1 Aproximación al término


1 Aproximación al término




Inspectoría Salesiana de “Santiago el Mayor" León , 24 de mayo de 2003 nº 27
















Las bicicletas son para el verano


Jaime Chávarri en el año 1984 estrenó una película, ambientada en nuestra guerra civil, que lleva por título "Las bicicletas son para el verano". No voy a contar el argumento. Creo que es bastante conocido. Lo que pretendo es llamar la atención sobre algo que tiene mucho que ver con el ciclismo. Con el buen tiempo comienzan las carreras ciclistas, las vueltas, los tour. Hay una prueba que a mí siempre me ha suscitado simpatía: la contrarreloj por equipos. En esta prueba no cuentan las individualidades, las buenas marcas personales, los éxitos unipersonales, etc. Lo que realmente cuenta es que todos lleguen y que la media de todo el equipo sea buena. De cara al final de curso, no sólo pensando en la actividad educativo-pastoral, sino también en las comunidades, a mí me sugiere muchas cosas…



























ÍNDICE



  1. Retiro ……………….3-15

  2. Formación………….16-29

  3. Comunicación.……..30-33

  4. El anaquel………….34-25

  5. La ansiedad 5………34-39

  6. Reseña de libro…….40-48

  7. La tienda……………....49

  8. Jornada de las MCS..50-52

  9. Índices 2002-03…....53-54



Revista fundada en el 2000


Edita y dirige:

Inspectoría Salesiana "Santiago el Mayor"

Avda. de Antibióticos, 126

Apdo. 425

24080 LEÓN

Tfno.: 987 203712 Fax: 987 259254


Maqueta y coordina: José Luis Guzón.

Redacción: Segundo Cousido.

Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN 1695-3681


RETIRO





LA FORMACIÓN COMO EXPRESIÓN DE LA RESPUESTA A LA LLAMADA DE DIOS




FRANCISCO SANTOS, sdb




«La formación es acoger con alegría el don de la vocación y hacerlo real en cada momento y situación de la existencia. La formación es una gracia del Espíritu, una actitud personal, una pedagogía de vida» (Cfr. Ratio, 1).



Planteamiento


La formación permanente ocupa en la actualidad un puesto relevante en todos los documentos eclesiales sobre formación. Nuestra congregación ha realizado en los últimos años, al igual que los demás institutos de vida activa, una renovación de las estructuras formativas en las que ha adquirido importancia especial la formación permanente.


Estos datos nos hacen ver que se ha operado un cambio de mentalidad en la vida religiosa por la que la formación ha dejado de ser una etapa limitada en el tiempo y concentrada en los primeros años de vida religiosa. Las ideas que desarrollaremos en este retiro quieren incorporar el motivo teológico a la “mentalidad de formación permanente”. Queremos reflexionar sobre algunos aspectos fundamentales de la formación desde una perspectiva vocacional aplicada a toda vida religiosa, principalmente a la etapa posterior a la primera profesión y específicamente en la etapa de vida como profesos perpetuos. La afirmación central que sostenemos es que la formación es algo que dura toda la vida porque es el modo que tenemos de responder a la propia vocación.


Introducción:

Estrecha relación entre vocación y formación


El hecho de vincular la formación al seguimiento de Cristo en clave de respuesta vocacional nos lleva a revisar nuestras ideas acerca de la formación. No se trata tanto de adquirir nuevos conocimientos, ni siquiera realizar cursos o cursillos de actualización en las diferentes áreas de la vida consagrada, ni de descubrir nuevas técnicas pastorales o familiarizarse con las nuevas corrientes teológicas. Todo esto debe darse, pero no completa el compromiso que como religiosos adquirimos con la profesión de vivir entregando nuestra vida, es decir haciendo de nuestra entrega el modo de manifestar el amor a Dios y a nuestros destinatarios.


Seguramente todo esto no resulta nuevo, pero tal vez no hayamos aún calculado su influencia mediante la adquisición de hábitos de formación permanente en clave de seguimiento vocacional.


Después de que asentemos los principios de la formación permanente, reflexionaremos sobre la especificidad y la calidad de nuestra formación permanente dentro del carisma salesiano. Propondremos un modo de identificación carismática mediante la formación permanente.


El modo de seguir a Cristo como salesianos exige de nosotros una actitud de formación permanente. Nuestra época se caracteriza por los cambios rápidos y frecuentes, por la consecución de metas a corto plazo y la cualificación específica para las más variadas tareas. En medio de este panorama, como religiosos manifestamos la vitalidad vocacional en la medida que nos comprometemos en una dinámica de crecimiento vocacional a lo largo de toda la vida. Esta no es una idea personal, sino que se corresponde al análisis que en la congregación se ha realizado en el año 2000 con la revisión de la Ratio. Es perfectamente coherente tratar este aspecto y – lo que es más importante – reflexionar y plantearse el camino formativo desde la perspectiva vocacional.


Nos centramos en tres aspectos que abarcan toda la formación: los aspectos antropológicos, teológico-espirituales y los comunitario-sacramentales.

Con el deseo de partir de unos conceptos comunes, según nuestros documentos congregacionales, para nosotros, salesianos de Don Bosco,


La vocación salesiana es un don de Dios radicado en el Bautismo. Es la llamada a ser, como Don Bosco, discípulos de Cristo y a formar comunidades que testimonian a los jóvenes su amor de Buen Pastor (C 96).


Y sobre la formación, afirmamos que:


«Respondemos a esta llamada con el esfuerzo de una formación adecuada y continua para la que el Señor nos da a diario su gracia» (C 96). En una fiel respuesta a la vocación el salesiano encuentra el camino de su plena realización en Cristo y su itinerario de santificación (Cfr C 2. 22).


Según esto, la formación es la respuesta fiel a la vocación. Esta respuesta se fundamenta –a nuestro modo de ver– en tres dimensiones: la social (dimensión antropológica: formación humana-intelectual), la teologal (dimensión espiritual: formación teológico-moral) y la sacramental (dimensión comunitaria: formación litúrgico-pastoral-celebrativa).


  1. Aspectos antropológicos de la formación permanente


A través de la formación, en efecto, se realiza la identificación carismática y se adquiere la madurez necesaria para vivir y obrar en conformidad con el carisma fundacional (Cfr CIVCSVA, La colaboración entre Institutos para la formación. Instrucción, 7): del primer estado de entusiasmo emotivo por Don Bosco y por su misión juvenil se llega a una verdadera configuración con Cristo, a una profunda identificación con el Fundador, a la asunción de las Constituciones como Regla de vida y criterio de identidad, y a un fuerte sentido de pertenencia a la Congregación y a la comunidad inspectorial (Ratio, 41).


Humanamente, la formación constituye uno de los mayores objetivos de toda persona que quiera desarrollarse y alcanzar metas de aceptable conformidad y satisfacción en su vida. En la medida que surgen necesidades, se van desarrollando destrezas, se realizan aprendizajes que permiten aprovechar las propias cualidades y permiten que mejore el rendimiento personal. Todos hemos tenido experiencia de adquirir humana e intelectualmente nuevos conocimientos que han ampliado nuestro horizonte humano e intelectual y han permitido que nuestra vida se hiciese más completa y satisfactoria.


Desde la perspectiva humana, sentirse persona desarrollando aptitudes, descubriendo cualidades y dando sentido a la vida logra una identidad personal que proporciona sentimientos de bienestar con uno mismo. Se puede entonces hablar de maduración y desarrollo armónico de la dimensión humana de la persona. Del mismo modo, en la vocación, la formación ayuda a realizar la identificación con el carisma, y en este aspecto antropológico, la identificación se realiza prestando atención a los signos de los tiempos, los nuevos desafíos que surgen en nuestra cultura y en nuestra relación con la sociedad. Una mentalidad de formación permanente en esta dimensión antropológico estará atenta a los continuos avances de nuestro mundo, a los nuevos desafíos, al agrandamiento de las fronteras de las ciencias, ... se trata de crear una mentalidad abierta a todos estos cambios. De manera particular, nos ocupamos de los desafíos de la misión y nuestra formación permanente será expresión de la respuesta permanente al Señor, viviendo la vocación con madurez humana y alegría, con fidelidad creativa y con capacidad de renovación.



  • Nuevos desafíos


Basta remitirnos a la Carta del Papa Novo Millennio Ineunte para observar en ella la referencia a los nuevos retos que plantea nuestro mundo y ante los que hay que adquirir una formación adecuada para tratarlos. Lo resumo en la expresión “duc in altum”. El Rector Mayor en su comentario al Aguinaldo del año 2002 «Rema mar adentro, hacia el mar abierto y hacia aguas profundas», reflexiona sobre el significado de los nuevos desafíos, teniendo en cuenta las orientaciones del Papa Juan Pablo II para el nuevo milenio:


Nuestro mundo, nuestra sociedad nos está retando a adentrarnos mar adentro, esto es: el lugar donde estamos llamados a trabajar, la dimensión cultural del mundo, la sociedad plural también en ámbito religioso. Ante este reto, nuestra actitud tendrá que tener en cuenta el diálogo, la acogida, la tolerancia, la moderación de impulsos fundamentalistas.


El mar adentro constituye los nuevos problemas que surgen en nuestro mundo y ante los que no nos podemos sentir indiferentes: la educación a la vida; la recuperación del sentido y la ética del amor; nuestra responsabilidad personal ante el ambiente; nuestra templanza ante la sociedad del derroche; la pobreza y la producción de bienes; la deuda exterior y la justicia internacional; la solidaridad entre los pueblos y las culturas; la custodia de los derechos del pobre; la paz como estado y como camino... la concientización y sensibilización ante las grandes “plagas” como el sida, la droga, ...


El mar adentro hacia el que tenemos que remar son las nuevas realidades y valores que todavía no se han iluminado ni vivido en nuestro mundo a la luz de la redención de Cristo... Todas estas realidades nos interpelan para que las exploremos y en ellas insertemos los valores del Reino de Dios.


El Papa y nuestro Rector Mayor, la Iglesia y nuestro carisma nos están invitando a remar mar adentro, hacia un mar abierto y hacia aguas profundas. Y nos propone un método: partir nuevamente de Cristo (al que hay que conocer, amar y seguir-imitar {hablaremos más adelante de estos matices}); asumiendo la santidad como ideal y meta cotidiana; aprender a hacer oración; vivir la liturgia; acoger la verdad de la resurrección de Cristo como un dato que está en el origen, sobre el que se apoya la fe cristiana; y contar con la capacidad –el espíritu y el sacramento– de la reconciliación.




  • Mentalidad de Formación Permanente (actitud personal)


El segundo matiz del aspecto antropológico de la formación está en la convicción y en la mentalidad de saber que la formación es nuestro modo de decir sí a Dios. Pero conviene tener en cuenta algo más: la formación permanente no se puede ceñir a una confianza en nuestras solas fuerzas. Cualificarnos más y mejor para prescindir de Dios en nuestra labor es una contradicción y un sin sentido. Nuestra mentalidad de formación permanente tiene como base la primacía de la Gracia de Dios, su acción en nosotros.


La formación encuentra su fuerza en la santidad –configuración con Cristo–, se desarrolla en una espiritualidad de comunión y apuesta por algunas prioridades a la luz de la fe: la opción por los pobres y la caridad (el amor).


Entender la formación permanente desde la perspectiva de responder a los nuevos desafíos sin olvidarnos de la primacía de Dios en nuestro ser y actuar, hace que nos planteemos la formación como una exigencia para TODOS. De aquí surgen dos convicciones:


  • Se debe establecer todo el proceso de la formación a partir de la formación permanente

  • Sin formación permanente, el carisma acaba “enfriándose” en la Institución


La formación es la garantía de fidelidad al carisma, que busca actualizarse en coherencia con los tiempos, como expresión de fidelidad al proyecto de Dios. Ayudaría a nuestra renovación personal una profunda reflexión sobre nuestra capacidad de plantearnos con autonomía y criterios apostólicos los retos que los jóvenes de hoy tienen que afrontar para llegar a ser plenamente personas. Nuestro modelo de hombre, Cristo, se convierte así en el estímulo central de nuestra propia configuración personal y en el hombre nuevo que proponemos a nuestros jóvenes como ideal con el que identificarse.


  1. Aspectos teológico-espirituales de la formación permanente (gracia del espíritu)


El segundo aspecto en el que hacemos hincapié insistir es el teológico-espiritual. Se trata de la respuesta cotidiana que vamos dando a la llamada de Dios. Son los pasos que nos van llevando a la identificación con la vocación que el Espíritu ha suscitado en nosotros. Así, entre la vocación y la formación se estrecha la relación.


  • Asumir y hacer real la identidad vocacional


Dios no nos pone una vocación en mitad de nuestro camino para que la tomemos, si antes no nos hemos ido familiarizando con ella, haciendo que no nos resulte extraña.... descubriendo, conociendo, amando y cultivando la propia vocación – así entendemos la formación en general y la permanente en particular – llegamos a sentirla verdaderamente nuestra. Esta es la identificación vocacional. Sentir que la vocación es nuestra y que nosotros somos nuestra vocación.

¿De qué manera se realiza esto? Nuestros documentos congregacionales son ricos en este aspecto, y nos recuerdan el camino para alcanzar la madurez vocacional y formativa desde la perspectiva de la identificación vocacional: la configuración con Cristo, la santidad, la caridad pastoral...


La formación salesiana es identificarse con la vocación que el Espíritu ha suscitado a través de Don Bosco, tener su capacidad de compartirla, inspirarse en su actitud y en su método formativo.


Toda la formación, inicial y permanente, consiste en asumir y hacer real en las personas y en la comunidad esta identidad. A su desarrollo se orientan el compromiso de cada candidato y de todo hermano, la acción de los animadores, el entero proyecto de formación.

Por tanto, la identidad salesiana es fundamento de unidad y de pertenencia [a la Congregación en su extensión mundial. Es el corazón de toda la formación; de ella arranca el proceso formativo y a ella se refiere constantemente. Y es criterio determinante de discernimiento vocacional].


Este don del Espíritu, que es el carisma salesiano, mientras obra una particular configuración a Cristo implica una peculiar sensibilidad evangélica que inspira toda la existencia del salesiano, su estilo de santidad y la realización de la misión:1

  • caracteriza su experiencia teologal: la relación con el Padre, cuya paternidad y misericordia experimenta cotidianamente; con el Hijo, Apóstol del Padre y Buen Pastor, con quien busca identificarse cada vez más; y con el Espíritu Santo, del cual obtiene la gracia para su santificación y la energía para su fidelidad;

  • marca su relación con la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, que ama, del cual se siente parte viva, y por cuyo crecimiento trabaja incansablemente2;

  • pone en evidencia algunos aspectos particulares en el ámbito de la ascesis, que pueden ser definidos con estas palabras clave: trabajo, templanza, “amorevolezza”, y competencia en la labor educativa, relación fraterna3;

  • da a su vida un singular tono mariano en la relación con María Inmaculada y Auxiliadora, icono de su espiritualidad y amparo de su vocación. Él la contempla como la discípula del Señor que ha dicho “sí” al designio divino de la Encarnación, y la sigue como cooperadora en la obra de la redención e imagen de la Iglesia;

  • determina su visión de la realidad y su compromiso en la historia (Ratio 28).


Cada uno de estos subrayados nos están indicando itinerarios de identificación vocacional.


  • Asumir la identidad vocacional mediante el seguimiento de cristo
    (pedagogía de vida)


Si en los aspectos antropológicos de la formación teníamos que tener como referente nuestro mundo y nuestra sociedad, en el aspecto espiritual, es Cristo quien nos configura vocacionalmente, y nuestra formación se llama «seguimiento de Cristo». Descubrimos que la formación permanente es una forma práctica, real y operativa de seguir a Cristo. Se comprueba al darnos cuenta de la experiencia que vamos haciendo de seguimiento de Cristo tomando como punto de referencia la experiencia de los discípulos de Jesús. El evangelio de Juan destaca algunas características irrenunciables de este seguimiento que vamos a presentar. Si tenemos estas características en cuenta, podremos prevenir algunas dificultades que pueden surgir en la formación permanente como la falta de personalización y la falta de profundización.


Durante mucho tiempo, en nuestra tradición cristiana se ha tomado la imitación de Cristo casi sólo bajo el aspecto moral y ejemplar. Pese a que no puede haber una imitación sin ser incorporados a Cristo con la fe y los sacramentos, especialmente en la edad media se proponía una concepción de la imitación de Cristo de tipo ético, ascético, voluntarista, basada en la idea de la pura ejemplaridad: Cristo era el ejemplo y modelo a reproducir. Esto ha tenido mucho influjo en el modo de realizar la formación para la imitación de Cristo. Se descuidaba la dimensión ontológica y la teológica de la configuración con Cristo, que es producida por el bautismo, la gracia, la fe viva y la vida sacramental.


El protestantismo hizo ver que en realidad Cristo no es un ejemplo a imitar, sino la fuente de la salvación (considera que la imitación pone en el mismo plano a Cristo y al cristiano, que se encontraría en la situación de hacerse semejante a Cristo a través de un esfuerzo puramente humano, en lugar de confiarse a la justificación que viene sólo por la fe). De igual modo, la idea de la imitación haría de Cristo mismo una ley a observar. Según esto, la idea católica de imitación tiene que ser sustituida por la evangélica de seguimiento. También estas ideas tienen su influjo en el modelo formativo.


Seguir a Cristo significa, ante todo, creer en él, obedecer su Palabra y, con la fe, hacer propia su justicia. Aplicar al terreno de la formación estas cuestiones nos hacen ver que la formación en clave despersonalizada, se asemeja a la imitación que no interioriza. El hecho de permanecer impasibles ante estímulos formativos, no hacer experiencia personal de crecimiento, conversión, renuncia, ... equivale a imitar comportamientos despersonalizantes. Tal vez nuestras iniciativas formativas o la actitud que adoptamos ante ellas sean a veces de este tipo. No llegan a afectar a la persona en su desarrollo y maduración. Así, la formación permanente se convierte en un tópico, una socorrida manera de llenar el tiempo sin que por ello la persona cambie.



  • Claves del seguimiento aplicables a la formación permanente:
    Cuestión de amor


La formación permanente cuando asume los principios del seguimiento de Cristo de modo personal en la profundidad del esfuerzo espiritual por configurarnos con él, se convierte en un verdadero proceso de descubrimiento del misterio de Cristo en nuestra vida y es ocasión de una permanente actitud de seguimiento. Nos resultan iluminadoras las claves del seguimiento de Cristo en el cuarto evangelio teniendo en cuenta esta semejanza entre seguimiento y formación permanente. Estas claves, de modo sintético son: la fe, la obediencia, el amor hecho amistad e intimidad que desembocan en el conocimiento recíproco y en la comunión de destino.


La formación permanente se mueve por la fe, que es el fundamento del estado del discípulo. Es ella la que decide sobre un seguimiento duradero de Jesús. En el discurso sobre el pan de vida, Jesús pone a los discípulos que no se habían marchado ante la alternativa de creer o de dejar su Comunidad. Pedro, entonces, sin duda, y como portavoz de los discípulos que permanecieron fieles, exclama. “Señor, a quién iremos?” y, enseguida, después, confiesa: “Nosotros creemos y sabemos que Tu eres el Santo de Dios” (Jn 6, 67-69). La fe, que el IV evangelio quiere suscitar para que se participe de ella, no es la simple aceptación intelectual de un mensaje, sino una adhesión personal que hace salir al creyente de sí mismo para darse a Otro. Como sugiere la fórmula, típica en Juan, de creer en (pistéuein eis) donde la partícula en es una preposición que indica un movimiento, el movimiento hacia un objeto o una persona.


Una segunda actitud de formación permanente en clave de seguimiento es la de la obediencia. En el IV evangelio creer y obedecer son paralelos, y por tanto equivalentes. «Jesús dijo a aquellos judíos que habían creído en El: “Si permanecéis fieles a mi palabra seréis de verdad mis discípulos”» (Jn 8, 31). Mediante la mentalidad de formación permanente, en clima de amor acogemos la voluntad de Dios en cada momento de nuestra vida. La reflexión, meditación, oración personal facilita el proceso de acogida permanente en obediencia filiar de la voluntad de Dios, por amor y con entrega total. El discipulado se cumple, ante todo, en el amor. Y este amor del discípulo hacia el Maestro es la consecuencia del desarrollo y de la maduración de la verdadera fe en Jesús.


En el discurso de despedida después de la última cena, en el capítulo 14 del IV evangelio hay dos partes, la primera (Jn 14, 1-14) trata de la necesidad y del valor de la fe en Jesús. La segunda (Jn 14, 15-26) trata de la unión de los discípulos con Jesús. El discípulo que ama a Jesús y vive en unión con Él, debe demostrar su amor por Jesús en la observancia de sus preceptos: “si me amáis, observaréis mis mandamientos” (Jn 14, 15); “quien acoge mis mandamientos y los observa, ese sí que me ama” (Jn 14, 21); “Si uno me ama, observará mi Palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y moraremos en él; quien no me ama no observa mis palabras” (Jn 14, 23-24). Así, de la comunión de amor con Jesús, nace la observancia de sus preceptos. Esta observancia manifiesta la comunión de amor. Y esto aparece, aún más evidente, en el discurso del capítulo 15, del versículo 1 al 9: los discípulos deben permanecer (meinein) en Jesús y en su amor. Lo cual quiere decir que deben hacer todo para conservar la comunión de amor con Jesús (“Entonces darán mucho fruto para la gloria del Padre, como los sarmientos que permanecen íntimamente unidos a la vid. Yo soy la verdadera vid, permaneced en mí y yo en vosotros. ... Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor”).


En esta comunión de amor con Jesús, los discípulos dejan de ser siervos para ser amigos: “vosotros sois mis amigos; ya no os llamo siervos porque el siervo no sabe lo que hace su señor, sino que os llamo amigos porque todo lo que he oído al Padre mío, os lo he dado a conocer” (Jn 15, 14-15).


La formación permanente debe partir de este deseo de encontrar la amistad verdadera con Cristo, y todo lo que contribuya a lograrlo formará parte de las actitudes formativas. Se trata de responder creativamente a las exigencias y oportunidad de renovación con actitud de apertura. La amistad con Jesús se trabaja en el conocimiento y en la intimidad, que es donde él revela a sus amigos los secretos más profundos y les instituye como discípulos.


Vemos que estas etapas y características del seguimiento de Jesús forman un itinerario pedagógico, un modo de interpretar la formación permanente como respuesta vocacional. En los últimos capítulos del IV evangelio, la idea del verdadero discípulo se concentra, de hecho, en la persona del discípulo amado. En él se encuentra expresada la gracia de Dios que se revela en el encuentro con un corazón humano abierto y disponible. El discípulo que Jesús amaba encarna la intimidad afectuosa, la fidelidad y la perspicacia espiritual (penetración de entendimiento) del verdadero discípulo. En la última cena estaba a la mesa junto a Jesús, cerca de su pecho (Jn 13, 23.25; 21,20). Durante la Pasión, sigue a Jesús; está a los pies de la cruz; recibe en herencia a la madre de Jesús (Jn 19, 26-27). La mañana de Pascua corre con Simón Pedro hacia el sepulcro, adonde llega primero, y, antes que los demás discípulos, que dudan aún, él: vio y creyó (Jn 20, 3-8). Este discípulo misterioso representa al creyente, que, con toda su fe y todo su amor, se une a la persona de Jesús. Para el IV evangelio, de hecho, hacerse discípulo de Jesús no es sólo hacerse escolar, alumno, con vistas a aprender de memoria una enseñanza, sino unirse, con todo su ser, a la persona del Maestro. Queremos ver en esto la razón de ser de una formación permanente que lleva al creyente en Cristo a su seguimiento fundamentándose en el conocimiento recíproco que implica lazos de confianza, de amor y de intimidad.


El conocimiento de Cristo que se adquiere en clave de seguimiento, de formación permanente, no es un proceso puramente intelectual, sino una experiencia que se fundamenta en el amor. Por esto, el fin de la formación, el seguimiento, es la salvación (= santidad): la comunicación de la vida (“Yo he venido para que tengáis la vida y la tengáis en abundancia” (Jn 10, 10); “Yo les doy la vida eterna, no se perderá ninguno de mi mano” (Jn 10, 28).


El último paso de la formación permanente será de igual modo lugar común con el seguimiento. Compartir vida y destino con Cristo completa y da plenitud al seguimiento, por eso aparece el sacrificio del Señor y la entrega de la propia vida. El día de ramos, después de su entrada mesiánica en Jerusalén, Jesús anuncia su glorificación mediante la muerte: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad os digo: “si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; si muere produce mucho fruto” (Jn 12, 24). El grano no es una palabra separada de quien la pronuncia, sino el Mensajero mismo de Dios, el Verbo encarnado, Palabra eterna del Padre que cae en la tierra y muere para dar mucho fruto. Por eso, “El que ama su vida (autoú), la pierde, y quien odia su vida en este mundo, la conservará para la vida eterna” (Jn 12, 25) y “si uno me sirve, que me siga, y donde yo estoy, allí estará también mi servidor” (Jn 12, 26).


La invitación a seguir a Jesús va unida a la predicción de la pasión, que ilumina este seguimiento. Seguir a Jesús, por tanto, es ir detrás de él, quien, a través de la Pasión o la donación total de sí mismo, conduce a la vida eterna y a la gloria. Seguir a Jesús es estar allí donde está él. Y se está ejerciendo su ministerio, anunciando el evangelio. Por eso, servir y ser servidor es el modo de seguir a Cristo, dar la vida y dar cumplimiento y sentido a la formación como actitud de vida.


En el proceso que acabamos de ver, tenemos un auténtico itinerario de formación permanente como discípulos de Jesús. El modo que tenemos de conocer a Jesús es seguirle (idea central de la teología de la liberación). El modo que tenemos de mostrarle nuestra adhesión es compartiendo vida y destino con Él. Y el modo que tenemos de responder a Dios es identificándonos con Jesús y su causa. Todos estos son aspectos básicos para una formación permanente que lleva a la interioridad del seguimiento y a la personalización de sus procesos.



  1. Aspectos comunitarios y sacramentales de la formación permanente


El tercer aspecto de la formación permanente como respuesta vocacional a Dios se corresponde con nuestra identidad vocacional en la dimensión comunitaria. Nuestro ser religiosos con carisma salesiano encuentra realización plena en la vida comunitaria y la participación en una misión apostólica común. También estamos llamados a crear comunidad de fe con los jóvenes a los que nos envía Dios. En este aspecto es la celebración sacramental, la participación en la vida de Dios por medio de la acción del Espíritu de Jesucristo resucitado. Nuestras comunidades manifiestan en sus celebraciones la presencia viva y plenificante del Espíritu de Dios.


El salesiano es, por vocación, parte viva de una comunidad (local, inspectorial, mundial) y cultiva un profundo sentido de pertenencia a la misma. La vocación salesiana es, al mismo tiempo, personal y comunitaria, y lo es en la fraternidad, en la misión, en la espiritualidad. Don Bosco nunca fue un operador solitario; ha querido compartir y ha promovido la colaboración y la corresponsabilidad. Tuvo clara conciencia de que su vocación tenía que ser compartida y transmitida. El aspecto comunitario es por eso uno de los rasgos más fuertemente característicos de la identidad salesiana. El salesiano es convocado para vivir con otros hermanos consagrados para compartir el servicio del Reino de Dios entre los jóvenes. «Vivir y trabajar juntos – afirman las Constituciones – es para nosotros, salesianos, exigencia fundamental y camino seguro para realizar nuestra vocación»4. Con espíritu de fe y sostenido por la amistad, el salesiano vive el espíritu de familia en la comunidad y contribuye, día tras día, a la construcción de la comunión entre todos los miembros. Convencido de que la misión es confiada a la comunidad, él se compromete a obrar con sus hermanos según una visión de conjunto y un proyecto compartido (Ratio 33). En la oración comunitaria siente la alegría de la presencia del Señor y comparte la experiencia espiritual.



  • Comunidad: la forma salesiana de identificarse con la vocación y tener capacidad de compartir


La comunidad – y en ella cada hermano – debe compartir una disposición práctica al seguimiento de Jesús, que se manifiesta en algunas condiciones de este mismo seguimiento según el momento en que se encuentra cada hermano. De aquí que la formación permanente sea una opción personal de seguimiento del Señor.


Dentro de la vida comunitaria, un aspecto a destacar particularmente es el de la relación entre la formación permanente y el ciclo vital que cada hermano desarrolla. Este ciclo vital redefine en cada etapa la visión cristiana y salesiana que cada uno va formando e integrando y también reafirma las motivaciones de sus opciones de vida. No serán simultáneas ni homogéneas, pero la formación permanente sitúa a todos en una misma actitud vital. En las primeras etapas se la vida religiosa se tratará de una inserción plena en la comunidad evitando así tendencias al aislamiento y la soledad; en las etapas de plena madurez se fomenta la renovación con tiempos prolongados evitando actitudes de rutina o caída en el activismo y la rigidez individualista; por último, en edades avanzadas, la formación permanente es un reclamo a no replegarse sobres sí, buscando un perenne contacto con los jóvenes, asumiendo los límites que se puedan tener y haciendo de la vida un don total.


Para el salesiano, el seguimiento de Cristo se cumple viviendo el proyecto apostólico de Don Bosco5. «Con una sola llamada Cristo nos invita a seguirlo en su obra de salvación y en el género de vida virginal y pobre que eligió para sí mismo; nosotros, con una sola respuesta de amor, por la gracia del Espíritu y como los Apóstoles, aceptamos abandonar todo y formamos comunidad para trabajar mejor con él por el Reino. Por tanto, nuestra consagración de salesianos es única: inseparablemente apostólica y religiosa»6. El salesiano, entonces, adhiere de modo total a Dios, amado sobre todas las cosas y a su proyecto de salvación. Su vida parte de una profunda experiencia de Dios y de los desafíos de la misión7. Está consagrado por la misión que da a su existencia su tonalidad concreta8. La llamada de Dios le llega a través de la experiencia de la misión juvenil; no pocas veces a partir de allí inicia el seguimiento. En la misión se comprometen, se manifiestan y crecen en él los dones de la consagración. Un único movimiento de caridad lo atrae hacia Dios y lo empuja hacia los jóvenes9. Él vive el trabajo educativo con los jóvenes como un acto de culto y una posibilidad de encuentro con Dios. En la “gracia de unidad”10 se funden los aspectos constitutivos del proyecto salesiano de vida consagrada apostólica (Ratio, 29).


Tanto la comunidad como cada salesiano hacen de su vida el lugar del crecimiento vocacional fomentando todo lo que favorece el crecimiento: el espíritu de familia, el clima de fe, la organización y distribución del trabajo. Se aprende a valorar en comunidad los momentos de oración y de intensidad espiritual como lugar y ocasión para renovar fuerzas, y a nivel personal cada hermano se dispone y ayuda a los demás a disponerse a incorporar a la propia vida las ocasiones de formación que la misión, la comunidad y las experiencias cotidianas ofrecen. Todos estos son aspectos formativos que no se deben infravalorar y que constituyen una plataforma de formación cotidiana en comunidad.


  • Carácter sacramental de los jóvenes, permanente posibilidad de formación y de encuentro con Dios


Para nosotros salesianos, los jóvenes son nuestro lugar privilegiado de encuentro con Dios. En y con ellos celebramos la vida, la misión y cobra sentido nuestro ser. De aquí que la vida sea una liturgia festiva, una celebración continua del amor de Dios, y vivamos nuestra entrega como ocasiones de seguimiento de Jesús. Como los discípulos comparten el destino con Jesús tras haber convivido con él, y por la fe y el amor llegan a hacer propia la causa de Jesús, los salesianos hacemos experiencia de seguimiento y condivisión de la misión de Jesús en la entrega de las propias energías en favor de aquellos a los que Dios nos envía: los jóvenes pobres y abandonados.


Los jóvenes nos invitan a responder con la formación permanente a las exigencias siempre nuevas de nuestra vocación de servicio a ellos. La actualización y cualificación intelectual y pastoral no se entenderían si no fuese desde la interiorización de la necesidad de prestar mejor servicio a los jóvenes como respuesta vocacional a la llamada que Dios nos hace. Así, el salesiano está convencido de que el proceso formativo dura toda la vida (C 98).



Conclusión

La formación permanente como camino de santificación y de plena realización en Cristo


La formación es nuestro camino de santificación en las diferentes etapas de la vida y es el modo de mantener la tan aconsejada y deseada tensión espiritual, ya que aglutina los elementos fundamentales del crecimiento y la maduración vocacional, progresiva y armónicamente desarrollada a lo largo de la vida.


Cada uno de nosotros podemos trabajar interiormente las actitudes que constituyen una mentalidad de formación permanente: aprendiendo de la vida mediante la comunicación, el diálogo y la mentalidad abierta; practicando el discernimiento pastoral mediante la atención a situaciones, la lectura, el estudio y el conocimiento de las indicaciones eclesiales; evitando el desgaste motivacional y la superficialidad; trabajando con competencia favoreciendo la relación entre fe y cultura; y finalmente, cuidando los aspectos formativos comunitarios y los personales poniendo las capacidades personales en función de las necesidades comunitarias e inspectoriales.


La consagración apostólica es el proyecto al que tiende nuestra identidad vocacional. Una vez realizada a través de las distintas etapas formativas y con las distintas mediaciones y estrategias, nuestra vida apostólica, con la historia vocacional que cada uno llevamos, nos incorpora al Cristo de nuestro seguimiento. Y lo hace mediante tres claves que nos devuelve al punto de partida – la misión / vocación –: ser apóstoles (enviados) y discípulos de Jesús de un modo peculiar: Insertos en la Iglesia, abiertos a la historia, y en diálogo con la sociedad.


Con estas reflexiones hemos querido poner de relieve la importancia vocacional de la formación a partir de las implicaciones más profundas de la persona. A nosotros – a cada uno y a todos en conjunto – nos corresponde hacer de la etapa formativa en que nos encontramos la ocasión de realizarnos plenamente en Cristo: la identidad vocacional con el carisma salesiano, el seguimiento de Jesús, la celebración de la vida y la fe con y en los jóvenes y la riqueza compartida del proyecto de vida comunitario son los medios.


No se podrá decir que nuestra vida no es apasionante si se vive así. Cada día será una ocasión única y privilegiada para progresar en la intimidad con Dios y en la entrega de nuestra vida a aquellos a los que nos envía. ¿No era este el estilo de María cuando guardaba todo en su corazón, exultaba de gozo en el Señor y asumió la actitud de sierva del Señor? Dichosa fue por haber creído. Que su misma fe nos haga a nosotros dar la respuesta que Dios requiere para realizar su proyecto de amor en nuestro mundo. Nuestras constituciones lo recuerdan:


La fidelidad al compromiso adquirido en la profesión religiosa es una respuesta, constantemente renovada, a la especial alianza que el Señor ha sellado con nosotros. Nuestra perseverancia se apoya totalmente en la fidelidad de Dios, que nos ha amado primero, y se alimenta con la gracia de su consagración. La sostiene también nuestro amor a los jóvenes, a quienes somos enviados, y se expresa en la gratitud al Señor por los dones que nos ofrece la vida salesiana (C 195).



Pistas para la reflexión



A nivel personal,


  • en qué ha cambiado a lo largo de los años mi concepto de formación. En qué hago consistir ahora mi formación permanente.


  • la etapa del ciclo vital en que me encuentro actualmente, qué exigencias formativas me ofrece y cómo las estoy afrontando (cfr. Ratio nn. 532-539).


  • el contacto con los jóvenes de qué manera me motiva para seguir a Cristo y me estimula en el crecimiento de identidad vocacional.


A nivel comunitario,


  • cómo estamos atendiendo la formación permanente en nuestra comunidad en cuanto a la actitud y mentalidad, el ambiente, la programación comunitaria


  • qué iniciativas y propuestas podríamos atender para mejorar nuestra mentalidad de formación permanente




Materiales escogidos sobre formación para la vida religiosa


C. Bazarra, «Formación para una vida consagrada», en Confer 142 (1998) 237-272.

J. M. Arnáiz, «Primeros años de inserción plena en la actividad apostólica», en Confer 143 (1998) 423-434.

C. Palmés, «La foramción que anhelamos», en CLAR 6 (1997) 65-78.

G. Uribarri, Reavivar el don de dios. Una propuesta de promoción vocacional, Sal Terrae, Santander 1997.


Pistas para una Celebración


Ofrecemos un breve esquema de celebración de oración de la tarde dentro del esquema de Vísperas. Se sustituyen los salmos y la lectura breve. También las preces pueden ser espontáneas.


  • HIMNO Ando por mi camino, pasajero (Hora Intermedia, Viernes I)


  • SALMOS (Las antífonas pueden crearse en línea con las ideas del retiro)

Ant. 1: El Señor es la razón de nuestra vida

Ant. 2: Lámpara es tu palabra, Señor para mis pasos

Ant. 3: El que es de Cristo es una criatura nueva


    • 1º: SALMO 145: Felicidad de los que esperan en Dios

    • 2º: SALMO 118, 105-112: Himno a la ley divina

    • CÁNTICO Ef 1, 3-10


  • LECTURA BREVE (Rom 6, 2-10)


Los que hemos muerto al pecado ¿cómo seguir viviendo en él? ¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado. Pues el que está muerto, queda librado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios.

  • Responsorio


R / Bendigo al Señor * en todo momento. Bendigo.

V / Su alabanza está siempre en mi boca. * En todo momento. Gloria al Padre. Bendigo.


  • ACCIÓN DE GRACIAS

(En este momento se pueden compartir algunos sentimientos de acción de gracias a Dios por nuestra vida consagrada, nuestra vocación y la renovación a que nos invita la formación permanente como seguimiento de Cristo).


  • CANTO DEL MAGNÍFICAT


  • ORACIONES DE PETICIÓN (espontáneas)


  • PADRENUESTRO


  • ORACIÓN CONCLUSIVA

Señor, te agradecemos todos los medios que pones a nuestro alcance para que nuestra entrega a ti y a los jóvenes sea renovada cada día. Ayúdanos a hacer del seguimiento de Cristo el motivo permanente de nuestra formación, para que nuestro testimonio ante los jóvenes sea creíble y pueda anunciar el Reino. Por nuestro Señor Jesucristo.





FORMACIÓN


ALIMENTO Y EXPRESIONES

DE LA VIDA COMUNITARIA11


Jorge Fernandes12


INTRODUCCIÓN


Al hablar aquí de comunidad o de vida comunitaria tenemos presente, evidentemente, la comunidad religiosa, esto es, un grupo humano que el Espíritu del Señor congregó alrededor de un carisma asumido por los distintos institutos, órdenes o congregaciones.


Un grupo humano de bautizados, miembros de una Iglesia, es decir, una comunidad convocada por Dios en Jesucristo. Como es sabido, el NT emplea varias palabras para expresar este misterio del nuevo Pueblo de Dios. Puede verse en el capítulo 1º de Lumen gentium. Una cosa parece evidente en todos los escritos del Nuevo Testamento: Dios —eterna comunidad de Amor— por medio de su Hijo Jesucristo no quiere salvar a la humanidad individualmente. Establece su pueblo, su Iglesia y, como lo hizo en el desierto, asiste, orienta y alimenta a esa multitud en el camino a la Patria Prometida.


Parece que, durante siglos, los cristianos fueron olvidando esa dimensión comunitaria de la vida en Cristo. Las Iglesias se habían convertido en centros burocráticos y administrativos. En los casos más extremos aparecían como una especie de Supermercados de los Bienes del Espíritu. Con el Concilio Vaticano II se recupera esa dimensión de la vida cristiana. Grupos de cristianos más conscientes, iluminados por la Palabra de Dios, critican el modelo burocrático e impersonal de la llamada Iglesia institucional —cristalizado en las parroquias..., comunidades de servicios religiosos— y apelan al ideal de la Iglesia primitiva. Allí se vivía un régimen de comunidad fraterna. Parece que tal movimiento se debió más a los grupos de militancia cristiana que a la misma vida consagrada. Las comunidades de consagrados y las grandes órdenes también se habían estructurado demasiado a ejemplo de la Iglesia, en su conjunto. Allí, en pequeños grupos de militantes cristianos, es donde muchos redescubren la Utopía cristiana. No olvidemos que todo esto se debe también en buena parte, no sólo a la acción del Espíritu, sino además a un movimiento cultural típico de los años del posconcilio: nacen las «comunas», los «Kibutz» y otras formas un poco utópicas de vida comunitaria. De cualquier forma, dentro de las Iglesias estaba en marcha un movimiento muy fecundo y renovador. Las comunidades cristianas percibían que la fe debe ser vivida en comunidades fraternas/Koinonía, que los servicios y ministerios concentrados en una clase muy poderosa (los clérigos) pueden y deben ser repensados y descentralizados, que los cristianos deben prestar su contribución específica para la transformación de la sociedad y dar testimonio de una vida de esperanza y de amor fraterno frente a los gérmenes de muerte y egoísmo de nuestra sociedad. Todo este movimiento tiene que afectar a la vida consagrada.


Como realidad humana, la comunidad religiosa se rige por determinadas leyes y valores que no pueden ignorarse. Lo aportado por la Sociología y la Psicología es de fundamental importancia para entender esa misma realidad. Es evidente —y tal vez sea bueno resaltarlo ya desde el inicio— que la comunidad religiosa no se agota en los elementos aportados por las ciencias humanas. La comunidad, tiene que ver con la fe. Es una expresión de la Ekklesia de Jesús. Nace de la palabra convocante del Señor, de un llamamiento de Dios, percibido y asumido a lo largo de la vida. Por tanto, es una realidad teológica. En la segunda parte de mi exposición voy a abordar esto.


Vamos, pues, por partes. Comenzamos por preguntarnos qué es eso de la comunidad. Hecha la clarificación de conceptos, intentaré decir alguna cosa sobre las diferentes expresiones y formas de alimentar nuestra vida comunitaria en el nivel humano y en el nivel de la fe.



NIVEL HUMANO DE LA VIDA COMUNITARIA


La comunidad humana: características


La vida en comunidad


Dicen los antropólogos que la vida en grupos humanos surge cuando la humanidad pasa de una actitud defensiva y agresiva a un comportamiento de convivencia pacífica. Se descubren valores tales como el intercambio de palabras, gestos y bienes. Nacen el diálogo, la negociación, la dádiva. Los motivos que llevan a vivir en grupos son aquellos que nacen de intereses comunes (defenderse, por ejemplo) o de la gratuidad (gozar de la compañía de otros, constituir familia). La Historia muestra la existencia de comunidades que surgen permanentemente a partir de determinadas necesidades de orden cultural, político o religioso. En el fondo, se trata de dar respuesta a dos preocupaciones que el grupo o la comunidad experimenta:. promover las relaciones interpersonales entre los miembros del grupo y realizar determinados proyectos en solidaridad/comunión con los miembros de la comunidad. La tendencia a formar tales grupos se da sobre todo en el ámbito de la educación, de la política, del trabajo y de la religión. Surgen como defensa de la persona frente a la masificación y despersonalización que producen los organismos gigantes, las estructuras burocráticas y el anonimato de multitudes solitarias. La vida en común preocupa al ser humano desde la más remota antigüedad, por ser un fenómeno que tiene que ver con la supervivencia y la afirmación de la persona. Sin vida comunitaria, el hombre deja de ser él mismo. Radicalmente es un socio, un colaborador; necesita de los otros para su propio desarrollo y maduración. Por consiguiente, el fenómeno comunitario es, primordialmente, un hecho antropológico y cultural. A lo largo de la vida de cada uno de nosotros, desempeñarán un papel importantísimo los más diversos tipos de comunidades: la familia, la escuela, el grupo de amistades, la parroquia...



Agrupaciones sociales


No voy a entrar aquí en distinguir grupos primarios y secundarios. Sólo indicaré que los primeros son aquellos en donde el individuo establece sus relaciones primeras y fundamentales (la familia es el mejor ejemplo de un grupo primario); los secundarios se orientan más a la promoción del bien común y no tanto al desarrollo de la persona como tal (la autarquía, la fábrica.... son ejemplos de estos grupos).


Me parece más interesante para los objetivos de este estudio el binomio comunidad/sociedad que ha sido muy trabajado por los sociólogos de Alemania: «Gemeinde/Geselleschaft». Según E. Tonies, estos dos términos constituyen dos modos diferentes de estructuración social. Caracteriza a la comunidad la unión de las personas basada en la identidad de sentimientos. Lo propio de la sociedad es la organización con un fin determinado.


Históricamente parece ser que la sociedad o asociación es posterior a la comunidad, pero muchas veces coexisten en el mismo grupo humano y tienen entre sí unas relaciones dialécticas muy complejas. A veces no es fácil distinguir unas de otras, pues el mismo vocabulario que usan se presta a confusiones. Se habla de Comunidad Europea y a nuestros institutos se les llama con frecuencia sociedad (SVD, SJ). En todo caso y a pesar de esta confusión en el lenguaje, las relaciones comunitarias son personales, familiares, con fuerte carga afectiva y las personas aparecen como un fin e n sí mismas. En las relaciones asociativas, por el contrario, las personas aparecen como medios para conseguir determinados fines.


Probablemente, todo el mundo empieza a pensar qué cosa tan horrorosa son las sociedades o las asociaciones. La verdad es que el ser humano necesita de ambas cosas. Pobres de nosotros si nos faltara el calor de un hogar y si no valorásemos los frutos que nos proporciona... No menospreciemos, pues, ninguna de ésas otras realidades. Necesitamos una comunidad, es evidente, pero también la fuerza de una asociación; sin ella no hay desarrollo. Sin comunidad no hay ética y sin asociación no hay progreso. En la comunidad sentimos la gratuidad de la vida, en la asociación, la fuerza para realizar proyectos comunes.


De lo dicho se infiere fácilmente que nuestros institutos o familias religiosas participan del dinamismo y de la dialéctica de ambas sociedades.


Nuestra koinonía fraterna, prescindiendo aquí de su raíz teológica (lo, que en sí es absurdo), es comunidad y sociedad. Por eso resulta exagerada la apreciación que algunos hacen de la comunidad y de las fuerzas emocionales que la sustentan. Como también es excesiva la crítica que se formula a la racionalidad asociativa, considerada como peligrosa (cf. C. Floristán, Ser cristianos... Verbo Divino, pág. 242).



¿Qué es la comunidad?


No es fácil definir una comunidad. Al contrario de la familia —cuyos elementos fundamentales se perciben fácilmente—, la comunidad tiene perfiles muy específicos que tienen que ver con la sensibilidad de los que la forman. En general, los sociólogos describen la comunidad como un grupo social, poco numeroso, con las características siguientes: a) relaciones interpersonales con alguna profundidad, que crean un cierto grado de intimidad; b) compartir la totalidad de la existencia; c) fusión de las voluntades alrededor de un objetivo común. Pienso que tendríamos aquí un esquema razonable para proseguir nuestra reflexión sobre el modo como se debe alimentar la vida comunitaria a este nivel puramente humano.


Me limitaré a algunos apuntes sobre el primer aspecto: las relaciones interpersonales, pues creo sinceramente que nosotros, los consagrados, en este punto estamos, más o menos, en la Edad de Piedra.


Evidentemente, la comunidad no es un mero aglomerado social. Más importante que la reciprocidad física o el compartir espacios comunes y el entusiasmo (o la falta de él) alrededor de proyectos, trabajos apostólicos, etc., es la comunidad interpersonal. Las personas que forman la comunidad buscan la espontaneidad de expresión, la liberación de marginaciones, una cierta identificación afectiva, una participación gratificante, el consenso global alrededor, de proyectos comunes asumidos con gozo por todos. Repito lo que ya he dicho: en cuanto agrupación social humana, la comunidad es insustituible desde el punto de vista cultural y religioso. En ella y a través de ella, descubrimos la alegría de la pertenencia, de la identificación. A través de ella llegamos a una verdadera maduración humana y cristiana.


En la imposibilidad de desarrollar cada uno de los tres aspectos que nos llevan a definir la Comunidad, voy a centrarme en la siguien­te afirmación: la Vida Consagrada aparece como una forma humana de comunión interpersonal que se nutre, antes que nada, de la rique­za de cada uno de los miembros que la constituyen. El vigor y la consistencia interna de una comunidad religiosa dependen sobre todo de la riqueza de relaciones interpersonales sólidas, adultas y maduras. Y para situamos en un sano realismo, vamos a comenzar por espantar fantasmas. Muchas veces se habla de la comunidad religiosa como de una familia. Sólo analógicamente se puede decir tal cosa. La familia y la comunidad coinciden en cuanto que tienden a acoger y hacer crecer a sus miembros. Pero existen diferencias significativas: en la comunidad falta la expresión sexual del amor (que puede ser un factor de equilibrio en la familia), no existe en la comunidad la diversidad de edades y situaciones propias del conjunto familiar, falta también la fuerza unificadora de la consanguinidad.


Todo esto nos demuestra que la base humana de la comunidad es muy frágil. La comunidad religiosa tiene sus raíces en otras realidades a las que hay que referirse permanentemente si quiere continuar renovándose. Por otra parte, no queda invalidado lo que se dijo: está constituida por personas humanas (y no por ángeles o demonios), por eso la Vida Consagrada tiene que estar atenta a las leyes que rigen la convivencia y desarrollo de la persona humana. Aquí, en la comunidad, las personas deben encontrar realmente el espacio para realizar su vocación que, en definitiva, y antes que todo, es la vocación a una comunión interpersonal.



Peligros de una exagerada espiritualización


La Vida Consagrada se espiritualizó a veces excesivamente. Se descentró del ser de la persona humana y de sus más legítimas y profundas necesidades. Se reforzó la dimensión espiritual a costa del soporte humano. Y el resultado fue desastroso: muchos fracasos, muchos desastres y desencantos tienen su causa, de hecho, en no haber atendido debidamente este aspecto... que durante siglos hasta estuvo bajo sospecha, La misma formación que recibimos no nos preparó para darle la debida atención a la complejidad de esta problemática.


Como he dicho, se ha exagerado la espiritualización de la vida religiosa. Vinimos a la Vida Consagrada fascinados por el Invisible; a lo largo de los años de formación, se reforzó muchas veces una visión muy espiritualista de la realidad, se cargó con los colores negros del pecado aquello que, en realidad, era sólo una manifestación sana de la vida, se dejaron de lado aspectos importantísimos para la armonía integral de la persona..



La socialización de la persona


Otras veces, se socializó de tal modo a la persona que nunca pudo llegar a hacer verdaderas opciones personales. Se la programó para responder a las expectativas puestas en ella y tuvo necesidad de llegar a los 40/50 años para pasar por su experiencia de Damasco. Es gente que nunca quiso aceptar sus propias fragilidades y ahora sufre la venganza de su propia naturaleza. Son personas que nunca se preocuparon de cuidarse y cultivar la verdadera amistad y llegan ahora a la edad adulta vacías de sentido. Puede ser entonces la hora de la gracia, si se llega a una nueva visión, fruto de la apertura y de la flexibilidad, o la hora del infierno, si se cae en las redes de la rigidez que llevan a la persona a no convertirse, a continuar representando el papel que le atribuyeron en la comedia de la vida.



La programación para el éxito social


Otros se dejaron programar para el éxito social. En nuestra cultura se valora aquello que brilla. Es la «seducción» de la que habla G. Lipovetsky en su libro La era del vado. Su primer capítulo se titula precisamente «La seducción no se detiene»: «... lejos de limitarse a las relaciones interpersonales, la seducción se convierte en un proceso general que tiende a regular el consumo, las organizaciones, la información, la educación, las costumbres. Toda la vida de la sociedad contemporánea está gobernada por una nueva estrategia... por una exaltación de las relaciones de seducción». La cultura en la que nacemos está programada para llegar a la cumbre de la carrera. Nos meterán en la cabeza esos programas con sus valores y contravalores. Un programa así necesita ser visto y revisado. Hay muchos consagrados que funcionan conforme a tal programa, Viven programados, sólo tienen tiempo para sus cosas, se les escapa totalmente el aspecto lúdico y gratuito de la vida, la alegría de estar con los hermanos y de cultivar auténticas relaciones fraternas.



Algunos apuntes para una vida en plenitud


Todo esto es una mentira descarada sobre la persona... y sus necesidades más profundas. Sólo hay un éxito que debe preocuparnos: el existencial. Yo soy aquello para lo que nací. En este logro deben centrarse nuestras mejores energías. Esta es la gran batalla que no puede perderse: yo debo ser yo mismo y aquello para lo que Dios me creó.


Dios no me creó para la mediocridad, sino para «vivir en plenitud». ¿Qué es esa plenitud de vida a la que Dios me llama? ¿Puedo estar en el camino de esa plenitud si me conformo con el papel social que me han atribuido? ¿Si no estoy satisfecho de mí mismo? ¿Si vivo en conflicto oculto o abierto con mi propia historia? ¿Si hay zonas de mí mismo que rechazo o con las que no estoy enteramente en paz?


El jesuita americano John Powell, en sus libros de divulgación sobre las relaciones interpersonales, afirma que las personas que viven en plenitud son aquellas que están en el pleno uso de sus facultades, poderes y talentos, y los desarrollan de un modo integral. Esas personas vibran llenas de vida en su mente, en su corazón y en sus deseos. Ven la belleza del mundo. La escuchan en la música y la sienten en la poesía. Aspiran a la fragancia de cada nuevo día y experimentan las delicias de cada momento (cf J. Powell: Vivir en plenitud, San Pablo, Madrid, 1998).


Es evidente que la mayoría de nosotros no vive así, como una máquina a todo vapor. Existen miedos atávicos, recuerdos inhibidores, experiencias fallidas y los efectos de una formación mutiladora de nuestras mejores energías. Vivimos la vida en pequeñas dosis, pero sabemos que fuimos creados para la totalidad, para la Plenitud.


Fuimos hechos a imagen de un Dios‑Amor Esto significa que sólo en el amor seremos capaces de realizar nuestra vocación humana. La expresión feliz de nuestro poeta Sebastián de Gama vale también para nosotros, los consagrados del Reino: «¿Tienes mucho que hacer? No. Tengo mucho que amar». Amar con intensidad y verdadera vibración humana, Amarse verdaderamente a sí mismo. Sentirme feliz por estar vivo y enriquecer con mi presencia individual la Historia de la Humanidad. «Loado seas, Señor, porque me creaste», rezaba Santa Clara de Asís. Amar también al otro. Romper las cadenas del narcisismo malsano que lleva a la destrucción de la persona. Los consagrados deben ser capaces de grandes amistades. La felicidad, el éxito, la seguridad y el bienestar de esas personas amadas son tan importantes como la felicidad, el éxito y la seguridad propios. Los consagrados deben ser capaces, a este nivel meramente humano, de vivir grandes fidelidades.


«Para las personas así, la vida tiene color de alegría y sonido de fiesta. No es una permanente procesión fúnebre. Para tales personas hay una razón para vivir y una razón para morir. Cuando llega la hora de partir, el corazón de esa persona estará lleno de gratitud por todo aquello que experimentó, por la persona que fue, por los proyectos en los que creyó, por el sufrimiento que llamó a su puerta, por la experiencia plena y bella que vivió. Una sonrisa va a derramarse por todo su ser al recordar la aventura feliz de su vida, Y el mundo será un lugar mejor, más feliz y más humano porque ella vivió, amó y gozó aquí» (J. Powell, libro citado),


Me gustaría terminar esta primera parte diciendo que la mayoría dé los consagrados no encuentran esta armonía y equilibrio en sus vidas. No se alimentan con este pan sólido ... ; muchos de ellos, a nivel de sus comunidades, reviven ciertamente la historia de dos hermanos jesuitas contada por el mismo autor antes citado.


«Eran hermanos jesuitas y sacerdotes. Durante muchos años tuvieron una amistad rica y enriquecedora. Recorrían juntos el largo y penoso camino del seminario. Cuando alguno de ellos necesitaba algo especial —tiempo, alguien para que le escuchara o cualquier cosa— el otro estaba siempre allí, a su lado. La amistad terminó un día bruscamente en tragedia y muerte. Uno de ellos fue atropellado frente a la casa donde vivían con la comunidad. Cuando se enteró el otro de que su amigo estaba tirado en el suelo sobre el asfalto, corrió, atravesó el cordón de curiosos y de policías y se arrojó sobre su viejo amigo. Abrazó suavemente entre sus brazos la cabeza del muerto y delante de todas aquellas personas boquiabiertas dejó escapar estas palabras: ¡No mueras! ¡Tú no puedes morir! ¡Yo nunca te dije que te amaba!»


Y para no terminar esto de forma tan trágica y con lágrimas en los' ojos, quiero afirmar que muchos de entre nosotros llegan a una profunda comunicación humana y viven libremente aquello que la vida les ofrece de mejor. Cito parte de una carta de una misionera en América Latina:


«Me ha hecho bien su carta llena de cariño, ternura y aprecio... como sólo los ojos de un gran amigo pueden ver.. su amistad también me hace un bien inmenso y me hace aún más feliz. Agradezco sinceramente al Señor que un día nos proporcionó el encuentro. Nuestra amistad seguirá siendo muy fecunda... una vivencia libre y plena de la consagración, y dentro de ella, especialmente de la castidad consagrada ... ». No tengo más palabras. Ante un misterio tan profundo sólo nos queda callar y rumiar profundamente el Misterio de un Dios‑Amor.., pues creo que sólo Él puede propiciar experiencias tan profundas y fecundas.



EL NIVEL DE FE EN LA VIDA COMUNITARIA


Los «sumarios» en los Hechos de los Apóstoles (2, 42‑47; 4, 32‑37; 5, 12‑16)


Si abrimos las Constituciones de nuestros institutos, órdenes y congregaciones religiosas comprobaremos que en todas hay una serie de normas, orientaciones y disposiciones que tienen como finalidad promover la vida comunitaria y alimentarla al máximo nivel. La vida comunitaria no aparece como un hecho adquirido sólo porque un grupo que ha emitido unos votos vive bajo el mismo techo, comparte las mismas comidas y programa una serie de actividades. Así funcionan las empresas.


Si la vida comunitaria no es, de partida, una situación adquirida, podemos decir que es un proceso con varias etapas relacionadas entre sí. Un proceso en el que es preciso estar atentos a las bases y a las diferentes fases de crecimiento e identificación por parte de las personas. Y esta simple constatación puede alertarnos sobre uno de los mayores peligros de la Vida Consagrada hoy: la tentación de lo inmediato, de lo funcional, del perfeccionismo. Para formar comunidades hay que tener presente que no se puede saltar etapas de su proceso, no se puede eliminar fases de un proyecto muy rico y complejo.


Echemos rápidamente una mirada a los llamados «sumarios» de los Hechos de los Apóstoles. Recogidos por Lucas, estos textos se pueden considerar como regla fundamental de las primeras comunidades cristianas. Estamos lejos aún de las complejidades de una vida excesivamente institucionalizada.... como están las de las comunidades de hoy. Pero podemos distinguir el árbol del bosque: intentemos penetrar respetuosamente en estos textos, en toda la riqueza y novedad que encierran. Tenemos descritas en ellos las acciones que la Iglesia de Jerusalén considera fundamentales para el proceso de la formación de la vida comunitaria. Se habla en ellos de Didaché, de Diakonía, de fracción del pan y de oraciones. A lo largo de los siglos, estos elementos que han sido más o menos ritualizados (plegarias, misa, devociones), han alimentado nuestras comunidades cristianas, sin olvidar los Sacramentos. Esta comprobación no invalida otro hecho: no siempre hemos tenido conciencia clara de la importancia de esas acciones, que estructuran nuestras comunidades. ¿Qué se ha hecho, por ejemplo, de la koinonía? Según los exegetas se trata de una acción diferente de la Eucaristía, traducible por «comunidad de vida», «comunión fraterna», «unión fraterna», según nuestra traducción de la Biblia. Tal comunidad de vida llevaba entre otras cosas a poner en común los bienes espirituales y materiales. En la práctica pastoral de la Iglesia, este importantísimo elemento estructurante se fue perdiendo y la vida de las comunidades se concentra alrededor de la misa y los sacramentos... y ya no hay koinonía para nadie. Queda de esa riqueza teológica el Ofertorio, ... como algo que se ha dado a cambio y está encerrado en un saco ... De ahí a tener un culto vacío, descomprometido, no agradable a los ojos de Dios, no hay más que un paso. ¿De qué nos interesa tener catequesis superorganizadas, liturgias espectaculares, organigramas y proyectos comunitarios detallados, si falta la comunión fraterna, si se cultiva la indiferencia en nuestras relaciones interpersonales, si somos incapaces de compartir la fe y los otros bienes del Espíritu y los bienes materiales?


Sólo por estos motivos, vale siempre la pena saborear la frescura de estos textos de los Hechos de los Apóstoles, Desenmascaran la superficialidad y la inoperancia de nuestras comunidades. Pero vamos a lo que ahora nos interesa: la vida comunitaria es un proceso. Hay una serie de elementos que la estructuran y revitalizan. A la luz de los «sumarios» de San Lucas vamos a ver lo que significan para nosotros, cristianos y consagrados.



La mesa de la Palabra


Lo que fundamenta y da cohesión a una comunidad es la Palabra anunciada a todos en forma de kerigma evangélico. El Señor Resucitado es quien convoca a su Pueblo. Esa Palabra va a suscitar entre sus oyentes una actitud de fe. Después de la predicación de Pedro el día de Pentecostés, San Lucas dice: «Estas palabras los conmovieron hasta el fondo del corazón y preguntaron a Pedro y a los otros Apóstoles: ¿qué debemos hacer, hermanos?... Los que aceptaron la Palabra recibieron el Bautismo y aquel día se unieron a los creyentes cerca de 3.000 almas». De este modo, la comunidad está congregada por el Evangelio, reunida por la Palabra de Dios, que une a sus escogidos en una misma fe, esperanza y caridad. Por eso la tradición de la Iglesia habla de dos mesas: la mesa de la Palabra y la de la Eucaristía. Quiere decir esto que hay dos comidas. O quizá tres: si lo que une a un grupo es el sentarse y reunirse alrededor de una mesa para compartir y gozar de los bienes de la tierra, tenemos así el primer estrato de la vida en común, de la mutua acogida, de la primera expresión de la vida fraterna (pero es una pena que algunos se queden sólo en eso). Difícilmente podremos ver en este gesto agotarse toda la riqueza de la vida comunitaria, a no ser que queramos privarla de aquello que tiene de más significativo y que, en la perspectiva cristiana, constituye su verdadera identidad: el pan de la Palabra de Dios, que nos inicia en la «comida» cristiana, No es sólo el alimento con el Cuerpo de Cristo, sino también el de la Palabra, lo que fundamenta la koinonía cristiana.


La Palabra es un signo sacramental de la presencia de Jesús en medio de sus amigos. «Cristo está presente en la Palabra» (SC 7). ¡Qué cosa tan maravillosa y tan olvidada! Es muy difícil vivir la experiencia de Jesús sin sentarse a la mesa con otros hermanos. Es éste el primer pan que hay que colocar sobre la mesa y compartir.. la experiencia del Evangelio, la vida de Jesús... La proximidad de los hermanos en la fe es como la señal corporal de la gracia que testifica la presencia del Señor.. Él nos llamó: «ya no somos extranjeros ni huéspedes, sino miembros de la familia de Dios» (Ef 2, 19). Con la serenidad de una familia reunida, tomamos el libro en nuestras manos y lo abrimos haciendo memoria de la iniciativa del Padre: «Fue Él el primero en amar, en ofrecer la Alianza» (F. F.: De dos en dos. Al encuentro con los hermanos. Salamanca, 1.991, págs. 223‑241).


Como cristianos y consagrados formamos koinonía alrededor de la mesa de la Palabra de Jesús. Sólo así podemos ser su «ekklesia» (en hebreo «kahal») esto es, su Pueblo convocado, reunido en Asamblea. Lo que une, da rostro social e identifica a esa Asamblea Santa, es el hecho de estar convocada por el Dios Santo... como sucedía con las asambleas de Israel en el desierto (Ex 34, 31‑32).


La palabra actualizada, meditada, dialogada, puede ser el primer paso para configurar, identificar y pacificar a una comunidad. En efecto, una de las actividades fundamentales del Espíritu Santo en la Iglesia es la de multiplicar los carismas para actualizar la Palabra de Jesús, para interpretarla y, sobre todo, para convertirla en instrumento de comunión de sus discípulos. Y esto para enriquecimiento y signo de vitalidad de la comunidad, de exuberancia y plenitud a la que nos llama la Palabra generadora de vida. Es posible que esto esté un poco olvidado en nuestras comunidades. Si acontece que las personas van languideciendo es porque nos olvidamos de poner sobre la mesa el tesoro precioso e insustuible de la Palabra del Señor.


Son diversos los carismas que suscita la Palabra: convierte a los oyentes, hace de ellos Profetas, lleva a traducir el Evangelio en la vida cotidiana, promueve la lectura y la interpretación de los signos de los tiempos, abre el corazón de los oyentes a las exigencias siempre nuevas de la Misión. Personalmente estoy convencido de que en nuestras comunidades nos hacemos casi «inconvertibles». Ya no es la palabra del Papa, ni la de los obispos, y mucho menos la de los provinciales la que nos lleva a alterar las pautas inmaduras de comportamiento. Sin embargo, creo en la fuerza del Espíritu que renueva toda las cosas y actúa a través de la Palabra Liberadora y Santificadora de Jesús. Todo esto puede suceder en una asamblea litúrgica, seguida o no de la Eucaristía, en una reunión comunitaria alrededor de la Palabra, en momentos de discernimiento comunitario referentes a la vida de la comunidad o en momentos de asumir nuevos compromisos Pueden variar las circunstancias externas las estructuras de funcionamiento de la reunión, pero en el fondo, tenemos siempre los mismos componentes esenciales: la Palabra la comunidad reunida a su alrededor y los carismas, dones, ministerios y fuerzas dinámicas que mueven a la comunidad para la comunicación y la comunión (1 Cor 12, 4‑7: «El Espíritu se da a cada uno para provecho de todos»).



La mesa de la Eucaristía: diferentes enfoques del misterio


a) Vamos ahora a encontrarnos con la expresión más bella de la koinonía cristiana: la Eucaristía. La 1.ª Carta a los Corintios recoge admirables documentos de cómo las comunidades paulinas vivían y celebraban la Eucaristía. El primer documento es sobre su institución (cap. 2). Pero ya en el cap. 10 de la misma carta tenemos un fragmento de las catequesis eucarísticas de estas primeras comunidades cristianas. En esta catequesis, bastante concisa, aparece por dos veces en el versículo 16 la palabra koinonía para explicar el significado del pan y del vino. En él se afirma que el cáliz de bendición es la comunión con la sangre de Cristo y el pan que partimos es la comunión con el Cuerpo de Cristo. Todo indica que no es posible la comunión/comunidad personal con Cristo sin esta participación en el Señor Crucificado y Glorificado, sin esta participación en el cáliz que se bendice y en el pan que se reparte... y se entrega para la vida del mundo. Participación personal y comunitaria, como se dice luego en el versículo 17: «Lo mismo que hay un solo pan, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo porque participamos del mismo pan». El único pan partido y repartido entre muchos es el pan eucarístico que nos lleva a participar en la unidad del Cuerpo de Cristo —la Iglesia— comunidad de los creyentes. En la óptica de Pablo, la Cena del Señor es el principio unificador básico de la comunidad. El Cuerpo de Cristo presente en el pan y en el vino, recibido en comunión por los creyentes, hace nacer el Cuerpo Eclesial de Cristo, esto es, la comunidad. No se trata, como es obvio, de un proceso automático o de un dinamismo mecánico. Se puede recibir el Cuerpo de Cristo y estar a años luz de la comunidad. En el cap. 2 de la carta citada, Pablo nos dirá que podemos no apreciar el Cuerpo de Cristo y hacemos «reos del cuerpo y la sangre del Señor», siempre que lo comamos o bebamos indignamente. El comer y el beber indignamente significa entonces reducir la Eucaristía a un sacramento individualista, al automatismo insolidario del «opus operatum», a un ejercicio de piedad para ganar indulgencias o para llegar al Cielo sin las penas del Purgatorio... Se quita de la Eucaristía su expresión más importante: la capacidad de congregarnos en la comunión de los hijos del mismo Dios. La comunidad se manifiesta y se edifica por medio de la Cena del Señor.


b) Dejando ahora la dimensión cristológica, vamos a situarnos en la perspectiva pneumatológica de la Eucaristía. Como es sabido, «pneuma» es la palabra griega que designa el «Ruah» hebreo: la acción del Espíritu de Dios en medio de su Pueblo. Dicen los liturgistas que en la Eucaristía tenemos una doble «epiclesis» o invocación del Espíritu Santo. La primera pide que el Espíritu descienda sobre el pan y el vino para que se transforme en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús. La segunda implora la venida de ese mismo Espíritu sobre todos los presentes reunidos en Asamblea, para que todos se conviertan en el Cuerpo de Cristo. Y, volviendo al principio: el Cuerpo de Cristo es la persona de Jesús en el «sacramentum fidei» y en la comunidad de sus seguidores. Lo que la liturgia nos recuerda es que la transformación de un grupo humano, reunido en cualquier sitio alrededor de una mesa, en el Cuerpo de Cristo, es un don del Espíritu Santo. (Una fuerte consolación espiritual para los superiores que ya no consiguen congregar a los hermanos si no es en el refectorio de la comunidad.) La segunda «epiclesis» se centra sobre todo en pedir la unidad como fruto de esa venida del Espíritu y la transformación de la comunidad en cuerpo eclesial/social de Cristo. La finalidad de este segundo Pentecostés eucarístico es suscitar, vivificar, profundizar, dar coexistencia y cohesión interna, unir, reconciliar y pacificar a la comunidad. La Anáfora de la liturgia va más lejos: hace memoria de toda la Iglesia y de todos los fallecidos de la comunidad. Es un momento privilegiado para acordamos en nuestras comunidades, de nuestros Fundadores y de los que antes que nosotros sembraron la Palabra del Reino y nos han precedido y esperan junto a Dios.


La comunidad concreta/local se siente transformada, abierta a una unidad más grande y sin límites. El Espíritu, el mismo que convierte el pan en el Cuerpo sacramental de Cristo, opera aquí una desfronterización espectacular permitiendo que este cuerpo social del Señor se reencuentre con todos sus miembros, los de la Iglesia local y universal, los vivos y los muertos... y todo esto, en la humildad de la pequeña comunidad reunida alrededor del altar, en el hogar sagrado de la nueva familia de Dios.


¿Quiénes son esos que «murieron» en Vuestra Misericordia?, ¿quiénes son esos que deben ser reunidos por el Espíritu Santo en un solo cuerpo? ¿Quiénes son? ¿Son los bautizados? ¿Los miembros de nuestro instituto? Ciertamente. Pero también los hombres y mujeres de buena voluntad. Los pobres y olvidados de todos... menos de Dios, las víctimas de tantos verdugos dentro y fuera de nuestras comunidades. Se hace memoria aquí de todos esos discípulos del Crucificado‑Resucitado. También ellos se acercarán a nosotros por la fuerza actualizadora y vivificante del Espíritu, anticipando sacramentalmente la reunión definitiva de todos los hombres en la Tierra Nueva y en los Cielos Nuevos. Éste es el momento litúrgico de la memoria subversiva y peligrosa, que se convierte no sólo en denuncia del mal y de la injusticia, sino también en anuncio gozoso, en estímulo de acción, en llamada a una última Reconciliación Universal para rehacer/reparar un pasado y un presente amenazados de ruptura por la desunión, el olvido... en orden a construir un futuro cargado de esperanza para todos. El Cristo Universal, el nuevo Adán, Cabeza de la Nueva Humanidad, se hace presente en esta comunidad pneumática. No sólo en un sentido personal/individual, sino también en sentido eclesial, corporativo, representativo, colectivo, cósmico, universal...


c) Considerando el sentido cristológico y pneumatológico de la Eucaristía, vamos a profundizar brevemente el sentido trinitario. A partir del otro aspecto de ese gran misterio veremos que aquí se descubre la belleza y exigencia de la Fraternidad dentro de nuestras comunidades. Después del Concilio estuvo de moda constituir comunidades homogéneas: viejos por un lado, jóvenes por otro, conservadores en el congelador y progresistas en la vida activa... Nuestra estupidez no tiene límites. De hecho, las dificultades de ese momento eran muy grandes. Fue un tiempo de cambiarlo todo. Hasta que esas comunidades de gente muy seleccionada, escogida a dedo por los superiores (la asistencia del Espíritu Santo no impide que se «meta la pata»), empezaron a deshacerse. Y abrimos los ojos.


Cuando las comunidades se alimentan de tales consideraciones humanas y se marcha por ahí, se inicia un proceso de autodestrucción. Es alrededor de la mesa común de la Eucaristía donde nuestras diferencias cobran sentido y se transforman incluso en fuente de enriquecimiento para todos. La fe cristiana parte de este supuesto fundamental: profesamos la fe en un solo Dios que es diversidad de personas; la unidad se realiza en el seno de la Trinidad y pasa por el mutuo reconocimiento y aceptación jubilosa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La Trinidad es así el modelo de toda auténtica comunidad.


Veamos cómo todo esto se realiza en la Eucaristía.


«Los hermanos están sentados alrededor de la mesa. Ya no cuentan las diferencias; la asamblea fraterna desconoce cualquier forma de clericalismo. Ya no hay un grupo privilegiado que protagoniza activamente la reunión; todos los hermanos toman parte según el don que cada uno recibió» (M. Legido: Fraternidad en el mundo. Salamanca, 1982, págs. 250‑257).


En medio de los hermanos está el Señor Jesús. Es él quien preside en la persona del ministro, Preside como el Hijo Primogénito «entre muchos hermanos» (Rom 8, 29). Por su medio el Padre se hace presente como el cabeza de familia Por eso todos somos hermanos, hijos del mismo Padre y hermanos del Primogénito... Ésta es la razón de nuestra comunión/fraternidad o comunidad, Lo mismo que en la Pascua judía el padre era el que repartía el pan, también aquí es el Padre el que nos entrega el don de su Hijo por medio de la fracción del pan. Y todo esto se hace por la fuerza del Espíritu Vivificante y Santificador. Los hijos‑hermanos, con las manos abiertas y extendidas, reciben el pan y el cáliz con vino que el Padre les ofrece para que repartan entre ellos este don. La Cena del Señor es la que constituye y rehace la filiación y la fraternidad.


Al partir el pan, los hijos/hermanos comulgan el amor del Padre y en el amor de los hermanos. El cuerpo del Hijo se amplía en este cuerpo de su Familia. Caen todas las barreras y se cambian en gestos y palabras de paz y de reconciliación. Se respeta la diversidad en la unidad de la misma fe y del mismo amor y se crece según el modelo e imagen de la comunidad: la Trinidad Santa.



La Koinonía: compartir los bienes y la vida


La comunidad se alimenta de la mesa de la Palabra y de la Eucaristía: la Didaché y la fracción del pan. Abordamos ahora el tercer elemento constitutivo de la comunidad cristiana: «La multitud de los creyentes formaba un solo corazón y un alma sola. Ninguno llamaba suyo a lo que tenía y todo lo tenían en común» (Hch 4, 32). Dejemos de lado la discusión de si se realizó o no este proyecto en la comunidad de Jerusalén. En todo caso, tenemos necesidad de la fuerza movilizadora de las utopías. A este «poner en común» llaman los Hechos koinonía, Se trata de algo absolutamente fundamental en, la vida de la comunidad, En el segundo sumario de los Hechos 4, 3235, hay un aspecto interesantísimo y al que no siempre se le da la debida atención: la afirmación de que la koinonía está ligada al testimonio de la Resurrección que dan los Apóstoles. En un primer momento se tiene la impresión de que las cosas no andan necesariamente juntas. Pero no es así: el compartir los bienes (koinonía) es más que la constatación de un hecho social, la afirmación de una utopía en el cristianismo primitivo y menos que una cuestión de obras de misericordia que hiciera de los pobres de la comunidad el objeto de nuestra solicitud paternalista. Antes que todo es la constatación de que se cumplió la promesa mesiánica. La Resurrección muestra a Jesús como el verdadero Mesías. Pero hay algo muy serio que acompaña a este hecho. En efecto, una de las grandes promesas mesiánicas se refiere a la erradicación de la injusticia, en la re‑creación de todas las cosas, que en el principio estaban muy bien hechas (Gn 1, 3 l). Ahora no lo están, hay que rehacer todo «ab initio». El pan tiene que llegar a todas las bocas, pues el tiempo nuevo/mesiánico se caracteriza por la abundancia de pan para todos los hombres y mujeres. «No había necesitados entre ellos», dice el texto sagrado.


Esa es, pues, la gran señal que acompaña a la Resurrección, y es una lástima que en la Iglesia ande olvidada, Y que en nuestras comunidades de consagrados/as no se avive la memoria de la grande y única utopía capaz de dar credibilidad al discurso, a las encíclicas, etc., Ese milagro que se estaba realizando en Jerusalén en los días posteriores a la Pascua era una de las credenciales sobre la verdad de Jesús, o sobré el Mesías Muerto y Resucitado. Ésta es la forma de entender cómo la Creación y la Redención forman parte del mismo proyecto maravilloso de Dios: el pueblo vuelve a reunirse, a reconciliarse, a ser otra vez comunión/comunidad. Y la prueba de la reconstrucción de la realidad comunitaria es la desaparición de la pobreza. Sin este hecho no hay comunidad, no hay Pueblo de Dios, no hay nada que garantice la autenticidad de la Resurrección. El Mesías Resucitado inaugura la Nueva Creación. La comunicación de bienes es una anticipación de la consumación escatológica de los tiempos mesiánicos.


Sabemos que sobre este asunto han surgido tremendas polémicas en nuestras comunidades. No pretendo reavivarlas ni contribuir a la confusión entre nosotros. Sin embargo, me parece evidente que estamos aquí en el corazón de la fe. Amputarle al cristianismo esta raíz revolucionaria es negar lo que tiene de más utópico y salvífico. Es posible que la Iglesia, en su conjunto, sólo esporádicamente se ocupe de esta dimensión de fe. Peor para nosotros y para el mundo. ¿Y nosotros, los religiosos? No entremos en apologéticas inútiles. No nos contentemos con documentos igualmente inútiles. Como comunidades religiosas nos incumbe vivir la koinonia sin angustias ni disfraces. Se trata de tener permanentemente ante los ojos la utopía de una Humanidad, una ciudad, un barrio, que sean realmente solidarios y tengan un sentido de familia o de fraternidad, Con la pobreza por medio, con las chabolas, la falta de agua y de luz por una parte y el derroche por otra, todo esto se convierte en una quimera idealista o farisaica... Como religiosos, como comunidad religiosa, tenemos que confrontarnos con esta cuestión fundamental de poner en común nuestros bienes. Esta koinonía se vive dentro y fuera de nuestras comunidades. No existimos para nosotros o para nuestro instituto, para nuestras obras. Si miramos al mundo de hoy veremos cómo la injusticia se multiplica. Fácilmente engrosamos nosotros también las filas de los que afirman que no hay nada que hacer, y cuando ya no hay nada que hacer, estamos de más... El simple hecho de que haya aquí y allí comunidades religiosas insertas en medio del mundo, gente que se cuestione sobre el uso de los bienes y decida compartirlos en una vida sencilla y pobre, mujeres y hombres que recuerden a la propia Iglesia que los bienes existen para promocionar al hombre y no para ser «idolatrados»... estos simples hechos atestiguan la verdad de que somos llamados a ser y a vivir. Es posible que no podamos ser más que una señal para navegantes. Seremos así como el signo de lo que debe ser la Iglesia y todos los colectivos humanos y no para sustituirlos de un modo paternalista sino para acompañarlos, para animarlos y, en todo caso, para ir por delante abriendo camino nuevo, invitando a otra vida, en el respeto del gran proyecto de Dios revelado en Jesús de Nazaret, el Hombre nuevo, que vivió en pobreza, castidad y obediencia, dedicado totalmente a la Utopía de Dios: un Reino donde hay lugar para todos, donde los hombres descubren, ya aquí en la Tierra, la realidad última a la que somos llamados: la eterna Comunión con el Dios de la Vida.



Otros medios de identificación y de crecimiento de la vida comunitaria


Los votos religiosos


Una comunidad religiosa se caracteriza sobre todo porque sus miembros se comprometen a vivir un determinado estilo de vida. Normalmente ese estilo de vida expresa en los llamados votos o compromisos. Su justificación teológica intenta encontrarla en el estilo de vida pobre, casta y obediente del Jesús histórico.


El valor fundante de la comunidad de consagrados es el llamamiento de Cristo. Él llama a un proyecto estable dentro de una comunidad: «llamó a los Doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a una Misión» (Mc 3, 13‑15). Este grupo constituyó la nueva familia de Jesús; cualquiera que acepta entrar en este grupo se hace hermano o hermana.


La comunidad constituida por iniciativa de Jesús y alrededor suyo sólo tiene sentido en la medida en que Jesús es reconocido como Señor y Maestro. Sin esto la comunidad no existiría. Como decía anteriormente: o es una comunidad alimentada por la Palabra y por el Pan que se parte y se reparte, o es un grupo sin identidad. Lo que queda dicho vale para la comunidad pospascual: en ella aparece claramente que la comunidad es fruto de la Resurrección de Cristo y de la presencia actuante del Espíritu que todo lo transforma y renueva.


La vida religiosa debe radicalizarse y dar visibilidad a la primacía de Cristo en toda la existencia de aquellos que se sentirán llamados a seguirle en pobreza, castidad y obediencia. La primacía de Cristo es la continua conversión a Él, manifestada en la vivencia de los votos, y constituye el alma de la vida consagrada. En cuanto al lugar concreto donde se vive este seguimiento particular de Cristo es evidente que la comunidad no es sólo un medio sino también el ideal y el objetivo que alcanzar. No es una estructura u organismo en donde cada uno hace su camino de fe y de santificación individualmente, sino un objetivo fundamental de todo el grupo que procura hacer presente y visible el Reino de Dios. Cuando hablamos de vida comunitaria queremos decir todo esto y aún más: El hecho de estar constituida por «consagrados» la clasifica y distingue de otras formas de comunidad eclesial. La familia debe ser una «iglesia doméstica», pero no es una comunidad de consagrados porque el objetivo supremo de la comunidad es vivir un proyecto que nace de una iniciativa de Dios... en orden a prolongar y dar visibilidad a un estilo de vida en pobreza, castidad y obediencia asumido por el mismo Jesucristo. Porque «familia unida en nombre del Señor» (PC 15) es fruto de haber sido plantada por Cristo y continuamente alimentada de su savia vital, por eso la comunidad es una realidad esencialmente sobrenatural.



Las reuniones comunitarias


En este contexto aparece el tema «Diálogo en la comunidad». No voy a entrar en ese vastísimo asunto, Sólo manifestaré una preocupación. Casi todos nosotros somos del tiempo en el que la Vida Consagrada no tenía necesidad de diálogo o de reuniones comunitarias. El superior tenía todas las luces del Espíritu Santo y, normalmente, las decisiones las tomaba él o el Consejo reunido con él. Con el descubrimiento de la nueva eclesiología del Vaticano II, mucho menos jerarquizada y más fraterna, se siguieron unos años ‑del 70 al 90~ en los que se dio una multiplicación de reuniones a todos los niveles, hasta el punto de crear un cierto malestar.


Hoy se constata una cierta alergia a las reuniones. Es verdad que a veces pueden ser un excelente pretexto para no hacer nada... o para delegar en la comunidad la incapacidad real o supuesta de alguno y pedir a la comunidad que realice el trabajo...


Pienso, sin embargo, que las reuniones comunitarias son importantes por dos razones: es un momento comunitario para crecer como grupo, descargar tensiones, tener gestos de cercanía y de reconciliación. La comunidad que no se reúne comienza fácilmente a vivir una paz pobre. Por otra parte, es un momento en el que la comunidad reafirma su carisma —en medio de la gran dispersión de hoy y del individualismo del que difícilmente escapamos— un momento en el que percibimos que estamos en el mismo barco, entusiasmados con el mismo proyecto de vida. De este modo soslayaremos los peligros que amenazan a la vida comunitaria: el autoritarismo de aquellos superiores que todavía creen tener la plenitud del espíritu; la dictadura de grupos o personas particularmente «inspirados», que manipulan a los hermanos; la tentación de individualismo que lleva a la negación de la vida comunitaria en su raíz.



Los servicios apostólicos prestados por la comunidad


Una comunidad religiosa no existe para sí misma. Escogidos por Jesucristo, somos enviados al mundo. Estamos unidos por el mismo proyecto de vida que dimana del carisma confiado por el Espíritu Santo a nuestros fundadores y reconocido por la Iglesia. No nos compete asumir cualquier trabajo dentro de las Iglesias locales por muy urgente que se nos presente. Hasta hace poco tiempo, y también hoy en buena parte, nuestros servidos o trabajos apostólicos se realizaban dentro de nuestros institutos (seminarios, centros de formación, escuelas, hospitales). Las cosas han cambiado como consecuencia de las opciones hechas por muchos institutos en el sentido de una mayor inserción en el pueblo. Y surge el peligro de una gran dispersión de los miembros de la comunidad. Los trabajos apostólicos realizados bajo un mismo techo eran, sin duda alguna, un fuerte elemento de cohesión dentro del grupo. La nueva situación obliga a repensar muchas cosas y a reforzar más los lazos espirituales del grupo comunitario. Los diferentes horarios, las actividades que se prolongan por la noche, la coexistencia dentro de la comunidad de diferentes sensibilidades, obliga a una nueva forma de construir y alimentar la comunidad...






CONCLUSIÓN


Todo lo que acabo de decir puede parecer demasiado utópico irrealizable. Y sin embargo, todo indica que no hay otro camino: una comunidad de consagrados se alimenta de la riqueza personal de cada uno —Sacramento de amor del Señor— y, sobre todo, de la riqueza de fe de cada hermano/a. Esta experiencia de un Dios comunidad/familia, cuando es intercomunicada, tal vez constituye hoy lo más profundo de una comunidad de consagrados (M. Azevedo: Os religiosos, Vocaçao e Missao. CBR, 1986). Pero lo que no conseguimos hoy es intercambiar, con sencillez, tal experiencia o quizá tenemos recelo de traducirla, o la certeza de que al hacerlo revelamos a los otros nuestra inmensa pobreza en la experiencia del Señor. Si llegásemos a eso, tendríamos la base fundamental de nuestro vivir en común... aunque trabajásemos en lugares distintos... aunque entre nosotros hubiese diversidades notables... aunque tuviésemos horarios diferentes..., todo sería posible porque tendríamos la misma savia, el mismo tronco. Si no se llega a esto, viviremos juntos en una relativa coincidencia de tiempos y espacios.


En algunos casos, una mutua simpatía y hasta una amistad puede ir manteniéndonos... Éste es un dato importante a tener en cuenta, pero si el horizonte de esa amistad no logra una amistad compartida con el Señor ‑que está en la raíz de nuestra «vida común»‑, la vida religiosa será un absurdo. Muchas veces lo es. Pero, ¿no habrá hoy hombres y mujeres, adultos en la fe, capaces de vivir este amor apasionado por el Señor de la vida?











COMUNICACIÓN




LA FE EN LA CULTURA ACTUAL13

Las nuevas dimensiones de la evangelización



Bartolomé SORGE


Si la nueva cultura del tercer milenio se anuncia caracterizada por la comunicación social, en un mundo cada vez más unificado, quiere decir que la nueva evangelización debe, necesariamente tratar de conseguir una nueva inculturación de la fe en las nuevas categorías antropológicas, nacidas de la revolución tecnológica. Esta nueva inculturación de la fe no es un reto nuevo para la Iglesia, que tuvo ya que afrontarlo muchas veces en su historia bimilenaria, pues se plantea puntualmente en cada crisis de época. Es, pues, necesario, en primer lugar, aclarar en qué consiste la nueva cultura de la comunicación social. En segundo lugar, veremos que el método de la inculturación de la fe sigue siendo esencialmente el del diálogo. En tercer lugar, concluiremos en la necesidad de abrirse a las dimensiones universales del diálogo intercultural e interreligioso.


El Concilio lo recuerda explícitamente: la Iglesia, «desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la lengua de cada pueblo, y procuró además ilustrarlo con el saber filosófico. Procedió así a fin de adaptar el evangelio al nivel del saber popular y a las exigencias de los sabios, en cuanto era posible. Esta adaptación de la predicación de la Palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización, pues así es posible expresar en todos los pueblos el mensaje cristiano de modo adecuado a cada uno de ellos, y al mismo tiempo se fomenta un vivo intercambio entre la Iglesia y las diversas culturas» (GS 44).


La cultura de la comunicación social


Es necesario aclarar en seguida que los mass media no se pueden considerar hoy —como sucedía hasta hace algún tiempo— sólo como poderosos instrumentos técnicos que hay que poner útilmente al servicio de la difusión de la Palabra y del anuncio evangélico. En el espacio de pocos años, la comunicación de masas se ha convertido en una verdadera nueva cultura, más aún, en la cultura dominante. La increíble y rápida difusión de la comunicación multimedial ha llevado a una nueva comprensión del mundo, de la vida y del hombre. Se trata de una visión que no está ya basada fundamentalmente en la racionalidad de los valores, sino que se la intuye más que se la razona, se la experimenta más que se la discute. La cultura de los medios de comunicación ha llevado al hombre contemporáneo a mirar más que a leer; a grabar más que a escribir. La civilización de la imagen ha suplantado en muchos casos a la civilización de la palabra.


Silvio Sassi explica con acierto de qué modo, especialmente con las nuevas tecnologías de la comunicación, se está instaurando una cultura entendida como un modo de ser y un estilo de vida. «Esta cultura —escribe— se elabora como categorías antropológicas. El espacio, el tiempo, la realidad, la ficción, la simulación, la verdad, lo verosímil la memoria, el saber, los criterios del bien y del mal, las opciones éticas, las agregaciones, la iniciación a la vida social, la relación pedagógica, la identidad, el intercambio, la duración, la utilidad, etc., son considerados de una manera especial, cuando no valorados a través de la nueva comunicación... Asumen otra fisonomía en relación con la época de lo oral, de la escritura y de los medios de comunicación


De ahí que Juan Pablo II afirme acertadamente: «El trabajo de estos medios no tiene solamente el objetivo de multiplicar el anuncio. Se trata de un hecho más profundo, porque la evangelización misma de la cultura moderna depende en gran parte de su influjo. No basta, pues, usarlos para difundir el mensaje cristiano y el magisterio de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en esta nueva cultura creada por la comunicación moderna. Es un problema complejo, ya que esta cultura nace, antes que de los contenidos, del hecho mismo de que existen nuevos modos de comunicar con nuevos lenguajes, nuevas técnicas y nuevos comportamientos psicológicos» (RM 37).


No son necesarias muchas palabras para demostrar que esta nueva cultura de los medios de comunicación es esencialmente ambigua. Comporta extraordinarias posibilidades positivas: acorta las distancias entre las personas y entre los pueblos, lo que favorece el diálogo intercultural. y el mutuo intercambio de informaciones e ideas; puede ser factor de comunión de solidaridad y de progreso humano y civil. Pero al mismo tiempo difunde una concepción de la existencia generalmente negativa, fácil y consumista; pone en tela de juicio valores irrenunciables; propone como modelo estilos de vida inspirados en seudovalores, que en realidad son destructivos del ethos y de la conciencia; abre el camino a ciertas formas de totalitarismo y colonialismo cultural, no menos deshumanizantes que las de la política y la economía. Es decisivo, pues, que los apóstoles de los nuevos tiempos sean conscientes de esta ambigüedad, que conozcan el lenguaje y las categorías de la comunicación social, los peligros y las ventajas de su difusión, y que asuman en relación con la nueva cultura de la imagen una actitud crítica, aunque abierta y constructiva.


Llegados a este punto, no se puede dejar de recordar el importante papel de los laicos, hombres y mujeres en la evangelización. No es exagerado afirmar que la nueva inculturación de la fe es hoy imposible sin la aportación responsable de un laicado formado y maduro. Se ha superado definitiva, histórica y teológicamente la concepción clerical que consideraba la evangelización como misión propia de los obispos, del clero y de los religiosos, y tenía a los laicos como simples auxiliares.


El método del diálogo


El diálogo sigue siendo el instrumento fundamental de la nueva evangelización. Ahora bien, el diálogo consta siempre de dos momentos íntimamente relacionados: compartir para crecer juntos. Son los dos momentos que necesariamente se encuentran en todo proceso de inculturación de la fe. Los expresa con eficacia el P. Alberione cuando invita a sus seguidores a «evangelizar todo y a todos», como eco de una expresión paulina: «Hacerse todo a todos para llevar a todos a Cristo» (cf l Cor 9,19‑23). Esto significa en la práctica que el evangelizador y el catequista deberá encarnarse, sumergirse en la nueva cultura de la comunicación social conocerla a fondo, ser consciente de las perspectivas que abre a la evangelización, pero también de los riesgos que comporta con su intrínseca ambivalencia y ambigüedad. «Para ser profesionales en el ejercicio del apostolado (de la comunicación social) —decía el P. Alberione—, asumimos también las exigencias y las estructuras empresariales como un recurso necesario, aunque sin absolutizarlas, pues la Congregación nunca se rebajará a niveles de una industria o de un comercio, sino que se mantendrá siempre a la altura humano‑divina del apostolado, realizado con los medios más rápidos y eficaces, con espíritu pastoral».


Hoy, ante los desafíos de la nueva cultura de la comunicación social, la Iglesia necesita emprender con confianza el camino de una nueva inculturación de la fe para reevangelizar la sociedad del tercer milenio, que tiende a rechazar a Cristo tras haberlo conocido. Por consiguiente, se trata, ante todo, de compartir los problemas, las situaciones y el lenguaje de los hombres de esta nueva cultura, a los que hay que anunciar el evangelio, para transformar después, desde dentro, esta misma cultura y abrirla a Cristo, aceptando lo que de bueno y verdadero hay en ella.


El primer momento del proceso de inculturación de la fe está, por tanto, en el esfuerzo en hacer comprensible y vivo el evangelio a los hombres de la cultura contemporánea, traduciéndolo eficazmente —como hicieron los primeros cristianos— en las formas, el lenguaje y los símbolos de la cultura dominante. Sin esta renovada mediación cultural, la palabra de Dios seguiría muda, humanamente lejana e incomprensible.


Es obvio que, ante las dimensiones globales de la comunicación social, la Iglesia tendrá que revisar sus proyectos apostólicos, presentados todavía en su mayor parte con métodos tradicionales. Pero esto supone adquirir una mentalidad nueva y adoptar métodos nuevos: «Si la realización de una obra multimedial requiere competencias y mentalidades diferentes a la simple creación de una colección de libros, la diferencia es aún mayor si recordamos que las nuevas tecnologías son una cultura, no sólo medios más sofisticados».


El segundo momento (íntimamente complementario con el primero y tan esencial como aquel) está, en cambio, en el esfuerzo de renovar desde dentro la cultura de hoy, a la que queremos llevar a Cristo, asumiendo los elementos positivos que se encuentran en ella, para abrirla a una visión plena y trascendente del hombre, de la vida y de la historia: la evangelización —nos recuerda el Concilio— «fomenta y asume las capacidades, las riquezas y las costumbres de los pueblos, en la medida que son buenas, y al asumirlas, las purifica, las desarrolla y las enaltece» (LG 13). Así que «no se trata de una mera adaptación externa —aclara Juan Pablo II—, ya que la inculturación significa una íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas. Se trata, pues, de un proceso profundo y global que abarca tanto el mensaje cristiano, como la reflexión y la praxis de la Iglesia» (RM 52).


Con otras palabras, la inculturación no es un acomodamiento a mentalidades y a costumbres nuevas, como si para hacer aceptable el evangelio, hubiera que reducirlo sólo a algunos de sus aspectos o desvirtuarlo. Tampoco es la inculturación un sinónimo de eclecticismo o de sincretismo, como si se tratara de poner juntos elementos heterogéneos, tomados algunos de la fe cristiana y otros de las diferentes creencias religiosas o concepciones culturales. Ni es la búsqueda de una verdad mínima común (una especie de mínimo común divisor) para quedarse en ella, renunciando al anuncio integral de toda la verdad. La inculturación es un proceso abierto que, partiendo de los elementos positivos (y contrastando los negativos) de una determinada cultura, la hace evolucionar hacia una acogida más plena de la verdad tal como resplandece en Cristo.


En conclusión, se trata de prolongar, a través de la historia, el camino mismo de la encarnación, es decir, de un Dios que se ha hecho como nosotros para hacemos a nosotros como él desde dentro de nuestra pobreza. La inculturación de la fe se convierte así en sinónimo de espiritualidad de la encarnación, espiritualidad de la calle, espiritualidad del areópago.


Así se comprende también por qué la inculturación de la fe, además de ayudar al mundo, no puede dejar de ayudar a la Iglesia. Y es que «por su parte, con la inculturación, la Iglesia se hace signo más comprensible de lo que es e instrumento más apto para la misión... Se enriquece con expresiones y valores en los diferentes sectores de la vida cristiana... ; expresa aún mejor el misterio de Cristo, a la vez que es alentada a una continua renovación» (RM 52).







El anaquel





Unidad didáctica 5: La motivación




2 Tipos de motivación


3 Importancia de la motivación




1 1 Aproximación al término

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2 1.1 ¿Qué es la motivación?

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3 2. Tipos de motivación

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4 Reflexiones sobre el libro Con el Señor en la cibercultura

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5 Introducción

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6 Resumen del contenido

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7 Observaciones tras la lectura

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8 Presentación

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9 Retiro

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10 Comunicación

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11 El anaquel

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12 Revista de prensa

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