podemos sospechar, como les sucedió a los discípulos. Por ello, incluiré unas pautas de ‘lectio divina’ sobre la situación de la iglesia naciente acosada por vientos y peligros, que la hacían tambalear y se reaniman al sentir la presencia del Señor con ellos.
Los datos fríos de nuestra inspectoría son: unos 70 abandonos en estos 15 años (39 perpetuos y 37 temporales), 50 clérigos (de ellos, 16 sacerdotes) y 26 coadjutores (de ellos, 15 perpetuos). No es posible un estudio exhaustivo, pues cada situación personal es distinta; sin embargo, se puede ver la tendencia a que los abandonos se relacionan con las dificultades en la organización consistente de la personalidad, con la perdida de aprecio hacia la misión o con el escaso sentido religioso de la vida y la escasa apertura al acompañamiento espiritual.
Los números y las estadísticas, ciertamente, son alarmantes en nuestro contexto español y europeo. Como es natural, se hacen estudios sobre las causas de esta situación y sobre la viabilidad de futuro. Incluso las instancias oficiales de la Iglesia y de las congregaciones religiosas2. Esta situación se interpreta de múltiples formas y las causas se atribuyen a factores diversos. “”Se ha hecho común la conciencia de que la vida religiosa en Europa ha entrado en una fase nueva. Frente a una etapa anterior de crecimiento y expansión, nos toca vivir ahora una etapa de disminución y reducción. Hay quien habla de situación de declive, decadencia o recesión. Hay quien opina que la vida religiosa está moribunda...¿está cediendo sus funciones a otros actores eclesiales?, ¿son los nuevos movimientos eclesiales los llamados a sustituir a la vida consagrada ya que señalan ‘una nueva primavera del Espíritu’?”3.
2. Imágenes para la esperanza
Es natural que tendamos a hacer una lectura de estos datos con las claves interpretativas de la cultura y de las instituciones de la sociedad en que vivimos. Incluso podemos intentar responder con sus mismas estrategias.
Una lectura creyente de los datos y una interpretación teológica de la situación pueden ayudarnos a vivir más esperanzados y a reaccionar con más determinación. No se trata de consolarnos o de estimularnos a conservar lo que creemos ser nuestras riquezas, sino de discernir bien el momento de la historia de la salvación en que el Señor nos ha colocado y de responder con autenticidad a los retos que tiene.
La Palabra de Dios, que diariamente va educando nuestra mente y configurando nuestro corazón, nos propone a lo largo del año litúrgico la meditación de situaciones similares en el pueblo de Dios. Un pueblo que se siente escogido y amado, un pueblo siempre en camino, en el exilio y en la diáspora4, un pueblo que experimenta su debilidad y su pecado, un pueblo que se convierte al Señor y goza del cariño de su Dios, un pueblo que como ‘resto de Yahvé’ y, a veces en la incertidumbre, sabe descubrir a su Mesías y Salvador.
La experiencia de los discípulos del Señor también nos ayuda a interpretar la situación por la que pasa la Iglesia y la vida consagrada hoy. No vivieron momentos fáciles ni de éxitos deslumbrantes; incluso cuando creyeron haber logrado algún éxito Jesús les invitó a que no estuvieran alegres por esos éxitos. Y bien que lo aprendieron. La experiencia de Emaús (Lc 24) es elocuente; al experimenta el desamparo y el desencanto recobran el ánimo, pues Jesús les calienta el corazón y regresan corriendo a la comunidad a compartir su encuentro con el Resucitado.
También la meditación del proceso seguido por la comunidad cristiana en los Hechos de los Apóstoles puede ofrecernos luz. Comienzan siendo una comunidad sin fuerzas, que no siente la presencia del Señor en medio de ella, cerrada por miedo a quienes les rodeaban,... experimentando la acción del Espíritu se lanzan hasta enfrentarse con los poderes de la sociedad, viviendo con radicalidad la propuesta de Jesús. No es de extrañar que el texto de Hechos de los Apóstoles vaya concluyendo cada testimonio de vida de la comunidad con la adhesión de nuevos seguidores del Señor; ni que se concluya el texto con el anuncio del Evangelio en Roma, en el centro de la civilización, y Pablo “podía anunciar el reino de Dios y enseñar cuanto se refiere a Jesucristo, el Señor, con toda libertad” (Hch 28, 31).
En la literatura espiritual y de vida consagrada hay dos títulos sugerentes que nos invitan a la meditación. La religiosa Chittister, con la metáfora El fuego en estas cenizas5, puede expresar bien la situación y la línea de salida. Las cenizas señalan lo que queda después de que el fuego ha ardido, donde ya no hay calor ni luz; el color gris y su inutilidad dan la impresión de tristeza, frialdad, esterilidad... de algo sin atractivo, sin fuerza, sin dinamismo, sin vida (debilidad del miércoles de ceniza y de finitud propia de todo cadáver). Como en el brasero, también el rescoldo está debajo de las cenizas que parecen ahogarlo; al soplar sobre las cenizas es posible reavivar el fuego, cuando el aire nuevo entra en contacto con las brasas. Es posible hacer brotar nuevamente el calor, la luz, la vida y el entusiasmo donde parecía imposible. Pero es necesario dejar que el aire nuevo del Espíritu entre las cenizas que parecen marcar nuestra situación y debilidad.
Otro texto muy difundido entre nosotros es El oso y la monja6. Timothy Radcliffe, siendo superior de los dominicos, observa un anuncio publicitario mientras espera el autobús. En él aparece un oso fuerte, fuerte, vencedor, símbolo del vencedor en el mundo empresarial y capitalista, dominador, que se afirma con fuerza ante quien le intente hacerle sombra, depredador, insensible ante las víctimas de su dominio implacable. También aparece una monja, que al autor le parece estar cantando con su guitarra en la celebración de la Vigilia Pascual de una pequeña iglesia olvidada de América Latina, junto con todos los olvidados de la historia triunfal del progreso económico. Comenta Gabino Uríbarri: “La escena evoca la fragilidad de la novicia, su belleza, su entusiasmo, su debilidad, su impotencia o, más bíblicamente, su pobreza virginal; frente a la impetuosidad, la fuerza, el poderío, la zafiedad y la brutalidad del oso. Así está la Vida Consagrada en el mundo contemporáneo: como una doncella virgen y pobre, revestida por un canto de amor que enciende su alma, ante un oso hambriento e iracundo, que arrasa con cuanto se le pone por delante”7.
Fuego, cenizas, oso, monja,...son sólo algunas imágenes. Como toda imagen, pueden prestarse a interpretaciones variadas; aquí se exponen con el fin de alentar nuestra reflexión y nuestra esperanza, nuestra confianza en el Señor y en las energías que su Espíritu suscita en todos los momentos y circunstancias de la historia, aunque no las palpemos en muchos momentos.
3. Raíces, expresiones y causas de la fragilidad vocacional
El documento citado de D. Cereda, Consejero General para la Formación, hace una amplia exposición de lo que se percibe en toda la Congregación e invita a reflexionar a cada Inspectoría. Hechos los análisis oportunos en nuestra Inspectoría, mostramos rasgos y tendencias semejantes a las que se expresan en la Congregación. Es posible que encontremos ciertos tono de pesimismo; las imágenes del apartado anterior nos ayudan a comprender estos datos de la real fragilidad vocacional.
A continuación exponemos un elenco de 10 elementos que, en el análisis hecho en la Inspectoría, son expresión o raíz o causa de la fragilidad vocacional. Naturalmente no se propone como análisis sociológico preciso; tampoco como una denuncia de vidas inauténticas que olvida lo bueno de los hermanos y de las comunidades.
Estos elementos se proponen en ambiente de retiro, con el fin de ayudarnos a reflexionar personalmente y detectar si estamos (y hasta qué punto) tocados por alguno de estos factores. También puede suscitar el diálogo entre hermanos para ver cómo marcan esos elementos a la Inspectoría y la propia comunidad. También se pueden pensar en otros factores o rasgos no incluidos en este resumen. He aquí los 10 elementos detectados como expresiones de la fragilidad vocacional
1º.- Débil sentido religioso de la vida en algunos salesianos, que limita la vida espiritual, el sentido pastoral, el sentido comunitario, la radicalidad de la consagración.
2º.-Secularismo e indiferencia religiosa en el ambiente social, que crea una sensación de insignificancia de nuestra vida salesiana.
3º.- Complejidad de las obras que nos obligan a dedicar lo mejor de nuestras energías a la gestión de las obras, focalizando nuestro interés en lo profesional de cuanto hacemos más que en lo carismático que motiva la acción.
4º.-Tendencia a la autonomía de las personas, con derivación a planteamientos de tipo individualista, de autosuficiencia, incapaces de contrastar serenamente y de remover tomas de postura.
5º.-Débil capacidad de diálogo, poco nivel de comunicación, escasa preparación para el discernimiento y el acompañamiento.
6º.- A veces no se logran suficientemente los objetivos propios de cada etapa formativa, o no se consolidan en etapas posteriores. Particularmente el aspecto motivacional y el afectivo requieren una atención más cuidada.
7º.- Situaciones de inestabilidad personal y de poca decisión para tomar opciones radicales en la vida, marchando adelante según las circunstancias o los resultados de cada experiencia.
8º.- La Formación Permanente (la propia de la vida ordinaria y las iniciativas extraordinarias) tiene escasa incidencia en la vida de los hermanos, sin provocar una auténtica renovación.
9º.- La vida de las comunidades está marcada por las exigencias de la obra y la autonomía de cada miembro. La rutina, las relaciones formales, las dificultades de relación... no facilitan un ambiente comunitario para avivar el entusiasmo vocacional.
10.- Con frecuencia ha faltado el acompañamiento personal y vocacional, particularmente en los primeros años de profesión perpetua u ordenación y en las situaciones de crisis e incertidumbre vocacional.
Si yo tuviera que resumir todos estos elementos que provocan la fragilidad vocacional recurriría a la expresión de el ‘modelo liberal’ o progresista de vida religiosa. Nos lo explicó el Rector Mayor8, en un texto que no agradó a algunos, e hizo ver que era una vía muerta sin futuro. Otros estudiosos de la vida consagrada coinciden en declarar la crisis irremediable de este modelo9, aunque se puedan aprovechar algunas inquietudes que tiene, como es la atención a la persona humana y la apertura a la cultura circundante.
Tanto el Rector Mayor como quienes estudian la teología de la vida consagrada coinciden en apuntar que algunas tendencias de este modelo hacen perder la identidad del religioso al disolverse en la cultura ambiental sin ejercer la misión de ser sal que da sabor.
Entre los rasgos de este estilo de vida religiosa se señalan:
a)tendencia de los religiosos a no identificarse como tales en el contexto en que viven y a ‘ser normales’ como si la profecía de la vida religiosa no aportaran nada por lo que merezca la pena entregarse con pasión;
b)dar la primacía al ‘hacer profesional’ (tan necesario en esta cultura actual) sobre el ‘ser’ signo de un estilo de vida evangélica;
c) actitudes de individualismo y promoción de la autorrealización que impiden un auténtico ejercicio del discernimiento y del compromiso ante los retos de la misión común;
d) mentalidad secularizada que arrincona la oración y, en consecuencia, impide el alimento de las motivaciones por la vida consagrada;
e) promoción de un tipo de comunidad que consiste en ‘un espacio de tranquilidad, de respeto mutuo, de bienestar personal, de estar bien sin sentirse incomodados, no yendo más allá de lo que todos están dispuestos a dar, ni pidiendo lo que pide el Evangelio’;
f)carencia de vocaciones, pues a los jóvenes no les merece la pena entregarse en la vida religiosa que no les aporta nada distinto de otro tipo de vida [los grupos eclesiales que tienen mayor gancho vocacional se caracterizan por tres rasgos: espiritualidad fuerte, visible y compartida; vida de comunidad intensa y gozosa; compromiso real a favor de los pobres que implica la vida del religioso].
4. Sugerencias para intervernir en la Inspectoría
Estos análisis de la fragilidad vocacional buscan reavivar la respuesta vocacional de los hermanos, superando la situación limitada en que podamos encontrarnos. Por ello D. Cereda pedía a cada Inspectoría que señalara algunas intervenciones específicas para atajar la situación de fragilidad vocacional.
Los estudiosos de vida religiosa en general también han apuntado algunas pistas de salida de esta situación; pero han visto también algunas pistas o reacciones estériles10. Entre estas, destacan: cerrar los ojos y no tomar medidas, añorar tiempos pasados que parecen más brillantes, quedarse paralizados sin capacidad de reacción, abandonarse infantilmente a la Providencia sin asumir responsabilidades, culpabilizarnos (personalmente o a los hermanos o a la institución) con la consiguiente sensación de desilusión o amargura, dedicarse a ejercicios de supervivencia (fortalecer estructuras materiales, elaborar documentos consistentes, diseñar campañas vocacionales para asegurar las estructuras, reorganizarse estructuralmente, activismo desenfrenado, fuga mística...).
De cara al próximo futuro, las diversas instancias que han participado en la elaboración de este informe sobre la fragilidad vocacional en la Inspectoría sugieren algunas líneas de intervención. Son sólo 10 sugerencias, no líneas programáticas de gobierno; pero sugerencias que pueden inspirar en cada uno y en la comunidad algunos elementos por fortalecer en nuestro camino vocacional:
-Potenciar el sentido religioso de la vida en los hermanos y en las comunidades.
-Cuidar la espiritualidad de comunión en las comunidades, con todas las connotaciones que tiene: comunicar, compartir, discernimiento, acompañar, corrección fraterna, sentido de pertenencia...
-Recuperar los rasgos carismáticos de nuestra acción educativo-pastoral y de nuestras obras, actualmente muy condicionadas por las exigencias organizativas y de funcionamiento. Entre esos rasgos destaca: presencia entre jóvenes y educadores, y calidad de la acción pastoral propuesta.
-Preparar a los directores para el acompañamiento personal en la animación de las comunidades.
–Dar calidad y asumir con responsabilidad las iniciativas de Formación Permanente, tanto los extraordinarios como los que proporciona la vida ordinaria.
-Promover nuevas iniciativas de fuerte carga espiritual que ayuden a superar el desgaste de la vida.
-Lograr formadores y equipos formativos con capacidad para el acompañamiento personal y vocacional.
-Asegurar en cada etapa formativa el logro de los objetivos asignados en todas las dimensiones de la formación, con la debida personalización de los procesos.
-Lograr un buen autoconocimiento por parte de los hermanos, así como una actitud formativa abierta al acompañamiento espiritual y al discernimiento vocacional. Favorecer iniciativas que ayuden a los hermanos a gestionar su mundo interior y a ir configurando su vida con las exigencias actuales de la vida y de la misión salesiana.
-Cuidar las condiciones para la vivencia del Prenoviciado.
Estas sugerencias se corresponden con lo que 60 hermanos de la Inspectoría respondieron a la encuesta sobre los factores que han favorecido su fidelidad vocacional. Entre los factores que más les han ayudados destacan: vida de oración bien cuidada (en la vida ordinaria y en los momentos extraordinarios), el considerar su vida como respuesta al don de la vocación, el haber sido claros en circunstancias de dificultad. Otros elementos se han aprovechado poco, aunque hayan ayudado: ambiente comunitario de fraternidad y de implicación pastoral, así como el trabajo en equipo con educadores y el compartir experiencia de vida con los jóvenes. Llama la atención que la formación permanente responsable y el acompañamiento personal por parte del director de la comunidad apenas han contribuido a ayudar a los hermanos en la vivencia entusiasta de la vocación salesiana.
5. Conclusión
Una de las funciones de los retiros en la vida salesiana consiste en fortalecer la vivencia de la vocación salesiana, renovando, purificando, recuperándonos, dando unidad a nuestro vivir, manteniendo viva nuestra espera (cfr C 91). Estos datos ofrecidos nos ayudan a reflexionar sobre la calidad de vida salesiana que realmente estamos llevando.
La inquietud de fondo está en levantar el ánimo si estuviera menos alto, pues las circunstancias nos pueden desorientar; también la de estimularnos a refrescar el sentido genuino de todos nuestros avatares y desvelos. Esto es especialmente necesario cuando las estadísticas son adversas, cuando se escuchan mensajes discordantes (Iglesia joven-viva-en proceso de rejuvenecimiento e Iglesia socialmente insignificante y acosada), cuando los profetas de desventuras anuncian catástrofes y descalabros, cuando la fragilidad vocacional parece dominar el ambiente.
Lo importante es el examen que personalmente hagamos de nuestra situación y las estrategias de acción que introduzcamos en el propio proyecto de vida. Aprovechar estos momentos de gracia del Retiro es cauce de animación vocacional, al tiempo que testimonio de lo que es central en nuestra vida religiosa.
Las indicaciones de los Capítulos y demás documentación salesiana también exponen estas ideas con amplitud y organizadas según las exigencias de su género literario; bastaría repasarlos como algo que nos implica personal y comunitariamente, como algo que orienta los caminos de nuestra felicidad en la vida salesiana.
Ante esta situación de fragilidad vocacional o de crisis de la vida religiosa, la reacción espontánea puede ser de reorganización, de fusión, de... como hacen las empresas en la gestión de su personal y de sus bienes. Cuando se tiene conciencia clara de lo que es la vida consagrada, no es posible quedar angustiados o preocupados por lo incierto del futuro de la Congregación, como le sucede a cualquier empresa que ha de responder a la dinámica del mercado. En la vida religiosa, leída con ‘entendederas evangélicas’11, con claves evangélicas y de fe, la reacción natural tendría que ser la de situarse con claridad en el mundo como signo y profecía de un estilo de vida, acentuando los rasgos que la fundamentan: vivencia espiritual, gratuidad en la entrega a la misión, radicalidad en la vivencia de los elementos de la vida consagrada.
“Si los religiosos viviéramos con alegría y fidelidad creativa nuestra vocación, no veo razón para envidiar a otros (movimientos eclesiales más florecientes en personas y obras) ni para atormentarnos por nuestro futuro”12. No es momentos de vivir angustiados por lo que será el futuro de la institución religiosa ante situación delicada en número y edad de personas que formamos la comunidad o la Inspectoría; preocupémonos por vivir con integridad y alegría lo que pide el carisma salesiano en nuestro contexto.
Que vivamos todas estas circunstancias con buen ánimo, esperanzados, sabiendo descubrir la vida que hay en todo aquello que el Señor va poniendo a nuestro paso, que sepamos saborearlo convencidos de que Él está con nosotros.
D. Bosco también tuvo que caminar en la incertidumbre, luchando contra infinidad de dificultades y adversidades, con medios pobres para los inmensos campos de acción. Escogió la advocación de “Auxiliadora” precisamente porque se dio cuenta de los retos a los que tenía que enfrentarse –muy superiores a sus fuerzas y capacidades-. Acabaremos nuestra vida sin haber culminado la obra de la salvación de la juventud, pero que no quede sin hacer lo que está en nuestras manos y que, por nuestra desidia-desánimo-falta de comunidad-fragilidad vocacional puede realizarse sólo a medias.
1.- Valoración de los análisis expresados en el apartado sobre causas, expresiones y raíces de la fragilidad. Compartimos lo que pensamos sobre los 10 indicadores de fragilidad vocacional, con ejemplos que conocemos.
2.-Valoración de las 10 sugerencias para intervenir en la Inspectoría. Anotamos otras posibles líneas de intervención, en la vida de los salesianos, en las comunidades y en la Inspectoría.
3.- Lectio divina: pueden tomarse textos de la comunidad cristiana en sus inicios o en situaciones de dificultad, o el texto de los discípulos de Emaús (Lc 24) que caminan desilusionados y recuperan el ánimo al encontrarse con Jesús. También nos puede ayudar la escena de los discípulos de Jesús en la barca y llenos de miedo por la olas que les acosan. (Mc 4, 35-41, Lc 8, 22-25, Mt 8, 23-26, Mt 14, 24-34). Se adjunta un guión de ‘lectio divina’ de Mc 4, 35-41.
FORMACIÓN
Vulnerables pero resistentes13
Xavier Quinzá Lleó
Formar
dando cuenta de las esperanzas que nos duelen
Cuando
la formación para la vida consagrada está hoy dispuesta a dar
cuenta de la densidad de nuestro mundo, lo hace desde la misma óptica
del Evangelio: desde unos signos, a partir de ios cuales reconocemos
indicios de salvación, traducimos sus posibilidades y alcanzamos una
visión esperanzada. Estos signos e indicios de una esperanza que
duele son un alfabeto que debemos aprender.
Sólo
desde el ejercicio de la entrega personal llegamos a descifrar las
figuras actuales de la esperanza cristiana. Se trata de signos que
compiten con otras visiones del mundo o de la historia. Parece
evidente que los signos del pecado, el perdón y por tanto, de la
esperanza, no aparecen en la lectura contemporánea de la sociedad, y
significan muy poco, si no es en el ámbito de lo privado e incluso
de lo patológico. Y sin embargo, son para el cristiano el abecedario
de
su lectura del ser humano y de la historia.
Ninguno
de los autores de la tradición primera ligó el triunfo de la obra
de Jesús ni su irreductible esperanza a su prestigio personal o al
triunfo social de sus ideas, sino a la pasión del Siervo y a la
Cruz. Y precisamente desde ahí, como un movimiento de desheredados,
creó sus propias lecturas desde el no-poder. Ciertamente aquel que
crea que, desde la fe en Jesús, puede compaginar el prestigio del
mundo y el escándalo de la cruz es que no ha comprendido nada.
Los
cristianos conscientes de hoy sabemos bien que sólo desde la fe en
el Crucificado se puede uno atrever a hacer una lectura esperanzada
de nuestro mundo. Él es el Signo mayor al que deben remitirse todos
los otros que nos ayudan a descifrar las figuras de este tiempo. Como
a los contemporáneos de Jesús, tampoco a nosotros se nos dará otro
signo más que el «signo de Jonás» (Mt 16,4). Que es un signo de
conversión y de fe en el poder de Dios.
Muchas
veces también nosotros, en nuestros proyectos de misión, parecemos
estar más preocupados por descifrar en nuestra historia «signos del
cielo» que por escuchar las urgentes llamadas de la tierra. Entrar
en contacto con la realidad del mundo y de la historia es escrutar
desde la fe los desafíos que Dios mismo está lanzando a nuestro
corazón desde el hermano que sufre.
Para
dar cuenta de las esperanzas que nos duelen, no se trata de analizar
los hechos mediante los propios códigos de lectura, sino de
reconocer el señorío de Jesús sobre la historia y leer desde ahí
el reto de conversión real al que la fe nos solicita. Sin la entrega
confiada de la vida en el Dios y Padre de Jesucristo, resulta
imposible asumir lo escuchado y analizado sobre el mundo, de tal
manera que nos mueva el corazón para colaborar en la instauración
de su Reino.
Con
frecuencia nos sucede que no caemos en la cuenta de que la práctica
actual de la esperanza cristiana debe resaltar una característica
suya muy propia: se trata del carácter apasionado
de
la misma. Esta idea, originaria de la tradición tomista y
actualizada por Andrés Tornos, afirma que la virtud de la esperanza
se localiza entre las pasiones. En los escritos de Pablo la esperanza
se imprime en la parte receptiva del ánimo por la experiencia del
espíritu y del amor de Dios (Rom 5,5),
por
la acogida del testimonio de Jesús (l Tes 1,6-10) y el
reconocimiento de su cumplimiento entre los hermanos; es simpatizante
de la alegría (Rom 12,12), la firmeza, la constancia, la seguridad,
la dicha.
De
modo que podemos afirmar que el Nuevo Testamento concibe la esperanza
como una sacudida o energetización del ánimo, más que como una
seguridad elaborada por la mente que razona sobre lo que le espera.
La esperanza es una pasión alegre, don recibido y no logro de un
esfuerzo, sensación experimentada y no resolución meditada. Tomada
así la esperanza, ya se ve que no tiene ningún sentido querer
recuperarla mediante el voluntarismo o imprimirla en los ánimos
mediante cualquier razonamiento conceptual.
Al
hacerle partícipe de su experiencia, el que anuncia el reinado de
Dios establece un vínculo entre él y sus oyentes. La narración
compartida es la que crea la comunidad. La novedad o la sorpresa, el
sucederse de las escenas hacen que todos participen de una misma
emoción, todo colabora al milagro. Pero lo decisivo es la capacidad
de compartir, de hacer disponible lo que primero fue vivencia
personal. Una conciencia común se crea entre los miembros del mismo
círculo en donde se rememora la pasión y resurrección del Siervo.
En
el Nuevo Testamento se vivió y recreó esta misma dinámica. Las
comunidades son primero grupos de oyentes junto al río, como en
Tesalónica, que escuchan al mensajero algo sorprendente y nuevo. Y
crecen y se forman en torno a la relación privilegiada de un grupo
de testigos de «lo que Jesús hizo y enseñó». Esta noticia,
difundida como una historia increíble, es la que congrega a quienes
desean participar del poder salvador que de ella misma emana. Es más
que una sabiduría interior, es participar juntos de la «fuerza de
lo alto», tal y como sucedió con la vida y muerte de Jesús. «Lo
que yo recibí, os lo trasmito...» (1Cor 15,3), así comienza Pablo
su narración de la última comida de Jesús y de su práctica entre
los creyentes.
La
tarea más urgente para recuperar esta esperanza lúcida y apasionada
para los tiempos de crisis que vivimos, es mostrar cómo el lugar de
la esperanza cristiana en la historia es su radicación en una
historia como la nuestra: frágil y fragmentada. En un mundo muy
fragmentado, y de contextos vitales y corporales recuperados, es en
el que se puede afirmar que lo fundado por Jesucristo es la inusitada
bondad de Dios que convoca a la humanidad hacia un destino de
novedad.
Lo
esencial de la esperanza cristiana aparece en la manera de proceder y
estar en la vida de los que siguieron a Jesús: Dios se hace presente
acogiendo en Jesús de modo integral la historia de los hombres y
mujeres que le aceptan por la fe, mostrando en nuestra propia y
original vivencia del presente, quién es Jesús el Cristo, y qué
espera de nosotros.
El
ser humano aprende a identificarse con sus deseos como con lo central
de sí mismo, aunque nunca lo sean del todo. Dicho aprendizaje
siempre se consuma en función de la cultura en la que uno crece. Así
es como puede valorarse la densidad del proceso histórico de las
esperanzas de la fe: unos hombres y mujeres, creyentes en Jesús,
vinieron a leer en los futuros de Dios el cumplimiento de sus
anhelos, por eso tuvieron que introducirse en una lectura nueva de
los sucesos del mundo y de su propia realidad personal.
Lo
que supone aceptar que no se entra en nuevas esperanzas si no se
entra en las formas de vida que se corresponden con ellas. Y los que
se unieron en solidaridad de amor y de fe, en el recuerdo vivo de
Jesús, leyeron el Evangelio y encontraron en él la emoción de
tener un futuro en medio de la incertidumbre de los avatares de la
vida.
Un mundo único que crea nuevas formas de fragmentación
Los
escenarios en donde se desarrolla e interactúa hoy la vida
consagrada son los del final de la modernidad tardía. La creciente
globalización, además de otros efectos benignos, provoca también
disfunciones. Por ejemplo: es la cercanía de la aldea global lo que
provoca episodios de ruptura y de violencia. Bruscos acontecimientos
están marcando las vivencias de la humanidad en varios puntos del
planeta: la caída del muro de Berlín, el 11-S, con su secuela de la
guerra de Irak y la amenaza del terrorismo internacional,
experimentado en carne propia el 11-M en España. Sin olvidar los
conflictos locales: el conflicto palestino, las interminables guerras
en África, la violencia en Colombia y en tantos otros puntos
calientes.
Por
debajo de estas terribles sacudidas se ha ido extendiendo un tipo de
sociedad y cultura marcada por la tecnología y los mass
media, por
sistemas de administración e información que generan una gran
paradoja: se trata, en muchos casos de un mundo único, pero al mismo
tiempo un mundo que crea formas nuevas de fragmentación y
dispersión.
Todo
ello conduce a una transformación acelerada del contenido y la
naturaleza de la vida social cotidiana. La duda penetra en el ámbito
de cada día y en términos generales nos encontramos en una sociedad
de corte apocalíptico, no porque se encamine a una catástrofe, sino
porque implica riesgos que las anteriores generaciones no tuvieron
que afrontar.
El
espacio deja de ser un obstáculo. Con las comunicaciones e Internet
estamos conectados a cualquier parte del mundo. Somos, en cierto
sentido, ciudadanos de un mundo nuevo, interconectado. Las distancias
parecen no tener mucha importancia. Nos desplazamos con facilidad,
vamos de acá para allá y rehacemos nuestra vida más de una vez. La
vida no se programa de una vez por todas.
La
globalización de las comunicaciones facilita una visión del mundo
en donde el espacio cibernético se parece un poco a la promesa
cristiana: cada día, frente al ordenador, nos liberamos de las
limitaciones corporales y podemos entrar en comunión con cualquiera.
El
problema es si logramos sentirnos cercanos a alguno, si no hemos
perdido la dimensión de «proximidad». Estando a la mano de
cualquiera, gracias al correo electrónico o al móvil, ¿no es
verdad que cada vez nos sentirnos menos capaces de articular otra
cosa que un enfático: ¡Aquí
estoy!? Y
esta voz, lo sabemos bien, es como un grito que se pierde en la noche
de las ondas, sin encontrar un interlocutor que nos responda. La
dimensión de proximidad no se alcanza por tener abierta la
posibilidad de comunicarnos, sino por haber creado previamente un
espacio de diálogo y de apertura.
Esta
experiencia cotidiana de un mundo único y, a la vez, cada vez más
desmembrado, ¿qué interrogantes suscita a nuestra vida consagrada?
¿Hacemos de todo ello un ejercicio consciente de comunión? ¿No nos
parece perder cada vez más en personalización lo que ganamos en
multiplicidad de conexiones? ¿No es cierto que habitamos en
comunidades en donde sentimos más la separación que la unión?
Separación de ideologías, de mentalidades, de teologías, incluso;
separación y aislamiento de unos y otros: generacional, de estilos
de vida, de formas de pensar y de querer.
San
Buenaventura hablaba de Dios como ese centro que está en todo y cuya
circunferencia está ahora aquí. ¿Sabemos darle una oportunidad de
adoración al Dios que nos comunica y se nos comunica? ¿No nos
resulta más bien cada vez más difícil encontrarnos con ese océano
sin orillas, que se ha complacido en lirnitarse en el punto álgido
de mi propia libertad? Quizá nos hemos despedido demasiado pronto de
la recogida intimidad y hemos malgastado la propia herencia. ¿No es
cierto que cada vez se nos hace más extraña la presencia de Dios en
nuestro mundo cotidiano? ¿No seremos también nosotros del grupo de
los desplazados? Desplazados de la tierra de la bendición, de la
familia de los semejantes, de los sin tierra, sin techo, sin calor de
hogar?
La
modernidad crea diferencia, exclusión y marginación. Propaga un
tipo de sociedad dual en la que cada vez más la interacción entre
lo global y lo local se universaliza. En nuestros días estamos
asistiendo de un modo único al fenómeno de las migraciones, nuevo
en la medida en que se globaliza, y decanta formas de vida en las que
los extraños son vistos como amenaza, más que como una ocasión de
enriquecimiento humano y social.
El
mundo global es el mundo de los desplazados: desplazados por las
guerras, por la indigencia, por la cultura, por la diversidad. Nunca
en la historia han vivido tantas personas en campos de refugiados,
literalmente desplazadas. Es la gran crisis de la aldea global.
Millones de personas están queriendo viajar para huir de la pobreza
o de situaciones opresivas y no pueden. Pero también desplazados por
la cultura y por la diversidad, miembros como somos extraños a
nosotros mismos, expulsados de nuestra tradición, de nuestros
hábitos, de nuestras creencias incluso, como seres anónimos que nos
sentimos en un mundo que ya no es el nuestro.
La
comunidad humana está rota por una escalada de desigualdades. Los
financieros, por una parte, pueden mover su dinero adonde quieran, no
tienen ningún compromiso con los trabajadores de ningún país. Lo
que provoca una sensación de inseguridad enorme. Nuestras vidas
están distorsionadas debido a la exclusión creciente y la
marginación.
Hay
una crisis de desplazados, literal y culturalmente. Todos somos
extranjeros. La gente navega buscando gente con sus mismos intereses,
y no encontramos palabras para crear comunión con personas que son
diferentes, incluso dentro de la Iglesia. ¿Cómo podremos crear de
nuevo un mundo de encuentros verdaderos que nos pueda abrir unos a
otros para alcanzar la comunión? La crisis nos agudiza el deseo y
nos fragiliza la voluntad. Anhelamos más encuentros, más
verdaderos, pero no nos sentimos con fuerza para intentar otra vez lo
que no parece estar al alcance de nuestras fuerzas.
Anhelamos un hogar a escala mundial
La
nueva situación mundial de enorme movilidad debe hacernos más
conscientes de la necesidad de encontrar un lenguaje para amarnos y
comunicarnos, ahí radica la clave; porque el lenguaje es cada vez
más la casa en la que podemos encontrarnos y vivir. Un lenguaje
nuevo que le dé a la búsqueda de intimidad un filo de compromiso,
que lo ate a la vida cotidiana, a los avatares de la gente con la que
soñamos para construir un mundo diferente y nuevo.
Y
la vida consagrada, como un signo más de ese desplazamiento
cultural, se siente llamada a ser escuela de comunión y de
solidaridad con el mundo del futuro, signo de la gran familia de
Dios, en donde todos nos podemos sentir confiados y seguros. Se echa
en falta un nuevo hogar universal, en donde todos podamos reunirnos y
entendernos, en donde podamos comulgar con las alegrías y las
tristezas de nuestros hermanos.
Un
nuevo hogar a escala mundial. Un hogar en el que la estrechez de
miras y el egoísmo doméstico se estrellen definitivamente; en el
que todos podamos tener un espacio humano donde habitar junto a los
otros, que ya son nuestros, nos-otros,
definitivamente.
Eso es lo que anhelamos después de todo: ser con los demás algo más
que islas, tender puentes entre los diferentes: sensibilidades,
condiciones, hábitos e ideologías. Porque lo que en verdad une no
es otra cosa que el afecto, el amor recibido y otorgado.
Una
casa no es sólo el espacio en que habitamos, sino que también
necesitamos construir en el tiempo, es decir, hacer historia.
Nuestros padres y abuelos nos legaron un patrimonio, una propiedad
que no es de piedra, sino de valores, de espíritu, de formas de
vida, de tradición. Nos entregaron una historia: nuestra propia
historia, narración de cosas que vivieron y les marcaron a fuego el
corazón. Encuentros y desencuentros, amores y odios, traiciones
quizá y también momentos de entrega generosa y ardiente. Pero, por
desgracia, esa casa se nos ha envejecido y no sabemos si tenemos
ánimos para reconstruirla.
Quizá
la gran transformación de la cultura actual sea la imposibilidad de
sentirnos a gusto en nuestra propia casa. Antes había una historia
que contar y en ella nos sentíamos bien: protagonistas de una
epopeya que nos iba a acercar a un futuro de paz y progreso. Ahora ya
no. La historia que vivimos, en este trágico momento, es una
historia sin ninguna promesa, pero con muchas y variadas amenazas. No
tenemos una alternativa global que ofrecer a nuestros hijos, y ello
nos sume en el desconcierto y en la tristeza.
La
pobre historia que habíamos escrito con sangre los humanos, en
muchas ocasiones, se nos ha desleído en sus propias páginas
enmohecidas. Y ahora que parece que celebramos el fin de la historia,
lo hacemos sin ilusión, y, sobre todo, con la nostalgia de los
desmemoriados, de los que no saben, o no quieren saber, ni quiénes
son ni de dónde vienen. Sin historia a la que referirnos, nos
sentimos todavía más desamparados, en medio de una cultura
inhóspita.
Quizá,
desde la marca de nuestra consagración original, podamos aún
ofrecer un signo de casa humanitaria para nuestros hermanos y
hermanas: una casa hecha con nuestras propias manos, de piedras
humanas, amasadas de ausencia y de esperanza a partes iguales. Una
casa que no tiene cimientos en la cultura en la que vivimos, sino en
la promesa de Dios al que creemos, en la que podemos reposar con
confianza la cabeza de nuestra desventurada existencia.
Porque
tendremos un signo de hospitalidad que ofrecer a nuestro mundo
solamente si renunciamos a presentar una historia alternativa del
futuro. No conocemos el camino hacia el que orientar nuestros pasos,
pero nos alegramos por ello y caminaremos alentados por el Espíritu
y por la promesa del Señor. Él será nuestro futuro, la parte de
nuestra heredad, y ello es lo que nos hace confiarlo,
definitivamente, en sus manos. En realidad ese es nuestro cobijo: sus
manos y su corazón de Padre. Su regazo, en el que podemos sentirnos
seguros y confiados a su cuidado amoroso y providente.
Porque,
a estas alturas, tenemos derecho a sospechar de los que han creído
tener en sus manos el camino del futuro (¡todos los totalitarismos
de un signo o de otro!). No nos fiamos de los que afirman conocer el
gran diseño del mundo. Nosotros queremos instalarnos en lo
provisional y en lo concreto y dar los pasos en compañía, memoria y
profecía.
En
compañía, porque sabemos que sólo unidos podemos mantenernos en
marcha hacia lo desconocido, ya que nuestra patria son los hermanos y
hermanas que encontramos en el camino. Pero también queremos caminar
a la luz del recuerdo, y no de la nostalgia. Sabemos que el cristiano
no es de los que vuelven la cabeza cuando abandonan la ciudad
desolada hacia otros horizontes de calidad de vida. Y también con
los oídos abiertos a la profecía: la propia y la extranjera, que la
verdad sólo se nos desvela en la audacia de saber escuchar también
al que no parece ser de los nuestros.
La
paradoja del cristianismo es que ofrecemos un hogar abierto para
todos, pero sin contar una historia de futuro. Cuando Jesús fue
llevado a la muerte, cualquier utopía humana, por perfecta que esta
fuera, se colapsó. Para sus discípulos se frustró la maravillosa
idea de que el Mesías iba a triunfar en Jerusalén. Enfrentados a su
pasión y muerte en cruz, se quedaron sin historia que contar. Y se
traumatizaron.
Y
justo en ese momento terrible, en que su frágil comunidad se venía
abajo, Jesús tomó el pan, lo bendijo y se lo dio diciendo: «Este
es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Jesús encarnó la
esperanza en un signo: el pan roto que une, la copa que nos une en su
Vida para siempre. La eucaristía es la única palabra de futuro que
tenemos: es la que funda una nueva historia. Jesús encarnó, con la
Eucaristía, una esperanza apasionada, una esperanza crucificada.
Los frágiles itinerarios del riesgo
Como
estamos viendo, nuestra sociedad es una sociedad del riesgo. El clima
de riesgo de la modernidad es, pues, perturbador para cualquiera:
nadie puede eludirlo. Pero el coqueteo activo con el riesgo es una
parte importante del clima en el que vivimos. Existen actividades de
un «riesgo cultivado»; la planificación de la vida da razón de un
«paquete de riesgos», corno consecuencia de la búsqueda de un
determinado estilo de vida. Si queremos asumir una vida intensa
tenemos que aceptar un conjunto de valoraciones de riesgo.
Sólo con gran esfuerzo se adquiere un sentimiento de comodidad corporal y psíquica en las circunstancias rutinarias de la vida de cada día. Es el resultado de una vigilancia entrenada. El joven o la joven de hoy es capaz de creer que ciertos momentos decisivos para su propia vida no son resultado del destino. Y, por tanto, los tiene que afrontar.
La
presunción de confianza ante lo que nos va sucediendo a lo largo de
la vida implica el reconocimiento de que todo ello afecta a las
previsiones de futuro. Lo que nos espera no es fácilmente
previsible, porque siempre está sujeto a riesgos que no podemos
controlar. Y también en lo cotidiano, nos vemos enfrentados al
riesgo de tener que tomar opciones y darles un sentido que nos
refuerce la vertebración personal y la seguridad existencial.
La coraza protectora es el manto de confianza que posibilita el mantenimiento de un núcleo de normalidad viable. Cuanto mayores sean los esfuerzos del joven por forjarse reflejamente una identidad clara, tanto más consciente será de que su práctica habitual configura los resultados futuros.
Una
moral fatalista es una posible respuesta generalizada a una cultura
secularizada del riesgo. Y, con frecuencia, los jóvenes se ven
tentados a ello. Piensan que por mucho que se preparen la vida, esta
va a resultarles difícil, y se resignan a ello. Y esto no es bueno.
Pero
también es cierto que muchos momentos decisivos obligan al joven,
por su misma naturaleza, a cambiar de hábitos y reajustar sus
proyectos. La capacidad para trastornar la fijeza de las cosas, abrir
nuevas vías y colonizar un segmento de futuro novedoso forma parte
del carácter inestable de la modernidad. Deberemos estar muy atentos
a esta flexibilidad y prepararles para ella.
Por
eso hablamos de itinerarios frágiles. Si algo caracteriza a los
jóvenes de nuestros días es, precisamente, la fragilidad de los
caminos por los que deberán ir realizando el proyecto personal de su
propia vida. No hay caminos trillados, sino la necesidad de roturar
los propios con esfuerzo y tesón. Y, sin embargo, hay necesidades
que cubrir y deseos que alentar en esta nueva aventura.
La
fragilidad de la construcción de la identidad no debería ser una
cortapisa, sino el camino, que se deberá abordar con la humildad
necesaria de quienes descubren que tienen por delante todo por hacer.
No hay referencias estables, sino la firmeza de saberse en manos de
Dios, que, al llamarnos, nos pide el abandono más radical y más
confiado. Mostrar cómo se va haciendo uno fiel creyente en las
vicisitudes de la vida es un modo de acompañamiento muy necesario.
Los
momentos decisivos son lugares de discernimiento y de entrega. Hay
ocasiones de gracia para abundar en confianza, para dejarse llevar
con docilidad extrema en fidelidad al don recibido. Somos llamados a
vivir en la promesa, que es aquel horizonte en el que sabemos que
Dios nos ama, y nos concede las ocasiones de ir verificando las
opciones de la fe.
Lo
que esperarnos tiene un lugar de garantía. Y lo poseemos en la fe
que profesamos en el Dios de la vida. Tenemos la firmeza de quien
sabe que vive entre el presente y lo que vendrá, entre la rendición
a la realidad y la confianza en lo que aún es proyecto de futuro en
la eternidad del amor de Dios. Los itinerarios del riesgo son los
itinerarios de la formación.
Formar, humildemente, las parcialidades
Ante
el escenario que hemos diseñado someramente, la formación deberá
adecuar sus recursos y evaluar sus capacidades. Con demasiada
frecuencia nos movemos en el ámbito de la mentalidad abstracta y
racional, sin acabar de convencernos de que somos seres
«sentipensantes». El descubrimiento de esta verdadera colonización
del alma por los contextos mediáticos en los que nos movemos, nos
alerta de una necesidad doble: asumir y discernir.
Asumir,
porque no podemos ignorar la fuerza del sentimiento y del deseo.
Discernir, porque deberemos explorar las capacidades de nuestra
cultura del discernimiento para abrir espacios de claridad y de
distancia- miento. Vamos a explorar algunos de ellos:
En
primer lugar no cansarnos de abordar la parcialidad de las
experiencias sentidas y vividas: la experiencia espiritual no se
construye desde un diseño totalizador al que previamente podamos
dirigirnos para consumarla correctamente, sino a través de intentos
parciales de ir evangelizando lo que el sujeto siente y percibe. Una
evangelización de las parcialidades se hace urgente en nuestra
formación.
En
este sentido será importante recordar la sabiduría ignaciana del
discernimiento de espíritus que siempre comienza por el
reconocimiento de lo gustado internamente, para ir acompañando el
proceso teniendo en cuenta los climas espirituales y las etapas del
proceso. El acompañamiento personal y paciente es aquí
insustituible.
Respecto a la turbulencia de los sentimientos y su influjo en la realidad grupal y comunitaria, también deberemos fijarnos y asumirla en primer lugar, para después poder actuar en ella de forma adecuada. La formación debe ser un taller de convivencia en la que los afectos, como realidad de resonancia personal y de asimilación grupal debe ser tenida muy en cuenta.
Taller
de amalgama de afectos y sentimientos, en el que aprendemos a
movernos con mayor soltura en la medida en que discernimos con ellos
y ellas nuestra propia implicación personal. Somos bien conscientes
de lo que ello nos supone como formadores, pero no podemos ignorar
que estamos en medio de ello.
La
vida en común, con personas que no hemos elegido personalmente como
compañeros y compañeras, nos fuerza a estar muy alerta para
experimentar, por un lado, el regalo que se nos hace, y por otro, la
necesidad de delimitar mejor los lindes de la familiaridad y la
amistad que puede ir surgiendo en ella. El modelo familiar no sirve
como referencia y modelo de lo que querernos construir.
El
tema de la sanación de las heridas siempre es problemático.
Deberemos aprender sencillas técnicas de habilidades sociales para
afrontarlas, pero también evitaremos que los contextos formativos se
conviertan en lugares de terapia o de psicología conductual.
Distinguir, una vez más, para poder ejercer el sentido terapéutico
de la vida fraterna y del discernimiento comunitario.
Por
otro lado, nuestra formación es también taller de pertenencia en
donde se deben ubicar los diferentes proyectos personales en la
convocación de una misión siempre subsidiaria. Ello comporta que
sepamos orientar y fortalecer las capacidades y cualidades que se
destaquen en el desarrollo de los que están en formación y, a la
vez, integrarlas en un proyecto común, que siempre debe ser atendido
como una exigencia de la misión recibida.
Nos
parece importante, al margen de la formación más instrumental
(preparación técnica, estudios adecuados, etc.) una formación que
desarrolle aptitudes abiertas para la consolidación y el desarrollo
del cuerpo apostólico. Y no es conveniente estrechar el ámbito de
la profesionalidad, o dirigir en exceso a los que están en formación
hacia una u otra tarea apostólica. La experiencia nos dice que
debemos formar agentes para la misión, en apertura discrecional y
con altura de miras. Concreciones demasiado tempranas son luego
difíciles de administrar.
Los
impactos de la vulnerabilidad social son un elemento clave a tener en
cuenta en los procesos formativos. Se nos prepara para dar cabida a
situaciones de riesgo, a imprevistos sociales o culturales, en una
dimensión siempre abierta a nuevos climas y a figuras resistentes y
comprometidas.
La
vulnerabilidad social es el producto de esta sociedad global que
produce excedentes, inevitablemente. Y ello implica vivir
continuamente con el terreno moviéndose bajo los pies, sin lugares
fijos de arraigo, amenazados por la precariedad del presente y la
inseguridad del futuro.
Formar
para la justicia, con los riesgos que esta siempre conlleva, es una
urgencia apostólica de nuestros días. Deberemos elaborar
itinerarios formativos que incorporen la cercanía a las situaciones
de marginación y de exclusión creciente en las que a todas luces
nos estamos situando. Educar para la justicia, la multiculturalidad,
la integración social, la cultura de la precariedad, etc. deberá
ser una prioridad de nuestros días.
Una
formación para el riesgo y la comunión
En
la formación de las nuevas generaciones nos lo jugamos todo. Nos
jugamos la vitalidad de nuestras congregaciones y la vigencia del
carisma. Nos jugamos el futuro. Por eso es importante que atinemos
bien a la hora de realizar el diagnóstico de la realidad que viven
nuestros jóvenes y de nuestros recursos formativos. Elaborar con
audacia las líneas de la formación para el siglo XXI es una tarea
que nos debe ocupar y preocupar en nuestros días.
No
podemos saber cómo va a ser el futuro, ni nos hace mucha falta.
Querer vislumbrarlo desde un presente convulso como el nuestro, puede
decir mucho más de nuestros propios miedos que de la realidad que
viene. Reconocer que no tenemos un diseño claro del futuro hará que
caminemos en la humildad y que nos dispongamos a dejarnos enseñar
por nuestros jóvenes.
Los
jóvenes, nuestros jóvenes, son el laboratorio del futuro. Nos
miramos en ellos y podemos dejar de lado nuestros temores, porque son
el don que Dios nos regala y porque, como dice el refrán castellano,
«vienen con un pan debajo del brazo». Si conseguimos desenmascarar
nuestros miedos, que enturbian siempre nuestra visión, podremos
contemplar mejor lo que ellos y su futuro nos están ofreciendo.
Pero también son el reto con el que el Señor de la historia
nos está comprometiendo. Y sólo nuestra más estricta fidelidad a
la llamada que Él nos dirige en sus personas y en sus posibilidades
deberá ser nuestro patrimonio. Afrontar el desafío, asumir la
responsabilidad que nos compromete nos conducirá, aunque no
ciertamente sin sobresaltos, a preparar, con ellos y para ellos, el
futuro.
Queremos atrevemos a implementar una formación que asuma a la vez la preparación para el riesgo y para la comunión. Una formación que no se contenta con administrar la penuria, y que no quiere caer en la peor equivocación: quedarnos de brazos cruzados, repitiendo lo de siempre, por miedo a equivocarnos.
El
futuro de la vida consagrada seguirá estando unido a la
desinstalación y el recorte institucional. Por eso fortalecer
nuestras raíces es lo importante, y para ello tendremos que podar
las ramas, aunque aún nos parezcan suficientemente verdes y
frondosas. Sólo así podremos sentirnos ante ellos responsables del
patrimonio que les legamos, y dispuestos a seguir con audacia al
Jesús pobre y humilde del Evangelio.
En
tiempos de crisis es posible creer aún en «la hermanita esperanza»,
como nos recordaba hace años Charles Péguy: una esperanza que brota
a partir de una actitud escrutadora de los signos del no-poder en
nuestra historia, desde la capacidad creadora de una vivencia
apasionada de la misma, y trabajando cristianamente en la
fragmentariedad cultural en que vivimos, insertos en comunidades que
practican la justicia.
Todavía
es posible una esperanza humilde y crucificada pero muy viva y muy
capaz de orientar apasionadamente nuestra frágil existencia y de dar
sabor de Evangelio a nuestra lucha.
Recursos bibliográficos
Sobre
el tema de las esperanzas cristianas me remito, como siempre, a A.
TORNOS, Fin
de
milenio y
esperanza
cristiana, en
AA.VV, Entre
el miedo y
la
esperanza ante la última década del siglo XX,
Madrid 1990, 153
ss.
En la segunda parte de este trabajo acudo a las ideas de la
interesante la ponencia de T. RADCLIFFE, Vida
religiosa después del 1 -S. ¿Qué signos ofrecemos?, en
Vida Nueva 2456
(Enero
2005)
23-30.
la parte más sustantiva sobre la formación proviene de una
aportación mía al Encuentro
Internacional sobre Formación de la Compañía de María, Medellín,
Enero 2005.
COMUNICACIÓN
Comunicarse para ser hermanos y hermanas14
«Para
llegar a ser verdaderamente hermanos y hermanas es necesario
conocerse. Para conocerse es muy importante comunicarse de forma cada
vez más amplia y profunda» (VF 29).
Actualmente
percibimos con mucha intensidad que el tema de la comunicación es
una exigencia vital y que necesitamos profundizar en sus mecanismos.
Queremos saber más sobre él para elevar el nivel de comunicación
en las comunidades.
Sólo
unas premisas al somero tratamiento de algunos problemas más
actuales inherentes a la comunicación siempre con la mirada puesta
en su dimensión operativa. El estilo y el tono de las páginas que
siguen serán algo distintos de los de las páginas anteriores puesto
que afrontamos cuestiones de otra índole e intentamos «morder en la
realidad».
Lo
primero que queremos decir es que la
comunicación no se reduce a la comunicación verbal. Hay
una comunicación no verbal, hecha de gestos, actitudes, atención,
que supera a la puramente oral; ésta sigue siendo en la actualidad
la más «prestigiada» y exigida; y por supuesto que es necesaria,
¡pero no es la única!
Otra
observación: parece que hoy existe más
comunicación verbal que comunión. La
comunicación verbal, en efecto, no es sinónimo de comunión o de
fraternidad, porque, de hecho, puede utilizarse para favorecer el
éxito personal y tener como punto de mira la extorsión del consenso
con los demás: cosa que no es lo mismo que el progreso de la
fraternidad. La excesiva comunicación verbal puede hacer que
prevalezca una opinión y no la verdad.
Hay,
además, una
comunicación parcial que
oculta más que revela, con el resultado de que genera mucho
pesimismo y desconfianza ante el hecho mismo de la comunicación. Ya
se ha hecho notar que una comunicación incorrecta favorece a las
personas más dotadas de capacidad expresiva, pero que no siempre
tienen algo profundo que decir y comunicar.
En
resumidas cuentas, comunicarse con vistas a la fraternidad no
significa saber hablar bien, ni multiplicar palabras, sino saber
entrar en profunda sintonía con el hermano y la hermana a todos los
niveles.
Conviene,
pues, comenzar examinando las dificultades y los equívocos de la
comunicación, para echar después una ojeada a las condiciones que
favorecen una comunicación capaz de hacer crecer la fraternidad.
Las
dificultades de la comunicación
«Conllevaos
unos a otros con amor» (Ef
4,2)
Existen
dificultades reales de comunicación, y en la comunicación, que van
más allá de la buena o mala voluntad y que, a veces, ni siquiera
advertimos; nos conviene tomar conciencia de ellas para dar con las
soluciones más eficaces.
1. Las diferentes formaciones
«La manifestación particular del Espíritu se da a cada uno para el bien común» (1 Cor 12,7)
Nuestras fraternidades están formadas por personas de todas las edades, con mayoría de las menos jóvenes. Esto quiere decir que la mayor parte de sus componentes han vivido estos últimos decenios especialmente agitados y marcados por corrientes diversas de pensamiento, por sensibilidades contrapuestas y por opciones teológicas con notables y diversificadas acentuaciones.
Esto
ha influido también en la formación, que a grandes rasgos puede
sintetizarse en cuatro orientaciones:
—
Orientación
ascética, predominante
hasta el final del Concilio Vaticano ji, consiste en poner la
ascética en el centro de la vida espiritual. Según ella, el
responsable de la buena marcha de la vida fraterna es el sujeto. Se
pone el acento en que las dos virtudes fundamentales que rigen la
vida fraterna son la obediencia a los superiores y la caridad para
con los hermanos y hermanas con quienes se convive.
Es
un tipo de formación que responsabiliza al máximo a la persona, que
debe repetirse constantemente: el primer responsable de la buena
marcha de las cosas soy yo. ¿Qué debo hacer más y mejor? De ahí
la importancia que da a la oración, a los retiros, a los exámenes
de conciencia y a la búsqueda de la virtud.
—
Orientación
teológica, predominante
en el tiempo inmediatamente posterior al Concilio Vaticano u, el cual
había comprendido que no bastaba con indicar el «cómo» hacer
comunidad, sino que había que presentar el «porqué», las
motivaciones profundas de hacer comunidad. Surge de ahí una
verdadera y específica teología de la vida comunitaria, elaborada
desde el principio a partir de la teología renovada de la Iglesia
comunión. Brota entonces la necesidad de la actualización, de la
re-cualificación teológica, de rehacer o construir el bagaje de los
conocimientos teológicos y culturales.
-
Orientación
antropológica, surgida
a mediados de los años setenta, se expande enseguida y tiene
presente la fragilidad de los nuevos y viejos sujetos de la vida
comunitaria; sujetos a los que ya no parece suficiente tener presente
la teología o la ascética, sino que les parece necesario contar con
un apoyo que les ayude a superar sus dificultades, cuyas causas, en
no pocas ocasiones, son difíciles de encontrar.
Esta
orientación se corresponde con el aumento del influjo de la
sociología y la psicología en la cultura contemporánea, como
contribución para dar una respuesta más realista a las crecientes
dificultades de las nuevas generaciones para entrar en la
construcción de la vida fraterna.
-
Orientación
jurídica, surgida
con motivo de los Capítulos o Congregaciones especiales que se
tuvieron entre los últimos años sesenta y los setenta, o con
ocasión de las redacciones definitivas de las Constituciones, que se
fueron haciendo en los comienzos de los ochenta, responde a la
necesidad de contar con un marco jurídico de referencia bien claro,
a fin de que la vida fraterna no esté a merced de las diversas
oleadas de superiores o de las alternantes «modas de modelos».
Se
subraya en esta orientación la importancia de una legislación que
ayude a encarnar el modelo de vida fraterna en comunidades encargadas
de una misión específica. Responde al conocido eslogan: ¡Es
necesaria una nueva legislación, hay que hacer reformas!
Es
obvio que las cuatro orientaciones pueden convivir con toda
normalidad, puesto que son complementarias. Y, de ordinario,
conviven, a no ser que se presenten dificultades graves. Ante nuevos
problemas, surge inevitablemente la pregunta crucial: «¿qué
hacer?». Y es entonces cuando las diferentes orientaciones dan su
respuesta sugiriendo propuestas divergentes, con el peligro de entrar
en vías de colisión.
La
orientación ascética, por ejemplo, tiende a proponer que se retomen
las virtudes olvidadas, mediante retiros y ejercicios espirituales y
mediante la vuelta a la práctica —bastante debilitada— de la
confesión y la dirección espiritual. Se trata, en resumidas
cuentas, de reforzar al hombre interior.
Quien
ha sido formado en la orientación teológica propondrá una
renovación más seria, mediante una formación permanente más
esmerada, mientras que el que ha recibido la influencia de la
orientación antropológica pondrá sobre la mesa la necesidad
urgente de un conocimiento más profundo de la psicología y de
utilizarla con mayor confianza.
Y
quien haya tenido una formación fundamentalmente jurídica propondrá
que se haga una revisión de las Constituciones o de los Directorios,
para crear estructuras más adecuadas a la realidad evolutiva y más
aptas, por ello, para sostener la vida fraterna; es decir, una
reforma de las reglas.
Ni
que decir tiene que ninguna de estas formaciones agota por completo
la problemática de la vida fraterna; y que todas ellas pueden
proporcionar su contribución propia, ya que cada una de ellas toca
un punto relevante de la vida fraterna, un punto que forma parte de
su realidad.
Las
dificultades surgen cuando cada una de esas orientaciones se cree
exclusiva y excluyente, es decir, cuando piensa, sin contrastarse con
las otras orientaciones, que tiene la solución de las dificultades.
Es entonces cuando aparecen los gravosos obstáculos a la
comunicación y, consiguientemente, a la solución de los problemas.
Tenemos
que tomar conciencia de estas y otras «precomprensiones» culturales
y formativas, para no bloquear en su mismo nacimiento el proceso de
comunicación.
2. Las diferentes visiones de la vida fraterna
«Acogeos
mutuamente como Cristo os acogió»
(Rom
15,7)
Lo
mismo que existen diversas misiones específicas, existen también
diversos modelos de realizar la vida fraterna en comunidad.
Históricamente,
se conocen diversos tipos de comunidades: la «pacomiana», que
comienza en Egipto con San Pacomio, no es idéntica, por ejemplo, a
la «basiliana». Efectivamente, la primera está más estructurada
militarmente y es más aislada; la segunda es más ágil y está más
inserta en la iglesia local.
El
modelo agustiniano no es el benedictino. El primero se caracteriza
por una regla bastante flexible y por la exigencia suprema de la
caridad; el segundo tiene una regla muy «reguladora», en la que la
autoridad desempeña un papel relevante en la «búsqueda de Dios».
La comunidad franciscana es una verdadera fraternidad, en la que dar testimonio de la fraternidad forma parte de la misión, mientras que la comunidad ignaciana reduce al mínimo los elementos comunitarios para proyectarse a la misión, entendida como participación en la actuación de Cristo.
Y
así podríamos seguir señalando diferencias. No sin dejar de
recordar que algunas dificultades de estos años han surgido por
haber incluido en las Constituciones propias de una Congregación el
ideal de un modelo de comunidad distinto del que habría sido
funcional para su propia misión específica. Esto ha ocasionado
tensiones entre los partidarios de la «comunidad» y los partidarios
de la «misión», añadiendo nuevos motivos de tensión a los muchos
ya existentes.
Hoy,
en la mayoría de los casos, la tensión está principalmente entre
los que querrían un modelo de comunidad más fraterno (o
democrático) y los que propugnan un modelo en el que la autoridad
retome su papel de guía de un tiempo no remoto.
Pero
las situaciones concretas son bastante más imprecisas, tanto por la
elevación de la edad media de los hermanos y las hermanas como por
los problemas totalmente nuevos que han planteado las decisiones de
colaborar con los laicos y de reorganizar y redimensionar las obras.
Y
también por las Opciones, conscientes o inconscientes, que subyacen
a las diversas priorizaciones. Quien pone por encima de todo el valor
de la verdad o de la veracidad o de la sinceridad, no siempre estará
de acuerdo con quien elige tomando como base el valor supremo de la
caridad, de la unidad, de la armonía, de una concepción sinfónica
de la misma verdad.
No es necesario decir que si no se tiene ante los ojos un modelo común de comunidad o de vida fraterna y una visión común de los valores prioritarios, la comunicación se hace muy difícil, porque cada cual perseguirá inevitablemente la realización de su propio modelo, y el diálogo resultará mucho más complicado y no necesariamente más resolutivo.
3.
Las diferentes vivencias personales
«
Unos
con otros sed agradables
y de buen corazón» (Ef
4,32)
También
entran en el juego, para explicar las dificultades de la
comunicación, las historias personales de los hermanos y las
hermanas. Pensemos, si no, en la «cultura de la discreción»,
propia de un pasado no remoto, que ciertamente no animaba a la
comunicación de problemas o situaciones personales, comparada con la
actual «cultura de la espontaneidad», que favorece toda clase de
confidencias. Son dos mundos totalmente distintos, a los que les
cuesta mucho entrar en contacto y comunicarse. Pensemos también en
la sobriedad verbal del mundo campesino en relación con el de las
ciudades.
Están
también algunas heridas profundas, causadas quizá por confianzas
traicionadas, por confidencias que debían haberse guardado en
secreto y que, sin embargo, se convirtieron en dominio público;
¿cómo se puede pretender, entonces, que la comunicación sea fácil
para quien ha experimentado tan amargos desengaños?
Es
aún más fácil tropezar con quien tiene dificultad para expresarse
por timidez o por sentimiento de inferioridad. Y también con quien
se ha acostumbrado a la pasividad, y con otros a quienes nunca se les
ha pedido su parecer y que, cuando se lo piden, piensan no saber qué
decir o temen decir cosas disparatadas.
Nos
encontramos también con historias marcadas por la falta de libertad,
por el temor a ser corregidos, a ser juzgados, a ser tenidos por
peligrosos o extraños porque no expresan las mismas ideas del grupo.
Y
hay personas con una infancia y un pasado serenos, y otras con una
infancia y un pasado turbulentos; es lógico que sus reacciones sean
distintas y que su visión de las cosas sea más optimista para los
unos y más pesimista para los otros.
Es
frecuente encontrar a personas que utilizan las mismas palabras, pero
cada una de ellas les da un significado distinto. Hasta tal punto que
uno llega a desear, y muy seriamente, que se elabore un léxico común
para atribuir un sentido preciso a las palabras más utilizadas, como
«diálogo», «obediencia», «autoridad», «fraternidad»... El
hecho es que es difícil comunicarse cuando con el mismo vocablo se
entienden realidades diversas, cuando no opuestas.
Todas
éstas son situaciones que ciertamente no facilitan la comunicación;
por eso es necesario conocerlas o, al menos, preguntamos si se
estarán dando en cada caso concreto, para ayudarnos a la mutua
comprensión y desbloqueamos y liberamos de la imposibilidad de
comunicarnos.
Las condiciones de la comunicación
«Acogeos
mutuamente como Cristo os acogió»
(Rom
15,7)
Dadas
todas estas dificultades, surge la pregunta: ¿cuáles son las
condiciones para que una comunicación sea constructora de
fraternidad? La respuesta puede concentrarse, muy sintéticamente, en
tres condiciones:
1ª..
La primera: estar convencidos de que el crecimiento de la fraternidad
es parte del camino de santidad
Para
comunicarse en profundidad, y no sólo para guardar las buenas formas
o solucionar unos problemas prácticos, tenemos que estar convencidos
de que nuestro progreso personal en la santidad depende también del
crecimiento de la fraternidad o, al menos, de nuestro esfuerzo
personal por construir la fraternidad.
Pero
la fraternidad no crece, no es posible, sin una comunicación, no
sólo convencional, sino profunda y verdadera. La interlocución con
el que está a mi lado, como mi prójimo, me ayuda a crecer «en mi
estatura», porque a mi prójimo me lo ha puesto el Señor a mi lado
para nuestro crecimiento en nuestra estatura de hijos de Dios y,
consiguientemente, de hermanos.
Quien
tiene todavía una visión individualista de la santidad, quien
piensa en la santidad en términos de «yo y Dios» y no en los
términos más evangélicos de «Yo-Dios-los hermanos», nunca
sentirá necesidad de comunicarse, ya que el prójimo es, a fin de
cuentas, un extraño o un elemento no prioritario en su relación con
Dios (o con su tranquilo vivir!).
2ª. La segunda: la comunicación nace de la interioridad
Es
uno de los puntos en que más insiste el magisterio del cardenal
Martini: la comunicación verdadera nace del silencio, tiene que ver
con la riqueza interior de cada persona, si no querernos que derive
en charlatanería, en exhibicionismo o en retórica vacía.
La
persona que tiene una experimentada interioridad sabe que el primer
obstáculo a la comunicación es su propio yo, con sus proyectos y
sus ideas que hay que llevar adelante, muchas veces a toda costa. Por
eso, tal persona se pregunta a menudo si de verdad busca las «cosas
de Cristo» o «sus propias cosas». Y entre «las cosas de Cristo»
está efectivamente, y en primera línea, el amor a los hermanos y la
unión de corazones, mentes, intenciones, acciones, vidas y, en la
medida de lo posible, la amistad que podamos construir a través del
esfuerzo diario.
De
la interioridad procede también el respeto a los tiempos de
maduración del prójimo. Para que dos interioridades entren en
contacto, la mayoría de las veces necesitamos la paciencia de los
tiempos largos, precisamente porque se trata de superar los
obstáculos de todo tipo que el complejo «juego de fuerzas» pone en
el terreno.
Y
aun cuando se dé la deseada paciencia, no siempre se produce el
contacto profundo. Efectivamente, aunque a todos y cada uno se nos
invita a dar el primer paso de la comunicación, no siempre el otro o
los otros van a responder dando el paso que a ellos les corresponde.
Sin el consentimiento del interesado, nunca hemos de forzar la
comunicación del otro, ni traspasar su umbral de intimidad. La
comunicación nunca puede imponerse desde fuera.
3ª. La tercera: saber escuchar
Con
frecuencia, la comunicación fracasa o se empobrece porque es de una
sola dirección. Hay quien piensa que existe comunicación por el
hecho de hablar. Acostumbrados quizás a predicar o a hablar desde la
cátedra o desde una posición de privilegio, algunos confunden la
comunicación con las muchas palabras que los otros deben escuchar.
Para
la comunicación que quiere crear la comunidad, eso no sirve e
incluso es un obstáculo. La comunicación fraterna nace de escuchar
al otro; y no sólo de escuchar sus palabras, sino también sus
problemas y el mensaje que emana de su vida, de los requerimientos,
explícitos o implícitos, que nos hace, quizá sólo con una mirada,
un gesto, una alusión... A quien está atento, a quien está
verdaderamente a la escucha, no le es difícil percibir este tipo de
mensajes.
Las
dificultades provienen del hecho de estar excesivamente inmersos en
los propios asuntos, demasiado absorbidos por problemas que nos
parecen inextricables. En estas circunstancias, los problemas de las
personas que están a nuestro lado nos parecen irrelevantes o dignos
de una atención meramente superficial y ligera.
Para
la persona muy ocupada, la atención y la comunicación con el otro,
especialmente con quien no está directamente implicado en sus mismas
ocupaciones diarias, es uno de los problemas más serios y expresa
con enorme claridad cuán grande es la limitación humana. Pero
también expresa muy nítidamente la necesidad de vigilar nuestro
propio estilo de vida, nuestras prioridades, las metas que,
consciente o inconscientemente, perseguimos.
La
dificultad de escuchar es una de las rémoras no sólo para la
comunicación, sino también para la construcción de la fraternidad.
El hermano que no se siente acogido en la escucha pierde la confianza
de tener en el otro a un verdadero hermano y se vuelve a otros, tal
vez extraños, con la esperanza de no repetir la misma amarga
experiencia.
Las formas de comunicación a potenciar
«Para
las personas consagradas, que se han hecho “un solo corazón y una
sola alma” (Hch 4,32) por el don del Espfritu Santo derramado en
los corazones (cf. Rom 5,5),
resulta
una exigencia interior el ponerlo
todo en común: bienes materiales y experiencias espirituales,
talentos e inspiraciones, ideales apostólicos y servicios de
caridad. “En
la vida comunitaria, la energía del Espíritu que hay en uno pasa
contemporáneamente a todos. Aquí no sólo se disfruta del propio
don, sino que éste se multiplica al hacer a los otros partícipes de
él, y se goza del fruto de los dones del otro como si fuera propio”
(San Basilio)» (VC 42).
Las
diversas formas de comunicación ayudan a poner
todo en común y
a disfrutar
del fruto de todos. Echemos
una mirada a las principales formas de comunicación que debemos
potenciar:
1.
La «communicatio in sacris»
«Todos
los dones han sido dados para la común edificación del cuerpo de
Cristo» (Ef
4,7-16)
«Es
de lamentar la escasa calidad de la básica comunicación de bienes
espirituales que existe en algunas comunidades. Se comunica sobre
temas o problemas marginales, pero rara vez se comparte lo que es
vital y central en el camino de consagración. Las consecuencias
pueden resultar dolorosas, porque la experiencia espiritual adquiere
insensiblemente connotaciones individualistas. Se favorece, además,
la mentalidad de autogestión, unida a la insensibilidad por el otro,
mientras que insensiblemente se van buscando relaciones
significativas fuera de la comunidad» (VF 32).
No podía presentarse mejor la situación, sobre la que está de más insistir: ocurre bastante a menudo que es difícil hablar entre hermanos y hermanas de las cosas realmente importantes.
¿Cómo
superar esta situación?
La
experiencia pone en primer plano la meditación comunitaria de la
palabra de Dios, conocida como collatio
o
Lectio
divina comunitaria. Pero
hay que revalorizar también otras formas menos «técnicas», como
la reflexión comunitaria de la palabra de Dios y la comunicación de
las propias experiencias de fe.
Una
palabra sobre la Lectio
divina, personal
y comunitaria, que vuelve a estar en auge estos años, hasta el punto
de que a algunos les parece una moda. Una recuperación que, en todo
caso, hay que saludar con gozo y esperanza.
En
algunos Institutos la Lectio
se
ha convertido en un instrumento bastante eficaz de renovación
personal y comunitaria. Su práctica se ha vivido no pocas veces como
la contribución seguramente más válida a la vida espiritual de los
particulares y de la comunidad. Así lo reconoce abiertamente la
Exhortación La
vida consagrada: «La
meditación comunitana de la Biblia lleva al gozo de compartir la
riqueza descubierta en la palabra de Dios, gracias a la cual los
hermanos y las hermanas crecen juntos y se ayudan a progresar en la
vida espiritual» (VC 94).
Pero
su práctica no siempre resulta fácil, como ocurre con todas las
demás realidades que comprometen en profundidad y están destinadas
a dar mucho fruto. Sin embargo, la recomendamos con todo entusiasmo,
y debería ser, al menos con una periodicidad semanal, parte del
patrimonio espiritual de toda fraternidad que quiera construirse
sobre la base sólida de la palabra de Dios.
La vida de las primitivas comunidades, además de sobre el Espíritu y la Eucaristía, se construía sobre la Palabra o la «enseñanza de los apóstoles». También hoy, la palabra de Dios está en la base del crecimiento de cualquier comunidad cristiana, porque expresa la «lógica» o «filosofía» de una comunidad en cuanto cristiana, es decir, de una comunidad fraterna reunida en el nombre de Cristo.
La
fraternidad de los hijos de Dios crece con criterios muy distintos de
los de otras agregaciones. Y
la
palabra de Dios cultiva y sustenta esta «alteridad» o «diversidad»
o «especificidad».
Del
hecho de compartir esa Palabra se deriva un modo nuevo de
comunicarnos: nos damos cuenta de que tenemos en común ese tesoro,
esa ley, esa norma, ese estímulo, esa visión divina, que quiere
penetrar y transformar la realidad de una convivencia humana.
El
compartir la Palabra introduce en un modo de comunicación más
fraterno, más cordial, más atento, más sereno. Y en la medida en
que nos demos cuenta del patrimonio común y de su fuerza
transformadora, estaremos más dispuestos a participar de la
aportación de los demás y a hacer partícipes a los otros de
nuestras propias aportaciones.
De
esta forma, la fe de uno, hoy débil, puede verse reforzada por la fe
del otro, y el entusiasmo de uno puede levantar el desaliento del
otro; las motivaciones más profundas que están en la base de la
fraternidad se ven reclamadas, reforzadas y compartidas por la
comunidad, y el edificio espiritual de la fraternidad se ve
construido con la aportación de la experiencia espiritual de cada
uno de los miembros.
Las
publicaciones sobre la Lectio
se
están multiplicando y abordan sus diversos aspectos. Es para dar
gracias al Espíritu por este redescubrimiento que está
contribuyendo a reanimar muchas comunidades.
«Especialmente fructuosa para muchas comunidades ha sido la participación en la Lectio divina y en las reflexiones sobre la Palabra de Dios, así como la comunicación de las experiencias personales de fe y de las preocupaciones apostólicas. Esta comunicación, allí donde se practica espontáneamente y de común acuerdo, nutre la fe y la esperanza, así como la estima y la confianza recíprocas, favorece la reconciliación y alimenta la solidaridad fraterna en la oración» (VF 16).
2. La corrección fraterna
«Corregíos mutuamente» (Rom 15,15)
Es una forma importante de comunicación, que más bien ha caído en desuso en estos últimos decenios, pero que deberíamos recuperar con valentía. En la tradición siempre ha sido muy apreciada, partiendo de San Pablo, que hacía a los romanos la siguiente recomendación: «Corregíos mutuamente» (Rom 15,15), y esta otra a los gálatas: «Incluso si a un individuo se le cogiera en algún desliz, vosotros, los hombres de espíritu, recuperad a ese tal con mucha suavidad; estando tú sobre aviso, no vayas a ser tentado también tú» (Gal 6,1-2).
Habría
que recuperarla, además, porque actualmente los superiores parecen
haber perdido el valor para llamar la atención. Se ha apoderado de
los hermanos y las hermanas una alergia tan aguda a recibir aun la
más mínima advertencia de parte de la autoridad, que ésta prefiere
muchas veces mirar hacia otro lado, con el peligro de que los
hermanos y hermanas persistan tranquilamente en sus defectos, de los
cuales muchas veces ni siquiera son conscientes.
Basta pensar en la diferencia que habría entre las confesiones de mis pecados que harían los otros, si se las pidieran, y las que yo hago habitualmente. Esta disparidad de juicio —por la que lo que para mí es mínimo e irrelevante, para los demás es no pocas veces grave e importantísimo— muestra las heridas que yo puedo infligir a la comunidad, aun sin darme cuenta de ello.
La
vuelta a esta forma evangélica de comunicación es altamente
constructiva para la fraternidad. Quien quiera ayudar a la comunidad,
y no obstaculizarla, puede elegir a uno de sus miembros para que le
«amoneste» en privado haciéndole notar los comportamientos que
perciba como heridas a los hermanos. De esta forma, no solamente se
ayuda a la fraternidad, sino también al mismo hermano, que
encontrará siempre nuevas ocasiones, y bien individualizadas, de
crecer en la caridad y en el espíritu fraterno. Con tal de que esta
ayuda no aísle de los otros y no se convierta en un sustituto de la
autoridad.
Actualmente
algunos proponen también la promoción
fraterna, que
consiste no sólo en hacer notar los defectos, sino también en
mostrar al hermano las cualidades que debería desarrollar y los
talentos que podría sacar a la luz. Para algunos (,para todos?) esta
forma de subrayar las cualidades positivas que poseen los hermanos y
las hermanas, que a veces ni ellos mismos perciben —entre otras
cosas, porque apenas solemos alabárselas—, resulta altamente
alentadora y ayuda a desarrollar al máximo las cualidades y talentos
propios.
La
promoción fraterna, cuando está movida por un amor sincero al
hermano, a la fraternidad y a la misión, es una valiosa ayuda para
no desperdiciar las riquezas del Espíritu. Sigue siendo un pequeño
misterio por qué muchos han de esperar a la muerte para oír (!) el
elogio de sus virtudes y buenas cualidades. Es sorprendente que sea
más fácil «llorar con quien llora» que «alegrarse con quien está
alegre», lo mismo que es más fácil subrayar un defecto que una
cualidad positiva. ¿Por qué? Ahí tenemos un excelente tema de
reflexión comunitaria.
Una
forma de corrección fraterna comunitaria es la revisión
de vida, que
permite una evaluación periódica de la fraternidad sobre la base
del conocido método de «ver, juzgar y actuar». Esta forma de
comunicación también tiene raíces en la tradición espiritual en
la que existía el «capítulo de culpas».
También
está la revisión de vida no buscada, «instantánea», que dimana
de las «insinuaciones», «puyazos» o alusiones más o menos
amables que los hermanos y hermanas nos hacen de vez en cuando. Nos
pueden afligir y doler, pero son una ocasión providencial, no para
replicar precisamente, sino para hacernos reflexionar y examinarnos
sobre lo que nos dicen. Seguramente es una escuela dura, pero
indudablemente saludable, porque, al poner al vivo nuestros defectos,
nos ofrece la oportunidad de corregir- nos y mejorar. Los puyazos
duelen, pero para quien tiene deseos de mejorar, son curativos;
aunque no sean pedidos, pueden convertirse en un medio de
comunicación, al menos indirecto, pero eficaz.
3. El consejo y la guía espiritual
«Por
lo que se refiere a los más jóvenes, si quieren hacer avances
notables y vivir conforme a los preceptos de Nuestro Señor
Jesucristo, no han de ocultar ningún movimiento secreto del alma, ni
proferir ninguna palabra incontrolada. Al contrario, es necesario que
desvelen los secretos del corazón a los que están designados para
ello, es decir, a los que se ocupan benévola y caritativamente de
los hermanos más débiles. Todo el bien que haya en ellos podrá así
verse reforzado, y el mal será corregido oportunamente. Gracias a
esta colaboración, llegarán, a través de un continuo progreso,
hasta la perfección». Así se expresa San Basilio en un texto que
refleja tanto la importancia de una comunicación sincera y abierta
como la necesidad de guías espirituales dispuestos a ayudar a los
principiantes.
La
atención al hermano y a la hermana comporta también no sustraerse a
la práctica del consejo espiritual, que es una forma elevada de
comunicación de las «cosas santas»: quien tiene más experiencia
sostiene a quien tiene menos, en un camino que no puede ser inventado
por cada persona.
El
consejo espiritual y la guía espiritual no sólo permiten evitar los
errores del camino, sino que ayudan a reavivar el amor a Dios, que es
también la base del amor a los hermanos. Son, en definitiva, una
contribución más a la vida fraterna.
4. Las reuniones periódicas
«Somos
solidarios unos de otros» (1
Jn 1,7)
Las
reuniones periódicas de la comunidad se cuentan ya entre los medios
indispensables de la comunicación. Hace años, eran indudablemente
más populares; luego, tal vez por las excesivas expectativas que
habían despertado, o por haber abusado de ellas, decayó su estima y
su práctica. Aunque redimensionadas, hoy son justamente consideradas
como indispensables. He aquí algunos puntos sobre los que
reflexionar:
a) Son de gran utilidad: en efecto, permiten examinar los problemas, programar y verificar en común. En este sentido, constituyen una excelente expresión de la corresponsabilidad y son una ocasión permanente de crecimiento de la comunidad y de cada miembro, que ha de confrontarse con los demás. Permiten, además, desarrollar un estilo de confrontación pacífica y educada, que prepara y habitúa a colaborar y a compartir; un estilo que resulta necesario sobre todo para la correcta colaboración con los laicos.
b) No siempre son fáciles, porque pueden resultar contraproducentes si no se respetan algunas reglas sencillas pero esenciales.
El
problema de las reuniones aparece ya desde los primeros tiempos: San
Pablo, en la Primera Carta a los Corintios (11,17-24), habla de las
dificultades de las asambleas eucarísticas, puestas en peligro por
las divisiones entre ricos y pobres y porque cada cual sólo piensa
en sus propios intereses.
El
apóstol sugiere el remedio: a imitación de Jesús, que se entregó
a sí mismo y que nos convoca precisamente para hacer memoria de esa
entrega, cada cual tiene que renunciar a sí mismo si quiere
progresar en la fraternidad. La mayor o menor presencia de esta
disponibilidad explica las mayores o menores posibilidades de éxito
de los encuentros, cuya finalidad no es solamente lograr metas
apostólicas, sino también crecer en fraternidad.
Otra
fuente de dificultades hay que buscarla en la impericia de quien las
modera o en el excesivo protagonismo de alguna personalidad que no se
arriesga a poner sus cualidades al servicio de la fraternidad y 0pta
por su afirmación personal. Es cosa humana, pero no fraterna ni,
consecuentemente, cristiana.
Podría resultar útil preparar a los miembros de la comunidad para hacer de «moderadores», por turnos, en las reuniones.
c) Para su buen resultado, la experiencia sugiere tener presentes algunas reglas:
—
en
primer lugar es
preciso establecer de antemano la naturaleza de las reuniones, es
decir, determinar si son informativas, formativas, consultivas o
deliberativas, precisamente para salir al paso de expectativas que
pueden transformarse en desilusiones; también es indispensable tener
claridad en la modalidad que va a seguir el proceso de decisión;
—
en
segundo lugar todos
los participantes deben conocer con tiempo el orden del día, que
deberá ser lo más detallado posible; la falta de información no
garantiza la seriedad del debate ni de las conclusiones;
—
en
tercer lugar si
las dificultades aparecen de forma repetitiva, es muy conveniente
dejarse ayudar por expertos en dinámica de grupo; con frecuencia es
la inexperiencia, junto a bloqueos personales, la que hace que los
encuentros resulten infructuosos; un experto puede contribuir
valiosamente a establecer las modalidades más adecuadas de la
comunicación;
—
en
cuarto lugar conviene
prever un final alegre y agradable, que pueda servir para
desdramatizar y relajar las tensiones que son inevitables cuando se
han puesto sobre el tapete cuestiones candentes. Estas cuestiones son
cada vez más frecuentes, dado el delicado momento por el que estamos
atravesando. ¡Un piscolabis, unos pinchos, unos dulces... son
magníficos relajantes!
d) In dulcedine societatis quaerere veritatem (Buscar la verdad en la dulzura de la comunidad). Una fraternidad serena y unida ayuda en la búsqueda de la verdad: así lo afirma la tradición dominicana.
Las
reuniones no son sólo momentos de decisión, sino también momentos
de crecimiento «cultural» de la fraternidad, es decir, momentos de
formación permanente. La fraternidad necesita contar con momentos de
reflexión y profundización en temas actuales, relacionados con los
grandes problemas de la sociedad, la Iglesia, la ética, la
espiritualidad, la misión, la vida consagrada... ¿Por qué no
enriquecemos con los recíprocos saberes y experiencias y, de vez en
cuando, con la lectura de los principales documentos de la Iglesia?
Los
encuentros comunitarios son, además, ocasión para poner en común
las propias dificultades apostólicas y los fracasos, así como los
éxitos y las iniciativas afortunadas, a fin de sostenemos y
ayudamos.
En
esos encuentros también deberíamos adiestrarnos en la comunicación
y el debate sereno de los temas que son objeto de discusión o de
crítica. En nuestra sociedad de la comunicación es muy importante
aprender un estilo de comunicación y de diálogo civilizado que en
no pocos casos nos puede ayudar también en la misión.
Y
dar cuerpo, también, a la tan deseada y pocas veces realizada
«formación permanente». Cuando estamos agobiados por el excesivo
trabajo o perezosos por el demasiado poco (!), difícilmente sentimos
la necesidad de la formación permanente, es decir, de encuadrar
nuestros propios problemas en el vasto campo de las transformaciones
de todo tipo que están asaltando a la sociedad y, consiguientemente,
también a la misión y a la vida fraterna.
Ciertos atrasos culturales en nuestros ambientes se deben a la repetitividad, a la rutina, que no dejan espacio a la toma de conciencia de la mutación global que se está produciendo y que nos exige, por el contrario, estar renovándonos continuamente. Aunque el núcleo de la verdad revelada sea inmutable, las situaciones en las que esa verdad ha de encamar- se cambian de año en año, y quien no está al tanto de esos cambios pronto se encuentra desplazado. Hay una «verdad de las situaciones» que hemos de actualizar constantemente. Actualización que los encuentros periódicos pueden favorecer o, al menos, hacer que la sintamos como necesaria.
En
una fraternidad donde se vive responsable y corresponsablemente la
misión, se «aprende a aprender», día tras día, de la vida, de la
experiencia compartida, de las informaciones que intercambiamos, de
las lecturas que hemos hecho, de la circulación de ideas.
«Una
de las finalidades de estas iniciativas es formar comunidades
maduras, evangélicas, fratemas, capaces de continuar la formación
permanente en la vida diaria. La comunidad religiosa es la sede y el
ambiente natural del proceso de crecimiento de todos. Es el lugar
donde, día a día, se nos ayuda a responder como personas
consagradas a las necesidades de los más postergados y a los retos
de la nueva sociedad» (cf. VF 43).
5. El diálogo
«Sea cada cual pronto para escuchar lento para hablar» (Sant 1, 19)
También el diálogo ha pasado en estos años por situaciones alternantes: se ha pasado, de su exaltación en los tiempos del Concilio, a un cierto escepticismo en nuestros días. Se le ha acusado de inconclusividad, de fomentar la conversación frívola, de ser un instrumento peligroso para quien posee una lengua desenvuelta y tiene fáciles y prestos los argumentos. Hay quienes desconfían abiertamente de él, diciendo que hemos caído en la «verborrea».
Hemos
de saber que el diálogo tiene un límite, del que debemos ser
conscientes. Mientras que la caridad no tiene límite ninguno, el
diálogo sí lo tiene: es la verdad, que no admite componendas. Si no
reconocemos este límite, vamos al encuentro seguro de las
desilusiones.
A
la comunidad que quiere ser una comunidad fraterna se le ha
encomendado la tarea de abrir y reabrir el diálogo con todos (cf. VC
51).
La
Exhortación Apostólica La
vida consagrada dedica
una sección entera a invitar al diálogo; en ella se anima a las
personas consagradas a poner el diálogo al servicio de la unidad de
los cristianos (nn. 100-101) y del entendimiento interreligioso (n.
102) y a practicarlo con los que andan buscando a Dios (n. 103).
La
responsabilidad es grande, si las palabras tienen un significado
preciso: «La Iglesia encomienda a las comunidades de vida consagrada
la particular tarea de fomentar la espiritualidad de la comunión,
ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y
más allá aún de sus confines, entablando o restableciendo
constantemente el diálogo de la caridad, sobre todo allí donde el
mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o las locuras
homicidas. [...] Estas comunidades se presentan como signo
de un diálogo siempre posible y
de una comunión capaz de poner en armonía las diversidades» (VC
51).
Es una auténtica labor misionera, que no se improvisa, sino que se prepara con su práctica diaria en la vida fraterna.
Y
—digámoslo una vez más— el éxito del diálogo nace en primera
instancia de la capacidad
de escucha: «Pronto
para escuchar, lento para hablar» (Sant 1,9). Bonhoeffer hace esta
observación: «Hemos de escuchar al hermano con el oído de Dios,
para que se nos conceda hablar con la palabra de Dios».
Efectivamente, «el que no sabe escuchar al hermano, a la larga no
sabrá escuchar a Dios».
Cuando
no sabemos escuchar, nos exponemos al riesgo de pronunciar sólo, y
como mucho, «palabras piadosas», de dar «charlas espirituales» o
de ser falsamente condescendientes. La escucha del hermano y la
hermana en las cosas pequeñas es premisa de la escucha más sincera
de la palabra de Dios.
También
por sus cometidos misioneros, la vida fraterna tiene que ser una
escuela
de diálogo; un
diálogo que es un estilo de vida y de convivencia entre los que
viven en la misma casa.
Pero
esta práctica brota de una convicción arraigada de que el diálogo
no es tanto un instrumento para llegar a un compromiso, cuanto un
medio noble para hacer que emerjan las cualidades de cada uno, para
comprender las intenciones verdaderas de los demás, a fin de
construir una fraternidad más auténtica y poner a disposición de
la misión todas las energías y carismas que el Espíritu ha
distribuido.
El
diálogo es normal allí donde la eclesiología de comunión se vive
como una «verdad»: La fraternidad, como la Iglesia, está
construida por la aportación de los dones que el Espíritu reparte a
cada uno. El primer paso es tener esta realidad como verdadera y
digna de ser perseguida, antes o al mismo tiempo que las demás
realidades. Parece obvio y fácil, pero la dura realidad de cada día
extiende a veces una nube muy espesa sobre todo esto y conduce a
otras lides.
El
diálogo es necesario también para afrontar
los conflictos, inevitables
en toda convivencia humana. Reconocer que todos y cada uno pueden
contribuir —y tener, por tanto, «su» propio parecer— desemboca
inevitablemente en valoraciones distintas y en divergencias acerca
del modo de coordinar las distintas aportaciones. De ahí que surja
la posibilidad de conflictos que, de por sí, no son síntoma de mala
salud de la vida fraterna. La ausencia de conflictos no siempre es
señal de buena salud, porque puede ser manifestación de falta de
interés, de deseos de vivir tranquilamente y de abulia respecto a
los grandes y pequeños problemas.
De
ahí la necesidad de afrontar positivamente los conflictos
inevitables, sin demonizarlos. En nuestros ambientes existe un miedo
innato al conflicto, miedo que hemos de superar valientemente. El
problema no es tanto la conflictividad, sino su gestión y su
superación. Uno de los medios más eficaces para gestionar las
crisis y los conflictos es precisamente el diálogo. Un diálogo
paciente, tenaz y flexible; un diálogo que se aprende en la escuela
cotidiana de la vida fraterna.
APOYO EN LAS DUDAS
«También
hemos de ser capaces de compartir nuestras dudas. Precisamente cuando
un hermano entra en el desierto de la falta total de sentido, es el
momento de dejarle hablar. Debemos respetar su lucha y no cortarle la
palabra. Si un hermano tiene el coraje de compartir esos momentos de
oscuridad y carencia de sentido, y nosotros el de escucharlo, puede
suceder que nos haga el más preciado don de sí mismo.
El
Señor puede llevar a un hermano a la noche oscura de Getsemaní.
¿Nos echaremos a dormir mientras él lucha? Nada une tan
estrechamente a la comunidad como una fe por la que, para alcanzarla,
hemos tenido que luchar juntos. Esforzándonos juntos por descubrir
el significado de lo que somos y de lo que estamos llamados a hacer a
la luz del Evangelio, quedaremos maravillados por Dios, que siempre
es nuevo e inesperado. Nos asombraremos de encontrarnos y
descubrirnos recíprocamente como si fuera la primera vez» (T.
Radcliffe).
UNA
NOTA AUTOBIOGRÁFICA DE PABLO VI
«Los
otros: ese misterio hacia el que he de volverme continuamente. Los
otros, que son míos. Los otros, que son el mundo. Los otros, a cuyo
servicio estoy yo. Así es: todos ellos son mi prójimo. ¡Cuánta
bondad es necesaria! Cada encuentro debería provocarme una
manifestación de bondad. Simpatía para con todos: ¡dilexit
mundum!
¡Qué
corazón se necesita! Un corazón sensible a cualquier necesidad; un
corazón dispuesto, un corazón libre, un corazón magnánimo, un
corazón propicio a toda delicadeza, un corazón piadoso y abierto a
todo alimento de lo alto» (1963).
6.
El clima de las comidas comunitarias
«Los
discípulos comían juntos, alabando a Dios con alegría y de todo
corazón» (Hch
2,46)
Las
comidas en común son —o deberían llegar a ser— el momento en
que nos liberamos de nuestros problemas y disfrutamos de la libre
expresión de la fraternidad. También ellas pueden hacer una
contribución no indiferente a la construcción de la fraternidad.
Lo
importante es acudir a la mesa con el propósito de no descargar
sobre los demás nuestras angustias y nuestras cruces. Este simple
propósito puede introducir en una verdadera experiencia pascual. El
esfuerzo por superarme, por no volcar mis preocupaciones sobre los
demás, me ayuda a redimensionar mis problemas y a vivirlos de forma
menos dramática. La fraternidad también es una ayuda —y no
secundaria— en este sentido. No hace falta decir que las comidas
demasiado serias dificultan la digestión casi tanto como la mala
cocina. Y que ciertos mutismos sistemáticos y persistentes, casi
ostentosos, minan la fraternidad, como el ayuno prolongado mina las
fuerzas físicas.
El
tiempo de las comidas es el momento de la distensión, del «leve»
acercamiento a los problemas, del buen humor, del «Ved qué hermoso
es que los hermanos vivan juntos!». Es también el momento de
recordar el programa que San Agustín hizo colgar en su refectorio:
«Quien guste descalificar la vida de los ausentes con murmuraciones,
sepa que no es digno de sentarse a esta mesa».
Conclusión
Cedamos la palabra a un testigo de la vida fraterna, Jean Vanier:
«Una
de nuestras preocupaciones más importantes ha de ser crear en
nuestras comunidades una atmósfera de paz, de autenticidad y de
pobreza, un espíritu que permita a las personas centrarse en lo
esencial.
La paz y la alegría son dos cosas esenciales que los jóvenes buscan en todas las Congregaciones. Ellos quieren saber si las personas se aman de verdad y si son discípulos del Señor.
Cuando
se visita una comunidad, enseguida se percibe si se trata de una
comunidad de cristianos que se aman los unos a los otros o si, por el
contrario, como dice Aristóteles, es una “manada dispersa de vacas
que pastan en el mismo prado”, o si hemos ido a parar a un hotel.
Cuando
hay amor mutuo que introduce en una unidad verdadera, se produce un
clima de paz y alegría evidentes.
No
son las palabras lo que cuenta, sino la comunicación no verbal, la
mirada, la sonrisa, la mano tendida, los ojos que expresan miedo o
angustia o, por el contrario, apertura y acogida.
Todo
esto nace, a mi juicio, de un contacto personal, vivo y amoroso con
Jesús, porque El cuida de nosotros y nos ama».
El
ANAQUEL
PARABOLA TERCERA
Luis Lozano
ABRAHAM, CONTADOR DE ESTRELLAS
LOS BUSCADORES DE ESTRELLAS
La sesión empezó con la presentación de los Reyes Magos. La hizo Amós, pastor que velaba las vigilias el día en que se cumplió el tiempo. Una estrella fugaz pasó por la cueva donde esperaba, y supo que algo maravillosos sucedía. Lo confirmó cuando llegaron a Belén tres desconocidos magnates, a quienes un ángel apellidó como Magos.
Dio el Padre Dios la palabra a Melchor. Muchos niños gritaron al verle : ¡Aleluya! ¡Aleluya!
Les envió besos en un gesto parecido a como en la tierra les enviaba caramelos.
Y Melchor convocó a Gaspar y Baltasar para que le asesoraran sobre astronomía.
Solo Dios Padre conoce las estrellas por su nombre. Solo El sabe su número, brillo y tamaño. Comentó el Rey Mago.
Las estrellas de Dios tienen nombre; las llama jaspe, zafiro, calcedonia.., topacio, crisoprasa, jacinto…; a otras las llama, lirio, rosa, mariposa, suspiro, viento, susurro, brisa, pasión, amor.....
Dios Padre, cada diez millones de años, manda alguna nueva para recreo de los sabios.
Pero a alguna las reservó para misiones especiales. Cuando llegó el momento culminante envió a la estrella Dios Con Nosotros y nos la dejó ver en el Oriente, a nosotros que estuvimos toda la vida buscando caminos de estrellas.
Gaspar intervino diciendo que a otras las mandó a coronar la cabeza de la Escogida.
A otras, apuntó Baltasar, mandará cuando se conmuevan los cielos y la tierra tiemble porque llega el día de la vuelta postrera del Hijo para juzgar a los vivientes.
EL HOMBRE DE UR
Fue entonces cuando intervino Abram, que se había cambiado en Abraham, por ser el padre de innumerables creyentes.
Pero para ver las estrellas, señalaba el de Ur, hay que salir de la tierra, de los mundos; hay que dejar hasta el amor a la tierra propia. Solo el peregrino, el hombre que busca los oasis del tiempo , solo quienes dejan su Oriente feliz y siguen el curso del sol, pueden , por la noche - solo por la noche - ver las estrellas, y contarlas. El estático instalado solo ve el astro del día y al satélite de la noche. Poco firmamento.
ABRAHAM, CONTADOR DE ESTRELLAS
Era un día de simún abrasador. – continuó Abraham - y yo estaba sentado bajo el encinar de Mambré; bebía para refrescarme leche de cabra y cayó sobre mi un sopor invencible.
Y vi a tres ángeles que me anunciaron que sería padre de muchedumbres que guardarían el pacto con Yavé. Cuenta si puedes las estrellas. Y desde entonces, yo Abraham, me pasaba las noches contando estrellas.
Y Sara contaba riéndose las arenas que se extendían en el desierto de Sodoma.
(Porque tanto Abraham como Sara se rieron de la promesa; se extrañaron tanto que no creyeron. Pero pensaron que el sueño pudiera llegar a ser realidad. Y siguieron contando estrellas de noche y arenas de día).
ESTRELLAS Y ARENAS
Cogió la palabra ahora Baltasar y continuó diciendo: como Sara era estéril , le dio permiso a Abraham para que entrara en Agar su esclava; y Agar le dio a Ismael, hijo de las arenas, belicoso e indómito... También sería hijo de Abraham, pero de la carne esclava. Y cuando el padre tenía ya noventa y nueve años y Sara seguía riéndose, fue concebido el hijo de la promesa, Isaac.
Eran tiempos difíciles aquellos – continuó Abraham - : había diluvios, Sodomas y Gomorras, exterminio de reyes y de pueblos.... Había que proteger a las estrellas. Por eso, Dios Padre dejó que tuviéramos hijos de las esclavas.
El hijo de la esclava era hijo de la carne, pero el hijo de Sara la que siempre reía, sería hijo del espíritu.
Sara, que da hijos del espíritu, ríe siempre porque esos hijos son hijos del milagro, hijos de eunucos y estériles; son la muchedumbre que lleva túnicas blancas en la Corte del Cordero, distribuidos en tribus, según las galaxias. Son los hijos de la risa, del asombro ; como el que se produce al contemplar, en una noche de estrellas, el cielo azul.
MIRAR LAS ESTRELLAS
Los PROFETAS siguen contando estrellas; tienen el alma dividida entre el cielo y el mar. Usan brújulas marinas periscopios angélicos, y compases de altura y profundidad; buscan en las playas hijos de Abraham.
Y el exiliado de Ur llegó a los ciento veinte años, pero no le dio tiempo a contar todas las estrellas y a numerar todas las arenas del mar. Por eso, sus descendientes siguen multiplicando los hijos de Dios.
Isaac fue el nuevo Adán que tuvo dos hijos : el fiel y el infiel. Esaú sería el hijo de Edom, donde los samaritanos adorarían a Dios en Garizim; y Jacob – Israel - era el fiel que adoraría a Dios en Sión, en espíritu y verdad.
Dios hace trampas para escoger a los suyos. Agar, la esclava, dará areniscas en vez de arenas; pero engendró a Ismael, que vivirá entre Asida y Egipto, enfrentado a sus hermanos.
Rebeca decretó que el mayor serviría a su hermano menor, Jacob. Para excitar el vientre de Sara, Abraham entró en el de Agar. Jacob suplantó a su hermano por arte de Rebeca. Y Dios Padre aceptó la trampa porque siempre ha escogido al más pequeño. Para Dios no hay más derechos de primogenitura que el de su hijo Unico.
LOS HIJOS DE LA JUVENTUD
y los hijos de Abraham siguieron contando estrellas. Así que Jacob - el pueblo de Israel- tuvo que tomar varias esposas y fecundar esclavas. Eran más numerosos los pueblos paganos; había que normalizar el pueblo de Yavé, a partir del cual todos los hijos de Dios serían fieles.
Y Jacob tuvo con Lía – tierna de ojos, hija mayor de Labán - a Rubén , Simeón, Leví, Judá, Isacar y Zabulón. Fueron hijos de Raquel – la menor, muy esbelta y hermosa- José y Benjamín. Bala, la esclava de Raquel, ( Jacob supo que Rubén, el primogénito ,se acostó con Bala; por lo que le quitó su primacía a favor de Judá), le dio dos hijos, Dan y Neftalí ; y Zelfa, la sierva de Lía, le dio otros dos : Gad y Aser..
Y Jacob asignó a sus hijos cualidades agresivas de supervivencia: agua hirviendo, león, asno y pollino, caballo, hiena.. Eran los nombres de estrellas y luceros peleones.
Pero al león de Judá no le faltaría el cetro en sus manos ni el báculo entre sus piernas, hasta que viniera aquel cuyo es, y al que darían obediencia todas las naciones.
Y a su descendiente, dominador de leones con honda en Belén, músico arpista a la luz de las estrellas, le asignó Dios Padre una estrella de cuya luz nacerá el esperado de las gentes.
Desde entonces, decía Abraham, sigo contando estrellas y no terminaré de contarlas, hasta que el cielo entero se conmueva y avise Dios Padre del fin. Y entonces, todas las estrellas, cada una distinta en su luz, alumbrarán los nuevos cielos, donde cada estrella tendrá el nombre secreto con que Dios conoce a cada una.
LAS ESTRELLAS QUE CAYERON DEL CIELO
Un día , continuó Abraham, en que como de costumbre, contaba estrellas a la sombra del encinar de Mambré, tuve un nuevo sopor celestial; vi en sueños al ángel de Dios que me avisaba de la destrucción de Sodoma y Gomorra, dos ciudades que habían pervertido la carne.
Y pedí al ángel audiencia con Dios. No estaba conforme con que destruyera la ciudad entera; pues Dios Yavé era justo, debía tener en cuenta a los cincuenta justos que yo creía había en las dos ciudades. Y Dios, lento a la ira, siempre misericordioso, me dijo que salvaría a la ciudad si había cincuenta justos. Pero ¿y si había solo cuarenta , o treinta o diez…? El Padre me concedió que no destruiría las ciudades…
Pero no encontró Dios Padre ni diez justos en Sodoma; solo encontró cuatro. Por tanto , destruyó las dos ciudades.
Se salvaron Lot y sus dos hijas – en un pueblo en que la carne se había pervertido, Lot era justo porque engendró dos hijas , ( en la ciudad corrompida, ya entonces, la parejita).
Y Dios Padre reservó la pequeña ciudad de Segor para Lot y su familia. Pero su mujer se retrasó acicalándose en el baño ante el espejo y por recoger unos amuletos y unas joyas sin valor; y una lengua de lava que salía de Sodoma la alcanzó, convirtiéndola en una bola de sal.
NUEVO FIRMAMENTO
¿Se salvarán muchos? , preguntó Santiago a Dios Padre.
Hay doce puertas de entrada en el Reino Nuevo, respondió el Creador. Todas las estrellas del cielo, todas las arenas de la playa del mundo caben en su recinto. Son tantas que no acabo de contarlas. Pero ya las conozco por su nombre. El acusador de los creyentes no tiene lugar en el cielo nuevo. Era el gran dragón que arrastró con su cola a un tercio de las estrellas del cielo, y fue vencido por Miguel y sus ángeles.
Y Abraham, desde su seno, terminó: cada estrella recibe su nombre al volver al Padre Dios; solo los que dicen la consigna, los que saben su nombre, entran en su cielo estrellado.
Entonces, todas las estrellas se hacen una sola luz, la del Cordero de Dios, el que es y el que era; luz única de los nuevos cielos.
Y Abraham , contador de estrellas, recibió del Padre Dios, el nombre de padre de todos los creyentes.
PÉREZ-REVERTE, Arturo
CABO TRAFALGAR. Un relato naval
Madrid, Editorial Alfaguara, 2004 ( 1ª y 4ª edición: octubre de2004) – 269pp.
Arturo Pérez-Reverte no necesita presentación. ¿Quién no conoce La Tabla de Flandes, La Carta esférica, La piel del tambor… o la serie de El Capitán Alatriste? Estos títulos y otros más han gozado del favor del público lector y conocido numerosas ediciones. También la batalla de Trafalgar debe ser conocida de todos pues ha pasado a formar parte de nuestra mitología nacional como ejemplo de sacrificio inútil y origen de la decadencia naval española.
Hablemos de Cabo Trafalgar. La contraportada del libro nos dice que “en vísperas de la batalla de Trafalgar, Alfaguara pidió a Arturo Pérez-Reverte un relato…” Es, pues, una novela hecha por encargo lo que, en mi opinión, afecta no poco al resultado final. No ha nacido de la espontánea inspiración del autor, sino de la sugerencia de una editorial que quería combinar la solvencia del autor con lo atractivo del acontecimiento. Mi ejemplar señala la cuarta edición. Desconozco su posterior fortuna pero todo da a entender que la fórmula ha funcionado editorialmente.
Están al margen de la novela, pero no dejan de ser un acierto, las ilustraciones y esquemas que sobre los barcos de la época y el desarrollo de la batalla nos ofrece el autor en las páginas que preceden al texto, así como, en las finales, la noticia sobre la suerte que corrieron los navíos españoles durante de la batalla. Con ello ha hecho más fácil e inteligible la difícil terminología del mar.
Si Pérez Galdós crea un personaje de ficción para narrarnos la batalla, Pérez-Reverte se inventa un navío de 74 cañones, el Antilla, con el mismo fin. Desde él nos cuenta casi todo lo que sucedió aquel 21 de octubre. No me parece que sea esta invención un acierto narrativo, pues uno tiene la impresión que al final no sabe qué hacer con él. En el apéndice se justifica como un derecho del autor “manipular la historia en beneficio de la ficción”. ¡Incierto derecho! Su ejercicio indiscriminado puede dar frutos de tan dudosa calidad como El código Da Vinci de Dan Brown.
Encuentro que Cabo Trafalgar se lee bien, es entretenida, posee un estilo fluido y está contada con habilidad narrativa. Pero no todos son méritos literarios. Su dominio de la terminología de la navegación, por reiteración, produce fatiga; llega a hastiar que tacos y palabrotas broten y rebroten como las margaritas en primavera; no otro efecto producen las continuas onomatopeyas -pumba, bumm, crac, clic-clac, fluss-fuass, requetetumba, catatatumba…- que el autor emplea como recurso descriptivo del fragor de la batalla; no menos llamativos son sus deliberados anacronismos -referencias a Rocío Jurado, a la “itv” o a la vaselina…-. Por último, ¿ha logrado el autor verdaderos caracteres en sus personajes? Lo pongo en duda. En cuanto al final… Una acción trepidante para un desenlace decepcionante.
Pérez-Reverte, a juzgar por los títulos publicados, es un apasionado de la historia. Tal vez, esta pasión le conduce a juicios atrevidos e, incluso, falsos o injustos. Carlos IV y su valido Godoy no eran tan romos como para ignorar que la alianza con la Francia napoleónica perjudicaría seriamente los intereses de España por cuanto era un camino abierto para la confrontación con Inglaterra. Está comprobado que hicieron cuanto estaba de su mano para impedirla. Dice Emilio Laparra, catedrático de historia de la Universidad de Alicante, que “la novela de Pérez-Reverte está llena de juicios de valor que no debía haber hecho”. Hay que entender la difícil situación de España en medio de dos grandes potencias. Cabo Trafalgar no siempre tiene el rigor histórico que cabía esperar.
En fin, que Pérez-Reverte no ha conseguido, con ésta, su mejor novela, que ha sido una ocasión fallida y que tendremos que esperar momentos mejores.
Ildefonso Gª Nebreda
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