1. Introducción


1. Introducción




Inspectoría Salesiana de “Santiago el Mayor" León , 24 febrero de 2005 nº 42











¡Vive!


Jesús es modelo y referencia para el cristiano en la vida y en la muerte. En él aprende a morir y a cultivar en su vida actitudes que conducen a una muerte cristiana.


La muerte, como acontecimiento decisivo de la existencia humana, no se improvisa. Hemos de mentalizarnos para asumir el hecho de nuestra propia muerte y prepararnos para una muerte cristiana desde una vida que imita la de Jesús. Hemos de alentar en nosotros la esperanza de la resurrección en un mundo en el que muchos hombres viven cerrados a la transcendencia, como si esta vida fuese la única definitiva. Hemos de vivir como resucitados, como hombres que han pasado de la muerte a la vida, amando a los hermanos (1Jn 3,14). Y hemos de dar signos de vida en una sociedad en la que hay tantos signos de muerte, en forma de guerras, odios, hambre, injusticias e insolidaridad, y combatirlos ayudando a que sus víctimas resuciten a una vida digna del hombre y de la mujer, creados por Dios a su imagen.





ÍNDICE



  1. Retiro ……………………….3-14

  2. Formación…………………15-22

  3. Comunicación.…….........23-26

  4. El anaquel……………......27-40




Revista fundada en el 2000


Edita y dirige:

Inspectoría Salesiana "Santiago el Mayor"

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Tfno.: 987 203712 Fax: 987 259254

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Maqueta y coordina: José Luis Guzón.

Redacción: Segundo Cousido y Mateo González

Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN 1695-3681


RETIRO






Vivir en clave litúrgica

desde un “cántico nuevo”


Adolfo de Lucas Maqueda




El retiro se comienza con la recitación o el canto del salmo 149:


¡Aleluya!

Cantad al Señor un cántico nuevo,

Resuene su alabanza en la asamblea de los fieles;

Que se alegre Israel por su creador,

Los hijos de Sión por su Rey.

Alabad su nombre con danzas,

Cantadle con tambores y cítaras;

Porque el Señor ama a su pueblo

Y adorna con la victoria a los humildes.

Que los fieles festejen su gloria

Y canten jubilosos en filas:

Con vítores a Dios en la boca

Y espadas de dos filos en las manos:

Para tomar venganza de los pueblos

Y aplicar el castigo a las naciones,

Sujetando a los reyes con argollas,

A los nobles con esposas de hierro.

Ejecutar la sentencia dictada

Es un honor para todos sus fieles.

¡Aleluya!




Persona 1: “Alabad a Dios íntegramente, es decir, no sólo alabe a Dios la lengua y la voz, sino también vuestra conciencia, vuestra vida y vuestros hechos” (S. Agustín)


Persona 2: “El hombre viejo canta cántico viejo; el Nuevo, cántico nuevo. En el Viejo Testamento canta cántico viejo; el Nuevo, cántico nuevo. En el Viejo Testamento se hallan las promesas temporales y terrenas. Todo el que ama las cosas terrenas canta cántico viejo. El que quiera cantar cántico nuevo, ame las cosas eternas. El amor es siempre nuevo, porque jamás envejece” (San Agustín)


Persona 3: “Cántico nuevo” porque es el canto de la libertad, canto del Israel libre de la esclavitud.


Persona 4: El “cántico nuevo” es la alabanza que se vive en el corazón de cada uno pero que se celebra en comunidad... Es la fiesta. Es la celebración que se realiza para glorificar a Dios. Son los signos, los ritos llenos de gozo que el pueblo ofrece al Dios que gobierna los astros y el firmamento. El “cántico nuevo” es la creatividad, la alabanza vivida en la fiesta, es la danza, son los fieles que vitorean con entusiasmo, es la cítara y son los timbales.


Persona 5: El “cántico nuevo” es vivir inmersos en la liturgia, es el modo concreto de vivir en Dios.



Animador del retiro


Señor, quiero comenzar este retiro con espíritu renovado.

Escucha nuestro canto, sé nuestro compañero de camino,

levanta nuestros corazones, reanima nuestra esperanza,

concédenos la ayuda de tu gracia para guardar tus mandamientos

y agradarte con nuestras acciones y deseos

y a reconocerte en los signos de tu Iglesia, en los hermanos,

en tu Palabra.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. AMEN.




El retiro que presento quiere ser una reflexión de nuestra vida, de nuestras actitudes y de nuestras celebraciones. Pero también quiere ser una puesta en práctica para que la liturgia sea más significativa, activa y participativa.


A modo de introducción diré que la liturgia se encuentra enfrentada en nuestros días con grandes bloques de problemas. El primero lo constituyen todos aquellos que tienen que ver con el lenguaje que utiliza la liturgia, el cual se ha hecho en nuestra cultura particularmente difícil, ya sean por las palabras, ya por los signos y símbolos que no son comprensibles. Un segundo bloque de problemas está relacionado con el carácter comunitario de la celebración litúrgica. Y es que cantidades de individuos se unen en las iglesias tan sólo con lazos funcionales, individuos que muchas veces se encuentran divididos por las tensiones, las oposiciones, el aislamiento, la incomunicación, los diferentes intereses. Una asamblea litúrgica debería ser “una voce”, una “unión” entre todos los miembros. Y un tercer bloque sería el que toda celebración tiene de “memoria”, y que como tal vive necesariamente de la tradición. La sociedad de hoy mira más el cambio, la novedad, el no encasillarse, el ir continuamente a la moda. ¿Es posible una liturgia permanentemente inventora, obsesionada por corresponder a los gustos, a las modas y a las curiosidades de cada momento, como alguno pretende?


No voy a explicar ninguno de estos bloques pues no es el objetivo del retiro, pero sí quiero dar a entender que la liturgia es “un problema”, y que por otro lado, nosotros particularmente favorecemos a que sea algo “que no merezca la pena” o que “ha quedado atrás”. La liturgia es la cumbre y el centro de la vida de la Iglesia (cf. SC 2), y todos sabemos que es necesaria para nuestra vida eclesial y religiosa. Pienso que, el problema de la liturgia en nuestra situación es cómo realizar con los medios que le son propios la nueva forma de presencia de la Iglesia en el mundo. Recordaré que uno de los más valiosos servicios que la liturgia ha prestado a la iglesia y a la cultura es que ha sido una verdadera escuela para el pueblo. En ella ha aprendido a interpretar en clave de salvación los acontecimientos de la historia y a descubrir en la naturaleza la dimensión profunda que la convierte en creación de Dios abriendo paso al símbolo.


Habría, pues, que aprovechar las posibilidades “pedagógicas” de la liturgia para redescubrir su carácter mistagógico, para otorgar a las celebraciones el lugar que le corresponde, para llevar al hombre ante el misterio sin lo cual no es posible la opción de la fe ni la vida cristiana.


Para poder sacar todo el “jugo” de la liturgia y poder ser un “homo liturgicus”, como dijo Chenu en su artículo Antropología de la liturgia, tendríamos que empezar con unos pequeños objetivos tales como creer lo que uno hace, siente y vive en la celebración y en su unión con Dios; tener coraje para la admiración ante lo que se está celebrando; propósito de cambio de mentalidad; y dejarse llevar por el Espíritu Santo y por el Misterio. Puestas estas pequeñas bases de “concienciación” podemos pasar a enumerar unas claves o pautas prácticas para vivir una liturgia mejor, aunque sin duda cabrían muchas más.



  1. Recobrar el sentido de la celebración


Esta es una “clave” importante. Celebrar es vivir en plenitud un acontecimiento. Es actuar todo para dar a un acto solemne toda su dimensión. Y este acontecimiento, que hay que vivir en plenitud, es la salvación que recibimos hoy en Jesucristo. En nuestra religión una celebración plena es un acto total que une al Pueblo de la Alianza con su Dios y lo hace entrar en su vida. Dios nos salva “hoy”. Tal es la Buena Nueva que cada celebración proclama y hace vivir.


Celebrar es tener, también, una actitud de fe, ya que surge de lo más profundo de la persona. La celebración constituye la reacción del sentimiento, la imaginación, la emoción y la dimensión afectiva del hombre a la presencia de Dios en él. El hombre, en la celebración, habla a su Dios, y deja hablar a su Dios en él. El hombre tiene necesidad de prorrumpir en cánticos y expresar en gestos corporales la presencia de Dios en su vida. Hoy por desgracia, vivimos en una sociedad pragmática y funcionalizada que ha perdido la sensibilidad lúdica y festiva de la celebración. Recobrar esta dimensión es una exigencia de la renovación de la fe que buscamos en nuestro tiempo.


Si celebrar es vivir un acontecimiento, tener una actitud de fe, de fiesta, habría que constatar que existen celebraciones que adolecen de esta falta de preparación, de vivencia personal y comunitaria, de sentido festivo. Nuestras celebraciones no hablarán ni serán creíbles si no nos ayudan a encontrar a Dios.


Me gustaría dar unas pautas generales sobre la celebración para un mejor vivir el acontecimiento y la fe.


  • Una celebración festiva y gozosa. Es indiscutible que, por diversas causas, nuestras celebraciones resultan aburridas, pesadas, a veces insoportables, sobre todo para los jóvenes. Son un “penoso espectáculo” sin vida y aliciente. Intentemos pues, como sea posible, celebraciones no estáticas ni frías, sino con símbolos, con movimientos y cantos, que las cosas entren por los sentidos, que haya fiesta, buen semblante en la cara del presidente y ministros, sonreír, expresar, orar...


  • Un nuevo “arte” de celebrar. Muchos son los que no entendieron la “reforma” litúrgica del Concilio Vaticano II y creyeron que se trataba de pasar de la lengua latina a la lengua popular y arreglar más o menos el presbiterio. Está claro que no se ha entendido que los cambios iniciados por el Concilio reclamaban un “arte” de la celebración. Toda persona que se presenta en público debería ser un “artista” en su forma de actuar, de decir, de hablar. En las iglesias debe haber “novedades” cada cierto tiempo, quizá coincidiendo con los tiempos litúrgicos fuertes: carteles, símbolos, oraciones, juegos de “luces y sonido”... La liturgia es un lenguaje, un mensaje, por su forma más que por su contenido. Es la “gran pedagogía” en que aprendemos a darnos cuenta de la falta de Dios, que nos pide darle cuerpo en este mundo.


  • La asamblea necesita ser acogida. La asamblea es el lugar de la presencia de Dios (cf. SC 7). Es un factor importante el que la asamblea sea acogida desde el principio. Se dice que la disciplina y la buena marcha de un colegio está en parte en las entradas y salidas de las clases, o subidas y bajadas al patio, o en los pasillos. El educador está en ellos. Pues bien, también la liturgia juega un gran papel al principio y al final. Que sean bien acogidos, incluso antes de la misa, y sean bien despedidos. Un acercarse a la asamblea, el preguntarles, el “acomodarles”.


  • La fidelidad. La liturgia tiene sus reglas de juego, y éstas, cualquiera sea el nivel en que se realice, deben aceptarse con todas las consecuencias, pero también con toda la flexibilidad posible. La Iglesia ofrece algunas posibilidades de creatividad, pero dentro de unos límites, en casos previstos, y en elementos que no afectan sustantivamente a la estructura, contenido y símbolos de la celebración. La razón principal de esta legislación es porque la Iglesia desea mantener por encima de todo la fidelidad a un contenido, a una estructura ritual básica, de manera que se evite la arbitrariedad, la anarquía, los particularismos y la heterodoxia. En la celebración litúrgica no podemos limitarnos a expresar nuestra fe o la fe de nuestra comunidad, sino también y principalmente la fe de la Iglesia.



  1. Valentía para ser creativos


Quizá sea un contraste el punto sobre la fidelidad con el que ahora expongo sobre la creatividad. Por una parte hay que respetar la rica herencia de veinte siglos, a la que no podemos volver la espalda, y por otra no hay que anclarse en unas formas que hoy día son un tanto inconcebibles. La comunidad cristiana, durante dos mil años ha orado su fe ante Dios de una forma, y es lógico que también para nosotros esto tenga un valor decisivo. En el lenguaje de nuestra liturgia, tanto en sus palabras como en sus gestos y símbolos, hay una carga de memoria histórica, de referencias bíblicas y patrísticas, que afectan con fuerza comunicativa a las raíces “de familia”. Cada generación tendría que adaptar más la liturgia a sus características para que todo sea más auténtico, más propio de los tiempos que corren. Unas veces siendo imaginativos y otras veces recuperando gestos y actuaciones que se han perdido, o que las hemos dejado de lado. A esto podríamos llamarlo creatividad. La celebración litúrgica exige dignidad, belleza (3 edición Misal Romano, n. 42), incluso repetición. No habría que extrañarse que el lenguaje litúrgico sea distinto del que empleamos para otros momentos de nuestra existencia humana y cultural. Lo que hacemos es una acción sagrada que celebra el misterio de una salvación que nos comunica Dios.


En una celebración no es necesario entenderlo todo. La creatividad no está en explicarlo todo con largas moniciones, por ejemplo. La celebración no se basa para su eficacia necesariamente en la comprensión intelectual de cada uno de sus elementos. El lenguaje de los símbolos es menos racional y más global y profundo, más poético e intuitivo que didáctico. Aquí reside, también, la creatividad, en dejar hablar a otro lenguaje del que no estamos acostumbrados a realizar. Dígase: corales, jóvenes que animen, símbolos y gestos, ambientación, buenos lectores, dramatización, efectos de luz, procesiones y movimientos dentro de la celebración, medios de comunicación social. Sería bueno, que de vez en cuando algunas partes de la celebración las diéramos un “toque nuevo”, “distinto”, dejando hablar a los símbolos. Pocas palabras, y signos claros. Quizá sería imposible realizar esto en todas las celebraciones, pero sí en algunas importantes, al inicio de los tiempos litúrgicos fuertes, o en aniversarios. Propongo algunos ejemplos para ser creativos en la liturgia:

  • Potencia los gestos corporales que subrayan el carácter dramático y celebrativo del lenguaje litúrgico. Extiende o eleva bien los brazos; haz los momentos de silencio después de cada lectura, después de la homilía, de la comunión, etc; que salgan buenos lectores debidamente avisados y preparados; acercarse a la puerta de la iglesia y despedir allí a los que van saliendo; reverencias bien hechas; la voz clara y fuerte del presidente en todo momento de sus intervenciones; “cierta coreografía” en los cantos en misas con jóvenes; lavatorio de manos de vez en cuando; abundancia de agua en un bautizo, incluso siendo por inmersión, en definitiva, no siendo pobres al administrar los gestos en los sacramentos...


  • Haz que la asamblea participe (cf. SC 30). La liturgia es “demasiado estática a los ojos de muchas personas”. A la mayoría les resultaría mucho más interesante la celebración cristiana si se les diera en ella mayor margen de actuación, en su preparación o en su realización. Que se preparen cantos y se vayan renovando, que sean ellos los que lleven el pan y el vino al altar, que lean, que agradezcan, que preparen carteles o ambientación de la iglesia, que ayuden al altar (monaguillos-as), que se comulgue de vez en cuando bajo las dos especies, que puedan declamar alguna poesía o cantar en el momento de acción de gracias, que se acerquen hacia el presbiterio los que han celebrado algún aniversario reciente, celebren onomásticos, o hayan recibido algún sacramento en el último mes, etc...


  • Favorece los medios de comunicación social en la celebración. Proyecta filminas o la presentación en power point de la homilía, o para los cantos que la asamblea los vaya leyendo, o incluso, haciendo una “obertura” al inicio de la celebración.


No quisiera parecer utópico. Sé que hay muchos lugares que no tienen medios para realizar esto, o hay diversas circunstancias. No obstante, sería interesante ir formando un grupo de personas para llevar a cabo la realización de la liturgia, y no dejar al “cura” solo en las celebraciones. Él no puede acomodar, vestirse, llevar ofrendas, poner power point, bautizar, cantar..., con la ayuda de un grupo y por turnos se puede ayudar a los fieles a sentirse a gusto, atendidos, y realizar bien sus actos religiosos. También esto lo podemos llevar a nuestras comunidades que adolecen, a veces, de poco “esmero y dedicación litúrgicos”.



  1. Los símbolos nos hablan


Como bien sabemos, el símbolo es un componente importante y necesario en la vida el hombre. Ha estado presente en él desde siempre y le ha ayudado a explicar el mundo, sobre todo el mundo espiritual. El símbolo tiene una función mediadora entre el consciente y el inconsciente, entre el espíritu y la materia, entre la naturaleza y la cultura, entre el sueño y la realidad, entre la tierra y el cielo. El símbolo une, sostiene una comunidad, un grupo, orienta hacia lo trascendente, hace salir al hombre de sus círculos y entrar en otros, le hacen madurar. Está claro que necesitamos de símbolos para vivir y crecer.


La liturgia se elabora en la base de la realidad simbólica. La liturgia es acción, compromete todas nuestras facultades. No se trata de asistir a un acto litúrgico. La liturgia se realiza normalmente en un determinado lugar, en la iglesia, celebramos las horas del día, cada día podemos participar de la Eucaristía, todos los domingos la comunidad se reúne; celebramos el ciclo del año litúrgico, también los grandes acontecimientos de la vida. En la liturgia el camino y el caminar son valorizados, no sólo en las procesiones, sino también en cada misa en su procesión de entrada, de ofrendas y de comunión. Todas estas realidades nos remiten más allá de aquello que hacemos y vivimos: nuestra acción es acción de Dios, la iglesia es imagen del cielo, el tiempo nos recuerda la eternidad, el camino es nuestra vida, es Cristo mismo.


Más elocuentes son otras realidades como por ejemplo el hecho de que la liturgia sea una acción comunitaria. Las personas que viven aisladas y sufren por eso, son acogidas en la comunidad eclesial (o debería ser así), en la asamblea litúrgica. Esta experiencia les dice que no son sólo los hermanos los que lo acogen, sin el propio Cristo.


La Constitución del Concilio Vaticano II sobre la Sagrada Liturgia “Sacrosanctum Concilium” describe en el n. 7 la liturgia como “el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo... mediante signos sensibles”. En el n. 59 la misma Constitución dice que “los sacramentos... en cuanto signos... no sólo suponen la fe, sino que a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y cosas”. En el n. 33 se dice: “los mismos signos visibles que usa la sagrada liturgia han sido escogidos por Cristo o por la Iglesia para significar realidades divinas invisibles”. En el número siguiente leemos: “los ritos deben ser breves, claros, evitando las repeticiones inútiles, adaptados a la capacidad de los fieles y, en general, no deben tener necesidad de muchas explicaciones”. Así la reforma litúrgica postconciliar modificó la liturgia prácticamente en todas sus partes de acuerdo con los principios del Concilio... No obstante, pienso, se dio mucho más valor a la palabra que a los gestos y a la acción.


Enumero ahora unos elementos que tienen su carga simbólica y que fácilmente olvidamos, para que así vuelvan a su lugar oportuno.


  • Hay una tendencia que verbaliza todavía más los ritos y los gestos con continuos comentarios y explicaciones dentro de la celebración. Son las famosas moniciones. Creo que con largas moniciones, y a veces, con cortas estamos “eclipsando” el signo que hacemos. Eso de ir comentando paso a paso lo que se está haciendo para que el pueblo “entienda”, debe irse dejando. Efectivamente, habrá que hacer alguna en su momento adecuado, pero no para todo, y mucho menos con moniciones que parecen prólogos de homilía. Y es que, hay días que hacemos moniciones a la entrada, a la aspersión, al gloria, a todas las lecturas, al aleluya, a la presentación de cada ofrenda, a la paz, al Cordero de Dios, a la comunión, a la bendición final; otras veces, enseñamos en un bautizo todos los pasos que se van dando convirtiéndose eso en una clase; o mismamente en el rezo de laudes y vísperas con larguísimas oraciones después de cada salmo, con unas introducciones que más que ayudar a rezar y a comprender el salmo entorpecen la meditación, el clima de serenidad y silencio. Si explicas, que sea muy breve, y recuerda es mejor dejar hablar al símbolo por sí solo.


  • El Amén final de la Plegaria Eucarística no es lo que debería ser: la confirmación solemne del misterio de la Nueva Alianza hecha por el pueblo de Dios. Tendría que ser mejor pronunciado, con más fuerza y expresividad. Además, la Plegaria debería ser proclamada sólo por el presidente, y no dejar participar a ninguno de los concelebrantes (aunque esto es facultativo), ni tan siquiera en la doxología final. Es uno el que reza por todos al Padre, es uno el que hace las veces de Cristo.


  • La Eucaristía es una comida, y como tal hay gestos que están oscurecidos casi del todo: la fracción del pan, que dio el primer nombre a la celebración de este misterio central de nuestra fe, casi no se nota..., y la comunión se reduce a comer “algo que es redondo, blanco, estilizado” que no parece pan, y ni tan siquiera se piensa en dar a beber el vino para los fieles. ¡Se ha reducido el simbolismo de la comida en la celebración de nuestras misas!


  • Hay otros símbolos que ayudan a la celebración: un cartel, una huellas puestas por el centro de la iglesia, abundancia de flores en un día determinado, otros objetos que tenga relación con las lecturas y las pongamos en un lugar destacado, la ornamentación de la iglesia, los trajes que llevamos, etc...


En definitiva, esto son detalles dentro de toda la realidad simbólica. Lo que importa es que la fe sea el verdadero foco iluminador que permita leer en clave litúrgica, que posibilite tener algo que expresar a través de unas palabras y símbolos concretos. El problema no está en los propios símbolos sino en la capacidad que tenemos de identificarnos con ellos. El símbolo religioso tiene algo para decirme a mi, y cuando me dice algo, también yo puedo decir algo por el símbolo. Mientras pongamos en primer plano lo racional más que el símbolo, y no tengamos una catequesis centrada en lo antropológico-ritualista, los símbolos litúrgicos resultarán pobres, desencarnados, raquíticos, incapaces de ser expresión viva.



  1. No olvides a Jesucristo en la celebración


Puede ser que con tanto símbolo, cuidado externo, ritos o formas, nos olvidemos también de una clave que es central, y es Jesucristo, y el dinamismo trinitario de la liturgia. Esto último quizá sea lo más bello y enriquecedor que Cristo que nos ha dado: meternos en la vida de Dios para que vivamos, ya desde ahora, de alguna manera, dentro de Dios mismo. Desde el bautismo comenzamos a estar inmersos en la vida de Dios, para vivir, participando, la vida intratrinitaria, como la viven el Padre y el Hijo, hecho hombre, y el Espíritu Santo.


Por otra parte, los apóstoles y los primeros cristianos, más que pensar en celebraciones litúrgicas, tenían conciencia de que cuando ellos se reunían, sobre todo para la Fracción del Pan o Cena del Señor, nuestra Eucaristía, Cristo estaba con ellos, presente, con su Iglesia. Era lo que buscaban: que el Señor Jesús estuviera con ellos con una presencia análoga a la que tuvo el día de la resurrección, cuando se hacía presente a las mujeres y sobre todo al grupo de los Apóstoles reunidos en el Cenáculo.


Nosotros también ya deberíamos tener conciencia de que en cada una de nuestras celebraciones Cristo se hace presente. A partir de la Sacrosanctum Concilium (n. 7) podemos hablar de cuatro presencias reales de Jesucristo en la celebración: en la asamblea, en la persona del que preside, en la Palabra de Dios, y en la Eucaristía, en las especies del pan y del vino. Dentro de la Eucaristía esta cuarta presencia llega a su clímax, pero no debe opacar ni hacer olvidar las otras tres presencias reales de Cristo en la celebración. Si no hubiera celebración de la Eucaristía, en las demás celebraciones litúrgicas permanecen las otras presencias: por medio de asamblea, del presidente y de la Palabra.


Esta presencia de Cristo en las celebraciones litúrgicas no es estática; es dinámica. Cristo no sólo está presente en la celebración, sino que está en actividad para vivir con la Iglesia y a favor de ella su obra de salvación, su Misterio Pascual, y para hacer que la Iglesia sea Iglesia. La celebración construye a la Iglesia, la significa y la hace, la vitaliza y va haciendo que corresponda cada vez más a lo que Cristo quiere de ella.


También en este punto quiero dejar unas pautas de actuación que pretenden llevarnos hacia Jesucristo.


  • El centro de nuestra vida es Cristo, por eso valora los momentos en que lo celebramos.


  • Da importancia a la oración personal, puede ser breve, pero sentida y bien hecha. También la meditación es una buena ocasión para poder acercarse a Dios desde la reflexión, la oración, el “planear y renovar” tu vida día a día.


  • Hazte presente allá donde Cristo se hace presente: en la eucaristía, en la oración de la Liturgia de las Horas, con el canto, los salmos, las lecturas, junto a toda la asamblea... Vivir sabiendo que Dios está detrás de toda acción, celebración, oración, acto... es irse poniendo en camino litúrgico.



  1. Educar a la persona en la liturgia


La formación litúrgica no se reduce a enseñar cómo se celebra, o sea, las rúbricas. Se trata de comprender bien la teología de la misma celebración, el “qué” celebramos, el “por qué y para qué” celebramos la Eucaristía, o los sacramentos, o el domingo; por qué y para qué hacemos los gestos simbólicos, por qué la celebración se estructura de esta determinada manera, intentando favorecer así la participación del pueblo de Dios.


Educar litúrgicamente es también iniciar en las actitudes fundamentales de la celebración: la alabanza, la escucha, el canto, la ritualidad de unos gestos determinados como expresión de sentimiento interior. Educar litúrgicamente es ayudar a hacer nuestra la actitud fundamental de Cristo en la Eucaristía o en la Liturgia de las Horas.


La formación litúrgica, tanto si se refiere a niños como a jóvenes y mayores, a laicos o a sacerdotes (cf. SC 16-19), supone un aprecio creciente de valores como la comunitariedad de la celebración, la múltiple y siempre viva presencia del Señor Resucitado, el sentido de una comunidad que ora y canta, la sensibilidad ante el misterio que siempre es la celebración litúrgica, protagonizada, antes que por nosotros, por Cristo y su Espíritu.


La formación litúrgica apunta en definitiva a una personalidad litúrgica. Esto significa que un cristiano, en el conjunto de su vida, que no sólo es celebración sino también fe, caridad, compromiso y servicio, se siente unificado interiormente por esta clave: participa de la salvación de Cristo, de su Palabra, de su alimento, de su perdón, de su oración, y todo eso le sucede en la liturgia para que luego siga viviendo en la misma clave de unión comprometida a Cristo y su estilo de vida.


No hace falta que todos sean especialistas en liturgia. Pero sí somos invitados y urgidos a que todos tengamos una visión vivencial de los diversos aspectos de la vida centrados en nuestra celebración litúrgica, porque en ella sucede nuestro más intenso encuentro con Cristo su salvación, que es compromiso y motor de toda la vida.


El Concilio (SC 15) dijo que al reformar y fomentar la sagrada liturgia hay que tener muy en cuenta esta plena y activa participación de todo el pueblo, porque es la fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano y por lo mismo los pastores de almas deben aspirar a ella con diligencia en toda su actuación pastoral por medio de una educación adecuada. El espíritu cristiano tiene como principal escuela y como fuente unificadora la participación y la educación litúrgica. Esto es algo esencial, y no sólo algo opcional o facultativo.


Esta educación de la que hablo no es sólo para religiosos o laicos comprometidos, o equipos animadores de liturgia de las parroquias (a ver si funcionan en serio y de una vez, y que tengan su peso especifico y no un mero título honorífico), hablo también de jóvenes y niños.


  • Los jóvenes, muchos no están psicológicamente preparados, porque no han ido educándose anteriormente, pero hay otros que sí que trabajan muy cerca de nosotros y nos conocen. A la mayoría de los jóvenes les cuesta poco, por ejemplo, el hacer comunitario, la celebración común, o la escucha detenida de la Palabra, una vez puestos en el camino de la fe. Sería interesante irles enseñando el lenguaje simbólico, la participación en algún acto previamente ensayado, mentalizarles de la riqueza que ofrece una celebración, o la Pascua, o un sacramento, pequeños compromisos que vayan tomando dentro de una parroquia, o grupo, o en relación con su vida. Una pedagogía y oportuna formación litúrgica les resulta a ellos más necesaria que a nosotros. No hay que enseñarles que la liturgia son unos ritos y unas formas de hacer sólo, sino que es un programa de vida.


  • Los niños hay que conducirles gradualmente hacia una educación litúrgica. Enseñarles desde pequeños, acostumbrarles a una celebración, es un camino ya sembrado para cuando lleguen a jóvenes y adultos. Sería interesante ayudarles a que tengan capacidad de reunirse y celebrar juntos, la escucha atenta de la Palabra, la acción de gracias y la alabanza como actitud para con Dios, el lenguaje simbólico-sacramental por el cual Dios nos comunica su gracia, el iniciarles en la buena lectura y dicción desde un micrófono para que sepan leer bien y sin miedo a la asamblea, el enseñarles cómo ayudar al altar, el que vayan aprendiendo las contestaciones, etc...


Hay muchos medios sencillos y a nuestro alcance para hacer esto posible: publicaciones de pastoral litúrgica, subsidios, libros, cursos y encuentros, jornadas nacionales, etc... Todo esto está muy bien, pero personalmente creo que el medio más eficaz y seguro que promueva esta sensibilidad y vivencia de la que hablamos sea la misma celebración.


Una buena celebración va educando en las actitudes justas. La mejor manera de inculcar la importancia de la Palabra de Dios y la necesidad de escucharla es que la celebración sea buena; que desde el sacerdote hasta el último, den testimonio de su aprecio a la Palabra por la manera en que la escuchan; que no se improvise el ministerio de su proclamación; que la homilía sea un acto de obediencia a la palabra proclamada; que los gestos exteriores de respeto al libro y al ambón se muestren de modo plástico. Y dígase también esto de todo sacramento, y sobre todo en la celebración eucarística. Una celebración no plagada de explicaciones académicas, sino realizada en toda su pedagogía, es la que desde dentro nos va formando a todos, empezando por los presidentes.


Que estas cinco claves nos ayuden en la vida a formarnos y ser un poco más “homo liturgicus”. Vivir en clave litúrgica dando frescor a lo que hacemos, buscando nuevos métodos, expresando lo que se vive en el corazón es poner una nota en la partitura del “cántico nuevo”.







PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO



  • ¿Cómo realizamos nuestras celebraciones: las preparamos, las dedicamos tiempo? ¿Sé estrenar un cántico nuevo para Dios, cada mañana?

  • ¿Damos un ambiente de fiesta y de familia a las celebraciones?

  • ¿Qué deberíamos cambiar o añadir para que realicemos una liturgia más participativa?

  • ¿Cuidamos los espacios de silencio en nuestras oraciones y celebraciones?¿Damos cauce a los símbolos?


  • ¿Ponemos en práctica los recursos que tenemos para dar calidad a los actos: música ambiental, cantos, proyecciones, acogida de la asamblea?


  • El gesto de la fracción del pan, el Amén, el que el pan se parezca a pan... ¿cómo se realiza?

  • ¿Hay participación por parte de todos en la tarea litúrgica?

  • ¿La oración personal y comunitaria, la Liturgia de las Horas son momentos importantes? ¿Lo realizamos con pausa?


  • ¿Dedicamos tiempo a preparar la liturgia del día?

  • ¿En nuestros compromisos pastorales facilitamos la educación litúrgica? ¿Facilitamos la participación?




FORMACIÓN



La secularización: una perspectiva histórica1


En esta introducción desearía referirme a los precedentes del uso del término «secularización». Antes debe indicarse que se trata de un término que ha tenido una influencia capital en el desarrollo de lo que podría denominarse «ideología occidental moderna». Por acción y por reacción, la modernidad occidental, de manera muy acusada a partir de las últimas décadas del siglo xvii, viene determinada por los diferentes usos que ha tenido este término. Al final de esta exposición, me referiré a lo que sucede en el momento presente con él, a su relativa pérdida de importancia para señalizar lo que constituye, desde una perspectiva político-religiosa, el centro capital de la reflexión e incluso de la praxis religiosa y política.

El término «secularización» en un sentido moderno se introdujo en las lenguas europeas a partir de la Paz de Westfalia (1648), que ponía punto final a las crueles guerras de religión, la llamada guerra de los Treinta Años (1618-1648). La Paz de Westfalia diseñó el mapa de Europa que tuvo vigencia prácticamente hasta la Primera Guerra Mundial (1914-1918). El término que por aquel entonces se introdujo, servía para describir la transferencia de territorios que hasta entonces habían estado bajo control eclesiástico a determinadas autoridades políticas. El término «secular» ya era conocido y se utilizaba para indicar la distinción entre «lo secular» y «lo sagrado», es decir, lo que pertenecía al ámbito del cristianismo y lo que pertenecía al ámbito de lo mundano o profano. Cabe señalar que, en el interior de la Iglesia, en el Derecho Canónico, se aplicaba el término «secular» a la clerecía que se encontraba ubicada en una diócesis (bajo el dominio de un obispo), distinguiéndola así de las órdenes religiosas. También se aplicaba el término «secularización» a la dispensa de votos religiosos.

A partir de la Paz de Westfalia, de manera creciente, este término sirve para indicar los variados procesos políticos y culturales que permiten que el control social y la administración del poder pasen de manos eclesiásticas a manos seculares. De una manera muy general, con este término se pretendía poner de manifiesto que la administración de los asuntos de este mundo debía pasar del ámbito de lo sobrenatural al dominio del hombre. Evidentemente, para hacerse cargo de lo que todo eso implica deberíamos referirnos al antropocentrismo que, como es sabido, es un proceso que corre en paralelo con el de la secularización. Aquí sólo lo señalo para que quede claro que, en el fondo, estamos abordando el amplio y polifacético proceso que fue la modernidad occidental.



2. Definición


Desde antiguo se han ofrecido diversas y, a menudo, divergentes definiciones del concepto «secularización». Todo depende de la perspectiva que se adopte para efectuar la definición, sin olvidar que los prejuicios del definidor también poseen un papel importante en esta cuestión (como en todas las otras).


Antes de ofrecer la descripción que me parece más interesante, desearía referirme a otro concepto con el que, con frecuencia, se le confunde. Me estoy refiriendo al término «secularismo». Secularización, sea cual sea el contenido que se otorgue a este vocablo, se refiere a un proceso de decadencia de las actividades y de los modos de pensamiento religiosos, de las creencias, de las instituciones religiosas. Este proceso acontece en paralelo con otros procesos como, por ejemplo, el del antropocentrismo (al cual me he referido hace poco), originándose así cambios más o menos profundos en las estructuras sociales que tienen vigencia en una determinada sociedad.


Secularismo no señaliza un proceso, sino que es propiamente una ideología. Eso significa que expresamente se propone denunciar y destruir todas las formas de sobrenaturalismo y propone principios no religiosos y, a menudo también, antirreligiosos para organizar la vida cotidiana de individuos y grupos humanos. No cabe la menor duda de que, con una cierta frecuencia, en la práctica, ambos conceptos se confunden, pero es importante, al menos pedagógicamente, saber que indican actitudes bastante diferentes y, en algunos casos incluso, contrapuestas.


Conviene tener presente que el concepto «secularización» también debe distinguirse de otros conceptos más o menos emparentados como pueden ser, por ejemplo, «desacralización», «laicización» y «descristianización». Resulta harto evidente que la definición de secularización se encuentra íntimamente vinculada con la definición de religión. De manera breve y estandardizada podemos definir la secularización como el proceso en el que la conciencia religiosa, las actividades religiosas y las instituciones religiosas pierden su antigua significación social.


Eso significa que la religión se convierte en algo marginal, no central, de la sociedad. A menudo se ha presentado esta problemática (Max Weber) como conectada con un supuesto proceso de racionalización de los modos de pensamiento, las actividades y las relaciones del mundo occidental. En este sentido, la secularización sería algo típico de las sociedades occidentales, que las distinguiría de las sociedades no occidentales. Los partidarios de esta manera de ver las cosas llegan a decir que la secularización de las sociedades no occidentales es el resultado directo de la occidentalización que han experimentado como consecuencia de la «ideología colonial», el imperialismo económico y tecnológico y la desestructuración de aquellas sociedades.



3. Evoluciones del concepto


Esta es una amplia y compleja problemática que aquí me limitaré a señalar sin entrar a fondo en esa tortuosa historia. Inicialmente, como ya lo puse de manifiesto, el concepto «secularización», a partir del consenso obtenido en la Paz de Westfalia, posee un alcance bastante neutro: indica el paso de bienes territoriales, muebles e inmuebles del dominio eclesiástico al ámbito secular. A partir de aquí, el concepto experimentará diversos procesos evolutivos tanto en el ámbito eclesiástico como en el secular.


En el ámbito eclesiástico, el concepto indicará «la injusta revocación de instituciones y tributos de carácter religioso por el Estado» (Karl Kastner). Sobre todo en el siglo xix, el vocablo «secularización» se convertirá en la sigla que señalizará las diversas etapas y peripecias del contencioso que mantendrá la Iglesia con el Estado liberal. Evidentemente, aquí deberíamos hacer hincapié en la polémica «clericalismo - anticlericalismo», con sus desastrosas consecuencias en forma, por ejemplo, de «guerras civiles». Otro tema de singular importancia en relación con lo que venimos diciendo es lo que significó la Revolución Francesa y sus consecuencias, sobre todo a partir de 1848 (Comuna de París y planteamiento de los movimientos restauracionistas europeos – Juan Donoso Cortés, De Maistre, De Bonald, Burke, etc.)

Muy otro es el significado que adquirió el término en manos de los máximos representantes del pensamiento político y económico de carácter laico. De manera harto genérica puede afirmarse que la secularización constituye la sigla de la emancipación cultural que, desde el siglo xviii, constituye la finalidad del pensamiento progresista europeo. Se ha dicho, creo que con razón, que, en la modernidad occidental, el concepto secularización ha ejercido las funciones de un «concepto ideológico-político» (Hermann Lübbe), ya que, de alguna manera, ha expresado la marcha de esta sociedad en clima de modernidad y de afirmación del sujeto frente a las instituciones tradicionales (Iglesia y Monarquía). Muchas cosas deberían exponerse en torno al término «emancipación» en el contexto de la cultura europea de los siglos xviii y xix. En cualquier caso con este término se quiere poner de manifiesto la liberación del ser humano frente al poder opresivo que antaño habían ejercido las Iglesias sobre él. No hay duda de que, en una exposición como ésta, existe el gran peligro de la simplificación e incluso de la caricaturización. Aquí sólo diseñamos una especie de marco general, que permita comprender algo de lo que ha sido la movida historia de la cultura occidental en estos dos últimos siglos.



4. Índices de secularización


No me extenderé mucho en esta problemática. Lo que me parece más significativo es la reducción de la influencia de las instituciones religiosas (eclesiásticas) en relación con los restantes sistemas sociales. Desde una perspectiva sociológica, en Occidente, la religión se ha convertido en un «departamento» del orden social y, de esta manera, ha perdido la influencia que otrora tuvo en todas las manifestaciones de la sociedad. Eso es lo que se ha denominado la «privatización de la religión», la cual se halla estrechamente vinculada con los procesos de secularización de las sociedades modernas en su fase de industrialización. Puede constatarse un indicio efectivo de este estado de cosas en el debilitamiento del llamado «vínculo social» y de sus simbolismos (por ejemplo, los sacramentos) respecto a la adhesión a las normativas emanadas de la institución eclesiástica o, si se quiere expresar de otra manera: la creciente disminución de la pertenencia a la Iglesia por parte de un número cada día más amplio de habitantes de los países occidentales.


En este contexto, para evitar las simplificaciones excesivas, deberíamos llevar a cabo una aproximación antropológica a las transmisiones, es decir, a aquellas palabras, formas de pensamiento, actitudes éticas, técnicas corporales, etc., que permiten que el ser humano se incorpore como miembro activo en una determinada tradición y, de esa manera, vaya identificándose en las distintas etapas de su periplo vital. Todo eso es sumamente importante porque la secularización ha sido posible, tal vez continúa siendo posible, a causa de la fractura e irrelevancia crecientes de los procesos de transmisión que a nivel religioso, político y cultural han tenido lugar, que tienen lugar, en el seno de nuestra sociedad. Referirse a las transmisiones no es algo irrelevante o marginal, sino que constituyen el aspecto fundamental de la constitución del ser humano como tal en un tiempo y un espacio determinados. Vistas las cosas desde esta perspectiva, la secularización puede ser considerada como un proceso de amplias sustituciones o, si se prefiere, como un proceso de invalidación de las antiguas transmisiones por otras de nuevas y, aparentemente, más actuales.


El gran sociólogo alemán Max Weber, cuya influencia ha sido, y todavía es, muy grande en todos los aspectos del pensamiento occidental moderno, puso de manifiesto que el síntoma más elocuente que denotaba la presencia de procesos secularizadores en las sociedades occidentales era lo que él designaba mediante la expresión Entzauberung der Welt («desencanto del mundo»). Con esta expresión Weber quería señalar que, en la modernidad occidental, los fenómenos naturales se habían vaciado de sus antiguas significaciones mágico-religiosas, ya que, de hecho, cada vez con un ímpetu mayor, el ser humano se instalaba en su mundo por mediación de actitudes y comportamientos de carácter positivístico y experimental. En este contexto, deberíamos analizar hasta qué punto el cristianismo como heredero de la tradición semita del Antiguo Testamento no propició el mencionado desencantamiento de la naturaleza.


Este es un tema muy importante, al que ahora sólo podemos aludir muy superficialmente. Debe tenerse en cuenta que, entre otras muchas cosas, la tradición bíblica se caracteriza por el hecho de considerar la naturaleza (y los fenómenos que en ella ocurren) como algo neutro, sin connotaciones sagradas, libremente dispuesta al servicio del ser humano, carente de propiedades mágico-religiosas. Esta forma de ver las cosas contrasta radicalmente con el talante pagano (griego), que considera que el universo (kosmos), a causa de la inmutabilidad que lo caracteriza, constituye propiamente el ámbito de lo divino. En la religión bíblica, por consiguiente, ya se habría iniciado un proceso de secularización, es decir, de desencantamiento de la totalidad de la realidad mundana (cuestión del monoteísmo).



4.1. Manifestaciones contemporáneas


Resulta harto evidente que, desde hace casi dos siglos, las sociedades occidentales, con grados e intensidades muy variables, experimentan amplios procesos de secularización, es decir, de pérdida creciente de presencia pública de las antiguas tradiciones religiosas. En España, desde el final de la dictadura (1975), el proceso secularizador se ha acelerado de una manera que no tiene precedentes en el resto de Europa. Un síntoma de ello es la galopante desafiliación, que puede observarse fácilmente en el país, incluso en territorios que antaño fueron considerados como muy clericales como, por ejemplo, el interior de Cataluña, Euzkadi y Navarra. Debe añadirse que este proceso de desafiliación no se da en exclusiva en relación con la religión, sino que, de una manera u otra, lo experimentan los restantes sistemas sociales (familia, escuela, política, agrupaciones deportivas, musicales, etc.). Según mi opinión, esta situación no puede considerarse al margen de otro decisivo fenómeno que también ha acontecido en estos últimos veinte o treinta años. Me refiero a la fractura de la clase de religión en la escuela. Fractura que está provocando gravísimas consecuencias para el presente y, sobre todo, para el futuro: el analfabetismo religioso, la pérdida de las referencias culturales de la tradición cristiana, la imposibilidad de articular eficientemente el acto de fe.



4.2. Causas


No me extenderé en este apartado, que merecería una amplia aproximación. Me limitaré exclusivamente a mencionar cinco causas que, evidentemente, poseen repercusiones diferentes y, tal vez, no son homogéneas entre sí.

  • La constitución del sujeto moderno;

  • La primacía de «lo económico» en todos los sectores de la vida privada y pública de las sociedades occidentales;

  • La fractura de la confianza;

  • La constitución de la ciencia (propiamente, de la tecnología) como razón última y decisiva de lo humano.

  • Desde comienzos del siglo xix, el impacto creciente de los feminismos en todas las áreas de la vida y la experiencia de la cultura occidental.




5. La secularización en otros contextos


Con anterioridad he señalado que la secularización es un concepto típicamente occidental, que se ha utilizado para describir los procesos históricos que han tenido lugar en las sociedades occidentales de estos tres últimos siglos. No es necesario adoptar una posición eurocéntrica para darse cuenta de que, por razones muy diferentes y a menudo francamente reprobables, las restantes culturas mundiales han sufrido las consecuencias de la occidentalización. Eso implica necesariamente que, de alguna manera, también experimentarán procesos de secularización. Sólo algunos ejemplos ya hartos conocidos. El caso de Turquía, la sociedad judía, el Japón y los países del sudeste asiático, China, la India, etc.



6. La secularización en los años iniciales del siglo xxi


En este apartado conclusivo desearía señalar críticamente que los procesos de secularización tal como fueron imaginados hasta los años sesenta y setenta del siglo xx no se han producido o, mejor dicho, no se podían producir. De acuerdo con algunos ideólogos de la secularización, ésta implicaba necesariamente la desaparición de la religión. Aquí se plantea una cuestión muy compleja y de enorme alcance, que ahora tendremos que simplificar excesivamente.


En las argumentaciones de quienes propugnaban una secularización total («desencantamiento del mundo») de las sociedades occidentales con la consiguiente desaparición de la religión, acostumbraba a «colarse» una grave inconsecuencia lógica, que tenía amplias repercusiones antropológicas. Me refiero al hecho de que no se diferenciaba entre la secularización de los sistemas sociales y la secularización de la conciencia del ser humano.


En efecto, es algo indiscutible que a lo largo de la historia de las culturas humanas se han producido cambios muy significativos en los sistemas sociales a causa de los avances tecnológicos, guerras, invasiones, descubrimientos de nuevas posibilidades operativas, etc. Eso es lo que por lo general se designa con la expresión «cambio social». También resulta evidente que, como consecuencia de ese mismo cambio social, aspectos de la realidad que antaño se creía que estaban bajo la influencia directa de los dioses o de sus representantes en la tierra (reyes, sacerdotes, adivinos), poco a poco se sitúan bajo el imperio del ser humano. Todo eso es obvio e indiscutible.


Hay, sin embargo, un segundo aspecto, que es el decisivo. A pesar de todos esos cambios y sustituciones que han producido los procesos de secularización, ¿se ha secularizado realmente la conciencia humana? ¿Ha alcanzado ésta una situación de claridad, emancipación y autosuficiencia que permite que el ser humano se desvincule de cualquier alteridad (de Dios o del prójimo)? En definitiva, ¿ha superado el ser humano la contingencia como «lugar natural» de su paso por este mundo? El vocablo «contingencia» es el decisivo. Afirmar que el ser humano es un ser contingente significa afirmar que tienen que hacer frente a cuestiones como, por ejemplo, el mal, la muerte, la enfermedad, la beligerancia, etc., las cuales, a pesar de todos los cambios sociales que se puedan introducir en el tejido social, a pesar de los múltiples avances tecnológicos, a pesar de unas praxis médicas cada vez más sofisticadas, jamás podrán ser resueltas definitivamente. Eso equivale a decir que la contingencia es el «estado natural» del ser humano y, por eso mismo, resulta insecularizable o, si se quiere, religioso por naturaleza, ya que siempre, a causa de la conciencia de su propia finitud e inacabamiento, podrá sentirse empujado a recurrir a Algo o a Alguien que ponga remedio a su situación precaria de muerte, enfermedad, maldad, guerra, etc.

En los albores del siglo xxi, el concepto «secularización» ya no posee la primacía que poseyó hace sólo unos treinta años. Cuando hoy, por ejemplo, se habla de «retorno de lo religioso», de prácticas meditacionales procedentes de Oriente, de cultos chamánicos, de nuevos cultos, etc., se está reconociendo explícitamente que el ser humano como tal es insecularizable, que su posibilidad religiosa es inextinguible, que el recurso a un «más allá» de su propia humanidad siempre le resulta posible.

A mi modo de entender, el problema del momento actual no gira en torno de la posibilidad o imposibilidad de los procesos de secularización, tal como acontecía en los años sesenta y setenta del siglo xx, sino que la cuestión central viene constituida por la falta de confianza que han generado los sistemas sociales que han operado y operan en las sociedades occidentales (y, de manera muy especial, en nuestro país). La confianza es algo esencial para que los seres humanos puedan asentarse convenientemente en su vida cotidiana, para que puedan construir significativamente su espacio y su tiempo. En relación con la religión, esa insustituible función de la confianza es, si cabe, aún mucho más decisiva, porque lo que podríamos llamar «religión viviente» se constituye por mediación de la confianza que inspiran los testimonios que, parafraseando la epístola de San Pedro, dan razones (nos dan razones) para esperar contra toda desesperación. A todo eso cabe añadir, como anteriormente ya indiqué, la pérdida cultural de los referentes cristianos, cuyas consecuencias para el cristianismo de nuestro país aún nos encontramos muy lejos de poder señalar con alguna precisión.



7. Conclusión


En la cultura occidental el concepto «secularización» ha servido de clave explicativa (heurística) de los procesos religiosos, políticos y culturales que, sobre todo a partir del siglo xvii, se han desarrollado en el seno de esa cultura. Según nuestra opinión, en el momento actual, sin embargo, el alcance que debe atribuírsele es bastante menor. Creemos que concretamente da razón de los numerosos y, a menudo, profundos cambios que han intervenido en el marco social, religioso y político de Occidente. Pero sobre todo, a partir de los años ochenta del siglo xx, se ha puesto de relieve que este concepto no resultaba adecuado para expresar lo que acontecía en las profundidades del ser humano. Sencillamente, éste era, como consecuencia de su insuperable situación de finitud y contingencia, indemne a la secularización de su conciencia. Eso equivale a decir que, en la variedad de espacios y tiempos, el ser humano siempre es un posible homo religiosus. A pesar de los innegables procesos secularizadores que ha experimentado la sociedad en la que se halla ubicado, siempre puede recurrir a un «más allá» de las posibilidades racionales, tecnológicas y experimentables que son inherentes al desarrollo técnico, económico y cultural de esa sociedad.

En la cultura occidental, la secularización es una herramienta que ayuda a comprender determinados procesos sociales, políticos, religiosos y culturales que se han desarrollado en su seno, pero no cabe la menor duda de que no es apta para dar razón del misterio del ser humano en su conjunto.


1 Bibliografía

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2 EN TORNO A LA COMUNICACIÓN

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