Gonzalo Fernández Sanz55


Gonzalo Fernández Sanz55



V




Inspectoría Salesiana de “Santiago el Mayor" León , 24 de febrero de 2002 nº 15


OLVER A LOS JÓVENES

O el verdadero rostro de la ascesis



Hace unos años Don Vecchi, en una carta que nos hablaba de la formación ("Yo por vosotros estudio…" ACG 361 -1997) hacía referencia a la amplitud del campo juvenil en la Congregación y de los deseos de los salesianos de dar respuestas cada vez de mayor calidad al mundo juvenil.


Era consciente, como lo somos nosotros, de las dificultades que se presentan. Él decía: "Nos damos cuenta que para incidir más no basta ser muchos o disponer de medios más potentes, es necesario, sobre todo, ser más discípulos de Cristo, penetrar más profundamente en el Evangelio, cualificar la vida de la comunidad, centrar mejor desde el punto de vista pastoral proyectos y realizaciones. Es, con una palabra que puede parecer 'secular', el problema de la calidad, es el lenguaje evangélico, es la autenticidad y la fuerza transformante de la levadura" (p.5). Esta página puede servirnos de programa de Cuaresma, como camino hacia la Pascua.


Un camino muy real de ascesis en nuestra vida de salesianos es el de mayor acercamiento al mundo de los jóvenes. Que vivamos este tiempo en el que estamos con gran ilusión y ganas de transformar nuestra realidad personal y comunitaria.








































ÍNDICE



  1. Retiro……………3-14.

  2. Formación……...15-26.

  3. Comunicación.…26-39.

  4. El anaquel……...40-42.

  • No hay queso...40-42.


Maqueta y coordina: José Luis Guzón.







RETIRO





LA MISION: FISONOMIA DE NUESTRA CONSAGRACIÓN (C. 3)




Filiberto Rodríguez, sdb


S U M A R IO



Este tema forma parte de una serie de charlas preparadas para unos ejercicios espirituales; está, pues, situado en un contexto concreto y es parte de un conjunto en el que encuentra su complemento y sentido pleno. Se trata de un tema que hay que saber leer a la luz de la cultura juvenil de hoy y del mandato perenne de su evangelización, de la gracia de la consagración religiosa y de la espiritualidad juvenil y salesiana y desde una comunidad fraterna que quiere ser testimonio evangélico. Este tema sólo valdrá para quien acepte desde el principio su responsabilidad de ser evangelizador, pastor y misionero de los jóvenes que Dios ha puesto en nuestro camino.



0.Introducción



Estaría bien que dedicásemos algunos instantes a ver simplemente el espacio que en los índices de nuestros documentos oficiales se dedica a palabras como misión, pastoral, educación, evangelización, jóvenes, sistema preventivo... Es mucha la tinta vertida en este sentido. Por citar algunos: El CG-23 ha tenido como tema monográfico el “educar a los jóvenes en la fe1. Recordamos algunos de los temas tratados por Don Viganó: “El proyecto educativo salesiano”, “la nueva evangelización”, “la espiritualidad salesiana para la nueva evangelización”, “la nueva educación”, “misión salesiana y mundo de trabajo”, “grupos y movimientos juveniles”, “educar en la fe en la escuela”, “intenta hacerte amar”2... Lograr la significatividad de la misión es uno de los objetivos escogidos para la animación del presente sexenio y como tal se ha tratado en varias de las cartas de Don Vecchi: la consagración apostólica, las nuevas pobrezas juveniles, la propuesta de espiritualidad juvenil, nuestro compromiso en la misión para el 2000, un amor sin límite a los jóvenes, por vosotros estudio, la propuesta vocacional...3 Juan Pablo II, al terminar el Centenario de la Muerte de Don Bosco, nos honró con la carta “Juvenum Patris”...


Podríamos seguir citando documentos, aunque creo que no es preciso, pues tenemos bien asumido que es la misión quien da tonalidad a todos los elementos integrantes de nuestra consagración apostólica4. Y que la evangelización de los jóvenes y de las clases populares debemos realizarla a través de un proceso de educación: “evangelizamos educando y educamos evangelizando”.




1.Recordando algunas ideas bien sabidas


La acción divina con la cual el Padre nos consagra, contiene en sí misma el envío apostólico a los destinatarios”5. Somos consagrados para ser apóstoles. Si la alianza representa la vertiente que da unidad a nuestra vida, la misión representa el elemento definidor de nuestra identidad6. Por lo tanto pretendemos hablar de la misión partiendo también de la óptica de la gracia de la unidad.


Nuestra misión es participación consciente y responsable en el misterio de la Iglesia en la historia, y se remonta nada menos que a las misiones del Verbo y del Espíritu Santo, propias del misterio trinitario. Sólo partiendo de ahí se puede captar su naturaleza genuina y eclesial. Cristo nos dijo: «Como el Padre me envió, así Yo también os envío a vosotros» (Jn 20, 21). “La misión depende toda de la iniciativa del Padre, tiene su expresión típica en la obra salvadora de Cristo, es animada y encarnada entre los hombres por la vitalidad pentecostal del Espíritu y es realizada en la Iglesia y con la Iglesia como Sacramento universal, que colabora a la edificación, a través de los siglos, del Reino de Dios”7.


Por tanto “la misión no puede consistir nunca (simplemente) en una actividad de vida exterior, porque el compromiso apostólico no se puede reducir a la simple, aunque valedera, promoción humana, por la razón de que cada iniciativa pastoral y misionera, está radicalmente fundada en la participación del misterio de la Iglesia. La misión de la Iglesia, por su propia naturaleza, no es sino la misión del mismo Cristo continuada en la historia del mundo; y por lo mismo, consiste, ante todo, en la condivisión de la obediencia de Quien (cf. Hb 5,8) se ofreció a Sí mismo al Padre para la vida del mundo”8 .


Se desprende de esto la necesidad de poseer una interioridad apostólica capaz de captar y expresar explícitamente esta presencia del Padre que consagra y envía9, y la disponibilidad operativa para ser dóciles portadores del proyecto de su amor a los destinatarios. Esta unión con Dios trae consigo el ardor del Da mihi animas, según el estilo incansable de Don Bosco. Como dicen las Constituciones: “Al leer el Evangelio, somos más sensibles a ciertos rasgos de la figura del Señor: su gratitud al Padre por el don de la vocación divina a todos los hombres; su predilección por los pequeños y los pobres; su solicitud en predicar, sanar y salvar, movido por la urgencia del Reino que llega; su actitud de Buen Pastor, que conquista con la mansedumbre y la entrega de sí mismo; su deseo de congregar a los discípulos en la unidad de la comunión fraterna”10.




2.Misión y pastoral


La misión sigue, en Cristo y con Cristo, la ley de la encarnación; se hace presente en la multitud de los pueblos y en la variedad de las culturas. No cambia nunca de naturaleza, pero se reviste de diferentes modalidades prácticas, según la geografía y la historia. Como en la máxima gracia de unidad de Cristo (“unión hipostática”) no se puede separar la misión divina de su praxis histórica.


La misión es inmutable en el tiempo y en las situaciones. La pastoral es múltiple, adaptada a las culturas y a las necesidades concretas. Se da, así, una verdadera unicidad de misión, aunque se realice en una multiplicidad de modalidades pastorales. Lo que importa es que la misión se encarne y que las diferentes pastorales traduzcan verdaderamente en práctica toda la identidad de la misión. “El ardor de la caridad pastoral supone y requiere inventiva apostólica, docilidad al Espíritu creador, comprensión de las necesidades y urgencias, discernimiento de la realidad, reconsideración de criterios, valentía de decisión y humildad de revisión”11.



3.Naturaleza de la mision. Multiplicidad de aspectos


La misión de los Salesianos de Don Bosco es clara y bien definida; no se pueden tergiversar los contenidos. Antes de enumerar los varios aspectos que la componen, conviene captar bien su alcance global. El mandato divino es para “ser apóstoles de los jóvenes”12 ; para “ser en la Iglesia signos y portadores del amor de Dios a los jóvenes”13; “fieles a los compromisos heredados de Don Bosco, somos evangelizadores de los jóvenes, especialmente de los más pobres”14. En efecto, “para contribuir a la salvación de la juventud ‑la porción más delicada y valiosa de la sociedad humana‑, el Espíritu Santo suscitó, con la intervención materna de María, a San Juan Bosco”15. Cada salesiano, en su Profesión religiosa, se compromete “a entregar todas sus energías a quienes Dios lo envíe, especialmente a los jóvenes más pobres”16. Don Bosco, “profundamente hombre y totalmente abierto a Dios”17, vivió en plena armonía y unidad interior estas dos dimensiones y las plasmó en su proyecto de vida: el servicio a los jóvenes: “no dio un paso, ni pronunción palabra, ni acometió empresa que no tuviera por objeto la salvación de la juventud”18. Todas sus actividades, todas sus empresas, tienen un corazón, un hilo conductor que le da sentido y originalidad: “lo único que realmente le interesó fueron las almas”19.


En el lema de Don Bosco está expresada con claridad su misión futura: Da mihi animas. No se habla de otros negocios, ni se justifican. Al contrario, quedan claramente excluidos en el coetera tolle. Se capta inmediatamente que la única misión se reviste necesariamente de una dimensión de practicidad humana pues debe hacer referencia a unos destinatarios, a una tarea específica y a unos criterios de acción.


Por eso se encuentra en la misión salesiana una multiplicidad de aspectos que hay que conocer y promover, evitando toda tentación de reductivismo, de unilateralidad, de exageración de alguna de sus componentes con menoscabo de otras.


Nuestros documentos señalan los principales aspectos de la misión que “no se caracteriza simplemente a partir de los destinatarios o por el típico modo comunitario de realización, sino también por la particular organización de sus contenidos, de sus objetivos, y por el estilo con el cual se hace presente entre los jóvenes”20. No podemos caer en reduccionismos centrándonos exclusivamente en algún aspecto de la misión, olvidando otros. Sería desnaturalizar la misión.


Las Constituciones indican los siguientes aspectos:


Los destinatarios21: “Es evidente como el sol que son los jóvenes, con prioridad preferencial para los más necesitados, los de los ambientes populares, los del mundo del trabajo, los que ofrecen posibilidades vocacionales”22. Al hablar de los pobres conviene tener presente toda la carta de Don Vecchi “Sintió compasión de ellos: nuevas pobrezas, misión salesiana y significatividad”23. Las nuevas pobrezas juveniles son una llamada y una interpelación constante a la creatividad del carisma salesiano y lo hacen hoy más actual y necesario que nunca.


La atención a los “últimos” ha de estar siempre en el horizonte de nuestros proyectos y de nuestras acciones en todos los ambientes. El comentario a este artículo de las Constituciones define con amplitud el término “de pobres”: jóvenes en peligro, pobreza económica, cultural, religiosa, pobres en el plano afectivo, moral, espiritual, sufridores de toda la problemática familiar de nuestro mundo, los jóvenes que viven al margen de la sociedad y de la Iglesia24. El saludo del Rector Mayor del Boletín del presente año está escribiendo sobre algunos problemas pendientes de solución que nos ha dejado el milenio pasado. Recordamos algunos: los muchachos explotados sexualmente, los niños soldados... Las grandes ciudades de las naciones más ricas nos sorprenden continuamente con nuevas pobrezas y marginaciones, muchas de ellas ligadas intrínsecamente al fenómeno de la emigración. Dada la cantidad de alumnos que tenemos y la importancia que reviste el fenómeno del fracaso escolar, como origen de otras marginaciones, debemos ser sensibles de modo especial, a buscar soluciones a este problema, en nuestras mismas estructuras. Evitemos todo criterio selectivo y elitista (sea económico, intelectual, disciplinar), explicable sólo desde ópticas de prestigio o competitividad.


Es importante también evitar “cierta moda pauperista”, que se vuelve demagogia, que nos lleva a hablar constantemente de los pobres, pero sin que esto suponga ninguna consecuencia ni complicación especial para nuestra vida y sin concretos efectos sociales para el futuro. Me he encontrado en varias ocasiones con hermanos “ideologizados” en este sentido. En algunos casos, hablar de los pobres era una manera de vivir. Determinadas acciones o programas son sencillamente una manera de vivir de los pobres.


Cuando hablamos de las nuevas pobrezas lo hacemos desde los más puros criterios salesianos a travès de procesos educativos que se convierten en plataformas de evangelización. En nuestro mundo de occidente la mera promoción social o el prestigio académico no justifican una presencia salesiana.


De alguna manera los pobres han de estar siempre presentes en nuestro horizonte. Si no se trabaja directamente con ellos, al menos hemos de garantizar en todo destinatario la educación de la dimensión social de la caridad. Naturalmente hay que comenzar por cumplir en nuestras obras todo lo que exige la justicia y la doctrina social de la Iglesia.



Otro aspecto de nuestra misión es la tarea de evangelización a través de un concreto compromiso educativo25: “Educar evangelizando, evangelizar educando”. Si estuviéramos entre los destinatarios sin evangelizar educando, no cumpliríamos la misión salesiana pues “nuestra educación tiende a abrir a Dios y al destino eterno del Hombre”26. Las Constituciones nos indican cuáles son las varias facetas de este aspecto: la formación integral, la promoción personal, la dimensión social, la responsabilidad y conciencia eclesial, la iniciación en la vida litúrgica, la orientación vocacional. “Educar es participar en la obra de Dios Padre que crea la persona, de Cristo que revela nuestro ser de hijos de Dios y hace posibles el vivir como tales, del Espíritu Santo que desde dentro inspira el crecimiento de la libertad y de las expresiones típicas de los hijos”27. Las Constituciones de las Hijas de María Auxiliadora lo dicen aún mejor: “La asistencia salesiana (nuestra manera de educar) se convierte en atención al Espíritu Santo, que actúa en cada persona”28.


Don Bosco busca la salvación de la persona en toda su integridad, que tiene necesidades inmediatas y materiales, pero también aspiraciones infinitas. Por eso, la salvación que la caridad pastoral busca y ofrece es la plena y definitiva. “Todo lo demás está ordenado a ella: la beneficencia a la educación; ésta a la iniciación religiosa; la iniciación religiosa a la vida de gracia y a la comunión con Dios. En otras palabras, se puede decir, que en nuestra educación o promoción, damos la primacía a la dimensión religiosa. No por proselitismo, sino porque estamos convencidos de que ella constituye la fuente más profunda del crecimiento de la persona”29. En un tiempo de secularismo, esto no es fácil decirlo ni realizarlo.


Para nosotros esto es también una orientación metodológica: en la formación o regeneración de la persona hay que fortalecer y reavivar sus energías espirituales, su conciencia moral, su apertura a Dios, el pensamiento de su destino eterno. La dimensión trascendente es una fuente inagotable de recursos para el joven. Don Bosco despertaba y ponía al servicio del joven todos sus recursos de naturaleza y de gracia. “Cuando se llega a tocar este punto comienza el verdadero trabajo de educación. Lo demás es propedéutico o preparatorio”30. Esto era lo que Don Bosco practicaba en el Oratorio y este es el camino reflejado en las diversas biografías escritas de sus “muchachos santos”. Miguel Magone emprendió su verdadero camino educativo cuando se abrió plenamente a Don Bosco y le permitió acompañarle en la maduración de su dimensión religioso-cristiana, de su relación con Dios.


Hay, pues, una opción y una ascesis para quien actúa movido por la caridad pastoral: “Cetera tolle”, “Deja todo lo demás”. Se debe renunciar a muchas cosas para salvar lo principal; se pueden confiar a otros, e incluso descuidar muchas actividades con tal de tener tiempo y disponibilidad para abrir a los jóvenes a Dios. Y esto no sólo como actitud personal, sino, sobre todo, a través de programas, estructuras y obras apostólicas.


Nuestro profetismo entre los jóvenes debe realizarse en la opción por la educación”, que da un tono característico a toda nuestra vocación: no estamos llamados a ser “agitadores de los jóvenes”, sino a ser luz para su conciencia en cuanto “signos y portadores” del amor y bondad de Cristo.../... En los areópagos del mundo se hace propaganda de numerosos sucedáneos de la luz de la fe cristiana; se separan el camino del conocimiento humano y el camino del Evangelio de Cristo, como si fueran dos vías con metas irreconciliables; faltan indicaciones válidas de ruta; es una hora de afanosa búsqueda de maestros para la formación de la personalidad”31. Y el comentario oficial al artículo 2 de las Constituciones (ser signos y portadores) nos dice que éste es un “compromiso tremendamente exigente, porque afecta a toda la persona, vida y acción de los salesianos, desasiéndolos de sí mismos para hacerlos girar, simultáneamente, en torno a dos polos: Cristo vivo y la juventud, y para lograr el encuentro de uno y otro en el amor. Compromete a los salesianos a ser doblemente servidores de Cristo -que los envía- y de los jóvenes -a quienes son enviados-; a revelar el amor-llamada de Cristo y suscitar el amor-respuesta de los jóvenes”32. Y este es el significado último de todas sus “obras de caridad espiritual y corporal”. Tal es precisamente la función profética del salesiano: “profeta-educador”.


Nuestra misión comporta también otro elemento: “un especial método educativo”33. Dentro del «Sistema preventivo» vibra también la gracia de unidad. En efecto, se presenta siempre ‑y el Papa lo dice muy bien‑ con los tres polos de valores que ha indicado Don Bosco: la razón, la religión, la amabilidad. Son tres polos que entran en tensión «juntos», y no cada uno por su cuenta. No simples valores humanos (horizontalismo); tampoco, sólo valores religiosos (espiritualismo); ni sólo valores de amabilidad (sentimentalismo); sino los tres polos juntos, dentro de un clima de bondad, de trabajo, de alegría y de sinceridad, que asegura el funcionamiento de la gracia de unidad en la acción educativa”34. Evidentemente la práctica del sistema preventivo se convierte para nosotros en una espiritualidad muy exigente. Estamos hablando de santidad pedagógica, de santidad atrayente pero profunda, de santidad que se identifica con la alegría, pero obtenida a base de servicio a los jóvenes, de sacrificio, de trabajo y templanza...


Otro aspecto es el criterio permanente de renovación: un criterio precioso para un momento de cambio cultural y social como el presente. Se trata del “criterio oratoriano35 como estilo original de realización pastoral. “Hace referencia directa al «corazón oratoriano» de Don Bosco; es decir, a sus criterios pastorales, a su opción por los jóvenes, a su realismo en la consideración de sus concretas necesidades, a su metodología llamada «preventiva», a su espiritualidad y ascesis del «hacerse amar», a su cotidiana preocupación de educación integral. Hoy día, después de más de un siglo, este criterio exige revisar muchas presencias y todo un estilo de compromiso apostólico”36.


Podemos decir que el primer Oratorio de Valdocco es como el «lugar teológico» de nuestro carisma: de allí nació toda la pastoral juvenil de Don Bosco. Es una perspectiva pastoral que ‑según afirman las Constituciones‑ comprende cuatro polos valorativos: «casa», con espíritu de familia; «parroquia», para la maduración de la fe; «escuela», para la promoción cultural, y «patio» (o sea espacioso lugar de juegos), para la alegría, la amistad y la creatividad juveniles.


Los valores simbolizados en estos cuatro polos deben ser tomados en cuenta «juntos», y no separadamente. Hasta allí llegan las consecuencias de nuestra gracia de unidad. Una presencia salesiana que sea sólo «casa» de convivencia, no realiza el criterio oratoriano; y tampoco la que sea sólo «parroquia», o sólo «escuela», o sólo «patio». Por desgracia, se dan varios casos de peligrosa inconsecuencia pastoral salesiana”37.


Este criterio es exigente y supone en el salesiano la caridad pastoral, la gracia de unidad, la unidad interior del educador/pastor. Como pastores hay que tener muy clara cuál es la meta a la que se debe tender: la evangelización, llevar al joven hasta el encuentro con Cristo. Y como educadores, sabemos que hay que partir de la situación real en la que se encuentra el joven y hacemos el esfuerzo de encontrar el camino adecuado, buscamos el mejor método para acompañarlo en su itinerario de crecimiento. No se pueden quemar etapas y si es vergonzante para un pastor renunciar a ofrecerle al joven la plenitud de vida, que es la persona de Cristo, sería vergonzante también, para un educador no cuidar los procesos y la metodología. Casa, escuela, patio son polos que miran directamente al proceso educativo; parroquia hace referencia a la meta evangelizadora. Y no se trata de hacer dicotomías. En cada acción deben estar presentes ambos aspectos. Don Bosco ejercía su sacerdocio lo mismo en el patio que en la capilla. Y las mismas funciones de iglesia eran educativas porque tenían estilo juvenil.


Este criterio “oratoriano” debe estar sobre todo en el corazón del educador pastor. Esto nos lo recalca muy bien Juan Pablo II : “el educador se sitúa dentro del proceso de formación humana del joven, del que conoce sus deficiencias, pero no obstante es optimista acerca de la progresiva maduración, con la convicción de que la palabra del Evangelio debe ser sembrada en la realidad del quehacer cotidiano, para llevar a los jóvenes a comprometerse generosamente en la vida. Puesto que ellos viven una edad peculiar para su educación, el mensaje salvífico del Evangelio los deberá sostener a lo largo del proceso educativo, y la fe llegar a ser elemento unificante e iluminante de su personalidad... El educador se preocupará de ordenar todo el proceso educativo a la finalidad‑religiosa de la salvación. Todo esto exige mucho más que la simple introducción en el camino educativo de algunos momentos reservados a la instrucción religiosa y a la expresión cultural; trae consigo el compromiso mucho más profundo de ayudar a los educandos a abrirse a los valores absolutos, y a interpretar la vida y la historia según las profundidades y las riquezas del Misterio»38. La dimensión religiosa no es algo que se cuida en el último momento. El educador salesiano hace lo que Don Bosco: pone al servicio del joven todos sus recursos de naturaleza y de gracia en cada acto educativo.


El criterio oratoriano privilegia el arte de educar en positivo, proponiendo y dando realce a valores que atraen la atención y los ideales de los jóvenes; es decir, el arte de hacer crecer en los jóvenes el Evangelio «desde dentro», moviendo su libertad, iluminando su inteligencia y entusiasmando sus corazones.



Otro aspecto es la pluralidad de formas en nuestra actividad39. Nosotros no somos enemigos de ninguna estructura; pero tampoco nos aferramos a ellas. Lo importante es la persona. El joven está siempre en el centro de toda nuestra actividad o proyecto. No conservamos las estructuras, que ya no sirven para la misión y menos gastamos (malgastamos) las mejores fuerzas salesianas en defender estructuras y organizaciones que no transmiten vida ni espiritualidad.


Las Constituciones subrayan que nuestra acción apostólica se realiza con pluralidad de formas, que tratan de responder a las necesidades de aquellos a quienes somos enviados. No debe importarnos tanto salvar nuestras obras, cuanto realizar nuestra misión (no se trata tanto de hacer guerras para tener jóvenes para salvar nuestros colegios, cuanto de garantizar que nuestras están al servicio de la educación de nuestros destinatarios preferenciales).


Evidentemente nuestra misión se realiza a través de proyectos inspectoriales y locales, que suponen la participación de todos, tanto en la elaboración, como en la puesta en práctica y evaluación, pues los salesianos realizamos la misión con estilo comunitario. La comunidad (guiada por el Superior y dinamizada por la corresponsabilidad) es el sujeto primero de la misión. Esto exige simultáneamente convergencia comunitaria e iniciativa personal.


El proyecto exige una cierta planificación pastoral, determinación de objetivos, tiempos de revisión y evaluación; un conjunto de inteligentes preocupaciones pastorales que reúnen a los miembros de la comunidad para pensar en común y apostólicamente en lo que corresponde hacer en cada lugar y situación. La experiencia enseña que este empeño resulta muy fecundo, ya para la realización de la misión, ya para la renovación de la comunidad”40. En efecto‑, pretender hacer comunidad prescindiendo de la misión es ingenuo artificio, que invita a repetir la famosa expresión: «Mea maxima poenitentia, vita communis». Ciertamente, nuestra vida de comunidad tiene sus exigencias ascéticas; pero su centro es la persona de Cristo y la misión que nos encomienda, y su belleza está en sentirse miembros de una familia que vive y realiza el mismo ideal apostólico: “vivir y trabajar juntos”41.



Y, por último, hay otro aspecto importante en nuestra misión, que consiste en tener y aplicar a la acción una clara «conciencia de Iglesia»: “La Iglesia particular es el lugar donde la comunidad vive y realiza su compromiso apostólico. Nos incorporamos a su pastoral, que tiene en el obispo su primer responsable, y en las directrices de las conferencias episcopales, un principio de acción de mayor alcance. Le ofrecemos la aportación de la obra y la pedagogía salesiana, y de ella recibimos orientaciones y apoyo”42. Nuestro carisma es un carisma eclesial que enriquece a la Iglesia en la medida que se viva con identidad.


Esta característica implica también prestar una atención especial a las orientaciones de los pastores. Don Bosco nos enseña a guiarnos constantemente con las directivas calificadas de los Pastores. Es ésta una característica indispensable en nuestra manera de realizar la misión. No olvidemos nunca que la gracia de unidad está constitutivamente vinculada con la dimensión explícita y concreta de «eclesialidad» en la realización de nuestra misión: un solo Cuerpo fundado sobre Pedro y los apóstoles, y sobre sus sucesores.



4.La vida consagrada como misión


El Santo Padre afirma que Don Bosco logró consagrarse a los jóvenes en forma tan elevada y fecunda, «gracias a una singular e intensa caridad»; es decir, gracias a una energía interior, que une inseparablemente en él el amor a Dios y el amor al prójimo. Así alcanza la síntesis entre actividad evangelizadora y actividad educativa43.


Don Vecchi en su carta “El Padre nos consagra y nos envía” pone de relieve con insistencia que el primer punto de nuestra misión es hacer transparente a los jóvenes nuestra propia vida. “La misión no consiste en el trabajo profesional que se realiza. Un religioso o religiosa es educador o educadora con todos los demás, pero no como todos los demás. La misión no es tan sólo el servicio pastoral que se quiere prestar. Es una experiencia espiritual: un sentirse colaborador de Dios, saberse enviado por El”44. Es evidente que la persona del misionero es la primera implicada en la misión a la que debe servir, en primer lugar con la propia coherencia de vida. El principal contenido de nuestra misión es revelarle a los jóvenes cómo vivimos todos los elementos de nuestra vida.


El elemento caracterizante de la misión de los consagrados es precisamente la opción de vida, no sólo como fuente de energía para el trabajo, sino ella misma como mensaje y servicio. “La misma vida consagrada, bajo la acción del Espíritu Santo que es la fuente de toda vocación y de todo carisma, se hace misión, como lo ha sido toda la vida de Jesús”45. “Se puede decir por tanto que la persona consagrada está en misión en virtud de su misma consagración, manifestada según el proyecto del propio Instituto”46. Por ello termina Don Vecchi: “La conclusión parece ser que el trabajo pastoral, educativo o promocional, sin la manifestación de la opción radical de vida por el seguimiento de Cristo, no es capaz de configurar la misión propia del religioso”47.


Hay hablamos de la transparencia de las comunidades, que han de tener la capacidad de revelar todos los elementos de la vida religiosa a los jóvenes (de otro modo ellos no los pueden intuir):

cómo se vive personal y comunitariamente la prioridad de Cristo en nuestras vidas, la alianza con el Señor, la vida de oración;

cómo vivimos la fraternidad evangélica, la comunión (nuestras comunidades no se reducen a almacenes de frailes) como manera nueva de vivir en un mundo violento, dividido, agresivo... Cómo cuidamos y valoramos a los hermanos más débiles...

cómo los consejos evangélicos nos hacen hombres libres, bien realizados, disponibles para la misión...

cómo compartimos nuestra vida con los jóvenes, le servimos y acompañamos hacia el encuentro con Cristo.


Esta es nuestra primera misión: revelar la respuesta personal que damos a Dios frente a otras visiones cerradas y materialistas del mundo, al deseo de posesión y autosuficiencia, al ansia del placer inmediato. Nos llamamos “profetas educadores”. Elías es el paradigma de la profecía: “Vivía en su presencia (de Dios) y contemplaba en silencio su paso, intercedía por el pueblo y proclamaba con valentía su voluntad, defendía los derechos de Dios y se erguía en defensa de los pobres contra los poderosos del mundo”48. Es conveniente que recordemos también lo que tantas veces hemos repetido refiriéndonos a Don Bosco: El no era un educador que decía misa a sus jóvenes, sino un sacerdote que escogió el campo de la educación para ejercer su ministerio sacerdotal.



5.Desafíos pastorales en una cultura y en un contexto concreto


Nuestra misión es comunión y participación en la más amplia misión de la Iglesia. Se sigue de ello que también nuestra pastoral deberá ser comunión y participación en la pastoral de las Iglesias particulares en las cuales trabajamos. Esto quiere decir que, de hecho, la pastoral de la Iglesia en cada territorio tiene un horizonte global grande, en el cual deberá insertarse la pastoral juvenil de nuestras presencias. Todo esto exige una constante atención a los desafíos pastorales que surgen del propio territorio, y que interpelan directamente al carisma salesiano.


Las antiguas y nuevas pobrezas de los jóvenes, a las que ya hemos hecho referencia; la evangelización de la cultura juvenil, en claro divorcio con los valores que enseña la Iglesia, la evangelización de los ambientes populares sobre todo con la comunicación social, son otros tantos desafíos que nos interpelan y a los que, en colaboración con otras fuerzas y desde la identidad de nuestro carisma, hay que darle respuesta.


El CG 23 centró su atención en tres objetivos cualificantes: “formar la conciencia personal hasta la cumbre de la dimensión religiosa”49, “dar autenticidad al amor como la expresión humana más alta en las relaciones interpersonales50, y “cultivar la dimensión social de la persona de cara a una cultura de la solidaridad”51. Es decir nos invita a promover un verdadero proceso de personalización, considerando a los jóvenes (con todo su mundo y en toda su complejidad) como protagonistas de formación e implicándoles responsablemente en la misma. Reflexionando sobre esto y viendo la realidad de algunas de nuestras obras uno se pregunta si nos tomamos en serio lo que escribimos. ¿Qué procesos estamos poniendo en práctica para formar la conciencia moral de los jóvenes, su dimensión social, su educación para el amor?


La simple consideración de estos objetivos pone de manifiesto “que la educación no puede reducirse a simple método de instrucción, erudición y enseñanza, o sólo a saber científico y técnico, sino que debe mirar al crecimiento y maduración de la persona en sus criterios de juicio, en su sentido ético de la existencia, en los horizontes de la trascendencia y en los modelos de comportamiento concreto, junto a una valoración positiva del progreso de las ciencias y de las técnicas con miras a una humanización de la convivencia social”52.


Es muy importante que el salesiano (sobre el Director) tenga una visión y un sentido amplio de su misión. Somos misioneros de los jóvenes. Un director no puede reducir su horizonte a gestionar la actividad de una obra o estructura, aunque sea compleja. Debe tener ojos para ver la realidad, el tipo de vida que llevan los jóvenes, el aire que respiran, la cultura de la sociedad en la que se van a sumergir, los problemas e inadaptaciones que todo esto puede compartir. Debe preguntarse constantemente en qué medida la estructura, las actividades y programas que en ella se desarrollen responden a las urgencias educativo-pastorales de estos jóvenes concretos. La mera gestión material y técnica nunca será una respuesta salesiana. La misión exige estudio serio de la realidad juvenil con todas sus circunstancias y mucho celo, creatividad, corazón pastoral para buscar las respuestas adecuadas. El salesiano que tiene corazón pastoral no espera las oportunidades, las sabe crear.


El Papa nos llamó “profetas-educadores”53. La renovación de la función profética no puede ser una especie de invitación a cambiar de “oficio”, es decir, a abandonar la opción por la educación; al contrario, según la clave de lectura indicada en su carta, es un estímulo a despertarnos, a reforzar la valentía de la fe y a buscar con más audacia vías pedagógicas que hagan contemporáneo, para los jóvenes, el misterio de Cristo. Nuestra función profética la realizamos con una educación cristiana nueva, a medida de las categorías de jóvenes con quienes vivimos y actuamos, a través de itinerarios educativo-pastorales en los que ellos mismos se implican y comprometen.



  1. Puntos para la reflexión


¿Tengo clara cuál es la misión de la congregación salesiana?

De mi vida y actuaciones se puede deducir que es la salvación de la persona del joven lo que verdaderamente me importa?

¿Puedo asegurar que tengo un corazón pastoral?

La caridad pastoral da unidad a la persona del salesiano. Es su fuente de energía.

¿Puedo decir que no me dejo llevar del activismo y de la agitación del hacer cosas que no miran directamente al punto específico de la misión salesiana?

¿Qué me sugiere el Coetera tolle?









FORMACIÓN












DONDE TÚ DICES DIGO,

YO DIGO DIEGO54






Con la experiencia que le da el trato con institutos religiosos muy diversos, el autor aborda las relaciones entre las diversas generaciones en la vida reli­giosa europea de hoy. Sus observaciones son, con bastante seguridad, muy aplicables a países de otros continentes.





En los países del hemisferio norte hay pocos religiosos y religiosas con me­nos de 40 años. La mayoría tiene más de 60. Este es un fenómeno nuevo en la historia reciente de la vida religiosa que hay que aceptar serenamente y afrontar con lucidez. ¿Qué tipo de relaciones se establecen entre una mayoría de ancianos y una minoría de jóvenes? ¿Se da un ver­dadero encuentro o, más bien, un abismo generacional? ¿Qué convicciones, que estilos van siendo dominantes? ¿Cómo juzgan este hecho unos y otros? ¿Qué po­demos aprender juntos?


En las órdenes y congregaciones hay una preocupación grande por la situación de los religiosos jóvenes. Pero esta preo­cupación arranca de motivaciones muy distintas y se expresa de modos diversos.


Preocupa, en primer lugar, la escasez de jóvenes. En general, la escasez se asocia a la supervivencia misma de las insti­tuciones y a las dificultades para el desa­rrollo de la propia misión según las es­tructuras actuales. Naturalmente, en el diagnóstico de la escasez se suelen anali­zar raíces psicosociales, institucionales y personales. Las opiniones van desde los que piensan que los números actuales son los normales en una sociedad abierta y en una Iglesia ministerialmente adulta (fren­te a los «anormales» números de los años 40-60)56 hasta los que consideran que la raíz fundamental de la escasez está en la heterodoxia que se ha infiltrado en mu­chos institutos religiosos en los años pos­teriores al Concilio Vaticano 1157.


Para algunos, no obstante, el gran pro­blema actual no es tanto la escasez (sobre la que no siempre es fácil actuar) cuanto el índice de perseverancia. ¿Cómo es posible que un número significativo de religiosos y religiosas jóvenes decidan abandonar sus institutos al poco tiempo de realizar la pro­fesión perpetua o de recibir la ordenación sacerdotal’? Este hecho, ¿es consecuencia de una formación deficiente o tiene que ver con el tipo de vida religiosa que encuentran al terminar la formación inicial? ¿Se debe, sobre todo, a procesos personales de desin­tegración o intervienen otros factores liga­dos a la situación general de la vida reli­giosa en la Iglesia y en la sociedad?


Para otros, la preocupación va más allá del número y de la perseverancia. Se re­fiere al ¡lauro que aguarda a los jóvenes, a la calidad de vida religiosa que encuen­tran y que ellos mismos pueden ofrecer. ¿Es acertada la política de muchos insti­tutos de distribuir los pocos jóvenes que tienen por las comunidades obligándoles a vivir con personas de más edad y em­barcándolos en trabajos que a menudo no sintonizan con su sentido de la vida reli­giosa? ¿Estamos ofreciendo un estilo de vida minoritario pero auténtico y atracti­vo? ¿Conseguimos vivir el evangelio co­mo una alternativa de vida creíble?


Estas preguntas no tienen una respues­ta unívoca, ni siquiera entre los jóvenes. He tenido ocasión de comprobarlo en nu­merosos encuentros y diálogos informa­les. Nos empujan, no obstante, a una re­flexión compartida.


Una manera de contribuir a esta refle­xión consiste en examinar el lenguaje que usamos unos y otros. En él atrapamos la realidad, expresamos nuestra forma de si­tuamos en la vida, revelamos nuestros te­mores y sueños.



Quisiera examinar en este articulo una docena de expresiones que condensan dos formas de ver la realidad. Cada ex­presión se compone de dos partes. La pri­mera no siempre es atribuible a los ma­yores. La segunda no refleja exclusiva­mente la postura de los jóvenes. Me pare­ce que el verdadero criterio de diferencia­ción no depende tanto de la edad cuanto de la mentalidad. Soy consciente de que la polarización es un recurso muy arries­gado porque extrema las posturas y eli­mina los matices que se dan en la vida re­al, pero, a cambio, nos permite percibir dos posturas teóricas que nos sirven co­mo «tipos» para discernir lo que estamos viviendo y, sobre todo, para ensayar iti­nerarios de encuentro. Sólo cuando unos y otros recorremos juntos los mismos ca­minos aprendemos a subrayar lo esencial y a relativizar lo accidental. En este sen­tido, la formación permanente es hoy uno de los grandes desafios que tenemos los institutos de vida consagrada. Cuanto más trabajemos por «formarnos juntos» a partir de la misión que se nos ha confiado tanto más iremos encontrándonos.



1 DONDE TÚ DICES «CUMPLIR LOS VOTOS»,

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YO DIGO «DESARROLLAR LOS CARISMAS»


Normalmente, para un religioso de más de 60 años la palabra «voto» no ago­ta todo lo que implica el seguimiento de Cristo pero condensa muy bien una deter­minada forma de practicarlo. Hablar de «votos» significa evocar una concepción de la vida religiosa como vida de perfec­ción y de entrega plena. De manera que «cumplir los votos» equivale a ser fiel a un proyecto de seguimiento. Los votos tienen unas exigencias mínimas, innego­ciables, y luego unas exigencias máxi­mas, sujetas a la libre respuesta a la gra­cia de Dios. En pocas palabras: ser un buen religioso significa cumplir con hon­radez las exigencias contenidas en los vo­tos y rubricadas públicamente en la pro­fesión. Miles de hombres y de mujeres se han sentido felices entendiendo y vivien­do su vida en esta clave.


Muchos jóvenes no se sienten cómo­dos con la palabra «voto», entre otras ra­zones porque ha desaparecido práctica­mente de la lengua hablada y su solo uso los retrotrae al pasado. Les parece, además, que reduce el seguimiento de Cristo a un conjunto de cláusulas que hay que cumplir para que el contrato fun­cione. En general, la siguen usando por­que no se ha impuesto otra mejor. Pero a veces hablan de carismas evangélicos y van más allá de la tema clásica. Para vi­vir hoy el estilo de vida de Jesús, el Espí­ritu nos regala la capacidad de ser castos, pobres, obedientes, misericordiosos, ale­gres, pacíficos... Estos rasgos poseen una enorme carga contracultural y, además, están en continua evolución. Nos «va­mos haciendo» castos y pobres y obe­dientes y misericordiosos... La fidelidad no consiste tanto en la escrupulosa ob­servancia de sus implicaciones canónicas cuanto en la capacidad de crecer cada día, de incorporar nuevas perspectivas, de ensanchar horizontes.


Un joven religioso expresaba algo de esto con estas palabras: «Mi sueño se deja de palabras complejas y deja paso a la sencillez. Donde (sic) la pobreza religio­sa no genera tantas discusiones, sino que es una realidad del corazón. Donde la obediencia no se vive como lucha o re­signación, sino como verdadero diálogo desde Dios. Y donde, en vez de hacemos un lío con la castidad, confiamos en que nos ayuda a vivir con un corazón desprendido y encarnado».


Después de dar varias vueltas al asun­to creo que unos y otros nos estamos re­firiendo a la misma cuestión. Me parece que conduce a muy poco enzarzarse en discusiones de escuela. La plausibilidad de las explicaciones se mide, sobre todo, por la energía que posean para funda­mentar sólidamente una opción de vida y para canalizar todas las energías hacia ella. Esta misma observación cabría ha­cer respecto de las siguientes expresio­nes. No se trata de limar las aristas del conflicto sino de discernir lo más condu­cente a un verdadero encuentro interge­neracional.



DONDE TÚ DICES «VIDA COMUNITARIA»,

YO DIGO «RELACIONES INTERPERSONALES»


Cuando un religioso mayor se queja de que algunos jóvenes no valoran la vida comunitaria se refiere, por lo general, a algo muy concreto: a la falta de regulari­dad en la asistencia a las oraciones y comidas, a la tendencia a estar a menudo fuera de casa, etc. Para él o para ella, re­zar siempre juntos, compartir las comi­das, dar cuenta detallada de los ingresos y gastos, estar bajo el mismo techo, asumir las tareas domésticas, son las traduccio­nes más verificables de un auténtico espí­ritu comunitario. Todo lo demás (com­partir los sentimientos, discernir juntos los desafíos de la realidad socioeclesial, acoger a otros) está bien, pero suena un poco a música celestial: “Quien no es fiel en lo poco...”


En general, los jóvenes valoran tam­bién estas dulces rutinas de la vida en común, pero sólo en la medida en que son cauce de una verdadera experiencia de comunión y están al servicio de la mi­sión. Provienen de un ambiente en el que las relaciones personales (entendidas co­mo cercanía y escucha, como ámbito de gratificación) son imprescindibles para no morir asfixiados en esta sociedad anónima que nos ha tocado en suerte. Por eso valoran tanto los recintos cáli­dos. Lo expresaba así un joven religioso: «Como acento que debería cuidarse o cultivarse más en nuestra vida religiosa veo la formación de comunidades-hogar, comunidades fraternas donde cada uno de tos que las integramos seamos mere­cedores de nuestros hermanos, donde se anticipe la vivencia de las tareas evangelizadoras, donde hallemos la fuerza para ser fermento. Y cómo no, donde la puer­ta se mantenga siempre abierta para los invitados».


Por eso, cuando no se dan con estas ca­racterísticas, consideran que la vida co­munitaria no merece la pena, aunque ofrezca regularidad y observancia. El «orden común» suele significar muy po­co para una generación que vive desorde­nadamente, que ha hecho del caos su mar de navegación, su estrategia de escape frente a tantos mecanismos de control.


Los jóvenes, por otra parte, no entien­den que el orden comunitario deba preva­lecer sobre las exigencias de la misión. A muchos les cuesta aceptar que la vida co­munitaria se regule según los viejos hábi­tos domésticos y no de acuerdo a las exi­gencias de la misión. ¿Por qué empeñar-se, por ejemplo, en rezar vísperas los viernes a las 9 de la noche si a esa hora los más jóvenes suelen estar reunidos con grupos de laicos?


Al fin, unos y otros estamos llamados a recorrer juntos el verdadero itinerario de la comunión, que encuentro perfecta­mente condensado en el prólogo de la primera carta de Juan. Cuando anuncia­mos «lo que hemos visto y oído» acerca de la Palabra de vida se crea una profun­da comunión que nos vincula con el Pa­dre y con Jesucristo y con todos aquellos que comparten la experiencia. De esta manera la alegría es completa. ¿Puede haber, pues, para mayores y para jóvenes, una auténtica vida comunitaria que no parta del compartir la fe personal? Naturalmente, este compartir no se iden­tifica con intercambios verbales pero sí exige hacer explícita la fe que anima nuestras vidas con aquellos gestos y palabras que resultan inteligibles para to­dos. Sin comunicación de fe no hay vida comunitaria.






DONDE TÚ DICES «LLEVAR ADELANTE LAS OBRAS»,

YO DIGO «IMAGINAR EL FUTURO»


Quien se encuentra en la etapa del «adulto maduro» (por usar la expresión de Erikson), es decir, entre los 40-65 años, sabe que el amor, con el paso del tiempo, además de intimidad, implica so­licitud y productividad. Acentúa mucho lo de «obras son amores y no buenas ra­zones». Por eso valora tanto dar veinte clases semanales, abrir todos los días la iglesia a las siete de la mañana (nieve o haga calor), llevar adelante la producción de pastas o atender el teléfono en las ho­ras de la siesta.


El joven religioso no entiende que es­tas preocupaciones, sin duda necesarias, absorban de tal manera a las personas que les impidan imaginar otra cosa. Siente que se emplea una energía excesiva en «hacer cosas» en detrimento de otros va­lores que son imprescindibles para la ar­monía personal y comunitaria. Valora el trabajo, pero sólo cuando está integrado en un ritmo de vida saludable. A diferen­cia de lo que sucedía en otras épocas, un religioso o una religiosa trabajadores no son, sin más, modelos de referencia, es­pecialmente si el exceso de trabajo en­mascara la desatención a las frentes de la espiritualidad o la huida de las relaciones personales. Por eso, el joven religioso ex­perimenta una gran rebeldía interna fren­te a todo lo que suene a planteamiento empresarial.


Para algunos mayores, esta mentali­dad de los jóvenes denota sólo el idealismo de una generación que sabe que va a tener todo al alcance de la mano, aun­que no se esfuerce demasiado. Tienen algo de razón. No es infrecuente que es­ta actitud brote a veces de la pereza, de un cierto infantilismo fomentado por instituciones que cubren demasiado las espaldas. Pero significa también una luz roja que parece advertirnos: «¡Atención, trabajar mucho no significa ser más feliz o hacer más felices a otros!». Hay vida, no sólo cuando hacemos lo que tenemos que hacer, sino cuando dejamos de ha­cerlo para imaginar que nuestra vida podría ser de otra manera, que podría abrirse a otras personas, que podría im­plicar otras acciones.


Diligentes o perezosos, todos estamos llamados a «dar fruto», no simplemente a «hacer cosas». Dar fruto es la consecuen­cia de estar insertos en la vid y en la rea­lidad. Sólo entonces tenemos la certeza de que los caminos imaginados no son ilusiones o quimeras.



DONDE TÚ DICES «FIDELIDAD A LA ORACIÓN»,

YO DIGO «BÚSQUEDA DE SENTIDO»


Todas las constituciones enfatizan la necesidad de la oración. Y, por lo general, hay una gran coincidencia en la propues­ta de prácticas concretas. Suelen hablar de oración personal y comunitaria, de meditación de la Escritura, de eucaristía diaria, de algunas devociones particula­res, de retiro mensual, de ejercicios anua­les. Para los religiosos mayores estos me­dios son, en teoría, dinamismos que man­tienen el vigor de la vocación. Por eso suelen hablar a menudo de ellos.


Los jóvenes también suscriben esto mismo con menos reticencias que otras cosas, pero experimentan que, en el fon­do, no hay nada más peligroso que la oración. Hay religiosos y religiosas ma­yores a los que una oración humilde mantenida durante muchos años los ha ido transformando en personas serenas, entregadas, alegres, tolerantes. Pero, en algunos casos, detrás de una práctica asi­dua y exhibida se enmascara una huida de la realidad. Participar todos los días en laudes y vísperas no significa necesa­riamente que busquemos a Dios con todo nuestro corazón y que vinculemos esa búsqueda a un amor sincero a las perso­nas. Los jóvenes tienen un sexto sentido para advertir cuándo una oración es ex­presión de búsqueda y cuándo es sólo una rutina más de las que configuran el estilo de vida de los religiosos y religio­sas. Naturalmente, pueden equivocarse, pero su observación nos hace caer en la cuenta de que la vida de oración va mu­cho más allá de la regularidad en la prác­tica de algunos actos comunes. ¿Qué significa una oración que no nos ayuda a vi­vir en verdad? ¿Qué pasa con una ora­ción en la que nunca resuenan las situa­ciones de los miembros de la comunidad o del entorno en el que vive?


«Tu rostro buscaré, Señor, no me es­condas tu rostro». Creo que este versícu­lo podría figurar escrito en la cubierta del diurnal de los religiosos jóvenes. Uno de ellos expresaba su inquietud así: «Para mí, el sueño de la vida religiosa consis­tiría en que los religiosos pudieran vivir la plenitud de la alianza de amor con el Señor, de tal forma que llenase de felici­dad toda su vida. Me gustaría que fueran personas asentadas en su propio centro donde brota la fuerza del Amado que se ha de hacer llegar a todos aquellos con los que se entra en contacto». A más de un religioso mayor este lenguaje puede sonarle demasiado espiritual. Y, sin em­bargo, expresa la búsqueda de sentido de las nuevas generaciones. No olvidemos que no proceden de un contexto social en el que la fe se da por supuesta (como su­cedía en el contexto en el que crecieron los que hoy son mayores), sino que creer supone una victoria sobre muchas fuerzas contrarias.


Ahora bien, buscar no es fácil. El an­helo espiritual de los más jóvenes no siempre va acompañado de una búsqueda profunda, constante, compartida. A me­nudo queda anegado por las preocupacio­nes inmediatas. Aprovechar estos desfa­llecimientos para tildar a los jóvenes de superficiales sería no aceptar la responsa­bilidad de acompañarlos y sostenerlos. Podría ser incluso la forma de esconder nuestro fracaso con el fracaso de los demás.


Al fin, mayores y jóvenes, sin límite de edad, somos invitados a decir cada mañana: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo».. Y, a renglón seguido, tene­mos que verificar si esas palabras dan sentido a las pequeñas o grandes opcio­nes que vamos haciendo o son sólo la eti­queta piadosa que envuelve una vida in­creyente.



DONDE TÚ DICES «AUSTERIDAD DE VIDA»,

YO DIGO «COMPARTIR LO QUE SOMOS Y TENEMOS»


Algunos jóvenes, con una pizca de ironía, dicen que la austeridad es una vir­tud de posguerra, forjada en tiempos de escasez, cuando se contaba con una sola ducha en cada convento y había que apro­vechar los sobres de carta usados como papel borrador. Hoy, los jóvenes prefie­ren hablar de desarrollo sostenible, de ca­lidad y sencillez de vida, de solidaridad con los pobres. Apenas usan términos co­mo austeridad o pobreza, en el sentido en que suelen usarlos los mayores. Para las generaciones que han vivido tiempos de penuria, sin embargo, la austeridad repre­senta un estilo de vida que preserva del consumismo, favorece el ahorro y dispo­ne para la vida espiritual. Puede que en algunos casos este ahorro refleje un espí­ritu de tacañería, pero en la mayor parte ahorrar significa aumentar la capacidad de compartir.


Los jóvenes son muy sensibles al he­cho de compartir, pero quizá no tanto a las condiciones que permiten hacerlo. Admi­ran la sencillez de vida, pero no miden con escrúpulo lo que se gasta o se ahorra, porque les parece que no tiene una impor­tancia excesiva y, sobre todo, porque —como suelen decir los mayores— no se hacen cargo de lo que implica ganarlo.



Alguien tendrá que ayudamos a unos y otros a caer en la cuenta de que, hoy por hoy, el rostro de la pobreza religiosa se llama solidaridad. ¿Cabría poner otro acento en un mundo en el que las desi­gualdades son tan clamorosas? Y que, por tanto, sin compartir la suerte de los necesitados, todo lo demás pierde vigor. Y alguien tendrá que mostramos que siendo rico casi nadie quiere compartir, que la solidaridad va muy ligada a la sen­cillez de vida. Y que ambas actitudes (so­lidaridad y sencillez) nos permiten ase­mejamos a Jesús.



DONDE TÚ DICES «MADUREZ AFECTIVA»,

YO DIGO «EL RIESGO DE LA RELACIÓN»


Los mayores que tratan a los jóvenes a distancia suelen decir que los jóvenes de ahora son afectivamente frágiles, inma­duros, dependientes, que necesitan curar muchas heridas; en pocas palabras, que son muy inmaduros afectivamente y que, por tanto, van a encontrar muchas difi­cultades para vivir con gozo la castidad. Les gusta aducir casos de jóvenes reli­giosos que abandonan sus institutos por experiencias de enamoramiento. Suelen criticar la adición a las llamadas telefóni­cas y al intercambio de mensajes por co­rreo electrónico. Les chocan los gestos «ambiguos» que observan en los jóve­nes. Y a veces, sin confesarlo, envidian la libertad con que estos mismos jóvenes parecen conducirse en el ámbito de las relaciones.


Los más jóvenes no acaban de entender qué significa eso de la madurez, en parte porque el punto de vista es diferente. Para un mayor, la madurez está bastante ligada al control de los sentimientos. Para un jo­ven, la madurez tiene que ver con la capa­cidad de asumir los riesgos que implican las relaciones personales.


Hay mayores «maduros» que no han tenido oportunidad de liberar la enorme capacidad de ternura que llevan dentro. Y se irán a la tumba con su madurez, pero con el corazón un poco encogido y con la sensación de no haber vivido la vida. Y hay jóvenes que no han experimentado nunca que puede haber relaciones no siempre gratificantes que dan sentido a toda una existencia.


Unos y otros estamos llamados a re­descubrir el carisma evangélico de la cas­tidad en un contexto social que no sabe cómo encajar un estilo de vida que a pri­mera vista parece represivo. Donde la castidad genera capacidad de donación, de ternura, de solidaridad con los exclui­dos de los circuitos afectivos, el carisma se hace creíble. En esto llevan razón los más jóvenes. Lo que ocurre es que esta li­beración, que es gracia, va acompañada de un entrenamiento hecho a base de renuncias, de autocontrol, de vigilancia. Los mayores lo saben por experiencia. Conjugar ambas dimensiones nos permi­te vivir con realismo el don recibido.



DONDE TÚ DICES «OBEDECER»,

YO DIGO «BUSCAR JUNTOS»


En general, a los mayores les cuesta obedecer, aunque se hayan entrenado durante años en acatar: “Si lo manda el superior...”. A menudo, liberados de un sistema religioso demasiado reglamenta­do, muchos han vivido en tierra de na­die, que es el mejor terreno para que campe a sus anchas el individualismo. Un adulto «obligado» a comportarse co­mo un niño durante muchos años reac­ciona adoptando el papel de «adolescen­te». Muchos mayores han aprendido a conjugar una obediencia obsequiosa en el fuero externo con un feroz individualismo interno.


Los jóvenes han sido educados en un nuevo concepto de obediencia. Obedecer significa para ellos desarrollar la capaci­dad de escuchar. Esta escucha es la que nos prepara para el discernimiento. Im­plica, naturalmente, una apertura a la propia conciencia, a la comunidad a la que uno pertenece, a la situación en que nos toca vivir nuestra vida religiosa. Es­ta es una perspectiva liberadora, pero difícil de alcanzar sin un arduo aprendi­zaje. A menudo se queda también en los primeros peldaños del subjetivismo y del narcisismo.


¿Cómo redescubrir juntos, mediante un proceso de conversión, lo que signifi­ca aprender a ser uno mismo para entre­garse, valorar la autonomía personal para ponerla al servicio de un proyecto común, sentirse tan adulto que nos sinta­mos felices obedeciendo a los demás? Me parece que una de las mediaciones cultu­rales para este aprendizaje pasa por la práctica del discernimiento en común. Esto no gusta ni a jóvenes ni a mayores porque supone un enorme esfuerzo de es­cucha, de diálogo y de desapropiación personal. Existe una ascética de la bús­queda en común que nos exige a todos nuevas actitudes, que van más allá del acatamiento irreflexivo y del individua­lismo solitario.



DONDE TÚ DICES «CONTAR CON LOS LAICOS»,

YO DIGO «COMPARTIR LA MISIÓN»


En nuestro contexto hay pocos religio­sos que no vean la necesidad de estable­cer unas relaciones más profundas con los laicos. Lo que sucede es que para al­gunos estas relaciones están marcadas por el esquema de la colaboración asimé­trica. «Contar con los laicos» significa en muchos casos echar mano de hombres y mujeres seglares para llevar adelante al­gunas obras que en otros tiempos podía­mos gestionar nosotros solos. En las ins­tituciones educativas y sanitarias esta co­laboración se lleva haciendo desde hace años.


A los más jóvenes no suele gustarles esta manera de hablar porque les parece deudora de una eclesiología que no toma en serio la realidad comuniónal de la Iglesia. Ellos suelen utilizar otra expre­sión que se ha ido popularizando: «misión compartida». No se trata de un juego de palabras. Lo primero es la misión, el encargo que todos hemos recibido de ser signos y artífices del Reino de Dios. Para llevar a cabo este compromiso histórico el Espíritu suscita en la Iglesia diversos carismas y ministerios. La legítima diver­sidad está al servicio de la misión común, en la que todos compartimos lo que so­mos y tenemos.


Esta manera de entender las cosas no supondría mayores problemas si no im­plicara algunos cambios en el estilo de vi­da. Implica habituamos a discernir jun­tos, a trabajar en equipo (a veces dirigi­dos por laicos), a compartir la oración y la formación, a abrir más nuestras casas y nuestra mesa, a modificar algunos hábi­tos económicos, etc. Aquí es donde sue­len darse los problemas. Hay jóvenes re­ligiosos que dicen que encuentran malas caras en su comunidad cuando llevan a alguien a la oración o lo invitan a comer. Algunos mayores se defienden alegando que toda comunidad tiene derecho a pre­servar su intimidad. Detrás de esta frase redonda y verdadera se esconde a menu­do el temor a cambiar hábitos invetera­dos, el miedo al «otro». Pero también se desaprovecha una oportunidad para cre­cer. Donde están nuestros miedos suelen anidar también las oportunidades para madurar un poco más.



DONDE TÚ DICES «PASTORAL VOCACIONAL»,

YO DIGO «ALTERNATIVA DE VIDA»


Si algo caracteriza a los mayores es su preocupación por la escasez de vocaciones. Muy a menudo preguntan: “¿Hay alguno este año para el noviciado? ¿Qué tal van las vocaciones?”. Detrás de estas preguntas hay casi siempre un sincero de­seo de compartir la propia vocación y de contar con más personas para seguir anunciando a Jesucristo. Pero, como es natural, se da también una preocupación por la supervivencia: «¿Quién va a cuidar de mi? ¿Qué pasará con todo lo que he­mos ido construyendo?». Hay una pasto­ral vocacional que surge del entusiasmo por compartir el propio gozo y otra que surge del miedo. La primera resulta con­vincente aun cuando no mueva a muchos. La segunda ejerce una sutil violencia so­bre las personas y dispara los anticuerpos vocacionales.


Los jóvenes religiosos no son agresi­vos a la hora de proponer a otros este ca­mino. En general, pecan más bien de dis­cretos. Son alérgicos a todo lo que suene a proselitismo. Quisieran que la vida mis­ma, con toda su fuerza alternativa, cons­tituyera el mejor reclamo, pero una y otra vez descubren que la vida real es dema­siado normal, se parece mucho a la que ellos mismos llevaban antes de entrar en el noviciado y, a pesar de que conocen como nadie a la gente de su generación, no saben bien cuáles son los mejores ca­minos para una propuesta desinteresada. Se dice que tendrían que ser los jóvenes los que llamaran a los jóvenes. He obser­vado, sin embargo, que muchos jóvenes religiosos, que conocen bien a sus coetá­neos, no acaban de creer en la fuerza al­ternativa de la vida que ellos mismos han profesado. Consideran que no tiene la ga­rra suficiente para competir con otras propuestas. Y, como no están dispuestos a servirse de los medios tradicionales, op­tan a menudo por el silencio o por un acompañamiento discreto.


Cuando nos sentamos a la misma me­sa, todos descubrimos que la pastoral vo­cacional es indisociable de nuestro estilo de vida. Y si no nos atrevemos a llamar es porque necesitamos creer más profunda­mente en el don de Dios, necesitamos ex­perimentar que nos hace felices, tenemos que superar la tentación de creer que esta vida es una «pobre cosa» en el supermer­cado de propuestas con que se topan los jóvenes de hoy. A veces, usarnos la pas­toral vocacional como arma arrojadiza, nos acusamos mutuamente de lo que ha­cemos o de lo que dejamos de hacer. Pe­ro, en un momento de sinceridad colecti­va, tendríamos que reconocer, mayores y jóvenes, que una auténtica pastoral voca­cional nos colocaría a todos contra las cuerdas de la autenticidad. Y esto es de­masiado fuerte. Querríamos tener hijos por donación o por encargo, sin pagar el precio de una gestación lenta, sin asumir los costes de una educación compleja, sin modificar lo más mínimo nuestros cómo­dos hábitos de vida.



DONDE TÚ DICES «PERSEVERANCIA»,

YO DIGO «FIDELIDAD CREATIVA»


«¿Cuántos entrasteis en el novicia­do?, ¿Cuántos quedáis ahora?». Estas preguntas son muy típicas de los mayo­res: «Pues de mi promoción quedamos todos menos uno (o todas menos una)».. Los mayores experimentan un interno regocijo al comprobar que son más y aparentemente más consistentes que los jóvenes. Disfrutan celebrando las bodas de oro de la profesión o cualquier otra efeméride. Practican una suerte de atle­tismo de resistencia. Son hombres y mu­jeres de «larga duración». Si este hecho maravilloso no se utiliza como arma arrojadiza suele ejercer un influjo positi­vo en los más jóvenes. Aunque estos a veces reaccionen con humor frente a las «medallas de los abuelitos», interna­mente reconocen que la gracia de Dios ha obrado maravillas en esas vidas en­tregadas a lo largo de cincuenta o sesen­ta años. Y se preguntan por su propia respuesta.


Con todo, los jóvenes no suelen usar la palabra «perseverancia». Quizá se reco­nocen más en la expresión «fidelidad cre­ativa», tan usada por la exhortación Vita Consecrata. Como los jóvenes de su ge­neración, ellos y ellas no aspiran tanto a durar cuanto a vivir. Y vivir, en este tra­mo de la existencia, significa cambiar, experimentar nuevas cosas, poner a prue­ba los resortes de que se dispone, probar el vértigo. No admiran tanto a los que han durado mucho sino a quienes, a pesar de los muchos años, conservan el gusto por vivir, destilan humor y sabiduría, apoyan los nuevos proyectos aunque no puedan participar directamente en ellos.


¿Se puede ser viejo con treinta años? ¡Por supuesto! Basta encontrar un puesto confortable, navegar con el piloto au­tomático y renunciar a todo riesgo. Este estilo puede durar muchos años, contar con todas las bendiciones canónicas, pero difícilmente podría ser calificado de «fiel». Así que, a la postre, tenemos que estar permanentemente diciendo, corno Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo es­cucha», para, a renglón seguido, decir con Maria: «Aquí está la sierva del Señor. Que se haga como tú quieres».







DONDE TÚ DICES «HAY QUE DISCERNIR»,

YO DIGO «HAY QUE ARRIESGAR»


Cuando se habla de un nuevo proyec­to que supone alterar lo que estamos ha­ciendo, los mayores suelen utilizar una frase: «Hay que discernir; no se puede actuar a tontas y a locas». Algunos jóve­nes saben lo que significa «ese» discerni­miento: dejar que todo siga como está. Por eso, a veces, exageran las cosas, ha­cen propuestas irrealizables. Más que formular compromisos elevan protestas, aunque sin la virulencia de décadas pasa­das, que no están los tiempos para mucha algarada. Lo peor de todo es que cuando, a veces, se ofrece la oportunidad de lle­var esas propuestas a la práctica, algunos se retiran: “No, en realidad, lo que yo quería decir...”


¿Por dónde van algunas de esas res­puestas «arriesgadas» que no conviene discernir demasiado? Cedo la palabra a un joven religioso: «Diversificar nuestra misión abriendo nuestros ojos a las nue­vas necesidades de nuestro siglo: inmi­grantes, mujeres maltratadas, niños de la cal le, matrimonios separados, familias rotas». Quizá quien ha escrito esto sabe muy bien que está enunciando frentes que superan las posibilidades de su instituto. Si lo hace es porque necesita poner nom­bre a lo que siente por dentro. Aquí es donde la sabiduría de los mayores puede ayudar a moderar los simples deseos y a encauzar las disposiciones mejores. Lo que ocurre es que a menudo los mayores están demasiado ocupados en sacar a flo­te sus propias responsabilidades como para, encima, ser sensibles a los nuevos aires que respiran los más jóvenes.


El árbitro de esta guerra es la realidad. Fuera de un contacto directo con las per­sonas y las situaciones, la discusión teóri­ca naufraga. He conocido algunas comu­nidades de mayores y de jóvenes insertas en ambientes populares que hablaban el mismo lenguaje. ¿En virtud de una común jerga interna? ¡No! ¡En virtud de un mismo compromiso con la realidad que compartían!



DONDE TÚ DICES «EL FUTURO QUE NOS AGUARDA»,

2 YO DIGO «EL PRESENTE QUE NOS DESAFÍA»

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Algunas actitudes son casi pura bio­logía. ¿Cómo se le puede pedir a una persona de 80 años que ande todo el día de un sitio para otro, cambiando su rit­mo habitual, queriendo comerse el mun­do? ¿Es que se le puede pedir a una per­sona de 25 años que se ajuste a un patrón muy rígido y que exhiba sensatez a rau­dales? Es inútil empeñarse en violentar los ciclos vitales. Esta es una clave sabia para entender algunos de nuestros de­sencuentros. Es normal que el anciano, al que le sobre todo el tiempo del mun­do, insista una y otra vez en que la vida religiosa es oración. Y es también nor­mal que un joven, en la plenitud de sus fuerzas, tenga dificultades para reposar un poco y «perder» el tiempo orando. A veces somos lo que nuestra biología nos permite ser. Y quizá tenga que ser así en buena medida.


Los que más hablan del futuro de la vi­da religiosa son los mayores. Los jóve­nes, poco amigos de bucear en la historia y muy lejos de lo que sucederá mañana, son incurablemente presentistas. Por eso se enfadan cuando sus institutos dilatan «sine die» una reorganización de estruc­turas, o cuando tienen que asumir proyec­tos a medio o largo plazo. La realidad cambia tan deprisa que lo que importa es vivir el presente.


Estas dos posturas se prestarían a una confrontación interminable. Unos y otros podrían poner al galope toda su ca­ballería ideológica para acabar concluyendo que cada uno dice lo que le «per­mite» decir la etapa de la vida en que se encuentra. Quizá el desenlace puede ser entonces una sonrisa amplia, una tole­rancia profunda y, sobre todo, un hondo sentido de la fraternidad. Hoy por ti, mañana por mí.









































COMUNICACIÓN




Perdidos en la aldea global

La comunicación cristiana en la educación

de los jóvenes para los MCS58


3 Pedro Miguel Lamet59

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Estamos asistiendo a una revolución que remueve los cimientos del mundo, se cue­la en nuestras propias casas y amenaza con vaciarnos el cerebro. El mando a distan­cia y el ordenador, con su ac­ceso a Internet, los videojue­gos y a la aldea global que conllevan están transforman­do nuestras costumbres y es­pecialmente las de los más jóvenes y manejables. Por un lado está la globalización, ese proceso generalizado de interdependencia económica como consecuencia de la apertura de las economías nacionales al exterior y de la consiguiente internaciona­lización de los mercados, tan­to de bienes, como de servi­cios, noticias, modas y opi­niones. Este proceso es es­pecialmente importante a par­tir de la Segunda Guerra Mundial, y, como consecuen­cia del mismo, la economía mundial se caracteriza por un importante volumen de flujos de capital que se intercam­bian a un ritmo muy rápido, y por la internacionalización de la estructura productiva, y la sociedad por una fugaz y pe­ligrosa coctelera de ideas, imágenes e informaciones.



DONDE EL DINERO MANDA


Desde punto de vista político todo ello de hecho está suponiendo una amenaza a la democracia como tal. A los diez años de la caída del muro de Berlín los regímenes democráticos se en­cuentran de nuevo en peligro. Por un lado la globalización está minan­do las bases de la democracia Na­ción-Estado. ¿Qué pinta el parlamen­to si las grandes decisiones se to­man a más alto nivel? Mientras la eficacia y el crecimiento económico, son los únicos raseros que cuentan para medir las actividades humanas, un mundo internacionalizado aleja las decisiones de las bases sociales y la participación ciudadana.


Es evidente que hoy día el fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial se han arrogado prerroga­tivas políticas: imponer sus condi­ciones para conceder préstamos, restringiendo las opciones demo­cráticas de los pueblos en materia económica y social. Surgen nuevos Pro­blemas de un Estado plurilingüe, como en cierto modo sucede ya a la Unión Euro­pea, nueva Torre de Babel. Si, por ejem­plo: para los pesca­dores de Sanlúcar de Barrameda Madrid es­tá lejos, ¿cómo esta­rá Bruselas? Si em­bargo ese pescador asiste desde su tele­visor a la caída del muro y al resultado de las negociaciones con Marruecos.


Así las cosas los bancos, los es­peculadores y las instituciones finan­cieras se convierten en los reales ac­tores políticos, porque, si a los que poseen el capital no ¡es gusta la polí­tica de un país, retiran las inversio­nes. De este modo en estos inicios del siglo XXI la frontera entre demo­cracia y dictadura se hace borrosa.


Paralelamente al proceso de globalización económica que esta­mos viviendo, somos protagonistas de otro proceso de globalización de la cultura y de las prácticas socia­les. Los Medios de Comunicación, la facilidad para viajar, la literatura, los deportes, todo contribuye para que cada vez el individuo esté más integrado en el mundo, y sienta que pertenece a una comunidad desterritorializada.


Esto tiene inmediatas repercu­siones en el sentido de identidad, que ya no se define tanto por nacionalidad sino más bien por la per­tenencia a “tribus” que se constituyen inde­pendientemente de la proximidad física, en torno a intereses co­munes, uno de ellos, el consumo, que será focalizado preferente­mente en este artícu­lo. La cultura joven es un claro ejemplo de esta cuestión, pues consume o aspira a consumir la misma ropa, la misma música y la misma comida en Londres, Tokio o Río de Janeiro.


Todo ello ha simplificado de tal manera el intercambio de ideas, ha pasivizado de tal modo al individuo, que surge por generación espontá­nea una galopante trivialización. Es el efecto basura. Y los ejemplos mediáticos más cercanos son pro­gramas como “Tómbola” y “Gran Hermano”. Una bajada de nivel cul­tural y un erigir la vulgaridad en es­pectáculo, pues el hecho de “salir en la tele” o “ser famoso” mitifica y justifica todo. Por esto se puede llegar incluso a matar, como las ni­ñas asesinas de San Fernando (Cádiz).



PREGUNTAS DEL CRISTIANO


La pregunta obvia de un cristia­no se repite cada día ante esta pre­ocupante experiencia. “Esto ha cambiado. ¿Qué pasa? ¿Por qué ya no salen tantas noticias sobre la Iglesia en la radio, la prensa y la te­levisión?” Esta suele ser la inquie­tud frecuente de muchos creyentes que estaban habituados a encon­trar en sus periódicos una sección dedicada a la información religiosa.


Los grandes medios laicos, sal­vando contadas excepciones de ór­ganos informativos identificados precisamente como la derecha po­lítica, apenas hablan de lo que ocur­re en la Iglesia. Apenas se escribe ya de lo que dicen los obispos a no ser si la noticia roza la política o es por algún lado un tema escandalo­so. Tampoco sacerdotes y religio­sos atraen la atención de los infor­madores, sino es en causas rela­cionadas con la solidaridad en el Tercer Mundo, léase asesinatos o secuestros de misioneros o mon­jas. Aquella firma otrora frecuen­te del cura periodista que escribía en medios de cobertura local o estatal han pasado prácticamente a la historia. Y no digamos nada de lo que hace los cristianos de a pie. Como tales, no tienen apenas pre­sencia en el mundo de la informa­ción.


Para analizar estos nuevos con­dicionamientos intentaremos afron­tar este problema primero desde las condiciones antropológicas de comunicación de una buena noticia y los condicionamientos que debe tener en cuenta el que se compro­mete en la nada fácil tarea de su transmisión. El esquema básico de toda comunicación es el siguiente:



MENSAJE (A)



CODIFICADOR


SEÑAL


DESCODIFICADOR


MENSAJE (B)



COMUNICAR ES “SER”


Genevieve Boyé, Veva para los amigos, es una monja francesa de baja estatura que salvó a toda una etnia en Matto Grosso, Brasil. Cuando la entrevisté en Madrid, a donde vino para recibir el premio Bartolomé de las Casas, me miró con sus serenos ojos azules desde un rostro menudo de campesina francesa quemada por el sol: “¿Qué hice? —me respondió. Nada, estar con ellos. Eso les dio autoes­tima. Cuando llegué en 1952 sólo eran cincuenta. El primer contacto con los blancos les indujo a toda clase de enfermedades, como la varicela y la gripe. Eso y los ata­ques del pueblo kaipo estaba aca­bando con el pueblo. En 1947 casi era una raza exterminada”.


En una palabra, la llamada civi­lización estaba a punto de culminar todo un genocidio, desintegrando las actividades colectivas, econó­micas y ceremoniales de un pueblo que había llegado a contar años atrás con 3.000 indígenas. Veva y sus dos compañeras consiguieron la resurrección de la vida en la al­dea de Yawyao, sin predicar nada, ni siquiera a Jesucristo; se dedica­ron a trabajar en el campo, a “estar con ellos”/en todo. “Viviendo con ellos, comiendo con ellos, le ayu­damos a tomar conciencia de su valía”, cuenta Veva. Los indígenas decían: “Si hay blancos que viven como nosotros, nuestra vida tiene su sentido”...


Otro conocido caso es el Pedro Arrupe, que mostró en su vida cómo los hombres más grandes pueden llegar a ser tan sencillos y alcanzar el incendio interior de la li­bertad. Decía que él estaba con­vencido que hasta los más crueles criminales, que él había tratado en las cárceles USA, tenían dentro la luz de Jesucristo y que cuando es­tando en Hiroshima experimentó una de las más negativas expresio­nes de la raza humana, la bomba atómica, lejos de desengañarse del ser humano sintió dentro la gran descarga de energía que el hom­bre posee para el bien. Esa fuerza emanaba de su aura, cuando, de­sautorizado por Roma como gene­ral de los jesuitas y víctima de una embolia cerebral pasó nueve años sonriendo en un lecho de enfermo, al que acudían también los protes­tantes a encender velas y cantar.


Él me contó que, cuando daba catequesis a adultos en Hiroshima el entonces maestro de novicios, tenía entre sus catecúmenos a un anciano que, después de meses de asistir a sus lecciones catequéti­cas, no hacía ninguna pregunta ni expresaba ningún comentario. Ex­trañado ante su silencio, un día Arrupe le preguntó si estaba de acuerdo con lo que había expuesto en sus charlas. Aquel hombre res­pondió: “No le he oído nada, por­que soy sordo. Pero le he estado mirando a los ojos. Sólo puedo de­cirle que he llegado a una conclu­sión: yo creo lo que usted cree”.


Podríamos citar el nombre de mucha gente libre, santos anóni­mos. Están comunicando la buena noticia de Jesús de la forma más excelente que se puede, a través de la propia vida, convertidos en signo, señal y comunicación de amor y li­bertad. No se sabe por qué miste­riosos caminos, incatalogables por las modernas técnicas de comuni­cación, estos seres llegaron a conver­tirse en focos de irradiación, al igual que un puñado de pescadores igno­rantes lo hicieron al comienzo.


Por tanto, des­de un punto de vista no ya cristia­no, sino cabalmen­te humano, hay que trazar una línea di­visoria entre el he­cho en sí y su di­vulgación, así como entre una comunicación “persona a persona” y una comunicación masiva.


En realidad la buena noticia de una niña que se salva en Bos­nia, por ejemplo, llegó a nuestros televisores, por una serie de con­dicionamientos que la hizo posi­ble y de interés para los medios de comunicación: el horrendo mar­co de la guerra en aquel país, la fuerza de la imagen de la niña-símbolo, la utilización de las gran­des agencias informativas de dicha noticia.


Pero ¿cuántas de estas noticias se quedan sin llegar a nosotros por­que no hay nadie que las filme o porque ya de tan repetidas dejan de ser noticia para los medios infor­mativos? Tal ha sido el caso tantas veces repetido de las víctimas del hambre o del terrorismo. Son imá­genes que han llegado a contemplarse con ­indiferencia o rutina y que con frecuencia han pasado a se­gundo término en los titulares de pri­mera página.


Por eso, en un primer nivel antro­pológico, comunicar es ser. Toda noticia es un hecho que se convierte en fuente. En sí misma es un manantial semioló­gico, un puñado de signos, que alguien puede o no codificar. El paso ­siguiente es transmitirla de algún modo: desde la palabra a las modernas tecnologías, pasando por el tam-tam o las señales de humo. Pero en primer término comu­nicar es ser.


En nuestro ejemplo, indepen­dientemente de que alguien leyera o no esas señales, la noticia, en sí misma, es la niña sufriendo y un médico luchando entre los escom­bros por salvar su vida. Desde un punto de vista profundamente hu­mano, considerando la humanidad como una unidad y un todo, o si se quiere de vibración mística o sensi­bilidad espiritual no necesariamen­te cristiana, ese mismo hecho esta­ba emitiendo ondas que cambian la índole vibratoria de la humanidad.


La teoría del Cuerpo Místico tiene una traducción simplemente humana. El amor, la entrega, la ge­nerosidad cambian la polaridad de un colectivo humano y sus benefi­cios se reparten entre todos.


Previamente pues a toda trans­misión, comunicar es ser.


Es la diferencia entre el hom­bre-noticia y el hombre que se limi­ta a transmitir la noticia; el hombre que en sí mismo es voz y el voce­ro; e1 que “dice” la palabra y el que “es” Palabra hecha carne.



COMUNICAR ES EXPRESAR


Pero luego inevitablemente —el hombre, como decía Platón, es po­lítico por naturaleza—, esa noticia se comunica. Es vivida, vista, oída o contada. Supone un proceso se­mántico que pone en relación a un emisor (o remitente) con un recep­tor (o destinatario) por medio de un proceso físico (o canal). El mensa­je que forma el objeto de la comunicación se compone de elementos simbólicos reunidos según un reper­torio (O “código”) del que una parte al menos es común a varios interlo­cutores. El conjunto forma un siste­ma que funciona en dos sentidos —el emisor convertido en receptor y viceversa—, según un rizo de comu­nicación (o feedback: retroalimenta­ción). En el seno de este dispositivo una serie de ajustes ejercen el equi­librio entre los elementos nuevos (“información”) y los elementos ya conocidos (“redundancia”).


Como vemos, la comunicación directa es la más propia de la evan­gelización. “Los ciegos ven, los co­jos andan y los pobres son evange­lizados”. Person to person, en la emblemática frase inglesa. Fides ex auditu, según el efato cristiano. El primer emisor, Jesús de Nazaret, comunica su Noticia a sus discípu­los y estos a su vez lo hacen a tra­vés de su vida, su testimonio y su palabra. Es el sistema más eficaz y convincente utilizado desde los al­bores de la evangelización.


Pero la fe fue de este modo creciendo y entonces se implantó enseguida la necesidad de escribir para multiplicar el mensaje. La transmisión escrita ya aleja al re­ceptor de la proximidad física. Esta transmisión tiene una posi­bilidad de ecos entre indivi­duos o grupos, pero el retor­no es más lento que en la comunicación directa y so­bre todo, su fuerza de con­vicción o credibilidad mucho menor. Aun así, gracias a la comu­nicación escrita conservamos los hechos salvíficos y la Palabra reve­lada que sigue teniendo un efecto directo en la evangelización.


Con el invento de Gutemberg nace la comunicación múltiple que pendencia la difusión de la escritu­ra. Y con la explosión de los medios de comunicación social el emisor y el receptor pasan de ser individuos a convertirse en grupos, codificados por medios de comunicación que los filtran, y necesariamente alejan a los receptores de los hechos.


En todos estos procesos se cumple el esquema inicial: la noti­cia, al ser emitida es codificada y transmitida a un receptor que la de­codifica también a su manera. Por ejemplo, los discípulos de Emaús transmiten la noticia recibida de la muerte de Jesús, decodificándola a su modo, desde una óptica pesi­mista (nos autem sperabamus), sin tener ni las más remota idea que le estaban dando la información ma­nipulada por el efecto deformante de su sentimiento depresivo al mis­mísimo autor de la noticia o fuente de la misma: Jesús de Na­zaret.


A través de los siglos ¿cuántas codificaciones y decodificaciones de la Bue­na Noticia se habrán hecho a través de predicaciones, artículos, libros, cine, pren­sa, radio, televisión?


De aquí que la primera conclu­sión es que la eficacia y autentici­dad de la transmisión del mensaje evangélico depende de la proximi­dad. El testimonio pues, el sistema directo sigue siendo el más eficaz y convincente en la transmisión de la fe, sobre todo cuando mensaje y mensajero son una misma cosa.



COMUNICAR ES DIFUNDIR


Pero, pese a todo, ¿qué duda cabe de que el que tiene una bue­na noticia entre sus manos no pue­de contenerse y corre a los vecinos a decirles que acaba de tener un hijo, que ha conseguido un puesto de trabajo o que ha sacado catorce resultados en las quinielas? De esta necesidad habló Jesús al referirse a predicar la Buena No­ticia sobre las azoteas y a no ocul­tar la luz bajo un cacharro. El mis­mo utilizó una barca o el monte para ser oído por la multitud. Sus discípulos viajaron, hablaron en el areópago y ante los tribunales, lle­garon a servirse de las institucio­nes romanas y así nació el púlpito, símbolo de otras muchas tribunas que hoy se transformaron los pode­rosos medios informativos y de co­municación.


Pero en los medios de masas los codificadores sufren mediacio­nes muy particulares. En primer lu­gar, de ellos mismos. Al principio kantiano de que todo conocimiento humano ya es apriorístico hay que añadir, que la información es nece­sariamente selectiva. Martínez Albertos recuerda que “sin manipula­ción no hay noticia, sino simple­mente hechos”. Todo un equipo de sujetos promotores, los periodistas, se encargan de seleccionar, dar forma y difundir las noticias.


Recuerda Lorenzo Gomis que convertir un hecho en noticia es básicamente una operación lingüís­tica”. Sólo los procedimientos del lenguaje permiten aislar y comuni­car un hecho. Este lenguaje es el modo de captación de la realidad que permite darle forma, aislar dentro de ella unos hechos que, por un procedimiento de redacción, se convier­ten en noticia”.


En este sentido el periodista es “un operador semántico”, es el hombre, o me­jor dicho, el equipo humano que elige la forma y el contenido de los mensajes pe­riodísticos, dentro de un abanico más o menos amplio de posibilida­des combinatorias con finalidades semánticas dadas tanto por los fac­tores internos de los sistemas de signos utilizados, como por los fac­tores externos condicionantes del espectro de normas sintácticas aplicables a los códigos que se es­tán utilizando.


Este proceso se ha complicado aún más con el hecho del pluralis­mo democrático que ha engendra­do un periodismo cada vez más in­terpretativo. Los periódicos y emi­sores no sólo informan, sino que opinan sutilmente ya en la misma forma de titular, de situar en el es­pacio su información, de ilustrarla e incluso de calificarla. A ello contri­buye la orientación política y eco­nómica de los dueños de cada medio, sus intereses, el de sus consu­midores habituales, espectadores, oyentes o lectores. Factores como la proximidad de la noticia, su actualidad, su espectacularidad, su morbosidad, etcé­tera, influyen de for­ma decisiva, desde las leyes mismas de la información.



ESTRATEGIA DE LA TELARAÑA


Este proceso que se producía ya de al­guna manera en una aldea que necesita, por ejemplo, la cons­trucción de un pozo para sus carencias de riego y que presiona al alcalde para que el Ayuntamiento dispon­ga lo necesario, se hace más com­pleja en la sociedad moderna al pasar a la inmensa y complicada “aldea global” de los medios de co­municación. La cultura, los estereo­tipos, la idiosincrasia de un país in­fluirán de forma decisiva, introdu­ciendo elementos en la coctelera de la comunicación.


La situación se ha agravado con los detentores del poder, los gran­des medios u oligopolios de comuni­cación, que puede manejar y mani­pular las noticias con un alcance mundial. El poder político puede convertir una trust de comunicación en un instrumento de sus intereses. Sólo la libertad de expresión y el sano combate de las ideas de diver­sas tendencias, propias de la socie­dad democrática, puede contrarres­tar el poder de los monopolios.


La red se ha ido haciendo más tupida. Desde la palabra hablada, del debate en la plaza del pueblo se saltó a la palabra escrita y multi­plicada en periódico, difundida por las ondas de la radio y la televisión y transmitida por las redes informá­ticas, gracias hoy, por ejemplo a In­ternet y el intercambio de las “news” o e-mail.


La maraña puede embotar al consumidor, acosado de informaciones, pero también le permite mayor libertad de elección. Es muy distinto dejarse influir por El Mun­do, Abc o El País, la cadena COPE o la SER, una web particular y un­derground de Internet o la publici­dad orquestada de una multina­cional que se sirve de vallas publi­citarias, cintas de vídeos, cdroms o anuncios en periódicos.


En la opinión pública creada por los medios de comunicación de masas se asiste muchas veces a un influjo subconsciente e indirec­to, que va desde la situación física de una noticia en la página de un periódico, a la imagen con conno­taciones, pasando por la línea opi­nativa que hábilmente se cuela en la información o el comentario ra­diofónico de un periodismo cada vez más interpretativo.


Se trata de una lluvia sutil de grandes dosis de información, que va calando en el consumidor, que sufre por otra parte una suerte de saturación de datos difícil de digerir y que ha de estar provisto de una formación adecuada para saber distinguir entre el trigo y tanta paja.


Frente a este sigiloso peligro de totalitarismo del exceso de con­sumo informativo, se da también en algunas comunidades sociales una dictadura rígida que no permite explícitamente el pluralismo de in­formación por las con­veniencias de los que detentan el poder. To­dos los comunicadores hemos sufrido presio­nes más o menos di­rectas para no publicar determinadas noticias, por interés político de un medio o de una ins­titución. Eso evidente­mente también deter­mina la formación libre de la opinión pública. Aunque pa­rezca increíble a finales del siglo XX, existen todavía sistemas más o menos ocultos de censura y diri­gismo.


No es difícil oír en la redacción de un periódico: “No, ese tema no; ya sabes que el presidente del Consejo de Administración es ac­cionista de esa empresa” o “recuer­da que el director trabaja también en aquella emisora”. En muchos medios basta con una llamada del presidente del Gobierno o de tal o cual ministro o banquero para, edulcorar o modificar un título o una noticia. Y no hay que remon­tarse a la lnquisición para saber qué es lo que se puede publicar o no en el seno de comunidades cre­yentes que defienden por otra par­te a bombo y platillo la libertad de los hijos de Dios.


El dinero, el poder político y los dueños del mundo —hoy es un he­cho— tienen en sus manos los hilos de la opinión pública, que, con to­dos sus defectos y limitaciones, sólo cuenta con una rebaja, la de la libertad demo­crática, aunque sea a través de sencillos me­dios marginales: radios y televisiones piratas, periódicos de barrio, sectores libres que lu­chan por la libertad. Así se creó, por ejem­plo, Green Peace, hoy si se quiere, también convertida en un poder o un grupo de presión. O el movi­miento del 0’7, Manos Unidas, ONGs, antiglobales y tantas aso­ciaciones o grupos que han conse­guido crear opinión pública frente a los poderes establecidos.



HUMANIZAR AL CONSUMIDOR


Con todo hoy abunda la crítica despiadada contra lo que se denominaa manipulación de los medios de comunicación. El periodista se ha demonizado. Se le acusa de que “sólo piensa en vender noti­cias, caiga quien caiga” o de que “lo hace para conveniencia de al­guien”. Estas afirmaciones tienen su fondo de verdad. Pero me remi­to a una comparación: La lectura contrastada de periódicos durante el franquismo y hoy día. Entonces no había apenas diferencia entre leer el Abc, el Ya o el Arriba, si no era en la ubicación de las noticias o el estilo de su redacción. Hoy la diferencia entre los diversos me­dios no sólo permite la elección, sino el contraste de pareceres. Exi­ge, es evidente, una labor más com­pleja por parte del consumidor, que no puede resignarse a seguir la pro­gramación de una sola emisora o leer un solo periódico, por muy afín que le sea, sino que debe recabar más y diversas informaciones para formularse su propio juicio.


En este sentido el peligro ac­tual es más la indigestión, que im­pide asimilar tan diversos alimen­tos, que la creación de opiniones desde arriba. El riesgo procede más del mundo de los sentidos que de la razón. Son más impactantes las imágenes violentas, superficia­les o entontecedoras de las series o los concursos de televisión, que acaban con la posibilidad de pen­sar, que los debates o la comunica­ción de noticias que crean opinión. Es más dañino para la sociedad y para los jóvenes que se la destruya con subproductos que socavan la sensibilidad y determinan comporta­mientos subconscientes que incluso una opinión teledirigida que al menos permita un rechazo en frío, cerebral y consciente.


De cara a la for­mación de los jóve­nes nos interesa aquí sobre todo la actitud del receptor que reci­be ese caudal de “vida” a través de medios tecnológicos que se caracterizan, a diferencia de la lec­tura, que en general requiere un esfuerzo, en intentar someter la voluntad, a través de un potente caudal sensible.


El futuro consumidor de los me­dios de comunicación debería estar preparado para no perder el con­tacto con la vida por la indigestión de señales. Para ello se impone una necesidad imperiosa. Al igual que el codificador, tiene y debe de seleccionar entre lo seleccionado. Hay que cultivar el buen gusto y la sensibilidad para rechazar progra­mas, emisoras o mensajes que se caracterizan sistemáticamente por ofrecernos la realidad deformada y que acaban por embotar los senti­dos. O al menos contrastar las in­formaciones, lo que en teoría sería posible en toda sociedad democrá­tica. Digo en teoría porque los Go­biernos tienden a hacerse con el monopolio de los medios, como el reciente caso de Putin, por no citar ejemplos más cercanos.


Es cierto que no siempre puede exigirse en el comunicación difícil quehacer de la comunicación la obra perfecta o la obra de arte, que, como decía Heideg­ger, que sería una “desvelación de la verdad”. Pero se im­pone una selección que permita al es­pectador primero sa­borear y luego dige­rir el producto. Igual que no puede uno alimentarse sólo de artículos de confitería, porque se destro­zaría el estómago, se requiere una educa­ción apta para autoprepararse un menú vital en el que el-perió­dico, la radio, la televi­sión, la informática ocu­pen su lugar junto a la lectura, el ejercicio físico, la relación directa interpersonal y tantas cosas buenas de la vida. Se requiere un sentido crítico, que pasa por el co­nocimiento interpretativo de la ela­boración que realiza el consumidor. Si no, acabaríamos cayendo en el horno televisívus o el enano infor­mático, que no dejan de ser dos versiones de pequeño monstruo producto de las nuevas tecnologías.


Tampoco es solución el rechazo sistemático. ‘Todo es basura”, lue­go retirémonos al monte, desconec­tándonos de todos los canales y el lenguaje del hombre de hoy. Junto con la selección el buen consumi­dor de medios debe aprenderse las técnicas elementales de su lengua­je, que permiten, en vez de escan­dalizarse o turbarse, por ejemplo, ante una noticia de corrupción polí­tica, resituarla, aplicándole los re­ductores necesarios. Esa noticia vende, está orquestada por tales in­tereses políticos y contrasta con la escasa relevancia que le concede tal otro medio, por ejemplo.


En el caso de la imagen sigue siendo necesaria una educación es­pecífica. Durante un tiempo se tra­bajó intensamente en la comprensión del lenguaje cinematográfico a través de los cine-foros e incluso clases específicas de las caracterís­ticas de la comunicación audiovisual e informativa en los colegios. Hoy parece que todo el mundo está pre­parado para la tromba de video­clips, dwd, videojuegos y realidad virtual. Lo mismo que el sabor litera­rio se educa leyendo a grandes autores, la sensibilidad audiovisual se forma estudiando a fondo a los grandes maestros del cine, que son los que han sabido transmitir autén­tica “vida”, a través del arte en imá­genes. Pues, como siempre, lo úni­co que puede dañarnos en la co­municación es la deformación, el alejamiento de la realidad, en una palabra la desconexión con la vida. Es pues necesario reeducamos con el arte audiovisual, reconocer sus técnicas, el valor de la planificación, el ángulo, la iluminación y el monta­je, entre otros factores, en función del todo estético. Esta lectura au­menta el sentido crítico y el distan­ciamiento del espectador. Por ello propondríamos el siguiente esque­ma ideal del decodificador, que pue­de servir al mismo tiempo como un esbozo de programa de educación para jóvenes consumidores respon­sables.

Un paso ulterior sería la bio­feedback: la participación en el me­dio a través de artículos, cartas, lla­madas telefónicas, hoy sobre todo practicada en la radiodifusión. (aquí va un cuadro).


En otras palabras este proceso requiere:


1.Selección del medio. Es im­prescindible que ante tanto mensaje indiscriminado y, sobre todo, sublimi­nal, el ciudadano se proteja eligien­do. No se pueden embotar los senti­dos todo el día ante una pantalla de televisión o de Internet. La cultura del zapping destruye la libertad del mando a distancia. Por un lado hay que optar, por otro, no cerrarse a una sola cadena o periódico.


2. Selección de espacios. La multiplicidad de manjares nos per­mite libertad de menús. Comerlos todo acaba con el paladar y el siste­ma digestivo. Sólo la educación cul­tural permitirá que se elija un film de calidad o un programa informativo donde las noticias se transmiten contrastadas y enriquecidas por di­versas opiniones. En este sentido los debates radiofónicos, salvando excepciones insultantes, han enri­quecido la opinión pública española.


3. Creación de un juicio. El viejo argumento de “está en los pa­peles” o “lo dijeron ayer en la tele” no sirve. Hay que desmitificar los medios de comunicación. Eso se ha logrado en España en parte con las televisiones privadas y el deba­te electoral. Al final es elemental que no se trague todo.


4.Participación en el debate. La radio una vez más es el medio más popular y que mejor ha enri­quecido la nueva plaza pública de intercambio de opiniones. Quizás porque baste con descolgar un te­léfono. El feedback en todo caso es indispensable en la sociedad actual. No debemos permanecer pasivos. Aunque sea con el voto o con el boicot a un medio informati­vo, el ciudadano tiene mil posibili­dades de manifestar su opinión y comportarse como un adulto.


5. La creación de medios li­bres, y minoritarios: la emisora de pueblo, la televisión y el periódico de barrio. Es básico que el consu­midor se vaya convirtiendo cada vez más en comunicador, aunque sea en pequeño, y de esta manera co-crear a su nivel auténtica opi­nión pública. Esto facilita el ejer­cicio de su ciudadanía y sus dere­chos como persona.


La tecnología y el progreso son, como todo en la vida, bienes ambivalentes. No buenos ni malos en sí. Un automóvil puede liberar­nos hacia un fascinante viaje o contaminarnos o idiotizamos en un atasco ciudadano. Depende del uso que le demos.


La información puede convertir­nos en enanos mentales y teledi­rigidos como marionetas. Pero es al mismo tiempo el resorte que utiliza­mos para romper con todas las dictaduras que pretenden impe­dirnos pensar. Reco­miendo en este sentido la lectura de una breve novela apasionante, Sostiene Pereira, de Antonio Tabu­chi, llevada al cine con menor acierto. Recoge la historia del os­curo periodista cultural lusitano que alcanza la libertad publicando una breve noticia en un periódico.


El hombre en su realización te­rrena, por su finitud y contingencia, no puede alcanzar toda la verdad. Pero la adquiere a retazos. Tiene pues derecho a ser informado y a informar. Y, finalmente, como con­secuencia de ello, a alcanzar una opinión personal que con la suma de otras, la discusión y el debate puede devenir en pública. Hoy la mesa camilla de la tertulia familiar tiene el tamaño de todo el planeta.


Pues bien volviendo a la Buena Noticia no puede escamotear este proceso contemporáneo. En primer lugar porque los evangelizadores, hombres de Iglesia, pastores o pre­dicadores son, quiéranlo o no, ma­teria noticiable. Y no pueden argüir que son “materia reservada”, “mis­terio” u “hombres de Dios” para huir de la información. Están en la sociedad y la sociedad funciona hoy así. Son tratados con las “le­yes informativas”, que no miran las intenciones secretas, sino los he­chos y su interés informativo, que los periodistas solemos llamar fee­ling periodístico.


El resultado es desgraciada­mente muy ambiguo. Las Iglesias y sus ministros aparecen por sus he­chos externos, por lo general extra­ños y poco edificantes; sus mensa­jes son codificados conforme a las ideas dominantes y vigentes en la sociedad.


La solución para evitar esta ambigüedad no está en crear me­dios de difusión “piadosos” (No estoy en contra de Radio María o Santa María. Tienen su función es­pecífica y monográfica). Nadie im­pide que se predique, por ejemplo, por la radio. Pero ésta exige un lenguaje peculiar, un lenguaje ra­diofónico, y aun en este caso, los “programas religiosos” son consi­derados por la mayoría como lo que son, como mema propaganda, lo que les mesta la fuerza de credi­bilidad de una noticia, de algo que realmente ha ocurrido.


Una vez más la credibilidad está en la vida. La muerte martirial de los jesuitas en El Salvador fue transmitida mundialmente como un hecho. Este hecho valía por sí mismo. Lo mismo sucede cuan­do algunos personajes cris­tianos convencen por su au­tenticidad al ser entrevista­dos ante las cámaras. Por lo que paradójicamente los pro­gramas más religiosos son muchas veces los no especí­ficamente religiosos.


En segundo lugar, la Iglesia debe reconsiderar su lenguaje. ¿Es en sí misma para el hombre de hoy una buena noticia el ir por la calle con un ropaje negro como distintivo del evangelizador? ¿Qué semiología hay en el lenguaje y hasta los movimientos de las ma­nos del cura cuando pronuncia una homilía? ¿Saben los clérigos no ya comunicarse a través de los me­dios, sino simplemente comunicar-se en su predicación, su lenguaje habitual en la calle o en el bar? El hombre de hoy es especialmente sensible a los tic clericales, que re­chaza visceralmente.


Los obispos ¿han encontrado el lenguaje adecuado para transmi­tir sus mensajes a través de cartas pastorales u otros documentos? A veces se quejan de que son mani­pulados por los medios de comuni­cación, pero no son conscientes de que dan pie a esa manipulación por sus términos abstractos, tras­nochados, decimonónicos, ininteli­gibles para los comunicadores y re­ceptores de la información, espe­cialmente los jóvenes.


Algunos obispos, como por ejemplo Helder Cámara o el cardenal Tarancón su­pieron en su día encontrar el lenguaje y la credibilidad de sus mensajes. Ello no supone “estar hablando para la radio o la televisión”. Requiere saber hablar para el hom­bre y la mujer de hoy. Una reconver­sión cultural que no se llevará a cabo mientras la Iglesia esté de es­paldas o en lucha con la cultura con­temporánea, porque ésta está “vicia­da, ha perdido el norte y los valores cristianos” en opinión de nuestros pastores. Requiere pasar de una ac­titud a la defensiva a la postura del diálogo que inauguró el Concilio y que parece olvidada para muchos.


Eso no quita responsabilidad a los comunicadores y a los medios que sirven. Con la posible manipula­ción hay que contar siempre, porque habrá disidentes como siempre los hubo en el pasado. Pero es dema­siado fácil echar las culpas al men­sajero cuando a veces ni siquiera hay mensaje, es irrelevante para la sensibilidad actual o absolutamente ininteligible. Y lo peor es cuando se entiende, porque a veces se convier­te en noticia precisamente por sabor savonarólico a diatriba, que llega a identificar al evangelizador u hombre de Iglesia como el “anti todo”.




COMUNICAR ES AMAR


Comunicar es sobre todo ser; comunicar es expresa; comunicar es difundir. Por eso, comunicar es amar. En la relación amorosa bas­tan los pequeños detalles: la mira­da, la sonrisa, la caricia, para que todo esté dicho. El amor es la cum­bre de la comunicación.


Pero además toda comunicación sincera y honesta es un acto de amor, porque es un acto de so­lidaridad social, de transmisión de la verdad, o al menos de una ver­dad, de tu verdad.


Bien es cierto que la verdad ab­soluta no es patrimonio del hom­bre, ni siquiera de la Iglesia en su traducción histórica y humana. Su­fre también muchas mediaciones. De aquí la sencillez y sano relati­vismo necesarios en la comunica­ción y transmisión de esta verdad. La adquisición de la verdad, inclu­so en la investigación científica, fi­losófica y teológica es un fien, un proceso que no se concluye con toda una Vida. Mucho más en el caso de la comunicación y de la comunicación instantánea que ca­racteriza a los medios de masas.


La frase de Ignacio de Loyola, que parece una perogrullada, de que “el amor se demuestra más con las obras que con las palabras” sirve también para la comunica­ción. “Obras son amores, no bue­nas razones”. Los agentes de la evangelización deben actuar, sin pensar demasiado en las conse­cuencias de sus actuaciones para la opinión pública, sin que la mano izquierda sepa lo que hizo la dere­cha. A la larga, si sus hechos res­plandecen, trascenderán de alguna manera, serán noticia y buena noti­cia. Son los que arrastran a los jó­venes.


Pero a la hora de hablar hoy un cristiano no puede permitirse el lujo de ignorar los códigos culturales en los que se desenvuelve. No puede vivir en otro planeta. Debe de ser­virse de la semántica que le haga inteligible para sus contemporá­neos. Y para ello es necesario que atraviese por la misma metamorfo­sis de su maestro: la encarnación o inculturación, que le permita pri­mero ser hombre/mujer; luego ser hombre/mujer de su tiempo, y más tarde comunicarse con sus seme­jantes. Adquirir el lenguaje de los grandes medios de comunicación será entonces algo fácil y secunda­rio, fluirá por sí mismo. No dejará de ser una simple técnica, un epí­gono de una renuncia, de una in­mersión entre sus hermanos, una manifestación más del acto que nos hace personas, el acto de amor. ¿Y hay algo que convenza y atraiga más a la gente joven que la viven­cia cercana y real del amor?








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El anaquel


3.1 Parte 4: Al día siguiente60

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3.1.1 Valorando la “situación”

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Aunque nos parezca ingenuo los dos liliputienses se fueron a la cama esperando que al día siguiente alguien les dejaría “su” Queso. Pero tal milagro no aconteció. Al llegar al depósito Sin Queso se quedaron mirando el solitario lugar como dos frías estatuas.


Haw seguía negándose a enfrentarse a esta nueva situación, la solución que encontró fue cubrirse las orejas y cerrar violentamente sus ojos. No quería creer que se había quedado sin “su” Queso.


Hem, por el contrario, se hacía preguntas. De repente en su pensamiento surgió la duda por el paradero de los ratones Fisgón y Escurridizo. ¿Dónde podrían estar estos ratones?, ¿ellos que son incapaces de razonar?


Pero la situación propia acechaba. ¿Por qué no podemos cambiar?, dijo Haw. Hem, sentenció que no podían cambiar porque... ¡eran liliputienses!, eran especiales y tenían derecho a sacar beneficio de su Queso —en ese momento usurpado por algo o alguien—. La propuesta de Haw era buscar un Queso Nuevo, pero Hem no estaba dispuesto, quería llegar al fondo del asunto.


Por muy evidentes que parezcan las señales externas seguimos negándonos al cambio, nuestra esperanza se orienta hacia una vana ilusión pensando que todo tiene que seguir igual al día siguiente. Pensamos que el mundo que nos hemos construido y que nos favorece es eterno. Nos hacemos los planes y nos extrañan los cambios. Eso les pasó a los liliputienses, por muy evidente que se mostrase la realidad, seguían viendo las situaciones desde otro nivel, llamémoslo “fantasía” en contraposición a la realidad.


La solución instintiva que toman los hombrecillos no parece práctica, al menos a largo plazo; enfoquémosla como falso consuelo, alivio pasajero o evasión del mundo real: primero una mirada escéptica que no acaba de comprender, una mirada desconfiada de todo y de nada, una mirada ciega que no asume lo que hay fuera de él... y luego Haw, dolido por la situación que le aborda amenazante opta por aislarse... ¿puede tener la mente en blanco?, ¿es posible que se plantee algo?


Sí, Haw ha dado con la clave, su situación ha sufrido un cambio. Los cambios son de muchos tipos: para mejor, para peor... se suceden indistintamente y nos tocan. El pasar de ser su hogar un depósito con Queso a ser el depósito Sin Queso era un cambio importante en la vida de los liliputienses y como tal debían asumirlo, pero seguían sin dar respuesta, centrándose en bagatelas para evitar asumir el riesgo.


«Nunca nos bañamos dos veces en la misma agua», decía el griego Heráclito. El cambio es una realidad que se nos impone, hemos de vivir con él y hay que superarlo cogiéndolo de raíz. Para ello se necesita una auténtica mentalidad de las personas capaces de adaptarse al cambio, una flexibilidad de mente. Esto es los que se nos pide a los religiosos cuando se habla de docilidad al Espíritu.


La vida religiosa, particularmente desde el concilio ha sufrido una serie de cambios fuertes, que han hecho del período de transición un tiempo difícil y de planteamiento de la identidad y de la centralidad de la existencia —la raíz que decíamos más arriba o los sueños que decíamos en la parte anterior—. Veamos algunos de estos cambios que han exigido, exigen y exigirán nuestra continua apertura de mente61. Son cambio que nos siguen afectando de una manera o de otra:


  • Se ha producido una nueva configuración en las comunidades religiosas. La entrada del Estado en ámbitos donde actuaba la vida religiosa, el descenso de las vocaciones, la mayor implicación de los seglares62... provocan que las plataformas con que más se han identificado a las congregaciones varíen. Al descubrir nuevos trampolines para llegar a los destinatarios debe producirse todo un cambio de formación63, de mentalidad y de acción64 —aún cuando la motivación y el carisma sea el mismo que cuando hicimos la primera profesión65—.


  • Estos factores externos que hemos visto en el primer apartado provocan la disminución de las grandes comunidades religiosas, prefiriéndose las comunidades más pequeñas66. Ello incide notablemente en la forma de vida común, ya que exige un cambio en los ritmos tradicionales y en los detalles y tipos de relaciones que hacen comunidad.


  • Las demandas, cada día más numerosas, para responder a necesidades urgentes han suscitado, por parte de la vida religiosa, respuestas de una entrega admirable y admirada. Pero esto ha exigido también cambios en la fisonomía tradicional de las comunidades, ya que por parte de algunos eran consideradas poco aptas para afrontar las nuevas situaciones. El peligro ante tantas necesidades en que se sobrecarguen los hermanos sin dejar lugar en su vida para la vida comunitaria —ya hablaremos más adelante del peligroso activismo—.


  • El modo de comprender y vivir el propio trabajo en un contexto cada vez más secularizado, «entendido ante todo como el simple ejercicio de un oficio o de una determinada profesión y no como el desempeño de una misión evangelizadora, ha dejado a veces en la penumbra la realidad de la consagración y la dimensión espiritual de la vida religiosa, hasta el punto de considerar la vida fraterna en común como un obstáculo para el mismo apostolado o como un mero instrumento funcional»67.


En el documento citado se recogen más cambios y matices, creo que estos los entendemos bastante bien y responden a muchos de nuestros interrogantes y desconfianzas sobre el futuro.


Una actitud para el cambio es la humildad. El desprendimiento de los ratones hace que busquen más queso, mientras que los liliputienses siguen centrados en su especial condición, los derechos creados, su mayor inteligencia... Cuando se da el cambio podemos mirarnos a nosotros mismos y ratificarnos en esa “cierta cabezonería” que no nos deja salir de nuestra opinión o ver más allá sin juzgar ni menospreciar, simplemente valorando.


Vemos que vamos dando tímidos pasos, de intuir la respuesta pasamos a contemplarla, al menos como remota. Cada vez se nos presenta más irreversible el cambio, porque si no cambiamos, nos ahogaremos.


1 CG 23. Título

2 ACG, 290, 307, 326, 331, 334, 337, 344.

3 ACG. 358, 361, 362, 364, 365, 366, 368, 373.

4 C. 3

5 E. Viganó, Interioridad 67

6 C. 3.

7 Viganò. Interioridad 68.

8 MR. 15

9 Vecchi, ACG. 365

10 C. 11.

11 Viganò, Interioridad 70.

12 C. 3

13 C. 2

14 C. 6.

15 C. 1

16 C. 24

17 Vecchi, Rasgos 51

18 C. 21

19 C. SDB 10; C. FMA 80

20 CG-21, 80

21 C. 26-30

22 Viganò, Interioridad 72.

23 Vecchi, ACG 359.

24 PSSDB, 313-315.

25 C. 31-37

26 Vecchi, Rasgos 144.

27 Ibidem, 151.

28 C. FMA 67

29 Vecchi, Rasgos 61.

30 Ibidem 62.

31 Viganò, ACG 346, 11

32 PVSDB 111.

33 C. 38 y 39

34 Viganò, Interioridad 74.

35 C. 40.

36 Viganò, Interioridad apostólica 77.

37 Ibidem 7.

38 Juvenum Patris 15.

39 C. 41 43.

40 Viganò, Interioridad 76.

41 C. 49.

42 C. 48.

43 Cf. Juan Pablo II, Juvenum Patris 11, 12.

44 Vecchi, ACG 365, 33.

45 Juan Pablo II, Vita Consecrata 72.

46 Ibidem, 72

47 Vecchi, ACG 365, 37.

48 Cf. 1 Re, 18-19.

49 Cf. CG 23, 182-191.

50 Cf. CG 23, 192-202.

51 Cf. CG23, 203-214.

52 Viganò, ACG 337, 10.

53 Juan Pablo II, Juvenum Patris.

54 En Vida religiosa. enero 2002, nº 1. Vol. 93.

55 Misionero claretiano. Responsable de forma­ción. Profesor en el Instituto de Vida Religiosa de Madrid.

56 Así ve las cosas, por ejemplo, la teóloga laica Marifé Ramos en una ponencia tenida en las Jor­nadas Nacionales de Pastoral Juvenil Vocacional celebradas en Madrid en octubre de 2001. El texto aparecerá publicado en la revista Todos Uno.

57 Esta es la opinión expresada por J. M. IRABU­RU, Causas de la escasez de vocaciones (Cuader­nos A5), Fundación Gratis Date, Pamplona 1987.

58 En Todos uno, Nº 146 abril-junio 2001. Pags. 5-21.

59 * Pedro Miguel Lamet, s.j. Periodista.


60 Cf. Spencer Johnson (242001). ¿Quién se ha llevado mi Queso? Barcelona: Empresa activa. 41-43.

61 Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de vida apostólica (1994). “Congragavit nos in unum Christi amor” La vida fraternal en comunidad. Roma. 5.

62 Para una lectura salesiana sobre las dificultades de ests cambios: cf. Capítulo General 24 (CG24), 44-47.

63 Cf. ib. 138-148.

64 Cf. ib. 149-179.

65 Cf. ib. 70-75.

66 Cf. ib. 173-144, 236-238.

67 Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de vida apostólica (1994). 5.