“Maestro, ¿no te importa que perezcamos? (Mc 4, 38)


“Maestro, ¿no te importa que perezcamos? (Mc 4, 38)




Inspectoría Salesiana de “Santiago el Mayor" León , 24 de septiembre de 2005 nº 46










VOLVER A REMONTAR EL VUELO


Ya llevamos unos días de actividad. Todo vuelve a la “normalidad”. El volver a comenzar a veces cuesta, pero siempre nos queda esa convicción de que una vez en el aire el vuelo se hace más fácil y la vida discurre con más tranquilidad. Volvamos a surcar el aire, pero de un modo nuevo, no rutinario. Que el volver a empezar no consista en una repetición anodina, en un más de lo mismo. Feliz curso.















ÍNDICE



  1. Retiro ………………………...3-10

  2. Formación………………….11-19

  3. Comunicación.……..........20-34

  4. El anaquel…………….......35-84


  • Parábola…………………….35-38

  • Reseñas……………………..39-42

  • Artículo………………………43-47

  • XXIII Coloquio Intern…….48-81

  • Índice 2004-2005………….82-84



Revista fundada en el 2000


Edita y dirige:

Inspectoría Salesiana "Santiago el Mayor"

Avda. de Antibióticos, 126

Apdo. 425

24080 LEÓN

Tfno.: 987 203712 Fax: 987 259254

e-mail: formacion@salesianos-leon.com


Maqueta y coordina: José Luis Guzón.

Redacción: Segundo Cousido y Mateo González

Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN 1695-3681


RETIRO





El Retiro del mes de octubre para las comunidades salesianas de León será vocacional y consistirá en retomar las conclusiones que emerjan de la Asamblea Vocacional, que tendrá lugar el sábado, día 8 de octubre. Para los lectores de fuera de la Inspectoría ofrecemos uno acorde con el tema brindado por la Inspectoría de Madrid.


A raíz del informe sobre fragilidad vocacional



Luis Onrubia


1. Inquietud ante los datos


Llevamos unas décadas1 en la vida religiosa con cierto desasosiego e inquietud. Son muchos los hermanos que dejan la Congregación, aumenta muy rápidamente la edad media en las comunidades menguando nuestra capacidad de gestión de las obras, la sequía de vocaciones nos impide emprender proyectos consistentes, la indiferencia de la sociedad y de los jóvenes hacia la vida religiosa nos invita a debilitar los rasgos decisivos de nuestro ser religiosos o a vivirlos sólo en el interior de nuestras comunidades,...


El Dicasterio de Formación pidió a todas las Inspectorías hacer un informe sobre la fragilidad vocacional en cada Inspectoría (desde 1990 a 2004), a la luz de las reflexiones que aparecieron en las ACG 385, 33-51. La Comisión de Formación lo ha elaborado y ya ha sido aprobado por el Consejo Inspectorial. Este retiro pretende ayudar a todos los hermanos y comunidades a leer los datos y a poner remedio a los aspectos de la fragilidad vocacional que pueden estar marcando de alguna manera la vivencia vocacional propia. En ese informe sobre la fragilidad vocacional cuentan, aunque relativamente, los datos numéricos sobre motivos de abandono de la Congregación; son importantes también los motivos para seguir entregados a la vocación salesiana, así como los factores que contribuyen a esta entrega. Y, sobre todo, se presentan algunas pistas de compromiso, en ámbito local e inspectorial, para lograr en los salesianos una vivencia más entusiasta de la vocación.

La presente reflexión no intenta hurgar en ninguna llaga ni acentuar la preocupación o el desasosiego. Creo que es necesario leer los datos con honradez y reaccionar confiados en la acción del Espíritu. El Espíritu Santo nos hizo surgir y va encaminando los pasos de la historia con su presencia fecunda, incluso por rutas que no podemos sospechar, como les sucedió a los discípulos. Por ello, incluiré unas pautas de ‘lectio divina’ sobre la situación de la iglesia naciente acosada por vientos y peligros, que la hacían tambalear y se reaniman al sentir la presencia del Señor con ellos.

Los datos fríos de nuestra inspectoría son: unos 70 abandonos en estos 15 años (39 perpetuos y 37 temporales), 50 clérigos (de ellos, 16 sacerdotes) y 26 coadjutores (de ellos, 15 perpetuos). No es posible un estudio exhaustivo, pues cada situación personal es distinta; sin embargo, se puede ver la tendencia a que los abandonos se relacionan con las dificultades en la organización consistente de la personalidad, con la perdida de aprecio hacia la misión o con el escaso sentido religioso de la vida y la escasa apertura al acompañamiento espiritual.

Los números y las estadísticas, ciertamente, son alarmantes en nuestro contexto español y europeo. Como es natural, se hacen estudios sobre las causas de esta situación y sobre la viabilidad de futuro. Incluso las instancias oficiales de la Iglesia y de las congregaciones religiosas2. Esta situación se interpreta de múltiples formas y las causas se atribuyen a factores diversos. “”Se ha hecho común la conciencia de que la vida religiosa en Europa ha entrado en una fase nueva. Frente a una etapa anterior de crecimiento y expansión, nos toca vivir ahora una etapa de disminución y reducción. Hay quien habla de situación de declive, decadencia o recesión. Hay quien opina que la vida religiosa está moribunda...¿está cediendo sus funciones a otros actores eclesiales?, ¿son los nuevos movimientos eclesiales los llamados a sustituir a la vida consagrada ya que señalan ‘una nueva primavera del Espíritu’?”3.


2. Imágenes para la esperanza

Es natural que tendamos a hacer una lectura de estos datos con las claves interpretativas de la cultura y de las instituciones de la sociedad en que vivimos. Incluso podemos intentar responder con sus mismas estrategias.

Una lectura creyente de los datos y una interpretación teológica de la situación pueden ayudarnos a vivir más esperanzados y a reaccionar con más determinación. No se trata de consolarnos o de estimularnos a conservar lo que creemos ser nuestras riquezas, sino de discernir bien el momento de la historia de la salvación en que el Señor nos ha colocado y de responder con autenticidad a los retos que tiene.

La Palabra de Dios, que diariamente va educando nuestra mente y configurando nuestro corazón, nos propone a lo largo del año litúrgico la meditación de situaciones similares en el pueblo de Dios. Un pueblo que se siente escogido y amado, un pueblo siempre en camino, en el exilio y en la diáspora4, un pueblo que experimenta su debilidad y su pecado, un pueblo que se convierte al Señor y goza del cariño de su Dios, un pueblo que como ‘resto de Yahvé’ y, a veces en la incertidumbre, sabe descubrir a su Mesías y Salvador.

La experiencia de los discípulos del Señor también nos ayuda a interpretar la situación por la que pasa la Iglesia y la vida consagrada hoy. No vivieron momentos fáciles ni de éxitos deslumbrantes; incluso cuando creyeron haber logrado algún éxito Jesús les invitó a que no estuvieran alegres por esos éxitos. Y bien que lo aprendieron. La experiencia de Emaús (Lc 24) es elocuente; al experimenta el desamparo y el desencanto recobran el ánimo, pues Jesús les calienta el corazón y regresan corriendo a la comunidad a compartir su encuentro con el Resucitado.

También la meditación del proceso seguido por la comunidad cristiana en los Hechos de los Apóstoles puede ofrecernos luz. Comienzan siendo una comunidad sin fuerzas, que no siente la presencia del Señor en medio de ella, cerrada por miedo a quienes les rodeaban,... experimentando la acción del Espíritu se lanzan hasta enfrentarse con los poderes de la sociedad, viviendo con radicalidad la propuesta de Jesús. No es de extrañar que el texto de Hechos de los Apóstoles vaya concluyendo cada testimonio de vida de la comunidad con la adhesión de nuevos seguidores del Señor; ni que se concluya el texto con el anuncio del Evangelio en Roma, en el centro de la civilización, y Pablo “podía anunciar el reino de Dios y enseñar cuanto se refiere a Jesucristo, el Señor, con toda libertad” (Hch 28, 31).

En la literatura espiritual y de vida consagrada hay dos títulos sugerentes que nos invitan a la meditación. La religiosa Chittister, con la metáfora El fuego en estas cenizas5, puede expresar bien la situación y la línea de salida. Las cenizas señalan lo que queda después de que el fuego ha ardido, donde ya no hay calor ni luz; el color gris y su inutilidad dan la impresión de tristeza, frialdad, esterilidad... de algo sin atractivo, sin fuerza, sin dinamismo, sin vida (debilidad del miércoles de ceniza y de finitud propia de todo cadáver). Como en el brasero, también el rescoldo está debajo de las cenizas que parecen ahogarlo; al soplar sobre las cenizas es posible reavivar el fuego, cuando el aire nuevo entra en contacto con las brasas. Es posible hacer brotar nuevamente el calor, la luz, la vida y el entusiasmo donde parecía imposible. Pero es necesario dejar que el aire nuevo del Espíritu entre las cenizas que parecen marcar nuestra situación y debilidad.

Otro texto muy difundido entre nosotros es El oso y la monja6. Timothy Radcliffe, siendo superior de los dominicos, observa un anuncio publicitario mientras espera el autobús. En él aparece un oso fuerte, fuerte, vencedor, símbolo del vencedor en el mundo empresarial y capitalista, dominador, que se afirma con fuerza ante quien le intente hacerle sombra, depredador, insensible ante las víctimas de su dominio implacable. También aparece una monja, que al autor le parece estar cantando con su guitarra en la celebración de la Vigilia Pascual de una pequeña iglesia olvidada de América Latina, junto con todos los olvidados de la historia triunfal del progreso económico. Comenta Gabino Uríbarri: “La escena evoca la fragilidad de la novicia, su belleza, su entusiasmo, su debilidad, su impotencia o, más bíblicamente, su pobreza virginal; frente a la impetuosidad, la fuerza, el poderío, la zafiedad y la brutalidad del oso. Así está la Vida Consagrada en el mundo contemporáneo: como una doncella virgen y pobre, revestida por un canto de amor que enciende su alma, ante un oso hambriento e iracundo, que arrasa con cuanto se le pone por delante”7.

Fuego, cenizas, oso, monja,...son sólo algunas imágenes. Como toda imagen, pueden prestarse a interpretaciones variadas; aquí se exponen con el fin de alentar nuestra reflexión y nuestra esperanza, nuestra confianza en el Señor y en las energías que su Espíritu suscita en todos los momentos y circunstancias de la historia, aunque no las palpemos en muchos momentos.


3. Raíces, expresiones y causas de la fragilidad vocacional


El documento citado de D. Cereda, Consejero General para la Formación, hace una amplia exposición de lo que se percibe en toda la Congregación e invita a reflexionar a cada Inspectoría. Hechos los análisis oportunos en nuestra Inspectoría, mostramos rasgos y tendencias semejantes a las que se expresan en la Congregación. Es posible que encontremos ciertos tono de pesimismo; las imágenes del apartado anterior nos ayudan a comprender estos datos de la real fragilidad vocacional.


A continuación exponemos un elenco de 10 elementos que, en el análisis hecho en la Inspectoría, son expresión o raíz o causa de la fragilidad vocacional. Naturalmente no se propone como análisis sociológico preciso; tampoco como una denuncia de vidas inauténticas que olvida lo bueno de los hermanos y de las comunidades.


Estos elementos se proponen en ambiente de retiro, con el fin de ayudarnos a reflexionar personalmente y detectar si estamos (y hasta qué punto) tocados por alguno de estos factores. También puede suscitar el diálogo entre hermanos para ver cómo marcan esos elementos a la Inspectoría y la propia comunidad. También se pueden pensar en otros factores o rasgos no incluidos en este resumen. He aquí los 10 elementos detectados como expresiones de la fragilidad vocacional

1º.- Débil sentido religioso de la vida en algunos salesianos, que limita la vida espiritual, el sentido pastoral, el sentido comunitario, la radicalidad de la consagración.


2º.-Secularismo e indiferencia religiosa en el ambiente social, que crea una sensación de insignificancia de nuestra vida salesiana.


3º.- Complejidad de las obras que nos obligan a dedicar lo mejor de nuestras energías a la gestión de las obras, focalizando nuestro interés en lo profesional de cuanto hacemos más que en lo carismático que motiva la acción.

4º.-Tendencia a la autonomía de las personas, con derivación a planteamientos de tipo individualista, de autosuficiencia, incapaces de contrastar serenamente y de remover tomas de postura.

5º.-Débil capacidad de diálogo, poco nivel de comunicación, escasa preparación para el discernimiento y el acompañamiento.

6º.- A veces no se logran suficientemente los objetivos propios de cada etapa formativa, o no se consolidan en etapas posteriores. Particularmente el aspecto motivacional y el afectivo requieren una atención más cuidada.

7º.- Situaciones de inestabilidad personal y de poca decisión para tomar opciones radicales en la vida, marchando adelante según las circunstancias o los resultados de cada experiencia.

8º.- La Formación Permanente (la propia de la vida ordinaria y las iniciativas extraordinarias) tiene escasa incidencia en la vida de los hermanos, sin provocar una auténtica renovación.

9º.- La vida de las comunidades está marcada por las exigencias de la obra y la autonomía de cada miembro. La rutina, las relaciones formales, las dificultades de relación... no facilitan un ambiente comunitario para avivar el entusiasmo vocacional.

10.- Con frecuencia ha faltado el acompañamiento personal y vocacional, particularmente en los primeros años de profesión perpetua u ordenación y en las situaciones de crisis e incertidumbre vocacional.


Si yo tuviera que resumir todos estos elementos que provocan la fragilidad vocacional recurriría a la expresión de el ‘modelo liberal’ o progresista de vida religiosa. Nos lo explicó el Rector Mayor8, en un texto que no agradó a algunos, e hizo ver que era una vía muerta sin futuro. Otros estudiosos de la vida consagrada coinciden en declarar la crisis irremediable de este modelo9, aunque se puedan aprovechar algunas inquietudes que tiene, como es la atención a la persona humana y la apertura a la cultura circundante.


Tanto el Rector Mayor como quienes estudian la teología de la vida consagrada coinciden en apuntar que algunas tendencias de este modelo hacen perder la identidad del religioso al disolverse en la cultura ambiental sin ejercer la misión de ser sal que da sabor.

Entre los rasgos de este estilo de vida religiosa se señalan:


a)tendencia de los religiosos a no identificarse como tales en el contexto en que viven y a ‘ser normales’ como si la profecía de la vida religiosa no aportaran nada por lo que merezca la pena entregarse con pasión;

b)dar la primacía al ‘hacer profesional’ (tan necesario en esta cultura actual) sobre el ‘ser’ signo de un estilo de vida evangélica;

c) actitudes de individualismo y promoción de la autorrealización que impiden un auténtico ejercicio del discernimiento y del compromiso ante los retos de la misión común;

d) mentalidad secularizada que arrincona la oración y, en consecuencia, impide el alimento de las motivaciones por la vida consagrada;

e) promoción de un tipo de comunidad que consiste en ‘un espacio de tranquilidad, de respeto mutuo, de bienestar personal, de estar bien sin sentirse incomodados, no yendo más allá de lo que todos están dispuestos a dar, ni pidiendo lo que pide el Evangelio’;

f)carencia de vocaciones, pues a los jóvenes no les merece la pena entregarse en la vida religiosa que no les aporta nada distinto de otro tipo de vida [los grupos eclesiales que tienen mayor gancho vocacional se caracterizan por tres rasgos: espiritualidad fuerte, visible y compartida; vida de comunidad intensa y gozosa; compromiso real a favor de los pobres que implica la vida del religioso].


4. Sugerencias para intervernir en la Inspectoría


Estos análisis de la fragilidad vocacional buscan reavivar la respuesta vocacional de los hermanos, superando la situación limitada en que podamos encontrarnos. Por ello D. Cereda pedía a cada Inspectoría que señalara algunas intervenciones específicas para atajar la situación de fragilidad vocacional.


Los estudiosos de vida religiosa en general también han apuntado algunas pistas de salida de esta situación; pero han visto también algunas pistas o reacciones estériles10. Entre estas, destacan: cerrar los ojos y no tomar medidas, añorar tiempos pasados que parecen más brillantes, quedarse paralizados sin capacidad de reacción, abandonarse infantilmente a la Providencia sin asumir responsabilidades, culpabilizarnos (personalmente o a los hermanos o a la institución) con la consiguiente sensación de desilusión o amargura, dedicarse a ejercicios de supervivencia (fortalecer estructuras materiales, elaborar documentos consistentes, diseñar campañas vocacionales para asegurar las estructuras, reorganizarse estructuralmente, activismo desenfrenado, fuga mística...).


De cara al próximo futuro, las diversas instancias que han participado en la elaboración de este informe sobre la fragilidad vocacional en la Inspectoría sugieren algunas líneas de intervención. Son sólo 10 sugerencias, no líneas programáticas de gobierno; pero sugerencias que pueden inspirar en cada uno y en la comunidad algunos elementos por fortalecer en nuestro camino vocacional:

  1. -Potenciar el sentido religioso de la vida en los hermanos y en las comunidades.

  2. -Cuidar la espiritualidad de comunión en las comunidades, con todas las connotaciones que tiene: comunicar, compartir, discernimiento, acompañar, corrección fraterna, sentido de pertenencia...

  3. -Recuperar los rasgos carismáticos de nuestra acción educativo-pastoral y de nuestras obras, actualmente muy condicionadas por las exigencias organizativas y de funcionamiento. Entre esos rasgos destaca: presencia entre jóvenes y educadores, y calidad de la acción pastoral propuesta.

  4. -Preparar a los directores para el acompañamiento personal en la animación de las comunidades.

  5. Dar calidad y asumir con responsabilidad las iniciativas de Formación Permanente, tanto los extraordinarios como los que proporciona la vida ordinaria.

  6. -Promover nuevas iniciativas de fuerte carga espiritual que ayuden a superar el desgaste de la vida.

  7. -Lograr formadores y equipos formativos con capacidad para el acompañamiento personal y vocacional.

  8. -Asegurar en cada etapa formativa el logro de los objetivos asignados en todas las dimensiones de la formación, con la debida personalización de los procesos.

  9. -Lograr un buen autoconocimiento por parte de los hermanos, así como una actitud formativa abierta al acompañamiento espiritual y al discernimiento vocacional. Favorecer iniciativas que ayuden a los hermanos a gestionar su mundo interior y a ir configurando su vida con las exigencias actuales de la vida y de la misión salesiana.

  10. -Cuidar las condiciones para la vivencia del Prenoviciado.


Estas sugerencias se corresponden con lo que 60 hermanos de la Inspectoría respondieron a la encuesta sobre los factores que han favorecido su fidelidad vocacional. Entre los factores que más les han ayudados destacan: vida de oración bien cuidada (en la vida ordinaria y en los momentos extraordinarios), el considerar su vida como respuesta al don de la vocación, el haber sido claros en circunstancias de dificultad. Otros elementos se han aprovechado poco, aunque hayan ayudado: ambiente comunitario de fraternidad y de implicación pastoral, así como el trabajo en equipo con educadores y el compartir experiencia de vida con los jóvenes. Llama la atención que la formación permanente responsable y el acompañamiento personal por parte del director de la comunidad apenas han contribuido a ayudar a los hermanos en la vivencia entusiasta de la vocación salesiana.


5. Conclusión

Una de las funciones de los retiros en la vida salesiana consiste en fortalecer la vivencia de la vocación salesiana, renovando, purificando, recuperándonos, dando unidad a nuestro vivir, manteniendo viva nuestra espera (cfr C 91). Estos datos ofrecidos nos ayudan a reflexionar sobre la calidad de vida salesiana que realmente estamos llevando.

La inquietud de fondo está en levantar el ánimo si estuviera menos alto, pues las circunstancias nos pueden desorientar; también la de estimularnos a refrescar el sentido genuino de todos nuestros avatares y desvelos. Esto es especialmente necesario cuando las estadísticas son adversas, cuando se escuchan mensajes discordantes (Iglesia joven-viva-en proceso de rejuvenecimiento e Iglesia socialmente insignificante y acosada), cuando los profetas de desventuras anuncian catástrofes y descalabros, cuando la fragilidad vocacional parece dominar el ambiente.

Lo importante es el examen que personalmente hagamos de nuestra situación y las estrategias de acción que introduzcamos en el propio proyecto de vida. Aprovechar estos momentos de gracia del Retiro es cauce de animación vocacional, al tiempo que testimonio de lo que es central en nuestra vida religiosa.

Las indicaciones de los Capítulos y demás documentación salesiana también exponen estas ideas con amplitud y organizadas según las exigencias de su género literario; bastaría repasarlos como algo que nos implica personal y comunitariamente, como algo que orienta los caminos de nuestra felicidad en la vida salesiana.

Ante esta situación de fragilidad vocacional o de crisis de la vida religiosa, la reacción espontánea puede ser de reorganización, de fusión, de... como hacen las empresas en la gestión de su personal y de sus bienes. Cuando se tiene conciencia clara de lo que es la vida consagrada, no es posible quedar angustiados o preocupados por lo incierto del futuro de la Congregación, como le sucede a cualquier empresa que ha de responder a la dinámica del mercado. En la vida religiosa, leída con ‘entendederas evangélicas’11, con claves evangélicas y de fe, la reacción natural tendría que ser la de situarse con claridad en el mundo como signo y profecía de un estilo de vida, acentuando los rasgos que la fundamentan: vivencia espiritual, gratuidad en la entrega a la misión, radicalidad en la vivencia de los elementos de la vida consagrada.

Si los religiosos viviéramos con alegría y fidelidad creativa nuestra vocación, no veo razón para envidiar a otros (movimientos eclesiales más florecientes en personas y obras) ni para atormentarnos por nuestro futuro”12. No es momentos de vivir angustiados por lo que será el futuro de la institución religiosa ante situación delicada en número y edad de personas que formamos la comunidad o la Inspectoría; preocupémonos por vivir con integridad y alegría lo que pide el carisma salesiano en nuestro contexto.

Que vivamos todas estas circunstancias con buen ánimo, esperanzados, sabiendo descubrir la vida que hay en todo aquello que el Señor va poniendo a nuestro paso, que sepamos saborearlo convencidos de que Él está con nosotros.


D. Bosco también tuvo que caminar en la incertidumbre, luchando contra infinidad de dificultades y adversidades, con medios pobres para los inmensos campos de acción. Escogió la advocación de “Auxiliadora” precisamente porque se dio cuenta de los retos a los que tenía que enfrentarse –muy superiores a sus fuerzas y capacidades-. Acabaremos nuestra vida sin haber culminado la obra de la salvación de la juventud, pero que no quede sin hacer lo que está en nuestras manos y que, por nuestra desidia-desánimo-falta de comunidad-fragilidad vocacional puede realizarse sólo a medias.









Pautas de reflexión personal-comunitaria


1.- Valoración de los análisis expresados en el apartado sobre causas, expresiones y raíces de la fragilidad. Compartimos lo que pensamos sobre los 10 indicadores de fragilidad vocacional, con ejemplos que conocemos.

2.-Valoración de las 10 sugerencias para intervenir en la Inspectoría. Anotamos otras posibles líneas de intervención, en la vida de los salesianos, en las comunidades y en la Inspectoría.

3.- Lectio divina: pueden tomarse textos de la comunidad cristiana en sus inicios o en situaciones de dificultad, o el texto de los discípulos de Emaús (Lc 24) que caminan desilusionados y recuperan el ánimo al encontrarse con Jesús. También nos puede ayudar la escena de los discípulos de Jesús en la barca y llenos de miedo por la olas que les acosan. (Mc 4, 35-41, Lc 8, 22-25, Mt 8, 23-26, Mt 14, 24-34). Se adjunta un guión de ‘lectio divina’ de Mc 4, 35-41.









FORMACIÓN



Vulnerables pero resistentes13


Xavier Quinzá Lleó


Formar dando cuenta de las esperanzas que nos duelen


Cuando la formación para la vida consagrada está hoy dispuesta a dar cuenta de la densidad de nuestro mundo, lo hace desde la misma óptica del Evangelio: desde unos signos, a partir de ios cuales reconocemos indicios de salvación, traducimos sus posibilidades y alcanzamos una visión esperanzada. Estos signos e indicios de una esperanza que duele son un alfabeto que debemos aprender.


Sólo desde el ejercicio de la entrega personal llegamos a descifrar las figuras actuales de la esperanza cristiana. Se trata de signos que compiten con otras visiones del mundo o de la historia. Parece evidente que los signos del pecado, el perdón y por tanto, de la esperanza, no aparecen en la lectura contemporánea de la sociedad, y significan muy poco, si no es en el ámbito de lo privado e incluso de lo patológico. Y sin embargo, son para el cristiano el
abecedario de su lectura del ser humano y de la historia.


Ninguno de los autores de la tradición primera ligó el triunfo de la obra de Jesús ni su irreductible esperanza a su prestigio personal o al triunfo social de sus ideas, sino a la pasión del Siervo y a la Cruz. Y precisamente desde ahí, como un movimiento de desheredados, creó sus propias lecturas desde el no-poder. Ciertamente aquel que crea que, desde la fe en Jesús, puede compaginar el prestigio del mundo y el escándalo de la cruz es que no ha comprendido nada.


Los cristianos conscientes de hoy sabemos bien que sólo desde la fe en el Crucificado se puede uno atrever a hacer una lectura esperanzada de nuestro mundo. Él es el Signo mayor al que deben remitirse todos los otros que nos ayudan a descifrar las figuras de este tiempo. Como a los contemporáneos de Jesús, tampoco a nosotros se nos dará otro signo más que el «signo de Jonás» (Mt 16,4). Que es un signo de conversión y de fe en el poder de Dios.


Muchas veces también nosotros, en nuestros proyectos de misión, parecemos estar más preocupados por descifrar en nuestra historia «signos del cielo» que por escuchar las urgentes llamadas de la tierra. Entrar en contacto con la realidad del mundo y de la historia es escrutar desde la fe los desafíos que Dios mismo está lanzando a nuestro corazón desde el hermano que sufre.


Para dar cuenta de las esperanzas que nos duelen, no se trata de analizar los hechos mediante los propios códigos de lectura, sino de reconocer el señorío de Jesús sobre la historia y leer desde ahí el reto de conversión real al que la fe nos solicita. Sin la entrega confiada de la vida en el Dios y Padre de Jesucristo, resulta imposible asumir lo escuchado y analizado sobre el mundo, de tal manera que nos mueva el corazón para colaborar en la instauración de su Reino.


Con frecuencia nos sucede que no caemos en la cuenta de que la práctica actual de la esperanza cristiana debe resaltar una característica suya muy propia: se trata del carácter
apasionado de la misma. Esta idea, originaria de la tradición tomista y actualizada por Andrés Tornos, afirma que la virtud de la esperanza se localiza entre las pasiones. En los escritos de Pablo la esperanza se imprime en la parte receptiva del ánimo por la experiencia del espíritu y del amor de Dios (Rom 5,5), por la acogida del testimonio de Jesús (l Tes 1,6-10) y el reconocimiento de su cumplimiento entre los hermanos; es simpatizante de la alegría (Rom 12,12), la firmeza, la constancia, la seguridad, la dicha.


De modo que podemos afirmar que el Nuevo Testamento concibe la esperanza como una sacudida o energetización del ánimo, más que como una seguridad elaborada por la mente que razona sobre lo que le espera. La esperanza es una pasión alegre, don recibido y no logro de un esfuerzo, sensación experimentada y no resolución meditada. Tomada así la esperanza, ya se ve que no tiene ningún sentido querer recuperarla mediante el voluntarismo o imprimirla en los ánimos mediante cualquier razonamiento conceptual.


Al hacerle partícipe de su experiencia, el que anuncia el reinado de Dios establece un vínculo entre él y sus oyentes. La narración compartida es la que crea la comunidad. La novedad o la sorpresa, el sucederse de las escenas hacen que todos participen de una misma emoción, todo colabora al milagro. Pero lo decisivo es la capacidad de compartir, de hacer disponible lo que primero fue vivencia personal. Una conciencia común se crea entre los miembros del mismo círculo en donde se rememora la pasión y resurrección del Siervo.


En el Nuevo Testamento se vivió y recreó esta misma dinámica. Las comunidades son primero grupos de oyentes junto al río, como en Tesalónica, que escuchan al mensajero algo sorprendente y nuevo. Y crecen y se forman en torno a la relación privilegiada de un grupo de testigos de «lo que Jesús hizo y enseñó». Esta noticia, difundida como una historia increíble, es la que congrega a quienes desean participar del poder salvador que de ella misma emana. Es más que una sabiduría interior, es participar juntos de la «fuerza de lo alto», tal y como sucedió con la vida y muerte de Jesús. «Lo que yo recibí, os lo trasmito...» (1Cor 15,3), así comienza Pablo su narración de la última comida de Jesús y de su práctica entre los creyentes.


La tarea más urgente para recuperar esta esperanza lúcida y apasionada para los tiempos de crisis que vivimos, es mostrar cómo el lugar de la esperanza cristiana en la historia es su radicación en una historia como la nuestra: frágil y fragmentada. En un mundo muy fragmentado, y de contextos vitales y corporales recuperados, es en el que se puede afirmar que lo fundado por Jesucristo es la inusitada bondad de Dios que convoca a la humanidad hacia un destino de novedad.


Lo esencial de la esperanza cristiana aparece en la manera de proceder y estar en la vida de los que siguieron a Jesús: Dios se hace presente acogiendo en Jesús de modo integral la historia de los hombres y mujeres que le aceptan por la fe, mostrando en nuestra propia y original vivencia del presente, quién es Jesús el Cristo, y qué espera de nosotros.


El ser humano aprende a identificarse con sus deseos como con lo central de sí mismo, aunque nunca lo sean del todo. Dicho aprendizaje siempre se consuma en función de la cultura en la que uno crece. Así es como puede valorarse la densidad del proceso histórico de las esperanzas de la fe: unos hombres y mujeres, creyentes en Jesús, vinieron a leer en los futuros de Dios el cumplimiento de sus anhelos, por eso tuvieron que introducirse en una lectura nueva de los sucesos del mundo y de su propia realidad personal.


Lo que supone aceptar que no se entra en nuevas esperanzas si no se entra en las formas de vida que se corresponden con ellas. Y los que se unieron en solidaridad de amor y de fe, en el recuerdo vivo de Jesús, leyeron el Evangelio y encontraron en él la emoción de tener un futuro en medio de la incertidumbre de los avatares de la vida.



Un mundo único que crea nuevas formas de fragmentación


Los escenarios en donde se desarrolla e interactúa hoy la vida consagrada son los del final de la modernidad tardía. La creciente globalización, además de otros efectos benignos, provoca también disfunciones. Por ejemplo: es la cercanía de la aldea global lo que provoca episodios de ruptura y de violencia. Bruscos acontecimientos están marcando las vivencias de la humanidad en varios puntos del planeta: la caída del muro de Berlín, el 11-S, con su secuela de la guerra de Irak y la amenaza del terrorismo internacional, experimentado en carne propia el 11-M en España. Sin olvidar los conflictos locales: el conflicto palestino, las interminables guerras en África, la violencia en Colombia y en tantos otros puntos calientes.


Por debajo de estas terribles sacudidas se ha ido extendiendo un tipo de sociedad y cultura marcada por la tecnología y los
mass media, por sistemas de administración e información que generan una gran paradoja: se trata, en muchos casos de un mundo único, pero al mismo tiempo un mundo que crea formas nuevas de fragmentación y dispersión.


Todo ello conduce a una transformación acelerada del contenido y la naturaleza de la vida social cotidiana. La duda penetra en el ámbito de cada día y en términos generales nos encontramos en una sociedad de corte apocalíptico, no porque se encamine a una catástrofe, sino porque implica riesgos que las anteriores generaciones no tuvieron que afrontar.


El espacio deja de ser un obstáculo. Con las comunicaciones e Internet estamos conectados a cualquier parte del mundo. Somos, en cierto sentido, ciudadanos de un mundo nuevo, interconectado. Las distancias parecen no tener mucha importancia. Nos desplazamos con facilidad, vamos de acá para allá y rehacemos nuestra vida más de una vez. La vida no se programa de una vez por todas.


La globalización de las comunicaciones facilita una visión del mundo en donde el espacio cibernético se parece un poco a la promesa cristiana: cada día, frente al ordenador, nos liberamos de las limitaciones corporales y podemos entrar en comunión con cualquiera.


El problema es si logramos sentirnos cercanos a alguno, si no hemos perdido la dimensión de «proximidad». Estando a la mano de cualquiera, gracias al correo electrónico o al móvil, ¿no es verdad que cada vez nos sentirnos menos capaces de articular otra cosa que un enfático:
¡Aquí estoy!? Y esta voz, lo sabemos bien, es como un grito que se pierde en la noche de las ondas, sin encontrar un interlocutor que nos responda. La dimensión de proximidad no se alcanza por tener abierta la posibilidad de comunicarnos, sino por haber creado previamente un espacio de diálogo y de apertura.


Esta experiencia cotidiana de un mundo único y, a la vez, cada vez más desmembrado, ¿qué interrogantes suscita a nuestra vida consagrada? ¿Hacemos de todo ello un ejercicio consciente de comunión? ¿No nos parece perder cada vez más en personalización lo que ganamos en multiplicidad de conexiones? ¿No es cierto que habitamos en comunidades en donde sentimos más la separación que la unión? Separación de ideologías, de mentalidades, de teologías, incluso; separación y aislamiento de unos y otros: generacional, de estilos de vida, de formas de pensar y de querer.


San Buenaventura hablaba de Dios como ese centro que está en todo y cuya circunferencia está ahora aquí. ¿Sabemos darle una oportunidad de adoración al Dios que nos comunica y se nos comunica? ¿No nos resulta más bien cada vez más difícil encontrarnos con ese océano sin orillas, que se ha complacido en lirnitarse en el punto álgido de mi propia libertad? Quizá nos hemos despedido demasiado pronto de la recogida intimidad y hemos malgastado la propia herencia. ¿No es cierto que cada vez se nos hace más extraña la presencia de Dios en nuestro mundo cotidiano? ¿No seremos también nosotros del grupo de los desplazados? Desplazados de la tierra de la bendición, de la familia de los semejantes, de los sin tierra, sin techo, sin calor de hogar?


La modernidad crea diferencia, exclusión y marginación. Propaga un tipo de sociedad dual en la que cada vez más la interacción entre lo global y lo local se universaliza. En nuestros días estamos asistiendo de un modo único al fenómeno de las migraciones, nuevo en la medida en que se globaliza, y decanta formas de vida en las que los extraños son vistos como amenaza, más que como una ocasión de enriquecimiento humano y social.


El mundo global es el mundo de los desplazados: desplazados por las guerras, por la indigencia, por la cultura, por la diversidad. Nunca en la historia han vivido tantas personas en campos de refugiados, literalmente desplazadas. Es la gran crisis de la aldea global. Millones de personas están queriendo viajar para huir de la pobreza o de situaciones opresivas y no pueden. Pero también desplazados por la cultura y por la diversidad, miembros como somos extraños a nosotros mismos, expulsados de nuestra tradición, de nuestros hábitos, de nuestras creencias incluso, como seres anónimos que nos sentimos en un mundo que ya no es el nuestro.


La comunidad humana está rota por una escalada de desigualdades. Los financieros, por una parte, pueden mover su dinero adonde quieran, no tienen ningún compromiso con los trabajadores de ningún país. Lo que provoca una sensación de inseguridad enorme. Nuestras vidas están distorsionadas debido a la exclusión creciente y la marginación.


Hay una crisis de desplazados, literal y culturalmente. Todos somos extranjeros. La gente navega buscando gente con sus mismos intereses, y no encontramos palabras para crear comunión con personas que son diferentes, incluso dentro de la Iglesia. ¿Cómo podremos crear de nuevo un mundo de encuentros verdaderos que nos pueda abrir unos a otros para alcanzar la comunión? La crisis nos agudiza el deseo y nos fragiliza la voluntad. Anhelamos más encuentros, más verdaderos, pero no nos sentimos con fuerza para intentar otra vez lo que no parece estar al alcance de nuestras fuerzas.



Anhelamos un hogar a escala mundial


La nueva situación mundial de enorme movilidad debe hacernos más conscientes de la necesidad de encontrar un lenguaje para amarnos y comunicarnos, ahí radica la clave; porque el lenguaje es cada vez más la casa en la que podemos encontrarnos y vivir. Un lenguaje nuevo que le dé a la búsqueda de intimidad un filo de compromiso, que lo ate a la vida cotidiana, a los avatares de la gente con la que soñamos para construir un mundo diferente y nuevo.


Y la vida consagrada, como un signo más de ese desplazamiento cultural, se siente llamada a ser escuela de comunión y de solidaridad con el mundo del futuro, signo de la gran familia de Dios, en donde todos nos podemos sentir confiados y seguros. Se echa en falta un nuevo hogar universal, en donde todos podamos reunirnos y entendernos, en donde podamos comulgar con las alegrías y las tristezas de nuestros hermanos.


Un nuevo hogar a escala mundial. Un hogar en el que la estrechez de miras y el egoísmo doméstico se estrellen definitivamente; en el que todos podamos tener un espacio humano donde habitar junto a los otros, que ya son nuestros,
nos-otros, definitivamente. Eso es lo que anhelamos después de todo: ser con los demás algo más que islas, tender puentes entre los diferentes: sensibilidades, condiciones, hábitos e ideologías. Porque lo que en verdad une no es otra cosa que el afecto, el amor recibido y otorgado.


Una casa no es sólo el espacio en que habitamos, sino que también necesitamos construir en el tiempo, es decir, hacer historia. Nuestros padres y abuelos nos legaron un patrimonio, una propiedad que no es de piedra, sino de valores, de espíritu, de formas de vida, de tradición. Nos entregaron una historia: nuestra propia historia, narración de cosas que vivieron y les marcaron a fuego el corazón. Encuentros y desencuentros, amores y odios, traiciones quizá y también momentos de entrega generosa y ardiente. Pero, por desgracia, esa casa se nos ha envejecido y no sabemos si tenemos ánimos para reconstruirla.


Quizá la gran transformación de la cultura actual sea la imposibilidad de sentirnos a gusto en nuestra propia casa. Antes había una historia que contar y en ella nos sentíamos bien: protagonistas de una epopeya que nos iba a acercar a un futuro de paz y progreso. Ahora ya no. La historia que vivimos, en este trágico momento, es una historia sin ninguna promesa, pero con muchas y variadas amenazas. No tenemos una alternativa global que ofrecer a nuestros hijos, y ello nos sume en el desconcierto y en la tristeza.


La pobre historia que habíamos escrito con sangre los humanos, en muchas ocasiones, se nos ha desleído en sus propias páginas enmohecidas. Y ahora que parece que celebramos el fin de la historia, lo hacemos sin ilusión, y, sobre todo, con la nostalgia de los desmemoriados, de los que no saben, o no quieren saber, ni quiénes son ni de dónde vienen. Sin historia a la que referirnos, nos sentimos todavía más desamparados, en medio de una cultura inhóspita.


Quizá, desde la marca de nuestra consagración original, podamos aún ofrecer un signo de casa humanitaria para nuestros hermanos y hermanas: una casa hecha con nuestras propias manos, de piedras humanas, amasadas de ausencia y de esperanza a partes iguales. Una casa que no tiene cimientos en la cultura en la que vivimos, sino en la promesa de Dios al que creemos, en la que podemos reposar con confianza la cabeza de nuestra desventurada existencia.


Porque tendremos un signo de hospitalidad que ofrecer a nuestro mundo solamente si renunciamos a presentar una historia alternativa del futuro. No conocemos el camino hacia el que orientar nuestros pasos, pero nos alegramos por ello y caminaremos alentados por el Espíritu y por la promesa del Señor. Él será nuestro futuro, la parte de nuestra heredad, y ello es lo que nos hace confiarlo, definitivamente, en sus manos. En realidad ese es nuestro cobijo: sus manos y su corazón de Padre. Su regazo, en el que podemos sentirnos seguros y confiados a su cuidado amoroso y providente.


Porque, a estas alturas, tenemos derecho a sospechar de los que han creído tener en sus manos el camino del futuro (¡todos los totalitarismos de un signo o de otro!). No nos fiamos de los que afirman conocer el gran diseño del mundo. Nosotros queremos instalarnos en lo provisional y en lo concreto y dar los pasos en compañía, memoria y profecía.



En compañía, porque sabemos que sólo unidos podemos mantenernos en marcha hacia lo desconocido, ya que nuestra patria son los hermanos y hermanas que encontramos en el camino. Pero también queremos caminar a la luz del recuerdo, y no de la nostalgia. Sabemos que el cristiano no es de los que vuelven la cabeza cuando abandonan la ciudad desolada hacia otros horizontes de calidad de vida. Y también con los oídos abiertos a la profecía: la propia y la extranjera, que la verdad sólo se nos desvela en la audacia de saber escuchar también al que no parece ser de los nuestros.


La paradoja del cristianismo es que ofrecemos un hogar abierto para todos, pero sin contar una historia de futuro. Cuando Jesús fue llevado a la muerte, cualquier utopía humana, por perfecta que esta fuera, se colapsó. Para sus discípulos se frustró la maravillosa idea de que el Mesías iba a triunfar en Jerusalén. Enfrentados a su pasión y muerte en cruz, se quedaron sin historia que contar. Y se traumatizaron.


Y justo en ese momento terrible, en que su frágil comunidad se venía abajo, Jesús tomó el pan, lo bendijo y se lo dio diciendo: «Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Jesús encarnó la esperanza en un signo: el pan roto que une, la copa que nos une en su Vida para siempre. La eucaristía es la única palabra de futuro que tenemos: es la que funda una nueva historia. Jesús encarnó, con la Eucaristía, una esperanza apasionada, una esperanza crucificada.



Los frágiles itinerarios del riesgo


Como estamos viendo, nuestra sociedad es una sociedad del riesgo. El clima de riesgo de la modernidad es, pues, perturbador para cualquiera: nadie puede eludirlo. Pero el coqueteo activo con el riesgo es una parte importante del clima en el que vivimos. Existen actividades de un «riesgo cultivado»; la planificación de la vida da razón de un «paquete de riesgos», corno consecuencia de la búsqueda de un determinado estilo de vida. Si queremos asumir una vida intensa tenemos que aceptar un conjunto de valoraciones de riesgo.


Sólo con gran esfuerzo se adquiere un sentimiento de comodidad corporal y psíquica en las circunstancias rutinarias de la vida de cada día. Es el resultado de una vigilancia entrenada. El joven o la joven de hoy es capaz de creer que ciertos momentos decisivos para su propia vida no son resultado del destino. Y, por tanto, los tiene que afrontar.


La presunción de confianza ante lo que nos va sucediendo a lo largo de la vida implica el reconocimiento de que todo ello afecta a las previsiones de futuro. Lo que nos espera no es fácilmente previsible, porque siempre está sujeto a riesgos que no podemos controlar. Y también en lo cotidiano, nos vemos enfrentados al riesgo de tener que tomar opciones y darles un sentido que nos refuerce la vertebración personal y la seguridad existencial.


La coraza protectora es el manto de confianza que posibilita el mantenimiento de un núcleo de normalidad viable. Cuanto mayores sean los esfuerzos del joven por forjarse reflejamente una identidad clara, tanto más consciente será de que su práctica habitual configura los resultados futuros.


Una moral fatalista es una posible respuesta generalizada a una cultura secularizada del riesgo. Y, con frecuencia, los jóvenes se ven tentados a ello. Piensan que por mucho que se preparen la vida, esta va a resultarles difícil, y se resignan a ello. Y esto no es bueno.


Pero también es cierto que muchos momentos decisivos obligan al joven, por su misma naturaleza, a cambiar de hábitos y reajustar sus proyectos. La capacidad para trastornar la fijeza de las cosas, abrir nuevas vías y colonizar un segmento de futuro novedoso forma parte del carácter inestable de la modernidad. Deberemos estar muy atentos a esta flexibilidad y prepararles para ella.


Por eso hablamos de itinerarios frágiles. Si algo caracteriza a los jóvenes de nuestros días es, precisamente, la fragilidad de los caminos por los que deberán ir realizando el proyecto personal de su propia vida. No hay caminos trillados, sino la necesidad de roturar los propios con esfuerzo y tesón. Y, sin embargo, hay necesidades que cubrir y deseos que alentar en esta nueva aventura.


La fragilidad de la construcción de la identidad no debería ser una cortapisa, sino el camino, que se deberá abordar con la humildad necesaria de quienes descubren que tienen por delante todo por hacer. No hay referencias estables, sino la firmeza de saberse en manos de Dios, que, al llamarnos, nos pide el abandono más radical y más confiado. Mostrar cómo se va haciendo uno fiel creyente en las vicisitudes de la vida es un modo de acompañamiento muy necesario.


Los momentos decisivos son lugares de discernimiento y de entrega. Hay ocasiones de gracia para abundar en confianza, para dejarse llevar con docilidad extrema en fidelidad al don recibido. Somos llamados a vivir en la promesa, que es aquel horizonte en el que sabemos que Dios nos ama, y nos concede las ocasiones de ir verificando las opciones de la fe.


Lo que esperarnos tiene un lugar de garantía. Y lo poseemos en la fe que profesamos en el Dios de la vida. Tenemos la firmeza de quien sabe que vive entre el presente y lo que vendrá, entre la rendición a la realidad y la confianza en lo que aún es proyecto de futuro en la eternidad del amor de Dios. Los itinerarios del riesgo son los itinerarios de la formación.



Formar, humildemente, las parcialidades


Ante el escenario que hemos diseñado someramente, la formación deberá adecuar sus recursos y evaluar sus capacidades. Con demasiada frecuencia nos movemos en el ámbito de la mentalidad abstracta y racional, sin acabar de convencernos de que somos seres «sentipensantes». El descubrimiento de esta verdadera colonización del alma por los contextos mediáticos en los que nos movemos, nos alerta de una necesidad doble: asumir y discernir.


Asumir, porque no podemos ignorar la fuerza del sentimiento y del deseo. Discernir, porque deberemos explorar las capacidades de nuestra cultura del discernimiento para abrir espacios de claridad y de distancia- miento. Vamos a explorar algunos de ellos:


En primer lugar no cansarnos de abordar la parcialidad de las experiencias sentidas y vividas: la experiencia espiritual no se construye desde un diseño totalizador al que previamente podamos dirigirnos para consumarla correctamente, sino a través de intentos parciales de ir evangelizando lo que el sujeto siente y percibe. Una evangelización de las parcialidades se hace urgente en nuestra formación.


En este sentido será importante recordar la sabiduría ignaciana del discernimiento de espíritus que siempre comienza por el reconocimiento de lo gustado internamente, para ir acompañando el proceso teniendo en cuenta los climas espirituales y las etapas del proceso. El acompañamiento personal y paciente es aquí insustituible.


Respecto a la turbulencia de los sentimientos y su influjo en la realidad grupal y comunitaria, también deberemos fijarnos y asumirla en primer lugar, para después poder actuar en ella de forma adecuada. La formación debe ser un taller de convivencia en la que los afectos, como realidad de resonancia personal y de asimilación grupal debe ser tenida muy en cuenta.


Taller de amalgama de afectos y sentimientos, en el que aprendemos a movernos con mayor soltura en la medida en que discernimos con ellos y ellas nuestra propia implicación personal. Somos bien conscientes de lo que ello nos supone como formadores, pero no podemos ignorar que estamos en medio de ello.


La vida en común, con personas que no hemos elegido personalmente como compañeros y compañeras, nos fuerza a estar muy alerta para experimentar, por un lado, el regalo que se nos hace, y por otro, la necesidad de delimitar mejor los lindes de la familiaridad y la amistad que puede ir surgiendo en ella. El modelo familiar no sirve como referencia y modelo de lo que querernos construir.


El tema de la sanación de las heridas siempre es problemático. Deberemos aprender sencillas técnicas de habilidades sociales para afrontarlas, pero también evitaremos que los contextos formativos se conviertan en lugares de terapia o de psicología conductual. Distinguir, una vez más, para poder ejercer el sentido terapéutico de la vida fraterna y del discernimiento comunitario.


Por otro lado, nuestra formación es también taller de pertenencia en donde se deben ubicar los diferentes proyectos personales en la convocación de una misión siempre subsidiaria. Ello comporta que sepamos orientar y fortalecer las capacidades y cualidades que se destaquen en el desarrollo de los que están en formación y, a la vez, integrarlas en un proyecto común, que siempre debe ser atendido como una exigencia de la misión recibida.


Nos parece importante, al margen de la formación más instrumental (preparación técnica, estudios adecuados, etc.) una formación que desarrolle aptitudes abiertas para la consolidación y el desarrollo del cuerpo apostólico. Y no es conveniente estrechar el ámbito de la profesionalidad, o dirigir en exceso a los que están en formación hacia una u otra tarea apostólica. La experiencia nos dice que debemos formar agentes para la misión, en apertura discrecional y con altura de miras. Concreciones demasiado tempranas son luego difíciles de administrar.


Los impactos de la vulnerabilidad social son un elemento clave a tener en cuenta en los procesos formativos. Se nos prepara para dar cabida a situaciones de riesgo, a imprevistos sociales o culturales, en una dimensión siempre abierta a nuevos climas y a figuras resistentes y comprometidas.


La vulnerabilidad social es el producto de esta sociedad global que produce excedentes, inevitablemente. Y ello implica vivir continuamente con el terreno moviéndose bajo los pies, sin lugares fijos de arraigo, amenazados por la precariedad del presente y la inseguridad del futuro.


Formar para la justicia, con los riesgos que esta siempre conlleva, es una urgencia apostólica de nuestros días. Deberemos elaborar itinerarios formativos que incorporen la cercanía a las situaciones de marginación y de exclusión creciente en las que a todas luces nos estamos situando. Educar para la justicia, la multiculturalidad, la integración social, la cultura de la precariedad, etc. deberá ser una prioridad de nuestros días.


Una formación para el riesgo y la comunión


En la formación de las nuevas generaciones nos lo jugamos todo. Nos jugamos la vitalidad de nuestras congregaciones y la vigencia del carisma. Nos jugamos el futuro. Por eso es importante que atinemos bien a la hora de realizar el diagnóstico de la realidad que viven nuestros jóvenes y de nuestros recursos formativos. Elaborar con audacia las líneas de la formación para el siglo XXI es una tarea que nos debe ocupar y preocupar en nuestros días.


No podemos saber cómo va a ser el futuro, ni nos hace mucha falta. Querer vislumbrarlo desde un presente convulso como el nuestro, puede decir mucho más de nuestros propios miedos que de la realidad que viene. Reconocer que no tenemos un diseño claro del futuro hará que caminemos en la humildad y que nos dispongamos a dejarnos enseñar por nuestros jóvenes.


Los jóvenes, nuestros jóvenes, son el laboratorio del futuro. Nos miramos en ellos y podemos dejar de lado nuestros temores, porque son el don que Dios nos regala y porque, como dice el refrán castellano, «vienen con un pan debajo del brazo». Si conseguimos desenmascarar nuestros miedos, que enturbian siempre nuestra visión, podremos contemplar mejor lo que ellos y su futuro nos están ofreciendo.
Pero también son el reto con el que el Señor de la historia nos está comprometiendo. Y sólo nuestra más estricta fidelidad a la llamada que Él nos dirige en sus personas y en sus posibilidades deberá ser nuestro patrimonio. Afrontar el desafío, asumir la responsabilidad que nos compromete nos conducirá, aunque no ciertamente sin sobresaltos, a preparar, con ellos y para ellos, el futuro.


Queremos atrevemos a implementar una formación que asuma a la vez la preparación para el riesgo y para la comunión. Una formación que no se contenta con administrar la penuria, y que no quiere caer en la peor equivocación: quedarnos de brazos cruzados, repitiendo lo de siempre, por miedo a equivocarnos.


El futuro de la vida consagrada seguirá estando unido a la desinstalación y el recorte institucional. Por eso fortalecer nuestras raíces es lo importante, y para ello tendremos que podar las ramas, aunque aún nos parezcan suficientemente verdes y frondosas. Sólo así podremos sentirnos ante ellos responsables del patrimonio que les legamos, y dispuestos a seguir con audacia al Jesús pobre y humilde del Evangelio.


En tiempos de crisis es posible creer aún en «la hermanita esperanza», como nos recordaba hace años Charles Péguy: una esperanza que brota a partir de una actitud escrutadora de los signos del no-poder en nuestra historia, desde la capacidad creadora de una vivencia apasionada de la misma, y trabajando cristianamente en la fragmentariedad cultural en que vivimos, insertos en comunidades que practican la justicia.


Todavía es posible una esperanza humilde y crucificada pero muy viva y muy capaz de orientar apasionadamente nuestra frágil existencia y de dar sabor de Evangelio a nuestra lucha.



Recursos bibliográficos


Sobre el tema de las esperanzas cristianas me remito, como siempre, a A. TORNOS, Fin de milenio y esperanza cristiana, en AA.VV, Entre el miedo y la esperanza ante la última década del siglo XX, Madrid 1990, 153 ss. En la segunda parte de este trabajo acudo a las ideas de la interesante la ponencia de T. RADCLIFFE, Vida religiosa después del 1 -S. ¿Qué signos ofrecemos?, en Vida Nueva 2456 (Enero 2005) 23-30. la parte más sustantiva sobre la formación proviene de una aportación mía al Encuentro Internacional sobre Formación de la Compañía de María, Medellín, Enero 2005.






COMUNICACIÓN



Comunicarse para ser hermanos y hermanas14


«Para llegar a ser verdaderamente hermanos y hermanas es necesario conocerse. Para conocerse es muy importante comunicarse de forma cada vez más amplia y profunda» (VF 29).


Actualmente percibimos con mucha intensidad que el tema de la comunicación es una exigencia vital y que necesitamos profundizar en sus mecanismos. Queremos saber más sobre él para elevar el nivel de comunicación en las comunidades.


Sólo unas premisas al somero tratamiento de algunos problemas más actuales inherentes a la comunicación siempre con la mirada puesta en su dimensión operativa. El estilo y el tono de las páginas que siguen serán algo distintos de los de las páginas anteriores puesto que afrontamos cuestiones de otra índole e intentamos «morder en la realidad».


Lo primero que queremos decir es que
la comunicación no se reduce a la comunicación verbal. Hay una comunicación no verbal, hecha de gestos, actitudes, atención, que supera a la puramente oral; ésta sigue siendo en la actualidad la más «prestigiada» y exigida; y por supuesto que es necesaria, ¡pero no es la única!


Otra observación: parece que hoy existe
más comunicación verbal que comunión. La comunicación verbal, en efecto, no es sinónimo de comunión o de fraternidad, porque, de hecho, puede utilizarse para favorecer el éxito personal y tener como punto de mira la extorsión del consenso con los demás: cosa que no es lo mismo que el progreso de la fraternidad. La excesiva comunicación verbal puede hacer que prevalezca una opinión y no la verdad.


Hay, además,
una comunicación parcial que oculta más que revela, con el resultado de que genera mucho pesimismo y desconfianza ante el hecho mismo de la comunicación. Ya se ha hecho notar que una comunicación incorrecta favorece a las personas más dotadas de capacidad expresiva, pero que no siempre tienen algo profundo que decir y comunicar.


En resumidas cuentas, comunicarse con vistas a la fraternidad no significa saber hablar bien, ni multiplicar palabras, sino saber entrar en profunda sintonía con el hermano y la hermana a todos los niveles.


Conviene, pues, comenzar examinando las dificultades y los equívocos de la comunicación, para echar después una ojeada a las condiciones que favorecen una comunicación capaz de hacer crecer la fraternidad.








Las dificultades de la comunicación


«Conllevaos unos a otros con amor» (Ef 4,2)


Existen dificultades reales de comunicación, y en la comunicación, que van más allá de la buena o mala voluntad y que, a veces, ni siquiera advertimos; nos conviene tomar conciencia de ellas para dar con las soluciones más eficaces.



1. Las diferentes formaciones


«La manifestación particular del Espíritu se da a cada uno para el bien común» (1 Cor 12,7)


Nuestras fraternidades están formadas por personas de todas las edades, con mayoría de las menos jóvenes. Esto quiere decir que la mayor parte de sus componentes han vivido estos últimos decenios especialmente agitados y marcados por corrientes diversas de pensamiento, por sensibilidades contrapuestas y por opciones teológicas con notables y diversificadas acentuaciones.


Esto ha influido también en la formación, que a grandes rasgos puede sintetizarse en cuatro orientaciones:


Orientación ascética, predominante hasta el final del Concilio Vaticano ji, consiste en poner la ascética en el centro de la vida espiritual. Según ella, el responsable de la buena marcha de la vida fraterna es el sujeto. Se pone el acento en que las dos virtudes fundamentales que rigen la vida fraterna son la obediencia a los superiores y la caridad para con los hermanos y hermanas con quienes se convive.


Es un tipo de formación que responsabiliza al máximo a la persona, que debe repetirse constantemente: el primer responsable de la buena marcha de las cosas soy yo. ¿Qué debo hacer más y mejor? De ahí la importancia que da a la oración, a los retiros, a los exámenes de conciencia y a la búsqueda de la virtud.


Orientación teológica, predominante en el tiempo inmediatamente posterior al Concilio Vaticano u, el cual había comprendido que no bastaba con indicar el «cómo» hacer comunidad, sino que había que presentar el «porqué», las motivaciones profundas de hacer comunidad. Surge de ahí una verdadera y específica teología de la vida comunitaria, elaborada desde el principio a partir de la teología renovada de la Iglesia comunión. Brota entonces la necesidad de la actualización, de la re-cualificación teológica, de rehacer o construir el bagaje de los conocimientos teológicos y culturales.


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Orientación antropológica, surgida a mediados de los años setenta, se expande enseguida y tiene presente la fragilidad de los nuevos y viejos sujetos de la vida comunitaria; sujetos a los que ya no parece suficiente tener presente la teología o la ascética, sino que les parece necesario contar con un apoyo que les ayude a superar sus dificultades, cuyas causas, en no pocas ocasiones, son difíciles de encontrar.


Esta orientación se corresponde con el aumento del influjo de la sociología y la psicología en la cultura contemporánea, como contribución para dar una respuesta más realista a las crecientes dificultades de las nuevas generaciones para entrar en la construcción de la vida fraterna.


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Orientación jurídica, surgida con motivo de los Capítulos o Congregaciones especiales que se tuvieron entre los últimos años sesenta y los setenta, o con ocasión de las redacciones definitivas de las Constituciones, que se fueron haciendo en los comienzos de los ochenta, responde a la necesidad de contar con un marco jurídico de referencia bien claro, a fin de que la vida fraterna no esté a merced de las diversas oleadas de superiores o de las alternantes «modas de modelos».


Se subraya en esta orientación la importancia de una legislación que ayude a encarnar el modelo de vida fraterna en comunidades encargadas de una misión específica. Responde al conocido eslogan: ¡Es necesaria una nueva legislación, hay que hacer reformas!


Es obvio que las cuatro orientaciones pueden convivir con toda normalidad, puesto que son complementarias. Y, de ordinario, conviven, a no ser que se presenten dificultades graves. Ante nuevos problemas, surge inevitablemente la pregunta crucial: «¿qué hacer?». Y es entonces cuando las diferentes orientaciones dan su respuesta sugiriendo propuestas divergentes, con el peligro de entrar en vías de colisión.


La orientación ascética, por ejemplo, tiende a proponer que se retomen las virtudes olvidadas, mediante retiros y ejercicios espirituales y mediante la vuelta a la práctica —bastante debilitada— de la confesión y la dirección espiritual. Se trata, en resumidas cuentas, de reforzar al hombre interior.


Quien ha sido formado en la orientación teológica propondrá una renovación más seria, mediante una formación permanente más esmerada, mientras que el que ha recibido la influencia de la orientación antropológica pondrá sobre la mesa la necesidad urgente de un conocimiento más profundo de la psicología y de utilizarla con mayor confianza.


Y quien haya tenido una formación fundamentalmente jurídica propondrá que se haga una revisión de las Constituciones o de los Directorios, para crear estructuras más adecuadas a la realidad evolutiva y más aptas, por ello, para sostener la vida fraterna; es decir, una reforma de las reglas.


Ni que decir tiene que ninguna de estas formaciones agota por completo la problemática de la vida fraterna; y que todas ellas pueden proporcionar su contribución propia, ya que cada una de ellas toca un punto relevante de la vida fraterna, un punto que forma parte de su realidad.


Las dificultades surgen cuando cada una de esas orientaciones se cree exclusiva y excluyente, es decir, cuando piensa, sin contrastarse con las otras orientaciones, que tiene la solución de las dificultades. Es entonces cuando aparecen los gravosos obstáculos a la comunicación y, consiguientemente, a la solución de los problemas.


Tenemos que tomar conciencia de estas y otras «precomprensiones» culturales y formativas, para no bloquear en su mismo nacimiento el proceso de comunicación.



2. Las diferentes visiones de la vida fraterna


«Acogeos mutuamente como Cristo os acogió»
(Rom 15,7)


Lo mismo que existen diversas misiones específicas, existen también diversos modelos de realizar la vida fraterna en comunidad.


Históricamente, se conocen diversos tipos de comunidades: la «pacomiana», que comienza en Egipto con San Pacomio, no es idéntica, por ejemplo, a la «basiliana». Efectivamente, la primera está más estructurada militarmente y es más aislada; la segunda es más ágil y está más inserta en la iglesia local.


El modelo agustiniano no es el benedictino. El primero se caracteriza por una regla bastante flexible y por la exigencia suprema de la caridad; el segundo tiene una regla muy «reguladora», en la que la autoridad desempeña un papel relevante en la «búsqueda de Dios».


La comunidad franciscana es una verdadera fraternidad, en la que dar testimonio de la fraternidad forma parte de la misión, mientras que la comunidad ignaciana reduce al mínimo los elementos comunitarios para proyectarse a la misión, entendida como participación en la actuación de Cristo.


Y así podríamos seguir señalando diferencias. No sin dejar de recordar que algunas dificultades de estos años han surgido por haber incluido en las Constituciones propias de una Congregación el ideal de un modelo de comunidad distinto del que habría sido funcional para su propia misión específica. Esto ha ocasionado tensiones entre los partidarios de la «comunidad» y los partidarios de la «misión», añadiendo nuevos motivos de tensión a los muchos ya existentes.


Hoy, en la mayoría de los casos, la tensión está principalmente entre los que querrían un modelo de comunidad más fraterno (o democrático) y los que propugnan un modelo en el que la autoridad retome su papel de guía de un tiempo no remoto.


Pero las situaciones concretas son bastante más imprecisas, tanto por la elevación de la edad media de los hermanos y las hermanas como por los problemas totalmente nuevos que han planteado las decisiones de colaborar con los laicos y de reorganizar y redimensionar las obras.


Y también por las Opciones, conscientes o inconscientes, que subyacen a las diversas priorizaciones. Quien pone por encima de todo el valor de la verdad o de la veracidad o de la sinceridad, no siempre estará de acuerdo con quien elige tomando como base el valor supremo de la caridad, de la unidad, de la armonía, de una concepción sinfónica de la misma verdad.


No es necesario decir que si no se tiene ante los ojos un modelo común de comunidad o de vida fraterna y una visión común de los valores prioritarios, la comunicación se hace muy difícil, porque cada cual perseguirá inevitablemente la realización de su propio modelo, y el diálogo resultará mucho más complicado y no necesariamente más resolutivo.



3. Las diferentes vivencias personales


« Unos con otros sed agradables
y de buen corazón»
(Ef 4,32)


También entran en el juego, para explicar las dificultades de la comunicación, las historias personales de los hermanos y las hermanas. Pensemos, si no, en la «cultura de la discreción», propia de un pasado no remoto, que ciertamente no animaba a la comunicación de problemas o situaciones personales, comparada con la actual «cultura de la espontaneidad», que favorece toda clase de confidencias. Son dos mundos totalmente distintos, a los que les cuesta mucho entrar en contacto y comunicarse. Pensemos también en la sobriedad verbal del mundo campesino en relación con el de las ciudades.


Están también algunas heridas profundas, causadas quizá por confianzas traicionadas, por confidencias que debían haberse guardado en secreto y que, sin embargo, se convirtieron en dominio público; ¿cómo se puede pretender, entonces, que la comunicación sea fácil para quien ha experimentado tan amargos desengaños?


Es aún más fácil tropezar con quien tiene dificultad para expresarse por timidez o por sentimiento de inferioridad. Y también con quien se ha acostumbrado a la pasividad, y con otros a quienes nunca se les ha pedido su parecer y que, cuando se lo piden, piensan no saber qué decir o temen decir cosas disparatadas.


Nos encontramos también con historias marcadas por la falta de libertad, por el temor a ser corregidos, a ser juzgados, a ser tenidos por peligrosos o extraños porque no expresan las mismas ideas del grupo.


Y hay personas con una infancia y un pasado serenos, y otras con una infancia y un pasado turbulentos; es lógico que sus reacciones sean distintas y que su visión de las cosas sea más optimista para los unos y más pesimista para los otros.


Es frecuente encontrar a personas que utilizan las mismas palabras, pero cada una de ellas les da un significado distinto. Hasta tal punto que uno llega a desear, y muy seriamente, que se elabore un léxico común para atribuir un sentido preciso a las palabras más utilizadas, como «diálogo», «obediencia», «autoridad», «fraternidad»... El hecho es que es difícil comunicarse cuando con el mismo vocablo se entienden realidades diversas, cuando no opuestas.


Todas éstas son situaciones que ciertamente no facilitan la comunicación; por eso es necesario conocerlas o, al menos, preguntamos si se estarán dando en cada caso concreto, para ayudarnos a la mutua comprensión y desbloqueamos y liberamos de la imposibilidad de comunicarnos.



Las condiciones de la comunicación


«Acogeos mutuamente como Cristo os acogió»
(Rom 15,7)


Dadas todas estas dificultades, surge la pregunta: ¿cuáles son las condiciones para que una comunicación sea constructora de fraternidad? La respuesta puede concentrarse, muy sintéticamente, en tres condiciones:


1ª.. La primera: estar convencidos de que el crecimiento de la fraternidad es parte del camino de santidad


Para comunicarse en profundidad, y no sólo para guardar las buenas formas o solucionar unos problemas prácticos, tenemos que estar convencidos de que nuestro progreso personal en la santidad depende también del crecimiento de la fraternidad o, al menos, de nuestro esfuerzo personal por construir la fraternidad.


Pero la fraternidad no crece, no es posible, sin una comunicación, no sólo convencional, sino profunda y verdadera. La interlocución con el que está a mi lado, como mi prójimo, me ayuda a crecer «en mi estatura», porque a mi prójimo me lo ha puesto el Señor a mi lado para nuestro crecimiento en nuestra estatura de hijos de Dios y, consiguientemente, de hermanos.


Quien tiene todavía una visión individualista de la santidad, quien piensa en la santidad en términos de «yo y Dios» y no en los términos más evangélicos de «Yo-Dios-los hermanos», nunca sentirá necesidad de comunicarse, ya que el prójimo es, a fin de cuentas, un extraño o un elemento no prioritario en su relación con Dios (o con su tranquilo vivir!).


2ª. La segunda: la comunicación nace de la interioridad


Es uno de los puntos en que más insiste el magisterio del cardenal Martini: la comunicación verdadera nace del silencio, tiene que ver con la riqueza interior de cada persona, si no querernos que derive en charlatanería, en exhibicionismo o en retórica vacía.


La persona que tiene una experimentada interioridad sabe que el primer obstáculo a la comunicación es su propio yo, con sus proyectos y sus ideas que hay que llevar adelante, muchas veces a toda costa. Por eso, tal persona se pregunta a menudo si de verdad busca las «cosas de Cristo» o «sus propias cosas». Y entre «las cosas de Cristo» está efectivamente, y en primera línea, el amor a los hermanos y la unión de corazones, mentes, intenciones, acciones, vidas y, en la medida de lo posible, la amistad que podamos construir a través del esfuerzo diario.


De la interioridad procede también el respeto a los tiempos de maduración del prójimo. Para que dos interioridades entren en contacto, la mayoría de las veces necesitamos la paciencia de los tiempos largos, precisamente porque se trata de superar los obstáculos de todo tipo que el complejo «juego de fuerzas» pone en el terreno.


Y aun cuando se dé la deseada paciencia, no siempre se produce el contacto profundo. Efectivamente, aunque a todos y cada uno se nos invita a dar el primer paso de la comunicación, no siempre el otro o los otros van a responder dando el paso que a ellos les corresponde. Sin el consentimiento del interesado, nunca hemos de forzar la comunicación del otro, ni traspasar su umbral de intimidad. La comunicación nunca puede imponerse desde fuera.



3ª. La tercera: saber escuchar


Con frecuencia, la comunicación fracasa o se empobrece porque es de una sola dirección. Hay quien piensa que existe comunicación por el hecho de hablar. Acostumbrados quizás a predicar o a hablar desde la cátedra o desde una posición de privilegio, algunos confunden la comunicación con las muchas palabras que los otros deben escuchar.


Para la comunicación que quiere crear la comunidad, eso no sirve e incluso es un obstáculo. La comunicación fraterna nace de escuchar al otro; y no sólo de escuchar sus palabras, sino también sus problemas y el mensaje que emana de su vida, de los requerimientos, explícitos o implícitos, que nos hace, quizá sólo con una mirada, un gesto, una alusión... A quien está atento, a quien está verdaderamente a la escucha, no le es difícil percibir este tipo de mensajes.


Las dificultades provienen del hecho de estar excesivamente inmersos en los propios asuntos, demasiado absorbidos por problemas que nos parecen inextricables. En estas circunstancias, los problemas de las personas que están a nuestro lado nos parecen irrelevantes o dignos de una atención meramente superficial y ligera.


Para la persona muy ocupada, la atención y la comunicación con el otro, especialmente con quien no está directamente implicado en sus mismas ocupaciones diarias, es uno de los problemas más serios y expresa con enorme claridad cuán grande es la limitación humana. Pero también expresa muy nítidamente la necesidad de vigilar nuestro propio estilo de vida, nuestras prioridades, las metas que, consciente o inconscientemente, perseguimos.



La dificultad de escuchar es una de las rémoras no sólo para la comunicación, sino también para la construcción de la fraternidad. El hermano que no se siente acogido en la escucha pierde la confianza de tener en el otro a un verdadero hermano y se vuelve a otros, tal vez extraños, con la esperanza de no repetir la misma amarga experiencia.



Las formas de comunicación a potenciar


«Para las personas consagradas, que se han hecho “un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32) por el don del Espfritu Santo derramado en los corazones (cf. Rom
5,5), resulta una exigencia interior el ponerlo todo en común: bienes materiales y experiencias espirituales, talentos e inspiraciones, ideales apostólicos y servicios de caridad. “En la vida comunitaria, la energía del Espíritu que hay en uno pasa contemporáneamente a todos. Aquí no sólo se disfruta del propio don, sino que éste se multiplica al hacer a los otros partícipes de él, y se goza del fruto de los dones del otro como si fuera propio” (San Basilio)» (VC 42).


Las diversas formas de comunicación ayudan a
poner todo en común y a disfrutar del fruto de todos. Echemos una mirada a las principales formas de comunicación que debemos potenciar:



1. La «communicatio in sacris»


«Todos los dones han sido dados para la común edificación del cuerpo de Cristo»
(Ef 4,7-16)


«Es de lamentar la escasa calidad de la básica comunicación de bienes espirituales que existe en algunas comunidades. Se comunica sobre temas o problemas marginales, pero rara vez se comparte lo que es vital y central en el camino de consagración. Las consecuencias pueden resultar dolorosas, porque la experiencia espiritual adquiere insensiblemente connotaciones individualistas. Se favorece, además, la mentalidad de autogestión, unida a la insensibilidad por el otro, mientras que insensiblemente se van buscando relaciones significativas fuera de la comunidad» (VF 32).


No podía presentarse mejor la situación, sobre la que está de más insistir: ocurre bastante a menudo que es difícil hablar entre hermanos y hermanas de las cosas realmente importantes.


¿Cómo superar esta situación?


La experiencia pone en primer plano la meditación comunitaria de la palabra de Dios, conocida como
collatio o Lectio divina comunitaria. Pero hay que revalorizar también otras formas menos «técnicas», como la reflexión comunitaria de la palabra de Dios y la comunicación de las propias experiencias de fe.


Una palabra sobre la
Lectio divina, personal y comunitaria, que vuelve a estar en auge estos años, hasta el punto de que a algunos les parece una moda. Una recuperación que, en todo caso, hay que saludar con gozo y esperanza.


En algunos Institutos la
Lectio se ha convertido en un instrumento bastante eficaz de renovación personal y comunitaria. Su práctica se ha vivido no pocas veces como la contribución seguramente más válida a la vida espiritual de los particulares y de la comunidad. Así lo reconoce abiertamente la Exhortación La vida consagrada: «La meditación comunitana de la Biblia lleva al gozo de compartir la riqueza descubierta en la palabra de Dios, gracias a la cual los hermanos y las hermanas crecen juntos y se ayudan a progresar en la vida espiritual» (VC 94).


Pero su práctica no siempre resulta fácil, como ocurre con todas las demás realidades que comprometen en profundidad y están destinadas a dar mucho fruto. Sin embargo, la recomendamos con todo entusiasmo, y debería ser, al menos con una periodicidad semanal, parte del patrimonio espiritual de toda fraternidad que quiera construirse sobre la base sólida de la palabra de Dios.


La vida de las primitivas comunidades, además de sobre el Espíritu y la Eucaristía, se construía sobre la Palabra o la «enseñanza de los apóstoles». También hoy, la palabra de Dios está en la base del crecimiento de cualquier comunidad cristiana, porque expresa la «lógica» o «filosofía» de una comunidad en cuanto cristiana, es decir, de una comunidad fraterna reunida en el nombre de Cristo.


La fraternidad de los hijos de Dios crece con criterios muy distintos de los de otras agregaciones.
Y la palabra de Dios cultiva y sustenta esta «alteridad» o «diversidad» o «especificidad».


Del hecho de compartir esa Palabra se deriva un modo nuevo de comunicarnos: nos damos cuenta de que tenemos en común ese tesoro, esa ley, esa norma, ese estímulo, esa visión divina, que quiere penetrar y transformar la realidad de una convivencia humana.


El compartir la Palabra introduce en un modo de comunicación más fraterno, más cordial, más atento, más sereno. Y en la medida en que nos demos cuenta del patrimonio común y de su fuerza transformadora, estaremos más dispuestos a participar de la aportación de los demás y a hacer partícipes a los otros de nuestras propias aportaciones.


De esta forma, la fe de uno, hoy débil, puede verse reforzada por la fe del otro, y el entusiasmo de uno puede levantar el desaliento del otro; las motivaciones más profundas que están en la base de la fraternidad se ven reclamadas, reforzadas y compartidas por la comunidad, y el edificio espiritual de la fraternidad se ve construido con la aportación de la experiencia espiritual de cada uno de los miembros.


Las publicaciones sobre la
Lectio se están multiplicando y abordan sus diversos aspectos. Es para dar gracias al Espíritu por este redescubrimiento que está contribuyendo a reanimar muchas comunidades.


«Especialmente fructuosa para muchas comunidades ha sido la participación en la Lectio divina y en las reflexiones sobre la Palabra de Dios, así como la comunicación de las experiencias personales de fe y de las preocupaciones apostólicas. Esta comunicación, allí donde se practica espontáneamente y de común acuerdo, nutre la fe y la esperanza, así como la estima y la confianza recíprocas, favorece la reconciliación y alimenta la solidaridad fraterna en la oración» (VF 16).








2. La corrección fraterna


«Corregíos mutuamente» (Rom 15,15)


Es una forma importante de comunicación, que más bien ha caído en desuso en estos últimos decenios, pero que deberíamos recuperar con valentía. En la tradición siempre ha sido muy apreciada, partiendo de San Pablo, que hacía a los romanos la siguiente recomendación: «Corregíos mutuamente» (Rom 15,15), y esta otra a los gálatas: «Incluso si a un individuo se le cogiera en algún desliz, vosotros, los hombres de espíritu, recuperad a ese tal con mucha suavidad; estando tú sobre aviso, no vayas a ser tentado también tú» (Gal 6,1-2).


Habría que recuperarla, además, porque actualmente los superiores parecen haber perdido el valor para llamar la atención. Se ha apoderado de los hermanos y las hermanas una alergia tan aguda a recibir aun la más mínima advertencia de parte de la autoridad, que ésta prefiere muchas veces mirar hacia otro lado, con el peligro de que los hermanos y hermanas persistan tranquilamente en sus defectos, de los cuales muchas veces ni siquiera son conscientes.


Basta pensar en la diferencia que habría entre las confesiones de mis pecados que harían los otros, si se las pidieran, y las que yo hago habitualmente. Esta disparidad de juicio —por la que lo que para mí es mínimo e irrelevante, para los demás es no pocas veces grave e importantísimo— muestra las heridas que yo puedo infligir a la comunidad, aun sin darme cuenta de ello.


La vuelta a esta forma evangélica de comunicación es altamente constructiva para la fraternidad. Quien quiera ayudar a la comunidad, y no obstaculizarla, puede elegir a uno de sus miembros para que le «amoneste» en privado haciéndole notar los comportamientos que perciba como heridas a los hermanos. De esta forma, no solamente se ayuda a la fraternidad, sino también al mismo hermano, que encontrará siempre nuevas ocasiones, y bien individualizadas, de crecer en la caridad y en el espíritu fraterno. Con tal de que esta ayuda no aísle de los otros y no se convierta en un sustituto de la autoridad.


Actualmente algunos proponen también la
promoción fraterna, que consiste no sólo en hacer notar los defectos, sino también en mostrar al hermano las cualidades que debería desarrollar y los talentos que podría sacar a la luz. Para algunos (,para todos?) esta forma de subrayar las cualidades positivas que poseen los hermanos y las hermanas, que a veces ni ellos mismos perciben —entre otras cosas, porque apenas solemos alabárselas—, resulta altamente alentadora y ayuda a desarrollar al máximo las cualidades y talentos propios.


La promoción fraterna, cuando está movida por un amor sincero al hermano, a la fraternidad y a la misión, es una valiosa ayuda para no desperdiciar las riquezas del Espíritu. Sigue siendo un pequeño misterio por qué muchos han de esperar a la muerte para oír (!) el elogio de sus virtudes y buenas cualidades. Es sorprendente que sea más fácil «llorar con quien llora» que «alegrarse con quien está alegre», lo mismo que es más fácil subrayar un defecto que una cualidad positiva. ¿Por qué? Ahí tenemos un excelente tema de reflexión comunitaria.


Una forma de corrección fraterna comunitaria es la
revisión de vida, que permite una evaluación periódica de la fraternidad sobre la base del conocido método de «ver, juzgar y actuar». Esta forma de comunicación también tiene raíces en la tradición espiritual en la que existía el «capítulo de culpas».



También está la revisión de vida no buscada, «instantánea», que dimana de las «insinuaciones», «puyazos» o alusiones más o menos amables que los hermanos y hermanas nos hacen de vez en cuando. Nos pueden afligir y doler, pero son una ocasión providencial, no para replicar precisamente, sino para hacernos reflexionar y examinarnos sobre lo que nos dicen. Seguramente es una escuela dura, pero indudablemente saludable, porque, al poner al vivo nuestros defectos, nos ofrece la oportunidad de corregir- nos y mejorar. Los puyazos duelen, pero para quien tiene deseos de mejorar, son curativos; aunque no sean pedidos, pueden convertirse en un medio de comunicación, al menos indirecto, pero eficaz.



3. El consejo y la guía espiritual


«Por lo que se refiere a los más jóvenes, si quieren hacer avances notables y vivir conforme a los preceptos de Nuestro Señor Jesucristo, no han de ocultar ningún movimiento secreto del alma, ni proferir ninguna palabra incontrolada. Al contrario, es necesario que desvelen los secretos del corazón a los que están designados para ello, es decir, a los que se ocupan benévola y caritativamente de los hermanos más débiles. Todo el bien que haya en ellos podrá así verse reforzado, y el mal será corregido oportunamente. Gracias a esta colaboración, llegarán, a través de un continuo progreso, hasta la perfección». Así se expresa San Basilio en un texto que refleja tanto la importancia de una comunicación sincera y abierta como la necesidad de guías espirituales dispuestos a ayudar a los principiantes.


La atención al hermano y a la hermana comporta también no sustraerse a la práctica del consejo espiritual, que es una forma elevada de comunicación de las «cosas santas»: quien tiene más experiencia sostiene a quien tiene menos, en un camino que no puede ser inventado por cada persona.


El consejo espiritual y la guía espiritual no sólo permiten evitar los errores del camino, sino que ayudan a reavivar el amor a Dios, que es también la base del amor a los hermanos. Son, en definitiva, una contribución más a la vida fraterna.



4. Las reuniones periódicas


«Somos solidarios unos de otros»
(1 Jn 1,7)


Las reuniones periódicas de la comunidad se cuentan ya entre los medios indispensables de la comunicación. Hace años, eran indudablemente más populares; luego, tal vez por las excesivas expectativas que habían despertado, o por haber abusado de ellas, decayó su estima y su práctica. Aunque redimensionadas, hoy son justamente consideradas como indispensables. He aquí algunos puntos sobre los que reflexionar:


a) Son de gran utilidad: en efecto, permiten examinar los problemas, programar y verificar en común. En este sentido, constituyen una excelente expresión de la corresponsabilidad y son una ocasión permanente de crecimiento de la comunidad y de cada miembro, que ha de confrontarse con los demás. Permiten, además, desarrollar un estilo de confrontación pacífica y educada, que prepara y habitúa a colaborar y a compartir; un estilo que resulta necesario sobre todo para la correcta colaboración con los laicos.


b) No siempre son fáciles, porque pueden resultar contraproducentes si no se respetan algunas reglas sencillas pero esenciales.


El problema de las reuniones aparece ya desde los primeros tiempos: San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios (11,17-24), habla de las dificultades de las asambleas eucarísticas, puestas en peligro por las divisiones entre ricos y pobres y porque cada cual sólo piensa en sus propios intereses.


El apóstol sugiere el remedio: a imitación de Jesús, que se entregó a sí mismo y que nos convoca precisamente para hacer memoria de esa entrega, cada cual tiene que renunciar a sí mismo si quiere progresar en la fraternidad. La mayor o menor presencia de esta disponibilidad explica las mayores o menores posibilidades de éxito de los encuentros, cuya finalidad no es solamente lograr metas apostólicas, sino también crecer en fraternidad.


Otra fuente de dificultades hay que buscarla en la impericia de quien las modera o en el excesivo protagonismo de alguna personalidad que no se arriesga a poner sus cualidades al servicio de la fraternidad y 0pta por su afirmación personal. Es cosa humana, pero no fraterna ni, consecuentemente, cristiana.


Podría resultar útil preparar a los miembros de la comunidad para hacer de «moderadores», por turnos, en las reuniones.



c) Para su buen resultado, la experiencia sugiere tener presentes algunas reglas:


en primer lugar es preciso establecer de antemano la naturaleza de las reuniones, es decir, determinar si son informativas, formativas, consultivas o deliberativas, precisamente para salir al paso de expectativas que pueden transformarse en desilusiones; también es indispensable tener claridad en la modalidad que va a seguir el proceso de decisión;


en segundo lugar todos los participantes deben conocer con tiempo el orden del día, que deberá ser lo más detallado posible; la falta de información no garantiza la seriedad del debate ni de las conclusiones;


en tercer lugar si las dificultades aparecen de forma repetitiva, es muy conveniente dejarse ayudar por expertos en dinámica de grupo; con frecuencia es la inexperiencia, junto a bloqueos personales, la que hace que los encuentros resulten infructuosos; un experto puede contribuir valiosamente a establecer las modalidades más adecuadas de la comunicación;


en cuarto lugar conviene prever un final alegre y agradable, que pueda servir para desdramatizar y relajar las tensiones que son inevitables cuando se han puesto sobre el tapete cuestiones candentes. Estas cuestiones son cada vez más frecuentes, dado el delicado momento por el que estamos atravesando. ¡Un piscolabis, unos pinchos, unos dulces... son magníficos relajantes!


d) In dulcedine societatis quaerere veritatem (Buscar la verdad en la dulzura de la comunidad). Una fraternidad serena y unida ayuda en la búsqueda de la verdad: así lo afirma la tradición dominicana.


Las reuniones no son sólo momentos de decisión, sino también momentos de crecimiento «cultural» de la fraternidad, es decir, momentos de formación permanente. La fraternidad necesita contar con momentos de reflexión y profundización en temas actuales, relacionados con los grandes problemas de la sociedad, la Iglesia, la ética, la espiritualidad, la misión, la vida consagrada... ¿Por qué no enriquecemos con los recíprocos saberes y experiencias y, de vez en cuando, con la lectura de los principales documentos de la Iglesia?


Los encuentros comunitarios son, además, ocasión para poner en común las propias dificultades apostólicas y los fracasos, así como los éxitos y las iniciativas afortunadas, a fin de sostenemos y ayudamos.


En esos encuentros también deberíamos adiestrarnos en la comunicación y el debate sereno de los temas que son objeto de discusión o de crítica. En nuestra sociedad de la comunicación es muy importante aprender un estilo de comunicación y de diálogo civilizado que en no pocos casos nos puede ayudar también en la misión.


Y dar cuerpo, también, a la tan deseada y pocas veces realizada «formación permanente». Cuando estamos agobiados por el excesivo trabajo o perezosos por el demasiado poco (!), difícilmente sentimos la necesidad de la formación permanente, es decir, de encuadrar nuestros propios problemas en el vasto campo de las transformaciones de todo tipo que están asaltando a la sociedad y, consiguientemente, también a la misión y a la vida fraterna.


Ciertos atrasos culturales en nuestros ambientes se deben a la repetitividad, a la rutina, que no dejan espacio a la toma de conciencia de la mutación global que se está produciendo y que nos exige, por el contrario, estar renovándonos continuamente. Aunque el núcleo de la verdad revelada sea inmutable, las situaciones en las que esa verdad ha de encamar- se cambian de año en año, y quien no está al tanto de esos cambios pronto se encuentra desplazado. Hay una «verdad de las situaciones» que hemos de actualizar constantemente. Actualización que los encuentros periódicos pueden favorecer o, al menos, hacer que la sintamos como necesaria.


En una fraternidad donde se vive responsable y corresponsablemente la misión, se «aprende a aprender», día tras día, de la vida, de la experiencia compartida, de las informaciones que intercambiamos, de las lecturas que hemos hecho, de la circulación de ideas.


«Una de las finalidades de estas iniciativas es formar comunidades maduras, evangélicas, fratemas, capaces de continuar la formación permanente en la vida diaria. La comunidad religiosa es la sede y el ambiente natural del proceso de crecimiento de todos. Es el lugar donde, día a día, se nos ayuda a responder como personas consagradas a las necesidades de los más postergados y a los retos de la nueva sociedad» (cf. VF 43).



5. El diálogo


«Sea cada cual pronto para escuchar lento para hablar» (Sant 1, 19)


También el diálogo ha pasado en estos años por situaciones alternantes: se ha pasado, de su exaltación en los tiempos del Concilio, a un cierto escepticismo en nuestros días. Se le ha acusado de inconclusividad, de fomentar la conversación frívola, de ser un instrumento peligroso para quien posee una lengua desenvuelta y tiene fáciles y prestos los argumentos. Hay quienes desconfían abiertamente de él, diciendo que hemos caído en la «verborrea».


Hemos de saber que el diálogo tiene un límite, del que debemos ser conscientes. Mientras que la caridad no tiene límite ninguno, el diálogo sí lo tiene: es la verdad, que no admite componendas. Si no reconocemos este límite, vamos al encuentro seguro de las desilusiones.


A la comunidad que quiere ser una comunidad fraterna se le ha encomendado la tarea de abrir y reabrir el diálogo con todos (cf. VC 51).


La Exhortación Apostólica
La vida consagrada dedica una sección entera a invitar al diálogo; en ella se anima a las personas consagradas a poner el diálogo al servicio de la unidad de los cristianos (nn. 100-101) y del entendimiento interreligioso (n. 102) y a practicarlo con los que andan buscando a Dios (n. 103).


La responsabilidad es grande, si las palabras tienen un significado preciso: «La Iglesia encomienda a las comunidades de vida consagrada la particular tarea de fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y más allá aún de sus confines, entablando o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad, sobre todo allí donde el mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o las locuras homicidas. [...] Estas comunidades se presentan como
signo de un diálogo siempre posible y de una comunión capaz de poner en armonía las diversidades» (VC 51).


Es una auténtica labor misionera, que no se improvisa, sino que se prepara con su práctica diaria en la vida fraterna.


Y —digámoslo una vez más— el éxito del diálogo nace en primera instancia de la
capacidad de escucha: «Pronto para escuchar, lento para hablar» (Sant 1,9). Bonhoeffer hace esta observación: «Hemos de escuchar al hermano con el oído de Dios, para que se nos conceda hablar con la palabra de Dios». Efectivamente, «el que no sabe escuchar al hermano, a la larga no sabrá escuchar a Dios».


Cuando no sabemos escuchar, nos exponemos al riesgo de pronunciar sólo, y como mucho, «palabras piadosas», de dar «charlas espirituales» o de ser falsamente condescendientes. La escucha del hermano y la hermana en las cosas pequeñas es premisa de la escucha más sincera de la palabra de Dios.


También por sus cometidos misioneros, la vida fraterna tiene que ser una
escuela de diálogo; un diálogo que es un estilo de vida y de convivencia entre los que viven en la misma casa.


Pero esta práctica brota de una convicción arraigada de que el diálogo no es tanto un instrumento para llegar a un compromiso, cuanto un medio noble para hacer que emerjan las cualidades de cada uno, para comprender las intenciones verdaderas de los demás, a fin de construir una fraternidad más auténtica y poner a disposición de la misión todas las energías y carismas que el Espíritu ha distribuido.


El diálogo es normal allí donde la eclesiología de comunión se vive como una «verdad»: La fraternidad, como la Iglesia, está construida por la aportación de los dones que el Espíritu reparte a cada uno. El primer paso es tener esta realidad como verdadera y digna de ser perseguida, antes o al mismo tiempo que las demás realidades. Parece obvio y fácil, pero la dura realidad de cada día extiende a veces una nube muy espesa sobre todo esto y conduce a otras lides.


El diálogo es necesario también para
afrontar los conflictos, inevitables en toda convivencia humana. Reconocer que todos y cada uno pueden contribuir —y tener, por tanto, «su» propio parecer— desemboca inevitablemente en valoraciones distintas y en divergencias acerca del modo de coordinar las distintas aportaciones. De ahí que surja la posibilidad de conflictos que, de por sí, no son síntoma de mala salud de la vida fraterna. La ausencia de conflictos no siempre es señal de buena salud, porque puede ser manifestación de falta de interés, de deseos de vivir tranquilamente y de abulia respecto a los grandes y pequeños problemas.


De ahí la necesidad de afrontar positivamente los conflictos inevitables, sin demonizarlos. En nuestros ambientes existe un miedo innato al conflicto, miedo que hemos de superar valientemente. El problema no es tanto la conflictividad, sino su gestión y su superación. Uno de los medios más eficaces para gestionar las crisis y los conflictos es precisamente el diálogo. Un diálogo paciente, tenaz y flexible; un diálogo que se aprende en la escuela cotidiana de la vida fraterna.




APOYO EN LAS DUDAS


«También hemos de ser capaces de compartir nuestras dudas. Precisamente cuando un hermano entra en el desierto de la falta total de sentido, es el momento de dejarle hablar. Debemos respetar su lucha y no cortarle la palabra. Si un hermano tiene el coraje de compartir esos momentos de oscuridad y carencia de sentido, y nosotros el de escucharlo, puede suceder que nos haga el más preciado don de sí mismo.


El Señor puede llevar a un hermano a la noche oscura de Getsemaní. ¿Nos echaremos a dormir mientras él lucha? Nada une tan estrechamente a la comunidad como una fe por la que, para alcanzarla, hemos tenido que luchar juntos. Esforzándonos juntos por descubrir el significado de lo que somos y de lo que estamos llamados a hacer a la luz del Evangelio, quedaremos maravillados por Dios, que siempre es nuevo e inesperado. Nos asombraremos de encontrarnos y descubrirnos recíprocamente como si fuera la primera vez» (T. Radcliffe).



UNA NOTA AUTOBIOGRÁFICA DE PABLO VI


«Los otros: ese misterio hacia el que he de volverme continuamente. Los otros, que son míos. Los otros, que son el mundo. Los otros, a cuyo servicio estoy yo. Así es: todos ellos son mi prójimo. ¡Cuánta bondad es necesaria! Cada encuentro debería provocarme una manifestación de bondad. Simpatía para con todos:
¡dilexit mundum!


¡Qué corazón se necesita! Un corazón sensible a cualquier necesidad; un corazón dispuesto, un corazón libre, un corazón magnánimo, un corazón propicio a toda delicadeza, un corazón piadoso y abierto a todo alimento de lo alto» (1963).



6. El clima de las comidas comunitarias


«Los discípulos comían juntos, alabando a Dios con alegría y de todo corazón»
(Hch 2,46)


Las comidas en común son —o deberían llegar a ser— el momento en que nos liberamos de nuestros problemas y disfrutamos de la libre expresión de la fraternidad. También ellas pueden hacer una contribución no indiferente a la construcción de la fraternidad.


Lo importante es acudir a la mesa con el propósito de no descargar sobre los demás nuestras angustias y nuestras cruces. Este simple propósito puede introducir en una verdadera experiencia pascual. El esfuerzo por superarme, por no volcar mis preocupaciones sobre los demás, me ayuda a redimensionar mis problemas y a vivirlos de forma menos dramática. La fraternidad también es una ayuda —y no secundaria— en este sentido. No hace falta decir que las comidas demasiado serias dificultan la digestión casi tanto como la mala cocina. Y que ciertos mutismos sistemáticos y persistentes, casi ostentosos, minan la fraternidad, como el ayuno prolongado mina las fuerzas físicas.


El tiempo de las comidas es el momento de la distensión, del «leve» acercamiento a los problemas, del buen humor, del «Ved qué hermoso es que los hermanos vivan juntos!». Es también el momento de recordar el programa que San Agustín hizo colgar en su refectorio: «Quien guste descalificar la vida de los ausentes con murmuraciones, sepa que no es digno de sentarse a esta mesa».



Conclusión

Cedamos la palabra a un testigo de la vida fraterna, Jean Vanier:


«Una de nuestras preocupaciones más importantes ha de ser crear en nuestras comunidades una atmósfera de paz, de autenticidad y de pobreza, un espíritu que permita a las personas centrarse en lo esencial.


La paz y la alegría son dos cosas esenciales que los jóvenes buscan en todas las Congregaciones. Ellos quieren saber si las personas se aman de verdad y si son discípulos del Señor.


Cuando se visita una comunidad, enseguida se percibe si se trata de una comunidad de cristianos que se aman los unos a los otros o si, por el contrario, como dice Aristóteles, es una “manada dispersa de vacas que pastan en el mismo prado”, o si hemos ido a parar a un hotel.


Cuando hay amor mutuo que introduce en una unidad verdadera, se produce un clima de paz y alegría evidentes.


No son las palabras lo que cuenta, sino la comunicación no verbal, la mirada, la sonrisa, la mano tendida, los ojos que expresan miedo o angustia o, por el contrario, apertura y acogida.


Todo esto nace, a mi juicio, de un contacto personal, vivo y amoroso con Jesús, porque El cuida de nosotros y nos ama».



El ANAQUEL





PARABOLA TERCERA



Luis Lozano



ABRAHAM, CONTADOR DE ESTRELLAS



LOS BUSCADORES DE ESTRELLAS


La sesión empezó con la presentación de los Reyes Magos. La hizo Amós, pastor que velaba las vigilias el día en que se cumplió el tiempo. Una estrella fugaz pasó por la cueva donde esperaba, y supo que algo maravillosos sucedía. Lo confirmó cuando llegaron a Belén tres desconocidos magnates, a quienes un ángel apellidó como Magos.


Dio el Padre Dios la palabra a Melchor. Muchos niños gritaron al verle : ¡Aleluya! ¡Aleluya!


Les envió besos en un gesto parecido a como en la tierra les enviaba caramelos.


Y Melchor convocó a Gaspar y Baltasar para que le asesoraran sobre astronomía.


Solo Dios Padre conoce las estrellas por su nombre. Solo El sabe su número, brillo y tamaño. Comentó el Rey Mago.


Las estrellas de Dios tienen nombre; las llama jaspe, zafiro, calcedonia.., topacio, crisoprasa, jacinto…; a otras las llama, lirio, rosa, mariposa, suspiro, viento, susurro, brisa, pasión, amor.....


Dios Padre, cada diez millones de años, manda alguna nueva para recreo de los sabios.


Pero a alguna las reservó para misiones especiales. Cuando llegó el momento culminante envió a la estrella Dios Con Nosotros y nos la dejó ver en el Oriente, a nosotros que estuvimos toda la vida buscando caminos de estrellas.

Gaspar intervino diciendo que a otras las mandó a coronar la cabeza de la Escogida.


A otras, apuntó Baltasar, mandará cuando se conmuevan los cielos y la tierra tiemble porque llega el día de la vuelta postrera del Hijo para juzgar a los vivientes.



EL HOMBRE DE UR


Fue entonces cuando intervino Abram, que se había cambiado en Abraham, por ser el padre de innumerables creyentes.


Pero para ver las estrellas, señalaba el de Ur, hay que salir de la tierra, de los mundos; hay que dejar hasta el amor a la tierra propia. Solo el peregrino, el hombre que busca los oasis del tiempo , solo quienes dejan su Oriente feliz y siguen el curso del sol, pueden , por la noche - solo por la noche - ver las estrellas, y contarlas. El estático instalado solo ve el astro del día y al satélite de la noche. Poco firmamento.



ABRAHAM, CONTADOR DE ESTRELLAS


Era un día de simún abrasador. – continuó Abraham - y yo estaba sentado bajo el encinar de Mambré; bebía para refrescarme leche de cabra y cayó sobre mi un sopor invencible.


Y vi a tres ángeles que me anunciaron que sería padre de muchedumbres que guardarían el pacto con Yavé. Cuenta si puedes las estrellas. Y desde entonces, yo Abraham, me pasaba las noches contando estrellas.


Y Sara contaba riéndose las arenas que se extendían en el desierto de Sodoma.


(Porque tanto Abraham como Sara se rieron de la promesa; se extrañaron tanto que no creyeron. Pero pensaron que el sueño pudiera llegar a ser realidad. Y siguieron contando estrellas de noche y arenas de día).



ESTRELLAS Y ARENAS


Cogió la palabra ahora Baltasar y continuó diciendo: como Sara era estéril , le dio permiso a Abraham para que entrara en Agar su esclava; y Agar le dio a Ismael, hijo de las arenas, belicoso e indómito... También sería hijo de Abraham, pero de la carne esclava. Y cuando el padre tenía ya noventa y nueve años y Sara seguía riéndose, fue concebido el hijo de la promesa, Isaac.


Eran tiempos difíciles aquellos – continuó Abraham - : había diluvios, Sodomas y Gomorras, exterminio de reyes y de pueblos.... Había que proteger a las estrellas. Por eso, Dios Padre dejó que tuviéramos hijos de las esclavas.



El hijo de la esclava era hijo de la carne, pero el hijo de Sara la que siempre reía, sería hijo del espíritu.


Sara, que da hijos del espíritu, ríe siempre porque esos hijos son hijos del milagro, hijos de eunucos y estériles; son la muchedumbre que lleva túnicas blancas en la Corte del Cordero, distribuidos en tribus, según las galaxias. Son los hijos de la risa, del asombro ; como el que se produce al contemplar, en una noche de estrellas, el cielo azul.



MIRAR LAS ESTRELLAS


Los PROFETAS siguen contando estrellas; tienen el alma dividida entre el cielo y el mar. Usan brújulas marinas periscopios angélicos, y compases de altura y profundidad; buscan en las playas hijos de Abraham.


Y el exiliado de Ur llegó a los ciento veinte años, pero no le dio tiempo a contar todas las estrellas y a numerar todas las arenas del mar. Por eso, sus descendientes siguen multiplicando los hijos de Dios.


Isaac fue el nuevo Adán que tuvo dos hijos : el fiel y el infiel. Esaú sería el hijo de Edom, donde los samaritanos adorarían a Dios en Garizim; y Jacob – Israel - era el fiel que adoraría a Dios en Sión, en espíritu y verdad.


Dios hace trampas para escoger a los suyos. Agar, la esclava, dará areniscas en vez de arenas; pero engendró a Ismael, que vivirá entre Asida y Egipto, enfrentado a sus hermanos.


Rebeca decretó que el mayor serviría a su hermano menor, Jacob. Para excitar el vientre de Sara, Abraham entró en el de Agar. Jacob suplantó a su hermano por arte de Rebeca. Y Dios Padre aceptó la trampa porque siempre ha escogido al más pequeño. Para Dios no hay más derechos de primogenitura que el de su hijo Unico.



LOS HIJOS DE LA JUVENTUD


y los hijos de Abraham siguieron contando estrellas. Así que Jacob - el pueblo de Israel- tuvo que tomar varias esposas y fecundar esclavas. Eran más numerosos los pueblos paganos; había que normalizar el pueblo de Yavé, a partir del cual todos los hijos de Dios serían fieles.


Y Jacob tuvo con Lía – tierna de ojos, hija mayor de Labán - a Rubén , Simeón, Leví, Judá, Isacar y Zabulón. Fueron hijos de Raquel – la menor, muy esbelta y hermosa- José y Benjamín. Bala, la esclava de Raquel, ( Jacob supo que Rubén, el primogénito ,se acostó con Bala; por lo que le quitó su primacía a favor de Judá), le dio dos hijos, Dan y Neftalí ; y Zelfa, la sierva de Lía, le dio otros dos : Gad y Aser..


Y Jacob asignó a sus hijos cualidades agresivas de supervivencia: agua hirviendo, león, asno y pollino, caballo, hiena.. Eran los nombres de estrellas y luceros peleones.


Pero al león de Judá no le faltaría el cetro en sus manos ni el báculo entre sus piernas, hasta que viniera aquel cuyo es, y al que darían obediencia todas las naciones.


Y a su descendiente, dominador de leones con honda en Belén, músico arpista a la luz de las estrellas, le asignó Dios Padre una estrella de cuya luz nacerá el esperado de las gentes.


Desde entonces, decía Abraham, sigo contando estrellas y no terminaré de contarlas, hasta que el cielo entero se conmueva y avise Dios Padre del fin. Y entonces, todas las estrellas, cada una distinta en su luz, alumbrarán los nuevos cielos, donde cada estrella tendrá el nombre secreto con que Dios conoce a cada una.



LAS ESTRELLAS QUE CAYERON DEL CIELO


Un día , continuó Abraham, en que como de costumbre, contaba estrellas a la sombra del encinar de Mambré, tuve un nuevo sopor celestial; vi en sueños al ángel de Dios que me avisaba de la destrucción de Sodoma y Gomorra, dos ciudades que habían pervertido la carne.


Y pedí al ángel audiencia con Dios. No estaba conforme con que destruyera la ciudad entera; pues Dios Yavé era justo, debía tener en cuenta a los cincuenta justos que yo creía había en las dos ciudades. Y Dios, lento a la ira, siempre misericordioso, me dijo que salvaría a la ciudad si había cincuenta justos. Pero ¿y si había solo cuarenta , o treinta o diez…? El Padre me concedió que no destruiría las ciudades…


Pero no encontró Dios Padre ni diez justos en Sodoma; solo encontró cuatro. Por tanto , destruyó las dos ciudades.

Se salvaron Lot y sus dos hijas – en un pueblo en que la carne se había pervertido, Lot era justo porque engendró dos hijas , ( en la ciudad corrompida, ya entonces, la parejita).


Y Dios Padre reservó la pequeña ciudad de Segor para Lot y su familia. Pero su mujer se retrasó acicalándose en el baño ante el espejo y por recoger unos amuletos y unas joyas sin valor; y una lengua de lava que salía de Sodoma la alcanzó, convirtiéndola en una bola de sal.



NUEVO FIRMAMENTO


¿Se salvarán muchos? , preguntó Santiago a Dios Padre.


Hay doce puertas de entrada en el Reino Nuevo, respondió el Creador. Todas las estrellas del cielo, todas las arenas de la playa del mundo caben en su recinto. Son tantas que no acabo de contarlas. Pero ya las conozco por su nombre. El acusador de los creyentes no tiene lugar en el cielo nuevo. Era el gran dragón que arrastró con su cola a un tercio de las estrellas del cielo, y fue vencido por Miguel y sus ángeles.


Y Abraham, desde su seno, terminó: cada estrella recibe su nombre al volver al Padre Dios; solo los que dicen la consigna, los que saben su nombre, entran en su cielo estrellado.


Entonces, todas las estrellas se hacen una sola luz, la del Cordero de Dios, el que es y el que era; luz única de los nuevos cielos.


Y Abraham , contador de estrellas, recibió del Padre Dios, el nombre de padre de todos los creyentes.


PÉREZ-REVERTE, Arturo

CABO TRAFALGAR. Un relato naval

Madrid, Editorial Alfaguara, 2004 ( 1ª y 4ª edición: octubre de2004) – 269pp.


Arturo Pérez-Reverte no necesita presentación. ¿Quién no conoce La Tabla de Flandes, La Carta esférica, La piel del tambor… o la serie de El Capitán Alatriste? Estos títulos y otros más han gozado del favor del público lector y conocido numerosas ediciones. También la batalla de Trafalgar debe ser conocida de todos pues ha pasado a formar parte de nuestra mitología nacional como ejemplo de sacrificio inútil y origen de la decadencia naval española.

Hablemos de Cabo Trafalgar. La contraportada del libro nos dice que “en vísperas de la batalla de Trafalgar, Alfaguara pidió a Arturo Pérez-Reverte un relato…” Es, pues, una novela hecha por encargo lo que, en mi opinión, afecta no poco al resultado final. No ha nacido de la espontánea inspiración del autor, sino de la sugerencia de una editorial que quería combinar la solvencia del autor con lo atractivo del acontecimiento. Mi ejemplar señala la cuarta edición. Desconozco su posterior fortuna pero todo da a entender que la fórmula ha funcionado editorialmente.

Están al margen de la novela, pero no dejan de ser un acierto, las ilustraciones y esquemas que sobre los barcos de la época y el desarrollo de la batalla nos ofrece el autor en las páginas que preceden al texto, así como, en las finales, la noticia sobre la suerte que corrieron los navíos españoles durante de la batalla. Con ello ha hecho más fácil e inteligible la difícil terminología del mar.


Si Pérez Galdós crea un personaje de ficción para narrarnos la batalla, Pérez-Reverte se inventa un navío de 74 cañones, el Antilla, con el mismo fin. Desde él nos cuenta casi todo lo que sucedió aquel 21 de octubre. No me parece que sea esta invención un acierto narrativo, pues uno tiene la impresión que al final no sabe qué hacer con él. En el apéndice se justifica como un derecho del autor “manipular la historia en beneficio de la ficción”. ¡Incierto derecho! Su ejercicio indiscriminado puede dar frutos de tan dudosa calidad como El código Da Vinci de Dan Brown.

Encuentro que Cabo Trafalgar se lee bien, es entretenida, posee un estilo fluido y está contada con habilidad narrativa. Pero no todos son méritos literarios. Su dominio de la terminología de la navegación, por reiteración, produce fatiga; llega a hastiar que tacos y palabrotas broten y rebroten como las margaritas en primavera; no otro efecto producen las continuas onomatopeyas -pumba, bumm, crac, clic-clac, fluss-fuass, requetetumba, catatatumba…- que el autor emplea como recurso descriptivo del fragor de la batalla; no menos llamativos son sus deliberados anacronismos -referencias a Rocío Jurado, a la “itv” o a la vaselina…-. Por último, ¿ha logrado el autor verdaderos caracteres en sus personajes? Lo pongo en duda. En cuanto al final… Una acción trepidante para un desenlace decepcionante.


Pérez-Reverte, a juzgar por los títulos publicados, es un apasionado de la historia. Tal vez, esta pasión le conduce a juicios atrevidos e, incluso, falsos o injustos. Carlos IV y su valido Godoy no eran tan romos como para ignorar que la alianza con la Francia napoleónica perjudicaría seriamente los intereses de España por cuanto era un camino abierto para la confrontación con Inglaterra. Está comprobado que hicieron cuanto estaba de su mano para impedirla. Dice Emilio Laparra, catedrático de historia de la Universidad de Alicante, que “la novela de Pérez-Reverte está llena de juicios de valor que no debía haber hecho”. Hay que entender la difícil situación de España en medio de dos grandes potencias. Cabo Trafalgar no siempre tiene el rigor histórico que cabía esperar.


En fin, que Pérez-Reverte no ha conseguido, con ésta, su mejor novela, que ha sido una ocasión fallida y que tendremos que esperar momentos mejores.


Ildefonso Gª Nebreda



1 RODRÍGUEZ DE LA PEÑA, Manuel Alejandro

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