Memorias Biográficas de San Juan Bosco vol 1
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CAPITULO I 

GUERRA DE LAS SECTAS CONTRA EL PAPADO. 

Antes de iniciar la narración de las preclaras gestas de don Juan Bosco, me parece oportuno dar una ojeada a los acontecimientos que 
atormentaron a Europa, a fines del siglo XVIII y en la primera mitad del siglo XIX. Todos ellos pueden resumirse en una frase: «Guerra al 
Papado». Los Príncipes protestantes, enriquecidos con los despojos de la Iglesia, dueños de naciones que habían apostatado de la 
verdadera religión, usurpadores de la supremacía espiritual, se obstinaban en orgullosa rebelión contra el Vicario de Jesucristo. Los 
Príncipes católicos, reacios a una autoridad que espiritualmente tenía jurisdicción sobre ellos, pretendían, a toda costa, que el Papa 
traicionase sus deberes para someterse a su predominio. La masonería, mientras tanto, movida por el espíritu de Satanás, y contando con 
sus adeptos judíos, protestantes y católicos renegados, había jurado borrar de la tierra el reino y el nombre de Jesucristo. Y el medio más 
seguro para conseguirlo ((2)) creía que había de ser arrebatar al Pontífice de Roma su poder temporal para 
atar así su libertad y mermar, en todo lo posible, su acción social. 
Dispuesta a traicionar a príncipes y naciones, logró atraer a sus planes, o introducir en los gabinetes de los soberanos, a pérfidos 
consejeros que despertasen contra Roma las envidias adormecidas y las avivasen más y más donde estaban ya encendidas. Y la historia 
nos dice que lo consiguieron fatalmente, a pesar de que el padre de los fieles con la afabilidad del buen pastor y consejos llenos de 
bondad, trató de apartar a los reyes del camino que los habría de llevar a la perdición. 

Pero llegó el momento en que una parte del pueblo, corrompida 
y sin religión, se sintió más fuerte que los reyes que le habían dado 
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el escándalo de rebelarse contra Dios. El primero en hundirse fue el 
trono de Francia en 1793. Y, de todas las impiedades y las muchas 
infamias que se perpetraron en la república francesa, los francmasones fueron convictos de complicidad por los tribunales de la misma 
Inglaterra protestante. 

La tempestad que amenazaba a Europa no tardó en precipitarse 
sobre Italia, poque en ella estaba Roma. Durante cuatro años, las 
tropas sardo-austríacas impidieron al ejército francés el paso de los 
Alpes. En este tiempo, Carlos IV, rey de España, que pretendía 
Roma con los territorios de alrededor para su yerno el duque de Parma; y Fernando IV, rey de Nápoles, que quería para sí el Principado 
de Benevento y de Pontecorvo, sin prever las terribles consecuencias 
de sus necios proyectos, iniciaron contectos con el regicida y ateo 
gobierno de Francia para obtener su consentimiento. Entre tanto, 
Francisco II, emperador de Austria, estaba tramando cómo apoderarse de las tres Legaciones de Bolonia, Ferrara y Rávena. 

Pero en 1796, el general Bonaparte, tras derrotar a los aliados 
sardo-austríacos, penetraba en el Piamonte, conquistaba Lombardía 
y Venecia y, luego, Génova; quitaba al Papa las tres Legaciones y la 
Marca de Ancona; y, después de enviar sus ejércitos ((3)) a invadir los 
otros estados italianos, se dirigió a Egipto. El Directorio mandó ocupar Roma en 1798 y la despojó de todos sus tesoros y obras de arte, 
como ya había hecho en las demás ciudades. Pío VI, conducido prisionero a Valence, muere allí el veintinueve de agosto, a la edad de 
ochenta y dos años. «íEs el último Papa!», gritaban triunfantes los 
sectarios; «íRoma es nuestra!» 

Los pueblos italianos, ayudados por la flota inglesa y por los ejércitos ruso y austríaco, se levantan contra los opresores, los cuales, 
arrojados de todas partes, sólo encuentran refugio en Génova. El rey 
de Nápoles entra en Roma con su ejército y ocupa el patrimonio de 
san Pedro, tomando posesión del mismo en nombre del futuro pontífice, apenas fuese elegido, pero con el propósito de no restituir 
Terracina y Benevento. Los austríacos, sin reconocer los derechos 
del Papa, acuartelan sus tropas en las Legaciones, en las Marcas y en 
Umbría, estableciendo allí un gobierno propio. 

Pero esta ocupación dura poco. El general Bonaparte regresa improvisadamente de Egipto, se hace proclamar primer Cónsul y, al 
frente de un poderoso ejército, desciende por el valle de Aosta hasta 
el Piamonte, en 1800. Derrota a Austria en Marengo, la obliga a devolver al nuevo Papa Pío VII las provincias usurpadas y, al mismo 
tiempo, exige a los napolitanos que abandonen Terracina y Benevento; 
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pero todo esto, no porque él tuviera mejores disposiciones de ánimo, sino por un portunista cambio de política. Habiendo la Iglesia de 
Francia adquirido de nuevo la libertad de culto, gracias a la publicación del concordato, y habiéndose levantado de sus inmensas ruinas 
bañadas en tanta sangre, Pío VII va a París en 1804 y corona Emperador de los franceses a Napoleón Bonaparte. 

Napoleón, vencedor de casi toda Europa en continuas guerras, de 1805 a 1810, va creciendo en soberbia e intima al Papa a que renuncie 
al poder temporal ((4)) y al derecho inalienable de la institución canónica de los obispos. El Pontífice se resiste a las amenazas y a los 
insultos del Emperador y de sus ministros francmasones, por lo que Roma es invadida por los franceses y los Estados Pontificios son 
declarados provincias del Imperio. Pío VII, llevado prisionero en 1809, primero a Savona y luego a Fontainebleau, sufre durante cinco 
años toda suerte de angustias morales, enfermedades y privaciones. 

Pero la justicia de Dios interviene para quebrantar a sus enemigos. Napoleón, perdida la mitad del ejército entre las nieves de Rusia, 
asaltado en Francia por todas las potencias del norte, se ve obligado 
a descender del trono y aceptar como residencia la pequeña isla de Elba, dejando en libertad a Pío VII, que regresa triunfante a Roma el 15 
de mayo de 1814. 

Y, de qué manera tratan de restablecer el orden en los estados 
sacudidos por la guerra las potencias europeas, reunidas en Viena? 
Según el espíritu sectario que las animaba. Se llamaban a sí mismas 
adalides del orden; pero eran, más o menos, culpables de los mismos 
errores en que había caído Napoleón, quién, en algún caso, pudo considerarse mejor que ellas. Efectivamente, el ministro inglés Pitt, 
el emperador de Rusia y el rey de Prusia le aconsejaron repetidas veces seguir el propósito de José II de Austria y constituirse en único 
Jefe Supremo de la Religión en Francia y en todos los estados anexionados. Napoleón rechazó noblemente tan pérfida propuesta. 

Así que la Iglesia tuvo que sufrir, en nombre del orden, injusticias innumerables: Austria quería las tres Legaciones; Prusia insistía 
para que pasaran al rey sajón, en compensación de Sajonia que las 
quería para sí; el embajador de Toscana proponía que Bolonia, Ferrara y Rávena se entregaran a la duquesa María Luisa, reina de Etruria. 
El Congreso concluyó diciendo que Austria retuviese para sí las tierras de Ferrara del otro lado del Po, con derecho ((5)) a establecer 
guarniciones en Ferrara y en Comacchio. La Iglesia perdía, además, la Polesina y Aviñón. Todos los obispados germánicos, que 

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eran antes principados eclesiásticos independientes, quedaban sometidos a soberanos protestantes; el territorio del obispado de Basilea se 
unía a Suiza; e Inglaterra arrebataba la isla de Malta a la orden religiosa del mismo nombre. Fue un vergonzoso reparto de botín. El Papa 
protestó, inútilmente. 

Entre tanto, en Italia las logias masónicas divididas en dos partidos, instigaban unas a Napoleón para fundar un reino itálico con 
Roma como capital, y las otras incitaban a Joaquín Murat, rey de 
Nápoles, prometiéndole la conquista de la península, con tal de que 
arrebatase Roma al Papa: pero todas dispuestas a traicionar al uno y 
al otro, si les conviniere. Proyectos vanos. Napoleón, desembarcado 
en Francia, reinó solamente cien días, pues ochocientos mil soldados de los aliados, después de varias batallas, le derrotaron 
completamente en Waterloo y, hecho prisionero de los ingleses, fue desterrado a la isla de Santa Elena, donde moría en 1823, después de 
un doloroso cautiverio, que duró tanto cuanto la cautividad del Pío VII. Y Joaquín Murat, que invadió los Estados Pontificios con el 
propósito de hacer encarcelar al Papa en la ciudadela de Gaeta, fue vencido por los austríacos, expulsado de su reino y, finalmente, 
fusilado el 13 de octubre de 1815, por haber intentado recuperar el trono, desembarcando en Calabria con escasos secuaces. 

Parecía, finalmente, que Europa iba a disfrutar de paz; pero el 
dominio papal continuaba siendo objeto de insidias. En 1816 el ministro austríaco Metternich, favoreciendo y ayudando a algunos amigos 
de su gobierno en las Legaciones, preparaba tentativas de revueltas que le hicieron posible apoderarse de aquellas provincias a la muerte 
de Pío VII, uniéndolas primero a Toscana y, después, al reino Lombardo Béneto. Fué el cardenal Consalvi quien descubrió estas tramas y 
las desbarató, avisando al embajador francés. ((6)) 

En 1817, asesinos misteriosos apuñalaban acá y allá, en los Estados Ponticios, a personas fieles al gobierno. Las sociedades secretas de 
las Marcas habían urdido una conjuración, resueltas a someterse a cualquier príncipe extranjero, antes que continuar bajo el Papa. 
Envenenamientos e incendios eran frecuentes. Con crueles propósitos se había ya señalado el momento de la sublevación, cuando el 
levantamiento intempestivo de los de Macerata descubrió a los conjurados, que cayeron en gran número en manos de la gendarmería, y, 
por el momento, todo volvió a la tranquilidad 1. 

En 1820 todos los sectarios de Europa, animados por el ejemplo 

1 Sumario del proceso hasta el fin, etc., sentencia en la causa de Macerata. ANELLI, I 85. 
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de los de España, que habían restablecido la Constitución de 1812, 
obligando a Fernando VII a doblegarse a su voluntad, resolvieron intentar algo semejante en sus respectivas naciones, para tener la 
oportunidad de pescar en río revuelto y hacer la guerra a Roma. El primero en alzarse fue el ejército napolitano, en el que había muchos 
oficiales y soldados que pertenecían a la masonería. El rey pecó de debilidad: concedió la Constitución española y, luego, asustado, huyó 
de Nápoles. El Parlamento reorganizaba el ejército para sostener la rebelión. Pero fué derrotado por cincuenta mil austríacos el 7 de marzo 
de 1821 y el orden quedó restablecido en todo el reino. 

En el Piamonte el pueblo no pensaba en revueltas: amaba a su 
soberano Víctor Manuel I, príncipe justo, piadoso y de buen corazón; pero por orden de la Gran Venta de París, algunos nobles sectarios y 
ambiciosos se reunieron secretamente en Turín en los palacios de los embajadores de Francia y de España y del Enviado de Baviera, para 
concretar el modo de obligar al rey a conceder una constitución como las española. Estaban en íntima relación con los conjurados de 
Milán y con los sectarios de Roma y de Nápoles. Entre las resoluciones tomadas estaban las ((7)) de que, evacuadas las ciudades 
lombardas por las guarniciones austríacas que habían acudido a Nápoles, el ejército piamontés descendiera a Lombardía para ayudar a los 
sublevados, los cuales deberían apresurarse a tomar las armas; y que en Roma se proclamara la república. Pero la policía austríaca 
descubrió esta trama, a fines de 1820, y arrestó a los conjurados, a los cuales se les conmutó la pena de muerte por la de cárcel perpetua. 
Con todo, los estudiantes de la universidad de Turín promovieron alborotos a comienzos de 1821 y las tropas emplearon las armas con 
derramamiento de sangre. Represión inútil. De Ginebra se enviaba dinero para corromper a los soldados y las guarniciones de Turín y de 
Alessandria se rebelaron. Carlos Manuel renunciaba a la corona en favor de su hermano, en el mes de marzo; y trece mil austríacos con 
seis mil soldados piamonteses, que habían permanecido fieles, ponían término a una sedición que duró treinta días. 

Los sectarios de los Estados Pontificios, para cumplir la parte del 
programa que se les había encomendado, tras la rebelión de Benevento y de Pontecorvo, se apoderaron de estas tierras, declarando caído e 
gobierno papal. Formaron partidas armadas, recorrieron el territorio de Ascoli proclamando a gritos la libertad de Italia, robandeo, como 
de costumbre, el dinero público y privado y abriendo las cárceles a los malhechores; pero tuvieron que huir y esconderse, porque de 
ninguna parte podían esperar ayuda. Siguieron, sin embargo, 
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manejando traidoramente el puñal y amenazando de muerte a los legados, jueces y testigos, para que los asesinos no fuesen condenados. 
Los carbonarios, en el artículo treinta y tres de su pacto social, habían establecido que, una vez proclamada la república, la religión de la 
península unida sería la religión cristiana, que debería tornar a su pureza primitiva en un concilio general de todos los obispos reelegidos o 
confirmados. Y en el artículo treinta y siete ordenaban: «Al Papa actual se le rogará que acepte la dignidad ((8)) de Patriarca de Ausonia, 
recibiendo, en compensación de sus rentas temporales incorporadas al tesoro de la República, una indemnización personal, pagada todos 
los años mientras viva..., que no podrá pasar a sus sucesores. Si, después de su muerte, el sacro Colegio de Cardenales eligiera un nuevo 
Papa, éste deberá transferir su sede fuera del territorio de la República 1». 

Pío VII, con Bula del 13 de septiembre de 1821, excomulgaba a 
la multitud de hombres malvados, reunidos contra Jesucristo, afiliados a las logias carbonarias y demás sociedades secretas. 

Los soberanos de Europa, entre tanto, viendo que, no sólo en Italia, sino también fuera de ella, brotaban por todas partes temores de 
rebelión, se reunieron en Verona, en octubre de 1822, para encontrar remedio, según sus criterios, a tan graves peligros. El duque de 
Módena, Francisco IV, aconsejaba a los gobiernos proteger la religión, devolver a la nobleza su prestigio, refrenar la prensa, disminuir el 
número de estudiantes en las universidades, ampliar y favorecer más el respeto a la autoridad paterna, abreviar los procesos políticos. Pero 
no se le hizo caso; y así, la revolución y las sectas crecieron precisamente por la irreligión, por la cobardía de la nobleza, por la libertad de 
prensa, por el desprecio de la autoridad paterna; y encontraron nuevos adictos en los innumerables abogados sin clientes, ávidos de 
embrollos para sobresalir con sus charlatanerías; en los médicos, en los ingenieros, en los doctores de toda clase, sin patrimonio, incapaces 
de trabajo material, ineptos para el trabajo intelectual, los cuales se entregaban a las sectas, corrompían a jóvenes sin número de 
esclarecido talento y soliviantaban a los pueblos para probar fortuna. Y las potencias de Europa creían que, para vencer a las sectas, 
bastaban los patíbulos y el terror. ((9)) 

De 1821 a 1830 las sectas que, como una tupida red, habían dominado la Romaña, continuaron su labor asesinando magistrados y 

1 Filippo Antonio GUALTERIO (1818-1874). Ultimi Rivolgimenti Italiani, publicado en Florencia (1850-1851) en cuatro volúmenes; 
V.I., doc. 4, pág. 167 y siguientes. 
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ciudadanos; y cuando el prelado Invernizzi las descubrió y dispersó, 
he aquí que, en diciembre de 1830, Luis Bonaparte, llamado más tarde Napoleón III, hijo de Luis, ex-rey de Holanda, cuya familia 
expulsada de todos los reinos de Europa había sido acogida bondadosamente por Pío VII, conjuraba con carbonarios y francmasones para 
restablecer el reino itálico. Su plan consistía en reunir a sus cómplices en la plaza del Vaticano, asaltar un lugar cercano donde había 
muchas armas, apoderarse del dinero del banco Santo Spirito, abrir las cárceles, aprisionar por sorpresa a algunos de los más destacados 
de la ciudad y subir al Capitolio, constituir una regencia y anunciar el hecho a las provincias, para que se uniesen a la capital. Pero el 
gobierno, intuyendo estos planes, cambió la guardia a los lugares amenazados, apresó a algunos y expulsó de Roma a Luis Napoleón y a 
otros. 

Nuevamente los sectarios recobraron sus esperanzas, cuando Luis Felipe de Orleans, animando con su protección a los viejos sectarios, 
en julio de 1830 derribó a Carlos X y, con su elección como rey de los franceses, terminó con las barricadas de París. Por ésto, el 4 de 
febrero de 1831 volvieron a la carga: en Bolonia, al grito de «íviva la libertad!», constituyeron un nuevo gobierno, al tiempo que los jefes 
de las sociedades secretas recorrían las poblaciones de la Romaña agitándolas. Las Legaciones, las Marcas y Umbría hicieron causa 
común con Bolonia. Roma, en cambio, se declaraba contraria a esta felonía. Luis Bonaparte corrió a unirse con los revolucionarios. El 
papa Gregorio XIV, viéndose sin armas, las solicitó del rey de Nápoles, dispuesto a pagárselas, pero Fernando II se las negó. El ejército 
austríaco entró entonces en los Estados Pontificios y, con la huida apresurada de masones y rebeldes, los pueblos liberados izaron de 
nuevo las insignias papales. Monseñor ((10)) Juan María Mastai, arzobispo de Espoleto, ayudó a Luis Napoleón en su fuga y éste se lo 
recompensó de la manera que todos saben. 

En 1832 el partido masónico volvió a agitarse en la Romaña. Los 
austríacos se dirigieron nuevamente hacia Bolonia, avanzando hasta 
Rávena. El Gobierno de Francia, que había pregonado el necio principio de no intervención, so pretexto de no querer que solamente 
Austria tuviera el mérito de sofocar la rebelión, mandó, contra la voluntad del Papa, una flota a Ancona, hizo ocupar violentamente la 
ciudad, se fortificó en ella, liberó a los prisioneros políticos, protegió a los insurrectos y permitió que éstos, en número de trescientos, 
matasen al alcalde, saqueasen a los ciudadanos, profanasen las iglesias, vilipendiasen e hiriesen a los ministros sagrados, se burlasen de 
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la religión y se reuniesen en corrompidas asambleas. Austria y Rusia 
estaban dispuestas a declarar la guerra a Francia; pero Lord Palmerston, protector descarado de todo enemigo y ofensor del Papa,aprobó lo 
hecho por Francia, intimó al Pontífice a que realizase reformas y, luego, guardó silencio reservándose para otro momento la franca 
protección a los rebeldes en Italia. De esta manera, las dos potencias no se movieron, al ver la actitud hostil de Inglaterra. Francia, dejando 
de lado sus desafueros, se conformó con ser solamente la defensora y no la dueña de la ciudad, hasta que retiró sus tropas el 3 de 
diciembre de 1838, cuando los austríacos abandonaron el territorio pontificio. 

En 1831, José Mazzini, tras haber fundado una secta llamada 
Joven Italia, comprometía a sus adeptos, con terrible juramento secreto, a declarar la guerra contra toda religión positiva y especialmente 
contra el Romano Pontífice, a quien pretendía despojar de su estado en nombre de la unidad de Italia y luego, si todo salía bien, quitarlo 
de en medio, si no se sometía a las leyes que se le impusieren. En pocos meses la secta ((11)) se extendió a varias provincias de Italia. Y 
Mazzini, que tenía siempre buen cuidado de no arriesgar la vida, condenaba sin compasión a muerte a los sectarios que no obedecían sus 
órdenes. En 1833 decidió que entraran algunos miles de sectarios en Saboya, para ganarse a las milicias piamontesas y amenazar con éstas 
a Austria, mientras el ejército napolitano, rebelado, debía avanzar hacia Roma, apoderarse de los bienes del clero y de los nobles y 
proclamar a Italia una y libre. Pero en Napoles la policía descubrió y castigó a los conjurados; en el Piamonte fué apresado un centenar, 
mientras otros doscientos lograron escapar y doce fueron pasados por las armas; y en 1834 doscientos seguidores de Mazzini, que se 
habían infiltrado en Saboya al mando del general Ramorino, viendo que nadie se les unía, se apresuraron a volver a Suiza sin esperar a los 
soldados del rey. 

Las sectas siguieron tramando conjuraciones, con tumultos y homicidios, para aniquilar la soberanía del Papa, en 1837, 1841, 1843, 
1844 y 1845. El furioso sectario Ricciardi, en su libro los Mártires 
de Cosenza, escribía claramente que su objeto era llegar a Roma para aniquilar el Pontificado, íantro de impostura y de infamia, que aflige 
y apesta la tierra hace más de dieciocho siglos! 1 Pero las tropas se mantuvieron fieles y la policía en guardia. 

Frustrados tantos conatos, se vió con evidencia que, sin un ejército 

1 RICCIARDI, Storia d'Italia dal 1850 al 1900, c. 19, pág. 33. París, 1842. 
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aguerrido, a cuyo flanco se pudieran agrupar las fuerzas sectarias, de nada servirían los movimientos itálicos. Pero, qué príncipe habría 
aceptado la invitación de las sectas y de qué modo le podrían inducir a secundarlas? Máximo de Azeglio les señalaba a Carlos Alberto y e 
Piamonte 1. Con el pretexto especioso y noble de la independencia de Italia, se bautizaría ((12)) con el nombre de política la serie de 
falsos principios y de hechos consumados, que llevarían adelante su guerra contra Roma, contra el Papa, contra la Iglesia y contra Dios. 

Así estaban las cosas, cuando apareció en la escena del mundo don Juan Bosco. El, amante como el que más de la prosperidad y de la 
gloria de su patria, habiendo comprendido inteligentemente el tiempo que le tocó vivir, vio claramente a qué desastres la habría de llevar 
la perturbación del orden providencial que había situado en Italia la sede temporal e independiente del Papado. La historia, que él había 
estudiado con tanto amor, le demostraba que, siempre que los pueblos se habían declarado en contra del Vicario de Jesucristo, se habían 
cumplido las palabras de Isaías: Terra infecta est ab habitatoribus suis, quia transgressi sunt leges, mutaverunt ius, dissipaverunt foedus 
sempiternum. Propter hoc maledictio vorabit terram. («La tierra ha sido profanada bajo sus habitantes, pues traspasaron las leyes, violaron 
el precepto, rompieron la alianza eterna. Por eso una maldición ha devorado la tierra 2»). He aquí por qué el programa de don Bosco fue 
siempre éste: Todo con el Papa, por el Papa, amando al Papa. 

1 FARINI, Stato Romano, I, 101. 

2 ISAIAS, XXIV, 5-6. 
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Pagína 28 no existe en tomo 1. 

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((13)) 

CAPITULO II 

MARGARITA OCCHIENA, MADRE DE JUAN BOSCO -SU 

JUVENTUD -SU CARACTER -TIEMPOS BORRASCOSOS 

EXIMIAS VIRTUDES DE ESTA MUJER. 

MIENTRAS se condensaba sobre la iglesia católica el negro torbellino de la revolución y el ojo humano, aterrorizado, no descubría un 
rayo de esperanza, la mirada de Dios, que escudriña los corazones, se complacía contemplando miles y miles de almas, ignoradas del 
mundo, que con la oración y la vida cristiana habrían de cooperar a su triunfo sobre la impiedad. Eran ellas las madres cristianas que, 
depositando en los corazones de sus hijos el germen de la santidad, los harían dignos de la misión para la cual Dios los creaba. Léanse las 
vidas de santos y se verá, por regla general, la clara confirmación de esta verdad. El siglo XIX tiene una abundancia de héroes cristianos 
no inferior a ninguno de los siglos precedentes. 

Una de esas almas que Dios miraba con predilección fue ciertamente la de Margarita Occhiena, madre de Juan Bosco. Nació en 
Capriglio, pueblecito de unos cuatrocientos habitantes, de la diócesis de Asti, situado en medio de una pequeña altiplanicie rodeada de 
lindas colinas, en un territorio abundante de bosques, a seis millas de Chieri. Nació el 1 de abril de 1788, hija de Melchor Occhiena y 
Dominga Bossone. El mismo día ((14)) fue llevada a la pila bautismal. Padre y madre, ambos campesinos y con suficientes bienes de 
fortuna, poseían sobre todo la más grande de las riquezas, el santo temor de Dios. El señor bendijo su unión y Margarita fue la tercera de 
cinco hermanos. Los ejemplos y las enseñanzas del padre y de la madre imprimieron en sus tiernos corazones un sentimiento profundo del 
deber, de suerte que, aun en los años de mayor ardor de la juventud, no apetecían sino lo que Dios quería. 

Espantosas fueron las primeras impresiones que Margarita recibió 
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en su infancia. Contaba nueve años cuando un día del mes de julio de 1797 se oían las campanas de Asti y Chieri que tocaban a rebato por 
largo tiempo. Emisarios franceses y sectarios piamonteses, protegidos por el embajador de Francia en Turín, habían levantado a la hez del 
populacho en rebelión contra el legítimo rey Carlos Manuel IV, proclamando la república. Pero los aldeanos corrían en ayuda de las tropas 
reales. En Chieri, treinta de los revoltosos fueron pasados en seguida por las armas y otros nueve fueron condenados a la pena capital. En 
Asti, se ejecutaron catorce sentencias de muerte. 

Al año siguiente, los lugareños del territorio de Asti ardían de ira 
y, en el secreto de sus casas, lanzaban imprecaciones contra los franceses, que habían ocupado la ciudadela de Turín con inaudita 
insolencia, obligando a su Rey, de la manera más villana, a abdicar y 
retirarse a Cerdeña; y en los primeros días de 1799, insoportable ya 
el gobierno democrático, al grito de «íViva el Rey!» tomaron las armas y se dirigieron a Asti. Los franceses de la guarnición los 
rechazaron fácilmente, les hicieron volver a sus caseríos y aldeas y fusilaron a muchos, capturados con las armas en las manos. íCuánto 
miedo y cuánto luto en las familias! ((15)) 

Poco después, una indignación mucho mayor, una compasión mucho más viva conmovió los corazones de los católicos. De paso por 
Casal-Monferrato, Alessandria, Crescentino y Chivasso, la noche del 24 al 25 de abril llegaba a la ciudadela de Turín Pío VI, en calidad 
de prisionero, acompañado de un comisario de la república. A sus ochenta y dos años de edad, postrado y extenuado de fuerzas, se temía 
por su vida. Había sido condenado por el Directorio a retirarse a Valence en el Delfinado, a través de los Alpes con sus altas nieves y 
hielos y al borde de peligrosos precipicios. 

A estos sufrimientos se añadía la prolongada y persistente carestía en que vivían las poblaciones del Piamonte, porque el mismo 
Soberano necesitaba hombres y dinero para rechazar a los ejércitos franceses; y a causa de los franceses vencedores, necesitados de todo y 
ávidos de riquezas. La guerra, comenzada en 1792, acabó con el armisticio de Cherasco, el 28 de abril de 1796. Se exigían continuos y 
gravísimos tributos, impuestos extraordinarios, empréstitos forzosos, entregas gratuitas intimadas por decreto, multas a los municipios y a 
los individuos que se mostraban reacios, enormes contribuciones de guerra. Se habían publicado leyes que reducían el valor del papel 
moneda, que confiscaban casi todos los bienes nacionales. Motivos de nueva angustia eran las requisas de víveres y ropa para 
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las tropas, la escasez de mercancías, la epidemia en los ganados y en las poblaciones. 

La familia Occhiena compartía ciertamente aquellas calamidades públicas, pero su confianza en Dios y la buena educación de sus hijos 
le proporcionaban gran consuelo. Margarita, en la escuela de su madre y en medio de tantas estrecheces, daba esperanza cierta de llegar a 
ser una excelente ama de casa. 

Aún pequeñita, dividía su tiempo entre la oración y el trabajo. La iglesia, adonde acudía para cumplir ((16)) los deberes religiosos, 
asistir a la santa misa, recibir los santos sacramentos y escuchar la 
palabra de Dios, era el lugar de sus delicias, el centro de sus preferencias. Estaba dotada por naturaleza de una voluntad resuelta que, 
ayudada por un excelente sentido común y por la gracia divina, le haría salir victoriosa de todos los obstáculos espirituales y materiales, 
que habría de encontrar en el curso de su vida. Teniendo por regla de todas sus acciones la ley del Señor, sólo ésta ponía límites a su 
libertad. Y así, con rectitud de conciencia, de afectos, de pensamientos, con juicio seguro sobre los hombres y sobre las cosas, desenvuelta 
en su obrar, franca en sus palabras, no conocía el titubeo o el miedo en ninguna circunstancia, lo mismo pequeña que grande. 

En una aldea vecina vivía un hombre que atraía las miradas y la 
admiración de todos, por su extraordinaria altura y corpulencia y su 
buen aspecto. Cuando pasaba por la calle, salía la gente para verle y 
los niños iban tras él, como suelen hacerlo con algo extraordinario. 
El gigante se sentía molesto por la insistente curiosidad. Un día, en 
que Margarita estaba como encantada contemplándole, se dirigió a ella y acercándose le dijo: -íCaramba! Es que no puedo ser dueño de 
mí mismo? No puedo ir adonde quiera, sin que estén todos mirándome? íEa, tú! no te soltaré hasta que no me digas por qué razón me 
estás mirando de pies a cabeza. -Margarita, sin apartarse ni desconcertarse, le respondió: -Por lo mismo que un perro mira pasmado a un 
obispo; y si te puede mirar un perro, con mayor razón puedo hacerlo yo, que al fin y al cabo soy más que un perro. íRespuesta bien franca 
para una jovencita de su edad! ((17)) 

En todos sus actos mostraba la misma energía. Un hecho muy simpático la retrata al vivo. En 1779 el ejército austro-ruso, después de 
haber vuelto a tomar a los franceses la Lombardía, ocupó el Piamonte en nombre del rey de Cerdeña, pero lo trató como a un país 
conquistado, de modo que éste jamás padeció tanta escasez como aquel año. Se aumentaban los tributos ya exorbitantes, los mozos 
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eran llamados a filas, se excluía de cargos públicos a muchísimos que, por amor o por fuerza, se habían manifestado partidarios de la 
República se les imponían multas o se les encarcelaba. 

En Castelnuovo de Asti, no lejos de Capriglio, los guardias esposaron al vicario parroquial, don José Boscasso, y se lo llevaron a Turín 
con otros tres sacerdotes apresados en Asti: el vicario general, un canónico y el prior de los servitas. Setenta sacerdotes, víctimas de 
acusaciones políticas, fueron hechos prisioneros en sus iglesias, algunos mientras confesaban, y, encadenados de dos en dos, expuestos a 
los insultos de la plebe, hicieron el camino a pie, desde Turín hasta el castillo de Alessandría. Entre tanto, los viveres escaseaban, el trigo 
costaba el precio enorme de veinte liras la hemina 1, y Austria prohibía la exportación del trigo de la Lombardía. Por estas razones, los 
campesinos habían perdido la confianza en los nuevos magistrados, que representaban tan mal al gobierno del Rey, y faltaba poco para 
que perdieran el antiguo afecto de la Casa de Saboya: desde luego, la aversión contra los aliados llegaba al colmo. 

Margarita, aunque no sabía qué era odiar, no podía por menos de participar de la indignación general. Era el mes de septiembre de 
1799, la estación de la cosecha del maíz. La familia Occhiena tenía extendida al sol en la era, delante de la propia casa, su cosecha de maíz 
para que se secara, cuando llegó un escuadrón de caballería austríaca. Los soldados hicieron alto en el campo vecino y los caballos, libres 
de sus bridas, fuerona adonde estaba el maíz. Margarita, que vigilaba la era, al ver aquella invasión ((18)) de su propiedad, dando gritos 
trató de alejar a los caballos empujándolos y golpeándolos con las manos. Pero los robustos animales no se movían y seguían devorando 
con avidez tan opíparo banquete. Entonces, dirigiéndose impertérrita a los soldados, que desde la otra parte del vallado la miraban y se 
reían de su apuro y vanos esfuerzos, comenzó a apostrofarlos en su dialecto para que custodiaran mejor a los caballos. Los soldados, que 
no entendían nada de su lenguaje, no dejaban de reírse y repetían de cuando en cuando: -« Ya, ya.» -Os reís?, continuó Margarita puesta 
en jarras; a vosotros os importa poco que los caballos se coman nuestra cosecha, que vale catorce liras y media 
la hemina. A vosotros no os cuesta nada este maíz, pero nosotros lo 
hemos sudado durante todo el año. Qué comeremos este invierno, con qué vamos a hacer la polenta? íSois unos abusones! Queréis apartar 
los caballos, sí o no? 

1 Medida antigua para líquidos y áridos: en Turín, equivalente a 28 litros. (N. del T.) 
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-Ya, ya, replicaban los soldados. 

A Margarita, que comprendía muy bien que los soldados se estaban burlando de ella, le ponía nerviosa el monosílabo. Poco a poco se 
fué acalorando. Algunos soldados se acercaron y le hablaban en alemán, que ella entendía lo mismo que ellos el piamontés. Entonces, 
poniéndose a tono, comenzó a repetir un monosílabo que en dialecto piamontés es una afirmación burlesca: -«íBo, bo!». Se entabló así un 
diálogo, en el que se renovaba la escena de aquella que preguntada: «adónde vas?», respondía: «llevo peces». Al mismo tiempo se repetía 
un magnífico dúo. De una parte, se burlaban con el ya, ya; de la otra se contestaba con el bo, bo; y el bo y el ya se alternaban con las risas 
grotescas de los soldados. Margarita acabó por perder la paciencia y concluyó: -Sí, sí; bo y ya, bo y ya. Sabéis qué significan juntos? Boia 
verdugos, que es lo que sois vosotros ((19)) que devastáis nuestros campos y robáis nuestras cosechas. 

Era una declaración de guerra en toda regla. Viendo, pues, que las palabras no servían y que el maíz iba desapareciendo. Margarita 
agarró una horca y con el mango, primero, comenzó a apalear a los caballos; después, como parecía que no se resentían de los golpes, dió 
la vuelta a su arma y con las púas de hierro los pinchaba en las ancas y el hocico. Los caballos se encabritaron y escaparon de la era. Los 
soldados, que en otra circunstancia se hubieran dejado llevar del prurito de disponer y mandar, en aquellos tiempos de guerra, fueron por 
los caballos desmandados y los ataron a los árboles de un prado cercano. En verdad, hubiera sido ridículo llegar a un altercado con una 
muchachita de once años. 

La victoria obtenida por Napoleón, primer cónsul, en Marengo, el 14 de junio de 1800, obligó a los austríacos a salir del Piamonte, que 
pasó a ser provincia francesa. Los piamonteses se quedaron en paz. Desde entonces, ningún ejército enemigo volvió a invadir sus tierras. 
Las bandas de salteadores, formadas por malhechores, desertores de las filas de los ejércitos, gente escapada de las cárceles, individuos 
todos que en medio de tan gran desorden civil estaban seguros de no ser apresados, fueron entonces perseguidos por todas partes. Durante 
varios años fueron pasando de pueblo en pueblo, casi a diario, robando, incendiando y matando. Los campesinos, llenos de miedo, se 
juntaban en cuadrillas para ir de un lugar a otro y no se aventuraban a atravesar los extensos bosques, tan numerosos entonces; ni se 
atrevían a dejar sola a la familia en casa; y, antes de anochecer, se apresuraban a volver al propio hogar: en las aldeas pequeñas, como 
Capriglio, los habitantes montaban, a veces, la guardia 
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bien armados. Muerte segura amenazaba al que cayera en sospechas de delator. Uno de los más terribles cabecillas de aquellas bandas era 
Mayno de la Spinetta, ((20)) lugar cercano a Alessandria. Los comisarios franceses, constituyéndose en tribunal en los pueblos más 
castigados, encarcelaron y dieron muerte sin remedio a tantos que, mientras duró el Imperio, nadie más se atrevió a intentar nuevos 
latrocinios. Cesaron igualmente las arbitrariedades de los gobernadores de las provincias; la férrea voluntad de un solo hombre impuso 
perfecto orden en la exacción de tributos y en la administración del Estado. 

Acontecimientos jamás previstos alegraron por aquella época el 
corazón de los buenos piamonteses. En 1803 se celebró en Turín el VII cincuentenario del Milagro Eucarístico de 1453. La iglesia del 
Corpus Domini fue espléndidamente restaurada y en la plaza de la entrada se levantó un amplio altar con su dosel. Predicaron los mejores 
oradores, desfiló la procesión con el Santísimo Sacramento, en manos de monseñor Valperga de Masino, obispo que fue de Nizza. 
Tomaron parte en la solemnidad la corporación municipal y la guarnición francesa. La muerte instantánea de un desgraciado en el 
momento mismo en que se burlaba de la piedad de los turineses que habían acudido a la fiesta, llamada por él despectivamente el mulo, 
infundió en Turín y en la provincia terror y sentimientos más vivos de fé. 

El 12 de noviembre de 1804, Pío VII, de viaje hacia París para la 
coronación de Napoleón con la diadema imperial, pasó por Asti y llegó a Turín, entre cariñosos aplausos y festejos. Al regreso de París, el 
24 de abril de 1805, se quedó tres días en la ciudad y bendijo a una inmensa multitud desde el balcón del palacio real. La familia 
Occhiena, secundando sus sentimientos religiosos y el ejemplo de los habitantes de los pueblos circunvecinos, no podía dejar de ir a Turín 
para ver al Papa. Margarita entraba entonces en los diecisiete años y seguramente en esta ocasión se acrecentaría en ella el amor al Papa, 
que supo infundir luego en sus hijos. ((21)) 

Su amor se enterneció y se llenó de compasión el 17 de julio de 1809, cuando Pío VII, obligado a salir del palacio del Quirinal por orden 
de Napoleón, escoltado en una carroza por guardias a caballo, se detuvo una mañana, durante hora y nedia, en el castillo del Barón Rignón 
en Ponticelli, entre Santena y Chieri, para continuar camino de Grenoble. No podía ser de otro modo en una joven llena de fe y de 
costumbres irreprochables, incapaz además de ceder ante ningún respeto humano. 
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La firmeza de carácter, unida a una prudencia que la libraba de dar un paso en falso, fue siempre la salvaguardia de su virtud. Con 
frecuencia, sus jóvenes amigas iban a invitarla, en los días de fiesta, para dar un paseo por el campo. Les parecía muy justo tomarse un 
poco de esparcimiento, después de seis días de fatigosos trabajos. Pero Margarita no sabía alejarse de la vista de sus padres, por lo que 
siempre tenía pronta alguna excusa para rechazar la invitación. -íMirad!, decía a sus compañeras: yo ya he dado mi paseo, he ido hasta la 
iglesia. Es un camino bastante largo y no me siento con ánimos para andar más. -Y por más ruegos e instancias que le hicieran, nunca 
lograron apartarla de su propósito. En aquella edad no conocía más camino que el que iba a la iglesia, a la verdad bastante lejos de su casa 

Todos saben el atractivo que tiene para la gente de las aldeas la 
fiesta mayor de los lugares vecinos y cómo la juventud se deja arrastrar fácilmente para participar, al menos como espectadora, en los 
bailes que suelen organizarse en semejantes ocasiones y que se prolongan hasta muy entrada la noche. Nunca se deplorará suficientemente 
el daño que tales costumbres acarrean a la virtud. Pues bien, algunas muchachitas de Capriglio ((22)) ligeras y ávidas de diversiones, tras 
ataviarse lo mejor posible, iban a veces a invitar a Margarita. A sus voces, salía ella a la puerta; y las amigas le decían: -Margarita, ven, 
ven con nosotras. -Margarita las miraba de pies a cabeza y después de un «íoh!» de admiración por sus vestidos, preguntaba con una 
sonrisa ligeramente burlona: -Y adónde queréis llevarme? -íAl baile! íHabrá mucha gente, música estupenda; pasaremos la tarde muy 
divertidas! -Margarita se ponía seria y, clavando en ellas su mirada, respondía con estas solas palabras: -íEl que quiere jugar con el diablo 
no podrá gozar con Jesucristo! -Con esta terminante sentencia volvía a entrar en su casa, dejándolas tan impresionadas que alguna, en vez 
de seguir camino de la fiesta, 
regresaba a su propia vivienda. 

Pero, sobre todo, la buena Margarita evitaba entretenerse con 
personas de otro sexo. Los domingos, algunos muchachos tomaron la costumbre de esperarla a la puerta de casa, para acompañarla cuando 
salía camino de la iglesia. Esto le molestaba mucho, ya que con frecuencia se veía precisada a ir sola, por haberse quedado guardando la 
casa mientras los demás iban, al amanecer, a cumplir sus deberes de cristianos. Sin embargo, no le gustaba ser descortés con aquellos 
importunos, ya que sabía que no conseguiría nada, antes al contrario les habría dado pretexto para reírse y para burlarse y, acaso, 
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los habría animado a aumentar en número otros domingos. Usó, pues, un recurso, sin que ellos lo notaran, para librarse de aquellos mal 
educados: salía de casa antes de la hora acostumbrada. La artimaña le valió sólo algunos domingos, porque los jóvenes, al darse cuenta de 
su astucia, adelantaron ellos también la hora de su llegada. Entonces Margarita ((23)) rogó a una buena mujer de los caseríos vecinos que 
tuviera la bondad de acompañarla; pero algunas veces sucedía que, por deberes de familia, tampoco esa señora podía prestarle aquel 
servicio. Qué hacer en tal caso? Margarita no se desanimaba por tan poca cosa. No pudiendo esquivar la compañía de aquellos jóvenes 
galantes, correspondía a su saludo, aceptaba el ofrecimiento de su compañía y se ponía a caminar a paso tan rápido y resuelto que ellos 
tenían que correr para seguirla, haciendo el ridículo ante cuantos los veían. Al fín, cansados y jadeantes, acababan por quedarse atrás, 
diciendo:-No queremos rompernos las costillas y los pulmones.-Margarita se reía en sus adentros de su estratagema, llegaba sola a la 
iglesia y, acabada la santa misa, buscaba entre la gente una compañera para volver a casa. Casi siempre escogía a cierta vieja, jorobada, 
coja, irascible, dispuesta a enseñar los dientes a cualquiera que le importunara, y, poniéndose a su lado, desandaba el camino. 

Se lee en el Eclesiástico: «Mantén firme el consejo de tu corazón, que nadie es para ti más fiel que él. Pues el alma del hombre puede a 
veces advertir más que siete vigías sentados en lo alto para vigilar. Y por encima de todo esto suplica al Altísimo, para que enderece tu 
camino en la verdad» 1. Margarita, con las enseñanzas del catecismo, había fortalecido su corazón y modelado sus acciones según estos 
divinos consejos, logrando de este modo evitar todo peligro y pasar inmaculada su juventud. 

1 Eclesiástico, XXXVII, 13-15. 
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((24)
)


CAPITULO III 

FRANCISCO BOSCO MODELO DE PADRES DE FAMILIAESTADO DEPLORABLE DE LA IGLESIA CATOLICA Y DE
LOS PARROCOS EN EL PIAMONTE -MATRIMONIO DE
FRANCISCO CON MARGARITA OCCHIENA -NACIMIENTO
DE JUAN BOSCO -MUERTE DEL PADRE DE JUAN.


A hora y media de camino, de Capriglio hacia el noroeste se encuentra Castelnuovo de Asti, escondido entre graciosas colinas, al pie de 
una de ellas, defendido de los vientos del norte. Limita al este con las pequeñas aldeas de Pino y Mondonio; a mediodía lo embellecen 
prados y campos fertilísimos; al oeste una colinita lo separa de Moriondo y Lovanzito, aldehuelas muy cercanas; y le hacen corona 
preciosos viñedos. Cuenta con cinco barrios o pueblecillos: Morialdo, Ranello, Bardella, Nevissano y Schirone. Las casas se hallan 
construidas, en gran parte, a caballo de la colina, y en medio se alza la iglesia parroquial. Dista veinticinco kilómetros de Turín, a cuya 
archidiócesis pertenece, y treinta y cinco de Asti. Cabeza de partido de siete ayuntamientos, contaba en aquellos tiempos con tres mil 
habitantes, gente industriosa y dedicada al comercio, que ejercía habitualmente con varias ciudades de 
Europa. Unas canteras de yeso, que existen en su territorio, proporcionaban a la población notables ganancias. Su clima es muy apacible: 
se respira un aire salubérrimo y, en el verano, ((25)) un vientecillo continuo y fresco modera los excesivos calores. La gente, bajo un cielo 
hermoso y espléndido, es de carácter alegre yn abierto, de buena índole y acogedora con los forasteros, que son tratados con la sincera 
hospitalidad que se admira generalmente en todos los pueblos de la zona de Asti. 

Casi a medio camino, entre Capriglio y Castelnuovo, en los lindes de un bosque, había un pequeño caserío, llamado I Becchi, 
perteneciente al barrio de Morialdo. Propietario de una de aquellas casitas que, si no tenía el aspecto de probreza absoluta, tampoco daba 
muestras de ser lugar de comodidades, era un tal Francisco 
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Bosco, nacido el 4 de febrero de 1784. Su escasa fortuna consistía en unas tierras junto a la casa, que él mismo trabajaba para vivir. Como 
éstas no bastaban para satisfacer todas las necesidades de su familia, cultivaba también, en calidad de quintero, las tierras lindantes, que 
pertenecían a un tal Biglione, y en ellas había fijado su residencia. Vivía con su mujer, un hijo pequeño llamado Antonio, nacido el 3 de 
febrero de 1803, y su anciana madre, a la que trataba con las atenciones que sugiere una tierna piedad filial. Era hombre de carácter 
amable, excelente cristiano y dotado de gran sentido común para la instrucción religiosa, que cultivaba con la frecuente asistencia al 
catecismo y a los sermones en la iglesia parroquial. La verdadera sabiduría proviene de Dios y enseña al hombre a no quedarse en vanos 
deseos y a abandonarse enteramente a las disposiciones de la bondadosísima Providencia divina. Por eso, «la vida del que se basta a sí 
mismo y del obrero es dulce, pero más que ambos el que encuentra un tesoro» 1. 

Entregado por completo a sus trabajos, cuando menos lo esperaba, caía enferma la compañera de su vida, la cual, asistida por el vicario 
((26)) parroquial don José Boscasso, el que había sido encarcelado en la fortaleza de Alessandria en 1800, expiraba el último día de 
febrero de 1811, fortalecida con los sacramentos de la penitencia y de la extremaunción. 

A este dolor privado se vino a añadir, aquel mismo año, otro dolor público. El 11 de noviembre moría repentimiento el propio vicario 
don Boscasso, a los setenta y cuatro años, y era sepultado en la iglesia del Castillo. Para Francisco, que era hombre muy de iglesia, fué 
ésta otra gran pérdida. En los pueblecitos campesinos el párroco es natruralmente el padre, el amigo, el confidente, el consolador de sus 
parroquianos. El conoce a las familias y a cada uno de sus miembros; y éstos, siempre que lo encuentran, le saludan con una alegre 
sonrisa. Los jovencitos han sido bautizados por él y por él admitidos a la primera comunión; una gran parte de padres y madres se han 
prometido fidelidad eterna y amor delante de él; los hombres de edad se sirven de los consejos de su prudencia para gobernar a sus 
dependientes y, a veces, para ejercer cargos públicos 
con acierto. No hay casa donde no haya entrado para enjugar los últimos sudores de los moribundos, levantando sus corazones con la 
esperanza de otra vida llena de felicidad y sin término, y aliviando, al mismo tiempo, el dolor de los parientes. El nacimiento, la vida, la 

//1 Eclesiástico, XL, 18. // 
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muerte y la sepultura de cada individuo, lo mismo que las alegrías, los dolores y las miserias están siempre unidas al recuerdo del buen 
Pastor. El conoce los secretos de todos y su ministerio divino le coloca por encima de todos. La muerte de un párroco se siente como la 
pérdida del jefe de familia y troncha relaciones, confidencias, asuntos delicadísimos, a veces, de forma irreparable. 

Dado lo aciago de los tiempos, los cristianos más fervorosos pensaban quién podría ser el sucesor del vicario difunto. Ya había sido 
promulgado el nuevo código, compilado por Napoleón, ((27)) al cual 
él mismo llamaba arma poderosa contra la Iglesia. En Italia surgían 
por todas partes y se propagaban las logias masónicas, favorecidas 
por el gobierno imperial. Se dispersaba a los religiosos; se cerraban 
los conventos, a los que acudían los fieles con tanta confianza; se 
confiscaban y vendían los bienes eclesiásticos. Los desórdenes morales crecían en las poblaciones y no surgía casi ninguna vocación 
eclesiástica. La libertad de culto concedía al error los mismos derechos irrenunciables que a la verdad; se abolían las inmunidades 
eclesiásticas; se prescribía en los seminarios la enseñanza de las máximas galicanas, que atentaban contra los sagrados derechos del 
Romano Pontífice; leyes especiales y severísimas se dictaban contra 
los miembros del clero que desaprobaban algún acto del Gobierno; los obispos eran considerados como servidores del Emperador y se 
sustraían de su vigilancia las escuelas, para que las mentes juveniles fueran empapándose de los ideales e intenciones políticas y de las 
aberraciones religiosas de quién regía el Estado. Pío VII seguía prisionero en Sanova. Además de estas dificultades de orden general, 
había otras inherentes al oficio del párroco, que había de ser hombre de gran prudencia y celo apostólico. Se le obligaba a difundir y 
explicar un catecismo complicado por orden de Napoleón para todas las diócesis del Imperio: catecismo lleno de inexactitudes, de 
máximas heréticas, de añadiduras taimadas, con no pocas omisiones; catecismo que indirectamente atribuía al Soberano autoridad, aun en 
materia religiosa. El párroco no podía predicar, ni directa ni indirectamente, contra otros cultos autorizados por el Estado. Se le prohibía 
bendecir el matrimonio de quien no lo hubiera contraído 
antes civilmente. Los mienbros de la administración de los bienes 
parroquiales necesitaban la aprobación por parte del gobierno. El 
obispo, si bien consevaba el derecho de nombrar e instituir al párroco, no tenía poder para darle la institución canónica, antes de que el 
nombramiento, mantenido en secreto, no hubiera sido presentado ((28)) a la aprobación imperial, a través del ministro del culto. 
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Y el párroco nombrado no podía entrar en funciones, sin haber prestado el juramento prescrito en manos del gobernador. 

Pero volvamos a Francisco Bosco. Se encontraba seriamente preocupado por no poder, a causa de sus apremiantes trabajos, atender a su 
madre y cuidar de su único hijo que rayaba en los nueve años. Por esto, se decidió a casarse en segundas nupcias. Como iba con 
frecuencia a Capriglio, conocia las virtudes domésticas, nada comunes, de Margarita Occhiena. 

Margarita no mostraba ninguna propensión a desposarse. Ocupada en los trabajos de casa y del campo, siempre retirada y ajena a toda 
expansión y esparcimiento, evitaba mezclarse en las alegres tertulias en que tomaban parte, los días festivos, hasta las personas más 
honestas. Contaba ya veinticuatro años. Tenía el deseo de permanecer siempre así, en casa, para asistir a su padre y a su madre en la vejez. 
Pero el Señor la había destinado al estado conyugal. «Mujer varonil da contento a su marido, que acaba en paz la suma de sus años. Mujer 
buena es buena herencia, asignada a los que temen al Señor: sea rico o pobre, su corazón es feliz, en todo tiempo alegre su semblante».1 
Francisco la pidió por esposa. Margarita, antes de dar su consentimiento, puso alguna dificultad, manifestando el disgusto que sentía al 
tener que dejar la casa paterna. su padre aprobaba y aconsejaba la unión. Aunque de edad algo avanzada, decía que se 
encontraba con fuerzas, de modo que no tenía necesidad de asistencia alguna. Una salud a toda prueba era el envidiable patrimonio de su 
familia. El, de echo, vivió hasta los noventa y nueve años y ocho meses; y su hermano ((29)) Miguel, más joven, murió a punto de cumplir 
los noventa. Por otra parte, le quedaban en casa otros hijos e hijas, especialmente una, llamada Mariana, que tenia el propósito de cuidarse 
de él. Margarita, siempre dispuesta a obedecer, se abandonó a la voluntad de su padre. Aquella unión no proporcionaría riquezas, pero era 
conveniente. «Ciertamente es un gran negocio la piedad, con tal de uqe se contente con lo que tiene; mejor es poco con temor de Yahvéh, 
que gran tesoro con inquietud».2 

El sacramento del matrimonio es grande en Cristo y en la Iglesia, ha dicho San Pablo; y siendo sacramento de vivos, se debe recibir en 
gracia de Dios. íAy del que empieza su nuevo estado con un sacrilegio! Esta es la razón se tantas desdichas en la familias: porque el 
sacramento, recibido indignamente, viene a ser para ellas como un 

//1 Eclesiástico, XXVI, 2-4. 
2 I Tim., 6; Prov.XV, 16.// 
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pecado original. El sacrilegio acrrea la maldición de Dios. Quien, por el contrario, lo recibe santamente, recordando que esta unión es 
figura de la unión divina de Jesuscristo con su Iglesia, obtiene la abundancia de la gracia y muchas bendiciones aun temporales: 
bendiciones para sobrellevar con facilidad el peso de las obligaciones contraídas ante Dios, bendiciones para la paz doméstica, 
bendiciones para tener lo necesario para la vida y, sobre todo, bendiciones para los propios hijos. En aquellos tiempos, como sucede en los 
nuestros, en tales ocasiones se celebraban en las aldeas ruidosas demostraciones de alegría, festejos, banquetes, disparos de cohetes, 
música. Pero, antes que nada, se hacía una buena confesión y una santa comunión y, luego, una vez recibida la bendición del párroco, 
venía la mutua entrega de los anillos al pie del altar y durante el santo sacrificio. Así lo hicieron Francisco y Margarita: ((30)) después de 
haber ido al ayuntamiento, celebraron su boda en la parroquia de Capriglio el 6 de junio de 1812. Desde aquel momento observaron con 
exactitud el gran precepto de San Pablo: «Cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido».1 

Margarita, una vez en su nueva casa de Morialdo, consideró en seguida al pequeño Antonio como hijo suyo, de manera que éste 
encontró una madre que sustituía a la difunta, y no a una madrastra, como suele acontecer muchas veces a los pobres huerfanitos. Pero el 
chico, aunque muy bien tratado, parece que por razones interesadas no veía bien el segundo matrimonio de su padre. 

Entre tanto, por estos mismos días, el once de junio, un carruaje 
que había salido de Sanova atravesaba a gran velocidad la llanura de 
Alessandría: en él iba encerrado y casi agonizante Pío VII, prisionero de Napoleón desde hacía tres años. Acompañado por un comisario 
imperial, atravesaba sin que nadie lo supiera las colinas de Asti, llegaba a Fontainebleau, donde su perseguidor le tenía preparados 
amarguísimos sinsabores. A su paso, el santo Pontífice bendeciría seguramente a los piamonteses, sabiendo como sabía el afecto que le 
profesaban. Al enterarse Margarita de su paso, no pediría a Dios que aquella bendición le sirviera de ayuda en su nuevo estado? 

Margarita era feliz porque «para el corazón dichoso, alegría sin 
fin»2. Acogió a la anciana madre de Francisco, que también se llamaba Margarita, con indecible alegría y depositó en ella todo su afecto y 
su confianza. Margarita correspondía a su suegra con amor 

//1 Efes.V, 33. 
2 Prov.XV, 15.// 
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y obediencia de hija. Los dos corazones ((31)) se entendieron perfectamente desde el primer día. Tenían idénticas inclinaciones para el
trabajo, la economía y la caridad; el mismo sistema para organizar las
ocupaciones de la casa, los mismos principios para la educación de la familia. La madre de Francisco, bajo las vestimentas campesinas,
era todo una señora por la nobleza de sentimientos, la firmeza de voluntad y la entrega en el amar y hacer el bien.


El Señor bendijo la unión de Francisco y Margarita y el 8 de abril 
de 1813 pudieron alegrarse con el nacimiento de su primogénito, al que impuso el nombre de José, en el santo Bautismo, el nuevo vicario 
don José Sismondo, que había tomado posesión de la parroquia en los últimos días de agosto de 1812. 

Sin embargo, empañaba su alegría el lastimoso estado de la patria. Las iglesias eran despojadas de los ornamentos preciosos y las obras 
de arte. Los campanarios sagrados permanecían mudos en los días festivos, sin el tañido de sus consoladoras armonías, porque las 
campanas habían sido fundidas a millares para fabricar cañones. Los sacerdotes envejecidos, sin medios para sustentarse y vigilados por la 
policía. El recaudador, inexorable al cobrar los impuestos. Las madres se deshacían en lágrimas ante la separación de sus hijos destinados 
al servicio militar. Desde 1805 en adelante se desencadenaron continuas guerras, aunque en tierras lejanas. Muchísimos jóvenes italianos 
habían caído combatiendo contra Alemania; veinte mil en España, quince mil en la retirada de Rusia. Aquel año, todo el norte de Europa 
se había aliado con Inglaterra contra Napoleón y todos los jóvenes, a partir de los dieciocho años, se vieron obligados a empuñar las armas 
y marchar a Francia para ser sacrificados en defensa del déspota que un día les había llamado ícarne de cañón! Y en las iglesias el pueblo 
tenía que oír cantar: Domine, salvum fac Imperatorem nostrum Napoleonem! (íSalva, Señor, a nuestro Emperador 
Napoleón!) ((32)) 

Las oraciones de los buenos subían, entre tanto, al trono del Señor pidiendo perdón; y Dios misericordioso hacía pedazos el flagelo que 
azotaba a las naciones. Con el año 1815 llegaron a Europa la paz y el descanso. Napoleón, confinado para el resto de su vida en medio del 
océano, en la isla de Santa Elena, reconoció, como otro Nabucodonosor, que sólo Dios da y quita las coronas imperiales y reales. 

Para el Piamonte fue un año de alegría sin límites. Las leyes 
opresoras de la Iglesia quedaron abrogadas. Pío VII llegó a Savona y 
en presencia del rey Carlos Manuel I, que había vuelto a ocupar el 
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trono de sus padres el veinte de mayo del año anterior, rodeado de 
los obispos y en medio de una muchedumbre innumerable, coronaba a la Virgen de la Misericordia en acción de gracias por haberle 
librado del duro cautiverio. El diecinueve de mayo, tras pasar por Génova, Novi, Voghera y Moncalieri, llegaba de improviso a Turín. Era 
el séptimo viaje que hacía por territorio piamontés. Imposible describir el cariñoso recibimiento que la Casa Real de Saboya y el pueblo 
entusiasmado le tributaron, ni la solemnidad con que fue expuesta la Santa Sábana en el balcón del palacio Madama ante la multitud 
arrodillada, primero en la fachada de poniente y luego en la de levante.El Papa, en medio, y los obispos a ambos lados sostenían la 
Reliquia más insigne que existe sobre la tierra, después de la de la Cruz, mientras las campanas de la ciudad tocaban a fiesta y el cañón 
anunciaba a los lugares lejanos el faustísimo acontecimiento. El Papa abandonaba Turín el veintidós de mayo, después de visitar el 
santuario de la Consolata. 

Pues bien, en este mismo año, en el que ocurrieron tan felices sucesos, pocos meses después de que el Sumo Pontífice instituyera la 
fiesta de María Auxiliadora de los Cristianos, la noche del dieciséis 
de agosto, en plena octava de la Asunción de la Virgen al cielo, nacía el segundo hijo de Margarita Bosco. ((33)) 

Fue bautizado solemnemente en la iglesia parroquial de San Andrés apóstol, al día siguiente, diecisiete, por la tarde, por don José Festa. 
Fueron padrinos Melchor Occhiena y Magdalena Bosco, viuda del difunto Segundo, y se le impusieron los nombres de Juan-Melchor. 

En los momentos de peligro, de revueltas, cuando la sociedad corre graves riesgos y se tambalea sobre sus cimientos, la Providencia 
suscita hombres que se convierten en instrumentos de su misericordia, pilares y defensores de su Iglesia y obreros de la restauración 
social. Parecía que la paz quedaba afianzada en el mundo, pero no iba a ser duradera. Las sociedades secretas seguían su labor sigilosa, 
minando tronos y altares y, de cuando en cuando, golpes revolucionarios ponían de manifiesto su audacia, hasta que, por permisión de 
Dios, renovaron abiertamente la guerra, primero para castigo de sus cómplices pequeños y grandes y, luego, para el triunfo y la exaltación 
de su nombre. 

Juan Bosco daba sus primeros vagidos en la cuna de I Becchi, mientras en Castelnuovo el niño Juan José Cafasso, de cuatro años, era ya 
llamado por sus compañeros el santito, por su bondad y su porte. Estos dos niños llegarán a ser hombres; y, precisamente en el 
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tiempo en que más furiosa se entablará la lucha entre el bien y el mal, ambos se encontrarán en su sitio, cada uno realizando su propia 
misión providencial. 

Una dulce paz, jamás turbada ni por un solo momento, reinaba en la familia Bosco. «Un don del Señor la mujer silenciosa, no tiene 
precio la bien educada» 1. Margarita, amante del orden y del ((34)) silencio, de gran cordura y prudencia, velaba por la economía; 
mientras el buen Francisco, trabajando los campos con su sudor, proporcionaba el sustento a su madre septuagenaria y achacosa, a sus tres 
hijos y a dos obreros del campo. La mayor preocupación de los esposos era guardar los preciosos tesoros que de Dios habían recibido: por 
eso, vigilaban para que nada pudiera menoscabar su inocencia. 

Entre la gente del pueblo gozaban de gran estima por su honradez sin tacha y su vida verdaderamente cristiana: esa fama perdura 
todavía, después de tantos años. Esta es la mejor herencia que se puede dejar a los hijos, porque «la gloria del hombre procede de la honra 
de su padre» 2. 

Desgraciadamente, en esta tierra toda alegría tiene término. Dios 
misericordioso visitó aquella casa con una grave desventura. Francisco, lleno de fuerzas, en la flor de la edad, dedicado por entero a 
educar cristianamente a sus hijos, un día en que volvía a casa completamente bañado en sudor, entró imprudentemente en la subterránea y 
fría bodega. Cortada la transpiración, al anochecer se le manifestó una fiebre violenta, precursora de grave pulmonía. Todos los cuidados 
resultaron inútiles y en pocos días se encontró al fin de su vida. Fortalecido con los auxilios de la Religión, animaba a su desolada esposa 
a poner su confianza en Dios; y en los últimos instantes, llamándola a su lado, le dijo: Mira qué gran gracia me concede el Señor. Quiere 
que vaya a El hoy, viernes, día que recuerda la muerte de nuestro divino Redentor, y precisamente a la misma hora en que El murió en la 
cruz, cuando tengo la misma edad que El en su vida mortal. -Y después de rogarle que no se afligiera excesivamente por su muerte y se 
resignara a la voluntad de Dios, añadió: -Te recomiendo muy mucho a nuestros hijos, pero de un modo especial cuídate de Juanito. 

Francisco acababa su vida a la hermosa edad de treinta y cuatro años cumplidos, el 11 de mayo de 1817, en una habitación de la alquería 
de los Biglione. Al día siguiente, su cadáver fue llevado al 

// 1 Eclesiástico, XXVI, 14. 
2 Eclesiástico, III, 11.// 
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cementerio, acompañado del dolor y las oraciones de toda la población. Cuanto hemos dicho de Francisco lo supierondon Miguel Rúa y 
otros, de labios de mamá Margarita. 

De este día de luto hablaba con frecuencia don Juan Bosco a sus 
pequeños amigos, los alumnos del Oratorio de San Francisco de Sales, para inculcarles el respeto, la obediencia y el amor a sus padres. En 
los primeros tiempos, cuando no eran tan variadas sus múltiples ocupaciones y la salud le acompañaba, al anochecer se presentaba en el 
patio durante el recreo y, al instante, centenares de jovencitos corrían a su alrededor: él se sentaba y los entretenía con relatos edificantes. 
A menudo les contaba anécdotas de su niñez. Entonces, más de uno le decía: -Cuéntenos la muerte de su pobre papá. -Y don Bosco les 
decía: -«No tenía yo todavía dos años, cuando se murió mi padre y no recuerdo su fisonomía. No sé qué fue de mi en aquella triste 
ocasión; tan sólo recuerdo, y es el primer hecho de la vida del que conservo memoria, que mi madre me dijo: -íYa no tienes padre! -
Todos salían de la habitación del difunto y yo quería a todo trance seguir en ella. Mi madre, que había recogido un recipiente con huevos 
metidos en salvado, me repetía llena de pena: -Ven, 
Juan, ven conmigo. -Si no viene papá, yo tampoco quiero ir, respondí. -Pobre ((36)) hijo mío, insistió la madre, ven conmigo: ítú ya no 
tienes padre! -Y dicho esto, rompió en llanto, me tomó de la mano y me llevó a otro sitio, mientras yo lloraba porque ella lloraba. En 
aquella edad, yo no podía comprender la gran desgracia de perder al padre. Pero nunca olvidé aquellas palabras: -íYa no tienes padre!-
También me acuerdo de lo que hicieron entonces en casa con mi hermano Antonio, que desvariaba por el dolor. Desde aquel día hasta la 
edad de cuatro o cinco años no me acuerdo de ninguna otra cosa. Y desde esta edad en adelante, recuerdo todo lo que hacía». 
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((37)
)


CAPITULO IV 

GRAN CARESTIA EN EL PIAMONTE -PENURIA FAMILIAR 
LA VIUDA CRISTIANA -SABIDURIA DE MARGARITA EN LA
EDUCACION DE SUS HIJOS.


La muerte de Francisco dejó consternada a toda la familia. Se trataba de cinco personas que Margarita había de mantener, pues su 
corazón bondadoso no le permitía despedir a los dos obreros del campo. Ya desde el año anterior, 1816, la carestía había reducido el 
Piamonte a un estado lastimoso. Las cosechas del año, que eran su único recurso, se habían perdido a causa de las heladas fuera de tiempo 
y de una obstinada sequía. Los campos sembrados de cereales, los prados, los árboles frutales, ofrecían a quien los contemplaba un 
aspecto desolador. Los comestibles alcanzaron precios fabulosos: el trigo llegó a pagarse a 25 liras la hemina, el maíz a 16. Hay 
testimonios contemporáneos que aseguran que los 
mendigos pedían con insistencia un poco de salvado para mezclarlo con el cocido de garbanzos y alubias y proporcionarse así alimento. Se 
encontraron personas muertas en los prados con la boca llena de hierba, con la que habían intentado acallar su espantosa hambre. En tan 
angustiosa calamidad la gente se dirigía a Aquel a quien obedecen las lluvias y se vieron demostraciones públicas de penitencia que 
parecía que nunca más habrían debido volver a darse, después de la tremenda propaganda de indiferencia religiosa ((38)) que se había 
llevado a cabo durante la revolución. Las poblaciones extenuadas, escuálidas, peregrinaban de santuario en santuario, con los pies 
descalzos, con cadenas al cuello y cruces pesadas al hombro, suplicando misericordia. Cuando volvían a sus casas, muchos pobrecillos, si 
divisaban en los campos una hacienda con aire de bienestar, se dirigían a ella fatigosamente y arrodillandose delante de la puerta pedían 
limosna con angustiosa voz. El dueño, rico señor en otros tiempos y ahora reducido a tener que pensar con ansiedad en el futuro, 
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salía con un saco en cuyo fondo había salvado y daba un puñado a cada uno de aquellos hambrientos, algunos de los cuales lo engullían 
seco como estaba, regándolo con sus láqrimas. 

Tantas privaciones desarrollaron múltiples enfermedades que llevaron a muchos a la tumba. En las ciudades, a las puertas de los palacio 
y de las iglesias, por las calles y plazas, se hacinaban turbas de mendigos, sin fuerzas, semisdesnudos, atormrntados por repugnantes llagas 
causadas por el tifus exantemático, que mostraban con gestos de dolor para excitar la compasión y la caridad. A esto hay que añadir la 
inseguridad de los caminos. Manadas de lobos, procedentes de Suiza, donde se les había perseguido de manera general y encarnizada, 
infestaban los bosques de la Abadía de Stura, junto a Turín, y desde allí se esparcían por otras zonas, impulsados por el hambre. 

En medio de tantas miserias, la buena Margarita alimentó a su familia mientras tuvo con qué hacerlo; después entregó una suma de 
dinero a un vecino llamado Bernardo Cavallo, para que fuera en busca de víveres. Nadie en Morialdo quería vender a ningún precio los 
pocos alimentos que aún le quedaban. Ya no se llevaban a las ferias las vacas ni los bueyes, por falta de compradores, pues nadie había 
podido recoger nada de heno. Aquel amigo recorrió varios mercados y no pudo comprar nada, ni siquiera a precios exorbitantes. Regresó 
((39)) después de dos días, llegando al anochecer con la expectación que era del caso. Pero cuendo dijo que no llevaba nada, que volvía 
con el mismo dinero, el terror se apoderó de todos, ya que aquel día habían comido muy poco y podían temer las funestas consecuencias 
del hambre durante la noche. 

Margarita, sin perder el ánimo, se dirigió una vez más a sus vecinos para que le prestaran algo con que comer, pero no encontró quien 
pudiera proporcionarle ningún socorro. Reunió entonces a la familia y habló en estos términos: -Mi marido me recomendó en punto de 
muerte que tuviera siempre gran confianza en Dios. Vamos, pues;pongamonos de rodillas y recemos.-Después de una breve oración se 
levantó y dijo: -En casos extremos hay que echar mano de medios extremos.-Con la ayuda del vecino entró en el establo,mató un ternero 
y cociendo a prisa una parte, calmó el hambre de la extenuada familia. Para los días siguientes se proveyó de legumbres que logró hacer 
llegar a precios carísimos de pueblos lejanos. 
Es fácil imaginar lo que le tocó sufrir y trabajar a mamá Margarita en tiempo tan calamitoso. pero a costa de incesante trabajo, constante 
economía, gran atención y cuidado de las cosas más pequeñas 
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y alguna ayuda verdaderamente providencial, superó la crisis de 
provisiones.«Fui joven, dice el real Profeta, ya soy viejo, nunca vi al 
justo abandonado, ni a su linaje mendigando el pan»1. En medio de 
tantas penas y angustias, un vivísimo dolor vino a herir el corazón 
de Margarita. Su madre Dominga fallecía el 22 de marzo de 1818, a 
la edad de 60 años. 

Estos hechos nos los refirió la misma Margarita y fueron confirmados por los vecinos, parientes y amigos. ((40)) 

Terminada aquella terrible carestía y normalizada la situación 
familiar, le hicieron a Margarita proposición de un matrimonio sumamente conveniente; pero ella respondió: -Dios me dio un marido y me 
lo quitó; al morir él me confió tres hijos y yo sería una madre cruel si los abandonara en el momento en que más necesitan de mí. -Se le 
hizo presente que sus hijos quedarían bajo la protección de un buen tutor que cuidaría de ellos con solicitud... -El tutor, insistió la 
generosa mujer, es un amigo; yo soy la madre de mis hijos y no los abandonaré jamás, aunque me dieran todo el oro del mundo. Es mi 
deber entregarme por completo a su cristiana educación.-Asimismo indicaba que ella misma quería atender a las necesidades de la 
anciana suegra. 

Al llegar a este punto creo oportuno hacer una reflexión. La educación de los hijos se logra en la medida en que merecen las oraciones y 
las virtudes de las madres, y en que la quieren y procuran con diligencia cristiana y espíritu de sacrificio. El amor simplemente natural no 
es más que egoísmo y hace estéril toda fatiga. Dios había dado a Juan Bosco una auténtica madre cristiana que debía formarle según sus 
designios. Margarita comprendió su misión. 

Ha dicho el Espíritu Santo: «Tienes hijos? Adoctrínalos, doblega su cerviz desde su juventud2. Caballo no domado, sale indócil; hijo 
consentido, sale libertino3. Halaga a tu hijo, y te dará sorpresas, 
juega con él, y te traerá pesares. No le des libertad en su juventud, y 
no ((41)) pases por alto sus errores4. Instruye al joven al empezar su 
camino, que luego, de viejo, no se apartará de él».5 

Estas verdades que Margarita había aprendido en la escuela pedagógica más autorizada del mundo, en la iglesia, asistiendo a las 

//1 Salmo,XXXVI,25. 

2 Eclesiástico, VII,23. 

3 Eclesiástico,XXX,8. 

4 Eclesiástico,XXX,9,11. 

5 Prov.,XXII,6.// 
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funciones parroquiales, constituyen su norma constante, interpretada por su amor de madre cristiana y facilitada por los ejemplos 
persuasivos de sus virtudes. 

El hijo reproduce en sí mismo a su madre; por eso veremos resplandecer en él su fe, su pureza, su amor a la oración, su paciencia, su 
intrepidez, su constancia, su confianza en el Señor; el celo por la 
salvación de las almas, la sencillez y amabilidad de trato, la caridad 
con todos, la actividad incansable, la prudencia en plantear y llevar 
a cabo los asuntos y en vigilar a los súbditos con admirable maestría, 
la serenidad en las adversidades: valores todos reflejados en él desde 
el corazón de Margarita y en él impresos como la lente fotográfica 
imprime sobre el cristal preparado las imágenes que se ponen delante. 

Es más, la preparación misma fue obra de Margarita, con sus santas industrias y con su previsión, que no contariaba, sino que corregía y 
dirigía a Dios las inclinaciones y las dotes naturales con las que Juan había sido enriquecido. Manifestaba él un ánimo abierto, apego a su 
parecer, tenacidad en sus propósitos; y la buena madre lo acostumbró a una perfecta obediencia, sin halagar el amor propio, antes bien 
persuadiéndole a someterse a las humillaciones inherentes a su condición: al mismo tiempo no dejó de intentar ningún medio para que 
pudiera entregarse a los estudios, sin afanarse excesivamente ((42)) y dejando que la divina Providencia determinara el momento 
oportuno. El corazón de Juan, que un día debería acumular riquezas inmenesas de afecto para todos los hombres, estaba lleno de una 
exhuberante sensibilidad que podía resultar peligrosa, de ser secundada: margarita no rebajó nunca su majestad de madre con caricias 
exageradas, ni compadeciendo o tolerando cuanto pudiera tener sombra de defecto; mas no por ello usó jamás con él modos ásperos ni 
tratos violentos que lo irritaran o pudieran motivar enfriamiento en su amor filial. Juan tenía innato ese sentimineto de 
seguridad en el obrar, por el que el hombre se siente llevado naturalmente a dominar y que es necesario en quien está destinado a presidir a 
muchos, pero que también con tanta facilidad puede degenerar 
en soberbia; y Margarita no vaciló en reprimir los peuqeños caprichos desde el principio, cuando todavía él no era capaz de 
responsabilidad moral. Pero, cuando más tarde le verá sobresalir entre los compañeros con el fin de hacerles el bien, observará en silencio 
su conducta, no se opondrá a sus sencillos proyectos y no sólo le dejará actuar a su gusto sino que incluso le proporcionará los medios 
necesarios, aun a costa de privaciones. De esta manera, con dulzura y 
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suavidad se insinuará en su ánimo y le inclinará a hacer siempre lo 
que ella quiera. 

En una palabra, las virtudes de la madre explican las virtudes del 
hijo, porque uno era digno del otro. Con razón, pues, María Matta, abuela matterna del salesiano don Segundo Marchisio, y la señora 
Benedicta Savio, hija de Evasio y maestra en el asilo infantil de Castelnuovo, que vivieron con Margarita, la calificaron con la enfática 
expresión de reina de las madres cristianas. Y el método que Margarita usó con Juan, lo empleó también siempre con sus otros hijos. 

Pasemos ahora a contemplar en acción a esta digna madre en su sagrada función de educadora. 

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((43)
)


CAPITULO V 

EL CATECISMO -EL PENSAMIENTO DE DIOS -LA ORACION
LA PRIMERA CONFESION -EL TRABAJO -PRIMEROS INDICIOS
DE LA VOCACION DE JUAN.


APENAS comenzaron los hijos a discernir suficientemente el bien del mal, la gran preocupación de Margarita fue instruirles en los 
primeros rudimentos de la religión, encaminarles en la práctica de la misma y ocuparles en cosas compatibles con su edad. 

El amor a Dios, a Jesucristo, a María Santísima, el horror al pecado, el temor de los castigos eternos, la esperanza del paraíso, no se 
aprenden mejor, no se imprimen tan profundamente en el corazón como cuando se aprenden de labios de una madre. Nadie puede tener la 
autoridad de persuasión, ni la fuerza de amor, de una madre cristiana. Si en nuestros días se ve tanta juventud que crece corrompida, 
insolente, irreligiosa, se debe principalmente a que las madres no enseñan el catecismo a sus hijos. El párroco enseñará en la iglesia a los 
niños con verdadero celo las verdades eternas; el maestro, si por fortuna es buen católico, hará estudiar y explicará en la escuela el 
catecismo de la diócesis a sus alumnos; pero la instrucción que ellos dan resulta, tal vez, demasiado breve y, en ocasiones, en medio de 
mil distracciones y alboroto, de modo que los muchachitos aprenden, pero la doctrina no hace mella profunda en ellos. En cambio, ((44)) 
la instrucción religiosa que imparte un madre con la palabra, con el ejemplo, confrontando la conducta del hijo con los preceptos 
particulares del catecismo, hace que la práctica de la religión venga a ser vida propia y se aborrezca el pecado instintivamente, y como por 
instinto, se ama el bien. El ser bueno se convierte en costumbre y la virtud no cuesta gran esfuerzo. Un niño, educado de esta forma, tiene 
que hacerse violencia para llegar a ser malo. 

Margarita conocía la fuerza de la educación cristiana y sabía que 
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la ley de Dios, enseñada todas las noches con el catecismo y recordada frecuentemente a lo largo del día, era el medio seguro para que sus 
hijos se hicieran obedientes a los mandatos de su madre. Por eso, ella repetía preguntas y respuestas, tantas veces cuantas fuera preciso, 
para que sus hijos las aprendieran de memoria. 

Siendo como era mujer de gran fe, tenía siempre a Dios en su 
pensamiento y en sus labios. De mente despejada y palabra fácil,sabía servirse en toda ocasión del santo nombre de Dios para adueñarse 
del corazón de sus hijos. Dios te ve: era la palabra con que les recordaba que siempre se encontraban bajo la mirada del Dios grande, que 
un día los habría de juzgar. Si les permitía ir a entretenerse por los prados vecinos, les decía al despedirlos: -Acordaos de que Dios os ve. 
Si alguna vez los veía pensativos y temía que en su ánimo ocultasen pequeños rencores, les susurraba al oído: -Acordaos de que Dios os 
ve y ve también vuestros pensamientos, aun los más secretos. Si al hacer a alguno una pregunta, sospechaba que pudiera excusarse con 
una mentira, antes de que respondiese, le recalcaba: 

-Acuérdate de que Dios te ve. Sin saberlo repetía a sus hijos las palabras que Dios había dicho a Abrahán: «Camina en mi presencia y 
sé perfecto». 1 Como también el recuerdo que Tobías daba a su hijo: 

-Todos los días de tu vida ten a Dios ((45)) en tu mente, y guárdate de consentir jamás en el pecado y de quebrantar los preceptos del 
Señor 
nuestro Dios.-Esta gran verdad es la que mueve a responder, con José, al tentador: -Cómo puedo yo hacer ese mal y pecar contra mi Dios? 

Con los espectáculos de la naturaleza Margarita despertaba continuamente en ellos la memoria de su Creador. En las hermosas noches 
estrelladas, salían fuera de casa, señalaba al cielo y les decía: -Dios es quien ha creado el mundo y ha colocado allí arriba las estrellas. Si 
el firmamento es tan hermoso, cómo será el paraíso? -En la primavera, a la vista de una linda campiña o de un prado cubierto de flores, al 
despuntar la aurora serena o ante el espectáculo de un ocaso rosáceo, exclamaba: -íQué cosas más bellas ha hecho el Señor para nosotros! 
-Si se levantaba una tempestad y, al retumbar de los truenos, los niños se agrupaban a su alrededor, les hacía notar: -íQué poderoso es el 
Señor! Quién podrá resistirle? íTengamos cuidado de no cometer pecados! -Cuando una fuerte granizada echaba a perder las cosechas, al 
ir con sus hijos a observar los daños, les decía: -El Señor nos lo había dado, el Señor nos lo ha 

1 Gn., XVII, 1. 
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quitado. El es el dueño. Todo será para mayor bien; pero sabed que para los malos son castigos, y que con Dios no se juega.-Cuando las 
cosechas eran buenas y abundantes: -Demos gracias al Señor, repetía, íqué bueno ha sido con nosotros proporcionándonos nuestro pan de 
cada día! -En invierno, cuando se encontraban todos sentados delante del fuego y afuera había hielo, viento y nieve, les hacía reflexionar 
diciendo: -íCuántas gracias debemos, dar al Señor, que nos provee de todo lo necesario! Verdaderamente Dios, es, padre. íPadre nuestro, 
que estás en el cielo! 

Margarita sabía también sacar admirablemente consecuencias morales y prácticas de todos aquellos hechos que impresionaban de algún 
modo la fantasía de sus hijos. ((46)) 

De su madre aprendió Juan a estar siempre en la presencia de Dios y a recibir lo bueno o lo malo como venido de su mano. Cuando 
hablaba de su madre, cosa frecuente, siempre se mostró reconocidísimo a la educación eminentemente cristiana que de ella había recibido 
y a los grandes sacrificios que por él había soportado. 

Mientras los hijos fueron pequeños, Margarita enseñó a cada uno en particular las oraciones cotidianas. Así hizo con Juan, pero apenas 
éste fue capaz de reunirse con los demás, le hacía arrodillarse por la mañana y por la noche y, todos juntos, rezaban las oraciones y la 
tercera parte del rosario. Aunque Juan era el más pequeño de los hermanos, solía ser el primero en recordar a los otros este deber, al llegar 
la hora, y con su ejemplo los animaba a rezar con mucha devoción. Su buena madre los preparó a la primera confesión, cuando llegaron a 
la edad del discernimiento, los acompañó a la iglesia, comenzó confesándose ella misma, los recomendó al confesor y, después, los ayudó 
a dar gracias. Así siguió asistiéndoles en esto, hasta que los consideró capaces de hacer dignamente por sí solos la confesión. Juan, fiel a 
estas enseñanzas, empezó a confesarse con gran devoción y sinceridad y con la mayor frecuencia que se le permitía. Los domingos y 
fiestas de precepto los llevaba a oír la santa misa en la iglesia de la aldea dedicada a San Pedro, donde el capellán predicaba y daba un 
poco de catecismo. Juan, al regreso, repetía en casa algo de lo oído y todos le escuchaban con agrado. 

El suave proceder de Margarita para guiar a sus hijos a Dios con la oración y los sacramentos, le dieron tal ascendiente sobre ellos, que 
no disminuyó nunca con el correr de los años. Ya adultos, les preguntaba, ((47)) sin rodeos y con plena autoridad materna, si habían 
cumplido sus deberes de buenos cristianos y si habían rezado las oraciones de la mañana y de la noche. Y los hijos, con treinta y más 
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años, respondían con la misma sencillez y confianza que cuando eran niños. 

Al mismo Juan, siendo ya sacerdote, no dejaba de prodigarle sus advertencias. Cuando llegaba a casa, en la aldea, a hora avanzada, 
después de dar una misión fatigosa por los pueblos vecinos; cuando volvía cansado y sudoroso de un largo viaje; o cuando, ya en el 
Oratorio, entraba en su habitación cargado de sueño, después de haber predicado y confesado todo el día, y comenzaba a quitarse la ropa, 
su madre le detenía y preguntaba: -Has dicho ya las oraciones?-El hijo, que ya las había recitado, sabedor del consuelo que proporcionaba 
a su madre, respondía: -íVoy a rezarlas enseguida!-Y añadía ella: -Porque mira: estudia tus latines, aprende toda la teología que quieras; 
pero no olvides que tu madre sabe más que tú: sabe que debes rezar.-El hijo se arrodillaba y mamá Margarita, mientras tanto, daba vueltas 
en silencio por la habitación, despabilaba el candil, arreglaba la almohada, abría la cama y, cuando el hijo había terminado de rezar, salía 
sin añadir palabra. 

Se podría objetar que se trataba de una pretensión inoportuna e indiscreta. Pero yo creo no equivocarme afirmando que en aquel 
momento la buena Margarita gozaba pensando cómo, después de tantos años, sus hijos eran para ella los mismos de otros tiempos, 
sencillos, sumisos, respetuosos. íCuántas madres en nuestros días no se ven reconocidas como tales por sus hijos irrespetuosos que, llega 
dos a mayores de edad, les niegan todo gesto de respeto y deferencia! íCuántas tienen que llorar al verse despreciadas, ridiculizadas, 
insultadas por hijos desnaturalizados, que emplean con ellas los modales y los aires de un amo! Margarita, ((48)) en cambio, al poder 
repetir a sus hijos las mismas palabras que les dirigía cuando eran niños cada noche, al verlos tan obsequiosos a sus avisos, se daba cuenta 
de que seguía siendo para ellos la misma de siempre. Pasaban los años, pero no pasaba la alegría de la niñez. Margarita, que poseía un 
corazón sensible y delicado, se retiraba muchas veces a su cuarto enjugando las lágrimas de alegría que brillaban en sus ojos. Las lágrimas 
de alegría que un hijo hace brotar de los ojos de su madre son más preciosas a la vista de Dios que todas las perlas de los mares de 
Oriente; y «como el que atesora es quien da gloria a su madre» 1. 

Pero, además de la instrucción religiosa y de las oraciones, Margarita empleaba otro medio de educación, que era el trabajo. No podía 
soportar que sus hijos estuvieran ociosos y los adiestraba con 

1 Eclesiástico, 111, 4. 
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tiempo para el desempeño de algún trabajo. Juan, apenas cumplidos los cuatro años, ya se ocupaba con mucha constancia en deshilachar 
las varas de cáñamo, que la madre le daba en determinada cantidad. Y el niño, acabada su tarea, se dedicaba a preparar sus juegos. Ya en 
aquella edad era capaz de redondear trozos de madera y hacer bolas y palos para el juego de la «galla». Este juego consiste en que uno tira 
la bola con una estaca y el otro la devuelve de rebote con un palo1. Juan se sentía feliz jugando con sus compañeros; pero no faltaban 
disputas y riñas, fáciles en semejantes reuniones de chiquillos; en tales casos su papel era siempre el de pacificador, interviniendo para 
calmar los ánimos. Más de una vez la bola, manejada por aquellos inexpertos e imprudentes, iba a herirle en la cabeza o en la cara y, al 
sentir el dolor, corría en busca de su madre para que lo curara.La buena Margarita, ((49)) al verlo en aquel estado, le decía: 

-Es posible? Todos los días me haces alguna trastada. Para qué vas con esos compañeros? No ves que son malos?
-Por eso voy con ellos; cuando estoy yo, no se alborotan, son mejores, no dicen ciertas palabras.
-Pero, mientras tanto, vienes a casa descalabrado.
-Ha sido mala suerte.
-Sí, es verdad; pero no vayas más con ellos.
-Madre..
.
-Me has entendido?
-Si es para darle gusto, no volveré; pero, si estoy yo con ellos, hacen lo que yo quiero y no se pelean.
-Está bien, ya veo que volverás más veces a curarte; pero ten cuidado -concluía apretando los dientes y moviendo ligeramente la


cabeza-;mira que son malos, son malos. 
Y Juanito, sin moverse, aguardaba la última palabra de su madre, quien, después de pensarlo un momento, como si temiera impedir algo 

bueno, decía: 
-Bueno, vete con ellos. 
íResultan sorprendentes estos razonamientos en unos labios todavía es! Ya entonces se imaginaba estar en medio de numerosos niños, 

que vivían con él, sobre los cuales podía tener ascendiente, que estaban pendientes de sus labios mientras él hablaba 

1 La galla debía ser un juego, especie de béisbol primitivo semejante al juego de la «tala» o «mocho». La «tala» es un juego de 
muchachos, que consiste en dar con un palo en otro pequeño y puntiagudo por ambos extremos, colocado en el suelo; el golpe lo hace 
saltar, y en el aire se le da un segundo golpe que lo despide a mayor distancia. (N. del T.) 
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y que se iban haciendo buenos. A él le parecía que ésta era la única felicidad posible en la tierra. Prevenido por la gracia divina, sin 
saberlo estaba anhelando su misión futura, teniendo siempre en el corazón el santo temor de Dios, principio de la sabiduría, la cual «se 
anticipa a darse a conocer a los que la anhelan. Quien por ella madrugare, no se fatigará, que a su puerta la encontrará sentada... Ella 
misma va por todas partes buscando a los que son dignos de ella; se les muestra benévola en los caminos y les sale al encuentro en todos 
sus pensamientos. Porque ((50)) su comienzo, el más seguro, es el deseo de instruirse, procurar instruirse es amarla, amarla es guardar sus 
leyes, atender a sus leyes es asegurarse la incorruptibilidad y la incorruptibilidad hace estar cerca de Dios; por tanto, el deseo de la 
Sabiduría conduce a la realeza» 1. 

1 Sabiduría, VI, 13, 14, 16, 17-20. 

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((51)) 

CAPITULO VI 

LA MADRE PRUDENTE -LOS HIJOS OBEDIENTES -EL REGRESO DEL MERCADO -RENDICION DE CUENTAS. 

SE lee en el libro de los Proverbios:«Incluso con sus juegos da el niño a conocer si sus obras serán puras y rectas. Corrige a tu hijo y te 
dejará tranquilo, y hará las delicias de tu alma. El oído que oye y el ojo que ve; ambas cosas las hizo Yahvéh 1». Vigilad, pues, padres, 
para su gloria en vuestras familias. 

Por eso Margarita vigilaba continuamente la conducta de sus hijos. Pero su vigilancia no causaba, en ningún caso, fastidio, ni suspicacia 
ni reproche; era como la quiere el Señor, continua, prudente, bondadosa. Ponía empeño en que la compañía de la madre les resultara 
siempre grata, encaminándolos dulcemente a la obediencia y poniendo en práctica la advertencia del Apóstol: «Padres, no exasperéis a 
vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor 2». 

No se mostraba molesta con sus bulliciosos entretenimientos; al contrario, tomaba parte en ellos y les enseñaba otros nuevos. Respondía 
con paciencia a sus infantiles y a veces importunas e ((52)) insistentes preguntas; y no sólo los escuchaba con satisfacción cuando 
hablaban, sino que les hacía hablar mucho, con lo que venía a conocer los pensamientos que bullían en su tierna mente y los afectos que 
comenzaban a inflamar su corazón infantil. Los hijos, ncantados con tanta bondad, no tenían secretos para ella, que sabía encontrar mil 
industrias amorosas para cumplir dignamente su noble función. 

No era raro en aquellos tiempos encontrar en casa de los campesinos más acomodados la Historia Sagrada y libros de vidas de 

1 Prov., XX, 11; XXIX, 17; XX, 12 . 

2 Efes., VI, 4. 
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santos. Algún buen anciano de Capriglio solía leer sus páginas a la familia reunida los domingos por la tarde, en el establo en invierno o 
en la era bajo el emparrado en verano y otoño. Gracias a esto, mamá Margarita recordaba muchos ejemplos sacados de la Sagrada 
Escritura y de la vida de los santos, sobre los premios que el Señor otorga a los hijos obedientes y los castigos que inflige a los 
desobedientes; y con frecuencia los contaba a sus hijitos, despertando hábilmente su curiosidad y manteniendo viva la atención. De 
manera especial sabía describir, con rasgos vivos, la infancia del divino Salvador, siempre obediente a su Santísima Madre, y presentarlo 
como modelo de humildad a los niños. 

Todos saben lo ávidos de cuentos que son los pequeños y cuánta 
impresión producen en sus almas. De este modo, Margarita se adueñaba de la voluntad de sus hijos y más tarde de la de sus nietos; tanto, 
que una sola palabra suya era obedecido con prontitud con amor indecible. Si necesita un peuqeño servicio, como recoger leña, ir por 
agua, procurar un poco de hierba o paja para los animales, limpiar el suelo, bastaba que lo indicara a uno de ellos para que corriera 
también el otro. 

Así había logrado de sus hijos dos cosas, que a muchos padres y madres parecerían muy difíciles. ((53)) No quería de ningún modo que 
se juntaran, sin su consentimiento, con personas que no conocieran; ni que salieran de casa sin haber pedido antes permiso. A veces se 
dirigían a ella diciendo: -Mamá, ha llegado fulano y nos llama: podemos ir a jugar con él?-Si respondía que sí, iban alegres a divertirse y 
a correr por la colina. Algunas veces contestaba con un no rotundo, y entonces no se atrevían ni siquiera a asomarse a la puerta, pero se 
quedaban igual de contentos en casa y, hablando en voz baja, se divertían con los juegos que ellos mismos se habían fabricado o que su 
madre les había comprado en el mercado. A veces, la madre se iba al campo y los dejaba en casa. Si los vecinos les preguntaban por que 
no salían en un día de sol tan hermoso o por qué estaban tan quietos y buenecitos, ellos respondían: -Para no disgustar a mamá. 

Acostumbrados a obedecer por amor, la madre podía estar tranquila 
cuando se veía obligada a acudir al mercado de Castelnuovo, los jueves, para proveer a las necesidadeds de la familia y vender los 
productos del campo o del gallinero, o para comprar tela, prendas y otros objetos de uso doméstico. Con todo,,apreciaba en su justo valor 
la inocencia de sus hijos y sabía que el menor soplo de mal basta para empañarla. Por eso, antes de salir, además de darles los 
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avisos oportunos, no dejaba de recomendar a la abuela que no los perdiera de vista. 

Los muchachos, atentos a no hacer nada que pudiera disgustar a su madre, esperaban con ansia su regreso, tanto más que siempre les 
prometía traerles como regalo un pan bendito. A los niños de aquella edad y condición les parecía una gran cosa aquel regalito. ((54)) 

Así que, desde lo alto de la colina se ponían a mirar como vigías y cuando su madre, cansada, sudorosa, cubierta de polvo, aparecía al 
fondo del sendero que subía hasta la casa, corrían ellos a su encuentro y, apretujándose a su alrededor, repetían una y otra vez:-íEl pan 
bendito, el pan bendito! -La madre se paraba, sonreía y exclamaba: -íCuánta prisa! íQue impaciencia! Esperad un momento; un poco de 
calma; dejadme llegar hasta casa y descargar la cesta; dejadme respirar un poco.-Ellos, correteando, la seguían hasta la cocina. Alli se 
sentaba y, rodeada de los chicos, sacaba de la cesta el pan bendito. Los niños alargaban las manos: -íA mí, a mí!-Y la madre:-Calladitos, 
despacio; os daré el pan bendito, pero antes necesito saber que habeís hecho durante el día. -Ellos aguardaban en silencio para responder a 
las preguntas que les dirigía a cda uno. Por ejemplo, interrogaba a uno:-Fuiste a tal casa, como te encargué, para pedir aquella semilla y 
aquella herramienta? Qué te dijeron? Y tú ,qué contestaste?-Después al segundo: -Hiciste lo que te encomendé, si venía por casa aquella 
buena vecina? Cómo lo cumpliste?-Y a todos: -Os ha pedido la abuela que le hicierais algo que necesitaba? Le habéis obedecido con 
prontitud? Ha tenido que reñiros por algo? Ha venido algún chico del vecindario a veros? De qué habeis hablado con él? Qué habéis 
hecho todo el día? Habéis reñido entre vosotros? Habéis rezado el Angelus al mediodía?-Cón estas y semejantes preguntas procuraba que 
le dieran cuenta exacta de todo lo que habían hecho y, diría casi hasta de lo que habían pensado. En estos diálogos los niños contaban todo 
lo sucedido con sus más mínimos detalles. ((55)) 

La buena madre, siempre cariñosa, siempre serena, escuchaba las respuestas y añadía sus prudentes observaciones, que servían de 
norma en adelante. -Muy bien, respondía a uno; muy bien dicho. Un poco más de paciencia, un poco más de amabilidad, decía a otro. Esto 
no está bien; para otra vez estáte más atento. No ves que es una mentira y las mentiras disgustan al Señor?-Cuando veía que habían sido 
obedientes, concluía: -Así me gusta; tratad bien a la abuela y Dios os lo premiará.-De esta manera, recurriendo a la ley de Dios y a las 
buenas costumbres, los iba habituando a discernir lo 
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que estaba bien o mal en sus acciones y, en consecuencia, a evitar en 
adelante los defectos en que habían incurrido. Después de las observaciones y de los elogios, al fin les daba en premio un trozo de pan 
bendito, que ellos se comían en seguida, con avidez y con toda devoción. 

Por un estilo semejante les interrogaba al tropezarse con ellos, después de haber estado sin verles, aunque fuera una sola hora, bien por 
haberse tenido que ir al campo, bien porque los hijos se hubieran alejado de casa por cualquier motivo; el fruto de tales preguntas era un 
aviso o un consejo ya a uno, ya a otro de sus queridos hijos. Esta prudente manera de actuar la continuó hasta que llegaron a ser hombres 
hechos y derechos. 

Los hijos, educados de este modo, crecían buenos, formales, circunspectos en lo que hacían; y si alguna vez se descuidaban, eran los 
primeros en darse cuenta de ello, reconocer su culpa y prestar más 
atención en lo sucesivo. Por otra parte, Juan , que rumiaba en el corazón 
las palabras de su madre y grababa en la mente sus ejemplos, hacía suyo, para el futuro, sin advertirlo, aquel óptimo sistema de cariño y 
sacrificio en la educación. El espíritu de fervor y caridad, ((56)) inspirador de los libros sapienciales, entre las dulcísimas invitaciones 
con que trata de atraer a sí la filial atención de las almas, interrumpiendo la serie de sus enseñanzas, dice estas preciosas palabras: 
«Dame, hijo mío, tu corazón, y que tus ojos hallen deleite en mis caminos 1». Don Bosco hizo suyo este lema y se lo hemos oído repetir 
mil veces, invitándoles al bien. 

Hemos visto reproducida en él heroicamente aquella vigilancia continua, aquel amor para estar lo más posible con sus jovencitos, 
aquella paciencia para escuchar cuanto se le decía y aquellas preguntas 
solícitas y prudentes con las que invitaba a sus amigos a darle cuenta de su conducta, como lo había aprendido de su querida madre. 

//1 Prov.,XXIII,26. 
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((57)) 

CAPITULO VII 

REPRENSIONES -PRUDENTE PACIENCIA DE UNA MADRE -TRIUNFOS DEL AMOR MATERNO. 

NO era Margarita una mujer que levantase la voz para reprender a sus hijos, que se irritase al corregirlos o tomase decisiones para 
desahogar su enfado. Mostrábase siempre tranquila, siempre afable, siempre sonriente, nunca con ceño sombrío. Los hijos sabían cuánto 
les quería y correspondían con un amor que parecía alcanzar el máximo límite posible. No obstante, la buena madre no dejaba de avisar y 
reprender oportuna y constantemente. «Quien escatima vara, odia a su hijo, quien le tiene amor, le castiga. La necedad está enraizada en el 
corazón del joven, la vara de la instrucción la alejará de allí. Niño dejado a sí mismo, avergüenza a su madre» 1. 

Margarita, si bien estaba dotada de un carácter dulce, no era débil; y estaban persuadidos los hijos de que, si se obstinaran en una falta, 
ella no dudaría en recurrir al castigo. No había renunciado a su derecho a imponer el castigo; símbolo del mismo era la vara colocada en 
un rincón ((58)) de la habitación. Pero jamás la usó, ni dio un pescozón a sus hijos. 

Se servía, más bien, de industrias muy personales, que, empleadas con prudencia, lograban efectos admirables en corazones 
acostumbrados a obedecer. Tenía Juan solamente cuatro años, cuando al regresar un día del campo con su hermano José, muertos ambos 
de sed, pues era durante los calores del verano, la madre sacó agua y la ofreció en primer lugar a José. Juan creyó ver en aquel gesto una 
preferencia; cuando su madre se le acercó con el agua, él, un tanto puntilloso, hizo como que no la quería. La madre, sin decir palabra, 

1 Prov., XIII, 24; XXII, 15; XXIX, 15. 
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se llevó el agua y la dejó en su sitio. Juan permaneció un momento de aquel modo, y luego, tímidamente, dijo: 

-íMamá! 

-Qué? 

-No me da agua también a mí? 

-íCreía que no tenías sed! 

-íPerdón, mamá! 

-íAsí está bien! -Fue por el agua y sonriendo se la dio. 

En otra ocasión, Juan se había dejado llevar por cierto ímpetu o impaciencia propia de su edad y de su temperamento fogoso. Margarita 

le llamó. Corrió el niño. 

-Juan, ves aquella vara? -y le señalaba la vara apoyada contra la pared en el rincón de la habitación. 

-Sí, la veo -respondió el niño, echándose hacia atrás, avergonzado. 

-Tómala y tráemela. 

-Qué quiere hacer con ella? 

-Tráemela y lo verás. 

Juan fue a buscar la vara y se la entregó diciendo: 

-íAh, usted la quiere para medirme las espaldas! 

-Y por qué no, si tú me haces estas travesuras? ((59)) 

-íMamá, no las volveré a hacer! -Y el hijo sonreía ante la sonrisa inalterable de su buena madre. Aquello era suficiente para andar atento 
otra vez. Pero Juan habría aceptado el castigo, aunque su madre, conforme con su obediencia y docilidad, no le hubiera perdonado. 
Margarita aseguraba que Juan nunca le había causado ningún disgusto y que, si por inadvertencia estaba a punto de cometer alguna falta 
pequeña, bastaba advertírselo para que desistiese en seguida. Prometía y sabía mantener sus promesas. 

José, aunque dotado de índole afectuosa y apacible, cuando era todavía niño, a veces se enfadaba, se encaprichaba y se mostraba reacio a 
ciertas órdenes. Su mamá le tomaba por la mano, mientras él se tiraba por el suelo, pataleaba y gritaba; pero la madre, sin perder la 
firmeza, la alegría y la paciencia, aguantaba: -Mira, es inútil, le decía; no te dejaré marchar aunque tenga que estar aquí todo el día. Te 
toca a ti ceder.-Y si José continuaba con su manía, ella le hacía este razonamiento: -No ves que soy más fuerte que tú? Puedes estar seguro 
de que no me vencerás y piensa que, si te portas mal, el Señor te agarrará para llevarte a su tribunal y te castigará; y entonces, cómo 
escaparás de El?-José, al ver que todo esfuerzo era inútil se calmaba, alzaba los ojos hacia el rostro de su madre, 
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que no perdía su aspecto de bondad y de alegría, y sonreía. También se dibujaba en los labios de la madre una sonrisa, y todo concluía 
bien. 

Quién puede describir el bien que hace en un niño la sonrisa de su madre? Infunde gozo y amor; es un recuerdo suave en los años de 
edad avanzada y un estímulo eficaz en el cumplimiento de los propios deberes; es un reflejo de la alegría del paraíso y hacia él levanta los 
corazones, haciéndolos mejores. ((60)) 

Tal era el método de Margarita para reprender a sus hijos, intentando a toda costa que la reprensión no provocase ira, desconfianza, 
enemistad. Su máxima en este punto era precisa: inducir a los hijos a hacerlo todo por amor y para agradar al Señor. Por eso, era una 
madre afortunada. 

Ahora bien, ser buena con hijos cariñosos, ganarse por el amor corazones bien nacidos, no parece demasiado dificil. Lo difícil está en 
domar con la bondad temperamentos iracundos, despóticos y hostiles. Margarita lograba también triunfar en estos casos. El hijastro 
Antonio, que era ya mayorcito cuando Francisco se casó de segundas nupcias, había acogido con frialdad a su nueva madre y, como suele 
suceder en tales casos, la miraba como una intrusa. Las caricias que su padre prodigaba a José y a Juan le parecían una usurpación de sus 
hermanos en daño propio. Y con mayor motivo, previendo que del escaso patrimonio, que consideraba suyo, iba a perder dos tercios. La 
fría razón no lo excusará, pero en sus años de imaginación ardiente se comprende que se lamentara de su situación. Por eso sentía cierta 
antipatía contra su madrastra. Margarita, sin embargo, especialmente después de la muerte de su marido, comenzó a tratar a Antonio con 
toda suerte de preferencias, con todas las atenciones que un primogénito predilecto pudiera desear, intentando vencer su ánimo rebelde. 
Con esto lograba que no se viera turbada la paz en la familia, pero no podía impedir que, a veces, se dieran escenas desagradables con 
desobediencias o contestaciones insolentes. Hacía falta una virtud heroica para resistir aquel temperamento fogoso y caprichoso que, en 
ciertas ocasiones, no dudaba en llegar a altercados con la misma anciana abuela. Mamá Margarita supo estar siempre en su sitio en 
pruebas tan duras. ((61)) 

Con frecuencia, Antonio pegaba a sus hermanitos, y Margarita tenía que acudir a librarlos de sus manos. Pero nunca lo hacía por la 
fuerza y, fiel a su máxima, jamás tocó a Antonio ni siquiera un pelo. Se puede imaginar el dominio que tenía Margarita de sí misma para 
superar la voz de la sangre y del amor entrañable que sentía por José 
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y Juan. Pero en estas circunstancias mantenía una actitud de reserva para con él y, sin hacer alusión alguna a cuanto había sucedido, no le 
dirigía la palabra durante todo el día. Pasadas algunas horas, las más de las veces al anochecer, Antonio se le acercaba y le decía: 

-Mamá, qué le pasa? 

-Déjame tranquila, respondía mamá Margarita; ahora me encuentro demasiado inquieta para hablar. Deja que me tranquilice y mañana te 
lo diré.-La noche es madre de buenos consejos y por la mañana Antonio se presentaba a Margarita y le decía: 

-íPerdóneme, mamá! 

-Y cómo juzgas lo que sucedió ayer? 

-Es que los otros me incitaron, ellos me ofendieron. Yo quiero que me respeten. Comenzaron ellos. 

-íBasta! Si es así, íbasta! Y me pides que te perdone? 

-íTenía yo la razón! 

-La razón? Admitamos que tú tuvieras la razón al principio y en todo el asunto; pero debes comprender, al menos, que hiciste mal con 
tus modos; tú no debes tomarte la justicia por tu cuenta. Y por otro lado, la culpa no estaba sólo en los otros: también tú tienes tu parte. 
Confiesa tu parte de culpa, reconoce dónde está tu error y promete corregirte. Sólo entonces podré creer que estás arrepentido.-Antonio, 
ante las serenas palabras de la madre, solía responder: -Sí, estoy arrepentido, reconozco mi culpa y no volveré a hacerlo. ((62)) 

-Está bien, respondía entonces la madre, te perdono. -Y le sonreía tan afablemente, que Antonio recobraba toda su alegría. 

Sucedía también, a veces, que Antonio no quería reconocer su culpa y despechado se retiraba refunfuñando. Margarita esperaba 
pacientemente hasta la noche, hasta la hora de rezar las oraciones. Antonio se quedaba enfadado en un rincón, solo. Margarita, temiendo 
que no se acercara a rezar las oraciones con todos, iba a buscarlo amablemente, le tomaba de la mano y le decía: -Has pensado en lo que te 
dije? -Antonio, alzando los hombros y tratando de desasirse de la madre, insistía en que él tenía la razón. Entonces Margarita cambiaba de 
tema, le exhortaba a rezar al Señor para que le bendijera y le llevaba por un brazo hasta donde estaban los otros esperando, con la 
paciencia que es de imaginar, sin enojo, sin violencia, y aduciendo siempre razones persuasivas. Le costaba, pero al fin lograba hacerle 
ponerse de rodillas, aunque a cierta distancia de los demás. A veces, para ablandarlo, Margarita empleaba alguna broma, decía una 
agudeza o un chiste, y Antonio iniciaba una sonrisa. Entonces 
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Margarita comenzaba en voz alta las oraciones. Acabado el acto de contrición, se rezaba el Padrenuestro. Pero al llegar a las palabras: 
Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, Margarita suspendía las oraciones y dirigiéndose a 
Antonio le decía: 

-No digas las palabras: Perdónanos nuestras deudas; esas palabras no debes decirlas. 

-Y por qué? íSi son del Padrenuestro! 

-Pero tú no debes decirlas. 

-Qué deberé decir entonces? 

-Lo que quieras, ípero esas palabras, no! 

-íVaya! Y por qué? ((63)) 

-Por qué? Con qué valor te atreverás a pronunciarlas, si no quieres perdonar a tus compañeros, si les guardas rencor, después de haberles 
descalabrado? No tienes miedo de que el Señor te castigue mientras pronuncias tales palabras, que en tu boca son una mentira, un insulto a 
Dios, ya que no quieres perdonar? Y, cómo puedes esperar que el Señor te perdone a ti, si tú te niegas obstinadamente a perdonar a los 
demás? -Estas y semejantes expresiones salidas del corazón, inspiradas en el deseo de hacer el bien a aquella alma y de reconciliarla con 
Dios, dichas de forma que conmovían, obtenían generalmente su efecto. Antonio terminaba diciendo: -Sí, mamá, he faltado, perdóneme. 
-Y el perdón llegaba en seguida. 

A pesar de todo, más de una vez Antonio, reprendido o contrariado por algún capricho, montaba en cólera de tal manera, que no era 
capaz de escuchar la voz del deber. Con los puños cerrados y los brazos en alto se lanzaba contra Margarita casi hasta golpearla en el 
pecho, gritando: íMadrastra!, o barbotando otras palabras poco respetuosas. Margarita, mujer robustísima, habría podido con cuatro 
guantazos hacerle tragar sus palabras y mantenerlo a raya. Pero no, retrocedía unos pasos, miraba a su hijastro de forma tan penetrante que 
le frenaba de inmediato, a la vez que los dos más pequeños se colocaban en medio y la rodeaban diciendo: -No, mamá, no tenga miedo. 
íAntonio, cálmate! -Y Margarita le decía: -Mira, Antonio, te he llamado hijo y cuando lo he dicho una vez, lo he dicho para siempre. Eres 
mi hijo, porque lo eres de Francisco, tu padre, porque tu padre te entregó a mí y porque yo te quiero como tal. Ya ves que, si quisiera, 
podría pegarte hasta obligarte a ceder. Pero no quiero. 
He determinado no vencer nunca a mis hijos con la fuerza material, sino sólo ((64)) con la fuerza moral. Tú eres mi hijo y no quiero 
pegarte. Tú puedes comportarte como quieras, pero la culpa es tuya. 
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-Y se apartaba. Antonio, ante tales palabras, permanecía acobardado, confundido, y volvía sobre sí mismo, bajaba la cabeza y se alejaba. 
Fueron frecuentes los accesos de ira de Antonio, pero siempre quedaron deshechos por las palabras delicadas de Margarita, que ponía en 
práctica el generoso consejo de los Proverbios: «Mientras hay esperanza corrige a tu hijo 1 ». De todos modos, Antonio nunca pasó de la 
amenazas, y aun de éstas pidió siempre perdón al cesar el ímpetu de la pasión, especialmente gracias a los avisos serios que no dejaba de 
darle la abuela. Con el correr de los años se dominó de tal modo que dejó fama, viva todavía actualmente, de hombre distinguido no sólo 
por su hombría de bien y por su buen trato con todo el mundo, sino además de amigo fiel que sabía despertar la alegría allí donde se 
presentase. El respeto y el amor, que en realidad anidaban en su corazón, no siempre al sereno y a la vista, para con Margarita, se 
manifestaron claramente cuando se puso a vivir por su cuenta, al repartirse los bienes paternos. Iba muchas veces a visitar a la madrastra, a 
la que siempre llamaba con el dulce nombre de madre, mientras vivió en Morialdo; y cuando ella trasladó a Turín su domicilio, iba desde I 
Becchi para disfrutar del consuelo de pasar unas horas con ella, escuchando con reverencia sus consejos. 

Mientras tanto, en la escuela de su madre, Juan aprendía aquella admirable dulzura y aquel método que prevenía los desórdenes y que 
hace al educador dueño del corazón de sus alumnos. 

1 Prov., XIX, 18. 
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((65)) 

CAPITULO VIII 

LA ABUELA -RESPETO Y AFECTO FILIAL DE MARGARITA A SU SUEGRA -UNIDAD DE GOBIERNO EN LA FAMILIA 
-JUAN INTERCEDE POR SU HERMANO ANTE LA ABUELA. 

LA facilidad con que Margarita había logrado doblegar a sus hijos a una exacta obediencia no sólo era fruto de sus palabras, sino 
especialmente de sus ejemplos. Su marido Francisco, al morir, había dejado a sus cuidados a su propia madre, anciana y enferma, obligada 
por varios achaques y dolencias a pasar la mayor parte del día sentada en una silla o echada en la cama. Así y todo, aquella buena y santa 
mujer, acostumbrada desde niña a una gran actividad, se prestaba a todo lo poco que sus fuerzas le permitían hacer en favor de la familia. 
Hacía calceta, remendaba, cosía, preparaba la comida, barría; merced a ella, todo estaba limpio y ordenado en aquella casita. Cuando no 
podía terminar los quehaceres, tocaba a la nuera, al volver a casa, ayudarle a dar la última mano, ya que también a ella le gustaba la 
limpieza y el decoro de la familia. 

Margarita consideraba a su suegra como a la reina de la casa. La respetaba como si fuese su propia madre, la obedecía en todo y la 
consultaba para cualquier asunto. Cuando los pareceres no coincidían, siempre se mostraba dispuesta a someter el suyo ((66)) al de la 
anciana. Se apresuraba a darle gusto en todo lo que sabía le iba a complacer y, además, le procuraba los alimentos que creía más de su 
agrado. En los momentos del día en que estaba libre de trabajo y muy particularmente durante el invierno, se sentaba con gusto a su lado 
para hacerle compañía. Por la noche, cuando las enfermedades acrecentaban los sufrimientos de la anciana, Margarita se quedaba velando 
y la atendía con más mimo que una hija. Al ir al mercado o a la feria, lo que ocurría casi todas las semanas, nunca volvía sin una muestra 
de haber pensado en ella, llevándole, por ejemplo, pasta fina para la sopa, barritas de pan, galletas o fruta temprana. 
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Este respeto a la abuela se lo exigía también Margarita a sus hijos; un respeto sin medida y en todo. Solía decirles: -Debéis obedecer a 
vuestra abuela más que a mí. -Y era inexorable, si sucedía que le faltaban al respeto o la desobedecían. 

Aunque era muy suave con los hijos, sin embargo, nunca se ponía de su parte y en contra de la buena anciana; jamás les daba a ellos la 
razón, si la abuela les echaba la culpa. Castigo que ella impusiera, era castigo correcto; no se dio el caso de que Margarita lo levantara, lo 
disminuyera, o tratara de contraponer una inconsiderada bondad a la momentánea severidad de la abuela. 

Esta perfecta armonía era necesaria para la buena aducación de los niños, pues toda la administración de la casa recaía sobre mamá 
Margarita. A ella sola tocaba cuidarse del cultivo de la finca, de las compras y las ventas. Con ánimo varonil atendía a los trabajos del 
campo, reservados a las mujeres y se sometía con gusto ((67)) a los más pesados y fatigosos propios de los hombres. Su hermano Miguel 
no rehusaba ayudar a su hermana; pero, a veces, aunque llamado por ella, no podía acudir por impedírselo sus propios quehaceres. En 
tales casos Margarita dallaba, araba y sembraba, segaba las mieses, las agavillaba, las cargaba en el carro, las llevaba a la era; formaba los 
montones, trillaba y metía la cosecha en el granero. Se ponía a la cabeza de los jornaleros contratados, los cuales quedaban medio muertos 
con su ejemplo, al no querer dejarse vencer por una mujer. Antonio no solía ayudar demasiado en estos trabajos. Por esto, le tocaba a 
Margarita tener que estar mucho tiempo fuera de casa; pero estaba tranquila, porque sabía que sus hijos quedaban a buen recaudo. Contaba 
con la buena ayuda de la abuela para su educación y con su corazón dispuesto a secundarla en todo y con los mismos medios. Ya hemos 
dicho que Margarita había encontrado en aquella casa el mismo sistema de educación con el que ella había sido educada. 

Así, pues, la abuela, clavada frecuentemente en su sillón, disponía y ordenaba todo sólo con la voz; los nietos tenían con ella las 
mayores atenciones. Su más mínimo deseo resultaba para ellos una ley inviolable. Era una mujer de trato extremadamente suave y de 
corazón sensible hasta el extremo, pero tenía, a la par, una firmeza inflexible y sin igual para exigir al que hubiera faltado que reconociese 
su culpa. Si cualquier nieto cometía una falta, en ausencia de la madre, no hacía la vista gorda, no transigía, sino que le llamaba por su 
nombre y le decía: 

-Ven y tráeme la vara. 
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-Es que quiere pegarme?
-Claro; tráemela.
El chiquillo iba por la vara y se la entregaba.
-Ahora, acércate.
Y el niño se ponía a su lado. ((68)) -Abuela, yo no he empezado a reñir; yo no he desobedecido.
-Está bien: entonces, en vez de un palo te daré dos.
-Perdóneme, abuela.
-íEsto no me basta!
-Abuela, es verdad; me he portado mal, pero no lo volveré a hacer. -Y confesaba en qué había faltado.
-Estás convencido de tu falta?
-Sí, abuela.
A lo mejor, tenía ya la abuela la vara en el aire, dado que el pequeño culpable no se decidía a responder. Pero al oír: -íPerdóneme, tengo


yo la culpa! -ella desistía y le decía: -Está bien, lleva la vara a su sitio y no vuelvas a faltar más. -En general, terminaban siempre así las 

amenazas de la abuela, porque los chiquillos, que sabían el medio para librarse del castigo, reconocían en seguida con sinceridad la propia 

culpa. 

Rarísimas veces ocurrió que les pegara y aun entonces todo se reducía a uno o dos golpes con la vara, que ciertamente no llegaban a 

escocer; pero, como iban unidos a la idea de castigo, bastaban para hacer llorar al castigado, el cual ponía buen cuidado en no alejarse de 

la abuela ni un paso. Ella, mujer de iglesia, sabía de memoria las instrucciones del párroco: «No ahorres corrección al niño, que no se va a 

morir porque le castigues con la vara. Con la vara le castigarás y librarás su alma del seol». 1 
Como la abuela apenas si podía levantarse de la silla, hubo ocasión en la que alguien preguntó a los muchachos: 
-Por qué os acercáis a la abuela, cuando os llama para pegaros? Por qué no escapáis? No veis que no os podrá alcanzar? 
Y su respuesta era siempre la misma: 
-íPara no dar un disgusto a nuestra madre! ((69)) 
Un día, la abuela notó que habían desaparecido unas frutas que ella había puesto aparte. Su sospecha recayó sobre el más pequeño. Le 

llamó: -íJuan! -Este, que era inocente de aquel hurto, corrió alegre junto a la abuela; pero ésta, muy seria, le dijo: 
-Tráeme la vara del rincón. 

1 Prov., XXIII, 13-14. 

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El niño, lleno de turbación, obedeció; pero sabiendo cómo habían sucedido las cosas, dijo: 

-Abuela, obedezco, pero yo no he sido quien ha tomado la fruta. 

-Está bien, dijo ella; entonces tú me dirás quién lo ha hecho y yo te perdonaré el varazo. 

-Se lo diré, pero a condición de que perdone al culpable. 

-Lo haré. Hazle venir acá y, si él me pide perdón y me trae la vara, reconociendo así que merece castigo, le perdonaré. 

El pequeño fue corriendo al hermano mayor, que rondaba los quince años, y para el cual no guardaba ningún rencor a pesar de lo mal 
que él le miraba, y le explicó lo sucedido. Antonio, que ya trabajaba en el campo, encontró ridícula la pretensión de la abuela. 

Ser castigado como un chiquillo de seis años, le parecía una humillación absurda. Alzó los hombros con un gesto que quería decir: 
-íTonterías! -Pero Juanito insistió: -íVen, Antonio, no le lleves la contraria a la abuela! Ella tiene en mucho su autoridad, y se disgustaría. 
Y también mamá se sentiría contrariada. Cierto que ya eres mayor; pero, que no se diga que, por tu causa, la abuela se siente poco 
respetada. -El hermano cedió y diciendo: -Vamos, -tomó la vara, se la dio a la abuela y refunfuñó un: -No lo volveré a hacer -con una cara 
que ciertamente no copiaba la humildad de ((70)) un novicio cartujo. Pero la abuela se quedó satisfecha con aquel acto, le tomó 
cariñosamente por un brazo y le dijo: -Hijo mío, recuerda que, si es verdad que la gula mata más que la espada, también es verdad que, po 
sus consecuencias, la gula lleva más gente al infierno que cualquier otro pecado. 

Por su parte, Juan, en este perfecto acuerdo de su madre con la abuela, veía claramente la extrema necesidad y las inestimables ventajas 
de la armonía entre los superiores de una casa, para llevar a buen término la educación de los jóvenes; ya que, si entran envidias, rencores, 
criterios diversos, métodos distintos en quienes deben mantener la disciplina, se verán las dolorosas consecuencias en los alumnos y se 
experimentará la verdad de la sentencia: «Un reino dividido será desolado»». 
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((71)
)


CAPITULO IX 

MARGARITA ACOSTUMBRADBA A SUS HIJOS A LA LIMPIEZA
A LA REFLEXION Y A UNA VIDA AUSTERA Y DISCIPLINADA


MARGARITA, a más del orden y la hermosura del alma de sus hijos y de la dócil y constante alegría que quería ver en todas sus 
acciones, les exigía oreden y limpieza en su persona. Este solícito empeño estaba de acuerdo con el Espíritu del Señor: «Anda, come con 
alegría tu pan y bebe de buen grado tu vino, que Dios está ya contento con tus obras. En toda sazón sean tus ropas blancas y no falte 
ungüento sobre tu cabeza»1. Poe eso, Margarita procuró presentar a sus hijos, hasta los ocho o diez años, bien aseados, y hasta se gozó en 
prestar cierta elegancia a su manera de vestir. Sobre todo, los domingos les ponía el traje de fiesta, arreglaba su cabello, naturalmente 
rizado, que ella dejaba crecer un poco y que 
luego recogía y ataba con un lazo, según la costumbre. Tomándoles después de la mano los llevaba a misa. A veces permitía que Antonio 
fuese delante con el mayorcito, a pocos pasos, de modo que no se alejara de su vista. Los que se encontraban con aquella ((72)) familia, 
especialmente las madres, se paraban para congratularse con Margarita. -íAy! íQué niños tan guapos! -decían-, ísi parecen ángeles de 
verdad!-Margarita gozaba grandemente con tales elogios. Experimentaba en lo íntimo de su corazón, mas con mayor nobleza, los mismos 
sentimientos que un día manifestaba la madre de los Gracos, al responder a los romanos que le pedían les enseñara sus joyas:-íEstas son 
mis perlas! 

Y presentaba a sus hijos. Para Margarita los hijos eran su mejor 
tesoro, su ornamento su gloria. 

Los hijos, camino de la iglesia, al ver entre la gente que se iba 

//1 Eclesiastés, IX, 7-8.// 
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amontonando a algunos viejos que, por aquellos tiempos, aun llevaban una larga coleta, lustrosa y atada con una cinta, le decían: 

-íMamá!, mire a Santiago (era el buen vejete, el Néstor de la aldea): cuándo nos hará a nosotros una trenza sobre las espaldas? 

-Vosotros ya tenéis bastante con los rizos, con lo que el buen 
Dios os ha querido adornar. Os gusta ir guapos, verdad? 

-íClaro que sí! 

-Pues escuchadme. Sabéis por qué os pongo estos trajes tan bonitos? 
Porque hoy es domingo; y es muy justo que mostréis externamente la alegría que debe sentir todo cristiano en este día; y también porque 
deseo que la limpieza del vestido sea imagen de la hermosura de vuestra alma. De qué serviría ir bien vestidos, si el alma estuviera 
manchada con el pecado? Procurad, por tanto, merecer las alabanzas de Dios y no las de las hombres, que sólo sirven para haceros 
ambiciosos y soberbios. Dios no tolera a los ambiciosos y soberbios, y los castiga. Os han dicho que parecéis ángeles: pues bien, ángeles 
tenéis que ser siempre, especialmente ahora que vamos a la iglesia; ángeles de rodillas, sin ((73)) mirar a un lado y a otro, sin charlar, y 
rezando con las manos juntas. Jesús estará contento al veros tan devotos delante del sagrario y os bendecirá. 

Con estas lecciones de limpieza y buena compostura les acostumbró a saber respetarse a sí mismos y a los demás. Juán llegó a tener 
tanto cuidado de la limpieza de sus vestidos que, aún en edad avanzada, no se le veía una mancha, a costa del trabajo de revisar con 
frecuencia su sotana y su balandrán, lo que le permitía poder entrar en cualquier palacio, casa o lugar, donde era bien recibido hasta por la 
personas más exigentes. El orden externo en su persona era el indicio del orden admirable que reinaba en su alma. 

Margarita de preocupaba de que sus hijos se acostumbrasen a obrar siempre con reflexión, poque el descuido, aun sin culpa, es fuente de 
daños morales y materiales. Tenía Juan ocho años, cuando un día, mientras su madre había ido a un pueblo cercano para sus asuntos, 
quiso alcanzar algo que estaba colocado en un sitio alto. Como no llegaba, puso una silla y, subido en ella, chocó con la aceitera. La 
aceitera cayó al suelo y se rompió. Lleno de confusión, trató el niño de poner remedio a la fatal desgracia fregando el aceite derramado; 
pero, al darse cuenta de que no lograba quitar la mancha y el olor, pensó cómo evitar a su madre aquel disgusto. Cortó una vara del seto 
vivo, la preparó bien, escamondó con gracia la corteza y la adornó con dibujos lo mejor que supo. Al llegar la hora en que sabía que tenía 
que volver su madre, corrió a su encuentro hasta el fondo 
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del valle y apenas estuvo a su lado le dijo: -Qué tal le ha ido, madre? 
Ha tenido buen viaje? 

-íSí, Juan de mi alma!Y tú , estas bien?,estas contento?,has sido bueno?((74)) 

íAy, mamá!Mire -y le presentaba la vara. 

-íVaya, hijo mío!A que me has hecho unas de las tuyas... 

-Sí; merezco de verdad que esta vez me castigue. 

-Qué te ha sucedido? 

-Me subí así, así...;y desgraciadamente he roto la aceitera. Cómo sé que me merezco un castigo, le he traído esta vara para que me mida 
las costillas y se ahorre la molestia de ir a buscarla. 

Mientras tanto, Juan le presentaba la vara adornada y miraba la cara de su madre con aire picarón, entre tímido y gracioso. Margarita 
observaba a su hijo y la vara y, sonriendo ante la infantil estratagema, 
le dijo al fin: 

-Siento mucho lo que te ha sucedido, pero deduzco, por tu modo de obrar, que no has tenido la culpa y te perdono. Y no olvides nunca 
mi consejo. Antes de hacer algo, piensa en las consecuencias. Si hubieras mirado a ver si había algo que se pudiera romper, habrías subido 
más despacito, habrías observado alrededor y no te habría sucedido nada malo. No sabes que desde pequeño se acostumbra al 
atolondramiento, cuanto llega a mayor sigue siendo irreflexivo y se acarrea muchos disgustos y, a lo mejor, se expone a ofender a Dios? 
íSé, pues, juicioso! 

Siempre que hacía falta solía repetir Margarita estas lecciones, y con tanta eficacia de palabra, que iba logrando que sus hijos se fueran 
haciendo más cautos en lo sucesivo. 

«Quien sigue la represión es cauto»1. Esta sabiduría le enseñará, 
además, a no merecer represiones, a aceptarlas cuando las merece y hasta evitar las consecuencias con humildad y sinceridad. Así hacía 
Juan; pero en este episodio, no se vislumbra(75)) ya un rasgo de aquella política cristiana que, con la sencillez de la paloma y la prudencia 
de la serpiente, tuvo que emplear él tantas veces para defender sus instituciones y romper las redes que le tendían sus adversarios, sin 
hacérselos enemigos? 

Notemos también aquí la gran diferencia que media entre Margarita 
y muchos padres, que no saben educar a los hijos en el amor al orden y a la economía, antes, al contrario, ellos mismos les dan ejemplo de 
descuido y de precipitación y, a la minima contrariedad 

//1 Prov.,XV,5.// 
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de un vidrio roto, de un descosido en la ropa, de una silla que se cae, 
se ponen furiosos, apostrofan, golpean a sus hijos, como si hubiesen 
cometido un grave delito. Y los hijos se asustan, lloran, se irritan, 
odian y acaban a veces por rebelarse contra la autoridad del padre o de la madre. No reflexionan en que, además, se falsea la conciencia de 
los hijos.Porque, a veces, les toleran, o a lo sumo les castigan levemente, por una mentira, una riña, unas palabras inconvenientes, unas 
desobediencias; y, en cambio, por un peuqeño daño material, les castigan con una furiosa tempestad de palabras y golpes que, muchas 
veces, son ocasión de escándalo y de ofensa a Dios. íQué necedad comparar y anteponer un pequeño daño material a las faltas contra la 
ley del Señor! Sin embargo, aunque Margarita amaba mucho a sus hijos, no les hacía demostración alguna de empalagoso afecto; se 
preocupaba, por el contrario, de acostumbrarles a una vida sobria, laboriosa y dura. Así crecieron robustos. Las largas caminatas no les 
cansaban: para ellos no había distancias. Muchas veces, cuando Juan estaba en el Colegio Eclesiástico, salía de Turín a las dos de la tarde 
y llegaba tranquilo a Castelnuovo de Asti a las ocho. 

Para el desayuno no quería que se acostumbraran a tomar ningún 
companaje, ni fruta, a pesar de vivir en el campo; ni café con leche. Les preparaba una rebanada de pan y quería que la comiesen así, a 
secas. ((76)) De esta manera les acostumbró a que no les importara nada carecer de companaje en el desayuno. Y así solía hacer con Juan 
cuando volvía de la escuela a vacaciones y, más tarde, cuando ya era seminarista. 

Aunque en el seminario dormía sobre colchon, en casa ella le 
preparaba la cama con un simple y duro jergón. Y le decía: -Es mejor que te acostumbres a dormir con un poco de molestia; porque a las 
comodidades nos acostumbramos pronto. -Y durante los cuatro meses de vacaciones, ésta será siempre su cama. Hacía que su mismo hijo 
envolviera al colchon en un cobertor y lo guardara hasta el comienzo del nuevo curso escolástico. -No sabes lo que será de ti el día de 
mañana -le decía-; quién sabe el destino que te reserva la Providencia; te conviene, pues, estar acostumbrado a las privaciones. 

Aun durante el sueño quería que experimentasen alguna mortificación. 
«Porque», decía, «oveja que duerme, bocado que pierde». Muchas veces, por la noche, ocupado en los preparativos que la hospitalidad 
cristiana exigía, en favor de algún pobre que no había encontrado acogida en ningún otro sitio, los hacía estar en pie hasta 
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algo más tarde. Con todo, a la mañana siguiente, los despertaba antes de salir el sol y quería que se levantaran sin tardanza. En ocasiones, 
aun durante la noche, interrumpía su sueño para prestar ayuda a algún enfermo en las casas vecinas. De esta manera Juan se acostumbró a 
pasar sin dificultad las noches en vela. Cuando le parecía a la madre que Juan no había descansado bastante durante la noche, le decía que 
fuese a dormir en las horas fuertes del día. Juan obedecía: se sentaba en un banco junto a la mesa y apoyaba en ella los brazos y la cabeza; 
pero no lograba conciliar el sueño. 

-Duerme, Juan, duerme -le decía Margarita.((77)) 

-Sí, madre -respondía el hijo-, no ve que estoy durmiendo? 

Y así diciendo, cerraba los ojos. Margarita se reía: 

-Mira, hijo mío, nuestra vida es tan corta que tenemos poco tiempo para hacer el bien. Las horas que dedicamos a un sueño innecesario 
es tiempo perdido en el paraíso. Los minutos que podemos quitar al descanso inútil es alargar la vida, pues el sueño es imagen de la 
muerte. En estos minutos, ícuántas obras buenas podemos hacer y cuántos méritos acumular! 

Este consejo de Margarita era el eco de la divina palabra: «Cualquier 
cosa que esté a tu alcance el hacerla, hazla según tus fuerzas, porque no existirá obra ni razones, ni ciencia ni sabiduría en el sol a donde te 
encaminas».1 

Veremos más adelante, cómo Juan supo ocupar continuamente su tiempo. 

//1 Eclesiastés,IX,10.// 

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((78)) 

CAPITULO X 

UN MAL NEGOCIO -LOS PAVOS ROBADOS Y UNA LECCION DE PRUDENCIA -GUARDANDO LA VIÑA -EL DUENDE Y EL 
MUCHACHO INTREPIDO 

TODO cuanto se va a narrar en el presente capítulo puede parecer de escasa importancia; pero entiendo que no se debe omitir porque sirve 
para manifestar mejor el modo de proceder de Margarita en la educación de sus hijos. Tenía Juanito sólo cinco años, cuando un día fue 
con José a guardar la pequeña pavada de casa. Acertó a pasar por allí un bribón de marca mayor que, al ver a los dos ingenuos chiquillos, 
maquinó cómo engañarles para llevarse un pavo. Así que se les acercó y les dijo: -Queréis venderme un pavo? -Se miraron los muchachos 
uno a otro y les pareció una preciosa ocasión para hacer de comerciantes y ganar dinero. El granuja añadió: -Os doy veinticinco -íUn real! 
-exclamaron los chicos les pareció que era una gran cantidad; y, sin más, cobraron los veinticinco céntimos, mientras el desvergonzado 
sujeto, tomando el pavo más gordo, desapareció rápidamente de su vista. Los dos niños fueron a todo correr hasta su madre: -Mamá, 
hemos vendido un pavo. ((79)). 

-Cómo es eso? -respondió la madre, que no esperaba semejante noticia. -iY lo hemos cobrado bien! iVeinticinco céntimos! -Y ponían 
triunfadores el dinero el la palma de su mano. Mamá Margarita no podía creer lo que sus ojos veían: -íPobre de mí! íVeinticinco céntimos 
íPues sí que habéis hecho un buen negocio! No sabéis que, por lo menos, podía valer cuatro liras y media? Ese hombre es un estafador y 
os ha timado. -Los dos niños se quedaron de piedra ante tales palabras y, al darse cuenta de lo sucedido, llenos de pena echaron a correr en 
busca del comprador. Ya podía llamar los su madre: ellos no oían nada y escaparon uno por un lado, otro por otro, a través de las colinas. 
No advertían que, mientras iban en busca de un pavo, dejaban a merced del primero que pasase toda la 
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pavada que se les había confiado. La madre, que lo había observado todo desde la ventana, bajó con unos vecinos, juntó los pavos -que 
comenzaban a desbandarse-y los encerró en el gallinero. Mientras tanto, los dos niños -que, como era de suponer, no encontraron al que 
buscaban-volvieron a casa con la cabeza gacha, acobardados y empapados en sudor. Es de imaginar su estupefacción, al llegar al prado y 
ver que habían desaparecido los demás pavos. Miraron en derredor: no había una alma. Alzaron sus ojos hasta la casa, pero tampoco 
vieron a nadie. Inmediatamente pensaron que también les habían robado los otros pavos; puede, por tanto, imaginarse su estado de ánimo 
al entrar en casa. Apenas pasaron el umbral, exclamaron con pena: -íMamá, no están los pavos! -Margarita los miró sonriente. Ellos, 
sospechando mejores noticias, corrieron a su lado: -Por qué se ríe? -Porque los pavos los he recogido yo; vosotros hacéis las cosas sin 
pensar. Para otra vez no os fiéis de vuestro juicio; ((80)) pedid antes consejo a quien sabe más que vosotros y no tendréis que arrepentiros 
después. De esa manera no venderéis un pavo por veinticinco céntimos, ni correréis el riesgo de perder los demás. Y, por otro lado, qué 
habríais hecho vosotros solos, tan pequeños, de haber encontrado al ladrón? 

No quiero pasar por alto esta observación: quién podía conjeturar entonces que la divina Providencia destinaba a Juanito para ser su 
tesorero y administrar enormes sumas de dinero en favor de tantas y tan diversas obras de caridad? 

Algún tiempo después, mientras guardaba los pavos en el prado, se dio cuenta Juanito de que le faltaba uno. No había visto acercarse a 
nadie; pero, echando una mirada alrededor, descubrió a un individuo con barbas, alto de estatura, que pasaba por allí, con la indiferencia 
de quien no se preocupaba del pastor. Pero el pastorcillo, razonando consigo mismo, llegó a la conclusión de que el desconocido podía ser 
el ladrón. No había señal alguna de que aquel tipo llevara consigo el pavo que faltaba. Sin embargo, Juan estaba tan convencido de ello 
que salió al camino, corrió tras él y con la osadía de quien está seguro de sí mismo, le apostrofó: -Si no me devuelve el pavo, no le dejaré 
seguir adelante. -El forastero le miró con cara de pocos amigos y respondió: -Te has vuelto loco? íVete a jugar y que te diviertas! -Pero 
Juan insistió: -No me ha oído? íVenga el pavo! Le digo que usted me lo ha robado. -El forastero, desabrochándose la chaqueta, preguntó: 
-íDónde quieres que lo haya metido: -Juan no se dio por vencido: -Yo no digo que lo lleve encima, pero quiero el pavo. -Y el tipo aquel 
añadió: -Veo que estás de broma y eso no está 
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bien. No tengo tiempo que perder contigo. -Y, diciendo esto, seguía su camino. Pero Juan se le plantó delante: -Le digo que no le dejaré 
seguir, si no me restituye el pavo,((81)) porque empezaré a gritar «íal ladrón!» hasta que sea preciso;y si no viene nadie, me agarraré a sus 
piernas y no le dejaré andar.-Aquel hombre, al ver a Juan tan resuelto y por miedo a ser descubierto, se acercó a un seto vecino y sacó de 
un hoyo una talega donde había escondido el pavo. Tenía la intención de volver al caer la tardey, cuando no hubiese nadie por allí, llevarse 
tranquilamente su presa. Pero, haciendo de la necesidad virtud, dijo a Juan: -Mira, quería hacerte una broma, para ver si te habías dado 
cuenta de la desaparición de tu pavo. -Y se lo delvolvió. -Está bien-concluyó Juan-, ahora puede seguir su camino; pero no gaste esas 
bromas, poruqe no son bromas de hombres de bien. 

Por la tarde, Juan contó a su madre la hazaña. Otra madre habría 
alabado la franqueza se du hijo y se habría desatado en insultos contra el ladrón, repitiendo el caso hasta la saciedad a las vecinas. Pero 
Margarita, por el contrario, vio que el hijo se había arriesgado 
demasiado y le dijo:-Y si no hubiera sido el ladrón? Te habrías expuesto a un peligro serio; porque podía sentirse ofendido y darte una 
buena paliza.-íPero yo estaba seguro de que me había robado! No había nadie más y yo había visto el pavo poco antes. -El hecho de que 
no vieras a nadie no era razón para echarle a él la culpa. Podía haberse acercado al prado algún otro y, luego, haberse escondido detrás de 
un árbol o del cercado. 

-Si yo me hubiera puesto a pensar todo eso, habría perdido el pavo. 

-Escúchame: no habría sido una gran pérdida; ya sabes que no me preocupo demasiado por defender mis derechos, cuando se corre 
peligro de faltar a la caridad o de perder la paz con los ((82)) vecinos. Mas, por un racimo de uvas o un poco de frutas que nos robes, no 
me gusta reñir con nadie. Si es preciso, se avisa; pero, normalmente, no se hunde el mundo por una bagatela. 

-Entonces, usted se dejaría robar todo sin quejarse? 

-Despacio: si se pusiera en peligro el bienestar de mi familia, ya 
verías si soy capaz de enfrentarme o no con los abusones. 

-Y usted no ve que aquél era un hombre tan sinvergüenza que 
hasta mentía? 

-Y quién te dijo a ti que fuera un mentiroso? Muy bien podía haber sido una broma, Tú no tenías pruebas de lo contrario. 

-íQuiá!-murmuró Juan con cierta incredulidad. 
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-Mira: aunque hubiera sido culpable, tú podías haber aceptado sus disculpas y haberle ahorrado aquella vergüenza. Además, te hago 
notar que tus últimas palabras estaban de sobra. Una vez que pudiste recobrar el pavo, no había necesidad de más. 

-Entonces, he hecho mal? 

-No digo eso: tu intención era buena y la cosa resultó bien. Pero 
ten cuidado de no hablar con otros de lo sucedido; y si te encuentras 
alguna vez con ese hombre, dale a entender que lo has olvidado todo. Recuerda que tener un solo enemigo ya es demasiado. 

Con todo, es de advertir que si Margarita era maestra de prudencia, 
tambien acostumbraba a los hijos, con su ejemplo, a ser valientes. He aquí, a ese propósito, una graciosa anécdota. 

Uno de aquellos años se lamentaban los campesinos de la escasa cosecha de uva y, dado su alto precio, la guardaban con esmero al 
acercarse la vendimia.El hecho es que algunos ladronzuelos merodeaban de noche y devastaban las viñas para abastecer, a costa de los 
demás, las propias bodegas.((83)) 

Mamá Margatita, que vivía en una casa aislada, rodeada de bosques y se encontraba sola con tres niños, no estaba en condiciones de 
alejar a quien fuera a robarle lo suyo. Siempre corría el peligro de encontrarse una mañana vendimiados los mejores racimos de su viña. 
Algunas cepas, próximas al camino, ya habían sido vendimiadas por los maleantes. Pero ella tenía un no sé qué de varonil en su modo de 
pensar y de actuar, que no se amilanaba por nada. Vio un día a un hombre que caminaba junto a su viña, como quien disfruta dando un 
paseo; pero advirtió que, de vez en cuando, se fijaba con atención en la estacada como quien proyecta por dónde saltar. Margarita 
sospechó que aquella noche le iban a dar una sorpresa y, poniéndose en guardia, llamó a sus hijos y les dijo: -Me temo que esta noche 
quieren robarnos las uvas: así que vamos a estar alerta. 
Vosotros no diréis una sola palabra, guardéis silencio sepulcral y, 
cuando yo dé la señal, gritaréis con toda el alma y haciendo el mayor 
ruido posible «íal ladrón!, íal ladrón!» 

Ya anochecido, salió Margarita de casay, a oscuras, se sentó en tierra con sus hijos al lado. Pasado poco tiempo, apareció una sombra al 
fondo del campo, dió vueltas alrededor de la estacada, saltó a la viña, se metió entre las cepas y se paró. Margarita observaba. Reinaba el 
silencio. Los niños esperaban la señal. Cortó aquel hombre el primer racimo y Margarita gritó: -íLadrón! Quieres ir al infierno por unas 
uvas? -Y los tres chiquillos empezaron a vocear:-íA los ladrones!íAlos ladrones!íPronto, por aquel lado!íGuardias, 
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por allí!íDe prisa, guardias!íEl ladrón está ahí! -Y dando golpes con calderos y paletas de hierro hacían un ruido infernal.((84))A los 
gritos inesperados, el ladrón, muerto de miedo, dejó las uvas, echó a correr ladera abajo y desapareció por entre montículos y zanjas. 
Margarita, satisfecha de la victoria, decía a sus hijos: -Lo veis? Sin escopetas hemos hecho huir a los ladrones. Todos reían a gusto. El 
ladrón cayó, poco después, en manos de la justicia por otros robos y pagó con varios años de cárcel. 

Acostumbrado Juan, de esta manera, a no dejarse impresionar por el miedo, supo conservar aquella sangre fría que tanta falta le hizo 
después en las diversas circustancias y peligros con que se tropezó, a lo largo de la vida. Ciertamente que eran motivos sobrenaturales los 
que le daban ánimo; pero la virtud en un corazón acostumbrado desde niño al miedo es como un licor precioso en vaso de barro: haría 
falta un milagro para poder resistir. De Juan se puede decir con verdad lo que del justo se leen en el Eclesiástico:«Murió su padre, y como 
si no hubiera muerto, pues dejó tras de sí un hombre igual que él. En su vida le mira con gozo, y su muerte no se siente triste. Contra sus 
enemigos deja un vengador, y para los amigos quien les page sus favores»1. No tenía que ser Juan, realmente, el guardián de la viña del 
Señor, uno de los defensores de su casa? 

Otra prueba de intrepidez dio Juan unos años más tarde. Margarita había tenido cuidado de no contar nunca a sus hijos cuentos o 
escenas de miedo que pudieran sobresaltar su fantasía, como desgraciadamente hacen ciertas madres imprudentes, las cuales, obrando así, 
en vez de formar jóvenes valientes los vuelven cobardes. Pues bien, un otoño, en que Juan fue a ((85)) pasar unas breves vacaciones a su 
pueblo, se dirigió a casa de su madre en Capriglio, donde Margarita, en tiempo de la vendimia, solía pasar algunos días. Su abuelo, sus 
tíos y sus tías, recibieron al sobrino con gran alegría y, al acercarse la noche, mientras esperaban a que estuviera preparada la cena, alguien 
comenzó a contar que, en tiempos pasados, se habían oído en el desván ruidos de diversa intensidad, prolongados unos, breves otros, pero 
siempre espantosos. Todos decían que sólo el demonio podía espantar a la gente de aquella manera. Juan no quería creer aquellas patrañas 
y sostenía que tales fenómenos había que atribuirlos a causas naturales, como por ejemplo, el viento, las garduñas, etc. Entretanto, como 
ya era oscuro, encendieron los candiles. La habitación donde conversaban tenía un techo de madera que servía 

//Eclesiástico,XXX,4-6. 
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de pavimento a una amplia buhardilla, destinda a panera. De pronto se oye el estrépito de algo que cae, como de una canasta llena de 
bochas1, y luego un ruido sordo y lento que se arrastra sobre sus cabezas de un extremo a otro de la sala. Cesa la conversación y se hace 
un profundo silencio. Otra vez se repite aquel ruido inesperado. Los rostros de todos palidecen. 

-Qué será?-se preguntan unos a otros, en voz baja. 

-Márchate, dice Margarita a su hijo;ven, vámonos; te podría 
hacer daño un susto inesperado. 

-No, madre, responde Juan; quiero ver de qué se trata. 

Mientras tanto, el ruido continuaba a intervalos y, la verdad es que, a aquellas horas, adquiría cierto tono de espanto pues carecía de toda 
explicación. Los allí reunidos se miraban unos a otros. 

-Habéis dejado abierta la puerta de casa?-preguntó uno. 

-No, está cerrada con llave -respondió otro.((86)) 

-Entonces? 

Juan se levantó resuelto, encendió otro candil y dijo: -Vamos a ver. 

-íEspera, esperemos a que sea de día!...íPrudencia!... 

-Pero, es que teneís miedo? 

Mientras hablaba, subió la escalera de madera que conducía al desván. Los demás, con luces y palos, iban tras él, ttemblando y hablando 
en voz baja. Juan empujó la puerta de la panera, entró, alzó el candil y miró alrededor. No se veía a nadie. Todo estaba en silencio. 
Algunos de los familiares se habían asomado a la puerta, pero sólo uno o dos se habían atrevido a entrar. De pronto, lanzaron todos un 
grito y algunos se dieron a la fuga. Sucedía algo extraño: una criba grande, que se encontraba en un rincón, se movía sola y avanzaba. A 
los gritos de espanto, la criba se detuvo; pero, al cesar los gritos, después de un instante, la criba se volvió a poner en movimiento y fue a 
pararse a los pies de Juan, que había ido hacia ella. Pasó Juan su candil al que tenía más cerca; pero éste, lleno de miedo, lo dejó caer y se 
quedaron a oscuras. Pidio Juan otra luz, la colocó sobre una silla vieja e, inclinándose, puso las manos en la criba. -íNo, no! íDéjalo, 
déjalo!-le gritaban desde la puerta. El no hizo caso y levantó la criba del suelo. Estalló una explosión de risa. 
Bajo la criba había una hermosa gallina. 

//1 Bocha es una bola de madera, de mediano tamaño, que sirve para tirar en el juego de bochas. ||«Bochas»: juego entre dos o más 
personas, que consiste en tirar a cierta distancia unas bolas medianas y otra más pequeña, y gana el que se arrime más a ésta con las 
otras.(N.del T.)// 
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La cosa había sucedido así. La criba estaba apoyada por el aro contra la pared y algo inclinada. Como entre los agujeros habían quedado 
algunos granos de trigo, la gallina pasó por debajo para comerlos. Cansada de estar bajo la criba y sintiendo hambre, intentaba salir; al no 
poder levantar aquel peso, chocaba contra el aro de la criba. De esta manera empujaba su propia((87)) cárcel. Y como era muy liviana, la 
paseaba de una a otra parte del granero. El silencio de la noche, el pavimento de madera y el miedo convirtieron el ruido en algo 
espantoso. 

Una clamorosa alegría sucedió al pánico y la gallina cubrió gastos. 
Margarita la agarró diciendo:-Ya no volverás a darnos miedo -le retorció el pescuezo, la desplumó y la echó a la cazuela.-íEl duende en 
la cazuela!-gritaba toda la familia. Se improvisó una cena estupenda; nadie quiso irse a dormir, pasaron la noche contentos, liberados del 
fantasma, y sopla que soplarás de cubas y toneles... 

Así fue siempre Juan. El joven persuadido de estar en gracia de Dios siente gran seguridad:«Quien teme al Señor de nada tiene miedo, y 
no se intimida, poque El es su esperanza»1. Si te fías del Señor,«no temerás el terror de la noche..., ni a la peste que avanza en las 
tinieblas»2. 

//1 Eclesiástico, XXXIV, 14. 
2 Salmo XCI, 5-6.// 
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((88)) 

CAPITULO XI 

EL PASTORCILLO DILIGENTE -HUMILDAD DE JUAN Y SU MORTIFICACION EN LA COMIDA -PRACTICA DE LA 
ORACION 

ANTES de continuar nuestra narración es obligado hablar del lugar donde se verificaron las escenas que vamos a exponer. Quien hace el 
camino que va de Buttigliera al caserío de I Becchi, que es un arrabal de la población de Morialdo, ve a su derecha una colina, en lo alto 
una humilde casita y, desde el pie de la misma hasta el camino, un prado sombreado por unos árboles. En aquella casita moraba Margarita 
y, en aquel prado, apacentaban una vaquilla sus hijos José y Juan. «La ociosidad es la maestra de muchos vicios» 1, era el aviso que, 
repetido al oído de aquellos jóvenes, infundía en ellos la persuasión de que debían huir la ofensa de Dios y dedicarse a un quehacer 
continuo, de suerte que para ellos se había hecho necesario tener siempre un trabajo entre manos. Y era empeño de aquella madre solícita 
mantenerlos siempre ocupados en 
cosas compatibles con su edad. Margarita confió a Juanito el oficio 
de pastor y él lo tomó con singular diligencia; cada día se le veía con 
la mano al ronzal ((89)) atado a los cuernos de la vaca, para que no se 
metiera en los campos de los vecinos. Así nos lo ha contado Juan Filippello, coetáneo suyo, quien aseguraba que ya entonces Juanito 
transparentaba en sus facciones algo fuera de lo común. «Yo iba al prado con Juan Bosco, que tenía unos siete años: era la admiración de 
cuantos le veían, pues si, por una parte, se mostraba modesto y humilde, con su cabeza ligeramente inclinada, por otra aparecía alegre y 
jovial y embelesaba a todos. Yo le decía muchas veces: -Tú, Juan, triunfarás en la vida. -Y él me contestaba con sencillez: -Espero que sí» 

//1 Eclesiástico, XXXIII, 28.// 
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Otro compañero suyo por aquellos lugares de pastoreo, un tal Segundo Matta, criadillo en una de las granjas de los alrededores, y de su 
misma edad, bajaba de la colina todas las mañanas, llevando la vaca de su amo. Iba provisto de una rebanada de pan negro para desayunar 
Juan, en cambio, tenía entre sus manos, y lo mordisqueaba un pedazo de pan blanquísimo que mamá Margarita nunca dejaba que faltara a 
sus queridos hijos. Un buen día dijo Juan a Matta: 

-Quieres hacerme un favor? 

-Con mucho gusto, respondió el compañero. 

-Quieres que cambiemos el pan? 

-Por qué? 

-Porque tu pan debe ser mejor que el mío y me gusta más. -Matta, en su sencillez infantil, creyó que a Juan le parecía realmente más 
gustoso su pan negro, y agradándole a él el pan blanco del amigo, aceptó el cambio de buena gana. Desde aquel día, durante dos 
primaveras enteras, siempre que se encontraban por la mañana en el prado, se cambiaban el pan. Matta, cuando fue mayor y reflexionó 
sobre este hecho, lo refería muchas veces a su sobrino don Segundo Marchisio, salesiano, haciéndole notar que el ((90)) móvil de Juan 
para hacer aquel cambio no podía ser sino el espíritu de mortificación, puesto que su pan negro no era precisamente ninguna golosina. 

Aquella especie de soledad invitaba a Juan a rezar. Lo había 
aprendido de su madre; ella, además de las oraciones prescritas por 
la costumbre, que solía rezar de rodillas con el mayor recogimiento, 
seguía durante la jornada, en medio de las más variadas ocupaciones, 
murmurando palabras de afecto hacia Dios. Todos los que conocieron a Juan de niño, atestiguan su amor a la oración y su gran devoción a 
la Virgen Santísima. El santo rosario debía serle familiar, puesto que desde los primeros tiempos del Oratorio hasta los últimos años de su 
vida, quiso que indefectiblemente lo rezaran los jóvenes cada día: nunca admitió que pudiera haber una razón para dispensar a una 
comunidad de rezarlo. Para él, era una práctica de piedad necesaria para llevar una vida virtuosa, como el pan cotidiano para conservarse 
fuerte y no morir. Además del rosario, cuando la campana de Morialdo tocaba al Angelus Domini, se descubría la cabeza y se arrodillaba 
para saludar a su madre celestial. Juan Filippello añadía que era tal su gusto por la piedad, que con frecuencia, se oía resonar por la colina 
su argentina voz entonando canciones sagradas. 

La oración unida al trabajo conserva la pureza del alma; de aquí 
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se puede deducir que Juan conservó sin mancha la virtud que hace a los hombres semejantes a los ángeles. Por eso, no nos debe extrañar 
que Mariana Occhiena afirmara muchas veces y con íntima convicción a José Buzzetti, que, de cuando en cuando, la Virgen Santísima se 
aparecía a su sobrino, cuando se encontraba solo en el prado al cuidado de la vaca, y que le dirigía la palabra. Carecemos de argumentos 
para probar semejante muestra del favor del cielo, pero sí hemos de notar que esta afirmación demuestra bien a las claras ((91)) en cuánta 
estima era considerada su niñez, por quienes le conocían tan de cerca. 

Mientras teníaan lugar estas sencillas escenas en la colina de I Becchi, una función estraordinaria, en un día entre semana del año 1822, 
atraía a su parroquia a los habitantes de Castelnuovo. El vicario parroquial don José Sismondo, con todo su clero reunido ante el altar 
mayor, presentes como testigos al alcalde y un concejal, juraban fidelidad al rey Carlos Félix, que había subido al trono el año anterior, y a 
sus sucesores. La real orden obligaba a ello a todo el clero de su reino. El Papa había concedido la licencia solicitada, aunque fuera una 
injuria dudar de la fidelidad de los sacerdotes a su soberano. Fue en esa ocasión cuando monseñor Fransoni, obispo de Fossano, exclamó 
con razón: Incidimus in tempora mala (Hemos llegado a tiempos malos); preveía el porvenir y conocía la mala disposición de los 
cortesanos. Realmente, éstos habían infundido en el ánimo del rey la desconfianza con monseñor Chiaverotti, arzobispo de Turín, si bien 
nunca se llegó a una abierta ruptura. Monseñor era extremadamente deferente con su soberano, y Carlos Félix, obsequioso con la 
autoridad eclesiástica, se sentía profundamente cristiano: en muchísimas circunstancias fue benemérito de la Iglesia, y en otras supo 
moderar las intenciones de sus ministros, que no eran tan 
delicados como él en respetar sus derechos. Con todo, no fue constante 
en mantener algunos de éstos: había sido restablecida en 1814 la triple inmunidad eclesiástica, pero como resultaba odiosa para los 
innovadores, duró poco su vigencia. Y así, a instancias del Rey, permitió Roma a los eclesiásticos, en 1823, presentarse como testigos, si 
eran citados, en los tribunales laicos, tanto para las causas civiles como para las criminales; desde luego, con ciertas limitaciones que 
dejaban a salvo la dignidad eclesiástica. Pero el carácter sacerdotal, el oficio de pastor, de confesor, de confidente natural del pueblo, 
((92)) no merecía acaso un privilegio especial, por el bien que se derivaba para todos, eximiendo al sacerdote de todo papel odioso? Los 
ministros quisieron también, en 1824, someter a la revisión 
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civil las pastorales de los obispos, y pretendían modificar las frases 
que no les agradaban, reservándose poner su veto, si el obispo no se 
sometía. El rey dió la razón a los obsipos que recurrieron a él; los 
ministros cedieron en casos particulares, pero no cambiaron las órdenes 
dadas a las tipografías de no imprimir nada sin su previa aprobación. 

Su mismo antecesor y hermano Víctor Manuel I, soberano religioso, justo y de buen corazón, respetuoso y obediente a la Iglesia, que 
había restablecido las órdenes religiosas, tuvo a su lado algunos ministros que, como el presidente conde Peiretti, embajador en Roma, 
solían decir: -Todo lo que es para Roma motivo de esperanza, debe ser para nosotros motivo de temor y debemos abstenernos de 
concederlo. -Las tradiciones regalistas no se habían extinguido en la corte, y los consejeros de la corona se afanaban por inspirar en el 
ánimo del soberano la duda de que ciertos privilegios del clero no eran ya compatibles con la cambiada condición de los tiempos. El 
mismo Víctor Manuel, en las instrucciones que dio por escrito al conde Barbaroux, embajador ante la Santa Sede, le 
había insinuado que desconfiase del Papa como príncipe temporal. í Y ponía su confianza en otras potencias de Europa, mientras en Turín 
en los palacios de los embajadores de Francia y de España y del enviado de Baviera, se desarrollaban reuniones secretas de los sectarios, 
que hicieron estallar la revolución de 1821, tras la cual,acobardado, abdicaba voluntariamente el trono en favor de Carlos Félix! 

Todo ello era efecto de las teorías enseñadas en la Universidad de 
Turín y que se resumían en este lema: -íO consiente el Papa en lo que nosotros queremos, o lo haremos igualmente!, máxima que en 
sustancia allanaba el camino a todos los enemigos de la Iglesia. El conde La Margherita declaraba que había sido para él una fortuna haber 
estudiado el Derecho eclesiástico en autores no condenados por la Iglesia, doctorándose en leyes antes de la restauración, cuando no 
existía aún en Turín la cátedra de Derecho canónico. 

En comparación con estos ministros y doctores, ícuánto más valía un niño humilde que sólo sabía el catecismo! «Poseo más cordura que 
los viejos, porque guardo tus enseñanzas» 1, podía decir Juan con el Salmista. En verdad aquéllos iban preparando calamidades sin cuento 
a la sociedad, mientras el pequeño pastorcito le preparaba una gran renovación. El, que siempre se mostró tan intrépido y 

// 1 Salmo CXVIII, 100 // 
90 

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fiel en el servicio de Dios y de la Iglesia, habría también podido hacer 
suyas, con toda verdad, las palabras del Eclesiástico: «Siendo joven aún, antes de ir por el mundo, me di a buscar abiertamente la 
sabiduría en mi oración, a la puerta delante del templo la pedí, y hasta mi último día la andaré buscando. Mi pie avanzó en derechura, 
desde mi juventud he seguido sus huellas. Incliné un poco mi oído y la recibí, y me encontré una gran enseñanza. Gracias a ella he hecho 
progresos; a quien me dio sabiduría, daré gloria. Pues decidí ponerla en práctica, tuve celo por el bien y no quedaré confundido. Mi alma 
ha luchado por ella, a la práctica de la ley he estado atento» 1. 

//1 Eclesiástico, LI, 13-19.// 

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((94)
)


CAPITULO XII 

LOS HERMANOS -RETRATO DE JUAN -JUAN APRENDE 
A
LEER -PRIMERA ESCUELA EN CAPRIGLIO -EL MAESTRO
DON LACQUA Y PROGRESOS DE JUAN EN LA VIRTUD
-JUAN PERDONA A QUIEN LE INSULTA -SUS PRIMERAS
EXPERIENCIAS EN MEDIO DE LOS MUCHACHOS


LOS tres hijos que Francisco Bosco dejó a Margarita Occhiena, Antonio, José y Juan, diferían mucho por temperamento y por 
inclinaciones. Antonio, de modales toscos, de poca o ninguna delicadeza de sentimiento, jactancioso, de manos largas, era el verdadero 
retrato del «a mí qué me importa:?». En la escuela había aprendido a leer y escribir; pero se jactaba de no haber estudiado nunca y de no 
haber ido a la escuela. Ciertamente no tenía aptitudes para el estudio; trabajaba en el campo y, dada su robustez, había de ser un buen 
trabajador. 

José, de temperamento dulce y tranquilo, la bondad personificada, 
paciente y circunspecto, seguía gustoso la condición del padre; pero poseía un ingenio fino para sacar provecho de todo, aun de lo que 
podía parecer poco útil; hubiera sido un experto negociante, de no haber preferido la vida pacífica del campo. 

A Juan, en cambio, le había tocado un natural fácilmente inflamable, 
al mismo tiempo poco maleable y duro, de modo que ((95)) necesitaba esforzarse mucho para dominarse. De carácter más bien serio 
hablaba poco, observaba mucho, pesaba las palabras de los demás, y trataba de conocer los diversos temperamentos y adivinar sus 
pensamientos para saber regularse con prudencia. Cuando oía una cosa graciosa, o él mismo la decía o la hacía, nunca se le vio reír a 
carcajadas. «El necio, cuando ríe, lo hace a carcajadas, mas el hombre sensato apenas si sonríe» 1. Dotado de gran corazón y de un vivo 
ingenio, fácilmente imitaba cualquier arte u oficio que viera ejercer a otros. Tenaz en sus propósitos, supo superar con paciencia 

//1 Eclesiástico, XXI, 20.// 
93 

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todos los contratiempos de la vida para conseguir su objetivo. Un tal 
Juan Becchis, que vivía en I Becchi y conoció a Juan Bosco de niño, añade que era extraordinariamente obediente, de modo que las 
madres lo proponían a sus hijos como modelo. 

En el aspecto físico era de estatura media, cuerpo ágil y agradable 
presencia. Su rostro regordete, ovalado, frente espaciosa y serena: nariz y labios bien conformados, siempre dispuestos a una apacible 
sonrisa; mentón redondeado y gracioso; ojos tirando a negros, penetrantes, que mudaban la expresión de su cara según los abriera; cabeza 
con cabellos espesos y rizados, de color rubio oscuro, como sus cejas: tal es el retrato que nos hacen de él sus coetáneos. 

Las relaciones entre Antonio y los otros hermanos solían ser tirantes; 
en cambio, José y Juan se querían entrañablemente: lo que quería el uno también lo quería el otro; entre ellos no hubo jamás el menor 
desacuerdo; antes al contrario, ((96)) iban a porfía en procurar lo que sabían que pudiera agradar al hermano. 

Era el año 1823, octavo del tercer hijo de Francisco. La buena madre, previendo tal vez que la Providencia no destinaba a Juan a la vida 
del campo, quería mandarle a la escuela de Castelnuovo, cuyo programa de enseñanza se reducía a: lectura, escritura, las cuatro 
operaciones aritméticas, rudimentos elementales de gramática italiana y catecismo; pero no sabía cómo hacer, ya que el caserío distaba de 
Castelnuovo unos cinco kilómetros y, además, que ello acarrearía gastos a la familia para pagar la pensión y el equipo necesario. Así que 
habló con Antonio, que ya había cumplido los veinte años; éste se opuso al justo deseo de Margarita: -Qué necesidad hay de mandar a 
Juan a la escuela? -refunfuñaba-.Que trabaje con la azada como hago yo. 

-Si mando a la escuela a Juan, replicó Margarita, no uso con él 
ninguna preferencia. José también fue a aprender a leer y escribir; y 
tu padre tuvo también contigo el mismo cuidado. 

-Está bien; pero usted me habla de colegio. 

-Mira: hasta ahora hemos ido adelante y nos hemos defendido en nuestros asuntos; el Señor nos ha ayudado siempre. Ten la seguridad 
de que nadie gastará lo que es tuyo. Pero ahora es necesario estudiar: hasta los zapateros y los caldereros estudian; hoy es normal ir a 
escuela. -Antonio respondía que él se había hecho hombre alto y fuerte, sin necesidad de escuela ni de estudios; y se obstinaba en rebatir 
el deseo de Margarita. 

Aquí resalta la prudencia de mamá Margarita. Aunque Antonio 
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fuese su hijastro, con todo, por ser el mayor, tenía con él una deferencia más única que rara, a pesar de que él nada había hecho para 
merecérsela. Ella no ((97)) emprendía cosa alguna sin aconsejarse antes 
con él, o sin intentar persuadirle cuando era de opinión contraria; y cedía de buen grado, si veía que la resolución no le convencía. De este 
modo conservaba en la familia la preciosa paz que, después de la gracia de Dios, es el primer tesoro en esta tierra. Y así, por el momento, 
Margarita creyó conveniente no insistir; pero, aprovechando una ocasión oportuna, dio a entender a Antonio que había abandonado la idea 
de mandar a Juan a Castelnuovo. Se mantenía, sin embargo, firme en su propósito de hacerle estudiar. Antonio se contentó con esto. 

En el mes de agosto de aquel año, todas las iglesias se cubrían de 
luto: el fúnebre tañido de las campanas anunciaba la muerte de Pío VII, acaecida el veinte de dicho mes. Pasadas pocas semanas, la noticia 
de la elección de León XII, proclamado Papa el veintiocho de septiembre, devolvía la alegría y el júbilo al ánimo de todos los cristianos, 
íCuánto se habló durante aquellos días del Papa, al que los piamonteses profesaban profundo afecto! Habían visto muchas veces a Pío VII 
habían llorado durante su martirio, se habían regocijado con sus triunfos. Su retrato se conservaba expuesto en todas las familias: todos 
conocían su amable semblante; y, aún no hace muchos años, se veía en las casas de la gente acomodada la figura pintada en tela de este 
gran pontífice. Las impresiones de la niñez no se borran nunca; por eso no dudamos en asegurar que estos acontecimientos encendieron en 
el corazón de Juan la chispa de amor al papa que un día informaría todas las espléndidas empresas de su vida. 

Mientras tanto, Margarita, al llegar el otoño, de acuerdo con Antonio, 
combinó las cosas del siguiente modo: Juan, durante el invierno, iría todos los días a la escuela municipal de Capriglio, pueblecito 
cercano, para aprender los primeros elementos de lectura y escritura. Allí era maestro el capellán don José Lacqua, sacerdote de gran 
piedad; y Margarita fue a visitarlo, rogándole admitiera a su hijo en clase, ya que por su tierna edad no podía hacer el camino de I Becchi a 
Castelnuovo. El capellán no quiso aceptarlo, pues no estaba obligado a tener en su clase a chicos de otros municipios. Margarita, 
vivamente contrariada, no sabía qué partido tomar, cuando he aquí que un buen aldeano se ofreció a ser el primer maestro de Juan en el 
arte de leer. Fue aceptado el caritativo ofrecimiento, y Juan aprendió en el invierno de 1823-1824 a deletrear bastante bien. Aquel 
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buen hombre se gloriaba, hace pocos años, conversando con don Miguel Rúa, de haber tenido tal suerte. 

Entretanto, el Señor disponía los acontecimientos de modo que 
Margarita recibiera algún consuelo. En 1824 fallecía en Capriglio la 
criada de don Lacqua, y entraba en su lugar Mariana Occhiena, hermana de Margarita, la cual quería muchísimo a sus sobrinos e iba, de 
cuando en cuando, a I Becchi a visitarlos. Mariana rogó en seguida al capellán que diera clase a Juan y él, en atención a su nueva sirvienta 
a la que ya conocía como persona muy religiosa y fiel, no supo negarse y consintió en dársela gratuitamente. La tía Mariana, que abrió el 
camino para los estudios elementales a Juanito, después de haber asistido a aquel venerado sacerdote hasta el último instante de su vida, 
soltera todavía, fue a acabar sus días en el Oratorio de San Francisco de Sales, donde prestó sus servicios caritativos en favor de los 
jóvenes alIí acogidos. 

Así que, estando la tía en Capriglio, para Juan era como ir a su propia casa. Las clases comenzaban poco después de la fiesta de Todos 
los Santos, y duraban, a lo más, hasta la fiesta de la Anunciación. Juan, en tan tierna edad, empezó a recorrer casi todos los días cerca de 
cuatro kilómetros, en la más rígida estación del año, con lluvias, nieve, barro y frío. ((99)) 

Don Lacqua le cobró grandísimo afecto y tenía con él muchas atenciones, preocupándose con interés de su instrucción y, más aún, de su 
educación cristiana. Admirado de su extraordinaria aptitud para la piedad y el estudio,ampliaba las explicaciones recibidas de la madre 
sobre las verdades religiosas, le enseñaba los medios necesarios para conservar en su alma la gracia de Dios, le instruía detalldamente 
sobre el modo de acercarse con fruto al sacramento de la penitencia y sobre la necesidad de la mortificación cistiana, que supone 
necesariamente vigilancia continua de las propias acciones, aun las más pequeñas, para evitar queden viciadas por la soberbia. Para Juan 
era un paso más hacia adelante, que Dios le facilitaba. Sus compañeros, más pequeños que él, le maltrataban, tomándole por tonto. Es 
natural que un muchachito, que ha vivido en el aislamiento de una casa de campo, se sienta al principio cohibido en medio de una 
multitud de compañeros desconocidos. Pero Juan no trató nunca de defenderse, como habría podido hacerlo fácilmente, 
cuando ya no era un novato. Máxime que podía contar con el apoyo seguro de su tía y el maestro. Sin embargo, prefirió aguantar con 
paciencia 
y sin salir por sus fueros. Así lo contaba el señor Antonio Occhiena di Francesco, más tarde alcalde de Capriglio, y que por 
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entonces se sentaba en los mismos bancos que Juan Bosco. Es más, parece que Juan, ya desde sus primeros años, se aficionó a practicar 
secretamente algunas penitencias, como se verá a lo largo de esta 
historia, y que con los relatos de su maestro se sintió movido a imitar 
la vida de los santos. 

Aunque sólo asistió regularmente a la escuela de Capriglio durante los inviernos de 1824 y 1825, con todo pudo adelantar mucho en la 
lectura y la escritura. Durante el tiempo libre de clase apacentaba el gando, y en el verano, dio gusto a su hermano Antonio trabajando 
también en el campo. Pero, según ((100)) afirman todos los de la aldea, en cuanto fue capaz de leer, se entregó a la lectura con gran ardor, 
para poderse preparar al sacerdocio, como ya, desde entonces, manifestaba desear. Su hermano José contaba que, hasta durante la comida, 
tenía un libro en la mano y seguía leyendo. Su libro predilecto era el catecismo que siempre llevó consigo hasta que comenzaron las clases 
con regularidad. Este precioso librito fue para él fuente de nuevas gracias. Dicen los libros sagrados: «Medita 
en los preceptos del Señor, aplícate sin cesar a sus mandamientos. El 
mismo afirmará tu corazón, y se te dará la sabiduría que deseas». 1 

Llegado el mes de noviembre cuando empezaron a caer las primeras nieves y hubo que dejarlo todo a campo descubierto, Juan habló de 
volver a la escuela. Antonio frunció el ceño y Margarita creyó oportuno no hacer valer su propia autoridad. No faltaban pretextos o 
necesidades para mandar a Juan a Capriglio; unas veces, para asistir a su tía, otras para llevar un recado al abuelo; pudo entretenerse, 
aunque no demasiadas veces, en el invierno de 1825 y 1826 con don Lacqua y así ejercitarse en escribir y disponer de libros para leer; 
pero no tardó mucho en tener que interrumpir toda relación con aquel sacerdote. íDuro martirio para quien siente vivo el deseo de 
aprender! 

Entretanto, iban desarrollándose y creciendo en él los gérmenes de las virtudes que habían sembrado en su corazón la madre y el 
maestro. El ya citado Segundo Matta contaba otro hecho, precioso testimonio de la conducta de Juan con su compañero de pastoreo. 
Otros cuatro o cinco muchachitos llevaban ((101)) a apacentar sus vacas por las cercanías del prado donde estaba Juan. Irreflexivos y 
negligentes, dejaban muchas veces abandonado el ganado, para irse a corretear, subirse a los árboles o entretenerse con mil juegos. Juan 
no solía tomar parte en sus diversiones por aquel entonces, sino que 

//1 Eclesiástico, VI, 37. // 
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se quedaba solo rezando o leyendo. Muchas veces hicieron la prueba de invitarle a ir con ellos, pero siempr rehusaba de buenas maneras. 
Por fín, un día, aquellos diablejos, resueltos a vencer a toda costa y hasta por la fuerza la reserva de Juan, se acercaron a él y rodeándole le 
dijeron, con formas insolentes: -Esta vez tienes que venir a jugar con nosotros. 

-Hacedme el favor, respondió Juan; dejadme tranquilo: divertíos cuanto queráis, yo no os estorbaré, pero tengo otras cosas que hacer. 

-No comprendes que queremos que vengas y tendrás que venir? 

-Dispensadme, yo no me meto en vuestras cosas; no sé por qué os queréis meter vosotros en las mías. Yo no os molesto; y tampoco 

vosotros debéis molestarme a mí. 

-No te das cuenta de que tu modo de portarte es un desprecio que nos haces? Quién te crees que eres para dignarte venir con nosotros? 

-Despreciaros? Pues no guardo yo vuestras vacas, mientras os vais a jugar, y no las dejo que hagan daño en los sembrados de otro, para 

que no os riñan y castiguen? 
-íEa, basta!, gritó el más atrevido; si nos ponemos a discutir contigo, eres capaz de convencernos con tus razones. Pero estamos 

decididos a que vengas a jugar con nosotros, cueste lo que cueste. íBasta de palabras! íVamos! ((102)) 

-Sois comprensivos y no me forzaréis; jugad vosotros, yo cuidaré el ganado; pero dejadme tranquilo. 

-íDe ninguna manera! íHas de venir! 

-Perdonadme; no voy. 

-Pues si no vienes, ínos las pagarás! 

-He dicho que no iré y no voy. 

-Que no vienes? íLo vas a ver!... -Se abalanzaron todos sobre él y, a puñetazo limpio, descargaron golpes y más golpes hasta desahogar 
su brutal furia. Juan, que por entonces era muy robusto, hubiera podido derribar por tierra y dejar malparados a sus compañeros; mas, por 
el contrario, soportó insultos y puñetazos, que no fueron pocos, sin defenderse. Satisfechos de su indigna venganza, los zagales se 
alejaron con burlas y amenazas y se fueron a sus juegos. Juan volvió a sentarse tranquilo a la sombra de un árbol y, encima, a guardar el 
ganado de aquellos botarates. Cuando volvieron a preguntarle si, después de la lección recibida, estaba dispuesto a jugar, respondió: -
Pegadme, si queréis; pero, no iré nunca a jugar, porque quiero estudiar y hacerme sacerdote. 
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Su respuesta y su paciencia impresionaron de tal modo a los muchachos, 
que se pusieron de acuerdo para guardar ellos mismos la vaca de Juan. 

-No te preocupes, le dijeron, de las vacas; las cuidaremos nosotros 
y tú sigue leyendo. 

Queremos hacer notar aquí que Juan no empleó nunca la fuerza para vengarse, ni para defenderse con violencia; alguna vez la usó para 
defender a compañeros más débiles, que eran molestados por tipos abusones. íY eso que él ((103)) estaba dotado de valor y de decisión 
nada comunes! 

Los compañeros se convirtieron desde entonces en sus amigos; y cuando dejaba de rezar o de leer, se le acercaban y él los entretenía con 
su bondad encantadora y les hablaba con tanto esmero que, a la vez que crecía su amistad, ejercía sobre ellos cierta autoridad. Les repetía 
lo que había aprendido en las clases de catecismo o en los sermones, y así les instruía en religión como mejor sabía, y realizaba esta 
misión con provecho moral e intelectual para ellos. A veces, los entretenía con el canto de letrillas sagradas, alternando con narraciones de 
cuentos amenos; otras veces les enseñaba las oraciones de la mañana y de la noche. En su casa se entretenía haciendo altarcitos con 
estampas de María Santísima, que adornaba con ramas y flores del campo, y luego llevaba a otros niños a verlos. Era constante en estas 
santas industrias, para mantener alejados de la malas compañías a los muchachos; esto lo hacía también por indicación de su madre. En su 
corazón estaba vivo el temor de los justos juicios de Dios y un gran horror al pecado, como nos decía su hermano José. En casa y en los 
prados, antes y después de sus relatos o de sus catecismos, obligaba a todos sus pequeños amigos a hacer la señal de la santa cruz. Merece 
señalarse que en estos entretenimientos nunca 
tomaban parte las niñas. 

Aún ahora es voz común en aquellos lugares que Juan era, por su piedad, objeto de admiración desde sus primeros años. 
99 

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((104)) 

CAPITULO XIII 

LOS SALTIMBANQUIS -JUAN SE ADIESTRA EN JUEGOS ACROBATICOS Y DE PRESTIDIGITACION -EL CHARLATAN 
SACAMUELAS 

POR aquel tiempo nació en Juan un vivo deseo de ir a los mercados y ferias de los pueblos vecinos, para asistir a los juegos de 
prestidigitación y competición que nunca faltan en semejantes ocasiones. Se sentía movido por instinto a sobresalir entre sus paisanos para 
hacer el bien a sus almas. Pero, no poseía nada con que poder atraer la atención de los demás: ni estudios ni riquezas, ni posición social. 
Por añadidura, su casa estaba aislada y no podía, por tanto, tratar con muchos. Además, para penetrar en el alma de una gente ruda, en 
nada dispuesta a escuchar las lecciones de un niño, hacía falta atraerla con alguna maña especial. Juan comprendió que la novedad de 
alguna diversión agradable le haría dueño de sus ánimos; así que se puso a estudiar el modo de hacerse experto en juegos de 
prestidigitación. Pidió permiso para ello a su madre, y le expuso todo un plan que, luego, fue siguiendo. La madre, tras haberlo pensado un 
poco, condescendió de buen grado; pero como hacía falta hacer algunos gastos, le dijo: -íArréglate como puedas y 
mejor sepas, pero no me pidas dinero, porque no lo tengo! -Y Juan 
respondió: -Deje eso de mi cuenta; ((105)) ya sabré yo salir de apuros. 
-En los capítulos siguientes veremos como supo industriarse para sacar dinero. 

Sorprende que una tan prudente diera al hijo semejante permiso, pero hay que tener en cuenta que los tiempos eran diversos de los 
nuestros; reinaba en los pueblos mayor sencillez de costumbres, y entre los charlatanes los había que podían pasar por gente honrada y 
buena. El famoso Orcorte, cuya maestría recuerdan todavía las gentes, después de tantos años de su muerte, era irreprochable en cuanto a 
delicadeza de modales y palabras. Además, la autoridad 
101 

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civil vigilaba con bastante cuidado para proteger la moralidad pública y prestaba mano fuerte a los párrocos, cuando había algún desorden 
que corregir. Por otra parte, Juan no iba solo, sino acompañado de su madre o de personas de confianza a quienes la madre le 
encomendaba. 

De esta manera comenzó Juan a ir a las ferias que tenían lugar dos veces al año en Castelnuovo, y se presentaba muchas veces en los 
mercados, con el objeto de observar a charlatanes y saltimbanquis. Apenas se ebteraba de que había llegado a alguna aldea un volatinero 
que andaba sobre la cuerda o hacía juegos dificiles, acudía allí en seguida. El no iba a divertirse: iba a aprender. Iba con el propósito de 
observar atentamente hasta el más pequeño movimiento. A veces tenía que pagar diez céntimos para poderles ver trabajar desde más cerca 
Se fijaba muy mucho para descubrir el menor ademán o gesto, hacer suyas las artimañas y copiar su habilidad. De vuelta en casa, se 
industriaba y se ejrcitaba repitiendo aquellos juegos, hasta que aprendía a hacerlos de la misma manera. Nadie puede imaginar los golpes, 
los tumbos, las caídas, las volteretas, que le sucedían a cada momento, en este ejercicio. Pero no le importaban; empezaba dando un salto 
y hasta dos, pero al tercero se daba un batacazo contra el suelo y se quedaba sin aliento. Se levantaba, descansaba un poco y volvía a sus 
ensayos. Se disponía a caminar sobre la 
cuerda; la colocaba a cierta altura, se subía a ella con un tosco balancín, fabricado por él e intentaba un paseo aéreo. Alguna vez cayó 
por tierra con peligro de haberse podido matar; pero, por fortuna, nunca se produjo daños graves, ni perdió su ánimo. Con tal constancia 
quién no lo creería?, a los once años era capaz de toda suerte de saltos y juegos. Sabía hacer juegos de manos, dar el salto mortal, hacer la 
golondrina 1, caminar con las manos, saltar y andar sobre la cuerda como un saltabancos profesional. También había aprendido otros 
muchos juegos de prestigio que causan maravilla a quienes no conocen sus trucos. Y además, él, que no se daba por satisfecho mientras no 
lograba la completa explicación de todo lo que sucedía ante sus ojos, había ido observando con insistencia todos los pasos 

//1 El juego de la golondrina es un ejercicio atlético difícil. Se clava en el suelo verticalmente una pértiga; el gimnasta la toma 
fuertemente con la mano izquierda a la altura del pecho, mientras con la derecha la agarra unos treinta centímetros más abajo, poniendo el 
codo sobre la cadera, teniendo así un punto de apoyo para las piernas, que se echan hacia afuera recogidas o separadas(cola de la 
golondrina) y en ángulo recto con la pértiga. El cuerpo permanece extendido rígidamente en perfecta línea horizontal. Entonces el 
gimnasta, separando los pies, 
imprime al cuerpo un impulso que le permite dar dos o tres vueltas alrededor del palo.(N. del T.)// 
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de cierto saltimbanqui para sacar muelas, arte en el que se demostraba 
gran experto; y con su diligencia había llegado a conocer el modo de manejar la llave inglesa, la conformación de la muela encajada en la 
encía, y el movimiento de la mano para arrancarla de un solo tirón. 

La asiduidad de Juan a tales espestaculos en las ferias, su atención, 
las observaciones que hacía , ciertas preguntas, habían despertado 
sospechas y desconfianzas en los charlatanes de costumbre, los cuales se mostraban molestos con su presencia, pues ya le conocían como 
uno que trataba de robarles su oficio. Más de una vez se dieron cuenta de que había descubierto el truco. Y esto les fastidiaba no poco. 
Consiguientemente, buscaban cualquier medio para distraer hábilmente su atención, volviéndole la espalda o colocando en medio alguna 
persona, de modo que no pudiera ver la mesa. Pero ((107)) Juan se cambiaba de sitio y se colocaba siempre frante a ellos, así que 
resultaban inútiles todas sus precauciones. 

Entre las varias anécdotas que le ocurrieron por aquellos tiempos, no quiero dejar de contar la siguiente, que él mismo narraba después a 
sus muchachos para entretenerlos. Son para nosotros recuerdos tan gratos que, casi nos parece oír todavía su voz bondadosa, que en 
nuestra juventud nos hizo pasar muchas horas felices de expansión. De sus labios fluían continuamente las ocurrencias y las narraciones 
amenas. Esta jovialidad marcó el carácter de toda su vida, aún en medio de las preocupaciones más difíciles y de los más graves disgustos. 

Pues bien, había llegado a la plaza del pueblo vecino uno de esos charlatanes ambulantes, con su música y su bombo. Abriéndose paso 
entre la multitud, Juan se acercó hasta colocarse junto al carro. El charlatán, que ya le conocía, quería alejarse de allí, pero no hubo 
manera. -La plaza es pública;-decía Juan. Desde lo alto del carro empezó el charlatan a referir sus patrañas: que había estado con el Gran 
Mogol, que había recorrido toda China, que era amigo de los príncipes de Persia, que había curado milagrosamente al gran Kan de 
Tartaria, al Micado de Japón, etc.,etc.,etc. Seguía diciendo que, por el bien de la humanidad, había realizado profundos estudios acerca de 
las hierbas a la luz de la luna, y había descubierto secretos de la naturaleza, tan beneficiosos que asombrarían al mismo Salomón si aún 
viviese en este mundo. Y aumentando la voz, anunciaba urbi et orbi que había encontrado un medio milagroso para sacar las muelas de su 
auditorio, con una espada, con un martillo, o con los dedos, sin que el paciente sufriera ningún dolor. decía que esto había 
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que atribuirlo a unos polvos que él había venido a vender en aquel pueblo a precio sumamente módico, polvos((108)) que poseían, 
además, la portentosa virtud de curar otros mil males. Para probar sus afirmaciones desenvolvía pergaminos, cartas, patentes, certificados, 
y hacía ondear al viento documentos sellados por todos los reyes del mundo. Afirmaba que había ido a aquel pueblo, sólo por el bien de la 
humanidad doliente y, en consecuencia, hacía saber o todos los que tubieran necesidad de curarse el dolor de muelas, o de sacarse muelas 
cariadas, se le acercasen, que él les curaría sin el más mínimo dolor. Cuando acabó su grandilocuente perorata, durante la cual había 
lanzado, de vez en cuando, miradas nada benévolas, sino más bien sospechosas a Juan, hizo tocar las trompetas unos instantes, mientras se 
enjuagaba el sudor. 

Al terminar la música, presentóse un campesino, rogando le arrancara una muela que le producía dolores tremendos. El farsante hizo 
subir al paciente hasta el pescante del coche., y le invitó a sentarse, reprimiendo un acto de impaciencia que se leía claramente en las 
arrugas de su frente. El aldeano, confundido al verse colocado frente al público, preguntó al charlatán: -Cuánto tengo que pagarle? 

-íQué poca consideración!, respondió el charlatán. Yo no trabajo por dinero. No hay dinero suficiente para pagar mi habilidad. Si quiere 
hacerme algún regalo después de la operación, me dignaré aceptarlo por darle a usted gusto. 

-Y... de veras que no me hará daño? 

-El mismo que si no le tocase; abra la boca.-Y el paciente abrió la boca que parecía un horno. 

-Cuál es la muela que le duele? 

-íEsta!, -replicó el campesino; y le indicó con el dedo una muela. Entonces el charlatán se dirigió a la multitud de espectadores y 
enalteció el milagro de su habilidad que todos ((109))iban a contemplar. 
el campesino insistió: -íPero no me haga daño, eh! 

-íEsté tranquilo; ya verá lo que soy capaz de hacer! 

Mientras tanto, Juan, subido a una rueda del carro, observaba la 
escena con los ojos bien abiertos, una burlona sonrisa en los labios y 
casi reteniendo la respiración. El sacamuelas, que no le perdía de vista, meneó la cabeza. Era un observador inoportuno para un hombre, 
que manifestaba en su cara la contrariedad que le producía algo inesperado. Tal vez aguardaba a alguno previamente convenido con él 
para hacer el juego, y en cambio se había adelantado aquel patán. Casualidad o combinación, el hecho es que un forastero, momentos 
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después de que aquel simplon se presentara, se acercó al carro y guiñó 
al charlatán. Como quiera que fuese, el charlatán ne se desconcertó y 
echando unos polvos en la muela cariada, dijo al paciente: -íAnimo! Elija usted: quiere que emplee la espada, el martillo o simplemente 
los dedos?. -Naturalmente el otro respondió: -íLos dedos! -El charlatán se dispuso a operar. Juan, que no perdía ni uno solo de sus 
gestos, advirtió que por la manga dejaba llegar hasta su mano una llave inglesa, y dio a entender con un gesto que había descubierto el 
truco. El charlatán le dirigió una mirada furibunda y metió los dedos en la boca del aldeano, La muela salió a duras penas, y un íay! 
formidable brotó de aquella boca, apenas pudo gritar. Aquel alarido quedó sofocado por un -«ífantástico!»-prolongado y, al mismo 
tiempo, más potente que el grito. Juan no pudo contener la risa. El charlatán pareció turbado por un instante, pero supo conservar su 
sangre fría. El campesino se levantó gritando: -íBandido, 
mentiroso, impostor! íMe ha asesinado, me ha deshecho las encías! ((110)) Pero su voz era débil, ya fuera por el dolor, ya fuera por la 
sangre que tenía que escupir. Y el charlatán la cubría repitiendo: -íMagnífico! íSeñores! íEscuchen lo que dice este caballero! íNo ha 
sufrido ningún dolor! 

El aldeano, enfurecido, seguía protestando, y el sacamuelas le tenía agarrado por los brazos, temiendo que le pegase, y gritaba más 
fuerte: -íGracias, gracia! No se moleste: lo he hecho por caridad.-Y le empujaba para que bajase , a tiempo que el forastero, que se 
encontraba junto al carro, le ayudaba a bajar y tomándole de un brazo se lo llevó, como si fuera un amigo suyo, y puso ante sus ojos una 
moneda de plata para que callara. Una estruendosa sinfonía sofoco sus últimas voces, mientras los espectadores, que no se habían dado 
cuenta de nada se arremolinaban para comprar los polvos maravillosos. Juan, el único que había gozado de la escena por encontrarse junto 
al carro, seguía riéndose, pero no dijo nada a los circustantes. Fue ésta una de las últimas veces que presenció los 
juegos de los charlatanes. 

Ya en casa, contó a su madre el gracioso episodio y el trío que 
formaban los gritos del charlatán y del aldeano, junto al pum, pum, del bombo. También rió la buena mujer; y le dijo: -Ves? Huye siempre 
de los sitios donde se arma mucha bulla; es tonto quien se deja engañar: le sacan las muelas. Tú sabes por qué donde se juega y se bebe, 
suele haber gritos y cantos? Para arrancar más fácilmente a los infelices, que se dejan llevar por las malas compañías, en medio del 
alboroto, el dinero, el honor, el aprecio y, sobre todo, la gracia 
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de Dios. íCuántos incautos hacen en este mundo una figura mucho más ridícula que la de ese pobre hombre que has visto en el carro del 
charlatán! 

Y por nuestra parte, qué decir del proceder y de los ejercicios de 
Juan? Ciertamente es ésta una página extraña en la vida de un siervo de Dios, y no se ((111)) encontrarán muchas semejantes en las 
biografías de otros santos. Pero el espíritu del Señor sopla allí donde quiere y como quiere. Divertir a los muchachos para atraerlos a los 
oratorios festivos iba a ser una necesidad en los tiempos que se avecinaban, y el Señor había puesto en Juan la inclinación necesaria para 
hacer fácil lo que para otros sería una cruz insoportable. Qué otra cosa mejor podía encontrar un pobre campesino, aislado en un caserío, 
sin que nadie le aconsejara o le ayudara? Además, su intención era santa. «Sabemos, dice San Pablo, que en todas las cosas interviene 
Dios para bien los que le aman» 1. Otro gran pensamiento se asomaba además a la mente de Juan, y que más tarde le haría hablar con 
gusto de las gestas de los charlatanes. Si todos los sacerdotes, si todos los cristianos tuvieran la desenvoltura que los charlatanes tienen 
para contar sus historias y vender sus polvos, a la hora de promover el honor de Dios con el ejemplo y la palabra, cuando hay que defende 
la causa del huérfano y del abandonado, cuando conviene imponer el silencio a los que con sus escandalosas conversaciones atentan 
contra la fe y las buenas costumbres, ícuánto bien se seguiría de ello!. Los charlatanes no tienen respeto humano, se presentan en público 
con libertad, sin miedo, y se atraen a la gente para 
lograr sus intereses. Si el valor inspirado en la caridad, unido a la prudencia cristiana, pusiera en práctica por doquiera y siempre el 
praedicate super tecta (predicadlo desde los terrados) del divino Salvador, ícuánto ganarían los intereses de Dios en la salvación de las 
almas! 

//1 Rom.,VIII, 28.// 
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((112)) 

CAPITULO XIV 

JUAN A LA BUSCA DE NIDOS -GRACIOSAS AVENTURAS Y LECCIONES MORALES DE SU MADRE -JUAN CAE DE UN 
ARBOL CON PELIGRO DE SU VIDA -SU TRISTEZA POR LA 
MUERTE DE UN MIRLO Y SU GENEROSA RESOLUCION DE DESPRENDER EL CORAZON DE LAS CRIATURAS 

DESEABA Margarita que sus hijos encontraran algo que les divirtiera y ocupara por completo su mente; por eso, al ver las ganas de Juan 
por tener pájaros, le dejaba ir a buscar nidos con las debidas precauciones; ella misma le enseñaba qué clase de alimento era el mejor para 
las diversas especies de pájaros y ella le adiestró a fabricar jaulas. Efectivamente, Juan aprendió muy pronto a hacerlas grandes, fuertes y 
bonitas, y las llenaba de canoros prisioneros. 

Un día, habiendo descubierto en la rama de un árbol un nido de pájaros moscones, trepó para apoderarse de ellos. El nido estaba muy 
metido en una hendedura, tan estrecha y profunda que no permitía ver su interior. Juan había conocido la clase de pájaros por la madre, 
que había visto salir del nido. Metió el brazo todo lo posible, hasta más del codo, con no pequeño esfuerzo, para alcanzar el nido. Pero, 
cuando quiso sacarlo no podía: el brazo ((113)) había quedado aprisionado como una tenaza y el esfuerzo que hacía para librarse iba 
hinchando su carne. En aquel momento su madre, que se encontraba en el campo trabajando, le llamó. Juan, apurado, hizo inútilmente 
nuevos esfuerzos hasta tener que confesar, que no podía acudir por tener el brazo dentro de un árbol. La madre corrió a ver. -íVálgame 
Dios! íSiempre me haces alguna de las tuyas! Y ahora? 
-Y sonreía, como de costumbre, al igual que sonreía el hijo. Tomó una escalera y, acercándose a él, intentó cuando pudo; trató de mover e 
brazo y ver si podía estirar la camisa; pero en vano. Entonces llamó a dos hombres en su ayuda y acudieron con una hachuela. Margarita 
no permitió que usaran aquella herramienta, y les facilitó un escoplo, con el que, después de haber vendado el brazo de su hijo 
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con el delantal, fueron astillando el árbol, hasta dejar libre el brazo
de Juan, el cual no salió del todo ileso de algunos rasguños. Acabado el trabajo, la buena Margarita sacó en seguida la moraleja del hecho:
-íAsí quedan presos por la justicia de Dios y de los hombres quienes quieren apoderarse y llevarse lo que pertenece a otros!


En otra ocasión, descubrió Juanito un precioso nido de ruiseñores entre las ramas de una mata de boj y, de cuando en cuando, a la espera 
de que los pajarillos echaran plumas, se colocaba a cierta distancia, tras un seto, para observar cómo la madre les llevaba la comida. Aquel 
nido le encantaba. Un día, al anochecer, mientras estaba la madre en el nido, apareció un cuclillo volando sobre un árbol cercano y, 
descubierta la presa, se dejó caer sobre el nido, lo cubrió con sus alas e, hincando el pico dentro, hizo un estrago horrible y se comió la 
hembra y los pajarillos. Luego voló hasta el árbol cercano para descansar. Juan sintió mucho haber perdido aquellos pajaritos, que ya 
consideraba suyos; pero, al darse cuenta ((114)) de la inmovilidad del cuclillo, sintió curiosidad de saber qué hacía. Volvió al día 
siguiente, al amanecer, con toda precaución; y he aquí que el cuclillo revoloteó desde donde se había instalado y, colocándose en el nido 
que había devastado, puso un huevo. Pero, pocos momentos más tarde, un gato que estaba al acecho, tomó carrerilla, saltó encima y de un 
zarpazo lo aferró por la cabeza, lo sacó de allí y lo mató. 

-íBien le está! -exclamó Juan, contento de aquella justicia. Y mientras se detenía para mirar lo que había en el nido, pudo contemplar 
un nuevo y gracioso fenómeno. Un ruiseñor, acaso el macho del que había muerto, al ver desocupado el nido, volvió a él y se puso a 
incubar el huevo que allí encontró, hasta que salió un pequeño monstruo que, sin plumas, con ojos de ave rapaz y con un pico enorme, 
resultaba horrible. Sin embargo, el ruiseñor le llevaba comida como si fuera su propio hijo, y Juan acudía cada día para disfrutar de la 
escena. Cuando el cuclillo echó plumas, lo tomó y lo encerró en una jaula. Durante algún tiempo fue su diversión. Si le pasaba la mano 
por encima como para acariciarlo, permanecía tranquilo; si, por el contrario, intentaba agarrarlo, el pájaro chillaba, se movía, iba de un 
lado para otro, hacía muecas con el pico, de modo que resultaba la mar de divertido. Al fin, distraído por otras ocupaciones, se olvidó de 
darle de comer dos días. -Y el cuclillo? 
-le preguntó su madre. Juan fue a verlo y lo encontró muerto. El animalito, intentando salir de la jaula, había metido la cabeza entre dos 
alambres; haciendo fuerza con la punta del pico en forma de 
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cono, entre dos alambres flexibles, había logrado separarlos un poco, pero luego, pasada la cabeza, habían vuelto a su posición normal y e 
pobre pájaro, chillando por liberarse, se había estrangulado él solo. ((115)) 

Juan mostró la jaula y el pájaro muerto a su madre, la cual, como no perdía ocasión para aleccionar a su hijo, le dijo: -Ya lo ves; el que 
abusa de su poder acaba, al fin, vencido por otro más poderoso que él y no puede disfrutar mucho tiempo de lo mal adquirido. El hijo del 
cuclillo recibió una triste herencia al ser colocado en nido ajeno; de ahí le vinieron las desventuras. Siempre acaban miserablemente los 
hijos que heredan de sus padres bienes acumulados con el hurto. Tú puedes bendecir al Señor, porque tu padre no tenía ni un céntimo que 
no fuera suyo. Sé siempre honrado como lo fue tu padre. 

Otra vez encontró Juan un nido con una urraca. La llevó a casa y 
quería que su madre se la guisara. -Ni soñarlo, replicó la madre: 
enciérrala en una jaula y diviértete con ella cuanto quieras. -Así lo 
hizo Juan. Creció el pájaro y se divertía con sus mil muecas y gracias. 
Un día entró en casa con un cesto de cerezas y le dio una. La urraca se la tragó con hueso y todo; a chillidos, y con el pico abierto, pedía 
otra. Juan le dio la segunda y la tercera y, detrás, otra y otra. El 
pájaro estaba hinchado; pero, con todo, apenas tragaba una, pedía otra. -íToma! -decía Juan riéndose. A cierto punto, la urraca se quedó 
con el pico abierto, dio una mirada lastimera a su pequeño dueño y ícayó muerta! -íSe ha muerto la urraca! -dijo Juan a su madre, 
contándole lo sucedido. -íYa lo ves, así terminan los glotones!, sentenció Margarita. íLa gula acorta la vida! 

El ansia de los nidos acarreó a Juan tantas aventuras que sería 
menester un grueso volumen para contarlas todas. Trepaba a los árboles 
con la agilidad de un gato, ((116)) pero muchas veces corrió serios peligros y hasta estuvo a punto de perder la vida en uno de tales 
percances. Un día salió, como de costumbre, a cazar pájaros con unos compañeros. En una vieja, alta y enorme encina de un bosquecillo 
próximo a su casa, había un nido que él ya conocía, pero que no había querido echarle la mano todavía, por no estar los polluelos 
suficientemente crecidos. Por fin, decidió apoderarse de ellos. Algunos compañeros intentaron subir, pero ninguno fue capaz Juan, en un 
santiamén, estuvo arriba. Pero, una cosa era subirse al tronco y ver desde allí la nidada y otra gatear por las ramas hasta el nido. Este se 
encontraba precisamente en el extremo de una rama gruesa y larga, casi paralela al suelo y que se doblaba hacia abajo a un cuarto de 
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su longitud. Juan, acostumbrado a caminar sobre la cuerda, no se intimidó, y despacito, paso a paso, llegó hasta el nido; se agachó y se lo 
metió en el seno. Se trataba de volver hacia atrás para alcanzar el 
tronco del árbol lo mismo que había ido; mas, a pesar de sus esfuerzos, 
no lo consiguió, dada la curvatura de la rama. Intentó dar un paso atrás, pero resbaló y quedó suspendido solamente por las manos. Con un 
nuevo esfuerzo se agarró también con los pies a la rama y, de esta manera, trataba de colocarse cara al suelo, extendiéndose boca abajo 
sobre la rama; pero el impulso que hacía, en vez de dejarle fijo en la rama, le llevaba a girar hacia la parte opuesta, de modo que volvía 
siempre a la primera posición. En esta situación pensaba cómo salir del apuro, pero no encontraba modo y, lo que es peor, sentía que le 
iban faltando fuerzas en los brazos. Los compañeros, desde abajo, temían por él, le infundían ánimos con sus gritos y le aconsejaban, cada 
cual a su manera, cómo podía bajar. Juan, ((117)) de cuando en cuando, echaba una mirada hacia abajo y la altura le parecía cada vez más 
espantosa. Después de haber luchado 
durante casi un cuarto de hora, intentó por última vez, colocarse sobre la rama, pero no lo logró; al fin, falto de fuerzas, se dejó caer. Su 
postura era tal que debía caer de cabeza; pero, ya en el aire, se echó las manos a los pelos e hizo una sacudida tal con la cabeza que dió la 
vuelta y cayó derecho, pegando en tierra primero con los pies y, luego, con toda su persona, que rebotó con gran fuerza. Acudieron 
asustados los compañeros a su alrededor, pensando que se habría matado o, por lo menos, descoyuntado; pero vieron que se sentaba y le 
preguntaron ansiosamente si se había hecho daño. 

-Espero que no, respondió Juan. 

-Y los pájaros, están muertos? Nos los repartimos entre todos? 

-Están aquí y vivos; y se desabrochó la chaquetilla. íEstán aquí..., pero me cuestan mucho!...,íme cuestan demasiado caros! 

-Se dirigió hacia casa; mas, después de dar unos pasos, no pudo seguir caminando. Le dolía el estómago, le dolían las entrañas; le 
temblaba todo el cuerpo. Así que saco los pájaros, se los dio a sus 
compañeros y se despidió de ellos, para que su madre no pudiera saber lo acaecido. Pero, a cada instante, sentía ardor, desvanecimiento, y 
apenas sí podía caminar. Se topó con su hermano José y le dijo: -íMe parece que no estoy bien!íMe duele el estómago! -Por fin, llegó a 
casa y se echo en cama. La madre acudió en seguida, le preparó una manzanilla, le hizo entrar en calor y mandó llamar al médico. En la 
primera visita que éste le hizo, Juan no quiso 
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declararle la causa del mal. Estaba delante de su madre. En la segunda, a solas con él, le contó todo, punto por punto. -Pero, por qué no 
me lo dijiste ayer? -exclamó el médico. -Vea, señor doctor, respondió Juan, no me convenía: ítenía miedo de que mi madre me ajustase 
las cuentas! -El amor a su madre iba unido a un justo temor reverencial. El doctor le aplicó los remedios oportunos, ya que el mal era 
interno. A pesar de todo, no logró restablecerse hasta después de casi tres meses; luego volvió a sus aventuras, como si nunca hubiera 
experimentado lo que es tener miedo; sin embargo, desde aquel día, cada vez que pasaba cerca de la encina, sentía escalofrío y temblaba. 

Algún tiempo después, habiendo empezado Juan a asistir a la escuela de Morialdo, sucedió otro hecho que, entre los muchos que 
manifiestan en él una sensibilidad de corazón nada común, muestra también el propósito precoz de consagrar a Dios todos sus afectos sin 
excepción alguna. Tenía unos diez años y, habiendo cazado un precioso mirlo, lo metió en una jaula, lo domesticó y le enseñó a cantar, 
silbándole al oído durante largas horas unas notas hasta que las aprendió. Aquel pájaro era su delicia; hasta tal punto estaba encantado con 
él, que casi no pensaba sino en su mirlo, durante los recreos, las horas de estudio y hasta en la escuela. Pero no hay bien que cien años 
dure. Un día, al llegar de la escuela, corrió en busca de su mirlo para jugar con él. íAy dolor! encontró la jaula manchada de sangre y el 
pobre pajarillo muerto dentro, destrozado y medio devorado. Un gato le había apresado por la cola y, al intentar sacarlo fuera de la jaula, 
le había dejado maltrecho y muerto. A la vista de aquel espectáculo, el jovencito se sintió tan conmovido que se puso a sollozar y su llanto 
duró varios días, sin que nadie lograra consolarle. Al fin se paró a pensar en el motivo de su dolor, en la frivolidad del objeto en el que 
había depositado su afecto, en la vanidad de las cosas de este mundo, y tomó una resolución superior a su edad: Hizo propósito de no 
apegar su corazón nunca más a ninguna cosa de esta tierra. Así lo prometió y así lo cumplió, hasta que encontró en Chieri al joven Luis 
Comollo. Juan no supo resistir ante su candor viriginal, ((119)) su pureza y sencillez de costumbres, y entabló con él una tierna e íntima 
amistad. Y aunque aquel afecto no tenía nada de terreno y sensible, sino que era del todo santo y encaminado únicamente a la perfección 
de ambos, sin embargo también acabó por arrepentirse de él. La pena que experimentó a la muerte de su amigo fue tan vivamente sentida, 
que hizo un nuevo propósito de que nadie más, salvo el Señor, sería dueño de su corazón. Y sabemos, 
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por su misma declaración, que para mantener este generoso propósito tuvo que hacerse no poca violencia, aún más tarde, en medio de los 
buenos muchachos que acogía en el Oratorio. De todo esto, como reprochándose a sí mismo, escribió una memoria, de la que hablaremos 
pronto, para instruir a sus hijos salesianos, con el fin de que no se engañaran contrayendo amistades que, iniciadas por motivos 
espirituales, pueden tal vez ser lazos fatales para las almas incautas. 

De las palabras de don Bosco se desprende un rayo de luz hermosísima, 
que ilumina toda su juventud y revela un mundo de virtudes escondidas a los ojos de los hombres. Un corazón capaz de desprenderse de 
los afectos terrenos, en los años de mayor fogosidad, para darse totalmente a Dios y que persevera en su decisión, no es creíble que haya 
sido contaminado por la culpa. 

De él se puede afirmar lo que se dice en el Eclesiástico: «He tendido 
mis manos a la altura... Hacia ella (la sabiduría divina) enderecé mi 
alma, y en la pureza la he encontrado. Logré con ella un corazón desde el principio, por eso no quedaré abandonado (por el Señor)» 1. 

// 1 Eclesiástico, LI, 19-20 // 
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((120)) 

CAPITULO XV 

FUENTES DE ESTA HISTORIA -UN MANUSCRITO PRECIOSO -EL PRIMER SUEÑO -LA MISION DE JUAN 

ENTRAMOS ahora en un periodo solemne de la vida de nuestro Juan. Estamos en el momento en que el Señor se digna manifestarle su 
Vocación. Antes de proseguir nuestra narración, nos sentimos en la obligación de indicar algunas cosas necesarias para demostrar que lo 
que hemos escrito y vamos escribiendo está fundado en la verdad. Para el mejor conocimiento de la 
vida de Juan Bosco, anterior al comienzo de sus estudios, el salesiano 
don Segundo Marchisio, natural de Castelnuovo, se trasladó a su pueblo y permaneció allí tres meses: visitó con calma las aldeas y 
caseríos por donde habia pasado Bosco de joven, interrogó a los ancianos que habían convivido con él y transcribió sus respuestas: ellas 
tejen un magnífico panegírico de las virtudes de nuestro amado Fundador. Don Joaquín Berto, don Juan Bautista Francesia y don Juan 
Bonetti, fueron a Chieri en 1889, conversaron con cuantos habían tratado con él, cuando era estudiante, y también de éstos se obtuvieron y 
escribieron relaciones de grandísimo elogio. De la estancia de Juan Bosco en el seminario, muchos de sus venerandos compañeros 
narraron y sentaron por escrito cosas dignas de un santo. Todos estos documentos obran en nuestro poder. Por lo que se refiere a mamá 
Margarita, hemos de hacer constar que ((121)) quien esto escribe supo de boca del mismo don Bosco cuanto aquí se dice, ya que 
tuvo la fortuna de disfrutar diariamente, todas las tardes, de familiares 
coloquios con él, durante más de seis años; y, aunque rarísimamente 
volvíamos a hablar de cosas ya dichas, sin embargo, si le preguntaba alguna vez algo que ya me había referido años atrás y que yo había 
escrito con toda fidelidad, me llamaba la atención el ver que me repetía las mismas cosas de su madre, hasta con las mismas 
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palabras y con tal exactitud como si las leyera en un libro. Lo mismo puedo asegurar de muchos otros hechos que tuvo la bondad de 
contarme y que yo atesoré para mis queridos hermanos. 

Otra fuente de la cual sacamos también estas noticias es un precioso 
manuscrito, que ocupa algunos cuadernos, de puño y letra del mismo don Bosco, en el que redacta su autobiografía hasta el año 1855. 
Sentía suma repugnancia al escribir sobre sí mismo, pues conocía el aviso del Espíritu Santo: «Que otro te alabe y no tu propia boca». 1 
Pero, en 1858 el Sumo Pontífice Pío IX le aconsejaba redactar esas páginas, y en 1869 se lo mandaba, de modo que hacia el 1870, tuvo 
que poner manos a la obra por obediencia. Estos escritos, mientras él vivió, los mantuvo cuidadosamente escondidos y sólo se encontraron 
después de su muerte, al inventariar sus papeles.Contituyen un monumento admirable de humildad. Describe con sencillez lo que él 
considera como prueba de la intervención divina en su misión y en sus obras; se detiene en relatar concisamente sus hechos, en primer 
lugar con los niños de Castelnuovo y de Chieri, 
luego en Turín y en el Oratorio; no dice nada que pueda revelar sus actos de virtud y, como Moisés y San Pablo, enjuicia severísimamente 
algunas de sus acciones, de manera que sorprende al lector que no le hubiera conocido ((122)) y al cual no le hubiesen llegado noticias de 
testigos contemporáneos. 

En las primeras páginas se lee un sueño, que vamos a transcribir 
fielmente, al igual que nos serviremos literalmente de su narración a lo largo de esta historia. El manuscrito lleva en su comienzo el 
siguiente 
título: Memorias del Oratorio de 1835 a 1855. Exclusivamente para los socios salesianos. Para la Congregación Salesiana. En la 
introducción, él mismo expone el motivo que le indujo a escribir estas memorias. 

«Muchas veces me pidieron pusiera por escrito las memorias del 
Oratorio de San Francisco de Sales, y, aunque no podía negarme a la 
autoridad de quien me lo aconsejaba, sin embargo, no me resolví a Ocuparme decididamente de ello, porque debía hablar de mí mismo 
demasiado a menudo. Mas ahora se añade el mandato de una persona de suma autoridad, mandato que no me es dado eludir, y, en 
consecuencia, me decido a exponer detalles confidenciales que pueden dar luz o ser de alguna utilidad para percatarse de la finalidad que 
la Divina Providencia se dignó asignar a la Sociedad de San Francisco de Sales. Quede claro que escribo únicamente para mis 
queridísimos 

//1 Prov., XXVII, 2.// 
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hijos salesianos, con prohibición de dar publicidad a estas cosas, lo
mismo antes que después de mi muerte. Para qué servirá, pues, este Trabajo? Servirá de norma para superar las dificultades futuras,
Aprendiendo lecciones del pasado; servirá para dar a conocer cómo Dios condujo él mismo todas las cosas en cada momento; servirá de
ameno entretenimiento para mis hijos cuando lean las andanzas en que anduvo metido su padre; y lo leerán con mayor gusto cuando,
llamado por Dios a rendir cuenta de mis actos, ya no esté yo entre ellos.


»Compadecedme si encontráis hechos expuestos con demasiada complacencia y quizá aparente vanidad. ((123)) 

»Se trata de un padre que goza contando sus cosas a sus hijos queridos, mientras ellos, a su vez, se gozarán al saber las aventuras del que 
tanto les amó y tanto se afanó trabajando por su provecho espiritual 
y material en lo poco y en lo mucho. 

»Presento estas memorias divididas en décadas, o períodos de diez años, porque en cada una de ellas tuvo lugar un notable y sensible 
desarrollo de nuestra institución. 

»Hijos míos, cuando, después de mi muerte, leáis estas memorias, acordaos de que tuvisteis un padre cariñoso, que os las dejó antes de 
morir en prenda de su cariño paternal; y, al recodarme, rogad a Dios por el descanso eterno de mi alma». 

Nótese cómo don Bosco hace desaparecer su propia personalidad, diciendo que Dios confiaba una gran misión no a él,sino a la Pía 
Sociedad de San Francisco de Sales. 

Suele Dios, en su gran misericordia, manifestar con algún signo la 
vocación de aquellos hombres que El destina a cosas grandes para la 
salvación de las almas.Así hizo con Juan Bosco, y le siguió guiando 
después, con su mano omnipotente, en todos los períodos de su vida y en todas sus empresas. Se lee en el profeta Joel que, habiendo 
sucedido a la larga esterilidad de la Sinagoga la prodigiosa fecundidad de la nueva Iglesia, Dios derramará su espíritu sobre todos los 
hombres y vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones 1. Juan Bosco las tuvo. He aquí cómo él mismo narra en 
sus memorias su primer sueño. 

«Cuando yo tenía unos nueve años, tuve un sueño que me quedó profundamente grabado en la mente para toda la vida. En el sueño me 
pareció estar junto a mi casa, en un paraje bastante espacioso, donde había reunida una muchedumbre de chiquillos en pleno juego. 

//1 Joel, III, 1.// 
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Unos reían, otros jugaban, muchos blasfemaban. Al oír aquellas blasfemias, me metí en medio de ellos para hacerlos callar a puñetazos 
e insultos. En aquel momento apareció un hombre muy respetable, de varonil aspecto, noblemente vestido. Un blanco manto le cubría de 
arriba abajo; pero su rostro era luminoso, tanto que no se podía fijar en él la mirada. Me llamó por mi nombre y me mandó ponerme al 
frente de aquellos muchachos, añadiendo estas palabras: -No con golpes, sino con la mansedumbre y la caridad deberás ganarte a estos tus 
amigos. Ponte, pues, ahora mismo a enseñarles la fealdad del pecado y la hermosura de la virtud. Aturdido y espantado, dije que yo era un 
pobre muchacho ignorante, incapaz de hablar de religión a aquellos jovencitos. En aquel momento, los muchachos cesaron en sus riñas, 
alborotos y blasfemias y rodearon al que hablaba. Sin saber casi lo que me decía, añadí: -Quién sois para mandarme estos imposibles? 

-Precisamente porque esto te parece imposible, debes convertirlo en posible por la obediencia y la adquisición de la ciencia. 

-En dónde? Cómo podré adquirir la ciencia? 

-Yo te daré la Maestra, bajo cuya disciplina podrás llegar a ser sabio y sin la cual toda sabiduría se convierte en necedad. 

-Pero quién sois vos que me habláis de este modo? 

-Yo soy el Hijo de aquélla a quien tu madre te acostumbró a saludar 
tres veces al día. 

-Mi madre me dice que no me junte con los que no conozco sin su permiso; decidme, por tanto, vuestro nombre. 

-Mi nombre pregúntaselo a mi Madre. ((125)) 

En aquel momento vi junto a él una Señora de aspecto majestuoso, 
vestida con un manto que resplandecía por todas partes, como si cada uno de sus puntos fuera una estrella refulgente. La cual, viéndome 
cada vez más desconcertado en mis preguntas y respuestas, me indicó que me acercase a ella, y tomándome bondadosamente de la mano: 
-Mira, me dijo. Al mirar me di cuenta de que aquellos muchachos habían escapado, y vi en su lugar una multitud de cabritos, perros, 
gatos, osos y varios otros animales. -He aquí tu campo, he aquí en donde debes trabajar. Hazte humilde, fuerte y robusto, y lo que veas 
que ocurre en estos momentos con estos animales, lo deberás tú hacer con mis hijos. 

Volví entonces la mirada y, en vez de los animales feroces, aparecieron otros tantos mansos corderillos que, haciendo fiestas al 
Hombre y a la Señora, seguían saltando y bailando a su alrededor. 

En aquel momento, siempre en sueños, me eché a llorar. Pedí 
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que se me hablase de modo que pudiera comprender, pues no alcanzaba a entender qué quería representar todo aquello. Entonces ella me 
puso la mano sobre la cabeza y me dijo: -A su debido tiempo todo lo comprenderás. Dicho esto, un ruido me despertó y desapareció la 
visión. Quedé muy aturdido. Me parecía que tenía deshechas las manos por los puñetazos que había dado y que me dolía la cara por las 
bofetadas recibidas; y después, aquel personaje y aquella señora de tal modo llenaron mi mente, por lo dicho y oido, que ya no pude 
reanudar el sueño aquella noche. 

Por la mañana conté en seguida aquel sueño; primero a mis hermanos, que se echaron a reír, y luego a mi madre y a la abuela. Cada uno 
lo interpretaba a su manera. Mi hermano José decía: -Tú serás ((126)) pastor de cabras, ovejas y otros animales. -Mi madre: -íQuién sabe 
si un día serás sacerdote! -Antonio, con dureza: -Tal vez, capitán de bandoleros. -Pero la abuela, analfabeta del todo, con ribetes de 
teólogo, dio la sentencia definitiva: -No hay que hacer caso de los sueños. -Yo era de la opinión de mi abuela, pero nunca pude echar en 
olvido aquel sueño. Lo que expondré a continuación dará explicación de ello. Yo no hablé más de esto, y mis parientes no le dieron la 
menor importancia. Pero cuando en el año 1858 fui a Roma para tratar con el Papa sobre la Congregación salesiana, él me hizo exponerle 
con detalle todas las cosas que tuvieran alguna apariencia de sobrenatural. Entonces conté, por primera vez, el sueño que tuve de los nueve 
a los diez años. El Papa mandó que lo escribiera literal y detalladamente, y lo dejara para alentar a los hijos de la Congregación; ésta era 
precisamente la finalidad de aquel viaje a 
Roma». 

Después de este sueño se acrecentó en Juan el deseo de estudiar para atender a los jovencitos y hacerse sacerdote. Pero a ello se oponían 
graves dificultades, por la penuria de la familia y también por la resistencia de su hermanastro Antonio, que quería se entregara a los 
trabajos del campo como él. Veía con malos ojos que el hermano más pequeño se dedicara a los estudios. 

De este sueño, que se presentó y desarrolló en su mente una y otra vez, durante cerca de dieciocho años, don Bosco no quiso contar sino 
una mínima parte. Pero, en los últimos años de su vida, afirmaba que, aunque el cuadro general de esta aparición era siempre el mismo, 
con todo, cada vez iba acompañado de una gran variedad de escenas accesorias siempre nuevas. ((127)) Y añadía que, desde entonces, 
conoció y luego vio, aún más claramente, no sólo la fundación del Oratorio y la expansión de su misión, sino, además, los 
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obstáculos que se habrían de presentar para impedir sus progresos, las guerras que le suscitarían sus adversarios y el modo de vencerlas y 
superarlas. Y que ésta era la razón de su constante tranquilidad y de la seguridad del éxito en cuanto emprendía. 

Por lo que se ve, este sueño no fue simplemente una gracia, sino además una verdadera misión, una estricta obligación que Dios le 
exigía realizar. Yo lo compararía con la visión del joven profeta Jeremías. 
También él había respondido al Señor: «íAh, Señor Yahvéh! Mira que no sé expresarme, que soy un muchacho». Y el Señor le replicó: 
«No digas: Soy un muchacho, pues adondequiera que yo te envíe irás y todo lo que te mande dirás. No le tengas miedo, que contigo estoy 
yo para salvarte -oráculo de Yahvéh-...Te harán la guerra, mas no podrán contigo, pues contigo estoy yo -oráculo de Yahvéh-para 
salvarte...» 1. Y cuál debería ser la misión de Juan Bosco: La fundación de nuevas sociedades religiosas, la Pía Sociedad de San Francisco 
de Sales y el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora; la salvación de los jóvenes en el mundo entero con los oratorios festivos, con las 
casas para jóvenes necesitados, talleres, colegios, colonias agrícolas; las vocaciones al estado eclesiástico, preparando para el santuario la 
flor de la juventud en muchos países y proveyendo de clero a las diócesis que carecían del mismo con la obra ((128)) de los hijos de María 
Auxiliadora para vocaciones de adultos; la implantación de innumerables escuelas católicas como contraveneno a una multitud de 
maestros ateos, que no tardarían en 
levantar cátedras de error y de corrupción; la propagación de la buena 
prensa con numerosas tipografías, que difundieron millones y millones 
de libros de piedad, de historia, de lecturas populares, defensoras 
de las verdades católicas y volúmenes escolares expurgados de inmoralidades para deshacer los lazos tendidos a la inocencia y sacudiendo 
así, con este medio potentísimo, a los católicos de la inercia en que vivían, con el Boletin Salesiano, publicado en varias lenguas, con 

200.000 ejemplares mensuales, dando a conocer lo que el Señor y la Santísima Virgen iban realizando; la asociación de los Cooperadores 
Salesianos, al presente con más de 200.000 miembros, que, al tiempo que le ayudaban con limosnas, oraciones y apoyo moral en todas sus 
empresas, fueran el lazo de unión entre el obispo y sus diocesanos, entre el párroco y sus feligreses para toda obra de caridad espiritual o 
temporal; el establecimiento de misiones evangélicas en las diversas partes del mundo, América, Asia, Africa; 
//1 Jeremias, I, 7-8. 19.// 
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la defensa del papado en varias y gloriosas circunstancias: de manera 
que de Juan se pudiera decir: Constitui te super gentes et super regna... 
Dedi te in murum aeneum... regibus... principibus... sacerdotibus et populo terrae 1. (Desde hoy mismo te doy autoridad sobre las gentes y 
sobre los reinos... te he convertido en muralla de bronce frente a toda esta tierra, asi se trate de los reyes... como de sus jefes...de sus 
sacerdotes o del pueblo de la tierra). Tal es en toda su extensión el significado de este sueño. 

//1 Jeremias, I. 10-18.// 

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((129)) 

CAPITULO XVI 

EFECTOS DEL PRIMER SUEÑO -PROGRESOS DE LA INTELIGENCIA Y MEMORIA DE JUAN -SU ROBUSTEZ Y FUERZA 
PRODIGIOSA -ALGUNAS ANECDOTAS 

UNA voz dulcísima había dicho a Juan en el sueño: -íHazte humilde, fuerte y robusto! -Era una bendición que abarcaba a todo el hombre. 
En efecto, «vale más pobre sano y fuerte de constitución que rico lleno de achaques en su cuerpo. Salud y buena constitución valen más 
que todo el oro, cuerpo vigoroso más que inmensa fortuna. Ni hay riqueza mejor que la salud del cuerpo,ni contento mayor que la alegría 
del corazón» 1. 

Ciertamente Juan podía y debía, con ayuda de la gracia divina, adquirir la humildad, que da paz y perseverancia en la virtud; pero no 
estaba en su mano poder conseguir la fuerza y robustez de la mente, enriquecida con el talento y con una memoria feliz, ni el vigor de la 
salud y la fuerza de sus miembros. Y, sin embargo, también de esto tenía necesidad para poder adquirir los variadísimos conocimientos 
que le eran ((130)) indispensables y para poder resistir, sin agotarse demasiado pronto, los trabajos que la divina Providencia le tenía 
preparados. Por esto nos parece que aquella voz no sólo contenía un consejo, sino que implicaba a la vez la donación de un señalado 
favor. Y reservando para otros capítulos el tratar del ingenio y la memoria de nuestro Juan, ya adelantamos aquí que solía él ir con sumo 
gusto a las plátivas y sermones en San Pedro o en otras capillas de las aldeas, en la parroquia de Buttigliera y de Capriglio, y al volver a 
casa, repetía literalmente a su madre y a sus hermanos cuanto había dicho el orador sagrado; y hasta los vecinos se reunían a su alrededor, 
admirando su gran memoria e inteligencia. 

En cuanto al cuerpo, sólo con mirar a Juan se veía que las palabras 

//1 Eclesiástico, XXX, 14-16. // 
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bras del sueño fueron una gracia. Sus miembros eran más bien de
complexión débil; la estatura, normal; estrecho de hombros; sus manos,
pequeñas, delicadas y suaves. Sin embargo, su fuerza muscular no tardó en manifestarse verdaderamente prodigiosa e iba desarrollándose
con sus ejercicios de gimnasia y con los diversos trabajos domésticos.


Trituraba con los dientes el hueso de los melocotones y albaricoques, 
por duro que fuera. Cascaba nueces, avellanas y almendras sólo con los dedos pulgar e índice de la mano derecha o de la izquierda. Hacia 
pedazos sin gran esfuerzo las varillas de hierrro, que comúnmente se usan como balaustres en los balcones. Cuando ponía en fila a los 
muchachos para enseñarles gimnasia, si alguno se salía de sus sitio, él, sonriendo lo levantaba con una sola mano por el brazo y lo 
colocaba al final del grupo. 

No parezca extraño que anticipemos la narración de algunos episodios 
posteriores; porque, siguiendo el orden cronológico, nos ((131)) resultaría embarazoso e interrumpiría el hilo de nuestra historia en sus 
momentos más solemnes. En Chieri se sirvió de esta fuerza para deshacerse de quienes le querían obligar a juegos que no le cuadraban. 
Cuando cursaba retórica, un día, al dirigirse a su sitio de clase, cuatro compañeros se echaron sobre él, uno tras otro. Juan aguantó; pero 
cuando tuvo a los cuatro colgados sobre sus hombros, agarró por los brazos al que estaba encima de todos y los apretó de tal modo que los 
que estaban debajo quedaron sujetados; se levantó después y los condujo al patio, en presencia de los profesores que reían de buena gana, 
mientras ellos gritaban pidiendo clemencia: finalmente, con la mayor facilidad, los llevó de nuevo a la clase. Desde entonces ya no se 
atrevieron a importunarle más. En aquella edad era capaz de llevar a cuestas sin dificultad veinte rubios 1. 

Siendo ya sacerdote y durante los primeros años de su estancia en Turín, sucedió que, yendo por los soportales de la feria, se topó con 
un grupo de personas junto a la puerta de un almacén. Conocía él en la plaza a comerciantes, faquines, a las pandillas de pilluelos que por 
allí se congregaban, de modo que se sentía como en su casa y entre amigos. Teniendo en cuenta esto y la condición de aquellos tiempos, 
no hay que extrañarse de lo que vamos a contar. Don Bosco, 

//1 Rubio: medida de peso, variable según los lugares. En la obrita «Il Sistema Metrico Decimale» escrita por don Bosco, en 1849, él 
mismo establece la comparación entre las medidas antiguas y las decimales. Según él, un rubio equivalía a 9.222 gramos. La obra puede 
verse en 
Opere Edite, de don Bosco, vol. IV, pág. 39. Según estos datos, el peso que, según Lemoyne, era capaz de llevar don Bosco serían unos 
185 Kg. (N. del T.)// 
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pues, quiso saber qué sucedía allí; vió dos enormes mastines que, entre aullidos, se peleaban y mordían con furia. La gente tenía miedo y 
no se atrevía a avanzar. Don Bosco se adelantó. Uno de los perros retrocedió hacia la puerta y pasó el umbral, para lanzarse con más 
fuerza sobre el contendiente. Don Bosco dijo a un mozo: 

-Cierra rápido la puerta; que no salga el perro: del otro me encargo yo. 

-Le puede morder, respondió el mozo. 

-No, no; replicó don Bosco; haz lo que te digo. -Y el mozo encerró 
uno de los perros en el patio, mientras don Bosco, ((132)) asiendo al otro por el lomo y por el pescuezo, lo levantó en el aire y lo sostuvo 
así un buen rato hasta atontarlo, mientras el animal se debatía y aullaba rabiosamente. Los espectadores, maravillados de este 
atrevimiento, temían que el perro, una vez puesto en libertad, se arrojara furioso contra la gente; pero don Bosco lo dejó en tierra, lo llevó 
sujeto por el pescuezo hasta el medio de la plaza de Milán, cerca del puente y, dándole un fuerte manotazo en las ancas, lo dejó libre. El 
pobre animal lanzó un fuerte aullido y, huyendo de la gente con miedo, se alejó cojeando y respirando con dificultad. El golpe le había 
dejado sin fuerzas. Detrás de don Bosco se encontraba el canónigo Zappata, que se le acercó y le dijo: -No le parece un acto poco digno 
de un sacerdote? 

-Querido amigo, respondió don Bosco humildenmente, la necesidad pedía que alguien acabara con aquella pelea; nadie se movía y lo 
hice yo. 

Era el año 1846, o acaso el 1847: se dirigía don Bosco a Biella para predicar unso Ejercicios Espirituales. Se había propuesto acercarse, 
en los viajes, a cocheros y mozos de mulas, para darles alguna noción de catecismo y reconciliarles con Dios por medio del sacramento de 
la Penitencia. Pero, para ganarse su amistad, creyó oportuno dar a conocer su fuerza material, que para mucha gente ruda e ignorante 
constituye el primer valor de una persona: la admiración le habría atraído la estima. Ya veremos con cuánto fruto ejercitó con ellos su 
misión salvadora. Pues bien, mientras se encontraba en Santhiá, esperando a que prepararan la diligencia, apoyado contra la pared de la 
posada y cerca de los caballos que estaban cambiando, el cochero le advirtió varias veces que se apartase, porque había un caballo que 
mordía a quien ((133)) se le acercaba sin precauciones. Acababa de responder don Bosco: -No tenga miedo; no me morderá, -cuando he 
aquí que el susodicho caballo se adelantó, se acercó a don Bosco y lo dejó sin salida contra la pared. El caballo intentó morderle, 
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pero no tuvo tiempo de abrir las mandíbulas. Don Bosco, con una sola mano, le apretó las fauces con tanta fuerza, que el caballo, por 
mucho que sacudía la cabeza, no pudo liberarse. Se encabritó, se puso furioso, daba coces, pero don Bosco lo mantuvo apretado con su 
mano como con unas tenazas. Todos estaban asustados y maravillados con tanta fuerza. Mientras tanto, don Bosco dijoa al cochero y a 
uno de los mozos de caballos que tomaran una cuerda, hicieran un lazo y ataran las patas traseras del animal. Así lo hicieron y cuando el 
caballo estuvo bien trabado, él se fué retirando poco a poco y dejando libres las mnadíbulas del animal apenas se vio a la distancia 
necesaria para no ser mordido. Al subir al coche, todos preguntaban: -Quién es este sacerdote con tanta fuerza? 

Algún año más tarde, encontrándose en casa del profesor don Mateo Picco, llegaron unos obreros con un piano, embalado en un cajón, 
precintado con llantas de hierro bien ajustadas. Don Picco, que tenía ganas de ver en seguida la compra que había hecho, estaba apurado 
buscando en vano un martillo, las tenazas u otra herramienta para abrir el cajón. Don Bosco examinó las llantas y metió los dedos en la 
unión de los dos extremos de una de ellas. Pronto cedieron y se soltaron; así fue haciendo con las demás y con las tablas, que estaban bien 
sujetas con largas puntas. Ante el crujir de la caja, ante aquel destrozo, ante la rapidez de la operación, don Picco miraba asombrado a don 
Bosco sin pronunciar palabra. 

Cuando en 1883 estuvo en París, fue invitado a comer por una ilustre familia y presentaron en la mesa unas nueces ((134)) de cáscara 
durísima. Los convidados esperaban a que les llevaran los cascanueces. Don Bosco, que tenía cerca la fuente de las nueces, sin dejar de 
conversar con sus vecinos, tomó algunas y fue partiéndolas solamente con los dedos, distribuyéndolas entre los comensales, que 
disfrutaban sintiéndose felices, al verse servidos por un hombre hacia el que sentían tanta veneración. Al principio creyeron que tenía en 
las manos un cascanueces, pero al descubrir que empleaba sólo los dedos, exclamaron maravillados: -íRompe cáscaras tan duras, gracias a 
la bendición de Maria Auxiliadora! -En el año 1884, cuando ya contaba 69 años, estando enfermo en cama, gastado por los muchos 
trabajos sobrellevados en su vida, el doctor que le atendía quiso ver hasta dónde llegaban sus fuerzas. Llevó un manómetro y, antes de 
presentárselo, le dijo: -Don Bosco, apriéteme la muñeca con todas sus fuerzas. 

-Señor doctor, respondió don Bosco; usted no conoce mi fuerza. 
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-No tenga miedo de hacerme daño, insistió el médico. Apriete bien. -Don Bosco condescendió y apretó la mano que le ofrecía el 
médico, el cual aguantó unos instantes mirando con ojos llorosos a su enfermo, constatando en él una fuerza que no podía sospechar; pero 
al fin, dio un grito: el apretón de don Bosco le había hecho casi brotar sangre de la punta de los dedos. Entonces sacó el manómetro, 
círculo metálico graduado para medir las fuerzas del hombre, y se lo dio a don Bosco. 

-Mire, doctor, dijo don Bosco; si yo oprimo ese aparato entre mis manos, se lo hago pedazos. 

-Por mucha fuerza que tenga, no logrará romper este aro de acero. ((135)) -Está bien; haga usted antes la comprobación de su fuerza. 
El médico apretó con la mano derecha el manómetro, con todas sus fuerzas: llegó a 45 grados. -Ahora, dijo don Bosco, déselo a ese 
sacerdote que me asiste. -D.J.B. 1 tomó el instrumento, lo apretó y marcó 43 grados. -íAhora usted!, añadió el médico. Don Bosco lo 
apretó y el manómetro marcó 60 grados, el máximo de la escala; pero se daba cuenta de que su fuerza superaba los grados que podía 
señalar el aparato. El doctor afirmó que no recordaba haber asistido nunca a enfermos que, después de una larga enfermedad, tuvieran 
tanta fuerza física. Don Bosco empleó poquísimas veces tanta energía, sólo por necesidad o por algún buen fin o para complacer a sus 
amigos durante el recreo; pero nunca para defenderse. Lo admirable es que lo hacía sin esfuerzo, con su serenidad habitual, siempre 
guardando la compostura de su persona, sin jactancia, como si se 
tratara de la cosa más natural del mundo. Nosotros le veremos gastar 
poco a poco la robustez de su cuerpo en un holocausto continuo por la gloria de Dios y el bien de su prójimo. 

//1 D.J.B. Se trata de don Joaquín Berto, como se lee en el volumen XVII de estas mismas Memorias Biográficas, en la página 205 de la 
edición italiana. (N. del T.) // 
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((136)) 

CAPITULO XVII 

ENTRETENIMIENTOS DE JUAN CON LOS NIÑOS -LOS RELATOS -LAS NOCHES DE IN VIERNO -EL PEQUEÑO 
SALTIMBANQUI Y SU PRIMER ORATORIO FESTIVO -CON EL CANTO, LOS JUEGOS Y LOS EJERCICIOS ACROBATICOS 
EVITA LA OFENSA DE DIOS 

CON motivo de ir a los mercados con su madre, había tenido Juan ocasión de conocer a diversos jovencitos de las distintas aldeas; 
muchos otros entablaron amistad con él, cuando empezó a asistir al catecismo en la parroquia. Una especie de imán misterioso atraía hacia 
él a todos los muchachos de aquellos contornos. Muy pequeño aún, había comenzado, casi sin darse cuenta, a estudiar el carácter de cada 
uno de sus compañeros y ordinariamente descubría los propósitos que tenía en el corazón con sólo mirar a uno a la cara. Ya mayorcito, se 
fue haciendo cada vez más perspicaz, con la reflexión y las experiencias. Y así, con infantil ingenuidad, sabía prever una pregunta, dar lo 
que aún no se le había pedido, reprender oportunamente por una falta no advertida por otros, 
aprobar una determinación tomada y todavía no manifestada. Por esto, los de su edad le querían y respetaban mucho. Era otro don que le 
había otorgado el Señor: «Como ((137)) en el agua, el rostro (corresponde) al rostro, así el corazón del hombre al hombre » 1. 

Por su parte, Juan estaba siempre dispuesto a hacer el bien a quien podía y no hacer daño a nadie. Los compañeros deseaban su amistad, 
para que, en caso de pelea, les defendiera; porque, aunque era pequeño de estatura, tenía fuerza y coraje para hacerse respetar por los 
mayores que él. De tal forma que, si había peleas, disputas, riñas de cualquier género, los contendientes llamaban a Juan como árbitro y 
todos aceptaban de buen grado la sentencia que él dictaba. Hasta los que ya tenían quince o dieciséis años acudían a él en sus dudas, 
pidiéndole consejo y preguntándole su parecer. Bastaba se dijera 

//1 Prov., XXVII, 19.// 
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entre los compañeros: -íJuan ha dicho así o asá! para que la palabra de Juan fuera sentencia definitiva. 

Pero lo que reunía a los niños alrededor de Juanito y les arrebataba 
hasta la locura eran las anécdotas e historias que les contaba. Los ejemplos que oía en los sermones o en el catecismo y la lectura de libros 
como Los Pares de Francia, Guerino Meschino, Bertoldo y Bertoldino, le prestaban argumentos. De hecho, leía cuantos libros caían en sus 
manos, pero sólo éstos y no otros podía encontrar en las casas de los campesinos. A veces se servía de leyendas aún más extrañas, como la 
del que oía crecer la hierba a diez millas de distancia. De las anécdotas y las fábulas sabía sacar siempre la moraleja conveniente. Tan 
pronto le veían sus compañeros, corrían en tropel para que les contase algo, ((138)) él que apenas entendía lo que veía. A ellos se unían 
algunas personas mayores: y sucedía que, a veces, yendo o viniendo de Castelnuovo, y otras, en un campo o en un pradillo, se veía 
rodeado de centenares de personas que acudían a escuchar a un pobre chiquillo el cual, salvo un poquito de memoria, estaba en ayunas de 
toda ciencia, por más que entre ellos pasase por un doctor. El mismo nota en sus memorias a este propósito: -In regno caocorum 
monoculus rex (En el país de los ciegos, el tuerto es rey). -A veces mientras estaba en medio de los chicos como su capitán y cabecilla, la 
gente de las aldeas que pasaba por el camino se detenía como embobada, contemplando a aquel chiquillo tan seguro de sí mismo y al que 
los demás profesaban tanto respeto, y preguntaba: -Quién es ese? -Y al respuesta era: -íEs el hijo de Margarita! 

Durante la estación invernal le reclamaban en los establos para que les contara historietas. Allí se reunía gente de toda edad y condición, 
y todos disfrutaban escuchando inmóviles durante cinco o seis horas la lectura de Los Pares de Francia, que el muchacho hacía de pie 
sobre un banco, para que todos le vieran y oyeran. Y como se decía que iban a escuchar un sermón, empezaba y terminaba las narraciones 
con la señal de la cruz y el rezo del avemaría. Era el año 1826. Una de las vecinas, Catalina Agagliati, era tan asidua en ir a escuchar al 
pequeño orador que, apenas se enteraba del lugar y la hora en que él habría de hacer su reunión, dejaba toda ocupación para acudir allá. 
Un día, como fuera de por sí por la maravilla de las cosas que había oído, decía a mamá Margarita: -El Señor ayudará a su hijo para que 
llegue a ser un hombre importante. Sería una lástima que tanto saber se quedara sin aprovechar. ((139)) -Y Margarita respondía: -íSea lo 
que Dios quiera! 
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En el buen tiempo, en los días festivos, sobre todo, se reunían los 
del vecindario y no pocos forasteros. Y no sólo acudían los chavales, sino también los adultos y los ancianos. En estos casos la cosa 
tomaba 
un cariz más serio. Juan entretenía a todos con algúnn juego de los que habían aprendido de los charlatanes en las ferias. 

Había en I Becchi un prado, donde crecían entonces algunos árboles, 
entre ellos un peral. Ataba Juan a este árbol una cuerda y la anudaba a otro a cierta distancia; finalmente, ponía una silla y extendía una 
alfombra en el suelo para dar los saltos. Cuando todo estaba preparado en medio del círculo formado por la gente y el público ansioso por 
ver novedades, Juan invitaba a todos a rezar la tercera parte del rosario, tras la cual se cantaba una letrilla religiosa. Acabado esto, subía a 
la silla y decía: -Ahora escuchad el sermón que predicó esta mañana el capellán de Morialdo. 

Algunos daban señales de impaciencia, otros refunfuñaban por lo bajo diciendo que no tenían ganas de sermones, otros se disponían a 
marcharse durante el tiempo del sermón. Juan, subido a la silla, era como un rey sobre su trono y mandaba con tal resolución que hasta los 
viejos de setenta años se sentían movidos a obedecer. -íAh! os váis? -gritaba a los impacientes; idos en buena hora, pero recordar que, si 
volveís cuando esté haciendo los juegos, os echaré y os aseguro que no pondréis nunca los pies en mi prado. -Ante la amenaza, todos se 
conformaban y permanecían inmóviles y atentos a sus palabras. Entonces él empezaba la plática, o mejor dicho repetía cuanto recordaba 
((140)) de la explicación del Evangelio oído por la mañana en la iglesia, o bien contaba hechos y ejemplos leídos en algún libro. De vez en 
cuando los oyentes prorrumpían en exclamaciones como esta: -íQué bien habla! íCuánto sabe! -Y todos 
quedaban contentos. Acabada la plática, hacía una breve oración y en seguida daba comienzo a los juegos. El predicador se convertía en 
un saltimbanqui de profesión. Hacer la golondrina, ejecutar el salto mortal, caminar con las manos en el suelo y los pies en alto, echarse a 
continuación al hombro las alforjas y tragarse unas monedas para después sacarlas de la punta de la nariz de éste o del otro espectador, 
multiplicar pelotas y huevos, cambiar el agua en vino, matar un pollo para hacerle resucitar y cantar mejor que antes, eran juegos de todos 
los días. Andaba sobre la cuerda como por un sendero; saltaba, bailaba, se colgaba ora de un pie ora de los dos, ya con las dos manos ya 
con una sola. Su hermano Antonio también acudía a ver los juegos, pero nunca se ponía en las primeras filas, sino que se escondía tras un 
árbol o una pilastra, de modo que su 
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cara burlona aparecía y desaparecía y se reía con los demás o despreciaba al pequeño artista. -íQué tonto eres, le decía alguna vez, 
hacer que todos se burlen de ti de esa manera! -Pero los espectadores 
no le hacían caso y reventaban de risa con los juegos, las ocurrencias 
y las bromas de Juan y le aplaudían. A veces, cuando todos estaban atentos y con la boca abierta, esperando algún nuevo juego de 
prestigio, Juan suspendía de repente los juegos y les hacía cantar las letanías o rezar el rosario, si antes no lo había hecho. Les decía: -
Todavía quedan muchas cosas interesantes por ver, pero, antes de terminar, quiero que recemos todos juntos una oración. -Escogía este 
tiempo en medio de la diversión, poque si hubiera esperado a pedírselo al final, todos se habrían marchado. ((141)) 

Después de varias horas de entretenimiento, ya al anochecer, cuando el pequeño saltimbanqui se encontraba cansado, cesaba todo 
pasatiempo, se hacía una oración cortita y cada cual marchaba a su casa. Quedaban fuera de estas reuniones los que hubieran blasfemado, 
hablado mal o no quisieran tomar parte en las prácticas religiosas. 

Alguno de nuestros lectores se preguntará: -De dónde sacaba el dinero para ir a las ferias y mercados y ver allí a los charlatanes, como se 
ha dicho en uno de los capítulos anteriores, y para proveerse de los enseres necesarios para estas diversiones? -Solía hacerlo de mil 
diversos modos. Las moneditas que su madre u otros parientes le daban para divertirse o para golosinas, las propinas, los regalos, todo lo 
guardaba para ese fin. Tenía, además, una gran pericia para cazar pájaros con la trampa, la jaula, la liga y los lazos; y sabía mucho de 
nidos. Cuando había recogido unos cuantos, encontraba la manera de venderlos convenientemente. Además, hacía sombreros de paja y los 
vendía a los campesinos en los mercados; fabricaba jaulas de caña para cazar pájaros por medio de reclamos bien amaestrados. Las setas, 
las hiebas colorantes y el brezo constituían para él otra fuente de ingresos. Había aprendido también, y era sumamente hábil el ello, a hilar 
estopa, algodón, lino, florones de capullos de seda, hasta el punto de dar klecciones en este arte a los vecinos que acudían a él. También 
lograba con éxito hacer la calceta; por eso, ya en el Oratorio, él mismo componía a lo mejor los calcetines rotos. Hasta la 
caza de culebras le servía de fuente de ganancias. Cuando descubría 
alguna en un campo, se acercaba, corría tras ella y le asestaba un golpe con una piedra lanzada con tino; mas, si el reptil huía y lograba 
meter la cabeza por alguna hendidura ((142)) entre los escombros o debajo de alguna raíz, entonces Juan lo agarraba por la cola, lo 
mantenía 
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en el aire haciéndole girar rápidamente hasta que llegaba junto a un árbol, contra el cual lo golpeaba hasta hacerle saltar la cabeza. 

Otra observación, a la que vamos a responder con palabras del mismo don Bosco: «Vosotros os preguntaréis, dice en su manuscrito, si 
mi madre estaba contenta de que yo llebase una vida tan disipada y de que perdiese el tiempo haciendo el saltimbanqui. Habéis de saber 
que mi madre me quería mucho y yo le tenía una confianza tan ilimitada, que no me hubiera atrevido a mover un pie sin su 
consentimiento. Ella lo sabía todo, lo observaba y me dejaba hacer. Es más, si necesitaba alguna cosa, me la prporcinaba con gusto. Los 
mismos compañeros y. en general, todos los espectadores, me daban de buena gana cuanto necesitaba para procurarles los ansiados 
pasatiempos». 

De este modo Margarita, con su buen criterio y mucho más con la intuición natural de un alma que vive de amor de dios, favorecía en su 
hijo Juan, sin saber por qué, el desarrollo de la vocación extraordinaria a la que Dios le llamaba para los tiempos nuevos que se estaban 
preparando. La virtud, efectivamente, no encontraba obstáculos en la madre, la cual, sabedora de lo mucho que importa que los niños 
crezcan en la humildad, jamás daba muestras de admiración por las hazañas de su hijo, nunca le alababa en su presencia, sino que rogaba 
al Señor por él, igual que hacía por sus otros hijos. Ella observaba, cllaba y pensaba. Efectivamente, un chiquillo, un pequeño campesino 
que, a los diez años, se impone a chicos mayores que él, que habla en público con desenvoltura, que se adiestra para hacer lo que agrada a 
la multitud, para olbigarla a rezar y a escuchar la repetición de un sermón, no es cosa que se vea con mucha frecuencia. ((143)) 

Un día, mientras Juan tenía ya tendida la cuerda para comenzar sus juegos ante la gente reunida en el prado de su casa, le contemplaba 
su madre pensativa y casi sin respirar. Cuando he aquí que llegó Catalina Agagliati y la saludó: -íHola, Margarita! -Margarita, como 
despertando de un sueño, se dirigió a la recién llegada y, en voz baja, pero ardorosamente le preguntó: -Qué piensas será de mi hijo? -Y 
la otra: -íCiertamente está destinado a hacer gran ruido en el mundo! 

Juan gozaba lo indecible en aquellas reuniones dominicales; el 
designio de vivir siempre en medio de los jóvenes, reunirles, enseñarles 
el catecismo, ardía en su mente desde la edad de apenas cinco años. Constituía su más vivo deseo y le parecía que era lo único que 
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tenía que hacer en la tierra. Esta propensión era también un signo de su vocación. 

Así, pues, en 1825 Juan empezó una especie de oratorio festivo haciendo cuanto era compatible con su edad y su instrucción. Y siguió 
haciéndolo durante varios años, de modo que con el crecer del caudal de conocimientos religiosos resultaban más fructuosas sus palabras. 
Para ellos ponía un cuidado singular en coleccionar las narraciones edificantes del catecismo, de los sermones, de las lecturas que hacía, 
con el fin de infundir en sus oyentes el amor a la virtud. Pero no eran sólo las narraciones, los juegos y el buen trato con lo que 
conquistaba los corazones de tantos jóvenes. Ya entonces debía transparentarse en su mirada, en su rostro, la pureza de su alma, como 
siempre se transparentó hasta sus últimos días. Encontrarse con él, estar a su lado producía un gozo, una paz, una dicha, una ansia de 
hacerse mejor, que no puede hallar explicación en un afecto meramente humano. Así lo experimentaron millares de muchachos y lo 
testificaron ((144)) millares de sus cooperadores, quines, apenas le conocían, no sabían apartarse de él, ni podían olvidar la fascinación de 
atractivo tan sorprendente. La explicación nos la da el libro de la Sabiduría: -«íOh, qué hermosa es la generación casta con gloria (por la 
victoria sobre las tentaciones)! La inmortalidad acompaña 
su recuerdo, Dios y los hombres la aprecian igualmente; presente, la 
imitan; ausente, la añoran; en la eternidad, ceñida de una corona, celebra su triunfo porque venció en la lucha por premios incorruptibles». 
1 Pero que el campo de acción, destinado por la Providencia al hijo pequeño de Margarita, había de ser más extenso de lo que pudiera 
pensarse en un principio, quedó bien patente desde entonces por varias circunstancias en las que parece imposible que un niño pudiera 
demostrar tanta seguridad en su obrar. Valgan, entre otros, los hechos siguientes. 

Tenía unos once o doce años cuando, con motivo de una fiesta, hubo baile público en la plaza de Morialdo. Era la hora de las funciones 
religiosas de la tarde y Juan, deseando que cesase aquel escándalo, se dirigió a la plaza y, mezclado entre la gente, en parte conocidos 
suyos, trataba de persuadirles a que dejaran el baile y entraran en la iglesia a las vísperas. -íMira por dónde un chiquillo, casi un crío, 
viene a imponernos leyes! -decía uno. 

-Quién te ha dado el simpático encargo de venir a predicarnos y hacer de padre espiritual? -replicaba otro. 

//1 Sab., IV, 1-2.// 
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-íHay que tener una cara como la tuya para venir a estorbarnos en lo mejor de nuestra diversión! -añadía un tercero. ((145)) 

-íPreocúpate de tus cosas y no te metas donde no te llaman! -refunfuñaba bruscamente un cuarto. Y se reían en su cara. Entonces Juan 
se puso a cantar una canción religiosa popular, pero con una voz tan agradable y armoniosa que, poco a poco, acudieron todos a su 
alrededor. Después de un instante, se encaminó hacia la iglesia: todos le siguieron, como encantados por su voz, hasta entrar en la iglesia 
tras él. 

Al anochecer, volvió Juan al baile, que se había reanudado con loco frenesí. Iba obscureciendo cada vez más e iba diciendo Juan a los 
que parecían más sensatos: -Ya es hora de retirarse: el baile resulta peligroso. -Pero como nadie le hiciera caso, se puso a cantar como 
había hecho antes. Al dulce sonido, diríase mágico de su voz, cesaron las danzas y quedó vacío el lugar del baile. Todos corrieron a su 
alrededor para oírle, y al acabar le ofrecieron muchos regalos para que volviese a empezar. Tornó a cantar, pero no quiso aceptar ningún 
regalo. Los organizadores del baile, que veían cómo con el fin del baile cesaban también sus ganancias, se le acercaron y, ofreciéndole 
dinero, le dijeron: -Mira, toma este dinero y márchate, o te llevas una paliza como no la has recibido en tu vida. 

-íEh!, respondió Juan, qué manera de hablar es ésa? Estoy acaso en vuestra casa para tener que obedeceros? No soy libre de hacer lo 
que más me cuadre? Yo tengo aquí parientes a quienes esperan en sus casas: os hago agravio si vengo a llamarlos? Las familias temen que 
haya alguna desgracia, alguna riña, alguna herida: no es justo quitarles su preocupación? Sobre todo a estas horas, debéis comprendeer, 
vosotros que sois personas sensatas y buenas, que es muy posible haya desórdenes, que luego os causarían pesar. Si deseo ((146)) el orden 
es porque nuestro barrio gozó siempre de buena fama por todos los pueblos. Os falto con esto al respeto? -Estas y otras razones 
semejantes, expuestas por un niño, sorprendieron y convencieron a muchos para abandonar el baile. Los más fanáticos siguieron todavía 
un rato; pero, al ser tan pocos, también ellos decidieron marcharse. 

Se cuenta que en esta misma época le sucedió un caso singular, que, por otra parte, se repitió luego en varias ocasiones, a saber, desafiar 
con juegos de destreza a los charlatanes que estorbaban las funciones de iglesia. 

Una tarde debía haber un sermón en la capilla de una aldea cercana a I Becchi. La casa de Dios estaba medianamente llena, mientras 
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la plaza de delante estaba atestada de hombres, cuya confusa bulla llegaba a los que ya estaban dentro, donde el deber religioso les 
llamaba. De repente suena una trompeta en la plaza. Nadie pudo frenar a los muchachos, que saltaron de los bancos y se precipitaron hacia 
la puerta de la iglesia. Tras ellos, salieron las niñas; y, finalmente, 
también las mujeres, hijas de la curiosidad. Al ver ésto, el pequeño Bosco corrió también a la plaza y, abriéndose paso entre la multitud, se 
plantó en primera fila. La presencia del muchacho, conocido por su destreza en los juegos, hizo que las miradas de todos se dirigieran 
hacia él. Con la cabeza y las manos le señalaban al titiritero, como para decirle que había encontrado un competidor. Juan, que no había 
salido de la iglesia por curiosidad, sino con un plan preconcebido, se adelantó hasta el centro del círculo y desafió al charlatán a demostrar 
quién de los dos era capaz de dar mejores muestras de habilidad. Miró el charlatán de arriba abajo al muchacho con aire de desprecio, pero 
los aplausos del pueblo a la propuesta ((147)) de Juan le hicieron comprender que no sería honroso rechazar el desafío. Gritaban por todas 
partes: -íBravo! íEso es! 
íDemuestra tu habilidad! -De común acuerdo se convino no sé qué juego. -Aceptado, concluyó Juan; veamos las condiciones: éstas las 
propongo yo: si gana usted le daré un escudo; si gano yo, saldrá inmediatamente del término de este pueblo y no volverá a poner los pies 
en él, a la hora de las funciones de la iglesia. -La gente, ansiosa de un nuevo espectáculo, gritaba: -íSí, si! -Acepto, respondió el 
charlatán, seguro de su triunfo. Pero éste, al fin, fue de Juan, y el charlatán, recogiendo sus bártulos, tuvo que mantener la palabra y 
marcharse en seguida. Entonces Juan dijo a la gente: -íNosotros, a la iglesia! -y, él por delante, entraron todos en la casa de Dios. 

En otra ocasión, conversaba un forastero con chanzas poco decentes, en medio de un numeroso corro de hombres y niños, salpicando su 
charla con vocablos que sabían a blasfemia. Juan, apenado por aquél escándalo y viendo que no era posible hacer callar al uno y cortar las 
groseras risotadas de los otros, qué se le ocurrió hacer? Había en aquel lugar dos árboles poco distantes uno de otro: tomó una cuerda, 
anudó los dos extremos, lanzó cada uno de éstos a una rama de cada árbol, de modo que la cuerda quedara bien sujeta y no cediera. La 
operación fue cosa de un momento. La gente se dio cuenta de la hábil maniobra, dejó al maldiciente y rodeó a Juan. Dio un salto y se 
agarró a la cuerda; se sentó en ella; dejó caer la cabeza hacia el suelo, quedando colgado sólo por los pies; se puso derecho y comenzó a 
caminar de un lado para otro, como si ((148)) anduviera 
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por un sendero firme. El juego duró hasta que se hizo de noche y todos se dispersaron para regresar a sus casas. 

De este modo empezaba el jovencito Bosco los primeros ensayos de su misión con los medios que la divina Providencia le había 
proporcionado. Y aquel Dios que, según la expresión del libro de los Proverbios, juega de continuo en el universo con su omnipotencia 
creadora y conservadora, y encuentra sus delicias en estar con los hijos de los hombres, empezaba ya en cierto modo a presentar al mundo 
el instrumento del que quería servirse para su gloria: «Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Y ha 
escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para 
reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios... El que se gloríe, gloríese en el Señor».1 

//1 1.ª Corintios, I, 27-29.31.// 

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((149)
)


CAPITULO XVIII 

MARGARITA ESCUELA DE CARIDAD CON LOS POBRES, LOS BANDIDOS, LOS CAMINANTES, LOS ENFERMOS -LA 
DIVINA PROVIDENCIA SOCORRE A MARGARITA EN SU 
POBREZA -SANTA INTENCION CON QUE HOSPEDA A LOS NECESITADOS 

JUAN, formado en la escuela de su buena madre, podía muy bien repetir las palabras de Job: «Desde mi infancia me crió él como un 
padre, me ha guiado desde el seno materno». 1 En efecto, fue máxima constante de Margarita hacer siempre el bien a quien pudiera y 
guardarse de hacer mal a nadie, ni siquiera con una palabra poco respetuosa o poco amable. Su espíritu se conservaba siempre tranquilo y 
nunca alimentó resentimiento 
contra nadie. Jamás se encontró en la necesidad de perdonar, porque 
nunca se consideró ofendida. Y, sin embargo, era de carácter sensibilísimo; pero su sensibilidad había llegado a convertirse en caridad 
hasta tal punto que, con toda razón, Margarita podía ser llamada 
madre de todos los que se encontraban en necesidad. 

Jamás rechazó a nadie y nunca negó a otros cuanto le pedían, como si poseyera riquezas inagotables. Los vecinos acudían a ella unas 
veces ((150)) en busca de lumbre, otras por agua, otras por leña. A los enfermos que necesitaban vino, se lo daba generosamente, sin 
aceptar retribución alguna. Prestaba aceite, pan, harina de trigo, harina de maíz, siempre que se lo pedían y sin dar nunca señales de que le 
molestara la importunidad. Algunas veces, quien le había pedido prestado pan, si se veía en apuros, iba a ella con timidez y le decía: 
-Margarita, tendría necesidad de pan, aunque todavía tengo que devolverle el que me dio la semana pasada. -No piense ya en el pan de la 
semana pasada; le prohíbo que me hable de él; piense solamente en devolmerme el que le doy ahora. -Y así lo quería con toda sinceridad. 

//1 Job, XXXI, 18.// 
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Su casa estaba entre bosques y más de una vez, después de la cena, a altas horas de la noche, llegaban bandidos, los cuales, escondidos 
detrás del seto que rodeaba la era, llamaban en voz baja a la dueña de casa. Usaban esta precaución por miedo a toparse con los guardias. 
Margarita salía y aquellos pobrecillos, fatigados y hambrientos, le pedían algo que comer. Y Margarita les decía: -Acercaos sin miedo; 
pero ahora no entréis en casa: no tengo nada preparado para que cenéis, mas no importa: nos arreglaremos.íPobre gente! -Llamaba a Juan 
y le indicaba: -Ve por leña, llena de agua la olla y ponla a hervir. Haremos una sopa y se la daremos a estos amigos. Pero no digas a nadie 
lo que hemos hecho esta noche. -Juan cumplía rápidamente las órdenes recibidas y luego avisaba a su madre que la olla ya estaba 
hirviendo. 

-Echa la pasta. 

-Mamá, no la encuentro. 

-Mira si hay harina. 

-Tampoco hay. 

-Entonces toma unos trozos de pan y prepara la sopa ((151)). 

A veces, no había en casa para comer más que cortezas de pan o algún mendrugo. Margarita echaba en una escudilla la sopa bien 
caliente, hacía entrar al bandido o bandidos y los llevaba a un rincón oscuro de la estancia, donde la llama proyectaba la sombra del 
candil. Los pobrecillos devoraban aquel alimento y cuando estaban satisfechos decían: -Gracias, madre... y para dormir? -Ahí hay un 
desván y paja. No tengo otra cama que ofreceros. Tened paciencia. 

-íY muy contentos! Pero... y los guardias? 

Había en el establo una claraboya, que parecía destinada tan sólo a ser ventana, per que servía de paso al henil. Sin embargo, quien no 
conociera prácticamente aquel lugar no podía imaginar que allí hubiese una salida. Margarita informaba en pocas palabras a los huéspedes 
sobre la topografía de la casa y les daba las buenas noches. Los bandidos, antes de irse a dormir, querían besar la mano de mamá 
Margarita; pero ella les decía: -No, no es esto lo que deseo; lo que quiero es que recéis las oraciones. -íSí, sí, lo haremos, esté segura! -Y 
subían al lugar indicado, donde pasaban la noche tranquilos y en respetuoso silencio como si fueran corderitos; nunca en muchos años le 
proporcionaron el menor disguto. 

Lo gracioso era que, con frecuencia y, a veces, pocos instantes después de haberse retirado los bandidos a descansar, llamaban a la 
puerta otros huéspedes. Eran ni más ni menos que los guardias, los 
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cuales tenían la costumbre de encontrarse en casa de Margarita para darse el parte, y allí se detenían un buen rato para descansar de su 
caminata. Apenas llegaban, y tras los primeros saludos, preguntaban en seguida a Margarita por sus hijos. -José y Juan, están bien? -Y 
llamaban a José, hacia el que sentían gran simpatía. José corría rápido a darles la ((152)) bienvenida y les hacía mil preguntas, porque le 
gustaba saber las noticias de la jornada, las aventuras que les habían sucedido y las circunstancias de los arrestos que habían tenido que 
hacer. Los guardias, al verle tan despabilado, de palabra tan fácil y, al mismo tiempo, tan contento de encontrarse en su compañía, se 
entretenían gustosos hablando con él. Con Juan no tenían demasiada familiaridad, porque no le agradaban las caricias, hablaba poco, no 
hacía preguntas y escuchaba atentamente, aunque sin hacer observaciones. 

Pero lo curioso era que muchas veces, en aquellos instantes, los 
bandidos se encontraban separados de los guardias tan sólo por una puerta o un tabique, o por una ventana que en lugar de cristales tenía 
papeles y así escuchaban toda la conversación de los que tenían órdenes de llevarlos a la cárcel. Hasta se dio el caso de un bandido 
sorprendido de improviso en la estancia, sin poder refugiarse en otro sitio. Los guardias se sentaban a veces a la mesa sobr la cual estaban 
ya preparados la salvilla y los vasos, y aguadaban a que Margarita les obsequiase con una botella de vino, mientras el bandido engullía en 
un rincón las últimas cucharadas de sopa; sin embargo, aunque muchas veces sabían quién estaba en aquel momento escondido en la casa, 
disimulaban y nunca intentaron el arresto, ya fuera porque sabían muy bien que Margarita socorría con su caridad a cualquier 
desventurado, sin acepción de personas y sin segundas intenciones, ya fuera por no comprometer a aquella buena familia con los 
embrollos de los tribunales; por otra parte, no resultaba cosa fácil echar la mano a hombres desesperados, armados hasta los dientes y 
prevenidos: antes de perder la libertad, habrían entablado ciertamente una lucha terrible y tal vez homicida: les interesaba, pues, esperar un 
momento mas oportuno y favorable. Por circunstancias imprevistas sucedió ((153)) alguna vez que, a la par que los guardias entraban por 
una puerta, por otra entraban también los bandidos, los cuales se retiraban precipitadamente. Era imposible que los 
hombres armados no se dieran cuenta entonces de que había en la casa personas ajenas a la familia y que habían corrido a esconderse; 
ordinariamente le tocaba a José solventar el caso, mientras cazador y presa estaban a pocos palmos de distancia el uno de la otra. 
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Un día, un sargento mayor se quedó parado apenas pisó la casa y, mirando alrededor, como quien está en acecho, dijo en alta voz: 

-Ahí hay alguien. -José se adelantó: 

-Quién quiere que haya? 

-Alguien escondido. 

-Se equivoca. No ve que estamos aquí todos los de la familia? 

-íSin embargo, digo que hay alguien! 

-Y yo repito que no veo a nadie. -Y contenía a duras penas la risa. El sargento no llevó más adelante sus investigaciones; sólo había 
querido dar a entender que estaba al corriente. 

Otra clase de personas solía acudir a casa de Margarita: eran los 
vendedores ambulantes. Como entonces no había abundancia de caminos y hospederías, el que iba de viaje para sus negocios se veía 
obligado a pasar varias noches fuera de casa, y por lo tanto, debía pedir hospitalidad a alguna familia que quisiera aceptar semejante 
incomodidad. Y como la bondad de Margarita era conocida por todo el territorio de Morialdo, su casa se convertía en lugar de refugio de 
todos los que buscaban un techo hospitalario. 

-Margarita, tendría albergue? 

-íCómo no! 

-Y algo para cenar? 

-Ya me arreglaré: algo encontraremos. ((154)) 

Cuando la despensa estaba abastecida de lo necesario, la cena quedaba pronto dispuesta; pero, más de una vez, Margarita debía 
devanarse los sesos para no dejar al huésped con el estómago vacío. Juan era siempre el cocinero oficial en estas ocasiones. Una de las 
veces tuvo que comunicar a su madre que no había nada para la cena del huésped. Margarita, sonriendo, se puso a buscar hasta que 
encontró un pan de maíz. Después de desmenuzarlo, lo echó en la olla; pero al hervir, se hizo una masa tan insípida que no se podía 
comer. Juan se la dió a probar a su madre, la cual, sin perder su sonrisa afectuosa, fue al establo, ordeño un poco de leche, la echó en la 
olla y de este modo hizo un condimento que convirtió en sabrosa la harina de maíz. De todos modos, lo que hacía más agradable la 
caritativa hospitalidad era su trato cortés y su amabilidad. Por la 
mañana, al marcharse el huésped no encontraba palabras para agradecer 
a la que constantemente se negaba a recibir nada de recompensa y que se contentaba con decir: -Atiendo a los amigos, no soy una 
posadera. 

Si así se portaba Margarita con los que se encontraban en una necesidad pasajera, se puede calcular con qué ternura acogía a los 
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que eran verdaderamente pobres. Su hijo Juan recordaba con frecuencia que una noche de invierno llegó un desgraciado pidiendo refugio. 
El campo estaba cubierto de nieve y hielo; y el pobrecito tenía los zapatos tan destrozados que se le salían de los pies. Margarita carecía de 
calzado para dárselo; pero por la mañana, cuando se iba a marchar, le hizo sentar, le envolvió los pies en un paño, luego ató por debajo las 
suelas de las chancletas con unas cuerdas que siguió cruzando por las piernas al estilo de los antiguos romanos. Lo hizo con tal maestría 
que el pobrecillo pudo caminar expeditamente sin pasar frío. Con razón ((155)), pues, podía decir al Señor esta santa mujer: «El forastero 
no pernoctaba a la intemperie, tenía abierta mi puerta al caminante». 1 

En otra casita cerca de la de Margarita habitaba un tal Cecco, el cual, por ser amigo de la buena mesa y del poco trabajar, había llegado 
a la extrema miseria. Vivía, pues, en gran estrechez, y muchas veces pasaba hambre; pero no se atrevía a pedir limosna, bien por 
vergüenza, bien por temor a ser echado y recibir reproches, por haber malgastado su patrimonio. El infeliz estaba solo y rara vez salía de 
casa. Margarita, compadecida de su condición, de cuando en cuando se acercaba al portal de aquella casa y, por la ventana de la planta 
baja, metía en la habitación una cantidad de pan suficiente para varios días, procurando no ser vista de nadie, para no humillar a aquel 
desgraciado. Tras varios meses, encontrándose casualmente con Cecco, éste con lagrimas en los ojos le agradeció cuanto hacía y Margarita 
se ofreció a proveerle también de un pucherito con cierta frecuencia. Se pusieron de acuerdo en el modo: ella, al anochecer, daría una 
señal, riñendo en alta voz a alguno de sus hijos. Efectivamente, llevaba con precaución un puchero de sopa caliente al portal del vecino y, 
vuelta a casa, como si estuviera enfadada, comenzaba a gritar a Juan o a José. A tales gritos el vecino abría la puerta, alargaba la mano y 
retiraba la sopa. 

Por mucho que digamos, jamás podremos alabar bastante la generosidad 
de esta mujer, cuya vida fue una continua obra de caridad. Con todo, aun dando tanto a los demás, siempre tuvo con qué hacer limosnas: 
parecía que la Providencia ((156)) se cuidara por sí misma de no dejarle faltar lo necesario, especialmente cuando se había privado de 
todo. 

Un día, Margarita se encontró sin pan en casa y también le faltaba por completo harina. Mientras pensaba cómo arreglárselas, llegó 

//1 Job, XXX, 32.// 
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por casualidad un vecino suyo, un tal Luis Veglio, a saludarla. Al darse cuenta del apuro de la buena mujer, salió en seguida sin decir 
palabra y, en llegando a su casa, situada en Filippelli, otro barrio de la aldea, llamó a un criado y le dijo: -Ven acá y toma este saco de 
harina. -El criado intentó levantar el saco: -íPesa demasiado! -exclamó. -Si no puedes llevarlo de una vez, vacía la mitad y llévalo en dos 
veces -dijo el amo. -Adónde hay que llevarlo? -íVen conmigo! -Y le condujo no lejos de la casa de Margarita: -Mira, llévalo y déjalo en 
aquella casa, pero no digas que he sido yo quien lo ha mandado. -El criado subió, descargó el saco y lo entregó a Margarita, diciendo: 
íEs para usted! -Y quién le ha mandado traer esta harina? -preguntó Margarita. -Me han prohibido decirlo. -Margarita insistía; el criado 
se enredaba en sus respuestas evasivas y misteriosas. Pero Margarita adivinaba quién 
podía ser el donante, pues sabía a quién servía él como criado. Finalmente entró Luis Veglio, el cual, escondido a poca distancia, había 
escuchado el diálogo y con sinceridad le dijo: -Por favor, Margarita: sí, he sido yo; habría preferido permanecer desconocido, pero, 
puesto que mi criado no es capaz de guardar un secreto, no quiero andar con misterios. Lo que yo he hecho es un deber. Usted ha dado 
todo a los pobres y es justo que otro le ayude a usted cuando se encuentra necesitada. 

Desde entonces la esposa de Veglio, que se llamaba María, viendo cómo Margarita consumía de aquella manera sus bienes ((157)) 
comenzó a mandarle, con generosidad semejante a la de su marido, ora una hemina de trigo, ora un saco de maíz, ora provisiones de vino. 
Muchas veces le decía: -Cuando no tenga para dar limosna, venga a mi casa y tome cuanto necesite. Y, sobre todo, cuando vaya a visitar 
enfermos, si ve que les falta lo necesario, dígamelo en seguida y yo proveeré. -Realmente Margarita era el ángel consolador de los 
enfermos y de los moribundos en la aldea; y a su lado siempre estaba Juan, pronto a cualquier servicio y asistencia, y a correr donde su 
madre le mandara, bien para llamar a un vecino o pariente, bien para facilitarles medicinas de hierbas, de las que había aprendido a 
preparar algunas. Ellas les visitaba, les socorría, les asistía, les servía, pasaba junto a su lecho noches enteras, les preparaba para recibir los 
santos sacramentos y, al acercarse la agonía, no les abandonaba hasta que huberan expirado. Como la parroquia se encontraba lejos y, por 
tanto, era dificil que el sacerdote pudiera llegar a tiempo para leer las oraciones de los agonizantes, Margarita misma recomendaba el alma 
al Señor y les sugería sentimientos tan cristianos, tan oportunos 
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y con expresiones tan propias, que sus palabras producían una profunda impresión en todos los presentes. 

Tanta generosidad de corazón en Margarita no debe causar asombro, ya que era mujer de continua oración. Al salir de casa para ir al 
trabajo, al regresar del campo, en medio de sus fatigosas ocupaciones, rezaba y repetía el santo rosario. Era conmovedor verla a la caída de 
la tarde dirigirse a casa, sostendiendo al hombro con la mano izquierda la azada o el escardillo, y con la derecha a sus dos hijos, y rezar el 
Angelus al toque de la campana ((158)) que resonaba lejos en el fondo de los valles. En casa nunca había motivo suficiente para omitir la 
oraciones de la mañana y de la noche en familia; es más, invitaba a los huéspedes a rezar con ella, como única recompensa por la 
hospitalidad recibida. Se trataba de bandidos, guardias, negociantes, pordioseros, caminantes extraviados: ninguno se atrevía a negarse. 
Ella les había ofrecido, como a hermanos, cuanto tenía: pan, polenta, sopa, vino; hubiera sido una villanía no aceptar una invitación 
completamente razonable a los ojos de todos, incluso de cuantos solían descuidar el deber de rezar. Era verdaderamente una escena que 
llamaba la atención el ver a los guardias quitarse el quepis y doblar las rodillas; a los bandidos inclinar la frente cubierta de tupidos 
cabellos y pronunciar las palabras del padrenuestro o del 
avemaría, que desde hacía mucho tiempo no habían vuelto a repetir. 
Margarita, en aquellos momentos, gozaba en su interior, ya que la finalidad principal de su hospitalidad era precisamente sacar de los 
labios de sus huéspedes un himno de alabanza al Señor. Y este himno recaía sobre ella y sobre su familia como rocío de gracias fecundas; 
pues todos los que habían recibido favores de ella, al pasar delante de su casa o cuando al recordaban, repetirían las palabras del Salmo: 
«íBendición de Yahvéh sobre vosotros! Nosotros os bendecimos en el nombre de Yahvéh». 1 

//1 Salmos, CXXVIII, 8 // 
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((159)
)


CAPITULO XIX 

JUAN APRENDE DE SU MADRE EL AMOR A LA VIRTUD Y EL CELO PARA IMPEDIR LA OFENSA DE DIOS Y PROCURAR 
LA SALVACION DE LAS ALMAS 

LA firmeza de carácter de Margarita no la puede comprender ni describir dignamente, sino quien la conoció de cerca. Ella había declarado 
guerra perpetua e implacable al pecado. No sólo aborrecía el mal, sino que procuraba impedir la ofensa del Señor aun de parte de aquellos 
que no eran de los suyos. Así que se mantenía siempre alerta contra el escándalo, con toda prudencia y resolución, a costa de cualquier 
sacrificio. 

A veces los lugareños de alguna zona de la aldea, deseosos de 
procurarse un poco de distracción y de dar cuatro saltos, iban a buscar 
un organillo. La noticia corría como un relámpago por los caseríos, y la gente salía de casa y gritaba de una colina a otra: -íVamos al baile 
vamos al baile! -A los gritos y al son del organillo, que se difundía por los aires hasta la caída de la tarde, los hijos de Margarita corrían a 
ella: -Mamá, vamos también nosotros. -Ellos no pensaban sino en la algazara y en la música. Pero Margarita, acogiéndolos con su sonrisa 
habitual, les decía: -Estaos aquí quietecitos y esperadme; voy a ver qué novedad hay. -Si veía ((160)) una reunión de personas honestas y 
que se trataba de una diversión sencilla, sin sombra de mal, volvía diciendo a los hijos: -Podéis ir. -Pero si había notado algo 
inconveniente, aunque fuera muy poca cosa, la respuesta era terminante: -Esta diversión no es para vosotros. 

-Pero... 

-No hay pero que valga. No quiero, de ningún modo, que vayáis a parar al infierno. Me entendéis: -Los hijos contrariados quedaban 
silenciosos por un momento; pero la buena madre, rodeándose de ellos, comenzaba a contarles una historia de guerreros y castillos, tan 
llamativa y tan bien tramada, que superaba en fantasía 
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al mismo Ariosto. Exponía aquellas extrañas aventuras con tanto atractivo, que sus hijos confesaban que se encontraban más contentos all 
oyéndola, que si les hubiese concedido su petición. Entrada ya la noche, Margarita acababa diciendo: -Y ahora a dormir; pero antes 
recemos una oración por el que muera esta noche, para que no se condene. -Estas palabras producían un efecto mágico y saludable en el 
alma de los niños. 

Por otro lado, ella se preocupaba de las muchachas hasta el punto de hacer pensar que había hecho propósito generoso de ello. Si por el 
camino encontraba a algunas pobrecitas con el vestido roto o corto, se les acercaba: -No os ruborizáis de vuestro ángel de la guarda que va 
a vuestro lado? No sabéis que él se cubre la cara con las manos y se avergüenza de teneros bajo su custodia? -Es que somos pobres y nadie 
se preocupa de darnos ropa ni de arreglarnos los vestidos. -Está bien, venid conmigo -y las conducía a su casa, se colocaba a su alrededor, 
zurcía aquellos trapos, les ponía los remiendos de tela o de paño que fueran necesarios y las despedía con la bendición de Dios, de modo 
que ya no parecían las personas sucias de antes. Aunque obligada a trabajar de la mañana a la tarde para ((161)) proveer de lo necesario a 
la familia, no le importaba perder un tiempo tan precioso en esta obra de caridad. 

Particularmente trataba de hacer el bien a aquellas pobres muchachas 
que sospechaban podrían encontrarse en algún peligro. Unas veces les daba pan, otras les preparaba la polenta, otras les regalaba fruta o 
les reservaba lo que sabía les agradaba para meter en el bocadillo y así atraérselas. Las invitaba a ir a su casa siempre que tuvieran una 
necesidad, las recibía como una madre recibe a las propias hijas, las socorría generosamente de la mejor manera que le era posible, y no 
las dejaba marcharse sin darles un consejo oportuno. Sobre todo, se preocupaba de que no frecuentaran la compañía de personas de otro 
sexo y, para alejarlas, se servía de artes tan finas y delicadas, que sería demasiado largo hablar de ello. Era todo ojos, especialmente en las 
veladas de invierno. Pero nuncaa se precipitaba para dar un aviso, sino que esperaba la oportunidad para hablar a solas. Entonces 
enseñaba, a quien pudiera tener necesidad, el modo de estar bien compuesta cuando se sentaba en medio de los demás, hacía notar los 
inconvenientes de ponerse al lado de determinados individuos e indicaba la manera de conducirse cuando se entretuvieran con fulano o 
con zutano y cómo debían moderar su modo de hablar y corregir sus gestos y las risas exageradas. 

Con este proceder, Margarita se había ganado de tal manera a las 
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muchachas de los contornos, que causaba admiración ver el respeto que todas le manifestaban. En el verano, a causa del calor sofocante, 
se tolera en las familias cierta libertad en el vestir, que no se inspira 
ciertamente en la austeridad del Evangelio. Pues bien, cuando Margarita 
entraba en una casa, las muchachas, apenas oían su voz, si no estaban en condiciones de poder presentarse, corrían a esconderse o a 
ponerse un vestido más decente, y no aparecían sino cuando estaban ((162)) seguras de merecer una palabra laudatoria de la buena 
Margarita. Pero, si alguna se veía sorprendida sin haber tenido tiempo de escapar, y al mismo tiempo llegaban también otras personas, la 
muchacha encontraba refugio junto a Margarita; ésta entonces, a modo de caricia, le colocaba con delicadeza sobre los hombros el borde 
del propio delantal e inclinado la cabeza le decía al oído: -Cómo puedes tener el atrevimiento de estar así delante del Señor? 

Hemos notado anteriormente cómo Margarita daba también de buen grado hospitalidad a los vendedores ambulantes. Hacia esta caridad 
con una intención especial. Estas gentes, más de una vez, llevaban en sus cestas dibujos o libros poco normales, para venderlos en ferias. 
Margarita, cuando lo sabía, les rogaba se los dieran y, unas veces, los quemaba allí mismo, mientras otras los guardaba para entregarlos al 
capellán de Morialdo. No era raro que los mismos vendedores, para complacerla, echaran al fuego aquella mercancía ante sus ojos. Ella no 
sabía leer; pero vigilaba atentamente los libros que circulaban y deducía su bondad o su malicia por las expresiones que hábilmente sabía 
sacar de los labios de sus dueños. Por su parte, recompensaba a estos huéspedes tratándoles como amigos y no como forasteros: los 
sentaba a su misma mesa y les servía de lo mejor que había preparado para la propia familia. A la hora de despedirse hacía que le 
prometieran que, en adelante, no venderían más 
dibujos o figuras que pudieran hacer daño a las almass, promesa que 
fácilmente lograba de las personas conquistadas por su caridad. 

Más de una vez sucedió que le tocó presenciar algún escándalo grave; entonces manifestaba su energía y su franqueza de modo 
admirable. Un domingo, iba a la santa misa y llevaba de la mano a José y Juan. A la cabeza del gentío, que crecía por momentos, 
marchaba un grupo ((163)) de quince o veinte muchachotes. Iba entre ellos, como jefe de grupo, un hombre de unos sesenta años, que 
había ya cumplido condena de cárcel durante varios años por ladrón. Hablaba con los demás en alta voz de cosas obscenas, lanzando a 
diestra y siniestra agudezas indecentes, causando fastidio a los que pasaban. Margarita no pudo contenerse y acercándose le llamó por 
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su nombre. -Qué desea? -respondió él volviéndose atrás y deteniendo
el paso. Y Margarita en voz baja: -Le gustaría a usted que sus hijas oyeran las palabras que va usted diciendo?


-íVaya! íA qué viene esto! Ya se sabe, hay que estar alegres! íSe 
dicen estas cosas para reír! O es que ya no está permitido reír? Hago daño a alguien riendo? íHabría que irse de este mundo para no oír 
ciertas conversaciones! 

-Pero lo que usted va diciendo, es malo o no? Y si es malo, por qué lo dice? 

-íCuántos escrúpulos! íDeje de molestar! Son cosas que las dicen todos; y yo no puedo decirlas? 

-Aunque fuera verdad que todos las dicen, dejan por ello de ser 
pecado? Y si usted va al infierno, de qué le servirá que otros hayan 
tenido las mismas intenciones que usted tiene? -Ante este apóstrofe de la impertérrita mujer, el grosero se echó a reir a carcajadas, y sus 
compañeros, que también se habían parado, le corearon. Entonces Margarita con voz conmovida añadió: -íA su edad, con los cabellos 
blancos, en vez de dar buen ejemplo se ha convertido en escándalo para estos pobres muchachos! íQué vergüenza! -Y tomando a sus 
hijos, dejó el camino ancho, para llegar a la iglesia por un sendero a través de los prados. Cuando se encontró sola, la santa mujer se 
detuvo y dijo a sus hijitos: -Bien sabéis cuánto os quiero; con todo, si alguna vez hubierais de llegar a ser malos como ese viejo indecente, 
íno sólo prefiero que el Señor os ((164)) haga morir ahora mismo, sino que tendría el valor de estrangularos yo misma con mis propias 
manos! -Palabras demasiado enérgicas, se dirá: pero el que ama la inocencia y el candor de sus hijos encontrará en ellas la expresión de 
su profundo sentimiento, es decir, la importancia de conservar la gracia de Dios. 

Otra tarde, estando Margarita en casa, oyó a dos muchachotes, que se habían quedado en la era, hablando en voz alta de cosas 
inconvenientes. 
Los dos eran conocidos por su mala conducta y sus modales insolentes. Margarita salió y les rogó que no hablaran de aquella manera. Los 
dos desvergonzados soltaron una carcajada. Entonces ella les intimó resueltamente: -íNo quiero de ningún modo que estéis aquí! -Los dos 
bribones, sin moverse del sitio, entonaron una canción vulgar. Margarita repitió: -Estáis en mi casa, en mi propiedad; aquí mando yo: 
ímarchaos de aquí! -Pero los provocadores, en vez de irse, se pusieron detrás de una pilastra de la tenada y siguieron voceando y cantando 
frases indecorosas. Margarita no se dio por vencida. Llamó a uno de sus hijos y le ordenó ir corriendo a 
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llamar a alguien de la familia de los insolentes. Acudió la madre de uno y el hermano del otro: hubo un poco de alboroto, pero, al fin, se 
vieron obligados a marcharse; y Margarita no les permitió en adelante tomar parte en las veladas de su establo. 

Otro día, una mujer, que vivía a poca distancia de I Becchi, había 
acogido en su casa a un forastero. Por todos los alrededores se murmuraba 
públicamente. El escándalo era cierto. Margarita se encargó de acabar con aquello y, al caer de la tarde, se dirigió a aquella casa, mientras 
Juan la seguía y se escondía, no muy lejos, detrás de un árbol. Golpeó a la puerta y llamó: -íMarta, Marta! 

Un momento después apareció Marta a la puerta, dejándola entreabierta 
y cubriendo el vano con su persona. ((165)) 

-Es usted, Margarita? 

-íSi, Marta! Puedo hablarle un momento? 

-íDiga, diga! -Y seguía colocada entre la puerta y la jamba. 

-íPor favor! Dé un paso adelante, para que nadie pueda escucharnos. Si me lo permite, tengo que decirle algo muy importante. 

-Con mucho gusto. Diga -respondió Marta, después de un momento de indecisión; y, cerrando la puerta, siguió a Margarita hasta la 
esquina de la casa. Margarita le preguntó en voz baja: 

-Usted es Marta? 

-íClaro! 

-La hija de fulano? 

-íExacto! 

-La hermana de zutano? 

-íSí! Usted me conoce. 

-Usted es cristiana? 

-íQué pregunta! 

-Está usted bautizada? 

-Pero, a qué viene este interrogatorio? 

-Usted es la que va a la iglesia y cumple por Pascua? 

-íDesde luego! -Y Margarita martilleó las palabras: -Usted? 
Usted? Usted? Entiende lo que quiero decir cuando digo usted? 

-Quiere que yo misma la condena al infierno a usted, que ha sido 
amiga mía hasta ahora? -Marta, que había comprendido de sobra el 
motivo de tantas preguntas, respondió con palabras entrecortadas: 

-Usted conoce mi posición, realmente de miseria; no debe extrañar 
a nadie que yo dé alojamiento... 

-Su posición es la de no ir al infierno -interrumpió Margarita. 

-Y qué he de hacer? ((166)) 

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-Eche fuera a ese intruso. 

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-Pero ahora es de noche y no es humano despedir a la gente de esta manera. 

-íFuera, fuera de casa! -continuaba Margarita. Si usted no sabe cómo hacerlo, yo sí sé lo que hay que hacer. -Y, acercándose a la puerta 
y alzando la voz, de modo que pudiera ser oída por quien se encontraba dentro: -íFuera de aquí, servidor del diablo! íFuera, fuera! -
Mientras tanto, la gente, que había visto a Margarita dirigirse hacia allá, adivinando su intención, la había seguido formando un grupo a 
cierta distancia. Ante la bulla de la multitud que se había acercado, y la voz de Margarita, aquel hombre hubiera preferido estar a miles de 
millas; buscó una salida para zafarse, se alejó a todo correr y no volvió a aparecer por aquellos contornos. 

Todavía otro hecho. Habitaba por allí un hombre que tenía en su casa a una persona, cuya fama dejaba mucho que desear. Cayó 
gravemente enfermo y Margarita se presentó a visitarle; llamó a aquella persona y trató de persuadirla, con modales delicados y prudentes, 
a que saliera de aquella casa y volviese a la suya, que se encontraba cerca; pero ella, obstinada, respondió que no se movería de allí; y no 
hubo modo de hacerle entrar en razón. Mientras tanto, el enfermo estaba ya en las últimas y se avisó al vicario, un tal don Cámpora, el 
cual, dada la distancia entre la parroquia y aquella casa, se llevó consigo el Santo Viático, para administrar el sacramento sin tener que 
volver a la iglesia. Margarita, al saber que se acercaba el Santo Viático, y angustiada por el estado de aquella alma que estaba a punto de 
presentarse ante el tribunal de Dios, y por el escándalo que se habría seguido, si antes no se viera quitada la ocasión próxima, fue de nuevo 
a casa del enfermo. Cuando el sacerdote, desconocedor del caso, depositó sobre ((167)) la mesita el sagrado copón, ella se acercó 
respetuosamente y tomándole aparte le dijo: -Debo decirle 
que en esta casa hay una persona, cuya presencia es motivo de escándalo. 

-Y quién es usted?, preguntó el sacerdote. 

-Perdone, no importa saber quién sea yo. Se lo digo porque no me parece conveniente administrar el Viático, si antes no sale esa 
persona de esta casa. Yo he intentado varias veces sacarla de aquí, pero desgraciadamente no lo he logrado. 

-Está usted segura de lo que dice? 

-Llame a esa persona, pregúntele y, por sus palabras, podrá usted 
mismo deducir si es verdad lo que digo. -El sacerdote hizo llamar en seguida a la interesada, que se presentó con una desenvoltura 
impropia del lugar y del que la había llamado. El sacerdote le 
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preguntó qué había de cierto en los rumores que corrían por la aldea 
respecto a ella. -Son las malas lenguas, respondió la mujer, que siempre se meten donde no les llaman: mejor harían si se preocuparan de 
sí mismas; yo no me ocupo de lo que otros hacen o dejan de hacer; soy persona honrada y tengo mis motivos para estar donde estoy. 

-No es eso lo que pregunto; dígame con sinceridad; -y le hizo un interrogatorio preciso y formal. La mujer negó al principio, luego se 
fue embrollando en las respuestas y el sacerdote acabó por comprender que Margarita tenía toda la razón. Entonces la invitó a salir de 
aquella casa. La bribona respondió groseramente que no. El sacerdote la intimó resueltamente a obedecer en seguida: -íCómo! Ha sido 
usted la ruina de su alma en vida y quiere serlo todavía en punto de muerte? Quiere que por su culpa se pierda eternamente? -La 
desgraciada se sintió confundida. La gente, que había acompañado al Santísimo, no oía el diálogo que se hacía en voz baja, pero 
comprendía perfectamente ((168)) de qué se trataba; por otra parte, el sacerdote había dicho claramente que, si no le obedecía, se volvería 
a la parroquia sin dar la comunión al enfermo, lo cual, en aquellos tiempos, hubiera significado provocar sobre la culpable la aversión 
general. Finalmente, decidió retirarse y se fue a su casa inmediatamente. El sacerdote entonces entró en la habitación del enfermo, el cual 
se confesó, comulgó, recibió los Santos Oleos y expiró como 
buen cristiano, dando muestras de verdadero arrepentimiento. Era una alma salvada por Margarita. El vicario, antes de marcharse, quiso 
saber quién era la mujer que le había dado un aviso tan providencial y que no había querido decir su nombre. Con esto, Margarita se ganó 
la alabanza de todos sus paisanos, los cuales, por otra parte, ya conocían que su regla constante de conducta era buscar, por todos los 
medios, la salvación de las almas. 

Hubo en cierta ocasión quien se atrevió a hacer en su presencia una propuesta indigna de un cristiano. Aún viven testigos que vieron a 
Margarita levantarse de su asiento, ponerse sobre la punta de sus pies y, con la mano izquierda en el pecho y la derecha extendida, tomar 
un aspecto tan tremendo y lanzar una mirada tal de indignación, que dejó como anonadado a aquel desgraciado. Tal debió ser el aspecto 
del Arcángel Miguel ciuando intimaba al príncipe de las tinieblas: imperet tibi Dominus! 

Nuestro querido Juan, testigo de estos sucesos, los contaba en su 
anciana edad a quien escribe estas páginas, declarando que había aprendido en la escuela de su madre a estimar en sumo grado y amar 
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ardientemente la virtud de la pureza y, defendiéndola cuidadosamente,a poner todo empeño para que también los demás la practicasen. De 
aquí podemos argumentar cuán hermosa tenía que ser el alma de mamá Margarita. Su noble figura nos recuerda ((169)) las palabras del 
Eclesiástico: «Gracia de gracias, la mujer pudorosa; no hay medida para pesar a la dueña de sí misma. Sol que sale por las alturas del 
Señor es la belleza de la mujer buena en una casa en orden. Lámpara que brilla en sagrado candelero es la hermosura de un rostro sobre 
un cuerpo esbelto» 1 (que da esplendor de virtudes a las personas de su casa y a las amigas). 

//1 Eclesiastico, XXVI, 15-17.// 

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CAPITULO XX 

MUERTE DE LA ABUELA -JUAN ES ADMITIDO A LA PRIMERA COMUNION -SUS PROPOSITOS -LOS SERMONES DE LA 
MISION -ENCUENTRO CON DON CALOSSO -PORTENTOSA MEMORIA DE JUAN -OPTIMAS ESPERANZAS PARA LOS 
ESTUDIOS 

SE lee en el capítulo III del libro del Eclesiástico, comentado por monseñor Martini: «Hijo, cuida de tu padre en su vejez y no le des 
pesares en su vida; y, si él chochea, compadécele y no le desprecies porque tú te veas más fuerte: pues la benevolencia tenida con el padre 
nunca se olvidará (por parte del Señor). Y por las faltas de tu madre (las debilidades, las miserias de su edad ya en decadencia soportadas 
por ti con paciencia y amor) tendrás una prosperidad como recompensa. Y la justicia (que uses con tus padres) será el fundamento de tu 
propio edificio (de tu familia), y en el día de la tribulación se tendrá buen recuerdo de ti, y tus pecados se disolverán como el hielo en los 
días templados». Tal fue la conducta que observó Margarita con su anciana suegra; y yo pienso que así han sido también las bendiciones 
que llovieron sobre ella y sobre su afortunada familia. 

Es el año 1826. Margarita Bosco, madre de Francisco, abuela de Antonio, José y Juan, pasaba ya de los ochenta años.((171)) 

Al advertir que sus habituales enfermedades se agravaban, vio con mirada serena acercarse el fin de sus días. Margarita, en cuanto 
comprendió que su suegra no se levantaría ya de la cama, no se apartó de su lado. De día y de noche la servía, con tanta atención y 
diligencia, como no hubiera podido hacerlo una hermana de la caridad. No reparó en gastos de médicos, medicinas y comodidades, de 
modo que los vecinos comenzaron a murmurar y acabaron por echarle en cara su derroche. -Si gasta todo lo que tiene por esa pobre vieja, 
qué le va a quedar para usted y sus hijos? No le parece que todo cuidado es inútil, pues no podrá recuperarse? A su edad no hay nada que 
hacer. -Pero la buena Margarita respondía siempre: -Es 
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la madre de mi marido y, por lo mismo, mi madre. Debo respetarla y servirla. Se lo prometí a mi pobre Francisco antes de morir. Si todos 
los gastos que hago fueran bastante para prolongar su vida un solo minuto, yo me sentiría feliz. -Y Juan ayudaba continuamente a su 
madre lo mejor que podía, tanto en la asistencia como en todo lo que hiciera falta, de tal manera que ningún enfermo, por diligente que 
fuera, lo habría hecho mejor que él. 

Entre tanto, el párroco había administrado a la buena anciana los 
últimos Sacramentos. Ella, en los días anteriores, había dicho repetidas 
veces a sus nietecitos: -Recordad que vuestra felicidad y todas las bendiciones del Señor dependerán del respeto y de las atenciones que 
dispenséis a vuestra madre. -Pero un día quiso tenerlos a los tres juntos para darles los últimos consejos. Les recomendó que fueran 
obedientes a su madre y que imitaran sus ejemplos, tratándola siempre como ella había tratado a su pobre abuela, a la que nunca, en tantos 
años, había dado el menor disgusto: su madre, para asistirla y ayudarla no había querido ((172)) salir de casa y cambiar de estado, a pesar 
de las ofertas y proposiciones habidas de una vida cómoda y desahogada: por amor a la abuela se había sometido a una vida llena de 
sacrificios; ella misma reconocía que le había hecho sufrir mucho y ejercitar la paciencia en sumo grado; y que por eso, se empeñaron 
ellos con todas sus fuerzas en proporcionar a su madre los consuelos que ella había derrochado para endulzar la vida de la abuela. 

El día once de febrero fue el último de su existencia. Junto a su lecho estaban Margarita y los nietos. La abuela, haciendo un esfuerzo, 
les dirigió estas palabras: -Parto para la eternidad; encomiendo mi alma a vuestras oraciones. Perdonadme, si algunas veces fui severa con 
vosotros; lo hacía por vuestro bien. Y a ti, Margarita, te agradezco 
cuanto has hecho conmigo. -La estrechó contra su pecho y la besó diciendo: -Mi último beso en esta vida; espero veros a todos mucho má 
felices en la bienaventurada eternidad. -Los nietos, que lloraban a lágrima viva, fueron llevados a casa de un vecino y, después de una hora 
de dolorosa agonía, la buena anciana entregaba su alma al Creador. 

Mientras tanto, Juan, que ya tenía diez años, deseaba hacer la primera comunión. El párroco no le conocía, dada la distancia de la aldea. 
Para oír un sermón o asistir al catecismo cuaresmal, había que caminar cerca de diez kilómetros entre ida y vuelta, a Castelnuovo o a la 
aldea de Buttigliera. La capilla de San Pedro en Morialdo también quedaba algo alejada de I Becchi y, por aquel entonces, 
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carecía de capellán hacía bastante tiempo. Esta falta de iglesia o de 
capilla, adonde ir a rezar y a cantar con los compañeros, apenaba seriamente a Juanito y era el motivo por el cual acudían con tanto 
gusto sus paisanos ((173)) a escuchar las pláticas del pequeño saltimbanqui. Así que Juan debía limitarse casi exclusivamente a la 
instrucción religiosa que le impartía su buena madre, de cuyos labios 
había aprendido todo el catecismo. 

De ordinario, ningún niño era admitido a la primera comunión, si no tenía doce años. El cura ecónomo, don Sismondo, óptimo y celoso 
pastor, imbuido, sin embargo, de principios más bien rígidos con respecto a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, no se 
apartaba tampoco de la costumbre generalmente mantenida por los otros párrocos. El mismo José Cafasso, de quien hablaremos más 
adelante, a los trece años aún no había sido admitido a la comunión, pese a su vida angelical y su instrucción religiosa nada común. Con 
todo, la madre de Juan, deseando que su hijo no avanzara en edad sin realizar este gran acto de nuestra santa religión, se las arregló ella 
misma para prepararle como mejor pudo y supo, lo mismo que ya había hecho con los otros dos hermanos Antonio y José. Durante la 
cuaresma de aquel año, le envió todos los días al catecismo de la parroquia, donde fue modelo para todos con su buen ejemplo. Asiduo en 
asistir a las lecciones, apenas oía al párroco una o dos veces una respuesta del catecismo, por larga que fuera, la retenía en la memoria y la 
repetía expeditamente. Esto causaba admiración a sus 
compañeros, que le cobraban cada día más afecto, y fue una buena 
recomendación para el párroco a la hora del examen, que tuvo lugar 
al final de la cuaresma. 

La Pascua de Resurrección de aquel año 1826 cayó en el 26 de marzo. Dadas las favorables referencias recibidas y el modo como Juan 
había respondido en el examen, el párroco se decidió a hacer con él una excepción a la regla general y le admitió a la sagrada comunión, 
que tendría lugar en el día fijado para el cumplimiento pascual de todos los niños. ((174)) 

Era imposible evitar la distracción en medio de la multitud. Margarita 
quiso asistir en persona y preparar con todo cuidado a su querido Juan a tan grande acto. Le acompañó tres veces a confesarse. Durante la 
cuaresma, le había repetido: -Juanito mío, Dios te va a dar un gran regalo; procura prepararte bien, confesarte y no callar nada en la 
confesión. Confiésalo todo, arrepentido de todo y promete a nuestro Señor ser mejor en lo porvenir.-«Todo lo prometí, escribe don Bosco 
en sus memorias; si después he sido fiel, Dios lo 
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sabe». En casa le hacía rezar, leer un libro devoto y le daba además
aquellos consejos que una madre ingeniosa tiene siempre a punto para bien de sus hijos.


En la mañana del día de la primera comunión no le dejó hablar con nadie, le acompañó a la sagrada mesa e hizo con él la preparación y 
acción de gracias, que el cura ecónomo don Sismondo dirigía alternando con todos en alta voz. No quiso que durante aquel día se ocupase 
en ningún trabajo material, sino que lo empleara en leer y en rezar. Entre otras muchas cosas, la buena madre le dijo muchas veces: 
-Querido hijo mío: éste es un día muy grande para ti. Estoy persuadida de que Dios ha tomado verdadera posesión de tu corazón. 
Prométele que harás cuanto puedas para conservarte bueno hasta el fin de la vida. En lo sucesivo, comulga con frecuencia, pero guárdate 
de hacer sacrilegios. Dilo todo en confesión; sé siempre obediente; ve de buen grado al catecismo y a los sermones; mas, por amor de 
Dios, huye como de la peste de los que tienen malas conversaciones. -Y don Bosco dejó escrito: «Recordé los avisos de mi buena madre, 
procuré ponerlos en práctica, y me parece que desde 
aquel día hubo alguna mejora en mi vida, sobre todo en la obediencia 
((175)) y en la sumisión a los demás, que al principio me costaba mucho, ya que siempre quería oponer mis pueriles objeciones a 
cualquier mandato o consejo». 

La buena Margarita, entretanto, no podía apartar de su mente el vivo deseo de contentar a Juan y ponerle a estudiar. Su inclinación a los 
estudios era manifiesta; además, él mismo le había confiado muchas veces las ganas que tenía de abrazar el estado eclesiástico. Ella pedía 
al Señor que le hiciera encontrar el modo para vencer la oposición de Antonio, a quien tampoco quería disgustar demasiado. No pasó 
mucho tiempo, cuando recibió la alegría de un suceso inesperado. 

El Santo Padre León XII había promulgado en Roma, en el año 1825, el gran jubileo y unos cuatrocientos mil peregrinos habían ido a 
ganarlo a la Ciudad Eterna. En el 1826 lo extendió a las iglesias de fuera de Roma y monseñor Colombano Chiaverotti decretó que en la 
archidiócesis de Turín tuviera lugar del doce de marzo al doce de septiembre. Fue enorme el concurso de fieles para ganar el jubileo, lo 
mismo en las más humildes aldeas que en las ciudades más populosas y en Turín. En la capital, el obispo de Pinerolo predicó unos 
ejercicios espirituales al Rey, a su corte y a los nobles; y pudo luego verse a la Casa Real y a la Acedemia militar, acompañada de la 
Corporación Municipal y la flor y nata de los ciudadanos, ir 
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procesionalmente por las calles de la ciudad a visitar las cuatro iglesias, cantando devotamente las letanías de los santos, como la gente 
sencilla del pueblo. Idénticos espectáculos de fe se vieron en las provincias. Algunas semanas después de la primera comunión de Juan, 
hubo una solemne misión en el poblado de Buttigliera, lindante con la barriada de Morialdo. La nombradía de los predicadores atraía a las 
gentes de todas partes. Juan iba en compañía de otros muchos ((176)) de su aldea. Después de una instrucción y una meditación, al caer de 
la tarde, los oyentes volvían a sus casas. Una de aquellas tardes de abril, Juan tornaba a casa en medio de una gran multitud, entre la cual 
iba un cierto don José Calosso, de Chieri, hombre muy piadoso, que, aunque curvado por los años, hacía el largo trecho de camino de uno 
cuatro kilómetros, para ir a escuchar a los misioneros. Era doctor en teología, había sido párroco de Bruino y luego se había retirado como 
capellán a Morialdo. Al ver a un muchacho de baja estatura, con la cabeza descubierta y el cabello recio y ensortijado, que iba tan 
silencioso en medio de los demás, puso sus ojos en él. Se podía colegir claramente que aquella compostura era voluntaria y no natural y 
que, en otros momentos, no hubiera habido árbol, por alto que fuera, a cuya copa no hubiera intentado subir aquel muchacho, ni foso tan 
profundo que no estuviera dispuesto a saltarlo. El sacerdote le llamó y empezó a hablarle de esta manera: -Hijo mío, de dónde eres? 

-íDe I Becchi! 

-De dónde vienes? Acaso has ido tú también a la misión? 

-Si, señor; he oído también los sermones de los misioneros. 

-íPues sí que habrás podido entender mucho! De seguro que tu madre hubiera predicado mejor. No te parece? 

-Es cierto. Mi madre me dice a menudo cosas muy bonitas. Pero eso no quita que yo vaya con gusto a oír a los misioneros, y creo 
haberlos entendido muy bien. 

-De verdad que has entendido mucho? 

-íLo he comprendido todo! 

-íVamos a ver! Si me sabes decir cuatro palabras de los sermones de esta tarde, te doy una propina. 

-Dígame si quiere que le hable del primer sermón o del segundo. 

-Del que quieras, con tal de que me digas cuatro cosas. Te acuerdas de qué trató el primer sermón? 

-Trató de la necesidad de entregarse a Dios y no dejar para más 
adelante la conversión. 
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-Pero, en resumen, qué se dijo? -añadió el venerable anciano algo maravillado.
-Quiere que le repita la primera parte, la segunda o la tercera?
-íLa que tú prefieras!
-Lo recuerdo bastante bien y, si quiere, se lo digo entero. Y, sin más, comenzó por el exordio y siguió con los tres puntos, saber: que el


que difiere su conversión corre gran peligro de que le falte el tiempo, la gracia o la voluntad. El buen sacerdote le dejó hablar por más de 
media hora. Toda la gente los había rodeado, mientras iban caminando. 
-Ahora háblame del segundo sermón. 
-De todo o de alguna parte? 
-Solamente dos palabras. 

-Si prefiere algún trozo, se lo repito en seguida. Bien. Me impresionó mucho cuando el predicador describió el encuentro del alma del 
condenado con su propio cuerpo, al sonido de la trompeta del ángel, cuando estarán a punto de juntarse para ir al juicio: el horror que 
experimentará el alma al unirse a aquel cuerpo tan asqueroso y feo que fue para ella instrumento de iniquidad. -Y recitó todo un largo 
diálogo del alma con el cuerpo, tal como lo había expuesto el predicador, y siguió hablando ((178)) aún durante diez minutos. Luego, el 
buen sacerdote, cada vez más admirado y con los ojos humedecidos por la conmoción, le preguntó -Cómo te llamas? Quiénes son tus 
padres? Has ido mucho a la escuela? 

-Me llamo Juan Bosco, mi padre murió cuando yo era muy niño. Mi madre es viuda, con cinco personas que mantener. He aprendido a 
leer y a escribir un poco. 
-Has estudiado el Donato, es decir, la gramática? 
-No sé que es eso. 
-Te gustaría estudiar? 
-íMuchísimo! 
-Quién te lo impide? 
-Mi hermano Antonio. 
-Y por qué Antonio no te deja estudiar? 

-Dice que estudiar es perder el tiempo y quiere que yo trabaje 
en el campo. Pero, si yo pudiese ir a la escuela, sí que estudiaría y no 
perdería el tiempo. 

-Y para qué quieres estudiar?
-Para hacerme sacerdote.
-Y por qué quieres ser sacerdote?
-Para acercarme a hablar y enseñar la religión a muchos compañeros


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míos, que no son malos, pero que se hacen tales porque nadie se ocupa de ellos. -La franqueza y audacia en el hablar del niño causó gran 
impresión al santo sacerdote, que, mientras Juan hablaba, no le quitaba los ojos de encima. Llegados entretanto a un determinado punto 
del camino, en que era menester separarse, le dejó diciendo: -Sabes ayudar a la santa misa? 

-Sí, un poco. 

-Ven mañana a mi casa. Tengo algo que decirte. -Y así le dejó. 
((179)) 

Juan se presentó puntualmente en San Pedro, en casa del capellán, y le ayudó a misa. Don Calosso, le llevó luego a su casa y una vez all 
le dijo: -íMira! Ahora necesito escribir el sermón del misionero. Serías capaz de dictármelo? 

-No hay dificultad; pero yo no lo sé en italiano. 

-No importa, dicta como sepas. 

-Si es así, póngase a escribir, dijo Juan. -El capellán se sentó al 
escritorio y Juan le dictó el sermón entero de cabo a rabo, hasta dejar 
al buen sacerdote pasmado ante memoria tan sorprendente. Cuando Juan llegó a sacerdote, repitió varias veces aquel mismo sermón y lo 
recordó por entero hasta sus últimos días. Al fin, el capellán le dijo: -íAnimo!, yo pensaré en ti y en tus estudios. Ven a verme con tu 
madre el domingo y lo arreglaremos todo. 

íSe puede imaginar la alegría de Margarita ante tal noticia! Al 
domingo siguiente fue con su hijo a visitar a don Calosso. Cuando el 
capellán la vio, le dijo: -No sabe usted que el chico es un portento 
de memoria? Hay que hacerle estudiar. 

-íCómo lo desearía yo!, respondió Margarita; pero tengo muchas y serias dificultades. De usted saber que son tres hermanos y éste es el 
más pequeño. El mayor no quiere de ninguna manera y nos pondría la casa patas arriba. 

-íNo importa!, concluyó el buen sacerdote; todo se arreglará. Haga usted todo lo que pueda y sepa, pero ponga este chiquito a estudiar, 
porque ésa es la voluntad de Dios. 

-Puede estar usted seguro de que haré cuanto pueda para satisfacer 
su deseo, que es también el mío -terminó Margarita dándole las gracias. Y se convino que él mismo, don Calosso, daría ((180)) clase a 
Juan un rato cada día, a fin de que trabajase el resto en el campo para condescender con su hermano Antonio. Este, al enterarse de la 
determinación de la madre, se enfadó muchísimo, pero se calmó, al saber que las clases comenzarían después del verano, cuando ya no 
hay mucho trabajo en el campo. 
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((181)) 

CAPITULO XXI 

LA ESCUELA DE MORIALDO-EL CLERIGO JOSE CAFASSO -SU ENCUENTRO CON JUAN -EL HERMANO ANTONIO 
PROHIBE A JUAN CONTINUAR LOS ESTUDIOS 

LLEGO el otoño, pero aún no habían comenzado las clases de Juan. Don Calosso estaba impaciente. Un día se encontró con el muchacho 
y le preguntó: -Qué sucede? Todavía no te pone tu madre a estudiar? 

-íAy!, siguen las dificultades: mi hermano mayor no quiere. 

-Cómo? Quiéralo él o no, yo quiero que estudies. Ven mañana con tus libros a mi casa: yo te daré clase. 

Juan se puso en seguida en manos de don Calosso, que, como ya sabemos, sólo hacía unos meses que había llegado a la capellanía de 
Morialdo. Juan le tomó tanto afecto que se le dio a conocer por entero tal como era. Le manifestaba con naturalidad sus deseos, sus 
pensamientos y sus acciones. Esto agradó mucho al buen sacerdote, que así le podía guiar, con mayor conocimiento de la realidad, en lo 
espiritual y en lo temporal. Véase de qué manera recuerda don Bosco las ventajas provenientes de esta dirección: «Así conocí cuánto vale 
un director fijo, un amigo fiel ((182)) del alma, pues hasta entonces no lo había tenido. Me prohibió en seguida, entre otras cosas, una 
penitencia que yo acostumbraba a hacer y que no era proporcionada a mi edad y condición. Me animó a frecuentar la confesión y 
comunión, y me enseñó a hacer cada día una breve meditación y 
un poco de lectura espiritual. Los domingos pasaba con él todo el tiempo que podía. Durante la semana, siempre que me era posible, iba a 
ayudarle la santa misa. De este modo comencé a gustar la vida espiritual, ya que hasta entonces obraba más bien materialmente y como las 
máquinas, que hacen las cosas sin saber por qué». 

Por aquellos mismos días un suceso doloroso apenó grandemente 
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a los habitantes de Castelnuovo. El 3 de octubre de 1826, moría el cura ecónomo don José Sismondo, a la edad de cincuenta y cuatro años 
Juan, lleno de dolor, acompañó el fúnebre cortejo que llevaba a la tumba los restos mortales del que le había concedido el don inestimable 
de la primera comunión. 

A mediados de octubre, comenzó regularmente los estudios de la gramática italiana, que aprendió pronto y practicó con oportunas 
redaciones. Por Navidad empezó el Donato. Al principio encontró alguna dificultad para declinar y conjugar, pero luego le resultó 
facilísimo. 
Para él, leer era retener, pues todo le quedaba grabado en la mente para siempre: de suerte que, en un mes, aprendió el Donato 
perfectamente. Por Pascua ya traducía del latín al italiano y viceversa. El maestro le decía bromeando: -Si sigues así, en poco tiempo 
sabrás todo lo que hay que aprender en este mundo. -Y siempre que veía a Margarita, le repetía: -Su hijo es un portento de memoria. -En 
todo aquel tiempo, Juan ((183)) no dejó los acostumbrados entretenimientos festivos, en el establo durante el invierno y en el prado 
durante el verano.Todo cuanto su venerable maestro le decía, la más mínima de sus palabras, le servía para entretener a su auditorio. 
Antonio, por su parte, seguía gruñendo como siempre. 

Margarita se consideraba feliz, al ver cómo Juan había conseguido sus deseos. Pero no podían faltar las tribulaciones. Mientras duró el 
invierno y los trabajos de campo no urgían, Antonio dejó que su hermano se dedicara a las tareas de la escuela; pero, en cuanto llegó la 
primavera, comenzó a quejarse, diciendo que él debía consumir su vida en trabajos pesados, mientras Juan perdía el tiempo haciendo el 
señorito. Tras vivas discusiones con Juan y con su madre, se determinó, para tener la paz en casa, que por la mañana iría temprano a la 
escuela, y el resto del día lo emplearía en trabajos materiales. Pero, cómo estudiaría las lecciones? Cuándo haría las traducciones? 

El que tiene voluntad encuentra los medios para conseguir sus fines. 
La ida y vuelta a la escuela le proporcionaba algún tiempo para estudiar. En cuanto llegaba a casa, agarraba la azada en una mano y en la 
otra la gramática, y, camino del trabajo,estudiaba hasta que llegaba al tajo. Allí daba una mirada nostálgica a la gramática, la colocaba 
cobre un terrón y se disponía a cavar, a escardar, o a recoger hierbas con los demás, según necesidad. A la hora en que los demás 
merendaban, él se iba aparte, y mientras con una mano tenía el pan que comía, con la otra sostenía el libro y estudiaba. La misma 
operación hacía al volver a casa. Y para hacer sus deberes escritos, el 
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único tiempo de que disponía era durante la comida y la cena y algún hurto hecho al sueño. ((184)) 

Mas, a pesar de tanto trabajo y de tan buena voluntad, su hermano 
Antonio no se daba por satisfecho y repetía que no quería saber nada de la escuela: -Para qué queremos tanto latín en casa? íBasta de latín 
íA trabajar! -Margarita intentaba hacerle comprender que no era necesario el trabajo de Juan para mantener bien cultivada toda la 
propiedad; y que ella misma no ahorraba fatigas en lo referente a la siembra, el cultivo y la recolección. Le aseguraba, además, que 
sacrificaría su propia dote para compensarle del perjuicio que a él le parecía que causaba el poco trabajo de Juan. El hermanastro no fue 
capaz de ceder un ápice en sus pretensiones. Finalmente sucedió una escena desagradable, así descrita por el mismo don Bosco: «Un día, 
delante de mi madre y, después, delante de mi hermano José, dijo con tono imperativo: -íYa he aguantado bastante! íQuiero acabar con 
tanta gramática! Yo me hice grande y fuerte y nunca vi un libro. -Dominado en aquel momento por el pesar y la rabia, respondí 
lo que no debía: -íPues mal hecho! -le dije.-No tienes ahí a nuestro burro que es más grande que tú y tampoco fue a la escuela? Quieres se 
tú como él? -A tales palabras se puso furioso y, gracias a mis piernas que, por cierto, me solían obedecer bastante bien, pude ponerme a 
salvo de una lluvia de golpes y pescozones». 

Pero la alegría de todo el pueblo vino a aliviar los disgustos familiares. El nuevo cura don Barlomé Dassano, hombre de gran piedad y 
doctrina, tomaba posesión de Castelnuovo en julio de 1827; ocho días antes un joven de Castelnuovo, José Cafasso, vestía el hábito 
clerical de manos del ecónomo don Manuel Virano. 

Quién era este joven que ya hemos citado varias veces y tendremos que citar muchas más en esta historia? Don Bosco ((185)) nos lo 
describe con estas palabras: «Era un modelo de virtudes, nacido en enero de 1811, hijo de unos honrados y acomodados labradores. La 
docilidad, la obediencia, el recogimiento, el amor al estudio y a la piedad características de aquel muchacho eran objeto de la 
complacencia de sus padres y maestros. Destacaba en él un gran amor al recogimiento, junto a una inclinación casi irresistible de hacer el 
bien al prójimo. Era su día más feliz aquél en que podía dar un buen consejo, o lograba se hiciera una buena obra, o se impidiera un mal. 
A los diez años era un pequeño apóstol en su pueblo. Con frecuencia salía de casa en busca de compañeros, parientes y amigos. Invitaba a 
todos, grandes y pequeños, jóvenes y viejos, a ir a su casa: una 
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vez allí, les invitaba a arrodillarse y a rezar con él una breve oración; 
luego, subía a una silla, que le servía de púlpito, y desde ella predicaba, es decir, repetía los sermones que había oído en la iglesia o 
contaba ejemplos edificantes. Era pequeño de estatura y su cuerpo 
estaba casi todo en su voz; así que los que contemplaban aquel rostro 
angelical, aquella boca de la que salían palabras y discursos tan 
superiores a su edad, iban repitiendo admirados las palabras que dijeran 
los que contemplaron al niño Juan Bautista: Quién llegará a ser 
este niño? Quis putas puer iste erit?» 

La fama de la extraordinaria bondad de este joven se había extendido 
por todas las aldeas de la parroquia de Castelnuovo. Juan, que tanto se parecía a él en inclinaciones y deseos, hubiera querido conocerle, 
acercarse a él, ser su amigo; pero varias circunstancias parecían dificultárselo seriamente. Cafasso cursaba estudios en Chieri desde hacía 
varios años, y Morialdo estaba distante de Castelnuovo. La diferencia de edad y de instrucción hacía más ((186)) difícil un acercamiento. 
La Providencia se encargó, más tarde, de estrechar entre ambos una santa amistad. Oigamos cómo Juan mismo nos refiere su primer 
encuentro con Cafasso: «Era el segundo domingo de octubre de 1827 y celebraban los habitantes de Morialdo la maternidad de la 
Santísima Virgen, solemnidad principal de la población. Unos estaban en las faenas de la casa o de la iglesia, mientras otros se convertían 
en espectadores o tomaban parte en juegos y pasatiempos diversos. A uno sólo vi alejado de todo el espectáculo. Era un clérigo pequeño 
de estatura, de ojos brillantes, aire afable y rostro angelical. Se apoyaba contra la puerta de la iglesia. Quedé como subyugado por su 
figura y, aunque yo rozaba apenas los doce años, sin embargo, movido por el deseo de hablarle, me acerqué y le dije: 
-Señor cura, quiere ver algún espectáculo de nuestra fiesta? Yo le 
acompañaré con gusto adonde desee. -Me hizo una señal para que me acercase y empezó a preguntarme por mis años, por mis estudios; si 
había recibido la primera comunión, con qué frecuencia me confesaba, adónde iba al catecismo y cosas semejantes. Quedé encantado de 
aquella manera edificante de hablar; respondí gustoso a todas las preguntas; después, casi para agradecer su amabilidad, repetí mi 
ofrecimiento de acompañarle a visitar cualquier espectáculo o novedad. -Mi querido amigo, dijo él: los espectáculos de los sacerdotes son 
las funciones de la iglesia; cuanto más devotamente se celebran, tanto más agradables resultan. Nuestras novedades son las prácticas de la 
religión, que son siempre nuevas, y por eso hay que frecuentarlas con asiduidad; estoy esperando a que abran la iglesia 
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para poder entrar. -Me animé a seguir la conversación y añadí: -Es verdad lo que usted dice; pero hay tiempo para todo: tiempo para 
((187)) la iglesia y tiempo para divertirse. -El se echó a reír. Y terminó con estas memorables palabras, que fueron como el programa de 
las acciones de toda su vida: -Quien abraza el estado eclesiástico se entrega al Señor, y nada de cuanto hay en el mundo debe preocuparle, 
sino aquello que puede servir para la gloria de Dios y provecho de las almas. -Mientras tanto, abrieron las puertas de la iglesia, y el 
clérigo, tras saludar a su pequeño interlocutor, entró. Entonces, admiradísimo, quise saber el nombre del clérigo, cuyas palabras y porte 
publicaban tan a las claras el espíritu del Señor. Supe que era José Cafasso, estudiante del primer curso de teología». Juan regresó a casa 
como si hubiera ganado aquel día una gran fortuna, y fue derecho a su madre. 

-Le he visto, he hablado con él. 

-Pero, a quién? 

-A José Cafasso. íVerdaderamente es un santo! 

-Pues trata de imitarle. Me dice el corazón que algún día podrá 
ayudarte mucho. 

Juan contó a su madre el diálogo sostenido con él. Margarita, que era mujer capaz de comprender la grandeza y exactitud de aquellas 
palabras, concluyó: -Mira, Juan, un clérigo que manifiesta tales sentimientos, llegará a ser un santo sacerdote. Será padre de los pobres, 
volverá al buen camino a los extraviados, confirmará en la virtud a los buenos, ganará muchas almas para el cielo. -Tal resultó, en efecto, 
José Cafasso, y fue para Juan, como veremos, no sólo modelo de vida clerical y sacerdotal, sino también su primero e insigne bienhechor. 

Y así fue llegando el invierno y, paralizados los trabajos del campo, 
Juan quería reemprender los estudios con el ((188)) queridísimo don Calosso, que le esperaba en Morialdo. Pero sólo pudo ir durante unas 
pocas semanas, pues su madre le aconsejó se quedara en casa. Antonio no había cesado de hacerle la guerra. -íEl señorito quiere estudiar!, 
le decía.íTú te irás a estar cómodo, y nosotros aquí a comer polenta! Crees tú que estamos dispuestos a morir de hambre para pagarte una 
pensión? íYa te enseñaré yo! íQuítate esa tontería de la cabeza! íNosotros no necesitamos doctores! íVete a cavar! -Y le zahería 
frecuentemente con reproches parecidos. Si, a veces, le encontraba leyendo un libro, se lo arrancaba de las manos; si le veía otras en 
silencio, concentrado en sus pensamientos, le decía: -En qué piensas?, en tus sueños acaso? íTú tienes que ser un destripaterrones 
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como yo! -Y no le llamaba con más nombre que el de estudiante, 
doctorcillo y otros semejantes. Juan sufría, a veces lloraba y 
aguantaba todo con paciencia. Pero sobre él velaba aquél, a quien 
David se dirigía en su aflicción: «El desvalido se abandona a ti, tú 
socorres al huérfano».1 

//1 Salmo, X, 14.// 

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((189)) 

CAPITULO XXII 

LA VIRTUD PUESTA A PRUEBA -LA MADRE MANDA A JUAN A MONCUCCO -HACE DE MOZUELO DE CAMPO 
DURANTE DOS AÑOS -SU OBEDIENCIA A LOS AMOS, DILIGENCIA 
EN EL TRABAJO, FRECUENCIA DE SACRAMENTOS, CONSTANCIA EN LA ORACION, BUEN EJEMPLO A TODOS -JUAN 
INSTRUYE A LOS NIÑOS EN LAS VERDADES DE LA FE Y EN LAS PRACTICAS DE PIEDAD -ASEGURA QUE UN DIA SERA 
SACERDOTE -ORATORIO FESTIVO EN MONCUCCO 

GRANDE era la misión que el Señor quería encomendar a Juan Bosco; ya le había dicho la Virgen: «Hazte humilde»; porque Dios resiste 
a los soberbios y da gracia a los humildes: «antes de la gloria hay humildad 1; la sabiduría del humilde yergue la cabeza de éste y hácele 
sentar en medio de los magnates»2. 

Hasta el presente, Juan había aprendido de boca de los hombres, de su madre y de los capellanes de Capriglio y de Morialdo, las normas 
para vivir como cristiano; pero ahora el Señor quiere llevarle a su propia escuela para hacer de él un santo. De qué manera? «Al principio 
lo prueba, según dice la Sabiduría: manda sobre él el miedo y el temor, y le aflige con el azote de su doctrina hasta que lo pruebe ((190)) y 
pueda confiar en él. Pero de nuevo se volverá a él y le alegrará y le revelará sus secretos, y lo enriquecerá con un tesoro de ciencia y de 
conocimiento de la justicia» 3. 

Juan poseía una mente y un corazón verdaderamente grandes: era obediente por virtud, pero no se sometía por inclinación. Hasta el más 
pobre del mundo se siente amo de su casa, como el rey en su trono. Y Dios hará con Juan lo que hizo con Moisés, el cual, aunque príncipe 
en la corte de Egipto, se vio obligado a escapar junto a Jetró, en el desierto del Sinaí, se redujo a pastor de un rebaño de ovejas y llegó a 
ser el hombre más manso de cuantos habitaban en la tierra. También prepara Dios a Juan con un largo ejercicio de heroica humildad; 
tendrá que salir de su propia casa y hacer de criado en casa 

1 Prov., XV, 33. 

2 Eclesiástico, XI, 1. 

3 Eclesiástico, IV, 18. 
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ajena durante casi dos años: y era de tal condición que sentía todo el 
peso de esta humillación. Deseaba con toda su alma dedicarse a los 
estudios; y durante cuatro años, no sólo encontrará cerrados todos los caminos, sino que hasta inesperados acontecimientos le arrebatarán 
bruscamente toda sonrisa de esperanza. Qué será de él? íHe ahí su miedo! Cómo adquirir la ciencia, según el mandato de Jesucristo en el 
sueño? «Esta, como se lee en el Eclesiástico 1, se adquiere cuando uno está libre de la preocupación de los negocios, y así el campesino y 
los artesanos, aunque necesarios para la organización de una ciudad, no asistirán a las reuniones de los sacerdotes y doctores de la ley, ni 
se sentarán entre los jueces, no darán normas de vida y de justicia, ((191)) ni se pondrán a explicar parábolas». Pues bien, contra toda 
previsión humana, éste era precisamente el camino que Juan debía recorrer para prepararse a su múltiple futura misión. 

Margarita, viendo que la oposición de Antonio era cada vez más ruda y continua, se determinó a enviar a trabajar por algún tiempo, en 
casa de personas conocidas, al que era la causa inocente de aquella disensión; y si éstas no le recibían, ya ella había pensado en la granja 
de los Moglia en Moncucco, lugar a dos millas de Chieri. Los señores de la granja Moglia no conocían a Margarita más que de fama. Los 
Moglia eran ricos; los Bosco, en cambio, eran pobres. Pero, Margarita, alentada por el espíritu cristiano que adornaba a todos los de 
aquella casa y por pertenecer la dueña a la familia de los Filippelli de Castelnuovo, no dudó en su intento. Llamando a Juan, le dio 
instrucciones necesarias, con aquel cariño con que un día Rebeca despedía a Jacob a punto de partir para Caldea. Margarita envió a su hijo 
sin más recomendación que la de confiarlo a su ángel custodio. 

Era el mes de febrero de 1828. Juan se alejabaa de la casa materna con su hatillo al hombro, con unas camisas y unos libros de religión, 
que le había regalado don Calosso. El aire frío y el suelo cubierto de nieve aumentaban la tristeza de sus pensamientos. Poco podía esperar 
en adelante de su casa, dada la terquedad del hermanastro, que había prohibido a Margarita enviarle absolutamente nada. Había de buscar 
trabajo para ganarse el pan con el sudor de su frente y sin el consuelo de ver a su lado a la madre a quien amaba con todo su corazón. 
((192)) 

Parece que ya antes había dirigido sus pasos al caserío Serra de 
Buttigliera de Asti, donde le acogieron y hospedaron con sincera 

//1 Eclesiástico, XXXVIII, 25.// 
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amistad los amigos de su madre; pero, al darse cuenta de que allí era una carga, ya que no podía proporcionar ninguna utilidad con su 
trabajo, a causa de la estación, había vuelto a Morialdo. Sea ello como fuere, es el hecho que ahora se dirigió a Moriondo, donde habitaba 
otra familia de conocidos. También aquí suplico le dieran un puesto con que ganrse el pan; pero fue inutil. Oyeron sus apuros, 
compadecieron aquel su drama que le obligaba a buscar albergue, pero no le recibieron. 

No le quedaba más esperanza que la granja de los Moglia. Allí llegó al atardecer. De buenas a primeras se encontró con un tío paterno 
del dueño, llamado José Moglia, que le dijo: -íHola!, adónde 
vas? 

-Voy buscando un amo para trabajar, respondió Juan. 

-íMuy bien!, íal trabajo!, ícon Dios! -replicó José despidiéndose. Juan quedó por un instante confuso, perplejo; pero después, cobrando 
ánimo, se adelantó hasta la era, donde estaba toda la familia Moglia preparando mimbres para las viñas. Apenas le vio el dueño, 
le preguntó: -A quién buscas, muchacho? 

-Busco a Luis Moglia. 

-Soy yo; qué deseas? 

-Me dijo mi madre que viniera a usted para hacer de vaquero. 

-Y quién es tu madre? Y por qué te manda fuera de casa tan 
pequeño como eres? 

-Mi madre se llama Margarita Bosco; como mi hermano Antonio me molesta y me pega continuamente, me dijo ayer: Toma este par de 
camisas y este par de pañuelos ((193)) y vete a Bausone (caserío cerca de Chieri), busca una plaza de criado; y, si no la encuentras, vete a 
la granja Moglia, que está entre Mombello y Moncucco: pregunta allí por el dueño y dile que es tu madre quien te manda allí, y espero que 
te admitirá. 

-Pobre muchacho, respondió Moglia; no puedo tomarte como criado; estamos en invierno y el que tiene vaqueros, los despide; no 
solemos admitirlos hasta después de la fiesta de la Anunciación. Ten paciencia y vuélvete a casa. 

-Admítame por favor, exclamó el jovencito Bosco. No me pague nada, pero déjeme quedarme aquí con usted. 

-No quiero que te quedes; íno me sirves para nada! 

El jovencito se echó a llorar y seguía repitiendo: -Admítame, admítame...Me siento en el suelo y de aquí no me moveré...íNo, no me 
voy! -Y diciendo esto, se puso a recoger con los otros los mimbres esparcidos por la era. La señora Dorotea Moglia, conmovida 
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por aquel llanto, persuadió al marido par que lo tuviera en casa al menos unos días, y Luis no puso resistencia a la súplica de su buena 
mujer. Entonces una hermana del dueño, llamada Teresa, de quince años, que de mala gana cumplía el encargo de cuidar la vacada, les 
dijo:-Que se encargue este muchacho de guardar las vacas y los bueyes; yo ya tengo edad y fuerzas para ir al campo y trabajaré con 
vosotros y tanto como vosotros. -A los parientes les pareció bien. Y Juan se entregó con esmero a los trabajos propios de un criado del 
campo y a cuidar el establo. 

Aunque más tarde hiciese él mismo frecuentes alusiones al tiempo pasado con los Moglia y dijese que había sido aquélla la época más 
((194)) hermosa y romántica de su vida, cuando a solas del todo salió a buscar fortuna por el mundo, con todo no quiso añadir más a los 
que le preguntaban, ni dejó escrito nada en sus memorias sobre ello. Fue éste el tiempo en que practicó las virtudes más sólidas, apoyadas 
en la santa humildad. Sólo una vez se le oyó exclamar: -Desde entonces, apenas abría los ojos por la mañana, empezaba en seguida a 
hacer algo, algo que continuaba hasta la hora de ir a dormir.-Pero si él calló, a su tiempo hablaron los espososo Moglia, sus hijos, los 
vecinos, el párroco de Moncuccco, don Francisco Martina, sucesor de don Cottino, de quienes hemos recibido las noticias que vamos a 
exponer. Se cumplió en Juan el dicho de los Proverbios: «El que aguarda a su señor, será honrado». 

Los amos, al ver la exacta obediencia de Juan a sus mandatos, su 
desenvoltura y constancia en el trabajo, su modestia y espíritu de oración, se dieron cuenta del tesoro que poseían y cada día le querían 
más. Por eso, a la semana de haber entrado a su servicio, el dueño le envió a I Becchi para que instara a su madre a ir el jueves siguiente a 
Castelnuovo, adonde él iría, para ajustar con ella el salario de Juan. La madre se apresuró a ir a la granja de los Moglia, para decir al señor 
Luis que le estaba muy agradecida por haber tomado a su hijo y que no pretendía ningún salario. Pero el dueño tuvo a bien acordar que 
Juan, a más de la comida necesaria, recibiría como paga quince liras al año para ropa. Es de notar que, en aquel tiempo, ((195)) esa 
retribución era más bien generosa para un vaquero de catorce años. Desde aquel momento, Juan fue uno más dentro de aquella caritativa 
familia. 

Ya desde el pricipio empezó a edificar a todos con su irreprochable 
conducta. En las primeras semanas, arrodillado juanto a su 

//1 Proverbios, XXVII, 18.// 
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cama o en un rincón del establo, recitaba por largo tiempo sus oraciones 
de la maañana y de la noche. Pero la señora Dorotea, que, sin ser vista, había observado su compostura mientras rezaba, edificada de su 
sincera piedad, y después de haberle enseñado las invocaciones de las letanías de la Virgen que él recitaba con algún error, le encargó de 
dirigir por la noche las oraciones de toda la familia reunida ante una imagen de María Santísima, costumbre que aún se conserva 
religiosamente en aquella casa. Con el santo rosario se termiaban los trabajos del día, y de él se sacaba estímulo y gracia del cielo para el 
exacto cumplimiento de los deberes del propio estado. 

Los sábados por la noche se presentaba Juan a los amos a pedirles 
permiso para ir al día siguiente a Moncucco, y oír la primera misa, que allí se celebraba muy temprano. No sabían ellos el motivo de su 
mañanero paseo, tanto más cuanto que, horas más tarde, asistía a la misa parroquial y a las demás funciones religiosas. Un domingo, 
Dorotea Moglia quiso saber por sí misma a qué iba su criadillo a Moncucco. Fue ella primero y se emplazó en un lugar desde donde podía 
espiar sus pasos. Y le vio cómo, entrando en la iglesia con todo recogimiento, se dirigió al confesonario del párroco, que lo era entonces e 
teólogo Francisco Cottino, se confesó, recibió la comunión, asistió a la santa misa y, después, se volvió la mar de contento a casa. El ama, 
que se adelantó, le preguntó si el motivo de ir siempre a la primera misa, era para ((196)) acercarse a los sacramentos; y al verle algo 
turbado, como si temiera haber sido descubierto, no quiso importunarle y sin darle tiempo a contestar, le dijo: -Estamos de acuerdo; en 
adelante, tienes permiso para ir a la misa primera. -Juan no dejó nunca de aprovecharse de este permiso y de acercarse a la mesa 
eucarística todos los domingos y las demás fiestas del año. Por aquellos tiempos no era costumbre la comunión frecuente y semanal, y 
además, desde la granja de los Moglia a Moncucco 
había una hora de camino y por malos senderos. 

El amor a Jesus Sacramentado era una muestra de su espíritu de piedad. Con frecuencia, en efecto, fue sorprendido tanto en casa como 
fuera, absorto en oración. Un día apacentaba las vacas cerca de la granja. Hubo un momento en que la dueña Dorotea Moglia y su cuñado 
Juan Moglia, le vieron en medio del prado inmóvil y, merced a las ondulaciones del terreno, como si estuviera tendido en el suelo. 
Creyendo que dormía al sol, le llamaron por su nombre; pero, al ver que no se movía, Juan Moglia se dirigió hacia él, llamándole una y 
otra vez en voz alta. Bosco no respondía. Al llegar cerca, vio que el jovencito estaba arrodillado y con un libro en las 
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manos: tenía los ojos cerrados, la cara vuelta hacia el cielo y un aspecto tan encantador que el observador quedó sorprendido. Juan Moglia 
le tocó suavemente en el hombro y le dijo: -Por qué duermes así al sol? -Bosco volvió en sí y respondió: -No, no; no dormía. -Y 
diciendo esto se levantó avergonzado de haber sido descubierto mientras meditaba. 

El jovencito no dejaba de santiguarse lo mismo antes que después de la comida e introdujo esa piadosa costumbre, añadiendo una breve 
oración, en aquella generosa familia, que, antes de llegar él, la descuidaba a veces: ((197)) es decir, en invierno no la dejaban nunca, mas 
no así en el verano, cuando estaban cansados por el trabajo. Se cuidó asimismo de que se rezara tres veces al día el saludo del Angel, al 
tocar la campana. Un día de verano, volvía a casa el anciano José bañado en sudor y con la azada al hombro. Era el mediodía; se oía a los 
lejos la campana, pero él no pensaba en rezar el Angelus, sino que, rendido por el cansancio, se tendió a la larga. Cunado he aquí que ve a 
jovencito Bosco que, llegado un poco antes, estaba de rodillas en el rellano de la escalera, rezando el Angelus, y riendo exclamó: -Mira 
qué bonito: los amos destrozando 
nuestra vida de la mañana a la noche, hasta no poder más, y él tan 
tranquilo ahí, rezando en santa paz. íAsí se gana el cielo fácilmente! 
-Bosco terminó su oración, bajó la escalera y dirigiéndose al anciano: 
-Escuche, le dijo, usted mismo es testigo de que yo no me quedo atrás cuando hay que trabajar, pero es muy cierto que he ganado yo más 
rezando que usted trabajando. Si usted reza, por cada dos granos que siembre, nacerán cuatro espigas; si no reza, sembrará cuatro granos y 
no recogerá más que dos espigas. De modo que rece usted también, y así, en vez de dos espigas recogerá cuatro, como yo. Qué trabajo le 
costaba detenerse un momento, dejar la azada y rezar? Hubiera ganado el mismo mérito que yo. -Aquel buen hombre, profundamente 
admirado, exclamó: -íCaramba!Que tenga yo que aprender de un muchacho? Ya no me atreverá a sentarme a la mesa, 
sin antes rezar el Angelus. -Y, en adelante, no olvidó nunca esta oración. El respeto, el amor, la afabilidad de modales con que Juan 
trataba a los que consideraba como representantes de su madre, hacía que todas sus observaciones le resultaran muy agradables. Con 
frecuencia surgían ((198)) diferencias de opinión entre él y los ancianos; se llegaba a una discusión pacífica; y Bosco, respondiendo con 
tranquilidad, terminaba por obtener razón. De modo que huéspedes y amigos solían repetir: -Se ve que este muchacho está destinado a 
enseñar a los demás, íhasta a los viejos! 
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Afirmaban los señores Moglia que jamás vieron en él la menor falta infantil, de lo que se maravillaban: ni una de las travesuras que 
acostumbran los de su edad: ni un empujón a los compañeros, ni una palabra de enfado o de burla: ni quitar fruta, siquiera en pequeña 
cantidad: ni la menor mirada o gesto que el más severo crítico pudiera juzgar poco delicado: su porte era el de un hombre maduro y 
sensato. Los que vivían por aquella aldea afirmaban: -íEra distinto de los demás niños y nos enseñaba a nosotros! 

Con todo, ya en aquellos primeros tiempos no faltó la punzada de alguna lengua maldiciente, cuando con la vacada en los pastos, se 
arrodillaba junto a las vacas, para estar más cerca de ellas o para defenderse de los rayos del sol en medio del prado. Algunos campesinos, 
al verle en tal postura, creyeron que ordeñaba las vacas para beberse la leche, como suelen hacer los criados glotones e infieles, y le 
acusaron de ladrón a los amos; pero éstos, que eran personas prudentes, quisieron cerciorarse varias veces con sus propios ojos y siempre 
le sorprendieron leyendo el catecismo. El estudiaba continuamente este precioso librito, aunque ya estaba muy instruido en la doctrina 
cristiana, y alternaba su lectura con alguna oración. 

Estando tan lleno del espíritu de Dios como estaba, se puede comprender cuánto aborrecía y evitaba, no sólo lo que pudiera empañar el 
candor de su alma, sino lo que sencillamente pudiera parecer menos conveniente para un jovencito. Dorotea ((199)) Moglia contaba que 
Don Bosco se cuidaba con mucho gusto de un hijo suyo de tres años, llamado Jorge, que estaba continuamente a su lado, lo mismo en el 
campo que en casa; y que no se cansaba de oír sus infantiles charlas y de interesarse con gran amabilidad por las cosas del pequeñín. Pero, 
habiéndole invitado varias veces ella misma a cuidarse también de una hija suya de cinco años, respondía con buenas maneras: -Déme 
usted muchachos, aunque sean diez, que yo cuidaré de ellos el tiempo que usted quiera; pero de las niñas yo no debo cuidarme. -Fue ésta 
la única vez que pareció excusarse de obedecer. Con todo, la dueña dejaba alguna vez a la hijita sentada en 
el suelo y se retiraba para ir a otra parte, como para obligarle a que 
se cuidara de ella; pero él, cuando suponía no ser visto, se alejaba a 
cierta distancia. Dorotea, al volver, le reprendía diciendo: -íAh, pícaro! Por qué no quieres cuidarte de ella? -Y él, con toda tranquilidad, 
respondía: -íYo no estoy destinado a eso! 

En la granja Moglia siguió el mismo plan de vida que llevaba en I Becchi. Con su trato afable y sus juegos empezó a atraer a los pocos 
niños de la aldea, los cuales se le hicieron pronto amigos. Durante el 
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invierno, cuando no se podía trabajar en el campo, en los días de lluvia, 
los domingos y fiestas, los reunía a todos por la tarde. Subían al henil, se sentaban en semicírculo, y Juan, colocado sobre un montón más 
alto, les daba catecismo, les repetía lo que había oído desde el púlpito de la iglesia parroquial, les contaba algún buen ejemplo, les 
enseñaba a rezar el rosario, las letanías de la Virgen y a cantar una letrilla sagrada: en una palabra, comunicaba a sus compañeros todo lo 
que él sabía. Preguntándole la dueña por qué escogía aquel sitio para sus reuniones, respondía: -íPorque allí ni vosotros nos estorbáis, ni 
nosotros os estorbamos! -Pero no quería de ningún modo que asistieran las niñas. En la ((200)) primavera y en los días serenos se 
juntaban todos a la sombra de un moral. Las madres de familia se consideraban dichosas al poder confiarle sus hijos, lo mismo cuando se 
veían en la necesidad de alejarse de casa, que cuando no podían acompañarlos a la parroquia. El aceptaba de buen grado su invitación y 
prodigaba a sus protegidos todas las muestras de afecto, con caricias y regalitos apropiados a su tierna edad, mostrándose muy ajeno de 
hacer lo mismo con las niñas. 

Mientras tanto, seguía viva y ardía en él una sed de estudiar, que no podía calmar. Doquiera iba, llevaba consigo un paquete de libros 
que trataban de religión y la gramática que le había dado don Calosso. En casa, apenas tenía un momento libre de ocupaciones, volvía sin 
demora a la lectura. Cuando iba delante del arado, sostenía con la derecha el ronzal de la yunta de bueyes y llevaba en la izquierda un libro 
abierto, a cuyas páginas daba de vez en cuando una mirada. Un día le preguntó el amo por qué tenía tanta afición a los libros. 

-íPorque tengo que ser sacerdote!, respondió Juan. 

-Tú sacerdote?, decían los de casa a su afirmación muchas veces 
repetida. No sabes que para estudiar se requieren nueve o diez mil liras? Dónde las encontrarás? íVaya, vaya!, seguían diciéndole, 
mientras colocaban las manos sobre sus hombros y le golpeaban cariñosamente: ísi no llegas a ser don Bosco serás son Bocc! 1 

-íYa lo veréis! añadía Juan. 

Ana Moglia, otra hermana del señor Luis, de unos dieciocho años, al verle tan persuadido de esta idea, le dijo varias veces: -Pero si eres 
pobre, cómo vas a hacer para dedicarte a los estudios sin dinero? 

//1 «Bocc»: es una palabra piamontesa que tiene cierto parecido fonético con otras, y significa algo así como «peón de albañil.» (N. del 
T.)// 

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-La pobreza no me preocupa, respondía en seguida Juan, porque habrá personas que pagarán por ((201)) mí. -Es admirable su fortaleza 
de ánimo en medio de tantos obstáculos, y su esperanza contra toda humana esperanza. 

Sin embargo, sus buenos amos, aunque creían irrealizable la aspiración 
de Juan, nunca le contrariaron. Un día el señor Luis le dijo: -Estudia todo lo que sea preciso, para que veas satisfecho tu deseo. -Y 
cuando no eran necesarios sus servicios, le dispensaba del trabajo para ese fin. Juan le daba las gracias, y se retiraba al henil para estar má 
tranquilo. Un día, el tío Juan, en mitad de los surcos que araba, se dirige de improviso al joven y le dice espontáneamente: -Ten entendido 
que, cuando no necesite que guíes los bueyes, te retirarás a estudiar a la sombra. -A pesar de todo esto, Juan no podía ni quería abusar de 
la bondad de los amos, pues muchos trabajos eran urgentes y él estaba siempre al dictado de los deberes de su estado y de una exquisita 
prudencia, que era la norma de sus actos. Por otra parte, cómo podía continuar con acierto los estudios sin un guía? 

Un rayo de esperanza brilló en aquel momento. En el mes de septiembre llegó para vivir en la granja el sacerdote Moglia, tío del señor 
Luis, hermano de José y maestro municipal, el cual, habiendo observado con vivo interés la conducta del joven criado, se ofreció a darle 
una hora de clase al día. Juan se lo agradeció vivamente; pero pudo sacar poco provecho; porque el buen sacerdote pasaba en el caserío 
solamente una parte de las vacaciones otoñales, precisamente la estación en que más urgen los trabajos de la vendimia y la siembra. íFué 
una nueva desilusión! Pero no impidió que su mirada siguiera fija en su vocación. Y al igual que aquel verano, supo demostrarlo durante 
el nuevo año 1829. 

Cuanto más crecía en edad, mejor iba conociendo la necesidad de cuidarse de los niños, y más vivo se sentía en él ((202)) el deseo de 
ocuparse de ellos. Como los domingos debía ir a la parroquia de Moncucco para asistir a las funciones religiosas, no tardó en verse 
rodeado de todos los muchachos, no sólo los que iban al campo, sino también los que iban a la escuela. El párroco, teólogo Cottino, 
hombre muy culto y celoso, desde los primeros días de su encuentro con Juan, vio brillar en él una devoción sincera, especial; conoció el 
buen espíritu que le animaba y el bien que podía hacer a los jovencitos con sus juegos e instrucciones; por eso, no sólo le apoyó lo mejor 
que supo, sino que, cuando el pastorcito tuvo que trasladarse a otra parte, él mismo continuó durante muchos años las reuniones por él 
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iniciadas, que se convirtieron después en un verdadero oratorio festivo. 

Juan, entre tanto, después de mucho insistir para poder disponer los domingos del salón de la escuela municipal, logró su intento. Allí, 
presididos por el pobre mocito de cuadra, se reunían en los días festivos los muchachos del lugar y empezaban su entretenimiento con la 
lectura de un libro devoto. Pero no era esto todo. Después de misa mayor, todos los chiquillos se quedaban en la iglesia parroquial y 
hacían con toda solemnidad el Via Crucis, cantando los versículos y las estrofas del Stabat Mater. El párroco se conmovía hasta las 
lágrimas al ver florecer tanta piedad entre la parte más escogida de su grey. También los adultos se sentían atraídos a la iglesia por la 
novedad y el buen ejemplo producía sus frutos. Juan pasaba en Moncucco el día festivo entero, y por la tarde, rodeado de los muchachos 
de su aldea, volvía a casa de los amos cantando alegremente por el camino. 

Para un fino observador de los pasos y palabras de Juan, como era el teólogo Cottino, no quedaban escondidos el talento, la memoria, el 
criterio de aquel jovencito y, por consiguiente, ((203)) su aptitud para triunfar en los estudios. Conversando algunas veces familiarmente 
con él en su casa y conociendo hasta sus más ocultos pensamientos, se declaró dispuesto, si fuera posible, a enseñarle las reglas de la 
sintaxis latina. Ante sus vivas instancias y después de repetir a sus amos que estaba dispuesto a privarse de su pequeño salario, ellos le 
dieron permiso para ir de vez en cuando a la casa parroquial, en las horas de menor urgencia del trabajo. Pero los días de clase debieron 
ser raros. Siendo como era la distancia de más de una milla, cómo podía ausentarse de la granja por más de tres horas, sin menoscabo de 
los deberes de su estado? Y, a qué hora y con qué atención habría podido ocuparse regularmente de los ejercicios escritos y de aprender de 
memoria las lecciones? 

Era una nueva tentativa de fracaso para salir adelante en los estudios; pero no fue tiempo perdido, porque el Señor disponía las cosas de 
modo que después se pudiera decir de él: «La Sabiduría guió al justo por caminos seguros cuando huía de la cólera de su hermano; le 
mostró el reino de Dios, y le dió a conocer cosas santas; y multiplicó el fruto de sus fatigas y le concedió la palma en un duro combate». 1 

Entretanto, en este mismo año 1829, hubo algunos acontecimientos 

//1 Sabiduría, X, 10.// 
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que ciertamente proporcionaron mayor vigor a su piedad. El diez de febrero moría León XII, a la edad de sesenta y ocho años, y el treinta 
y uno de marzo le sucedía en el solio pontificio, Pío VIII, el cual concedía a todos los fieles un nuevo jubileo; el veinte de junio eran 
coronadas en el santuario de la Consolata de Turín la imagen de María Santísima y la de su divino Niño con sendas coronas de oro. Pocos 
meses antes, el parlamento inglés ((204)) proclamaba, después de casi trescientos años de espantosa persecución, la emancipación de los 
católicos, los cuales podían compararse ciertamente con los cristianos 
de Roma, al salir de las catacumbas tras el decreto de Constantino. íEl Papa! íMaría Santísima! íLa fe! Podía Juan pensar entonces que en 
su biografía se escribiría un capítulo titulado «Don Bosco e Inglaterra»? 

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((205)) 

CAPITULO XXIII 

JUAN VUELVE A I BECCHI -DEJA UN GRATO RECUERDO DE SU ESTANCIA CON LOS MOGLIA -DE NUEVO, 
TENTATIVAS INFRUCTUOSAS PARA REANUDAR LOS ESTUDIOS 
-VIDA EDIFICANTE ENTRE LOS COMPAÑEROS -LAS MADRES LE PROPONEN A SUS HIJOS COMO MODELO DE VIRTUD 

YA hacía casi dos años que Juan se encontraba con los Moglia. Se sentía unido a aquella honrada familia por el más vivo reconocimiento. 
El señor Luis, como prueba de su satisfacción, había dado a Margarita treinta liras al acabar el año 1828 y otras cincuenta en el otoño de 
1829. Mas, he aquí que, a fines del mes de diciembre, hacia las ocho de la mañana de cierto día, pasó por allí el hermano de Margarita, 
Miguel Occhiena, camino del mercado de Chieri y, al ver al sobrino que, en aquel momento, sacaba el ganado del establo, le preguntó: 
-Qué, Juan, estás contento? 

-No puedo estarlo, porque sigo con el deseo vivísimo de estudiar; veo que los años pasan y yo estoy siempre en el mismo punto. 

-Ea, pobrecito mío, ten buen ánimo y déjalo de mi cuenta; yo lo arreglaré. Deja el ganado a tus amos, vuelve junto a tu madre y dile que 
pronto pasaré yo hablar con ella. 

-Pero, mi madre me va a reñir, si me ve volver a casa. 

-Haz lo que te digo: estáte tranquilo; yo lo arreglaré todo, fíate de 
tu tío. Ahora voy al mercado y al volver iré a ((206)) hablar con tu 
madre, y ya verás cómo se cumplirán tus deseos. Si fuere menester, yo pondré mi parte. Te gusta así? 

Juan obedeció. Los amos se extrañaron al verle volver con las vacas 
tan pronto; pero admitieron sus razones y le dejaron partir, augurándole 
que, según su deseo, llegara a ser sacerdote. Juan se alejaba de aquella granja tan hospitalaria profundamente conmovido. A cada paso se 
volvía hacia atrás para despedir a sus amigos y bienhechores que, desde la puerta de su casa, le seguían con los ojos empañados en 
lágrimas. íNo es posible expresar con palabras cuánto 
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le querían! Durante toda su vida le consideraron como un hijo, y jamás 
cesaron de recordarle con todos los honores, manifestando de mil maneras la gran estima en que le tenían y dando gracias a Dios de 
habérselo regalado por tanto tiempo. Su partida dejó un gran vacío; sólo su buen recuerdo les servía de consuelo. 

En el 1828 le llevó un día consigo Juan Moglia para plantar cuatro 
hileras de nuevas vides. Bosco, agachado, ataba con mimbres una de esas hileras. Cansado del fatigoso trabajo empezó a decir que sentía 
dolor en las rodillas y en la espalda. -Sigue adelante, le dijo el tío Moglia; si no quieres tener dolor de espalda de viejo, es menester que 
aguantes esta molestia ahora que eres joven. -Bosco siguió trabajando, y después de un momento exclamó: -Pues bien; las vides que yo 
ato ahora tendrán los racimos más hermosos, darán más y mejor vino y durarán más años que las otras. -Sucedió, en efecto, según su 
predicción: aquella hilera producía cada año el doble que las demás, las cuales se fueron perdiendo con el tiempo y fueron ((207)) 
renovadas varias veces, mientras las atadas por Juan prosperaron con admiración de todos, hasta 1890. Don Bosco, ya en edad avanzada, 
recordaba cariñosamente este fenómeno, y siempre que 
Jorge Moglia o su hijo Juan iban al Oratorio, preguntaba por la viña y manifestaba su deseo de comer sus racimos. 

La hija Ana, casada después con José Zucca, del caserío Bausone en Moriondo Turinés, cuando hablaba de Juan Bosco, refería con 
satisfacción y complacencia a los vecinos, a los conocidos y en familia a sus propios hijos, la angélica y apostólica vida que llevó durante 
dos años en casa de sus padres; cómo se retiraba con frecuencia a lugares solitarios para leer, estudiar y rezar; y cómo explicaba el 
catecismo y narraba ejemplos edificantes no sólo a los chiquillos del caserío, sino hasta a las personas mayores de la familia, y con gracia 
tal, que todos le escuchaban con gusto y avidez. Decía además que, a menudo, cuando trabajaban juntos en el campo, él había asegurado 
varias veces en tono profético y con toda 
seriedad: -Yo seré sacerdote, y entonces sí que predicaré y confesaré. 
-La muchacha, al oír estas palabras, se burlaba de él y despreciaba a Juanito diciéndole que con aquellas ideas y con tanto leer acabaría po 
no llegar a ser nada. Y Juan, una de las veces, le respondió: -Pues sábete tú, que así hablas y te burlas de mí, que un día irás a confesarte 
conmigo.-Y así fue. Ya sacerdote Juan y fundador del Oratorio, la buena Ana, guiada por circunstancias entonces imprevisibles, iba con 
frecuencia desde el caserío Bausone al Oratorio de Turín para visitar a don Bosco, confesarse con él en la iglesia 
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de san Francisco de Sales y practicar allí sus devociones. Y don Bosco la recibía ((208)) siempre como a una hermana y persona de la 
casa. Todo esto lo contaba el reverendo don José Mellica, beneficiado en Buttigliera de Asti: él lo había oído de labios del hijo y de la hija 
de la arriba mencionada señora Ana. 

Pero Juan dejaba a la familia Moglia un recuerdo mejor: el del buen ejemplo. La señora Dorotea, para exhortar a su hijo Jorge, ya 
grandecito, a que se acercara a los sacramentos, le recordaba continuamente la insigne piedad de Juan. Y cuenta Jorge Moglia que un día, 
habiendo pronunciado cierto muchacho con poco respeto el nombre de Dios, su madre le castigó, y recomendándole que en adelante no 
volviera a cometer semejante falta, le decía: -Pórtate como se portaba Juan Bosco, el cual, respetuoso con Dios y con sus superiores, 
rezaba con devoción y se encomendaba siempre al Señor antes de ir a descansar. -Y a cada paso se le proponía como modelo. Y lo mismo 
hacían las otras madres con sus hijos. íDichosos los jóvenes, cuya vida es recordada con satisfacción en los lugares donde han morado! 

Juan, a lo largo del trayecto desde la granja Moglia hasta I Becchi, 
iba pensando cómo, por fin, se le abría el camino para llegar al término de su vocación. Pero aún no se había dado cuenta de los que ya 
había adelantado en ese camino. Dios le había entrenado en la palestra de los oratorios festivos, le había hecho pasar por los diversos 
trabajos del campo, hortelano, pastor, viñador, agricultor; con ellos prendería en su corazón el amor por las colonias agrícolas. íBenditas 
sean las admirables disposiciones de la divina Providencia! 

Así, pues, lleno de alegría cruzaba los umbrales de la casa paterna. 
Pero la madre, apenas lo vio, empezó a reñirle por haber dejado a los Moglia: ((209)) no quiso oír razones, y le mandó volver al puesto de 
donde venía para seguir sirviendo. Juan, sorprendido y desconcertado, 
quedó un momento perplejo; pero, pareciéndole leer en el rostro de su madre un pensamiento oculto, salió de casa sin lamentarse y fue a 
esconderse en un hoyo, detrás de un seto, esperando a que llegara el tío. Margarita había puesto mala cara para no dar pretexto a Antonio 
de creerla implicada en la vuelta de Juan. Tenía ella dos hermanos. Miguel era bastante instruido y, aunque trabajaba en el campo, sabía 
algo de latín; el otro, Francisco, era también hombre sensato y sabía hacerse respetar. Juan se había ganado la simpatía de ambos. Su 
intervención en los asuntos de la familia Bosco era señal segura de que Juan había ganado dos protectores. 
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Miguel, a la vuelta de Chieri, cumplió su palabra y fue a visitar a la hermana. Antonio guardó un silencio prudente. Llamaron a Juan, que 
estaba todavía escondido, y quedaron felizmente allanadas todas las dificultades. Así lo narró el señor Gamba de Buttigliera, el cual, 
aunque jovencito en aquel momento, había ido a I Becchi con sus padre y, más tarde, aprendió de Juan los primeros rudimentos de lectura 
y escritura. Miguel marchó en seguida con Margarita a ver al párroco de Castelnuovo, don Bartolomé Dassano, y le suplicó que tuviera a 
bien dar clase a Juan dos o tres días a la semana. Pero don Dassano le dijo que no podía satisfacer su deseo a causa del mucho trabajo de 
la parroquia. Es verdad que le ayudaban dos vicarios, pero también ellos, añadió, andaban sobrecargados de trabajo y no se atrevía a 
imponerles esa tarea. Así que aconsejó que se presentara al párroco de Buttigliera de Asti, el cual, tal vez pudiera atenderle: allá se fue 
Miguel, pero recibió la misma negatia por idénticas razones. No se sabe por qué Margarita no pidió desde el primer momento ((210)) al 
querido don Calosso que se encargara de nuevo de la instrucción de su hijo. Tal vez no había abandonado del todo la idea de tenerle lejos 
de casa; tal vez los achaques de la vejez habían obligado al buen sacerdote a guardar cama; o tal vez también, asuntos urgentes le habían 
constreñido a alejarse de su capellanía encargando a otro sacerdote de suplirlo en sus funciones. Fuera como fuere, el hecho es que, 
durante algún tiempo, Juan no pudo estudiar y se dedicó a ayudar a la familia en los trabajos del campo y del huerto. 

Pero él continuaba cultivando con constancia las prácticas de piedad, a pesar de la no corta distancia de la capilla del caserío, edificando 
a todos con su buen ejemplo. Los domingos iba con gusto a la parroquia, como había hecho los años anteriores, para oír la santa misa, la 
explicación del evangelio, y asistir a todos los ejercicios espirituales, 
aún los extraordinarios, que allí se practicaban. Cuenta Juan Filippello, que iba con él al catecismo: «El párroco don Dassano nos 
preguntaba y mis compañeros y yo apenas si sabíamos responder, mientras que el joven Bosco respondía muy bien. Por eso el párroco nos 
decía: -Poco catecismo sabéis vosotros; Bosco, en cambio, lo sabe tan bien que lo canta». -El mismo Filippello, que fue siempre su íntimo 
confidente y testigo de sus hechos, afirmaba: «Estoy persuadido de que Juan no cometió jamás ningún pecado. En él iba creciendo la 
virtud a la par de los años. Desde pequeñito, al verlo en la iglesia, admiré su compostura y la devoción con que rezaba y su discreción para 
evitar, por cuanto le era posible, la compañía de 
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personas de otro sexo. Se distinguía entre todos los de su edad por la 
bondad de sus costumbres y de carácter; demostraba un celo y una 
intrepidez maravillosa para infundir en los demás el amor al ((211)) bien. Siempre manifestaba sus ganas de estudiar para poder hacer el 
bien a las almas. A mí y a mis compañeros siempre nos dio buenos consejos y no he visto jamás que se equivocara en nada. Nos invitaba 
afablemente a ir con él a la iglesia, nos animaba, nos corregía, y hasta reñía a los descuidados. Ponía todo su empeño en alejarnos de las 
malas compañías y en impedir los juegos peligrosos. Nosotros nos dejábamos dirigir y guiar por él, pues se había ganado nuestro respeto y 
admiración. Iba entre nosotros como uno que tuviera autoridad. Cuando, por el mal tiempo del invierno, no podían ir los del caserío a la 
parroquia, él en su casa o en la era entretenía a los compañeros con pequeñas diversiones, para así tener oportunidad de exponerles alguna 
máxima oída en el sermón de la mañana, instruirlos en el catecismo, o hacerles una lectura piadosa. De ordinario acababa sus 
entretenimientos con el rezo del santo rosario. Este su apostolado le granjeó, ya desde entonces, fama de virtud no ordinaria. En toda su 
persona resplandecía tal sencillez y modestia, que en las fiestas, los padres del caserío le confiaban el cuidado de sus hijos, seguros de que 
Juan era un verdadero ángel custodio. Las madres de 
los alrededores animaban a sus hijos a ir con él, pues la experiencia 
demostraba claramente que de su trato volvían siempre mejorados». «Muchas de estas madres, añadía Segundo Matta, llegadas a los 
últimos momentos de la vida, recordaban a los hijos, deshechos en llanto alrededor de su lecho, los ejemplos de Juan Bosco, y les hacían 
prometer que le tomarían por modelo, imitándolo especialmente en la ((212)) oración y en la obediencia». En fin, no pocos vecinos de 
Morialdo, de Castelnuovo y de las otras aldeas, entre ellos el salesiano don Angel Savio y su hermano don Ascanio, nos han asegurado 
más de una vez: «Todos los amigos y compañeros de Juan guardaron siempre de él óptima opinión de su conducta, y nunca les hemos oído 
la menor palabra de reproche o crítica en su contra. Aún al presente, por toda esta zona, los paisanos de Juan abrigan 
gran estima de la inocencia de su juventud». 

No hace muchos años un grupo de jóvenes del Oratorio, a cuyo frente iban José Buzzetti y otros salesianos, acudía a I Becchi para la 
fiesta de la Virgen del Rosario. Se encontraron con una venerable anciana, ésta los reconoció como del Oratorio y exclamó: «Yo conocí a 
don Bosco desde que era niño, puesto que yo vivía entonces en I Becchi. íQué bueno era! íCuántas veces lo vi rezar con fervor y acercarse 
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a los sacramentos con una fe que se transparentaba en la cara!» Y yo, a mi vez, exclamo ahora: «Gloria de los hijos son sus padres». 1 
Preocúpate de tu buen nombre, que eso te queda, más que mil grandes tesoros de oro. La vida buena tiene un límite de días, pero el buen 
nombre permanece para siempre». 2 

//1 Proverbios, XVII, 6. 

2 Eclesiástico, XLI, 12.// 

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((213)) 

CAPITULO XXIV 

DON CALOSSO ACOGE A JUAN EN SU CASA -PARTICION DE BIENES ENTRE LOS HERMANOS BOSCO -MUERTE DE 
DON CALOSSO -DESINTERES HEROICO DE JUAN -SU 
DOLOR POR LA MUERTE DEL MAESTRO Y BIENHECHOR 

MUCHO se alegrará el padre del justo, y el que tiene un hijo sabio se gozará en él. Alégrese tu madre y gócese la que te engendró». 1 Tal 
es el oráculo infalible de la divina Sabiduría. Con todo, Margarita en medio de su gozo y su alegría tenía también una fuente de continua 
aflicción. »Quién puede expresar el dolor de su corazón de madre al ver a su querido Juan obligado a ganarse el pan de cada día con su 
propio trabajo, sin la sonrisa de la menor esperanza de dedicarle a aquellos estudios, con los que estaba persuadida podría hacer tanto bien 
a las almas? 

Pero don Calosso no se había olvidado de su joven amigo. Había visto en él señales inequívocas de vocación eclesiástica, y no quería 
que esta vocación se perdiera. Así que el digno ministro del Señor, viéndose libre de varios obstáculos que no le habían permitido realizar 
((214)) un piadoso proyecto, llamó un día a Juan, y después de escuchar el relato de sus peripecias durante aquellos años de separación y 
cómo Antonio no había cesado lo más mínimo en su obstinación: -Mi querido Juan, le dijo, tú has puesto en mí tu confianza, y no quiero 
que sea en vano; deja, pues, a tu terco hermano, ven conmigo y encontrarás un padre amoroso. -Juan comunicó en seguida a su madre el 
caritativo ofrecimiento, que fue acogido por ella y por el hermano José como una verdadera suerte. Antonio ni aprobó ni se opuso; por otra 
parte, José, trabajador incansable, prometía hacer las veces de Juan en el cultivo de la finca. 

Así que, al fin del verano, Juan empezó a convivir con el capellán, 
volviendo a casa solamente para dormir. «Nadie puede imaginarse, escribe Juan, cuán grande era mi alegría. Don Calosso era 

//1 Proverbios, XXIII, 24-25.// 
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para mí el ángel del Señor. Le quería más que un padre, rezaba por él, le servía con gusto en todo. Era mi placer trabajar, y diría hasta dar 
la vida por agradarle. Con el capellán, adelantaba cada día más que en toda la semana en casa. Aquel hombre de Dios me tenía tal afecto, 
que varias veces me dijo: «No te preocupes de tu porvenir. Te ayudaré a toda costa, y mientras yo viva, no permitiré que te falte nada; si 
muero, proveeré igualmente». 

Sin embargo, cuando Juan volvía a casa por la noche, seguía la guerra, y tras las pullas llegaban los altercados. En vista de lo cual dijo 
don Calosso a Juan: -Como las cosas son así, tráete tu ropa y ven a vivir conmigo. Yo no te abandonaré. Apenaba a Margarita dejarle salir 
de nuevo de casa; pero no había otro medio para lograr la paz, y se resignó a ello. Don Calosso estaba dispuesto ((215)) a hacerle terminar 
los cursos de latinidad en su casa y a pagar, después, cuanto fuera necesario para que llegara al sacerdocio. Juan fue a vivir con don 
Calosso. 

Margarita, desesperanzada de alcanzar el consentimiento de Antonio, que ya había cumplido los veintiseis años, decidida y constante en 
querer que el hijo estudiase y dispuesta a gastar todo su patrimonio para hacer frente a los gastos, determinó se preocediera a la partición 
de los bienes paternos. No faltaron para ello grandes dificultades, dada la minoría de edad de José y Juan; mas, a pesar de todo, se llegó a 
un acuerdo. Margarita se aconsejó antes con su hermana Mariana, pues quería dar con seguridad aquel paso, en el que ya había pensado 
muchas veces, pero del que siempre le había retenido su afectuoso corazón. Juntas calcularon si había otro partido a tomar, mas no lo 
hallaron. La mayor dificultad estribaba en arreglar las cosas, de modo que la división de las tierras no ocasionase una división total de los 
corazones; pero esto lo resolvió generosamente la hermana Mariana, diciendo a Margarita: -Tú y yo tenemos algo que es nuestro: 
pongámoslo todo junto y así podremos arreglar el asunto de modo que Antonio no tenga que lamentarse. 

Al enterarse Antonio de esta determinación, no quería de ningún modo dar su asentimiento, insistiendo en su necia pretensión de que 
Juan debía ser un campesino como él. Pero Margarita, que cuando tomaba una determinación de acuerdo con la justicia era de firmeza 
inquebrantable, no cedió; y le dijo claramente que los tribunales resolverían la cuestión dando la razón a quien la tuviera. Entonces 
Antonio se resignó a la partición; y, aún antes de que ésta se realizara legalmente, se separó de la madre, instalándose en la parte de la casa 
paterna a la que tenía derecho; pero imponiendo 
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((216)) a la madre no diera nada a Juan hasta que el asunto no estuviera 
zanjado, y prohibiendo absolutamente a Juan que tomara algo de lo que pertenecía a la familia. Juan hubiera podido pretender lo que le 
pertenecía sobre los frutos de la herencia paterna, aún del tiempo anterior al acto de la partición legal; mas, por no suscitar nuevas 
cuestiones, obedeció a la injusta intimación. 

Pasaron varios mese para cumplir las formalidades legales; pero, reducida de este modo la familia de Margarita a Juan y José, que quiso 
vivir junto al hermano, se vio libre de Juan de tan dura prueba y quedó en plena libertad para continuar sus estudios. 

De este modo empezaban a prosperar los asuntos de Juan y él se tenía por muy feliz sin que nada le quedara por desear, cuando una 
nueva gravísima desgracia vino a romper de golpe la marcha de todas sus esperanzas. 

Una mañana de noviembre de 1830, don Calosso mandó a Juan a su casa con un encargo. Apenas si había llegado, mientras preparaba el 
hato de su ropa, he aquí que se presenta jadeante una persona que le da a entender que corra inmediatamente junto a don Calosso, el cual, 
víctima de un grave ataque, preguntaba por él, y quería verle y hablarle a toda costa. Juan voló, más que corrió, al lado de su bienhechor, a 
quien fatalmente encontró en cama y privado del habla. El buen sacerdote era víctima de un ataque apoplético. Reconoció a su discípulo y 
le dirigió una mirada tan conmovedora que le llenó de pena; hizo esfuerzos, señalándole algo; quería hablar, pero no le era posible 
articular una sílaba; entonces sacó una llave de debajo de la almohada y se la entregó, haciendo señales de 
no darla a nadie y de que todo lo contenido en el cajoncito que cerraba 
aquella llave era para él. ((217)) Juan guardó en el bolsillo la llave que guardaba el dinero, sin que él lo supiera, y prodigó al querido 
enfermo los más afectuosos cuidados que un hijo puede prestar a su padre. Después de dos días de agonía el pobre capellán entregaba su 
alma al Creador. Era el veintiuno de noviembre y don Calosso contaba setenta y cinco años. Con él morían todas las esperanzas de Juan. 

Algunos de los que habían asistido a las últimas horas del difunto, 
decían a Juan: -La llave que te ha dado es la de su arqueta. El dinero que hay en ella es tuyo, tómalo. -Otros observaban que,en conciencia 
no podía tomarlo, porque el difunto no había dejado ninguna acta notarial. Juan estaba perplejo; se detuvo a pensar un momento y después 
dijo: -íNo, no quiero ir al infierno por dinero! No quiero tomarlo. -Los testigos insistían, asegurando que la manera 
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de llamarle el moribundo, lo que habia dicho cuando estaba sano, la entrega de la llave con aquellos gestos tan expresivos, indicaban 
claramente su voluntad y que el dinero le pertenecía. Juan no se convenció. Llegó entre tanto el heredero con otros parientes, y buscaba 
con afán por una y otra parte la llave de la arqueta. Juan se la presentó diciendo: -Esta es la llave del dinero. Su tío me la entregó, 
dándome a entender que no se la diera a nadie. Algunos me han dicho que podía quedarme con lo que había en la arqueta; pero yo prefiero 
ser pobre; no quiero ocasionar contiendas: su tío no me dijo que era para mí. -El sobrino tomó la llave, abrió la caja y encontró en ella 
seis mil liras. Después de contarlas, dirigióse a Juan y le dijo: -Respeto la voluntad de mi tío: este dinero es tuyo; te dejo en plena 
libertad, llévate lo que quieras. -Juan quedó un tanto pensativo; conocía bastante ((218)) claramente la voluntad del difunto, tenía el 
consentimiento del heredero: -Pero no, terminó diciendo, íno quiero nada! Tal vez había oído a algún pariente barbotar pretensiones. El, 
en sus memorias, cuenta el hecho con estas sencillas palabras: «Vinieron los herederos de don Calosso y les entregué la llave y todo lo 
demás».«Feliz el rico que fue hallado intachable, que no se fue tras el oro ni puso su esperanza en el dinero y los tesoros. Quién es éste y 
le felicitaremos? Pues obró maravillas en su pueblo... y la asamblea hablará de sus bondades». 1 

Pero la muerte de don Calosso fue para Juan un gran desastre. Lloraba continuamente a su difunto bienhechor. Despierto, pensaba en él; 
durmiendo, soñaba con él. Aumentaba su dolor el fúnebre sonido de las campanas, prolongado y repetido de parroquia en parroquia que 
anunciaba la muerte del pontífice Pío VIII, fallecido el treinta y uno de noviembre. Las cosas llegaron a tal punto, que Margarita, 
temiendo por su salud, le mandó por algún tiempo a Capriglio con su abuelo. La bondad divina no le dejó, sin embargo, sin consuelo. 
Escribió él más tarde en sus notas: «En aquel tiempo tuve otro sueño, en el que se me reprendía severamente por haber puesto mi 
esperanza en los hombres y no en la bondad del Padre celestial». Pero el recuerdo de don Calosso permaneció siempre vivo en su corazón, 
y dejó escrito de él: «He rezado siempre y mientras viva no dejaré de rezar cada mañana por este mi insigne bienhechor». 

//1 Eclesiástico, XXXI, 8-9. 11.// 
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((219)) 

CAPITULO XXV 

MARGARITA ENVIA A JUAN A LA ESCUELA DE CASTELNUOVO -LO PONE A PUPILO EN CASA DEL SASTRE JUAN 
ROBERTO -JUAN SE GANA LA SIMPATIA DE LOS COMPAÑEROS 
-SUS PROGRESOS EN LOS ESTUDIOS -CONSUELO DE SU MADRE -COMO ESQUIVA LOS COMPAÑEROS PELIGROSOS 
-CONTINUA SU MISION CON LOS CHIQUILLOS -COMO DESEARIA QUE FUERA EL SACERDOTE CON LOS NIÑOS 

LA muerte de don Calosso en aquel otoño, al paso que interrumpía en sus principios los estudios de Juan, hacía por otra parte difícil su 
entrada en la escuela de Castelnuovo, donde habían empezado las clases después de la fiesta de Todos los Santos. Sin embargo, Margarita 
ayudada tal vez por la influencia de su hermano Miguel, que era muy conocido en Castelnuovo, pudo superar esta dificultad. Y así, ya 
cerca de Navidad de 1830, Juan, con sus quince años, empezó a ir a las escuelas municipales de su pueblo, en las cuales se había abierto 
un curso de latín junto a las clases elementales, mientras su buena madre se disponía a mayores 
trabajos y sacrificios para secundar la vocación del hijo. 

Los estudios hechos hasta entonces privadamente, la entrada en una escuela pública, y el cambio de maestro, desconcertaron a Juan, a ta 
extremo que tuvo que empezar de nuevo la gramática italiana, para abrirse camino después a la latina. Al principio iba ((220)) a clase por 
la mañana y por la tarde, recorriendo entre las dos idas y venidas cerca de veinte kilómetros diarios; pero, como aquella notable pérdida de 
tiempo era en perjuicio de los estudios, muy pronto cambió el plan y salía por la mañana para no volver a I Becchi hasta la noche. Soplaba 
a veces un viento molesto, otras se cubría de fango el suelo con la lluvia o el deshielo, nevaba en ocasiones y hacía tiritar el intenso frío; é 
lo aguantaba todo con ánimo tranquilo y rostro sereno. Para no causar demasiados gastos a la madre, cuando el camino era un barrizal, se 
quitaba los zapatos y los llevaba a la bandolera, llegando en consecuencia al término de la caminata con los pies doloridos, cubiertos de 
rasguños y sangre. Al llegar a Castelnuovo, se calzaba, dejaba el fardel con la comida, en casa de un tal 
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Juan Roberto, buena persona, a cuya casa volvía a la hora de comer. Si al anochecer, se desencadenaba la tormenta, se quedaba en el 
pueblo, y dormía en un tabuco bajo una escalera, donde una buena familia le dejaba acostarse. Es el señor Pompeyo Villata quien nos 
contó haber oído estas cosas en su propia familia. 

Mamá Margarita, por razones económicas, y porque le dolía tener al hijo lejos de sus ojos, permitió al principio que hiciera aquellas 
caminatas; pero no tardó en ver la necesidad de buscarle alojamiento en Castelnuovo, porque el invierno era cada vez más crudo. 
Poniéndose de acuerdo, podía pagar el pupilaje con legumbres, con vino, o con otros productos. Por otra parte, Juan era muy apreciado 
por todos los de la aldea. Y éstos, temiendo que no contara con los suficientes medios para continuar los estudios, parece que en alguna 
ocasión hicieron entre ellos una colecta, y rogaron a Margarita la aceptara para sus pobres. Segundo Matta aseguraba haberle dado una vez 
media hemina de trigo. Así que Margarita ((221)) puso a pupilo a su hijo en casa del antedicho Juan Roberto, sastre de profesión y muy 
aficionado al canto gregoriano y a la música vocal. Ella misma le acompañó a Castelnuovo y al despedirse, le dio un precioso consejo: 
-íQue seas devoto de la Virgen! -La noticia de la llegada de Juan excitó la curiosidad de muchos por conocerle. Ya eran sabidas sus 
pequeñas hazañas en Castelnuovo. Algunos chiquitos de la 
familia de monseñor Cagliero, cuando pasaban los muchachos camino de la escuela, salían a la puerta sólo para ver pasar a Juan Bosco. 
Todavía ahora recuerdan su aspecto modesto, recogido, humilde, con sus libros bajo el brazo, caminando solo o con algunos compañeros 
de los más formales. Vestía una chaqueta gastada, no muy ajustada a su cuerpo y de hechuras poco agradables para quien deseara hacer 
buena figura. Muchos jovencitos de Castelnuovo, por pertenecer al barrio más importante de la villa, se daban cierto aire de suficiencia, 
creyéndose los legítimos vecinos y mirando a los de los caseríos como a gente vulgar y de inferior condición. Por eso, a los comienzos, 
envalentonados por el aspecto sencillo de Juan, no dejaron de reírse y bromear con su vestido, y muchas veces acercándosele de puntillas 
le daban un tironcito del faldón de la chaqueta y se retiraban a prisa a cierta distancia. -Esa chaqueta, decían unos a otros, seguramente se 
la ha regalado el párroco. Es una preciosidad. íSi sería de su abuelo! -Juan no se alteraba nunca, aguantaba con paciencia las burlas y 
molestias. Alguna vez se volvía sonriendo hacia aquellos botarates y les decía amablemente: -Chiquillos, estad quietos, dejadme en paz. 
Os doy yo algún fastidio? -Además, los 
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compañeros de clase, a causa de su estatura extraordinaria en medio de ((222)) tanto chiquito, lo motejaban con un apodo burlón. 

Pero las burlas cesaron en seguida, gracias a su mansedumbre, gracias también a que empezó con sus entretenimientos en los días 
festivos. «Boca amable multiplica sus amigos, y la lengua que habla bien multiplica las afabilidades». 1 Entretanto, encontró más 
comodidad que en Morialdo para alimentar su corazón con las prácticas de piedad. En aquellos tiempos las escuelas municipales tenían un 
carácter eminentemente católico, de acuerdo con las ordenanzas promulgadas por el rey Carlos Félix con las reales disposiciones del 23 de 
julio de 1822. La escuela no podía ser mixta de ningún modo. En todas presidía el Crucifijo. Se empezaban las clases por la mañana con 
las oraciones y se terminaban con el Agimus tibi gratias; por la tarde se empezaba con el Actiones nostras y se concluía con las oraciones 
de la noche. La primera media hora de clase estaba destinada a la enseñanza del catecismo, y a ello debía dedicarse toda la 
tarde del sábado, para acabar con las letanías de la Santísima Virgen. 
Los maestros debían entenderse con el párroco a fin de que los niños tuvieran comodidad para asisitir a la misa antes de las clases y para 
confesarse una vez al mes. Los días de fiesta se obligaba a los alumnos a asistir al catecismo y a las funciones de la iglesia parroquial. 
íCon la práctica de la piedad se adquiere la ciencia! 

La clase de latín, recientemente establecida, era única y por tanto se reunían en ella todos los muchachos de las varias clases del 
gimnasio 
bajo la dirección de un solo profesor, don Manuel Virano de Castelnuovo ((223)) de Asti, el mismo que había bendecido el hábito clerical 
de Cafasso. Era éste muy docto, estaba dotado de una rara habilidad para enseñar, y poseía gran ascendiente sobre los alumnos: sabía 
distribuir tan bien el tiempo y ordenar las lecciones para unos y para otros, que todo el que tenía buena voluntad podía sacar mucho 
provecho. Los progresos de Juan eran tan manifiestos que llamaban la atención del maestro. Un día le dieron como tema de redacción en 
italiano el hecho de Eleazar, cuando prefirió morir a escandalizar comiendo carne de cerdo. Juan desarrolló tan acertadamente el tema, que 
nadie podía creer lo hubiera hecho él. Pasó la redacción por manos de los distintos profesores y todos quedaron maravillados. Finalmente 
fue presentada a don Moglia, el cual, después de examinarla cuidadosamente, acabó diciendo que ni las personas más viejas e instruidas 
de aquellos contornos eran capaces de 

//1 Eclesiástico, VI, 5.// 
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escribir una redacción semejante, y que, por consiguiente, era imposible 
que la hubiera hecho el jovencito Bosco. Por el juicio de don Moglia advirtió Juan que ya no contaba con el favor de éste su antiguo 
maestro. En efecto, por uno de esos inexplicables cambios que a veces se operan en el corazón humanos, se le había metido en la cabeza a 
don Moglia que el joven campesino de I Becchi hubiera hecho mejor renunciando a los estudios y volviendo a agarrar la azada. El porqué 
lo sabe Dios, el cual preparaba a Juan una nueva contradicción, para poner una vez más a prueba su confianza en El y su perseverancia. 

Entretanto, Juan, aunque lejos de los ojos de la madre, le guardaba 
aquel santo afecto, que ella había sabido infundirle con sus virtudes. No hacía nada sin su permiso, y ella le otorgaba cuanto le pedía, 
siempre dispuesta a contentarle, dado que sus deseos eran muy limitados y de cosas de estricta necesidad. ((224)) 

Roberto y su familia habían cobrado cariño a Juan y particularmente el hijo, con el cual iba a la escuela, había contrído con él una 
cordial amistad. Margarita iba casi todas las semanas a llevarle la provisión de pan para los siete días; tenía que hacer una caminata 
bastante larga, pero no se le ocultaba la importancia de ver de cerca las andanzas del hijo. Cuando Juan fue a Chieri, como estudiante 
primero y después como seminarista, siguió yendo Margarita a visitarle, aunque con menos frecuencia, y siempre acompañada de José 
para que viera al hermano. Toda la familia de Roberto se alegraba grandemente al llegar Margarita, porque los de buen corazón encuentran 
correspondencia en las personas caritativas. Margarita se regocijaba al saber que el hijo seguía siendo cada día más cumplidor de sus 
mandatos; oía con gran satisfacción repetir a todos que era virtuoso, de gran piedad, amante de la oración y del exacto cumplimiento de 
sus deberes escolares; que se distinguía entre sus compañeros por la gran devoción y modestia con que frecuentaba los santos 
sacramentos, siendo objeto de admiración por su compostura en la iglesia y por su constante asistencia a las sagradas funciones, por lo 
cual el párroco don Dassano le había puesto como vigilante en una sección del catecismo cuaresmal. 

Pero la virtud no está libre de asechanzas. Aquel año tuvo Juan sus peligros por parte de algunos compañeros. Trataban de llevarlo a 
jugar en tiempo de clase; y como él se excusase diciendo que no tenía dinero, le sugirieron cómo procurárselo, robando al amo o a la 
madre. Para animarle a hacerlo le decía uno de ellos: -Amigo, es hora de despabilarse; hay que saber vivir en el mundo. El que va con 
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los ojos vendados no ve por dónde anda. Así que hazte con dinero ((225)) y también tú podrás divertirte como tus compañeros. -Juan 
respondió a la pérfida sugestión: -No entiendo qué quieres decir, mas deduzco de tus palabras que quieres aconsejarme el juego y el robo. 
Pero, no dices tú todos los días en las oraciones: el séptimo no hurtar?, no es éste un mandamiento de la ley de Dios? El que roba es un 
ladrón y los ladrones acaban mal. Por otra parte, mi madre me quiere mucho; y si le pido dinero para cosas buenas, me lo da; nunca he 
hecho nada sin su permiso, y no quiero empezar ahora a desobedecerla. Si tus compañeros hacen eso, son unos perdidos. Si no lo hacen y 
lo aconsejan a otros, son unos bribones y unos malvados. Estas palabras corrieron de uno a otro, y ya nadie se atrevió a hacerle tan 
indignas proposiciones. Más aún, su respuesta llegó a oídos del profesor, el cual, a partir de entonces, empezó a cobrarle mayor afecto; la 
supieron también los padres de los jovencitos, aún de posición desahogada, los cuales en adelante exhortaban a sus hijos a juntarse con él 
e imitar sus ejemplos, encantados del candor que resplandecía en todos sus actos. De este modo pudo fácilmente atraerse 
un grupo de amigos que le querían y obedecían como los de Morialdo y Moncucco, los cuales seguían yendo a visitarle de cuando en 
cuando. Su compañía era una continua lección de prudencia. En todas las cosas, de mucha o poca importancia, ponía siempre todo su 
empeño; cuidaba lo que decía, y no hablaba nunca sin pensarlo bien antes; y cuando tomaba una resolución, nadie podía apartarle de ella. 
Sin darse siquiera cuenta, sus amigos iban formando su carácter según el modelo del compañero, el cual buscaba por todos los medios 
ganarse sus corazones y hacer que les fueran agradables sus saludables consejos. Entre otras industrias, siempre que volvía ((226)) de la 
casa materna, a donde iba a pasar algunos días de vacaciones, solía llevar fruta para regalársela, y ellos se gozaban grandemente de su 
amable generosidad; él, por su parte, aprovechaba la ocasión para hablarles de religión y recomendarles con gran fervor la devoción a 
María Santísima. Sentía una atracción especial por la iglesia del Castillo, colocada en lo más alto de la colina, y a ella subía, ora solo, ora 
acompañado de los amigos, para tributar a la Virgen bendita su 
filial devoción. Tal vez la Madre celestial le concedió allí algún señalado favor, pues en el transcurso de los años no olvidó nunca aquella 
iglesia, y los dulces momentos que en ella pasó. Cuando Juan Filippello iba a visitarle a Turín, no le dejaba partir sin regalarle un 
paquetito de estampas para que las diera a las personas que iban a esa iglesia a rezar el santo rosario, y especialmente para animar 
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mar con ellas a los muchachos a subir a aquella ermita para honrar a María. 

Este fue siempre su tenor de vida, aun durante los años siguientes, 
cuando volvía de Chieri en el verano; así conservaba y aun acrecentaba la buena opinión que de él tenían en su patria chica. Lo mismo los 
sacerdotes que la gente estuvieron siempre de acuerdo en repetir las alabanzas por su perseverante y excelente conducta, y en afirmar 
todos que, desde su primera juventud, estaba inflamado de un vivo y constante deseo de llegar a ser misionero apostólico y hacer mucho 
bien a las almas. Lo mismo que las madres de Morialdo y de Moncucco, también las de Castelnuovo hablaban muchos años después a sus 
hijos de las virtudes de Juan; y monseñor Cagliero nos contaba que, siendo él todavía muy niño, su madre le proponía a Juan Bosco como 
modelo, exhortándole con frecuencia a imitarlo. ((227)) 

Así que, entre las buenas obras, los estudios y los amigos, discurrían 
tranquilamente los días de Juan. Con todo, aun en medio de su felicidad, llevaba una espina clavada en el corazón: el no poder tratar con 
cierta familiaridad a los sacerdotes del pueblo. El párroco don Bartolomé Dassano, hombre verdaderamente santo, culto, caritativo, exacto 
cumplidor de todos sus deberes, mantenía un porte comedido y poco accesible para los niños. Los demás sacerdotes guardaban la misma 
reserva. Sin embargo Juan, ya desde aquella edad, conocía la necesidad que tienen los jóvenes de una ayuda amorosa, y que se dejan 
manejar como se quiera, si hay quien se tome cuidado de ellos: él experimentaba esta necesidad en sí mismo. Le sucedió con frecuencia 
encontrarse con el párroco acompañado de su vicario: más aún, algunas veces se plantaba en algún sitio a propósito, a la hora en que sabía 
acostumbraba a pasar por la tarde dando un paseo. Sentía vivo deseo de acercarse a él y oír de sus labios una palabra de confianza; 
experimentaba en sí mismo la necesidad de ser querido por él. Apenas le veía aparecer, le saludaba desde lejos y, luego, al acercarse le 
hacía todavía tímidamente una reverencia. El párroco le devolvía el saludo con toda seriedad y cortesía y continuaba su camino; pero 
jamás tuvo una palabra afable, que le atrajera los corazones juveniles y los excitara a confianza. En aquellos tiempos se creía que 
semejante severidad era la auténtica compostura de las personas eclesiásticas. Pero aquel respeto le producía a Juan temor y no amor. 
Muchas veces, llorando, se decía a sí mismo y aun a otros: -Si yo fuera sacerdote, haría muy diversamente: me acercaría a los niños, los 
llamaría a mi lado, los querría y 
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haría que me quisieran, les diría una buena palabra, les daría buenos 
consejos y me entregaría por completo a procurar su eterna salvación. íQué feliz sería yo, si pudiera entretenerme un ratito con mi 
párroco! Tuve este consuelo ((228)) con don Calosso: por qué no puedo tenerlo con otros? -Sobre todo, desahogaba estos pensamientos 
con su madre; y Margarita, que conocía el corazón de su hijo y era mujer capaz de apreciar tales sentimientos: -Qué le vamos a hacer?, le 
decía. íSon hombres de mucha ciencia, del todo ocupados en pensamientos serios y no saben adaptarse a hablar con un muchacho como 
tú! 

-Pero qué les costaría decirme una buena palabra, detenerse un momento conmigo? 

-Y qué querrías que te dijeran? 

-Algún buen pensamiento para el bien de mi alma. 

-Ya tienen bastante que hacer en el confesonario, en el púlpito, 
en las demás ocupaciones parroquiales... 

-Y nosotros los pequeños, no somos también sus ovejitas? 

-Sí, es verdad; pero íno tienen tiempo que perder! 

-Y Jesús, perdía el tiempo cuando se entretenía con los niños?, 
cuando reñía a los apóstoles que querían apartarlos y les decía que 
los dejaran estar a su lado, porque de ellos es el reino de los cielos? 

-No, no lo niego, y hasta te doy la razón; pero qué le vamos a 
hacer? 

-Ya lo verá: si llego a ser sacerdote, quiero consagrar toda mi vida a los niños; nunca me verán serio, serio; seré yo el primero en hablar 
con ellos. 
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((229)) 

CAPITULO XXVI 

DON VIRANO SE RETIRA DE LA ESCUELA DE CASTELNUOVO -LE SUCEDE DON MOGLIA -ESTUDIANTES 
INDISCIPLINADOS, TIEMPO PERDIDO -PACIENCIA DE JUAN -APRENDE MUSICA Y EL OFICIO DE SASTRE Y DE 
HERRERO -SUS MAÑAS PARA RESOLVER LAS NECESIDADES DE LA VIDA -EL PALO DE LA CUCAÑA. 

LAS cosas de Juan tomaban buen cariz, cuando he aquí que un nuevo incidente vino a perturbarlas. Don Virano, su profesor, fue 
nombrado párroco de Mondonio en la diócesis de Asti; así que, en abril de aquel año 1831, dejaba la escuela para arreglar sus cosas, 
cumplimentar las incumbencias legales y preparar su nuevo domicilio: en 1832 tomaba posesión de su parroquia. Castelnuovo se quedaba 
sin maestro de latín. Encargaron de suplirle a don Moglia, hombre caritativo y piadoso, del que aún se guarda en Castelnuovo venerado 
recuerdo, pero incapaz de dominar 
cinco cursos de muchachos de sangre hirviente y distinta edad, instrucción y desarrollo intelectual. Debía dar clase al mismo tiempo a 
los alumnos de primero, segundo y tercer curso de gimnasio, más a los de humanidades y retórica. La falta de disciplina casi echó a rodar 
lo que Juan había aprendido durante los meses anteriores. El nuevo maestro, testigo de su buena conducta, ((230)) aunque había oído de él 
grandes alabanzas hasta a sus parientes, de la granja Moglia, y al fin y al cabo le apreciaba, sin embargo, se le había metido en la mollera, 
que siendo de I Becchi, no podía ser más que un burro, de buena clase si se quiere, pero, al fin y a la postre, un burro. Suponía que sus 
quince años cumplidos eran causa de su incapacidad. Juan estaba encuadrado entre los del primer curso de gimnasio. 

Un día daba el maestro el trabajo para cada curso: Juan pidió por favor le dejase hacer el asignado a los de tercero. Don Moglia soltó 
una carcajada: -Qué pretendes tú..., tú de I Becchi? de qué quieres sean capaces los de I Becchi? Déjate de latines. Tú no entiendes nada. 
Vete a coger setas, vete a buscar nidos: eso te va, tú vales para eso, triunfarás... Pero, ítú, estudiar latín, es una locura! -Juan, 
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sin darse por ofendido, insistió: el maestro replicó cargando las tintas;
mas como Juan no cesaba de rogarle que hiciese aquella prueba, le dijo al fin que escogiera la tarea que más le gustase, pero añadiendo
que él no leería las barbaridades que pondría en su escrito.


Dictó a los alumnos de tercero un tema latino para traducirlo al 
italiano. Al cabo de corto tiempo, Juan presentaba su página al profesor, 
el cual la tomó y, sin mirarla, la puso sobre la mesa, sonriendo con aire de compasión. Juan se quedó en pie delante del maestro y: -Le 
ruego, le dijo, que mire mi escrito y corrija las faltas. -Pero, no te he dicho, respondió enojado el maestro, que los de I Becchi son unos 
zoquetes..., que no tienen cabeza para cosas tan altas? Entonces se levantaron algunos alumnos y dijeron: -Sí, sí, lea la traducción de 
Bosco: también nosotros queremos oír los disparates que ((231)) ha puesto. -El maestro, acostumbrado a ceder a las pretensiones de los 
alumnos, tomó el papel y le dio un vistazo: la traducción era perfecta; pero don Moglia, dejándolo caer sobre la mesa, exclamó: -No he 
dicho ya que Bosco no sirve para nada? Lo ha copiado todo de un compañero... no cabe duda, lo ha copiado: 
es imposible que esto lo haya hecho él. -El que estaba sentado al lado de Juan, testigo de cómo su compañero había hecho su trabajo, sin 
acudir a otros ni a los libros, se levantó y salió en defensa: -Señor profesor, dijo, usted asegura que Bosco ha copiado la traducción; haga 
el favor de examinar si entre los trabajos de los alumnos hay alguno parecido al suyo. -Era una observación razonable, que hubiera podido 
resolver la cuestión; pero el maestro, cada vez más obstinado, reprendió al que intervino: -Qué quieres saber tú? No has oído que los de I 
Becchi son unos zoquetes que no sirven para nada, absolutamente para nada? -Y no hubo medio de convencerlo, pues, obcecado por sus 
prejuicios, no se cuidaba de averiguar la verdad. Pero el compañero que había visto a Juan hacer su trabajo, contó con todo detalle cómo 
había ejecutado su tarea; y todos, admirando su talento, y más aún la humildad con que había sobrellevado las palabras ignominiosas, 
concibieron grandísima estima y afecto hacia él. Este hecho contribuyó mucho a aumentar su influencia entre los muchachos, que lo 
admiraban, además, por su edificante 
compostura. En efecto, se presentaba desde entonces tan modesto en 
su persona y en sus actos, lo mismo estando solo que cuando se encontraba 
con sus compañeros, que resultaba un modelo de dignidad cristiana. Era enemigo de toda broma grosera, de todo juego que obligara a 
ponerse las manos encima, de toda clase de familiaridad ajena a una persona bien educada. No le gustaba el ((232)) juego de la 
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«cavallina» 1; se negaba a tomar parte en él y reprochaba a los que se 
divertían de ese modo antes y después de clase. 

Es fácil imaginar, bajo la dirección de tal maestro, el progreso de 
Juan en los estudios, desde abril hasta el final de año. Se diría que 
fue una época fatal y lastimosa: pero estaba encima la divina Providencia 
que dirigía los acontecimientos para formar a su siervo en la propia vocación. 

Juan Roberto era maestro de canto en la parroquia, con lo que el 
jovencito Bosco, dotado de buena voz y guiado por él, se entregó con mucha afición al arte musical desde comienzos del año. No sólo 
aprendió el canto llano, sino que en pocos meses pudo subir al coro y ejecutar partes musicales a solo con gran éxito. Empezó, al mismo 
tiempo, a tocar el violín y a teclear sobre un viejo clavicordio o espineta, para poder acompañar algunas veces al órgano. En 1831, a más 
de las grandes solemnidades del año, algunos acontecimientos extraordinarios reunían a los fieles en la parroquia, y daban ocasión a los 
cantores para alternar sus armonías, ora aalegres, ora tristes. El dos de febrero era elegido el nuevo Papa Gregorio XVI: el veintisiete de 
abril moría el rey Carlos Félix, último soberano de la línea primogénita de la Casa de Saboya, y le sucedía en el trono Carlos Alberto, 
primero de la Casa Saboya-Carignano, el cual abría al culto en Turín la iglesia de la Gran Madre de Dios comenzada en 1818; y el seis de 
agosto entregaba su alma al Creador el arzobispo monseñor Chiaverotti. 

Estos ejercicios musicales fueron de incalculable utilidad para Juan. El buen Roberto estaba entusiasmado con su alumno y, sin saberlo, 
cooperaba con sus lecciones a los designios de Dios. Su casa era la única escuela en la que ((233)) el querido joven hubiera podido 
aprender a cantar con relativa perfección: en cualquier otro lugar, adonde la madre le hubiese enviado, especialmente si hubiese ido a 
Chieri aquel año, se habría quedado, con toda probabilidad, sin tan preciosa instrucción. Era necesario que el amor y conocimiento de este 
arte se desarrollara en él, pues debía ser la vida de la institución que la Providencia quería fundar por su medio. La perenne alabanza, que 
se alzaría de un extremo al otro del mundo al otro del Altísimo, es la expresión de la continua alegría que debe reinar en el corazón de los 
hijos de Dios. Cuántos jovencitos hubieron de exclamar 

//1 La «cavallina» seguramente era la pídola o dola, o fil derecho, que es lo mismo; se trata de un juego de muchachos, en el cual uno, 
designado por suerte, se pone encorvado para que los otros salten por encima de él, dándole, a veces, un taconazo o espolique. (N. del T.) 
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dirigiéndose al Señor: «Exultarán mis labios cuando salmodie para ti, y mi alma, que tú has rescatado». 1 

Pero el estudio y el canto no bastaron para agotar la actividad e Juan, que, deseando ocupar el recreo en algo útil, emprendió el 
aprendizaje del oficio de sastre. En poquísimo tiempo fue capaz de pegar botones, hacer dobladillos, costuras sencillas y dobles; después 
aprendió a cortar calzoncillos, corpiños, pantalones y chalecos, de manera que más tarde decía bromeando a sus amigos del Oratorio: -Me 
parecía haber llegado a ser todo un maestro sastre. -Lo que empezó por recreo, tuvo que continuarlo aquel año por necesidad, para 
mantenerse ayudando a su patrón en el oficio; la partición de bienes de familia y las exigencias de Antonio impedían a la madre proveerle 
de los medios necesarios para pagar el pupilaje. Este oficio, por otra parte, le sirvió muchísimo, más tarde, cuando, fundado el Oratorio, 
tuvo que ejercerlo en beneficio de sus jovencitos. El patrón, al ver cómo progresaba en el oficio, ((234)) le hizo proposiciones muy 
ventajosas, para que se quedase definitivamente a trabajar con él. Pero eran muy diversas las intenciones de Juan: lo que el quería era 
adelantar en los estudios; y, si se ocupaba de otras cosas, era únicamente para evitar el ocio y reunir los medios con que conseguir su 
designio. 

Entre esa variedad de cosas estuvo también el oficio de herrero, en el cual se ejercitó, cuando ya la clase no le servía para adelantar. 
Frecuentó el taller de un tal Evasio Savio, excelente cristiano, y allí 
aprendió a trabajar en la fragua, con el martillo y la lima. Fino observador como era, no se le escapaba ningún detalle de los 
procedimientos de aquel taller y más tarde en otros, y con sus atinadas y frecuentes preguntas llegó a alcanzar conocimiento del nuevo 
oficio en que se había metido. 

Al llegar aquí, me preguntó: Quién puso en el corazón de un muchacho campesino una inclinación tan manifiesta para varios oficios? 
Quién le colocó tan suavemente en circunstancias tales que resulten para él una necesidad? No cabe duda de que era el mismo que, 
destinándolo a ser cabeza de los oratorios festivos y de las colonias agrícolas, lo quería también fundador de escuelas para jóvenes 
artesanos. Y por eso va acumulando en él tales conocimientos, para que el hijo del pueblo, el huérfano trabajador del campo y el pequeño 
artesano, encuentren en él un hombre de su propia condición social, conocedor profundo de sus necesidades, de sus aspiraciones, 

//1 Salmo LXX, 23.// 
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de sus costumbres, y hecho todo para todos. Además él tendría que 
preocuparse de sustentar a innumerables jóvenes, sin contar con ninguna renta fija, confiado únicamente, días tras día, en la divina 
Providencia. Si Dios enviaba bienhechores al Venerable Cottolengo, igual que a otros santos, para que depositaran en sus manos las 
limosnas, parece que quisiera que nuestro Juan fuera él mismo quien en su nombre solicitara la caridad de los fieles, a costa de cualquier 
((235)) sacrificio y humillación. Por ésto le había dotado de una alma emprendedora, activísima, enérgica, rica en ideas para alcanzar un 
fin, tranquila para remover las dificultades, constante y prudente para elegir los medios oportunos, afectuosa para vencer los corazones, 
impertérrita contra el respeto humano. Esta fue su palestra desde niño. En I Becchi, en efecto, había usado mil mañas con el fin de 
procurarse el dinero necesario para atraer con sus juegos a la gente; ahora, hasta ser seminarista, le tocaba proveerse a sí mismo de cuanto 
necesitaba para vivir. Le sucedió en este tiempo una graciosa anécdota que demuestra hasta qué punto se industriaba ya entonces de cara a 
procurarse lo necesario para los estudios. Lo 
cuentan testigos oculares del hecho. 

Se celebraba en el pueblo de Montafia una gran fiesta y se había 
plantado en medio de la plaza el palo de la cucaña. Era altísimo y tenía 
en la extremidad un aro, en el cual estaban colgados varios objetos de premio. Una muchedumbre inmensa asistía al espectáculo. Los 
mozalbetes del pueblo, unos tras otros, se acercaban al palo y, dando una mirada a lo alto, intentaban la subida para alcanzar el premio. 
Unos llegaban a la tercera parte del palo, otros a la mitad, pero luego resbalaban y caían por tierra. Llegaba a las nubes el griterío del 
pueblo, animando a los más valientes que parecían tener energía para subir más alto, y alcanzaban las estrellas los silbidos y palmas 
dedicados a los más flojos que no lograban sostenerse en el palo liso y encerado. Juan observaba cómo aquellos mozalbetes empezaban 
con precipitación y esfuerzo, sin tomar aliento, y que, al llegar a cierto punto, no podían más y eran arrastrados hacia abajo por el peso 
mismo del cuerpo. Quiso él probar, pero de otro modo. Se presentó resuelto, tranquilo, en medio del espacio que dejaba libre la multitud, 
y empezó a trepar lentamente, cruzando de cuando en cuando ((236)) las piernas, con las que abrazaba el palo, y sentándose sobre los 
talones para descansar. El pueblo, que al principio no entendía el porqué de aquella maniobra, reía con todas sus ganas, 
esperando de un momento a otro verle también a él resbalar como les había sucedido a los anteriores; pero, al ver que iba ganando altura, 
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se hizo un silencio general. Cuando Juan llegó cerca de la punta del palo, que se bamboleaba espantosamente por ser cada vez más 
delgado, estallaron por todas partes frenéticos aplausos en honor al vencedor. Y él, extendiendo la mano, tomó la bolsa con las veinte 
liras, un salchichón y un pañuelo, se los metió en el seno, y dejando los demás premios de menor importancia para que se pudiera 
continuar el juego, bajó rápidamente, se mezcló con su botín entre la multitud alborozada por la victoria y desapareció. 

No fué esta la única vez que Juan logró ganar premios como éste, que le resultaban de grandísima ayuda para poder seguir 
manteniéndose en su condición de estudiante necesitado. 

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CAPITULO XXVII 

JUAN EN VACACIONES -CURIOSA DIVERSION A LA HORA DE LA SIESTA -PRIMERA CARTA PASTORAL DE 
MONSEÑOR LUIS FRANSONI, OBISPO DE FOSSANO Y ADMINISTRADOR DE LA DIOCESIS DE TURIN -UN SEGUNDO 
SUEÑO -JUAN MATRICULADO COMO ALUMNO EN EL COLEGIO DE CHIERI -EL PARROCO Y SUS PAISANOS PROVEEN 
A LOS GASTOS DE LA PENSION. 

JUAN terminó aquel año escolar con escasa satisfacción, y con la incertidumbre de su porvenir de siempre, pero resignado, volvió junto a 
su madre. Un hecho importante había cambiado la situación de la familia, entre tanto. Su madre Margarita y su hermano José, que ya tenía 
dieciocho años, se habían asociado con un tal José Febraro, para llevar a medias la finca llamada Susambrino, propiedad entonces de 
Matta, finca que se extendía sobre una colina a mitad de camino entre I Becchi y el pueblo de Castelnuovo y que, unos años después, fue 
comprada por el caballero 
Pescarmona. José estableció su domicilio en la casa de la finca, puesto que Febraro tenía ya granja y terrenos propios colindantes con 
Susambrino. Margarita alternaba su residencia entre la nueva casa y la de I Becchi, según lo iban exigiendo las labores del campo y la 
recolección. El hermanastro Antonio, terminada la partición de bienes, vivía él solo en la ((238)) parte de la casa que le había sido 
asignada, cultivaba su pequeño trozo de terreno y trabajaba a jornal con los propietarios que le contrataban. Juan se alojó en casa de José, 
que le quería entrañablemente, y tuvo libertad para entregarse totalmente a sus libros. Poseía ya una pequeña biblioteca religiosa, formada 
con los libros que le habían regalado o prestado el maestro don Lacqua, el párroco de Moncucco y don Calosso, entre los cuales se 
contaban las obras ascéticas de san Alfonso María de Ligorio y algún catecismo razonado que él aprendía de memoria. Mas, por su parte, 
no quería ser de peso al hermano. Así que se cuidaba ordinariamente de llevar a pastar dos vacas por los valles cercanos y, a veces, echaba 
una mano en los trabajos de la finca. Montó además, en un rincón de la casa una especie de taller y allí remendaba su 
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ropa y la de José, y en una pequeña fragua reparaba las herramientas 
del campo estropeadas. 

Una tal Rosa Febraro, muchachita hija de José Febraro, casada más tarde con un Cagliero, con lo que vino a ser prima de monseñor Juan 
Cagliero, Vicario Apostólico de Patagonia y Cardenal de la Santa Iglesia, llevaba también a apacentar su ganado por los mismos lugares. 
Cuenta ésta que, a veces, el jovencito Bosco andaba tan absorto en sus pensamientos que no advertía cómo sus vacas se metían por los 
sembrados, y ella se apresuraba a volverlas a su lugar. Juan, reconocido después al servicio prestado, se lo agradecía con pocas palabras y, 
alguna vez, aprovechándose del ingenuo ofrecimiento de la chiquilla, le confiaba el cuidado de sus animales y, según su costumbre, se 
retiraba a la sombra de los sauces o de los vallados para rezar o leer algún libro. 

En aquella soledad encontró Juan la forma de estar ocupado en las horas de recreo, especialmente durante ((239)) los calores del 
mediodía, 
cuando los campesinos solían dormir la siesta, ya que él tenía por norma no dormir nunca durante el día. «Llegada la hora, levántate, no te 
rezagues: ve corriendo a casa, no te hagas el remolón. Allí diviértete y haz lo que te plazca, mas no peques con palablas insolentes».1 
Tiene poca importancia este detalle; pero hasta las cosas más pequeñas y de menor importancia pueden figurar en un gran cuadro y 
contribuir a su belleza. El escritor inspirado pintó en el libro de Tobías al perrito que acompañó al joven Tobías e iba delante de él al 
llegar a la casa paterna. San Juan Evangelista, sorprendido por un cazador mientras acariciaba a una perdiz, al verle extrañado por su 
infantil sencillez, le dijo: -Por qué os sorprendéis si concedo a mi espíritu este descanso para poder levantar los pensamientos al cielo? -
Pervive todavía en el instinto de las almas buenas el primitivo dominio de Adán inocente sobre todos los animales. 
Pues bien: yo quiero poner de relieve cómo en casa de José había un 
perro de caza, al que Juan puso por nombre Bracco. En las horas de 
recreo lo había adiestrado en varios juegos y saltos: le hacía levantar 
ahora una pata, después otra, al imperio de su voz. Le había acostumbrado 
a tomar el pan de su mano con delicadeza. Si el trozo era demasiado grande, decíale Juan con ceño áspero: -íTragón! Te lo vas a zampar 
de un bocado? -El perro entonces se quedaba indeciso, miraba al amo, se contentaba con lamer el pan que tenía delante y sólo cuando 
Juan le decía: -íCome! -se atrevía a engullirlo. A veces 

//1 Eclesiástico, XXXII, 11-12.// 
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obligaba a su fiel animal a subir y bajar por una escalera de mano que se empleaba en el pajar ((240)) y gozaba lo indecible con la 
dificultad que sentía el animal en aquel extraño camino, hasta que, poco a poco, logró acostumbrarle. Otras veces lo llevaba o lo lanzaba a 
lo alto del pajar, quitaba la escalera y se alejaba llamándolo: el perro ladraba, corría de un lado para otro, buscando un sitio a propósito 
para bajar, se retiraba asustado por la altura, pero al fin se echaba abajo y con mil fiestas corría tras él. Bracco le acompañaba doquiera 
fuese. A veces, Juan, cansado de andar, sofocado por el calor, se quitaba la chaqueta y le llamaba: -íBracco, lleva mi chaqueta! -y si 
tardaba en dársela, se acercaba el perro, agarraba el faldón de la chaqueta, que aún no se había quitado Juan y tiraba de ella. -íPero, 
Bracco, que me la rompes, suelta: en seguida te la doy!-Soltaba el perro la chaqueta, acababa Juan de quitársela y se la ponía sobre los 
lomos, y el perro caminaba con precaución, mirando a uno y otro lado como si temiera se le cayese la ropa. 

Los domingos, después de las funciones religiosas, volvía a la colina 
con los amigos y les divertía con los nuevos juegos de su fiel Bracco. Después de hacerle realizar un sinfín de movimientos entre las risas 
de todos, le mandaba saltar sobre el lomo de una vaca que pacía cerca. El pobre perro miraba al amo, dudoso y triste, como diciéndole: 
íQué disparate! Pero, tras la intimación de Juan, que no admitía réplica, tomaba carrerilla, saltaba y caía del otro lado de la vaca por haber 
dado demasiado impulso al cuerpo. Con todo, volvía a intentarlo hasta lograr ponerse a caballo sobre las ancas de la vaca. Se sentaba 
sobre sus patas traseras, se acurrucaba cuanto podía por miedo a caerse, y no se atrevía a bajar esperando que le dieran permiso. Entonces 
Juan se retiraba, ((241 )) fingiendo no cuidarse ya de él; pero el perro empezaba a ladrar, como pidiendo permiso para liberarse de aquel 
apuro, en el que le dejaba un buen rato, hasta que el animal viendo que su amo no se daba por entendido, lanzaba un fuerte ladrido, daba 
un salto y corría hacia él, como reprochando su indiscreción. Es indecible la alegría de los muchachos ante aquel espectáculo. 

Podría suponerse que Juan, que tanto había sentido de pequeño la muerte de un mirlo, difícilmente hubiera podido sobrellevar la pérdida 
de este ingenioso animal. Mas no fue así, pues se acordaba de la promesa que había hecho al Señor. Habiéndoselo pedido como regalo 
unos parientes de Moncucco, sin más, él mismo se lo llevó a su casa. Bracco fue recibido con gran contento y, cuando Juan le vio 
entregado ya a sus nuevos amos, a escondidas, se marchó él solo; 
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pero, al llegar a casa, vio ante sus ojos al fiel animal. Lleno de timidez, con la cabeza baja, como quien reconoce una desobediencia, se 
le acercó despacito moviendo la cola y parándose de cuando en cuando. Juan no le sonrió como de costumbre, sino que le dijo: -íBueno!; 
mira, Bracco, ésta ya no es tu casa: así que yo no te daré más de comer. -Entonces el perro fue a agazaparse a un rincón y no se movió en 
mucho rato. Unos días más tarde, llegaron los parientes de Moncucco para volver a llevárselo; pero de nuevo, al llegar a Moncucco, 
apenas quedó suelto, tomó el camino de Susambrino. Juan lo recibió con una vara en la mano; y el perro en vez de escapar, fua a echarse a 
sus pies, y vuelto hacia él con las patas en alto, parecía indicar que le pegara si quería con tal de que no lo mandara más fuera. Juan se 
conmovió ante aquella actitud y se lo quedó. 

Una grata noticia llegó, entretanto, a alegrar la paz de aquellas 
vacaciones. Un Breve Pontificio con fecha del doce de agosto ((242)) 
nombraba a monseñor Luis Fransoni, obispo de Fossano, Administrador de la Archidiócesis de Turín. Y un domingo del mes de 
septiembre oía Juan leer desde el púlpito su primera carta pastoral, en la cual se indicaba que los tiempos empezaban a enturbiarse. En 
efecto, la autoridad civil ordenaba, contra las disposiciones eclesiásticas, que se celebrara una misa de difuntos por cierto cirujano, que 
había muerto poco cristianamente en Annecy, y prohibía a los jesuitas imprimir su calendario, si en la fiesta de san Gregorio VII no se 
ponían las lecciones del común en vez de las propias, que se consideraban como lesivas de la autoridad del príncipe. Sin saberlo, se 
favorecían las intenciones de los sectarios, los cuales, con la manía de acelerar el cumplimiento de sus tenebrosos programas, en número 
de doscientos habían intentado, en el mes de febrero, asaltar la región de Saboya y fueron dispersados por las tropas reales; y en el mes de 
abril la policía arrestaba a los cómplices de una nueva conjuración tramada por el abogado Angel Brofferio y otros. No despertarían en el 
corazón de Juan simpatía de suaves presentimientos aquella carta impregnada de tristeza y el nombre de monseñor Fransoni que oía por 
vez primera? Era el padre, al apoyo, el amigo de confianza que el Señor le destinaba para protegerle eficazmente en los primeros 
momentos de la fundación de sus obras maravillosas. El uno estaba hecho para el otro: el pastorcillo de I Becchi tenía las mismas 
inclinaciones que el nobilísimo señor de Génova. Este, aunque educado en medio del lujo y las comodidades, no se había hecho capuchino 
porque el marqués, su padre, le había negado el consentimiento; pero, a los veinticinco años recibió el hábito clerical y, 
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ordenado sacerdote, se entregó del todo a enseñar el catecismo y confesar; alistóse después entre los misioneros diocesanos y recorrió 
predicando muchas regiones alpinas de la Liguria, con dificultades, pero con incalculable fruto. Nada descubrió entonces a Juan ((243)) 
los secretos de Dios; con todo, un nuevo sueño, tenido en aquel tiempo, parece que se relaciona con este hecho. 

En la escuela de Castelnuovo había entablado Juan estrechas relaciones 
con cierto compañero llamado Jose Turco, el cual le llevó a visitar a su familia, dueña de una viña en la zona llamada Renenta, lindante 
con la finca Susambrino. A esa viña se retiraba Juan con frecuencia porque estaba lejos del camino que atravesaba el valle y era, por tanto 
el lugar más tranquilo. Subía a un ribazo, desde donde podía vigilar si alguien entraba en su viña y en la de Turco, y, sin ser visto, 
guardaba las uvas con el libro en la mano. El padre de José Turco, que con frecuencia se encontraba con él, le tenía un especial afecto y 
poniéndole la mano sobre la cabeza, le decía: -íAnimo, Juanito! Sé bueno y estudia, que la Virgen te ayudará. 

-En Ella he puesto toda mi confianza, respondía Juan; pero estoy 
siempre con la misma incertidumbre: querría seguir los cursos de latín y hacerme sacerdote. Pero mi madre no cuenta con medios para 
ayudarme. 

-No tengas miedo, querido Juan; ya verás cómo el Señor te allanará el camino. 

-Así lo espero, terminaba Juan -y despidiéndose, volvía a ocupar su puesto, con la cabeza baja y repitiendo: Sí, pero... 

Y he aquí que, algunos días después, el señor Turco y su hijo le ven la mar de alegre, corriendo y saltando por su viña, hasta llegar a 
ellos. -Qué sucede, Juanito, le preguntaba el propietario, que hoy estás tan alegre, cuando hace pocos días te veía tan preocupado? 

-Buenas noticias, buenas noticias, exclamó Juan: esta noche he tenido un sueño, en el que vi que continuaría los estudios, que sería 
sacerdote y me encontraría al frente de ((244)) muchos jovencitos, de cuya educación me ocuparía durante el resto de mi vida. De modo 
que ya está todo arreglado: pronto podré ser sacerdote. 

-Pero esto no es más que un sueño, observó el señor Turco; y del dicho al hecho hay largo trecho. 

-íOh! eltrecho no es nada, terminó Juan. Sí, me haré sacerdote, iré al frente de muchísimos muchachos, a quienes haré mucho bien. 
Diciendo esto, lleno de alegría, se fue a su puesto de guardia. 

Al día siguiente, volviendo de la parroquia, adonde había ido para asistir a la santa misa, fue a visitar a la familia Turco; y la señora 
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Lucía, llamando a sus hermanos, con los cuales iba Juan a entretenerse a menudo, le preguntó por qué mostraba tanta alegría en su rostro. 
El repitió que había tenido un hermoso sueño. Rogándole que lo contara, dijo que había visto llegar a él una gran Señora que guiaba un 
numerosísimo rebaño, la cual se había dirigido hacia él y acercándosele y llamándole por su nombre, le había dicho: -Mira, Juanito: todo 
este rebaño te lo entrego a tus cuidados. -Y, cómo me las arreglaré para guardar tantas ovejas y tantos corderitos? Dónde hallaré pastos 
para apacentarlos? -La Señora le respondió: -No tengas miedo; yo estaré contigo. -Y desapareció. 

El mismo señor José Turco y la señora Lucía nos narraron lo expuesto, 
que está plenamente de acuerdo con unas líneas de las memorias de Don Bosco, en las que se leen estas sencillas palabras: A los dieciséis 
años tuve otro sueño. Yo estoy seguro de que vio y supo muchas más cosas de las que dijo para desahogar lo que llenaba por completo su 
corazón; y este sueño era una manifestación del premio que se había merecido por su perseverante confianza. En efecto, la asistencia de la 
Madre Celestial debía hacerse patente aquel mismo año. ((245)) 

Margarita, apenada porque el hijo hubiese perdido ya tanto tiempo, tomó la resolución de enviarlo a Chieri y matricularlo en las escuelas 
públicas el próximo año. Con su acostumbrada sonrisa le dio la alegre noticia y empezó a prepararle el ajuar necesario. Pero Juan, dándose 
cuenta de que la penuria familiar la ponía en apuros, le dijo sin más: -Si a usted le parece, tomo dos sacos y voy por nuestra aldea, de casa 
en casa, a hacer una colecta. -Margarita consintió. Resultaba un sacrificio muy duro para el amor propio de Juan tener que implorar la 
caridad por sí mismos; pero venció la repugnancia y se sometió a la humillación. Eran los primeros pasos de un camino difícil, que debería 
recorrer hasta su último aliento. «Cuanto más grande seas, más debes humillarte y ante el Señor hallarás gracia». 1 Por haber aceptado la 
humillación. Dios lo ha 
exaltado. Fue, por tanto, llamando de una en otra a las puertas de 
Morialdo donde era recibido como un hijo por las madres y como un hermano por los jovencitos: expuso la necesidad en que se 
encontraba y recogió pan, queso, maíz y alguna hemina de trigo. Tan corta provisión de víveres no podía bastar, por cierto. Una mujer de 
la aldea de I Becchi, que había llegado por aquellos días al pueblo, deploraba enérgicamente en la plaza que el párroco no encontrara 

//1 Eclesiástico, III, 18.// 
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modo para hacer estudiar a un muchacho que, a su parecer, era mejor 
predicador que los propios sacerdotes de la parroquia. Las personas que oían tales lamentos, la interrumpieron rogándola se dirigiera al 
mismo párroco y le expusiera aquellas observaciones. La buena mujer aceptó el consejo y, sin más, fue a la casa parroquial. Don Dassano, 
que no sabía nada de la determinación de Margarita, creído que ((246)) Juan iba a continuar sus estudios en Castelnuovo, tomó por su 
cuenta el asunto. Fue a visitar a algunos señores, recogió cierta cantidad y se la mandó a Margarita. Ella la recibió muy agradecida y la 
empleó en comprar algunas prendas de vestir que aún le faltaban. 

Entre tanto, andaba ella buscando personas verdaderamente cristianas, 
en cuya casa colocar a Juan con la conveniente pensión. Probablemente por consejo del párroco escogió la casa de una paisana suya, Lucía 
Matta, viuda con un solo hijo estudiante, la cual precisamente se trasladaba a Chieri para cuidar y vigilar a su hijo. Concertaron una 
pensión de veintiuna liras mensuales; pero como Margarita no podía pagar aquella cantidad, convinieron que Juan pondría el resto 
haciendo las faenas de criado, como llevar agua, leña, tender la ropa y otras labores semejantes. 

Juan no tardó en presentarse al párroco, para manifestarle la gratitud 
de que estaba lleno su delicadísimo corazón, y también para cumplir el reglamento de las escuelas. Pues, para que un estudiante pudiera 
ser admitido en las escuelas del reino, es decir, para obtener el Admittatur, debía proveerse de un certificado del párroco de su domicilio, 
en el cual se declaraba que se había presentado al mismo y había dejado consignado su nombre. Por este acto quedaba el muchacho bajo la 
especial vigilancia del párroco, de cuyo voto dependía, a su tiempo, el proseguir los estudios; por esta razón, los estudiantes de entonces 
eran respetuosos con la autoridad eclesiástica de buen ejemplo para el pueblo y consuelo de la familia. 
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((247)) 

CAPITULO XXVIII 

JUAN VA A CHIERI -BUENOS PROFESORES -LOS TRES PRIMEROS CURSOS -ANECDOTAS DIFICILES DE EXPLICAR. 

JUAN había superado la prueba, a la que quiso someterle la bondad del Señor. Había cambiado varias veces de morada: Morialdo, 
Capriglio, Moncucco, Castelnuovo; había tenido oportunidad de estudiar las inclinaciones, defectos y costumbres de los muchachos en las 
granjas solitarias y en las aldeas, en los pueblecitos y en las grandes villas. Ahora se dirigía a una ciudad, donde multitud de chicos 
estudiantes y artesanos le darían ocasión de observar y conocer cada vez mejor el campo que deberá cultivar un día. íLargo y escabroso es 
el camino, pero qué abundante en frutos! «Hombre que ha corrido mundo, sabe muchas cosas. El que tiene experiencia, se expresa con 
inteligencia. Quien no ha pasado pruebas, poco sabe; quien ha corrido mundo, posee gran destreza». 

Pero Juan tenía que pasar todavía por las angustias, dificultades, peligros y privaciones del estudiante ((248)) para saber animar, ayudar, 
compadecer, proveer y consolar a los que como él deben llegar al sacerdocio, subiendo sin desaliento una senda sembrada de cruces. La 
vida de los estudiantes de aquellos tiempos no era tan fácil como lo es en nuestros días, en que abundan colegios y residencias, donde los 
jóvenes de talento y buena voluntad encuentran fácilmente hospedaje y manutención gratuita o semigratuita. Por otra parte, la falta de 
mercados limitaba los bienes de fortuna de los padres. Por eso, el primer pensamiento de la gente del campo, cuyos hijos deseaban ser 
sacerdotes o emprender una carrera, era encontrar un sitio donde colocarlos. A lo mejor se juntaban dos o tres en la misma habitación, en 
casa de alguién que se cuidara de vigilarlos; ordinariamente 

1 Eclesiástico, XXXIV, 9-10. 
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se albergaban en estrechas buhardillas, solos o con algún compañero. La pensión o el alquiler se pagaba en especie, con trigo o legumbres, 
con uno o dos cántaros de vino, o también prestando algunos servicios concertados de antemano. El patrón suministraba la comida o 
solamente una sopa, o bien los mismos padres mandaban el pan necesario para la semana. Con frecuencia los jóvenes salían del pueblo 
con algún saco de harina, de maíz, de patatas, de castañas, que debían ser su alimento para todo 
el año. Por mucho frío que hiciese en los inviernos más rigurosos, no se hablaba de calefacción, ya que la leña era muy cara. Lo que 
faltaba, debían procurárselo los pobres estudiantes como podían, bien escribiendo cartas, bien repasando la lección a algún compañero, 
bien trabajando durante alguna hora al día en cosas distintas de los estudios. En efecto, Juan, para aliviar a su madre de un gasto 
demasiado gravoso, empleaba gran parte del día en trabajos poco favorables a sus estudios. Por eso le 
tocaba estudiar durante la noche y someterse a un género de vida que él llamó ((249)) disipada, pero que, considerada en razón de sus 
efectos, más bien debe llamarse providencial. 

El día siguiente a la Conmemoración de los Difuntos del año 1831, entregaba Margarita a Juan dos heminas de trigo y media de maíz, 
para empezar a pagar la pensión: -Es todo lo que puedo darte, le dijo; íla Providencia pensará en lo que falta! -Juan Becchis, deseoso de 
dar al querido amigo una prueba de su afecto y no teniendo nada para regalarle, se presentó con su carro y le llevó de balde a Chieri el 
baúl de ropa y los sacos de trigo y maíz. Al día siguiente, Margarita cargó a los hombros de Juan un pequeño saco de harina y otro de maíz 
y fue con él a venderlos en el mercado de Castelnuovo para sacar dinero con que comprar papel, libros y plumas, mientras el hermano José 
les auguraba vuen éxito. 

En Castelnuovo se encontraron con Juan Filippello, de la misma edad que Bosco. Margarita, que tenía que agenciar algunos asuntos en 
el pueblo, rogó a Filippello que acompañara a su hijo hasta Chieri, adonde ella no tardaría en llegar. Filippello aceptó y, después de recibir 
de Margarita unos céntimos, se puso en viaje con Juan. Tras dos horas de camino, al llegar a Arignano, se sentaron a descansar un poco. 
Bosco le había hablado al compañero de los estudios ya hechos, de las hermosas cosas que había aprendido asistiendo a los sermones, a 
las pláticas y al catecismo; le proponía obras de caridad a realizar y le narraba hechos edificantes con oportunas reflexiones. A cierto 
punto, Filippello le interrumpió diciendo: -Vas a estudiar en un colegio y ya sabes tanto? íPronto llegarás a párroco! -Bosco, 
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mirándole fijamente a la cara, le respondió: -Párroco? Pero tú sabes qué quiere decir ser párroco? Sabes tú sus obligaciones? Cuando se 
levanta de la mesa después de comer o ((250)) de cenar, tiene que pensar: sí, yo he comido; pero, y mis ovejitas, han podido todas matar e 
hambre? Si tiene más de lo necesario, debe darlo a los pobres. Y además, ícuántas otras gravísimas responsabilidades! No, querido 
Filippello, yo no seré párroco. Voy a estudiar porque quiero consagrar mi vida a los muchachos.-Dicho esto, emprendieron de nuevo la 
marcha a Chieri. Filippello iba como absorto en el pensamiento del espíritu de caridad que animaba a su querido compañero. Don Bosco 
mismo recordaba este diálogo al propio Filippello en 1884, diciéndole: -Qué? me he hecho párroco? 

No tardó Margarita en alcanzar a Juan. Al presentarlo a la señora Lucía Matta, que debía hospedarlo en su casa, entregándole los sacos 
de comestibles, le dijo: -Aquí está mi hijo, y aquí la pensión. He cumplido mi parte, mi hijo hará la suya; espero no quede descontenta de 
él. -Y, conmovida, pero llena de alegría, volvió hacia su casa. 

La ciudad de Chieri, a dieciséis kilómetros al este de Turín, está situada en una llanura suavemente inclinada hacia el sudeste, al pie de 
amenas colinas que la rodean por tres lados. Defendida de los vientos del norte, goza de un clima salubérrimo. Tiene seis puertas de 
entrada a sus hermosas calles, llenas de iglesias, palacios, conventos y monasterios; de institutos de educación para la juventud, entre ellos 
el seminario y el Colegio de las escuelas públicas establecido en el antiguo convento de Santa Clara; y de varios monumentos que 
recuerdan las glorias pasadas. Tiene dos parroquias: santa María de la Escala y san Jorge. En los tiempos a que nos referimos tenía nueve 
mil habitantes. Poseía fábricas de algodón con cerca de cuatro mil obreros, y varias hilaturas de seda con quinientos trabajadores. Sus 
mercados eran de los más importantes del Piamonte. ((251)) 

Para quien se había criado en medio de los bosques y apenas si había visto algún pueblecillo de provincia, parece que había de causarle 
gran impresión encontrarse en aquella ciudad. Pero Juan no se dejó distraer por los nuevos espectáculos. Si desde niño había sido celoso 
de ocupar el tiempo entregándose a la lectura, mucho más ahora que dependía solamente de él, alcanzar la meta propuesta. Armóse de tal 
energía de voluntad, que no ademitía distracción alguna. El mismo escribe: «La primera persona a quien conocí fue el sacerdote don 
Eustaquio Valimberti, de santa memoria. El me dio muchos y buenos consejos para mantenerme alejado de los peligros: 
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me invitaba a ayudarle a misa, lo que daba ocasión para hacerme algunas sugerencias. El mismo me presentó al prefecto de la escuela 
(padre Sibilla, dominico) y me hizo trabar conocimiento con otros profesores. Habían empezado las clases. Como los estudios hechos 
hasta entonces eran de todo un poco, que equivalían a casi nada, porque, si es verdad que poseía muchos conocimientos, eran 
desordenados e imperfectos, me aconsejaron entrar en la clase sexta, que hoy correspondería a la preparatoria para primero de gimnasio. 
El maestro de entonces, el teólogo Pugnetti, también de grata memoria, tuvo conmigo mucha caridad. Me ayudaba en la escuela, me 
invitaba a ir a su casa y, compadecido de mi edad y de mi buena voluntad, no ahorraba nada de cuanto pudiera ayudarme. 

»Por mi edad y mi corpulencia parecía un pilastrón en medio de mis compañeros. Ansioso de sacarme de aquella situación, después de 
estar dos meses en la clase sexta y habiendo conquistado el primer puesto, fui admitido a examen y pasé a la quinta. Entré con gusto en la 
nueva clase, porque los condiscípulos eran algo mayores y tenía además como profesor al querido don Valimberti. Dos meses después, 
tras haber logrado varias veces ser el primero ((252)) de la clase, fui admitido a otro examen por vía de excepción, y pasé a la cuarta, que 
corresponde al segundo de gimnasio. 

»El profesor de la clase era José Cima, hombre severo en la disciplina. Cuando vio comparecer en su aula, a mitad de curso, a un alumno 
tan alto y corpulento como él, dijo bromeando delante de todos: -He aquí a un enorme talento o a un topo. Qué opináis? -Aturdido ante 
tal presentación, respondí: -Algo de las dos cosas. Un pobre muchacho que tiene buena voluntad para cumplir su deber y progresar en los 
estudios. -Estas palabras fueron de su agrado, y respondió con insólita afabilidad: -Si usted tiene buena voluntad, ha caído en buenas 
manos; no le dejaré sin trabajo. Anímese y, si alguna dificultad encuentra, dígamelo en seguida, que yo se la allanaré. -Se lo agradecí de 
corazón. 

»Dos meses hacía que estaba en aquella clase, cuando ocurrió un pequeño incidente que dio algo que hablar sobre mí. Explicaba un día 
el profesor la vida de Agesilao, escrita por Cornelio Nepote. Aquel día no tenía yo mi libro, pues lo había olvidado en casa. Para disimular 
ante el maestro mi olvido, sostenía abierto ante mí el Donato (la gramática latina). No sabiendo a qué atender mientras escuchaba las 
palabras del maestro, volvía las hojas del libro de una parte a otra. Se dieron cuenta de ello los compañeros. Empezó uno a reír, siguió 
otro, hasta que cundió el desorden en clase: -Qué sucede? 
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-dijo el profesor-; qué sucede? íDíganlo en seguida!-Y como todas las miradas se clavasen en mí, me mandó hacer la construcción 
gramatical del párrafo y repetir su misma explicación. Me puse de pie y, siempre con el Donato en la mano, repetí de memoria el texto, la 
construcción gramatical y la explicación que acababa de hacer el maestro. Los compañeros, casi ((253)) instintivamente, aplaudieron entre 
gritos de admiración. Imposible explicar el furor del profesor; era la primera vez que, según él, le fallaba la disciplina. Me largó un 
pescozón que esquivé agachando la cabeza; después, con la mano sobre mi Donato, hizo explicar a los vecinos la razón de aquel desorden 
Ellos, mientras estaba yo a punto de declarar humildemente la cosa al maestro, dijeron: -Bosco, con el Donato en las manos, ha leído y 
explicado todo como si tuviera delante el libro de Cornelio.-Reparó el profesor en el Donato, me hizo continuar dos períodos más, y 
después me dijo: -Le perdono su olvido por su feliz memoria: es usted afortunado; procure servirse bien de ella». 

Parece que, durante los cuatro cursos del gimnasio, hubo en Juan, a más del talento y la memoria, otra fuerza secreta y extraordinaria 
que le ayudaba. Así pensaban aquellos sus antiguos condiscípulos que nos contaron los hechos siguientes. Una noche soñó que el maestro 
había propuesto el trabajo de examen para los nuevos puestos y que él lo estaba realizando. Apenas se despertó, saltó de la cama y escribió 
el trabajo, que era un dictado de latín; después se puso a traducirlo con ayuda de un sacerdote amigo suyo. Resultó que, a la mañana 
siguiente, el profesor dio, en efecto, en clase, el trabajo de examen y precisamente el mismo tema que había soñado Juan; de modo que, 
sin servirse del diccionario ni emplear mucho tiempo, escribió en seguida su trabajo, tal y como recordaba haberlo hecho en el sueño y le 
había sido corregido, y acertó del todo. Preguntado por el maestro, le expuso la cosa con toda ingenuidad, causándole naturalmente una 
vivísima admiración. 

En otra ocasión, entregó Juan su escrito tan pronto, que al maestro no le parecía posible que un muchacho hubiera podido superar tantas 
((254)) dificultades gramaticales en tan poco tiempo; por eso leyó la página con la mayor atención. Extrañado al ver un trabajo tan 
perfectamente hecho, mandó que le presentara el borrador. Juan se lo entregó. Nueva sorpresa. El maestro había preparado el tema la tarde 
anterior, y como le parecía demasiado largo, había dictado solamente la mitad; en el cuaderno de Juan lo encontró todo entero, sin una 
sílaba más ni una menos. Qué había sucedido? No era posible que, en tal breve tiempo, lo hubiera copiado, y no cabía imaginar 
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siquiera que hubiese entrado en la habitación del profesor, muy lejana de la casa donde Juan se hospedaba. Entonces, qué?... Bosco lo 
confesó: -Lo he soñado. -A causa de éstos y otros casos similares, los compañeros de pensión le llamaban el soñador. 

Yo no opino sobre estos hechos, ni trato de buscar la explicación. Una constante tradición los conservó en el Oratorio. Preguntado don 
Bosco sobre ellos no los negó; es más, él mismo nos contaba muchos otros semejantes de incomparable belleza. El historiador de la vida 
de don Bosco no puede callarlos, porque sería lo mismo que escribir la historia de Napoleón I, sin reseñar ninguna de sus victorias. El 
nombre de don Bosco y la palabra sueño son correlativos; y si estas páginas los dejasen en olvido, se alzarían a millares las voces de los 
antiguos alumnos preguntando: -Y los sueños? -Y fue, en efecto, cosa admirable que, durante sesenta años, se repitiese en él este 
fenómeno casi continuamente. Después de una jornada de pensamientos, proyectos y trabajos, al caer su cansada cabeza sobre la 
almohada, entraba por una nueva región de ideas y de imágenes que le fatigaban hasta el amanecer. Ningún otro hombre hubiera podido 
mantenerse sin sufrir alguna alteración mental en este sucederse de la vida de la imaginación ideal a la real; en cambio, don Bosco se 
mantuvo siempre sereno y dueño de todas sus acciones ((255)). 

Tengo presentes los avisos del Eclesiástico: «Las esperanzas vanas y engañosas son para el imbécil, y los sueños dan alas a los 
insensatos. Tratar de asir una sombra o perseguir el viento, es buscar apoyo en sueños... Cosa vana son los sueños de los malvados... como 
fantasías de corazón... No hagas caso de los sueños, a no ser que los mande el Altísimo a visitarte. A muchos extraviaron los sueños, y 
cayeron los que en ellos esperaban. La sabiduría perfecta está en la boca fiel».1 Muy bien; pero también es verdad que la vondad paterna 
del Señor en el Antiguo y en el Nuevo Testamento y en el curso de la vida de innumerables santos dio, por medio de los sueños, fuerza, 
consejo, mandato, espíritu de profecía, sentencias de amenzazas, de esperanza, de premio, tanto a los individuos como a naciones enteras. 
Pertenecen, acaso, a este género los sueños de don Bosco? Lo repito: yo no adelanto juicios; hay quien debe juzgar de ello. Solamente 
digo que la vida de don Bosco es un tejido de hechos tan maravillosos que no se puede dejar de reconocer la asistencia divina, quedando 
por completo excluida la idea de que él fuera un insensato, un iluso, un vanidoso y un mentiroso. Los que vivieron a 

1 Eclesiástico, XXXIV, 1-2, 5-8. 
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su lado, durante treinta y cuarenta años, no vieron en él la menor señal para sospechar que quisiera ganarse la estimación de los suyos, 
haciendo creer que era un privilegiado en dones sobrenaturales. Don Bosco era humilde y la humildad aborrece la mentira. Sus 
narraciones tenían siempre y únicamente por fin la gloria de Dios y la salvación de las almas, y revestían una sencillez que atraía los 
corazones. ((256)) 

Jamás le oímos extravagancias, que indicaran una fantasía desordenada, o dieran a entender amor de novedades al exponer escenas 
relacionadas con verdades católicas. Don Bosco, hablando de estos sueños, nos dijo muchas veces: -Llamadlos sueños, llamadlos 
parábolas, dadles el nombre que más os guste, yo estoy seguro de que, al narrarlos, harán siempre algún bien. 

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((257)
)


CAPITULO XXIX


PRUDENCIA DE JUAN EN LA ELECCION DE AMIGOS -AYUDA A LOS COMPAÑEROS DE CLASE -SOCIEDAD DE LA 
ALEGRIA -PRACTICAS DE PIEDAD -FORTUNA DE UN BUEN CONFESOR 

EL Espíritu Santo ha dicho: «Sean muchos los que están en paz contigo, mas para consejero, uno entre mil. Si te echas un amigo, échatelo 
probado, y no tengas prisa en confiar en él. Porque hay amigo que lo es de ocasión, y no persevera en el día de tu angustia. Hay amigo que 
se vuelve enemigo, y descubrirá la disputa que te ocasiona oprobio. Hay amigo que comparte tu mesa y no persevera en el día de tu 
angustia. Cuando te vaya bien, será como otro tú, y con tus servidores hablará francamente; mas si estás humillado, estará contra ti, y se 
hurtará de tu presencia. De tus enemigos apártate, y de tus amigos no te fíes». 1 

Juan, guiado solamente por la prudencia, siguió instintivamente estas normas desde que llegó a las escuelas de Chieri. Así escribe él: 
«En estas cuatro primeras clases aprendí, aunque a mi costa, a tratar con los compañeros. Yo les tenía ((258)) divididos en tres categorías: 
buenos, indiferentes y malos. A éstos últimos debía evitarlos del todo y siempre, apenas los localizara; con los indiferentes bastaba un 
trato de cortesía y convivencia; con los buenos podía entablar amistad, siempre y cuando fueran verdaderamente tales. Esta fue mi firme 
resolución. Como al principio no conocía a ninguno en la ciudad, me impuse la regla de no tener familiaridad con nadie. Sin embargo, 
hube de luchar, y no poco, con los que no conocía del todo. Unos se empeñaban en llevarme al teatro; otros, al juego; algunos, a nadar. 
Incluso a robar fruta por los huertos o el campo. Hasta hubo un descarado que me aconsejó robar a mi patrona un objeto de valor para 
comprarnos caramelos. Me fui liberando de aquella caterva 

1 Eclesiástico, VI, 6-13. 
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de desgraciados, huyendo totalmente de su compañía, tan pronto como los descubría. De ordinario, les respondía que mi madre me había 
confiado a mi patrona, y que, por el amor que yo le tenía, no quería ir a ninguna parte ni hacer nada sin su consentimiento». 

Esta decidida obediencia a la buena Lucía fue provechosa para Juan hasta materialmente; porque ella, al verle tan diligente en todos los 
servicios de la casa que, según lo concertado, debía prestar, tan juicioso y dotado de tantas otras buenas cualidades, y no pudiendo ella 
atender como hubiera deseado a su propia familia, por hallarse metida en multitud de negocios, le encomendó con gran satisfacción suya a 
su propio y único hijo, de carácter muy inquieto, amiguísimo de pasatiempos y poquísimo de los libros; encargándole además de que le 
repasara las lecciones, aunque iba a una clase superior a la suya. ((259)) 

Juan se interesó por él como por un hermano. Con las buenas maneras, con pequeños regalos, con entretenimientos caseros y sobre todo 
llevándole a las prácticas religiosas, le cambió en dócil, obediente y estudioso, al extremo de que, después de seis meses, el ligerillo 
muchacho se había tornado bueno y diligente hasta contentar al profesor y alcanzar puestos de honor en clase. La patrona quedó 
contentísima, y, como premio, perdonó a Juan la cuota mensual y le suministró de balde la comida; de este modo Juan no tenía más gastos 
que los de los libros y la ropa. Durante dos largos años siguió prestando esta amorosa y vigilante asistencia al jovencito. El criadillo se 
había convertido en profesor de jóvenes estudiantes: la divina Providencia le iba preparando para otra rama de su múltiple futura misión. 
En esta labor se ocupará durante todo el tiempo de sus estudios, sin dejar de lado las que ya Dios le había hecho aprender anteriormente. 
Su actividad no conocía el descanso. Las horas que los estudiantes suelen dedicar al recreo, él las empleaba en trabajos manuales. 
Aprendió con gran facilidad en un taller de carpinteros conocidos suyos, próximo a su morada, a cepillar, escuadrar, aserrar las maderas, a 
usar el martillo, el escoplo, los taladros, de suerte que llegó a ser un hábil constructor de muebles, toscos si se quiere, pero indispensables 
para una habitación. Unas veces trabajaba por cuenta propia, otras por cuenta de sus bienhechores, nombre con el que siempre llamó a los 
que le recibían como huésped. 

Entretanto los compañeros, que trataban de arrastrarle al desorden, al verse rechazados, no dejaron de desahogar su despecho con sus 
acostumbrados modales nada corteses y a veces provocadores, de 
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los que Juan no hacía el menor caso, y seguía tratándoles con la bondad de siempre. 

Su amabilidad fue ganando la confianza de aquéllos que, como suele suceder, ((260)) eran los más descuidados en sus deberes, y 
empezaron a acudir a él, rogándole por camaradería les prestara o les dictara un tema escolar. Cumplíanse en él aquellas palabras: «Haz, 
hijo, tus obras con dulzura, así serás amado, por el afecto a Dios». 1 Juan condescendía; pero la cosa desagradó al profesor, el cual se lo 
prohibió severamente, ya que su falsa benevolencia fomentaba la pereza de los otros. Esta justa prohibición contrariaba el afecto de Juan a 
sus condiscípulos. Sucedió un día que sus compañeros de pensión, sea por no saber, sea por no poder hacer el trabajo de clase, le rogaron 
les prestase el suyo. Juan, que no quería desobedecer al maestro y por otra parte no podía sufrir que sus compañeros, si iban a clase sin la 
tarea hecha fueran castigados, ideó una estratagema: dejó su trabajo abierto sobre la mesa y se retiró. Los compañeros, aprovechando tan 
propicia ocasión, se echaron sobre el trabajo y, a toda prisa, lo copiaron. Llegada la hora de clase, cada cual presentó su tarea al maestro, 
el cual empezó a leer y quedó muy contrariado al confrontar unos trabajos con otros, y darse cuenta de que todos eran completamente 
iguales. Sospechó naturalmente de Juan, el cual afirmó, al ser preguntado, que no había fallado a sus órdenes y añadió que, habiendo 
dejado su escrito sobre la mesa, era posible que lo hubieran copiado. El maestro, sabedor de su índole lo comprendió todo y no pudo 
menos de admirar su obediencia, la bondad de su corazón y la astucia empleada. Al acabar la clase, le dijo: -No me disgusta lo que has 
hecho; pero no lo hagas otra vez ((261)). -El maestro entendía muy bien cómo Juan trataba de atraer al bien a aquellos compañeros con su 
caridad industriosa, servicial y dispuesta al sacrificio. 

Entonces Juan adoptó otro medio más provechoso, como fue el de explicar a los compañeros las dificultades que encontraban y 
ayudarles a resolverlas. Así agradaba a todos y se ganaba su benevolencia, su afecto y su estima. Ellos empezaron a ir con él para 
divertirse, después para escuchar sus narraciones, más tarde para hacer los deberes de clase; finalmente acudían a él aun sin motivo, como 
lo habían hecho los compañeros de Morialdo y de Castelnuovo. Para dar un nombre a aquellas reuniones solían llamarlas Sociedad de la 
Alegria: resultaba un nombre muy apropiado, porque todos se 

1 Eclesiástico, III, 19. 
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obligaban a buscar libros, introducir conversaciones y buscar juegos que pudieran contribuir a estar alegres; por el contrario, estaba 
prohibido cuanto ocasionara disgusto, y especialmente todo lo que no fuera conforme a la ley del Señor. Así, el que blasfemara o 
nombrase el nombre de Dios en vano, o sostuviera malas conversaciones, era despedido inmediatamente de la sociedad como indigno de 
pertenecer a ella. Juan estaba al frente de aquel grupo de muchachos. De común acuerdo, se establecieron como base de la querida 
sociedad estos dos artículos: 1 ) Los miembros de la Sociedad de la Alegria deben evitar toda conversación, todo acto que desdiga de un 
buen cristiano. 2) Exactitud en el cumplimiento de los deberes escolares y de los deberes religiosos. 

Entre los que componían la Sociedad de la Alegria, Juan pudo contar con algunos verdaderamente ejemplares. Merecen nombrarse 
Guillermo Garigliano de Poirino y Pablo Braja de Chieri. Este había nacido en Chieri el 17 de junio de 1820, y eran sus padres Felipe 
Braja y Catalina Cafasso ((262)) de Brusasco. En su niñez había sido educado en casa bajo el amoroso cuidado de su tío paterno el 
canónigo Jacinto Braja. Más tarde acudió a las escuelas municipales, en las cuales fue muy apreciado por los superiores y maestros y 
modelo acabado de estudio y piedad para los compañeros. Poseía una memoria e inteligencia nada comunes, unidas a una prudencia 
superior a sus años. A los diez manifestaba el deseo de dedicarse a los estudios para seguir la carrera sacerdotal. Se deleitaba repitiendo 
los sermones que había oído. Un día, animado por parientes y amigos, se preparó un discurso y en una reunión a la que asistió mucha 
gente, subió a un púlpito preparado al efecto, y lo declamó con tanta gracia, como para tomarle por un provecto orador, provocando la 
admiración y el aplauso de los presentes al acto. Recomendaba muchas veces a los amigos y parientes que evitaran el lujo y la moda, 
diciendo que en esto insistía mucho el arcipreste Fosco, afirmando que el lujo es un lazo del demonio. Aplicaba con mucha oportunidad lo 
que había oído, sirviéndose de ello para aconsejar a los amigos, y en muchas ocasiones era modelo del caritativo consolador de los 
afligidos. 

Escribe don Bosco: «Garigliano y Braja tomaban parte con gusto en los juegos, con tal que primero se hicieran los deberes escolares. A 
los dos les gustaba el retiro, la piedad y constantemente me daban buenos consejos. Los días festivos, después de la reunión reglamentaria 
del colegio, íbamos a la iglesia de San Antonio, en donde los jesuitas tenían una catequesis estupenda, amenizada con algunos 
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ejemplos que aún guardo en la memoria. Durante la semana la Sociedad de la Alegria. se reunía en casa de uno de los socios para hablar 
de religión. A esta reunión iba libremente el que quería. Garigliano y Braja eran los más asiduos. Nos entreteníamos un poco en ameno 
recreo, con charlas piadosas, ((263)) lecturas religiosas, oraciones, dándonos buenos consejos y avisándonos de los defectos personales, 
que uno hubiese observado o de los que hubiera oído hablar a alguien. Sin que entonces lo supiera, practicábamos aquel aviso sublime: 
Dichoso quien tiene un monitor. Y aquel de Pitágoras: Si no tienes un amigo que te corrija las faltas, paga un enemigo para que te haga 
este servicio. Y el otro del Espíritu Santo: «Mejor es reprensión manifiesta, que amor silencioso; más leales son las heridas del amigo, que 
los muchos besos del enemigo». 1 A más de estos amistosos entretenimientos íbamos a oír sermones, con frecuencia, a confesarnos y 
recibir la santa comunión. 

Es bueno recordar que en aquellos tiempos la religión formaba parte fundamental de la educación. Un profesor que, aún en broma 
hubiera pronunciado una palabra lasciva o irreligiosa, era inmediatamente destituido del cargo. Si así se procedía con los profesores; 
ípuede imaginarse la severidad que se empleaba con los alumnos indisciplinados y escandalosos! 

Todos los días de la semana se oía la santa misa y todos los alumnos debían estar provistos de un libro de oraciones y rezarlas 
devotamente. Al empezar la clase, se hacía el ofrecimiento de obras, seguido del avemaría; al acabar, la acción de gracias, seguida también 
del avemaría. El sábado todos debían dar la lección de catecismo señalada por el director espiritual y, al final de la clase, honrar a María 
Santísima con las letanías. 

En los días festivos se reunían todos los alumnos en la iglesia de la congregación. Mientras iban llegando se hacía una lectura espiritual, 
a la que seguía el oficio de la Virgen; después la explicación del evangelio. ((264)) Por la tarde había catecismo, en el que todos habían de 
saber responder a las preguntas que hacía el director espiritual, y luego, vísperas e instrucción. Todos debían acercarse a los santos 
sacramentos; y para que no se descuidaran tan importantes deberes, estaban obligados a presentar mensualmente la cédula de confesión y, 
por Pascua, la de la santa comunión. El que no había cumplido este deber tampoco era admitido a exámenes de fin de curso, aunque 
hubiera brillado en los estudios. Los que por desobediencia o por no 

1 Prov., XXVII, 5-6. 
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saber el catecismo eran despedidos de la congregación por el director espiritual, eran también expulsados de la escuela. 

Era preceptivo un triduo de preparación para las fiestas de Navidad, durante el cual se predicaban dos sermones al día, se asistía a la 
santa misa, se recitaba el oficio de la santísima Virgen y las oraciones de la novena. En la cuaresma, todos los días de escuela los 
estudiantes debían asistir al catecismo que precedía a las clases. Cada año, se reunían durante cinco días, del Viernes de Pasión al Martes 
Santo, para los ejercicios espirituales, con dos meditaciones y dos pláticas diarias y se cerraba este retiro espiritual con la comunión 
pascual. Cada muchacho debía procurarse la cédula de haber asistido regularmente a aquellos ejercicios. 

Tal era la ordenanza religiosa para los estudios secundarios promulgada por el rey Carlos Félix, en las declaraciones reales del 23 de 
julio de 1822. Se partía del principio que la escuela debía ser religiosa, puesto que Dios es el fundamento de la ciencia y de la moralidad. 
La instrucción estaba bajo la inspección del obispo y los maestros no podían asumir ni continuar la enseñanza sin presentar cada año un 
certificado del propio obispo, en el que se atestiguara haber tenido buena conducta y haber desempeñado su oficio ((265)) del modo 
convenido para el bien de la Religión y del Estado. Los jóvenes de entonces estaban, además, defendidos de un peligro mortal, con el que 
hoy en día se encuentran a cada instante. Las sectas habían empezado a introducir y propagar por el reino publicaciones irreligiosas, 
inmorales y subversivas en gran cantidad; pero el rey Carlos Alberto no tardaba en poner remedio. En septiembre de 1831 creó una 
comisión, compuesta de cinco miembros, para impedir que en sus estados penetraran tan grandes peligros; y sus órdenes se cumplieron 
celosamente. 

Por eso no ha de extrañar la vigilancia ejercida por los maestros sobre las lecturas de los alumnos. Escribe don Bosco: «Esta severa 
disciplina religiosa producía maravillosos efectos. Se pasaban los años sin oír una blasfemia o una mala conversación. Los alumnos eran 
dóciles y respetuosos en clase y en casa. Sucedía a menudo que en las clases, numerosísimas por cierto, aprobaban todos al fin de curso. 
Mis condiscípulos de tercero, cuarto y quinto de humanidades y de retórica aprobaron todos. Para mí el acontecimiento más importante 
fue la elección de un confesor fijo en la persona del teólogo Maloria, canónigo de la colegiata de Chieri. Me recibía con bondad siempre 
que iba a él. Es más, me animaba a confesar y comulgar con la mayor frecuencia. Era raro encontrar quien animase a 
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la frecuencia de sacramentos. No recuerdo que ninguno de mis maestros me lo aconsejase. El que iba a confesar y comulgar más de una 
vez al mes, era tenido por uno de los más virtuosos; y muchos confesores no lo permitían. Yo creo que debo a mi confesor, el no haber 
sido arrastrado por los compañeros a ciertos desórdenes, que los jóvenes inexpertos han de lamentar muy a menudo en los grandes centros 
escolares». 

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((266)) 

CAPITULO XXX 

JUAN LLEVA LOS COMPAÑEROS A LA IGLESIA Y A LOS SACRAMENTOS -LOS PASEOS EN LOS DIAS DE VACACION 
-SU ESPECIAL DEVOCION A LA VIRGEN -SU AFECTO A LA FAMILIA -MUERTE DE PABLO BRAJA -JUAN VUELVE A 
CASTELNUOVO 

JUAN, atento a su provecho espiritual y al de sus compañeros, les animaba a frecuentar las funciones sagradas y los sacramentos en los 
días de fiesta, y con su agradable trato lograba arrastrar a la iglesia aún a los que no pertenecían a la Sociedad de la Alegria. Los 
domingos, después de cumplidos los deberes del buen cristiano, y los días de vacación, para librarles del ocio y de las compañías menos 
buenas, les preparaba oportunas diversiones y los entretenía con juegos de prestidigitación, que les gustaban con locura, y que él había 
aprendido de intento para animarlos al bien. Por todo esto era respetado por sus compañeros como capitán de un pequeño ejército. 

Frecuentemente llevaba a sus amigos de paseo, fuera de la ciudad. Terminaban siempre con la visita a una parroquia o santuario, donde 
entraban para adorar a Jesús Sacramentado y saludar a ((267)) la imagen de la Santísima Virgen. Caminaban por las hermosas colinas que 
rodean a Chieri y, yendo de pueblo en pueblo, prolongaban el paseo con gran satisfacción de todos hasta volver a casa, ya pasada la hora 
de la comida. 

A veces, al rayar el alba, iban a buscar setas por los bosques de Superga y se pasaban allí toda la jornada. Se llamaban unos a otros 
desde lo alto de las colinas, se respondían desde el fondo de los barrancos; gritaban largo rato con gran alegría, y cantaban 
despreocupadamente. Unos llenaban de setas el sombrero, otros las mangas de la chaqueta, atándolas por los extremos a manera de saco, 
otros se las metían en el seno. Volvían a casa al anochecer cansados, con la cara enrojecida de tanto correr, sudorosos, alegres y con 
hambre canina. 
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A veces se les antojaba alargarse hasta Turín para ver el caballo de bronce de la plaza de San Carlos, o el de mármol en la escalinata del 
palacio real. Salían de Chieri, como quien va a conquistar el mundo, con un pedazo de pan en el bolsillo; al llegar a Turín se porveían de 
condumio con cuatro perras de castañas. Iban al lugar proyectado, daban un vistazo a la estatua, visitaban una iglesia y se ponían en 
camino de vuelta, la mar de satisfechos. íQué poco necesitan para divertirse los corazones sencillos e inocentes! 

Aquel año hubo dos sucesos extraordinarios que atrajeron a la capital del Piamonte a las gentes de los pueblos circunvecinos. El primero 
de abril, monseñor Luis Fransoni, elegido arzobispo de Turín por Bula del 24 de febrero, tomaba posesión de su nueva sede con 
solemnísima pompa. Más tarde, en el mes de julio, se entregaba al santuario de Nuestra Señora de la Consolata una estatua de plata de la 
Virgen con el Niño Jesús en los brazos, que el rey Carlos Félix ((268)) había encargado a relevantes artistas, poniendo de su parte lo que 
faltó a los donativos de los fieles; y a la par, dos coronas de oro, regalo de la reina viuda María Cristina. íFue un espectáculo de devoción 
cuando la sagrada imagen brilló por vez primera a los rayos del sol en la procesión anual, que todavía se puede considerar como la fiesta 
de todo el Piamonte! Juan no podía faltar: él mismo nos contó cuán querido le era el santuario de la Consolata o de Nuestra Señora del 
Consuelo. 

Nunca olvidaba aquellas palabras de su madre, cuando lo llevó a las escuelas de Castelnuovo:«-íQue seas devoto de la Virgen!» -Las 
preferencias de Juan en Chieri estuvieron por la iglesia de Santa María de la Escala, popularmente llamada la Seo, la más espaciosa de 
todas las catedrales del Piamonte por la amplitud y magnificencia de sus tres naves, flanqueadas por veintidós altares en espléndidas 
capillas. Por allí, bajo las altas y antiquísimas bóvedas, avanzaba Juan infaliblemente, mañana y tarde, e iba a arrodillarse ante la imagen 
de Nuestra Señora de las Gracias, para rendirle homenaje de afecto filial y alcanzar los favores necesarios para salir airoso en la misión 
que Ella misma le había confiado. Mientras fue estudiante en Chieri, perseveró fielmente en esta piadosa práctica. Otra razón y no 
pequeña para frecuentar esta iglesia, aún a otras horas, debió ser para él la presencia y compostura angelical del seminarista José Cafasso 
cuando servía al altar en las funciones solemnes, y su admirable caridad enseñando el catecismo a los niños. 

Durante el mes de mayo, para ofrecer a su madre celestial el más grato ramillete de flores, reunía a los muchachos más traviesos y los 
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llevaba a confesarse a dicha iglesia, atendida por diez canónigos, entre los cuales estaba también su confesor. ((269)) 

Su virtud ejercía un ascendiente irresistible en los corazones. Su templanza en el comer y beber, la mortificación de sus sentidos, 
especialmente de los ojos, era tal, que se le señalaba como modelo de moderación y de pureza. Las madres prudentes y religiosas de 
Chieri, como antes las de Morialdo y Castelnuovo, deseaban ardientemente que sus hijos frecuentaran su compañía; y los que iban con él 
se hacían cada vez más obedientes y respetuosos con sus padres. Los estudios y las ocupaciones no impedían a Juan que recordara a su 
familia, con la que estaba constantemente su afectuoso pensamiento. No guardaba el menor resentimiento con Antonio, que aquel año 
contrajo matrimonio. Alimentaba por él un sincero afecto, que conservó durante toda su vida. Hemos dicho que soñaba muchas veces. 
Entre otras, una vez sonó que su hermano Antonio, haciendo el pan en la granja de Madama Damerino, junto a su casa, fue acometido por 
la fiebre, y que, encontrándolo por el camino y preguntándole qué tenía, le había respondido: -Me ha entrado la fiebre hace un momento; 
no puedo tenerme en pie, tengo que ir a descansar. -Por la manaña contó el sueño a los compañeros, los cuales dijeron en seguida: -Pues 
puedes estar seguro de que así ha sucedido. -Y así fue. Por la tarde llegó a Chieri José y Juan le preguntó en seguida: -Está mejor 
Antonio? -Extrañado, José le respondió: -Pero sabes que está enfermo? 

-Sí, lo sé, contestó Juan. 

-Me imagino que no es nada, añadió José; le entró la fiebre mientras hacía el pan en casa de Madama Damerino; pero ya está bastante 
mejor. 

Sin dar importancia a este sueño, hemos de hacer notar cómo se manifiestan en él los sentimientos más íntimos de su corazón, que lo 
((270)) impulsaron a favorecer a la familia del hermanastro apenas pudo, como atestigua don Miguel Rúa. 

Margarita iba con frecuencia a Chieri, llevando en una cesta pan de trigo y hogazas de maíz como obsequio para su hijo. Alguna vez le 
seguía Bracco. El pobre animal hacía mil fiestas a su amo; y cuando Margarita se disponía a partir, buscaba cómo esconderse para 
quedarse con Juan. -Mira, le decía entonces Margarita a su hijo, mira qué fiel, qué obediente, qué cariñoso y sumiso es este perro con su 
amo. Si nosotros tuviéramos la mitad de esa sumisión y amor a Dios, ícuánto mejor irían las cosas del mundo y cuánta gloria recibiría el 
Señor! 
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Parecía que aquel año debiera pasar sin ninguna pena para Juan; mas no fue así. Tuvo que lamentar la pérdida de Pablo Braja, uno de 
sus más queridos compañeros. Verdadero modelo de piedad, de resignación y de fe, después de una larga y penosa enfermedad y de haber 
recibido los santos sacramentos, el diez de julio exhalaba su hermosa alma el piadoso jovencito yendo a unirse con el angelical San Luis, 
de quien demostró ser fiel imitador toda su vida. Varios maestros y el canónigo Clapié, su profesor, le visitaron mientras estuvo enfermo. 
El colegio experimentó un gran sentimiento: todos los compañeros asistieron en formación a su entierro; y después, durante bastante 
tiempo, hubo muchos que solían ir con Juan en los días de vacación a recibir a Jesús Sacramentado, rezar el oficio de la Virgen o la tercera 
parte del rosario en sufragio del alma del amigo difunto. Su muerte fue llorada por todos los que le conocieron: parientes, amigos, 
maestros y condiscípulos. Uno de los profesores esclamó al oír la dolorosa noticia: -íNo he llorado nunca por la muerte de una persona, 
pero la de este querido muchacho me hace saltar las lágrimas! -Su propio padre ((271)) dejó escritas estas palabras en los registros de 
familia: «el 10 de julio de 1892 pasó al eterno descanso Pablo Víctor Braja, de doce años, hijo mío y de la difunta Catalina Cafasso y creo 
poder decir con verdadero fundamento que voló al Paraíso». 

Entretanto, el curso escolástico 1831-32 llegó a su fin y Juan volvió a Castelnuovo. Sus amigos de Morialdo, a los que nunca había 
olvidado, manteniendo relaciones con ellos y haciéndoles de vez en cuando una visita los jueves, al enterarse de que volvía al pueblo para 
las vacaciones otoñales, salieron a su encuentro antes de llegar al pueblo y le acompañaron triunfalmente a la casa materna. La escena se 
repitió cada año con una alegría singular. Entre estos muchachos se organizó también la Sociedad de la Alegría: eran admitidos en ella los 
que se habían distinguido durante el año por su buena conducta, y eran dados de baja los que, por el contrario, se habían portado mal, 
sobre todo blasfemando o tenido malas conversaciones. 

Juan, una vez en su casa, sentía necesidad de completar los estudios, que no habían quedado tan completos como él deseaba. No le 
gustaban las cosas a medias; no se conformaba con un simple aprobado, sino que aspiraba a un sólido provecho, y quería saber la razón de 
todo. Cualquier otro hubiera considerado un verdadero triunfo haber hecho tres cursos en un año; en cambio, él pensaba si no habría 
corrido demasiado. Al leer los documentos, no sé yo aclarar la 
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duda de si los exámenes finales de tercer curso los sufrió Juan antes o después de las vacaciones de este año. A la vista tengo el certificado 
del curso 1832-33, en el cual, con fecha 5 de noviembre de 1832, leo que Juan se examinó y ((272)) fue promovido in albo studiosorum 
grammaticae. Es ésta la fecha del examen o simplemente la del día del certificado? 

Sea como fuere, Juan, que había repasado a otros las lecciones hasta alcanzar el aprobado, sentía la necesidad de que maestros bien 
impuestos en las materias del tercer curso le ayudasen a él a repasarlas durante los dos meses y medio de vacaciones otoñales. Manifestó 
el plan a su madre y, después de asegurarse hospedaje en la Serra de Buttigliera, se presentó al teólogo José Vaccarino, párroco de 
Burrigliera de Asti, rogándole tuviera a bien ayudarle a traducir concienzudamente los autores latinos. Don Vaccarino, todavía muy joven, 
había tomado posesión de la parroquia el 5 de febreo de aquel año 1832; y por tanto, el trabajo del nuevo campo apostólico, el deseo de 
aprovecharse de la experiencia de los demás, entreteniéndose largamente con los párrrocos vecinos, y la necesidad de perfeccionar sus 
estudios, le decidieron a rehusar su ayuda. Hablando más tarde con don Gamba de su parroquia exclamaba: -Si entonces hubiera yo 
podido prever los designios de la divina Providencia sobre aquel muchacho, ciertamente hubiera aceptado el grato encargo, aun a costa de 
cualquier sacrificio, sin preocuparme de mis estudios ni de ninguna otra cosa, para poder decir: íTuve la fortuna de ser maestro de don 
Bosco! 

Rota sus ilusiones, volvió Juan a la granja de Susambrino y allí solito procuraba ir resolviendo con su inteligencia las dificultades de los 
libros de texto. Un día, pasaba don Dassano por el valle cercano y le vio guardando dos vacas y con el libro de un autor clásico latino en la 
mano. Ya le habían dicho que Juan buscaba alguien que le ayudara a repasar. Se detuvo, le hizo algunas preguntas ((273)) sobre sus 
estudios; quiso que le leyera un trozo en alta voz, y quedó admirado de su exacta pronunciación y del modo desenvuelto e inteligente con 
que recorría aquella página. Se acercó sin decir más a Margarita y añadió: -Que venga Juan a la parroquia y ya nos entenderemos. -A la 
mañana siguiente se apresuró Margarita a aprovechar la invitación del cura párroco. Este, queriendo probar la capacidad de Juan, le sañaló 
unas páginas de un libro para que las aprendiera de memoria, diciéndole que volviera después de cierto número de días para recitárselas. 
Juan se retiró y unas horas después, se presentó de nuevo en casa del cura. Extrañado don Dassano, 
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le preguntó a qué volvía; y al oír que ya había aprendido la lección, no quiso desde luego creerle y trataba de decirle adiós, pero como 
Juan insistiese respetuosamente, le permitió que recitara las largas páginas, lo que hizo Juan desenvueltamente y sin equivocarse en un 
solo período. Don Dassano, maravillosamente sorprendido, fijó en él un instante su mirada: -Pues bien, le dijo, te daré clase, y si te gusta, 
cuidarás de mi caballo y me lo tendrás siempre limpio. -El coadjutor, que estaba presente, añadió: -Yo le daré la clase;íespero mucho de 
este muchacho! -Así las cosas, salía Juan de casa puntualmente cada mañana, asistía a la clase que le daba aquel buen sacerdote, muy 
instruido en literatura latina e italiana, y tenía en orden la cuadra, según se había comprometido. Tampoco aquí sabía estar ocioso un 
momento. Si el amo no necesita enganchar el caballo al coche, se lo llevaba él de paseo; y cuando llegaba a los caminos solitarios, fuera 
del pueblo, lo espoleaba a galopar, y, corriendo a su lado, saltaba a su grupa y con maravillosa agilidad poníase en pie sobre el lomo, 
mientras el caballo seguía su carrera. Era éste su único recreo. Lo restante del tiempo lo dedicaba al estudio, a ((274)) los entretenimientos 
de los días festivos, unas veces en Susambrino, otras en I Becchi, y a las prácticas de piedad. «En las vacaciones, nos decía Filippello, se 
le veía frecuentar la iglesia de Castelnuovo y acercarse a los sacramentos. Era estimado y amado por todos y yo no sé decir todos los 
elogios que él se merece». De suerte que se le pueden aplicar las palabras de los Proverbios: «Más vale buen hombre que muchas riquezas 
y mejor es favor que plata y oro.» 1 

1 Prov., XXII, 1. 
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((275)) 

CAPITULO XXXI 

JUAN VUELVE A CHIERI Y EMPIEZA EL CURSO DE GRAMATICA LATINA -ESTIMA EN QUE LE TIENEN PROFESORES Y 
COMPAÑEROS -SU HUMILDAD -DA REPASO A LOS MUCHACHOS DE CHIERI -RECIBE EL SACRAMENTO DE LA 
CONFIRMACION -EL MAGISTRADO DE LA REFORMA Y LOS EXAMENES FINALES -CLASE DOMINICAL EN MORIALDO 
-PRIMERA MISA DE DON JOSE CAFASSO 

AL llegar el mes de noviembre de 1832 volvió a Chieri a casa de la señora Lucía Matta, que de nuevo le encomendó a su hijo y le 
dispensó de pagar la pensión y de llevarle la comida. Para ser admitido a clase, presentó en el colegio el certificado del párroco de haber 
asistido a las funciones de la parroquia y haberse confesado una vez al mes, según prescribía la ley a los alumnos al empezar cada año 
escolástico. Aprobado con buenas notas, Juan seguro de sí mismo empezó el curso de gramática, que correspondía al tercero de gimnasio. 
Era un triunfo para él. El canónigo Francisco Calosso y el sacerdote y profesor teólogo Juan Bosco de Chieri, después doctor en filosofía y 
letras en la academia militar de Turín y profesor de sagrada elocuencia en la universidad real, hablaron varias veces con monseñor Juan 
Cagliero y con otros de su maravillosa aplicación, dado que, apenas comenzó el estudio ((276)) de latín, hizo en un solo año tres cursos 
con gran éxito. 

Fue su profesor de gramática el padre Domingo Giusiana, de la Orden de Predicadores, al que Juan profesaba gran afecto y era por él 
correspondido con singular ternura. Bien lo merecía el buen discípulo. El doctor Carlos Allora, de Castelnuovo de Asti, su compañero de 
clase en Chieri, recordaba en 1888 con viva complacencia cómo Juan no hacía en aquellos años la menor ostentación de sus cualidades, no 
mostraba en su aspecto ni sombra de afectación o ambición y se traslucía de su persona un no se qué de extraordinario y sobrenatural: en 
la escuela era como el vigilante de todos los compañeros, y, aunque sin cargo oficial alguno, era considerado como superior porque todos 
acataban lo que él decía. íYa entonces era un santo!, exclamaba entusiasmado, recordando la juventud de 
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Juan. Este, en efecto, entre otras virtudes, daba pruebas de humildad en su trato con los condiscípulos. Aquel mismo año un compañero le 
quitó secretamente un cuaderno, copió un soneto cambiando alguna que otra palabra, y luego lo hizo pasar de mano en mano entre los 
condiscípulos, afirmando que era suyo. Mientras saboreaba las alabanzas que todos le tributaban, unos días después aquel escrito cayó en 
manos de Juan, el cual sin darse por ofendido por aquella descortesía y sin atribuirse el honor del trabajo, guardó silencio, pues le 
repugnaba avergonzar al amigo; pero escribió al pie del soneto esta frase: Est ne de sacco ista farina tuo? (Es de tu saco esta harina?), lo 
dobló y, por un tercero, lo devolvió al vanidoso ladronzuelo. 

Conocidos que fueron en Chieri su piedad y su temple, sus habilidades y su maravilloso aprovechamiento en los estudios, muchas 
familias le buscaban para que diera repaso a sus hijos; algunos, compañeros de clase, y otros, de clases superiores de humanidades y 
retórica; ((277)) así empezó a dar clase y a atender alumnos en las casas particulares. Fin principal de Juan era hacer el bien, pero no 
rehusaba las pequeñas retribuciones que le ofrecían. Así la divina Providencia le proporcionaba los medios para proveerse de lo que 
necesitaba para traje, ropa blanca, objetos de clase y demás gastos, sin ocasionar molestias a la familia. Por todas partes le llamaban para 
entretener a las familias, y él se prestaba a ello de buena gana, siempre que podía hacerlo sin daño para sus estudios o la virtud. Hemos 
oído exclamar a más de uno que trató con él en aquellos años: -íEra tan bueno que no podía serlo más! -Era consejero de los compañeros, 
era pacificador y hasta maestro en el camino de la perfección. Efectivamente, la Sociedad de la Alegría seguía sus actividades, con gran 
provecho para sus asociados. 

Entretanto, estaba ya para cumplir los dieciocho años y aún no había recibido el sacramento de la confirmación. No era muy frecuente 
en aquellos tiempos la administración del santo crisma por los pueblos del campo. Pero aquel año, el celo del teólogo Vaccarino 
proporcionaba esa suerte a los feligreses que no lo habían recibido. Juan se puso en seguida de viaje y recibió el santo crisma en 
Buttigliera de Asti, el 4 de agosto de 1883, de manos de monseñor Juan Antonio Gianotti, arzobispo de Sássari, siendo padrino el señor 
José Marsano y madrina la condesa Josefina Melina. No tenemos noticias de cómo nuestro Juan se preparó a tan grande acto; pero, por los 
evidentes efectos que manifestaron en él los dones del Santo Espíritu, podemos muy bien deducir la viveza de su fe. 
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Al acercarse el término del año escolástico las escuelas de Chieri recibieron la visita del abogado y profesor don José Gozzani, 
Magistrado de la Reforma y hombre de muchos méritos. Iba a presidir la comisión examinadora y a informarse de cómo andaban los 
estudios. ((278)) Su nombre era el terror de los estudiantes, por su justicia legal, pero inexorable. Al esparcirse la noticia de su llegada, los 
estudiantes se excitaron mucho y se hacían grandes cábalas, se oían palabras amenazadoras. Don Gozzani, hombre calculador y de sangre 
fría, informado de la poco favorable acogida que le iban a dispensar los alumnos, apenas llegó a Chieri, los reunió y les dirigió unas 
palabras, prometiéndoles que no sería riguroso ni severo. Calmados los ánimos, dictó el tema de examen escrito, recogió los trabajos, y se 
marchó rápidamente a Turín. Envió desde allí las calificaciones, que no fueron muy benignas. Con todo, los condiscípulos de Juan, que 
eran cuarenta y cinco, pasaron todos a la clase superior de humanidades, que corresponde a nuestro cuarto curso de gimnasio. El corrió 
peligro de ser suspendido por haber pasado copia de su trabajo a otros; mucho le valió la protección de su profesor el respetable P. 
Domingo Giussiana, que obtuvo para él un nuevo tema, que le salió bien, gracias a lo cual alcanzó el paso con todos los votos. Había 
logrado ganarse las simpatías de don Gozzani, el cual fue benévolo con él al concederle la segunda prueba. Juan guardó de esto gratitud y 
buen recuerdo, de suerte que mantuvo siempre estrecha y amigable relación con este sacerdote, el cual habiendo ido a vivir a Multedo 
Superiore, cerca de Oneglia, su patria, fundó entre otras muchas obras de caridad un plaza gratuita en el colegio salesiano de Alassio para 
un jovencito que deseara estudiar para sacerdote. 

Había entonces la lamentable costumbre de que, en cada curso escolar, el Ayuntamiento dispensara, al menos a un estudiante, a título de 
premio, de una tasa existente de doce liras. Para conseguir este premio era necesario obtener las máximas calificaciones en los exámenes y 
en la conducta. La fortuna anduvo siempre ((279)) de parte de Juan que alcanzó la dispensa de tal tasa cada año. Existe en nuestros 
archivos el certificado de promoción del 22 de agosto de 1833, firmado por el padre Sibilla, prefecto de estudios: las firmas de cada 
bimestre del canónigo Clapié y de don Piovani, directores espirituales, del profesor padre Giussiana y del prefecto demuestran su 
diligencia en el estudio y su óptima conducta. 

Con el curso escolástico 1832-33 acabó sus estudios el hijo de la señora Lucía y Juan se despidió de su hospitalaria casa, en la que 
tantos favores recibió y a la que tanta alegría proporcionó con su 
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constante ejemplar conducta. Juan Bautista Matta, ya mayor, montó una droguería en Castelnuovo de Asti, su patria, donde fue alcalde 
muchos años, y en 1869 matriculaba a un hijito suyo en el Oratorio de Turín, donde permaneció durante tres años. Don Bosco le invitaba 
siempre a comer con él, y le tenía tantas atenciones, que causaba admiración a los que ignoraban la causa de tal preferencia. Era una 
prueba de la perenne gratitud que conservaba todavía viva hacia aquella familia. 

De vuelta a Susambrino se encontró Juan con que el matrimonio de su hermano José había proporcionado a su madre Margarita una 
buena compañera, que le dispensaba las mismas atenciones que ella había tenido con la abuela. Juan pasaba gran parte de su tiempo en I 
Becchi, donde reunía en los días festivos a los muchachos de la aldea para enseñarles catecismo, a leer y escribir, sin exigirles más 
recompensa que el que se acercaran a los santos sacramentos una vez al mes. Aquí vemos nosotros los comienzos de las clases 
dominicales y nocturnas para los pobres hijos del pueblo que se añadieron al oratorio festivo. En cambio durante la semana, dedicaba 
largo tiempo ((280)) al estudio de los autores clásicos. Y se ocupaba en hacer muebles para las necesidades de la casa. Hemos visto con 
nuestros propios ojos una mesa y alguna banqueta fabricadas por él, que todavía existen. Sacaba también provecho del oficio de zapatero, 
que había aprendido aquel año en Chieri; y aunque no hacía zapatos finos, sabía remendarlos cuando se estropeaban y dejarlos como 
nuevos. Estas industrias suyas inspiradas ciertamente por la pobreza, le proporcionaron abundantes ahorros. En su pequeño taller se 
añadió la mesita del zapatero al horno del herrero, a la mesa del sastre, y al banco del carpintero. 

Aquellas vacaciones quedaron señaladas con un solemne acontecimiento. El piadoso clérigo José Cafasso, tras unos ejercicios 
espirituales en la casa rectoral de Moncucco, bajo la dirección del cura párroco, canónigo Cottino, fue ordenado sacerdote el sábado de las 
cuatro témporas de otoño, 21 de septiembre, y al día siguiente celebraba su primera misa en Castelnuovo de Asti entre el júbilo y las 
fiestas de sus paisanos. Juan debió llorar de santa envidia al verle subir al altar; tanto más cuanto que hacía años deseaba ser su amigo, 
pero siempre nacían nuevos obstáculos que le mantenían lejos de él. Al terminar el santo sacrificio se le acercó para besar por vez primera 
su mano consagrada, y creo yo que una mirada afectuosa del nuevo sacerdote le hizo conocer que su deseo había sido escuchado y que en 
él encontraría un padre, un amigo, un consejero, un constante 
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bienchechor. Pero Juan no podía entonces prever hasta qué punto se habían de estrechar, por disposición de la divina Providencia, los 
lazos de amistad entre él y don Cafasso; ni que le habría tocado a él perpetuar con sus escritos el recuerdo de aquella inolvidable fiesta, y 
menos aún que él podría revelar al mundo los más ((281)) íntimos sentimientos excitados por el amor de Dios aquel día en el alma de su 
nuevo ministro. «Don Cafasso, escribía don Bosco en 1866, dejó escritos los propósitos que tomó al comienzo de su sacerdocio. Se postró 
un día a los pies del Crucifijo, y: -Señor, le dijo, Vos sois mi herencia: Dominus pars haereditatis meae 1. Esta es la elección que 
voluntariamente he hecho en el día memorable de mi sagrada ordenación. Sí, oh Dios mío, Vos sois mi herencia, mi alegría, la vida de mi 
corazón para siempre; Deus cordis mei et pars mea Deus in aeternum. 2 Pero no solamente quiero, oh Dios mío, ser todo vuestro, quiero 
hacerme santo; y como no sé si mi vida será corta o larga, os repito que quiero hacerme santo, pero pronto. Busque el mundo las 
vanidades, los placeres, los honores, las grandezas de la tierra: yo no quiero, no busco, ni deseo más que hacerme santo, y seré el más feliz 
de los hombres haciéndome santo, un gran santo y pronto. 
-Esto dijo, y cumplió su palabra». En efecto,la santidad de vida y de doctrina de don Cafasso debía transfundirse en Juan y en centenares 
de sacerdotes para sostener la lucha, que las sectas de los conjurados estaban preparando contra el trono y el altar. 

La secta que más preocupaba a la autoridad civil era La Joven Italia, creada y difundida ardorosamente por José Mazzini a través de una 
publicación periódica que llevaba ese mismo nombre. La Gazzetta Piemontese (n.° 99 del 1833) reproducía este trozo de las instrucciones 
que la secta iba propalando: «El fin de la asociación es la libertad, la independencia, la humanidad, ((282)) la igualdad. Su aspiración la 
república». El periódico, La Joven Italia, va desarrollando este principio... «Repartir sus ejemplares en gran número es cooperar en gran 
manera a la empresa. La propaganda llevará a los dueños a arrastrar consigo a los campesinos. Hay que ganarse, sobre todo, a los párrocos 
rurales, pero con la mayor cautela: conviene estudiar primero el lado débil de la bestia antes de acometerla y vencerla. Para obtener ese fin 
será necesario no mostrarse nunca despreciadores de la religión y hasta disimular sus defectos. La bandera de la independencia italiana 
debe ondear junto al altar, a la manera 

1 Salmos, XV, 5. 

2 Salmos, LXXII, 25. 
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de cirio pascual y sobre el campanario de la parroquia: si no es así, la gente no unirá su fuerza brutal a la nuestra. Cuando de buena gana, 
el párroco junte así las cosas y lo proclame desde el altar, la victoria es segura. Baste recordar a los españoles durante la guerra de la 
independencia. Cristo en el asta de la bandera por delante, el Evangelio en las manos del cura: y detrás aguas envenenadas, emboscadas de 
toda clase, trampas disimuladas donde caiga el enemigo, pueblos responsabilizados por no haberlos incendiado y haberse retirado, 
alambradas para detener la caballería, destrucción de puentes y caminos, barricadas por las ciudades, aceite y agua hirviendo, tizones 
encendidos, ceniza arrojada por las ventanas, todas las pestilencias infernales que se pueden sacar del averno, inventar otras nuevas, 
superar, si se puede, la sagacidad de Plutón». 

Pese a una atenta vigilancia, estas doctrinas y excitaciones empezaban a divulgarse y abrirse paso entre el pueblo, entre la ardorosa 
juventud de más talento y hasta en el ejército. Algunos, convictos en juicio de haber tomado parte, fueron condenados a penas durísimas; 
en 1833 el consejo de guerra de Turín dictaba sentencia de muerte contra los abogados Scovazzi y Cariolo ((283)) de Saluzzo, culpables 
de insubordinación y de excitar a formar parte en sociedades subversivas contra el Gobierno, y además contra seis militares acusados de 
alta traición; también en Chambery dictaron en el mismo año penas capitales; el médico Rufini, arrestado en Génova, se suicidaba en la 
cárcel, se derramaba sangre en Alessandria y en otras ciudades de Piamonte. Estas condenas no acabaron con las sociedades secretas; sólo 
las hicieron ser más precavidas en sus operaciones y en concertar más tarde nuevas y más audaces revueltas. Como campo de sus 
operaciones contra la Iglesia, habían establecido el Piamonte. 

El Gobierno trataba de precaverse, pero la fuerza material no bastaba. Profesaba además la equivocación del cesarismo. Cómo pretender 
respeto a la propia autoridad, cuando no se profesa sumisión a la más sublime de las autoridades, a Jesucristo representado por su Iglesia? 

En el 1832, a propuesta del rey Carlos Alberto se había instituido, por letras pontificias, una delegación apostólica o Consejo de 
Obispos, para reorganizar los asuntos religiosos en Piamonte. Totalmente de acuerdo y con la ayuda del rey, los obispos fundaron la 
célebre Academia de Superga, en la cual se debían formar en los altos estudios de religión los más selectos ingenios de los sacerdotes ya 
laureados en teología y en leyes: reorganizaron las provincias de las órdenes religiosas y cerraron algunos conventos donde se había 
relajado 
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la observancia de las reglas: se propusieron promover la observancia de las leyes canónicas y quitar los abusos que se hubieran introducido 
en el clero, con un reglamento al efecto para todas las diócesis: determinaron poner la enseñanza de la teología bajo la sola dirección del 
obispo, fundar pequeños seminarios, erigir cátedras de enseñanza pública, dejando sólo a la universidad las facultades de leyes, medicina, 
cirugía, e introducir en las ciudades y pueblos los Hermanos de las Escuelas Cristianas, las Hermanas de San José, las Hijas de la Caridad. 
((284)) Pero esta Delegación Apostólica, ya desde los comienzos, contaba con la contradicción del Senado del Piamonte, que rehusó 
reconocerla y publicar las letras apostólicas que la crearon. 

En 1835 la comisión civil para la revisión de los libros no quiso someterse a los revisores eclesiásticos. Esa comisión no permitía prensa 

o escritos en los que se enseñara la impiedad o se ofendiera la moralidad; pero prohibía enseñar que los obispos dependían de la Santa 
Sede: proscribía los autores que combatían las ideas galicanas y sostenía los derechos de la Iglesia: toleraba todo lo que favorecía las 
máximas de la filosofía moderna, tanto en materia de religión como en política, impidiendo la difusión de los libros que impugnaban tales 
errores. 
El rey Carlos Alberto, religioso de mente y de corazón, tenía sentido práctico, nobleza de ideas, era exactísimo en las prácticas de 
piedad, riguroso consigo mismo, conocía las perfidias que se ocultaban en las adulaciones; sin embargo, por su inclinación a los términos 
medios y sus aspiraciones a un reino italiano, no había roto por completo con los hombres de la revolución, con los cuales guardaba 
buenas relaciones desde joven. Ponía como ministro a De la Tour y más tarde a Solaro la Margherita, sinceramente católicos; pero admitía 
también en el gabinete a los liberales Villamarina y Barbaroux, los cuales, fácilmente descuidaban los concordatos establecidos con la 
Santa Sede, y las leyes, disposiciones y reglamentos sobre materias eclesiásticas que en diversos tiempos habían promulgado los 
soberanos saboyanos. Compartían sus opiniones muchos teólogos, los cuales habiendo aprendido falsos principios de derecho canónico de 
los doctores cesaristas de la universidad, en vez de ser los naturales defensores de las razones de la Iglesia, desgraciadamente se convertían 
en sus impugnadores. Este era un gran mal, profundamente ((285)) arraigado. Pero don Cafasso era el hombre destinado a poner remedio, 
continuando la obra empezada por el teólogo Guala en el convictorio de San Francisco de Asís. Como profesor de moral 
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del clero joven supo infundir en su corazón tal respeto, amor y obediencia al Romano Pontífice y exponer con tal claridad sus sagrados 
derechos en las relaciones con los Estados, que formó una nueva generación de levitas, despreciadores de los sofismas galicanos e invictos 
mantenedores de la supremacía y la infalibilidad del Papa. 
Todas las diócesis del Piamonte experimentaron las ventajas de aquella enseñanza de verdad, justicia y caridad. Fue tanbién don Cafasso 
quien perfeccionó la instrucción eclesiástica de nuestro Juan, haciendo de él un esforzado defensor de la Iglesia, dándole normas seguras 
para conocer en detalle la extensión de los derechos divinos y humanos de la misma, siendo como es el reino de Dios sobre la tierra. Juan 
Bosco, en efecto, al encontrarse con eclesiásticos de la antigua escuela, nunca dejará, con su humilde dulzura, de defender al Papa y a la 
Iglesia, y resultará hermoso ver que al final de la disputa y después de una pausa brevísima, concluirá sonriendo: íMáximas de la 
universidad! 

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((286)
)


CAPITULO XXXII


EL PENSAMIENTO DE LA VOCACION -JUAN DETERMINA HACERSE FRANCISCANO -MOZO DE CAFE -IMPIDE LAS 
MALAS CONVERSACIONES -ELOGIOS DE SU CONDUCTADA CLASE DE LATIN AL SACRISTAN DE LA CATEDRAL 

CON el curso de humanidades veía Juan que llegaba el momento de determinarse sobre su vocación. El, que antes deseaba tan 
intensamente hacerse sacerdote, ahora sentía un temor reverencial, al pensar en la sublimidad de tal estado, en su propia mezquindad y en 
las obligaciones eternas que habría de contraer con Dios. «Respetaréis mi santuario, Yo Yahvéh». 1 

Sobre este punto de su vida dejó Juan escrita una página de sublime humildad. «El sueño de Morialdo estaba siempre fijo en mi mente; 
es más, se me había repetido otras veces, de un modo bastante más claro, por lo cual, si quería prestarle fe, debía elegir el estado 
eclesiástico, hacia el que sentía, en efecto, inclinación; pero la poca fe que daba a los sueños, mi estilo de vida, ciertos hábitos de mi 
corazón y la falta absoluta de las virtudes necesarias ((287)) para este estado, hacían dudosa y bastante difícil tal deliberación. íOh, si 
entonces hubiera tenido un guía que se hubiese ocupado de mi porvenir! Hubiera sido para mí un gran tesoro; pero este tesoro me faltó. 
Tenía un buen confesor, que pensaba hacer de mí un buen cristiano, pero que, en cosas de vocación, no quiso inmiscuirse nunca. 
Aconsejándome conmigo mismo, después de haber leído algún buen libro, decidí entrar en la orden franciscana. -Si me hago sacerdote 
secular, pensaba para mí, mi vocación corre el riesgo de naufragar. Abrazaré el estado eclesiástico, renunciaré al mundo, entraré en el 
claustro, me daré al estudio, a la meditación, y así, en la soledad, podré combatir las pasiones, especialmente la soberbia, que ha echado 
hondas raíces en mi corazón». 

1 Levít., XXVI, 2. 
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Había frecuentado en Chieri el convento de los franciscanos, y algunos padres, que conocían las raras cualidades de ciencia y de piedad 
de que estaba dotado, le habían invitado a entrar en su orden, asegurándole que le dispensarían de entregar la suma prescrita para ingresar 
en el noviciado. La proposición había apaciguado sus perplejidades, tanto más que hallándose preocupado por la pensión que debería 
pagar en el seminario, todo otro camino le parecía cerrado. Margarita su madre, lo había dejado siempre en libertad para elegir estado. 
Nunca le había hablado sobre el porvenir, nunca había hecho cálculos de una vida más cómoda a su costa, nunca había mostrado el menor 
deseo de quererle en casa consigo o de vivir con él, cuando fuera sacerdote. Si Juan le preguntaba qué pensaba sobre este punto, qué 
deseaba por su parte, ella invariablemente respondía: -íYo no espero de ti más que tu eterna salvación! -Juan, ((288)) aunque la veía 
tranquila, no creyó fuera oportuno todavía manifestarle su designio; ya fuera porque consideraba el sacrificio que le iba a costar aquella 
separación, ya fuera también porque no era cosa que iba a poner por obra en seguida. Para ser admitido en los franciscanos era necesario 
pasar un examen, al que debían preceder unos meses de preparación. Con todo eso, pensó en adquirir los documentos que le eran 
necesarios, y los pidió a su párroco; el cual satisfizo su deseo, pero al dárselos como era natural, don Dassano le preguntó para qué los 
quería, y Juan no le ocultó la resolución que había tomado. 

Entretanto, había llegado el tiempo de volver a Chieri. Como la señora Lucía Matta había levantado su casa en la ciudad, por haber 
terminado su hijo los estudios de gimnasio, había que encontrarle a Juan una nueva pensión. José Pianta, primo y amigo de la familia 
Bosco, de la misma aldea de Morialdo, había determinado trasladarse aquel año a Chieri para abrir una cafetería. Margarita aprovechó la 
oportunidad y le rogó aceptase a Juan en su casa, y Pianta propuso al muchacho el empleo de mozo de café en su establecimiento. Juan 
aceptó; porque así estaría más cerca de su profesor don Banaudi, con quien sostenía buena amistad. Pero parece que a la llegada de Juan a 
la ciudad, Pianta aún no había terminado de arreglar sus preparativos y no se había acomodado todavía en la nueva casa. Si nos atenemos a 
las relaciones hechas por los viejos del lugar a don Segundo Marchisio y a las noticias que adquirió el profesor don Juan Turchi, parece 
que nuestro Juan se hospedó por algún tiempo en casa de un tal Cavalli, que le dejó un rincón de la cuadra para dormir, con la obligación 
de cuidarse de un borrico y hacer algunos trabajos 
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en una ((289)) viña, un poco lejos de la ciudad. Juan pidió y se le dio palabra de que le dejarían libre los sábados por la tarde, para ir a la 
iglesia a confesarse. Es esto una prueba más de la heroica fortaleza de Juan, sometiéndose a tantas molestias para llegar al sacerdocio. Fue 
este el año en que debió soportar las mayores privaciones hasta en su pobre y escaso sustento. Se dice que el señor Ceppi, comerciante de 
hierros en Chieri, habló con Pianta para que se diera prisa en hospedar a Juan. Sea como fuere la cosa, pronto entró en casa del primo, para 
hacer de vigilante por la noche y ocuparse en varias tareas domésticas. No recibía paga alguna, pero tenía el tiempo necesario para 
estudiar. El primo le daba hospedaje y la menestra de balde. La madre, según su costumbre, le proveía de pan y otros comestibles. Un 
estrecho hueco, sobre un pequeño horno en el que se cocían los pasteles y al que subia por una escalerilla, era su cuarto para dormir; a 
poco que se estirara en la pequeña cama, los pies quedaban fuera del jergón y hasta del mismo hueco. 

«Aquel hospedaje era ciertamente bastante peligroso a causa de los clientes, escribió el mismo don Bosco; pero viviendo con buenos 
cristianos y continuando las relaciones con compañeros ejemplares, pude seguir adelante sin daños morales». 

Cuando el amo le encargaba de anotar los tantos de los jugadores del billar, él iba a la sala leyendo un libro. Cuando soltaban una 
blasfemia o entablaban una conversación menos limpia, se ponía tan serio que los jugadores enmudecían. Con todo a veces, no conforme 
con desaprobar en silencio, se valía de la palabra y corregía con caridad y ((290)) eficacia a los que habían faltado. Por esto, algunos de 
aquellos jaraneros, al no poder hablar tan libremente como se les antojaba, pidieron a Pianta no mandara más a Juan para apuntar los 
tantos del juego, porque, decían, les infundía respeto y se sentían cohibidos. Algunas veces exclamaban enfadados: -íQuitad a este 
muchacho de aqui! 

Al acabar los deberes de su cargo, Juan estudiaba y cumplía con diligencia sus trabajos escolares, dedicando el tiempo libre a leer 
clásicos italianos o latinos, y a preparar licores y pastas. Al cabo de medio año estaba en grado de preparar café, chocolate y sabía las 
normas y proporciones para hacer toda clase de dulces, pastas, licores, helados y refrescos; tanto. que el amo, considerando la utilidad que 
podría proporcionar al negocio, le hizo ventajosos ofrecimientos para que, dejando de lado toda otra ocupación, se diera por completo a 
aquel oficio. Pero Juan, que hacía aquellos trabajos únicamente por distraerse y por recreo, rehusó decididamente, protestando de 
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nuevo que su resuelta intención era continuar los estudios. Aprendió también en aquel negocio a cocinar: así se iba preparando con los 
conocimientos necesarios para administrar un día un pobre hogar de caridad. 

A pesar de aquellas ocupaciones tan diversas nunca descuidó las prácticas de piedad diarias. El mismo señor José Pianta, el 10 de mayo 
de 1888 afirmaba a don Bonetti, a don Berto y a don Francesia, en una habitación de la casa salesiana de Chieri: «Era imposible encontrar 
un muchacho mejor que Juan Bosco. Cada mañana iba a ayudar algunas misas en la iglesia de San Antonio. Tenía yo en casa a mi madre 
anciana y enferma y era admirable el cariño con que la trataba. Con frecuencia se pasaba la noche entera estudiando ((291)) y me lo 
encontraba por la mañana con la luz encendida leyendo y estudiando». Se dice que fue durante aquellas noches, cuando aprendió de 
memoria pasajes de Dante y de Virgilio. 

Era él la admiración de todo el vecindario. La señora Clotilde Vergnano, hija del propietario de la casa, decía en el 1889, que ella, que 
era jovencita, no le vio nunca ocioso o jugando en el patio con los demás muchachos del vecindario: que, a veces, se encontraba con él po 
la escalera, cuando subía agua al buen sacerdote don Arnaud, y que nunca le vio alzar los ojos y mirarle al rostro; que al fin se enteró de 
que el mismo don Arnaud, testigo de la vida retirada y edificante del joven, escribió después al párroco de Castelnuovo, para que viera de 
colocarle en un lugar más cómodo y seguro. 

El señor José Blanchard confirmó que, durante el tiempo que Juan vivió en casa de José Pianta, nunca se le vio tomar parte en las 
alegres y bulliciosas diversiones en las que también él, jovencito entonces, se entretenía con sus hermanos y amigos, a pesar de los 
consejos que le daban al volver de clase. Aunque Juan amaba a los muchachos y se entretenía de buena gana con ellos, seguía 
infaliblemente la máxima: «Todo tiene su momento». 1 Era ordenado en todas sus acciones y no se apartaba de la regla que se había 
establecido. Tenía señalado el tiempo para las reuniones de la Sociedad de la Alegría, para dar repaso a los compañeros que reclamaban su 
ayuda, para atender a las faenas de sus huéspedes, el tiempo dedicado a la oración, a la iglesia, a los Sacramentos. ((292)) 

Hasta para el recreo tenía su tiempo; pero he aquí como. Nos lo cuenta el canónigo José Caselle, que estaba entonces a pensión con otro 
seis o siete muchachos en casa de un buen sacerdote de Chieri, 

1 Eclesiastés, III, 1. 
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maestro de la escuela municipal, y que vivía en casa de un tal Torta, frente a la casa de Pianta. «Casi todas las noches, cuenta él, 
especialmente en el invierno después de cenar, cuando las ocupaciones se lo permitían, Juan Bosco venía a entretenerse con nosotros, y lo 
esperábamos en la sala, o en el patizuelo, cuando hacia bueno. Es indecible la alegría con que le recibíamos, cuando él aparecía. También 
él iba contento; empezaba haciéndonos reir con algún chiste, y, siempre dispuesto a nuestros deseos, nos contaba hermosos ejemplos 
edificantes y sabía entretenernos durante dos o más horas sin que nos diéramos cuenta. A veces nos repasaba o nos explicaba alguna parte 
del catecismo. De cuando en cuando y hábilmente, nos preguntaba si íbamos a confesarnos, si éramos buenos; y nosotros para contentarle 
nos acercábamos a los santos sacramentos más veces de lo que era costumbre. Cuando le decíamos que habíamos ido a confesarnos, se 
alegraba y nos animaba a perseverar en los buenos propósitos. Por él, estábamos dispuestos a hacer cualquier cosa. Por muy tarde que 
fuera, nos costaba separarnos de él. Con frecuencia, hasta el mismo maestro bajaba de puntillas hasta nosotros para oír qué cosas tan 
interesantes nos contaba Bosco, para tenernos atentos y en silencio. Más de una vez el buen maestro nos dijo: -íA la vista tenéis un buen 
ejemplo! Quién sabe lo que llegará a ser este muchacho? -Las noches que Juan no podía venir, estábamos tristones, el recreo nos parecía 
demasiado largo y pesado y deseábamos que el maestro nos llamara para rezar las oraciones». ((293)) 

Juan se reservaba tan sólo aquella hora de descanso de la noche, pues durante el día no tenía un momento ni para respirar, y sabía 
convertirla estupendamente en una hora de enseñanza moral. 

En aquel año, además, se comprometió a algo que lleva la marca del verdadero heroísmo cristiano. Como iba con frecuencia a la catedra 
de Chieri a cumplir con sus devociones, contrajo amistad con el excelente sacristán mayor, llamado Carlos Palazzolo, hombre de sincera 
piedad, que, por tres veces, había ido a pie a Roma como peregrino para visitar las basílicas y las catacumbas. Tenía ya treinta y cinco 
años, y aunque de cortos alcances, sin recursos y distraído por las ocupaciones de su cargo, deseaba ardientemente hacerse sacerdote. Al 
conocer la bondad del joven Bosco, pidióle que le diera clase. Juan aceptó en seguida, y empezó a darle clase regular todos los días, de 
modo que pudo prepararlo para presentarse a examen con él, antes de tomar la sotana. Palazzolo estaba casi en ayunas en cuestión de 
estudios, no tenía mucho tiempo de que disponer; pero Juan, rehusando toda recompensa, iba puntualmente cada día a su casa, 
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junto a la catedral, a darle clase: alguna vez y con el mismo fin era Palazzolo quien iba a visitar al amigo; y Juan le enseñó con tanta 
paciencia y habilidad, que en poco más de dos años no sólo le elevó al grado que quería, sino que lo presentó a los profesores del colegio 
para los exámenes, de los que salió airoso.Quién no ve en este caso un preludio de su futura institución de los «Hijos de María» para 
promover las vocaciones tardías de jóvenes adultos al estado eclesiástico? 

También aquí conoció Juan a Domingo Pogliano, campanero de la catedral, cuyo aprecio, sin saberlo, ya se lo había ganado por su 
fervorosa devoción, por su apostolado catequístico con los de su edad, y los honestos pasatiempos tan necesarios para alejar del mal a la 
juventud. ((294)) Este buen hombre, considerando que la casa de Pianta no era lugar muy a propósito para estudiar con recogimiento, 
invitó a Juan a aprovechar la tranquilidad de la suya, adonde fue en muchas ocasiones. Afirmaba el campanero no haber conocido nunca 
un joven tan discreto y virtuoso como Juan Bosco. Los herederos de Pogliano conservan todavía con veneración la mesita en la que Juan 
estudiaba. 

Así nos lo contaba don Carlos Palazzolo en los últimos años de su vida. 
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((295)
)


CAPITULO XXXIII


DON DASSANO COMUNICA A MARGARITA LA DECISION DE JUAN DE HACERSE FRANCISCANO -GENEROSIDAD DE 
LA MADRE CRISTIANA -PRIVACIONES DE JUAN DURANTE EL CURSO DE HUMANIDADES -SU AGRADECIMIENTO A 
LOS QUE LE HABIAN SOCORRIDO 

DON Dassano creyó prudente comunicar a Margarita la resolución tomada por su hijo de hacerse franciscano. Así que, una tarde del mes 
de diciembre fue a visitarla, y, después de exponer la cuestión le hizo observar cuánto había que hacer en la Diócesis y que, por tanto, 
sería mucho más conveniente que Juan se hiciera sacerdote y se ocupara del sagrado ministerio en una parroquia: le demostró cómo, 
gracias a los muchos talentos que Dios le había concedido, tendría ciertamente espléndidos resultados. Al fin, añadió: -Tratad de 
disuadirle de esta idea: no sois rica, ya andáis avanzada en años y pronto no podréis trabajar: si vuestro hijo se encierra en un convento, 
cómo podrá proveer a vuestras necesidades? He venido a advertíroslo por vuestro bien. 

La buena Margarita agradeció al párroco la confidencia que le había hecho, pero no dejó traslucir su pensamiento sobre el consejo que le 
daba. Inmediatamente se fue a Chieri y, presentándose a su hijo con la acostumbrada ((296)) sonrisa en los labios le dijo: -El párroco ha 
ido a verme y me ha dicho que quieres hacerte religioso: es verdad? 

-Sí, madre. Creo que usted no tendrá ningún inconveniente. 

-Yo sólo quiero que pienses bien el paso que quieres dar y después que sigas tu vocación, sin preocuparte de nadie. Lo primero es la 
salvación de tu alma. El párroco quiere que te aparte de tu determinación, en razón de la necesidad que más adelante pueda tener de tu 
ayuda. Pero yo digo: no me meto en esto, porque Dios es ante todo. No te preocupes de mí. No quiero nada de ti, nada espero de ti. No lo 
olvides: nací pobre, he vivido pobre y quiero morir pobre. 
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Más aún, te lo aseguro: si decides ser sacerdote secular y por desgracia llegaras a ser rico, no iré a verte ni una vez. íRecuérdalo bien! 

A los setenta años y pico recordaba don Bosco el aspecto severo que tomó su madre al pronunciar estas palabras, y aún resonaba en sus 
oídos el tono vibrante de su voz; y al repetir estas enérgicas expresiones, tan cristianas, se conmovía hasta saltarle las lágrimas. 

Pero el Señor, que veía la sinceridad del corazón de Margarita, hizo que no tuviera que separarse de su hijo y que Juan contara con su 
ayuda generosa en la fundación del Oratorio de San Francisco de Sales. 

Entretanto, nadie sospechaba en Chieri lo más mínimo de lo que Juan estaba proyectando. Era siempre el mismo. Su entrega total a los 
estudios, su generosidad y afabilidad continua con los compañeros hacía suponer que llevaba una vida ajena a toda angustia. Y sin 
embargo no hubo otro año como aquél de humanidades que le ocasionara mayores preocupaciones y sacrificios, por la incertidumbre del 
porvenir y la falta de medios materiales. ((297)) Tenía que arreglárselas con las exiguas retribuciones que no todos los alumnos le daban 
por sus repasos y lo poco que le llevaba su madre para vestirse, procurarse la mayor parte de su alimentación y proveerse de lo necesario 
para la clase. Y la buena Margarita, cuando no tenía lo necesario para el hijo, recurría a personas caritativas pidiéndoles dinero prestado o 
su ayuda con trigo u otra cosa. Don Juan Turchi recuerda que su padre decía alguna vez haber contribuido también él a esta obra de 
caridad. «Pero ninguna desgracia le sucede al justo», dice Salomón 1; y Juan, resignándose alegremente a la voluntad de Dios, que todo lo 
dispone para bien de quien le ama, disimulaba sus privaciones, que le obligaban a ayunos más rigurosos de los mandados por la Iglesia. 

Un día de vacaciones pensó comer como hacía tiempo no lo había hecho. Se hizo con cierta cantidad de higos, fue a comprar un grueso 
pan de munición. Mientras volvía a casa, se encontró con un grupo de compañeros que jugaban a las bochas en la plaza de San Antonio, y 
se paró a verlos. Empezó entretanto, sin darse cuenta a mordisquear el pan y, distraído con el juego y otros pensamientos, acabó por 
comérselo del todo. Al terminar el juego, se acordó de que en casa le aguardaban los higos; mas al disponerse a volver, se extrañó de no 
tener el pan. Busca por aquí, busca por allá; pregunta a los compañeros; imagina que se lo han escondido en broma. Uno 

1 Prov., XII, 21. 
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dice: -Yo no he visto tu pan.-Otro: -Yo no lo he cogido; ((298)) hasta que un tercero salta y dice: 

-Pero qué buscas?, ísi te lo has comido tú todo!; lo he visto yo con mis propios ojos, asombrado de que pudieras meter en el estómago 
tanta cantidad de pan. -Entonces Juan convencido se echó a reír, ya que no se había dado cuenta mientras comía, ni por otra parte sentía el 
peso de aquel alimento en el estómago. Le tocó volverse a casa con el magnífico almuerzo hecho. Seguramente que varios días de 
abstinencia le habían despertado un apetito semejante. 

En efecto, se decía corrientemente entre los compañeros que Bosco no se alimentaba lo bastante. José Blanchard entre otros, le daba pan 
y fruta muchas veces diciéndole: -Toma, Juanito, toma, que te irá bien. -Su hermano Leandro se quejaba a la madre de que José se llevaba 
de la mesa las castañas más gordas para darlas a Bosco; pero la buena mujer, que vendía fruta, tomaba muchas veces del plato la manzana 
más hermosa y se la daba al hijo diciéndole: -Llévasela a Juan; es muy bueno y rezará por nosotros. -A veces Juan rogaba a su joven 
amigo que no se molestara y se quedara con aquellas golosinas; pero José insistía con tanto afecto, que no había más remedio que 
aceptarlas. -Pues bien, contaba el buen Blanchard en 1889, don Bosco no se olvidó de mí, ni se avergonzó en declarar lo poco que yo hice 
por él, cuando era joven y se encontraba tan apurado. Yo ya le había perdido de vista, y si me hubiera encontrado con él, quizá no me 
hubiera atrevido a saludarle ni a acercarme a él, teniendo. por seguro que no me habría reconocido. íCómo me engañaba! Un día, llevando 
yo en las manos un poco de comida y una botella de vino, lo encontré en Chieri, a la puerta de la casa Bertinetti donde se hospedaba, en 
medio de muchos sacerdotes que habían acudido para saludarle. Apenas me vio, dejó la ((299)) compañía y corrió a saludarme: -Oh 
Blanchard, cómo te va? 

-Muy bien, caballero; respondí yo. 

-Y por qué me llamas caballero? Por qué no me tuteas? íYo soy el pobre don Bosco, sin títulos ni cosas parecidas! 

-Perdona... yo creía que a estas horas... -Entretanto yo trataba de escabullirme, pues con la vestimenta que llevaba y la comida en la 
mano no me atrevía a tratar así tan a la buena con don Bosco, que me parecía a mí era un gran personaje. Pero don Bosco me dijo: 

-No quieres ya nada con los curas? 

-Oh sí, sigo estimándolos mucho, pero no me atrevo a detenerme aquí con esta facha. -Entonces don Bosco añadió: -Querido amigo, me 
acuerdo de cuando yo era estudiante; cuántas veces me 
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calmaste el hambre. Tú has sido en manos de la divina Providencia uno de los primeros bienhechores del pobre don Bosco -Y dirigiéndose 
a los sacerdotes que le acompañaban, exclamó presentándome: -íSeñores he aquí uno de mis primeros bienhechores! -Y después de haber 
contado el suceso, añadió: -Me interesa mucho que sepas que recuerdo siempre el bien que me has hecho. -Y estrechándome la mano 
añadió: -Siempre que tengas que ir a Turín, acércate a comer a mi casa. 

Como diez años después, en el 1886, habiendo oído Blanchard noticias poco agradables sobre la salud de don Bosco, se decidió a ir a 
Turín y se presentó en el Oratorio. El portero, al verle entrar lo detuvo, y preguntándole qué deseaba, le dijo: -Hoy no se puede hablar con 
don Bosco. A lo que repuso Blanchard: 

-Está o no está don Bosco en casa? 

-Está en casa, pero no da audiencia, porque no se encuentra bien, replicó el portero. 

-Eso no importa; tiene que recibirme, íporque me ha dicho mil veces que viniera! ((300)) 

-Así será, dijo el portero sin descomponerse; pero hoy no puedo dejar entrar a nadie: la orden es igual para todos. 

-Sí, para todos, menos para mí, que soy su amigo desde la infancia. íNo me dé usted ese disgusto! Además, si no se encuentra bien, es 
un motivo más para que yo lo vea. 

Ante la ingenua insistencia, el portero avisó por teléfono que un forastero deseaba ver a don Bosco, y la respuesta fue que entrara. Al 
llegar el buen anciano a la antesala, tuvo un nuevo altercado con el secretario, el cual pretendía presentarlo a don Rúa; cuando he aquí que 
se abre la puerta y aparece el mismo don Bosco; había reconocido por la voz a Blanchard, y salía andando con trabajo para sacarlo de 
apuros. Estrechó su mano, le hizo entrar y sentarse a su lado, le preguntó por su salud, por su familia, por sus negocios y luego con acento 
de la más viva gratitud le dijo: 

-Hace tantos años que nos conocemos; estoy viejo y enfermizo, pero nunca olvido lo que hiciste por mí en los años de nuestra juventud. 
Rezaré por ti y tú no olvides al pobre don Bosco. 

Después de media hora, viendo que se fatigaba, Blanchard se retiró; pero don Bosco recomendó que le acompañaran al refectorio y, 
como él no podía bajar aquel día, quiso que su amigo ocupara su puesto en la mesa en medio de los superiores. Allí contó el buen hombre 
lo que le había costado llegar hasta don Bosco y las palabras de reconocimiento que éste le había expresado. 
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((301)) 

CAPITULO XXXIV 

JUAN SE PRESENTA A EXAMEN PARA SER ADMITIDO EN LOS FRANCISCANOS -SUEÑO Y VACILACION -SE 
INTERESAN POR EL ALGUNOS DE CASTELNUOVO -CONSEJO DE DON CAFASSO -SIGUE SUS ESTUDIOS EN CHIERI 

LEEMOS en las memorias de don Bosco cómo se presentó a examen para su admisión en el noviciado franciscano. 

Dice así: «Aproximándose la fiesta de Pascua, que aquel año de 1834 caía el 30 de marzo, hice mi petición para ser admitido entre los 
Conventuales Reformados. Mientras esperaba la respuesta y sin que yo hubiera manifestado a nadie mis designios, he aquí que un día se 
me presentó Eugenio Nicco, un compañero con el cual no tenía gran intimidad y me preguntó: -De modo que has decidido hacerte 
franciscano? -Yo le miré sorprendido: -Y quién te lo ha dicho? -El me enseñó una carta, y añadió: -Me escriben para avisarte que te 
esperan en Turín para examinarte conmigo, porque yo también he decidido abrazar el estado religioso en esa orden. -Marché, pues, al 
convento de Santa María de los Angeles en Turín, me examiné y fui aceptado a mitad de abril 1, y ((302)) quedó todo preparado para 
entrar en el convento de la Paz en Chieri. Pero, pocos días antes del fijado para mi entrada, tuve un sueño bastante extraño. Me pareció ve 
una multitud de aquellos religiosos con los hábitos rotos corriendo en sentido contrario los unos de los otros. Uno de ellos vino a decirme: 
-Tú buscas la paz y aquí no vas a encontrarla. 

1 Los padres franciscanos conservan el documento siguiente, del que cortésmente nos facilitaron copia: «Anno 1834 fuit in conventu S. 
Mariae Angelorum Ord. Reformat. S. Francisci juvenis Joannes Bosco a Castronovo natus, die 17 augusti 1815 baptizatus, et confirmatus. 
Habet requisita et vota omnia. Die 18 aprilis. 

Ex libro II, in quo describuntur juvenes postulantes ad Ordinem acceptati et approbati ab anno 1638 ad annum 1838. 

Padre Constantino de Valcamonica.
Brescia per Rezzato»
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Observa la actitud de tus hermanos. Dios te prepara otro lugar, otra mies. -Quería hacer alguna pregunta a aquel religioso, pero un rumor 
me despertó y ya no oí nada más. Expuse todo a mi confesor, el cual no quiso oír hablar ni de sueños ni de frailes: -En este asunto, 
respondióme, es preciso que cada uno siga sus inclinaciones, y no los consejos de los otros». 

La respuesta del confesor y el sueño tenido, sin duda, debieron dejar perplejo a nuestro querido Juan; pero, no viendo motivo suficiente 
para apartarse de la determinación tomada, pensó que tal vez durante el año de noviciado podría probar si le convenía o no aquella 
comunidad. Por otra parte, Dios había puesto en su corazón la inclinación al estado religioso, y él la sentía cada vez con más fuerza, como 
veremos a lo largo de nuestra relación. Así que, persuadido de que Dios dirigiría los acontecimientos hasta ponerle en el camino que él 
quería emprendiera, marchó a Castelnuovo para pedir la bendición a su madre antes de vestir el hábito franciscano. ((303)) Margarita no 
tenía nada que oponer y, como mujer fuerte, le dejó marchar sin alterarse por ello. 

Juan se dirigió entonces a la casa parroquial. Don Dassano, desde los comienzos de enero, había renunciado a la parroquia de 
Castelnuovo por una seria contienda con el alcalde, referente al toque de la campana mayor, y monseñor Fransoni le había destinado a 
regir la de Cavour. Estaba en Castelnuovo, enviado por la curia de Turín en calidad de administrador, el teólogo don Antonio Cinzano, 
ausente aquella mañana. Evasio Savio, herrero de oficio, amigo de Juan hacía tiempo y admirador de su talento y su constancia en la 
piedad y el estudio, al verle a la puerta de la casa rectoral con un envoltorio de ropa blanca bajo el brazo, le preguntó: 

-Por qué has dejado Chieri? Acaso quieres volver con ese envoltorio a trabajar en alguna granja? 

-No, respondió Juan; vengo a ver al ecónomo para que me dé un certificado de buena conducta; y después voy a hacerme fraile 
franciscano. 

-Y por qué? 

-Cómo podría mi madre ayudarme para seguir los estudios? íYendo a los frailes espero seguir adelante! 

-Has comido ya? 

-Todavía no. 

-Pues ven a mi casa, comerás y después hablaré yo con el ecónomo. 

Savio, considerando el bien que Juan podría hacer a sus paisanos 
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y lamentando la pérdida que experimentaría Castelnuovo, trató de persuadirle durante la comida a que renuciara a aquel plan, que no le 
parecía bien pensado; y, según parece, le exhortó a aconsejarse con don Cafasso. Era la mejor de las propuestas. Aunque Juan no tenía 
todavía amistad con el joven y santo sacerdote, estudiante de moral en Turín, ((304)) era precisamente el único, a quien podía dirigirse con 
seguridad. Se podría afirmar de don Cafasso: «En corazón inteligente descansa la sabiduría, en el corazón de los necios no es conocida».1 
Fue Savio a visitar a don Cinzano, con quien tenía gran confianza, para interesarlo en favor de Juan, diciendo que ya era hora de ponerse 
todos de acuerdo para ayudarle a terminar los estudios, y que le ocasionaba gran pena verlo entrar en un convento. El ecónomo, que 
conocía a juan por su fama de virtuoso y aplicado, y a través de una carta de recomendación que había recibido del teólogo Arnaud de 
Chieri, le respondió que con gusto pondría parte del importe, pero que, entretanto, se dirigiera al caballero señor Juan Pescarmona, alcalde 
a la sazón en Castelnuovo, para que también él pusiera una buena parte. Con esto se despidieron; Savio mandó a Juan a casa diciéndole 
que volviese con su madre dentro de tres o 
cuatro días y que confiara en el Señor. Entretanto se presentó él mismo al caballero Pescarmona, señor muy generoso para Castelnuovo, 
fundador de obras benéficas, como la del Asilo, la de seis dotes anuales de trescientas liras cada una, para seis muchachas pobres del 
pueblo, y de varias otras instituciones, y le expuso la situación del joven Bosco, instándole a que concurriera a cubrir aquel gasto. El señor 
aceptó de buen grado la petición y sugirió a Savio que hablara además con el señor 
Sartoris, muy benemérito de los pobres. Sartoris también condescendió con gusto; y se llegó a la conclusión de que el ecónomo don 
Antonio Cinzano, el caballero Juan Pescarmona y el señor Sartoris pagarían siete liras mensuales cada uno, hasta el término de aquel año. 
Margarita Bosco se dirigió con el hijo a Castelnuovo, recibió la grata noticia conmovida hasta las lágrimas y con el más vivo 
reconocimiento volvió a I Becchi dando gracias a Dios. ((305)) 

Tal es en resumen la relación que hizo Juan Turco, hijo del difunto Domingo, al sacerdote salesiano don Segundo Marchisio, afirmando 
que todo ello se lo había oído contar a su suegro Evasio Savio, fallecido el 14 de mayo de 1868. El relato fue confirmado por su hermano 
José Turco. 

1 Prov., XIV, 33. 
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Entretanto, ya había pensado don Cafasso en la manera de facilitar a Juan el camino del sacerdocio. Juan volvió a Chieri y, apenas pudo, 
fue a Turín al Convictorio de San Francisco de Asís, se presentó a don Cafasso, le manifestó su estado y su decisión, y le pidió consejo. 
Don Cafasso le disuadió de entrar en los franciscanos, diciéndole: -Siga tranquilamente los estudios, entre en el seminario y secunde lo 
que la Providencia le prepara. -Don Cafasso adivinó de un golpe de vista la misión a que estaba 
destinado Juan. 

Cuando Margarita supo la última decisión de su hijo, siguió tan contenta como antes. -Con tal, decía ella, que se haga la voluntad de 
Dios. 

Y, en efecto, parece que la divina voluntad confirmaba sus designios aquel mismo año con otro sueño, que don Bosco narró 
confidencialmente a don Julio Barberis hacia 1870. Había anotado en su manuscrito: «El sueño de Morialdo se repitió cuando yo tenía 
diecinueve años y otras veces en lo sucesivo». Le había parecido ver un majestuoso personaje, vestido de blanco, radiante de luz 
esplendorosa, que guiaba una cantidad innumerable de muchachos. Se dirigió a él y le dijo: -Ven aquí: ponte al frente de estos muchachos 
y guíalos tú mismo. -Pero yo no soy capaz de guiar y enseñar a esos miles de chiquillos, respondió Juan. -El augusto personaje insistió 
imperiosamente, hasta que Juan se puso al frente de aquella multitud ((306)) de muchachos y empezó a guiarlos, de acuerdo con la orden 
recibida. 

Por todas estas razones Juan abandonó la idea de entrar en los franciscanos; pero sintiendo siempre en su corazón un deseo inexplicable 
de hacerse religioso donde quiera que fuera, continuó los estudios, que no interrumpió en este tiempo. 

Muchos querrán saber quién era este Evasio Savio, que tanto influyó en el porvenir de Juan. Responderá por mí nuestro carísimo 
hermano, ya difunto, don Domingo Ruffino. «Savio era un excelente obrero, todo un hombre de bien y buen cristiano, que siempre fue 
muy amigo de don Bosco. En el año 1862 se encontraron los dos en Turín. Hablaron de don Cafasso y de algunas personas que no ponían 
límite a su caridad. Cayó la conversación sobre algunos que, a su entender, debían haber empleado mejor sus riquezas. Don Bosco le dijo: 
-íQuién sabe, si usted las hubiera usado bien, de haberlas tenido! -Precisamente por eso, repuso Evasio, no deseo tenerlas: Sabe cuál es mi 
mayor preocupación? -Vivir y morir en gracia de Dios? -No, yo no pienso en la muerte: sólo me preocupo de estar bien preparado. Mi 
mayor preocupación es ésta: trabajo de herrero, y me preocupo enormemente, cuando al terminar el trabajo que se me ha 
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encargado, tengo que anotar el precio en el libro de cuentas. Entonces pienso para mis adentros: -Quién sabe si el precio que yo apunto 
será el mismo que anota el Señor? Si apunto de más, no será ello causa de mi condenación? Por eso lo pongo todo un veinte por ciento 
más barato que en los otros talleres. 

Su amistad con don Bosco encendía su celo para ayudarle cuanto podía en sus obras e iba con frecuencia a visitarle al Oratorio. En los 
priemros tiempos no se hubieran ((307)) conocido en Castelnuovo las Lecturas Católicas, de haberse ocupado de distribuirlas solamente 
los encargados de ello. Pero Savio, simple artesano, con un negocio de tres al cuarto, que se ganaba el pan con su trabajo, de tan escasa 
instrucción que apenas sí sabía anotar sus cuentas, recibía las Lecturas Católicas, las llevaba de acá para allá, hasta otros pueblos, sin 
reparar en viajes y molestias y, muchas veces, ni en gastos. 

Hasta aquí don Ruffino. Siempre será verdad que los instrumentos más generosos en las manos de Dios para promover su gloria, son los 
pobres de espíritu, las almas sencillas y los corazones sinceros. 
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((308)) 

CAPITULO XXXV 

CARIDAD DE JUAN CON SUS CONDISCIPULOS -ES EL ALMA DE LAS DIVERSIONES -DESAFIA A UN CHARLATAN A 
CORRER, A SALTAR, A SOSTENER LA VARITA MAGICA Y A SUBIR A UN ARBOL -IMPIDE CON LOS JUEGOS 
CONVERSACIONES PELIGROSAS 

DURANTE las angustiosas circunstancias descritas, a las que tuvo que someterse Juan para decidir su vocación, no cambió en nada su 
plan de vida; por eso ningún compañero ni superior se dio cuenta del peligro que corrieron de no volver a verlo entre ellos. El seguía con 
su acostumbrada caridad de explicar las lecciones a los compañeros que no las habían entendido bien y de enseñarles a redactar los 
trabajos; así se ganaba cada vez más la estima y el afecto de todos. Es de notar que su caridad no admitía excepciones. Contaba el señor 
Pompeyo Villalta haber oído contar a un tío suyo, en vida todavía el año 1889, que había en la clase cuatro o cinco muchachos judíos, que 
andaban la mar de apurados con el trabajo escolar señalado el viernes para el sábado por la tarde; porque, según el rigor de su ley que les 
enseñaba el rabino, no podían hacerlo sin pecar, y, por otra parte, el no hacerlo les causaba un gran disgusto y vergüenza, pues pasaban 
por desaplicados ante los demás escolares. Juan, compadecido de aquellos pobrecitos, les sacaba de apuros todos ((309)) los sábados, 
escribiéndoles el trabajo señalado por el maestro. Lo hacía para que no obraran contra conciencia y no quedaran expuestos a comentarios 
y críticas poco caritativas de los compañeros. Los judíos, por aquellos tiempos, tan sólo eran tolerados. Con su gran caridad se ganó de tal 
manera su afecto, que tuvo el inefable consuelo de alcanzar, para uno de ellos, la gracia de la conversión y del santo Bautismo. 

Sus atenciones llegaron también a los muchachos del pueblo. Los días festivos iba a buscarlos por plazas y calles para llevarlos con 
santas industrias al catecismo. A veces se presentaba en los lugares donde se reunían para jugar los más pendencieros. Se metía en la 
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partida, les ganaba y prometía devolverles la ganancia, si le acompañaban a la iglesia. No hay, pues, que extrañarse de que se ganara el 
corazón de tantos. El doctor Juan Marucco de Chieri atestigua: «Yo le admiraba por su recogimiento, modestia y mansedumbre. Jamás oí 
de sus labios una palabra menos correcta o de impaciencia; lleno de caridad con todos, era buscado sobre todo por los escolares de las 
clases inferiores. No sabía dar a nadie una negativa. Corregía con caridad a los compañeros, los cuales no se atrevían a oponerse a sus 
palabras. En los exámenes se distinguía siempre. Iban a porfía profesores y alumnos para mostrarle afecto y buscar su compañía. No podía 
ser mejor de lo que era». El doctor Gribaudi, compañero suyo, contaba a los superiores del Oratorio: «Suspirábamos por el momento de 
poder entretenernos con él, porque su amable trato ejercía en nuestra alma un encanto irresistible; y siempre que yo y mis compañeros 
podíamos ir con él y oír sus consejos adobados con algún ejemplo, animándonos a huir del mal y hacer el bien, nos considerábamos 
((310)) felices». Don Santiago Bosco añadió: «Por las tardes de primavera nos juntábamos unos veinte muchachos junto a un pequeño 
puente en las afueras de la ciudad y allí le esperábamos, unos apoyados y otros a caballo del pretil. Su llegada nos producía gran alegría: 
nos estrechábamos a su alrededor, y él empezaba a contarnos cosas siempre nuevas, variadas, edificantes y con tanta gracia que las horas 
parecían minutos. Cuando por algún quehacer, no aparecía en nuestra reunión, nos quedábamos tristones y suspirando por verlo a la tarde 
siguiente». Verdaderamente es cierto que «hay amigos que aman con más afecto que un hermano» 1. Aquellos muchachos le querían tanto 
que las madres no encontraban mayor castigo, cuando alguno faltaba en casa a su deber, que privarle por algún tiempo de su compañía. 

Juan era el alma de todas las diversiones. El mismo dejó escrito: 
«Además de mis estudios y de diversos entretenimientos, como el canto, el piano, la declamación, el teatro, a los que me entregaba con 
toda el alma, había aprendido otros varios juegos. Los naipes, las bolas, las chapas, los zancos, las carreras eran diversiones que me 
gustaban mucho, y en las que, si no era consumado maestro, tampoco era mediocre. Muchos los había aprendido en Morialdo, otros en 
Chieri; y, si bien en los prados de Morialdo era un aprendiz principiante, ahora ya podía competir con los profesionales. Todo esto 
maravillaba no poco, ya que como en aquella época apenas se conocían 

1 Prov., XVIII, 24. 
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tales habilidades, parecían cosas del otro mundo. A menudo daba sesiones en público y en privado. Y como la memoria me favorecía 
bastante, me sabía ((311)) al pie de la letra grandes párrafos de los clásicos, particularmente en verso. Estaba tan familiarizado con Dante, 
Petrarca, Tasso, Parini, Monti y otros, que los podía citar a capricho como si fueran cosa mía. Por eso me resultaba realmente fácil 
improvisar sobre cualquier tema. En aquellas diversiones, en aquellos espectáculos, a veces cantaba, a veces tocaba, o componía versos 
que se tenían por obras de arte, cuando en realidad no eran más que trozos de autores adaptados al tema propuesto. Por eso nunca di mis 
composiciones a otros, y alguna que escribí, procuré echarla al fuego. Pero, a fuerza de hacer versos, adquirí tal facilidad para rimar las 
palabras, que después, cuando empecé a predicar, todos notaban la cantidad de rimas que se me escapaban de la boca, tanto que hube de 
hacer grandes esfuerzos para remediar aquel defecto». Aún dura el recuerdo de dos academias, en las que él tomó parte, una de homenaje 
al alcalde y otra en honor de la misma ciudad de Chieri. 

Su habilidad gimnástica dio ocasión aquel año a un singular suceso. Ensalzaban algunos hasta las nubes a cierto saltimbanqui, que había 
dado un espectáculo público recorriendo a pie la ciudad de Chieri de punta a punta en dos minutos y medio, que casi es el mismo tiempo 
que emplea una locomotora a gran velocidad. Reservaba éste para el domingo los juegos más nuevos y llamativos. Como éstos atraían a 
muchos chiquillos, resultaba que a Juan le quedaban pocos para llevarlos a la iglesia. Esto le causaba mucha pena. Intentó convencer a los 
muchachos que hacían mal yendo a ver al saltimbanqui a aquellas horas, pero fue lo mismo que hablar a sordos. Mandó a algunas 
personas para invitar al saltimbanqui a que parara sus juegos, al menos durante el tiempo de las funciones en San Antonio; pero el mal 
educado sujeto se echó a reír. ((312)) Más aún, orgulloso de su se jactaba de valer más que todos los estudiantes juntos, estar pronto a una 
apuesta y seguro de ganarla. Los estudiantes se dieron por ofendidos ante tal provocación. Se hizo de ello cuestión de honor; se trató de 
cómo obligar al charlatán a retractarse de aquel insulto: todas las miradas se clavaron en Juan, que no quiso dejar de hacer causa. común 
con ellos: lo contrario, hubiera sido ofenderlos: por otra parte preveía que, con ventaja para el bien de los mismos estudiantes, adquiriría 
mayor ascendiente sobre ellos. También aquí viene a propósito el consejo de Salomón: «Defiende tu causa contra tu prójimo, pero no 
descubras los secretos de otros, 
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no sea que el que lo oye te avergüence y que tu difamación no vaya». 1 En efecto, habiéndole preguntado a don Bosco por qué hizo lo que 
vamos a ver, respondió: -Para condescender con el deseo de los compañeros. -Y así, sin calcular las consecuencias de sus palabras, dijo 
que, para dar gusto a los amigos, se apostaba de buena gana con aquel charlatán a jugar, a saltar y a cualquier otro ejercicio gimnástico. 
Un imprudente amigo contó en seguida estas palabras al saltimbanqui, el cual aceptó el desafío, burlándose del retador. Los estudiantes 
aplaudieron a su campeón, el cual ya comprometido, se consoló pensando que, si le favorecía la victoria, el adversario avergonzado, 
abandonaría el campo. 

Pronto corrió la noticia por Chieri: -Un estudiante desafía a un corredor profesional. -El lugar escogido fue la alameda de la Puerta de 
Turín. La apuesta era de veinte liras. Como Juan no tenía tal cantidad, varios amigos de familias acomodadas que pertenecían a la ((313)) 
Sociedad de la Alegria, le ayudaron. 

Asistían todos los estudiantes y una enorme multitud. Se eligieron los jueces. Juan se quitó la chaqueta para estar más libre en los 
movimientos: luego se santiguó y se encomendó a la Virgen, como acostumbraba hacer en todas las circunstancias grandes y pequeñas de 
su vida. Comenzó la carrera y su rival le tomó algunos pasos de ventaja; pero en seguida Juan ganó terreno y le dejó tan atrás, que éste se 
paró a mitad de la carrera dándole por ganada la partida. 

-Te desafío a saltar -dijo-;y tendré el gusto de verte en una acequia hecho una sopa; pero hemos de apostar cuarenta liras, o más, si 
quieres. -Los estudiantes que habían expuesto la primera cantidad, aceptaron el desafío y como le tocase al charlatán la elección del lugar, 
fijó el salto: consistía en saltar un canal hasta el muro de contención. Los contendientes, rodeados de una multitud de muchachos y 
personas adultas, se dirigieron al sitio indicado. El canal era bastante ancho y llevaba mucha agua. Saltó primero el charlatán y llegó a 
poner los pies junto al muro justamente, de modo que no se podía ir más allá; pero tuvo que agarrarse a un árbol de la orilla para no caer a 
agua. Todos estaban en suspenso y atentos para ver de qué era capaz Juan, ya que parecía imposible llegar más allá de donde había llegado 
el charlatán.Pero el ingenio vino en su ayuda. Dio el mismo salto, apoyó las manos sobre el parapeto o muro y cayó de la otra parte 
quedando en pie. Le dieron un gran aplauso. 

El charlatán gritó desdeñosamente: -Te desafío otra vez. Escoge 

1 Prov., XXV, 9-10. 
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el juego de destreza que prefieras. Juan aceptó y eligió el de la varita mágica, apostando ochenta liras. Tomó Juan una varita, puso un 
sombrero en su extremo y apoyó la otra ((314)) extremidad en la palma de la mano. Después, sin tocarla con la otra, la hizo saltar hasta la 
punta del dedo meñique, del anular, del medio, del índice, del pulgar; la pasó por la muñeca, por el codo, por los hombros, la corrió a la 
barbilla, a los labios, a la nariz, a la frente; luego, deshaciendo el camino, la volvió otra vez a la palma de la mano. 

-No creas que voy a perder, dijo el charlatán a su rival; éste es mi juego favorito. -Tomó la misma varita y, con maravillosa destreza, la 
hizo caminar hasta los labios, donde chocó con su nariz un poco larga, y, al perder el equilibrio, no tuvo más remedio que agarrarla con la 
mano, porque se le caía al suelo. 

El infeliz, viendo que le volaba su dinero, exclamó casi furioso: 

-Paso por todo, menos porque me gane un estudiante. Pongo los cien francos que me quedan. Los ganará aquél de los dos que coloque 
sus pies más cerca de la punta de ese árbol -y señalaba un olmo que había junto a la alameda. Los estudiantes y Juan aceptaron también 
esta vez. Es más, compadecidos del titiritero, les hubiera gustado que ganase él, pues no querían arruinarlo. El charlatán, abrazándose al 
tronco del olmo, subió primero, y, ágil como un gato, de rama en rama llegó a tal altura, que a poco más que avanzara, se doblaría y se 
rompería el árbol cayendo a tierra el que intentase encaramarse más arriba. Todos los espectadores convenían en que no era posible subir 
más alto. -íEsta vez has perdido! -íbanle repitiendo a Juan. Este lo intentó. Subió cuanto fue posible sin doblar el árbol; después, 
agarrándose a él con las dos manos, levantó el cuerpo y puso los pies un metro más arriba que su contrincante, por encima de la altura 
misma del árbol. Quién podrá nunca expresar los ((315)) aplausos de la multitud, la alegría de los compañeros de Juan, el orgullo del 
vencedor y la rabia del saltimbanqui? En medio de su gran desolación, los estudiantes quisieron proporcionarle un consuelo. 
Compadecidos de la desgracia de aquel infeliz, le propusieron devolverle el dinero, si aceptaba una condición: pagarles una comida en la 
fonda del Muretto. Aceptó agradecido, y en número de veintidós, tantos eran los partidarios de Juan, fueron a disfrutar de un opíparo 
banquete, que costó cuarenta y cinco liras, lo que permitió al charlatán embolsar todavía ciento noventa y cinco liras. 

Fue aquél un jueves de gran alegría para todos y de gran honor para Juan. También debió quedar contento el charlatán, pues volvió a ver 
en sus manos casi todo su dinero y gozó de la comida. Al despedirse 
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dio las gracias a todos diciendo: -Devolviéndome el dinero, me evitáis la ruina. Os lo agradezco de corazón. Guardaré de vosotros grata 
memoria. Pero, en la vida me volveré a desafiar con un estudiante. 

Testigo de este desafío fue el campanero de la catedral, Domingo Pogliano, el cual contaba el hecho a sus familiares, y amigos y 
afirmaba que Juan saltó el canal con tanta limpieza, que parecía llevado por un ángel. Nosotros, que en 1885 hemos visto a don Bosco 
jugar maravillosamente con una varita, fácilmente nos persuadimos de que no hay exageración en el relato. 

Juan continuó, mientras fue seglar, sirviéndose de su habilidad para introducirse en los grupos de muchachos, condiscípulos o 
conocidos, cuando temía que brotase una conversación poco decente. Empezaba llamdno su atención con palabras de cortesía y 
proponiéndoles algún juego original. Y ya les desafiaba a recoger del suelo una moneda con el dedo meñique y el índice ((316)) de la 
misma mano; ya a hacer el arco con el cuerpo, echándose para atrás hasta tocar el suelo con la cabeza y sin mover los pies; ya, juntando 
bien los pies, inclinarse y besar el suelo sin apoyarse con las manos. Y, mientras los que habían aceptado el desafío hacían las pruebas, los 
compañeros reventaban de risa contemplando sus contorsiones, sus esfuerzos inútiles, sus porrazos y caídas por el suelo; y, ocupados en 
esto, no pensaban en el tema de sus primeras conversaciones, y no se separaban de Juan sin haber recibido un buen pensamiento. 

Al leer estas páginas y ver al joven Bosco tan hábil en los juegos, tan pronto al desafío, tan atrevido en medio de la multitud, en fin, 
hecho un cabecilla de los estudiantes, alguien se figurará que tenía un aire desenvuelto, un hacer desvergonzado. Pues no era así. Hemos 
oído a ejemplares sacerdotes condiscípulos suyos, que de joven tenía el mismo porte que siendo sacerdote a los setenta años: amable, con 
cierta gravedad, reservado en el trato y en las maneras, parco en palabras. Algunos de ellos, que iban a visitarle al Oratorio después de 
años y años, exclamaban al salir de su habitación: -Es siempre el mismo, el de antaño cuando estábamos en Chieri. -Esto dijo, entre otros, 
el padre Eugenio Nicco de los Menores Observantes. 

Sin embargo, se le oyó repetir a don Bosco muchas veces: 

-Hasta entrar en el convictorio de San Francisco de Asís, no encontré nunca una persona que se preocupara de mi alma. Hice por mi 
cuenta lo que me parecía mejor; pero me parece que, de haber contado con un asiduo y cuidadoso director, hubiese podido hacer más de lo 
que hice. 
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((317)) 

CAPITULO XXXVI 

LECTURA Y ESTUDIO DE LOS CLASICOS ITALIANOS Y LATINOS -AMISTAD DE JUAN Y EL HEBREO JONAS -LE 
CONVIERTE AL CRISTIANISMO 

AL hablar don Bosco de estos años de su vida, se expresa así: 

«Al ver que pasaba el tiempo tan disipado, diréis que necesariamente debía descuidar los estudios. No os oculto que habría podido 
estudiar más, pero recordad que, con atender en clase, tenía suficiente para aprender lo necesario. Tanto más cuanto que entonces yo no 
distinguía entre leer y estudiar y podía repetir fácilmente el argumento de un libro leído u oído leer. Además, como mi madre me había 
acostumbrado a dormir más bien poco, podía emplear dos tercios de la noche en leer libros a mi placer, y dedicar casi todo el día a 
trabajos de mi libre elección, como dar repasos o lecciones particulares, cosas que, aunque me prestaba a hacerlas por caridad o por 
amistad, no pocos me las pagaban. Había por aquel tiempo en Chieri un librero judío, de nombre Elías, con quien me relacioné 
asociándome a la lectura de los clásicos italianos. Pagaba un sueldo por cada volumen, que devolvía después de leído. Leía en un día un 
volumen de la Biblioteca Popular. El año del cuarto curso del gimnasio lo empleé en la lectura ((318)) de los autores italianos. 

»En el de retórica me di a estudiar los clásicos latinos, y comencé a leer a Cornelio Nepote, Cicerón, Salustio, Quinto Curcio, Tito 
Livio, Cornelio Tácito, Ovidio, Virgilio, Horacio y otros. Yo leía aquellos libros por diversión, y me gustaban como si los entendiera 
totalmente. Sólo más tarde me di cuenta que no era cierto, puesto que, ordenado sacerdote, habiéndome puesto a explicar a otros aquellas 
celebridades clásicas, entendí que, sólo después de mucho estudio y gran preparación, se alcanza el sentido justo y su calidad literaria. 
Pero los deberes escolares, las ocupaciones de los repasos, el mucho leer, requerían el día y una gran parte de la noche. Varias 
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veces me sucedió que me pillaba la hora de levantarme con las Décadas de Tito Livio entre las manos, cuya lectura había empezado la 
noche anterior. Esto arruinó mi salud, de tal forma que, durante varios años de mi vida, parecía estar al borde de la tumba. Por eso siempre 
aconsejaré a los jóvenes que hagan lo que puedan y no más. La noche se hizo para descansar. Y, fuera del caso de necesidad, nadie debe 
dedicarse a estudios, después de cenar. Un hombre robusto resistirá durante algún tiempo, pero acabará por dañar más o menos su salud». 

La tenaz memoria de Juan era un don extraordinario que Dios le había concedido. El no dejó enmohecer este tesoro, sino que lo 
perfeccionó con el continuo ejercicio, estudiando no sólo los puntos principales de los libros, sino el libro entero, desde el primer renglón 
hasta el último, fijándose especialmente en los textos más difíciles ya fuera por la lengua, primero el latín y después el griego, ya fuera por 
la construcción de los períodos, o por la misma oscuridad del sentido, sin cansarse jamás hasta haberse posesionado plenamente de ello. 
Leía además a los célebres comentaristas de los clásicos latinos ((319)) e italianos y todas las gramáticas entonces conocidas que podía 
hallar a mano. 

Parece que esta facultad no se debilitó en él con el correr de los años, puesto que el último de su vida, después de las audiencias de 
varias horas, solía recrear a sus dos secretarios recitando algún terceto de Dante o alguna octava real de Tasso: después se detenía de 
pronto, como si no recordara los versos siguientes, e invitaba a sus oyentes a seguir; lo que no siempre sabían éstos hacer, y entonces él le 
apuntaba sugiriendo el primer verso, y si aún quedaban estancados, continuaba él, sin más, la parte del poema hasta el fin, como si la 
tuviera ante los ojos. Esto era para él una distracción; y los secretarios que así lo entendían, empezaban a veces ellos mismos a recitar 
cualquier estrofa del final o del medio de un poema, que don Bosco nunca se encontraba embarazado para continuar. Dos meses antes de 
su muerte, iban con él en coche don Rúa y su secretario; cayó la conversación sobre ciertos pasajes de historia sagrada, que sirvieron a 
Metastasio de argumento para uno de sus dramas. Y él, el venerando Padre, se puso a declamar con gusto y sin errar, las escenas más 
emocionantes de este autor. Y eso que desde los cursos del gimnasio no había abierto más aquellos libros. 

De aquí tomaba don Bosco ocasión para animar a sus jóvenes clérigos a estudiar mucho y a aprender muchas cosas de memoria, aun al 
pie de la letra: -Adquirid muchos y variados conocimientos, 
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les decía, os ayudarán para hacer el bien especialmente a la juventud; pero, si no se ejercita la memoria, de nada os servirá haberlos 
aprendido, porque fácilmente los olvidaréis. -Estas palabras demuestran la razón de su continua lectura; y, en efecto, su memoria, unida a 
una gran inteligencia y firmeza de voluntad, le permitió hacer mucho bien a toda clase de gente. ((320)) 

Ya hemos indicado la amabilidad con que Juan trataba a los jovencitos judíos, sus condiscípulos. Vamos a narrar las felices 
consecuencias de esta su caridad. 

Durante el año de humanidades, estando todavía en el café de Juan Pianta, entabló amistad con un joven hebreo llamado Jonás. Frisaba 
éste los dieciocho años, era de hermosísimo aspecto y cantaba con una voz preciosa. Jugaba bien al billar, y como se conocían de 
encontrarse en la librería del tal Elías, apenas llegaba al café, preguntaba por él. Juan le tenía gran cariño, y Jonás a su vez, sentía una gran 
amistad por Juan. Rato libre que tenía, iba a pasarlo con el amigo en su aposento y se entretenían cantando, tocando el piano, leyendo y 
relatando mil historias. 

Un día tomó parte en una reyerta que pudo acarrearle tristes consecuencias, por lo que corrió a aconsejarse con Juan. -Querido Jonás, le 
dijo Juan: si fueras cristiano, te acompañaría en seguida a confesarte; pero esto no te es posible. 

-También nosotros vamos a confesarnos, si queremos. 

-Vais a confesaros, pero vuestro confesor no está obligado al secreto, no tiene poder para perdonar los pecados, ni puede administrar 
ningún sacramento. 

-Si quieres acompañarme, iré a confesarme con un sacerdote. 

-Yo te podría acompañar, pero se requiere una larga preparación. 

-Cuál? 

-La confesión perdona los pecados cometidos después del bautismo. Por lo tanto, si quieres recibir cualquier sacramento, se precisa 
recibir el bautismo primero. ((321)) 

-Qué debo hacer para recibir el bautismo? 

-Instruirte en la religión cristiana, creer en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Entonces sí podrías recibir el bautismo. 

-Y qué ventajas me traería el bautismo? 

-El bautismo te borra el pecado original y todos los pecados actuales, te abre la puerta para recibir otros sacramentos; en fin, te hace hijo 
de Dios y heredero del paraíso. 
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-Entonces los judíos, no nos podemos salvar? 

-No, querido Jonás. Después de la venida de Jesucristo, los judíos no pueden salvarse si no creen en él. 

-íPobre de mí, si mi madre llega a enterarse que quiero hacerme cristiano! 

-No temas; Dios es el Señor de los corazones, y si te llama para hacerte cristiano, él hará de modo que tu madre se conforme o proveerá 
de otro modo al bien de tu alma. 

-Tú que me aprecias tanto, qué harías si estuvieras en mi lugar? 

-Empezaría por instruirme en la religión cristiana; mientras tanto, Dios abriría los caminos para cuanto deba hacerse en lo porvenir. 
Toma, pues, el catecismo elemental y empieza a estudiarlo. Ruega a Dios que te ilumine y te haga conocer la verdad. 

Jonás empezó desde aquel día a aficionarse al estudio de la fe cristiana. Iba al café y después de echar una partida al billar, buscaba a 
Juan para conversar sobre religión y catecismo. En pocos meses aprendió la señal de la cruz, el Padrenuestro, el Avemaría, el Credo y las 
verdades principales de la fe. Estaba contentísimo de ello y cada día que pasaba mejoraba en su conducta y en sus conversaciones. ((322)) 

Era huérfano de padre desde niño. La madre, de nombre Raquel, había tenido alguna vaga noticia de que el hijo se inclinaba a cambiar 
de religión, pero no sabía nada seguro. La cosa se descubrió así: un día haciéndole la cama, encontró el catecismo que su hijo había dejado 
inadvertidamente entre el colchón y el jergón. Se puso a gritar por toda la casa, llevó el catecismo al rabino y, sospechando lo que sucedía 
corrió a toda prisa en busca de Bosco, de quien había oído hablar muchas veces a su propio hijo. 

Imaginaos el tipo de la misma fealdad y tendréis una idea de la madre de Jonás: tuerta, dura de oído, de nariz abustada, desdentada, 
labios gruesos, boca torcida, barbilla larga y puntiaguda, y una voz que parecía un gruñido. Los judíos solían llamarla la Bruja Lili, 
nombre con el que ellos indican lo más feo. Su aparición espantó a Juan, y antes de que pudiera rehacerse, empezó a decirle: -Sepa usted 
que se equivoca del todo; usted ha sido el que pervitió a mi Jonás; lo ha deshorado ante todos; no sé qué va a ser de él. Temo que se haga 
cristiano, y usted será el culpable. -Juan, que no conocía aún a la madre de su amigo, 
comprendió por aquellas palabras quién era y de qué hablaba. Le expuso con toda calma que debía estar satisfecha y dar gracias a quien 
hacía el bien a su hijo. 
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-Qué bien? Es que es algún bien hacerle a uno renegar de su religión? 

-Cálmese, buena señora, le dijo Juan, y escúcheme. Yo no he buscado a su hijo Jonás; nos hemos encontrado en la librería de Elías. Nos 
hicimos amigos sin saber cómo; él me aprecia y yo le ((323)) aprecio también mucho y, como amigo suyo de verdad, deseo que salve su 
alma y que pueda conocer la religión fuera de la cual no hay salvación para nadie. Advierta que yo le he dado un libro a su hijo, diciéndole 
únicamente que conozca nuestra religión y que, si él se hace cristiano, no abandona la religión hebrea, sino que la perfecciona. 

-Si él se hace cristiano, deberá dejar a nuestros profetas, pues los cristianos no admiten a Abrahán, Isaac y Jacob, ni a Moisés ni a los 
profetas. 

-Nosotros creemos en todos los santos patriarcas y en todos los profetas de la Biblia. Sus escritos, sus palabras, sus profecías, 
constituyen el fundamento de la fe cristiana. 

-Si estuviera aquí nuestro rabino, él sabría responder. Yo no sé ni la Mishná ni las Gemara (las dos partes del Talmud); pero qué será de 
mi pobre Jonás? 

Dicho esto se fue. Sería largo contar aquí las molestias que tuvo que sufrir Juan y los muchos ataques que le dirigían la madre, el rabino 
y los parientes de Jonás. Y no hubo amenaza, ni violencia que no empleasen también contra el animoso joven hebreo. Todo lo soportó y 
siguió instruyéndose en la fe. Como peligraba su vida en familia, se vio obligado a abandonar su casa y vivió casi de limosna. Pero 
muchos le socorrieron. Y para que todo procediese con la debida prudencia, Juan puso a su amigo en manos de un sabio sacerdote que le 
prodigó cuidados paternales. Cuando estuvo bien instruido en religión y se decidió a hacerse cristiano, se celebró una gran fiesta, que fue 
de edificación para toda la ciudad y de estímulo para otros judíos, algunos de los cuales abrazaron más tarde el cristianismo. Los padrinos 
fueron los esposos Carlos y Octavia Bertinetti, los cuales proveyeron al neófito de cuanto necesitaba, ((324)) de forma que, hecho 
cristiano, pudo ganarse honestamente el pan con su trabajo. El nombre que se le puso fue el de Luis. Observó una vida verdaderamente 
cristiana y mantuvo siempre amistad y viva gratitud con Juan Bosco. Iba a veces a visitarlo a Turín. El que escribe estas páginas lo 
encontró hacia 1880 en el Oratorio de San Francisco de Sales. 
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Eran las primicias del apostolado de Juan, prenda de gracias celestiales sin número. No en balde dice el apóstol Santiago: «Si alguno de 
vosotros se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que el que convierte a un pecador de su camino desviado, salvará su alma de la 
muerte y cubrirá multitud de pecados».1 

1 Santiago, V, 19-20. 

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((325)) 

CAPITULO XXXVII 

DIA ONOMASTICO DEL PROFESOR BANAUDI Y UNA DESGRACIA -JUAN TERMINA EL CURSO DE HUMANIDADES CON 
UN ESPLENDIDO EXAMEN -SU ENCUENTRO CON EL TEOLOGO ANTONIO CINZANO -AFECTO PATERNAL DEL NUEVO 
PARROCO DE CASTELNUOVO A JUAN 

GRANDES eran los progresos de Juan lo mismo en lengua italiana, que en latín y griego bajo la dirección del profesor don Pedro 
Banaudi, sacerdote, verdadero modelo de maestro. Sin imponer jamás castigo alguno, había logrado hacerse temer y amar por todos los 
alumnos. El los quería a todos como a hijos y ellos le correspondían con el mismo amor que a un tierno padre. Queriendo darle una 
muestra de su afecto, se concertaron para festejar su día onomástico con una pequeña velada, en la que declamaron discursos y poesías y 
le ofrecieron algunos objetos de su especial agrado. La fiesta resultó espléndida y el maestro quedó contentísimo; tanto que, para 
manifestarles su plena satisfacción, quiso dar a todos sus discípulos una comida en el campo. Fue un día agradabilísimo; un solo corazón y 
una sola alma unía a profesor y alumnos y todos buscaban la manera de expresar su alegría. Antes de volver a la ciudad de Chieri, el 
profesor encontróse con un forastero a quien debía acompañar, dejando solos a los alumnos por un ((326)) corto trecho de camino. En ese 
momento se acercaron a ellos algunos compañeros de las clases superiores y les invitaron a tomar un baño en el lugar llamado la fuente 
roja, canal ancho y profundo que conducía las aguas a un molino, 
casi a una milla de Chieri. Juan y algunos compañeros se opusieron, aunque inúltimente; entraron con Juan en la ciudad, y otros se fueron 
a nadar. Triste decisión. Pocas horas después de llegar a casa los más juiciosos, se presentó un compañero y luego otro, espantados y 
jadeantes, diciendo: -íSi supierais lo que ha pasado! Felipe N., el que tanto insistió para que fuéramos a nadar, se ha ahogado. -Cómo? 
-dijeron todos-, ísi era un famoso nadador! -íQué queréis! -continuó el otro-para animarnos a 
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zambullirnos en el agua, confiando en su habilidad y sin conocer los remolinos de la peligrosa fuente roja se echó el primero. Estábamos 
nosotros esperando que saliera a la superficie y nos llevamos un chasco. Empezamos a gritar, acudió gente, se emplearon todos los 
medios, y aunque con peligro de algunos, después de hora y media se logró sacar el cadáver-. La desgracia causó en todos una profunda 
tristeza, y ni aquel año ni al siguiente se oyó decir que nadie apuntara la idea de ir a nadar. 

Entretanto, el año de humanidades tocaba a su fin. En agosto de 1834, el profesor Lanteri llegaba a Turín a Chieri para presidir los 
exámenes. Juan fue en seguida a visitarle. -Qué desea, mi amigo?, le preguntó Lanteri. -Una sola cosa: que me dé buena calificación.-íEso 
es hablar claro! -exclamó Lanteri, sonriendo. -Es que yo soy muy amigo del profesor Gozzani.-De veras? íEntonces también lo seremos 
nosotros! -íEstupendo! Pero sepa que Gozzani me ha dado buenas notas. -Al llegar el día del examen, encontraron a Juan ((327)) 
preparadísimo. Preguntado sobre Tucídides, respondió maravillosamente. Entonces Lanteri tomó en mano un volumen de Cicerón y le 
dijo: -Qué quieres que veamos de Cicerón? -Lo que le parezca. -Lanteri abrió el libro y cayeron bajo sus ojos las Paradojas.-Quieres 
traducir? -Encantado, y si usted me lo permite, estoy dispuesto a recitarlas de memoria. -Posible? -Y Juan, sin más, empezó a recitar el 
título en griego y luego siguió adelante. -íBasta!, exclamó maravillado el profesor Lanteri, al llegar a cierto punto; dame la mano; quiero 
que seamos amigos de verdad. -Y empezó a hablar familiarmente con él de cosas ajenas a la escuela. 

Sus profesores, especialmente el doctor Banaudi, le aconsejaron pidiera ser examinado para seguir filosofía y, en efecto, fue aprobado 
para ello. Pero como le gustaban las letras, después de pensarlo, creyó mejor seguir las clases y hacer el curso de retórica, o sea el quinto 
de gimnasio. Algunos profesores amigos suyos, a los cuales había pedido consejo, aprobaron su decisión, especialmente porque así se 
perfeccionaría para escribir, adquiriendo pureza y propiedad de estilo. No preveía entonces Juan que el Señor quería le sirviera también 
con la pluma, y que sus escritos, tan del gusto del pueblo, íprocurarían la salvación de millares de almas! 

Dando gracias a Dios por el feliz éxito de sus exámenes, Juan volvió junto a su madre, y, según su costumbre, ayudaba a su hermano 
José en la granja de Susambrino, continuando también el estudio de sus libros predilectos y las reuniones con los muchachos sus amigos. 
En uno de aquellos primeros días de vacación, mientras 
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con un libro en la mano llevaba una vaca a pastar, se encontró por el camino que atravesaba el valle con don Cinzano, ecónomo parroquial 
de Castelnuovo, que iba a visitar a los enfermos. Admirado del porte de aquel joven a quien veía por ((328)) vez primera, don Cinzano le 
preguntó quién era y qué quería ser; y enterado de que se trataba de aquel Juan Bosco, de quien ya le había hablado Evasio, se entretuvo 
un rato con él, preguntándole por los estudios hechos y por los deseos de ser un día 
sacerdote. Tan satisfecho quedó de las respuestas de Juan que, de vuelta por aquellos alrededores, lo mandó llamar, y tras un breve 
diálogo, quedó admirado de su despejado ingenio profundamente cristiano y concibió la más alegres esperanzas. Después le dijo: -Todavía 
no he abierto casa en Castelnuovo, puesto que debo ausentarme con frecuencia. Si quieres ir a la casa parroquial para guardarla, como si 
fueras el portero, te concedo albergue en ella. Yo te proporcionaré el pan y María Febraro te preparará 
la comida. Allí podrás estudiar con toda comodidad. Pide permiso a tu madre y vente pronto. -Juan aceptó la mar de alegre la proposición 
y cumplió puntualmente en su nuevo puesto. 

Este encuentro providencial rompió un nuevo plan que Juan iba fraguando en su mente. Aunque obediente al consejo de don Cafasso, 
acariciaba todavía la intención de consagrarse a las misiones extranjeras, tanto más cuanto que, por entonces, la Obra de la Propagación de 
la Fe, fundada en Lyon, aunque andaba en sus comienzos, ya tenía fama por el Piamonte. Las Cartas edificantes de la Obra, en la que se 
describían las fatigas y los martirios de los misioneros, se leían con avidez. De no haber alcanzado la seguridad de que el teólogo Cinzano 
y otros bienhechores le iban a ayudar, él se hubiera hecho misionero. Así se lo confiaba él mismo al profesor don Juan Turchi. Y, desde 
luego, no hay que creer que fuera una veleidad. El buen Dios se servía de las 
contrariedades humanas para concebir y aumentar en su corazón un deseo que conservó continuamente, hasta que logró realizarlo. Estaba 
destinado a ser no sólo religioso y ((329)) misionero, sino fundador de Congregaciones religiosas y de extensas misiones en países 
extranjeros y de infieles. 

Don Cinzano, una vez ganada en concurso la parroquia de Castelnuovo, tomó solemne posesión de ella en el mes de agosto. Y Juan 
siguió durante todas las vacaciones en la casa parroquial, prestando los servicios que podía. El párroco admiraba la piedad de su protegido 
y, como era hombre culto, se entretenía a menudo con él hablando de las materias estudiadas, de la hermosura de la lengua y del estilo de 
los autores explicados, el modo de interpretarlos, 
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abriendo, por así decirlo, a Juan nuevos horizontes. Más tarde, recordando don Cinzano con entusiasmo aquellos primeros meses en que 
tuvo a Juan consigo, recalcaba entre otras cosas, en presencia de más de veinte personas por él convidadas, entre las cuales estaban José 
Buzzetti y varios muchachos del Oratorio, que en 1834 había oído decir a los campesinos que el jovencito Bosco estaba dotado de una 
memoria tan pronta y tenaz, que fácilmente retenía y repetía a sus compañeros los sermones y las pláticas oídas en la iglesia; y que, a este 
propósito, él mismo un domingo, después de bajar del púlpito, quiso entretenerse con él y preguntarle para cerciorarse de la verdad de lo 
que se decía, y que, con admiración suya, Juan le repitió todo el sermón que había predicado, sin titubear un momento. 

Y lo presentaba como dotado de gran ingenio, de extraordinaria constancia en el estudio, lleno de virtudes y celoso del bien moral y 
religioso de sus compañeros, hecho todo un misionero en pequeño. Añadía cómo muchas veces manifestaba su ardiente deseo de ser 
sacerdote, para dedicarse especialmente a la juventud, hacia la cual sentía una inclinación irresistible. 

Desde entonces en adelante se estableció entre don Cinzano y Juan Bosco una relación estrechísima, como entre padre e hijo. Varias 
veces le presentó a don Cafasso, rogándole se interesara por él. ((330)) No era necesaria, pero sí utilísima la recomendación de este buen 
pastor. 

Después de tantos años de contradicciones, la Providencia daba tregua a las pruebas. Juan, con su heroica constancia y confianza, se 
había mostrado digno de la misión que le había preparado. Pero la obra aún no estaba terminada: la estatua necesitaba más golpes de 
gubia; la planta, ya crecida y próxima a dar frutos abundantísimos tenía todavía que podar algunas ramas para adquirir más belleza y más 
vigor. Pero este trabajo ya no es un sufrimiento, es un premio. La amistad cristiana se encargará de 
proporcionar esta perfección. «El amigo fiel es remedio de vida; los que temen al Señor lo encontrarán. El que teme al Señor endereza su 
amistad, pues como él es, será su compañero».1 Terminadas las vacaciones, volvió Juan a Chieri para el curso de retórica. El párroco 
mismo le colocó a pensión en casa de un tal Cumino, sastre, por ocho liras al mes, que él se las apañaba para pagar con la ayuda de 
personas generosas, y especialmente de los señores Pescarmona y Sartoris. Los esposos Cumino, en cuya casa se había también hospedado 
durante cuatro años el estudiante 

1 Eclesiástico, VI, 16-17. 
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Cafasso, habitaban cerca de la espaciosa plaza de San Bernardino, junto a la cual se levantaba la iglesia de San Antonio. Un cuarto de la 
planta baja, que servía de cochera o de caballeriza, fue el destinado para dormitorio de Juan, y en él durmió durante varios meses, según 
nos lo aseguraron el señor Pianta y otros ancianos de la ciudad. Pero, la mano bienhechora de don Cafasso que con largueza seguía 
ayudando a su antiguo huésped, obtuvo para Juan un alojamiento más conveniente y otras ventajas no despreciables. 

Supimos el encuentro de Juan con el teólogo Cinzano y las primeras munificencias de este buen sacerdote con el pobre estudiante, por 
don Febraro Castelnovese, párroco de Orbassano, quien de palabra y por escrito, nos contó haberlo oído de labios del cura de 
Castelnuovo, con el cual estuvo de vicario durante algún tiempo. 

A su llegada a Chieri Juan se encontró con que el profesor Banaudi, cansado de los muchos años de escuela, se había retirado y que le 
había sucedido el teólogo Juan Bosco, muy joven y que empezaba entonces la carrera de la enseñanza. 

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((332)) 

CAPITULO XXXVIII 

EL CURSO DE RETORICA -LUIS COMOLLO Y SU AMISTAD CON JUAN -LE DEFIENDE CONTRA UNOS INSOLENTES 
-HUMILDE CONFESION -HERMOSOS EJEMPLOS DEL AMIGO 

DICHOSO el que encuentra un verdadero amigo. El amigo fiel es un poderoso protector; el que lo encuentra ha encontrado un tesoro. El 
amigo fiel no tiene precio: no hay peso que mida su valor». 1 Juan tuvo esta suerte durante su curso de retórica. Es una época envidiable 
de su vida, que vamos a dejar nos la refiera él mismo. 

«Al comenzar el año escolar 1834-35, durante el cual yo hacía el curso de retórica en CHieri, me encontré casualmente en la casa de 
huéspedes del difunto Santiago Marchisio, a tiempo que se hablaba de las buenas cualidades de algunos estudiantes. Decía así el amo de la 
casa: -Me han dicho que en casa de fulano va a entrar un estudiante santo -Yo me sonréi, tomando la cosa a broma. -Es así, añadió el 
amo, debe ser el sobrino del cura Cinzano, muchacho de distinguida virtud. También su tío, el cura, tiene fama de santo. ((333)) 

»Yo no hice entonces gran caso de aquellas palabras, pero la noticia despertó una gran espectación entre mis compañeros de retórica. 
Deseaba yo conocer al joven, mas no sabía su nombre. Un suceso me lo puso al alcance. Hacía algunos días que veía a un tímido 
muchacho como de unos quince años, que mostraba tanta compostura en su porte, tanta modestia en el andar por las calles, y tanta 
afabilidad y cortesía con todos, que yo estaba verdaderamente sorprendido. Crecía mi admiración al observar su 
exactitud en el cumplimiento de los deberes y la puntualidad con que acudía a las 

1 Eclesiástico, XXV,12;IV,14-15 
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clases. Una vez en el puesto que le habían señalado, no se levantaba sino para aquello que el deber le prescribía. 

»Es costumbre de los estudiantes pasar el tiempo de entrada con bromas, juegos y saltos peligrosos. Los más disipados y menos amigos 
del estudio se entregan de lleno a esas cosas y son los que se hacen más célebres. Invitaban también a esto al modesto jovencito, pero él se 
excusaba siempre diciendo que no tenía práctica ni habilidad para aquellos juegos. Pero un día cierto compañero insolente se le acercó 
mientras él, sin preocuparse del griterío de los demás, leía o estudiaba. Le tomó por un brazo, con palabras y sacudidas violentas, 
pretendiendo obligarlo a tomar parte en aquellos saltos descomedidos que se hacían en el aula. -No sé, respondió el otro humildemente y 
mortificado, no sé; nunca he jugado a estos juegos; no tengo práctica y me expongo 
a hacer el rídiculo. -Pues has de venir; de lo contrario, te obligaré a patadas y bofetones. -Puedes pegarme lo que quieras, pero no sé, no 
puedo y no quiero. 

»El mal educado y perverso condiscípulo, agarrándolo por el brazo, lo arrastró y le ((334)) dio un par de bofetadas, que resonaron por 
toda el aula. Ante aquel espectáculo, sentí hervir la sangre en mis venas, y esperaba que el ofendido lógicamente se vengase; tanto más 
cuanto que el ultrajado era mucho mayor que el otro en estatura y en edad. Pero cuál no fue mi maravilla, cuando el joven desconocido, 
con la cara enrojecida y casi lívida y dando una mirada de compasión a su confesor, le dijo 
solamente: -Si con esto quedas satisfecho, dalo por terminado; yo te perdono.-Aquel acto heroico despertó en mí el deseo de saber su 
nombre: era Luis Comollo, sobrino del cura de Cinzano, de quien tantos encomios se habían oído en la pensión de Marchisio». 

Luis Comollo había nacido el 7 de abril de 1817 en la aldea llamada Apra del ayuntamiento de Cinzano, en donde era párroco don José 
Comollo, tío suyo paterno, docto y santo eclesiástico. Desde niño había demostrado gran inclinación a la piedad; chiquito todavía, reunía 
los días festivos durante las horas de recreo a algunos de sus paisanos para contarles ejemplos edificantes; a los diez años se había ganado 
tanta estima de los aldeanos, que, si alguno se atrevía a pronunciar en su presencia palabras 
obscenas, le decían: -íCalla, que te oye Luis! -Cuando llevaba el ganado a pastar él solo o con otros pastorcillos, leía libritos espirituales y 
a veces los invitaba a rezar o a cantar letrillas piadosas. Honraba a la Virgen dejando algo de la comida o de la fruta que le daban, 
diciendo: -Esto hay que regalárselo a María. -El día de su primera comunión regaló un 
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vestido a un niño pobre, a costa de sus ahorros. Le gustaba mucho las funciones de iglesia y se decidió por el ((335)) estado eclesiástico, 
diciendo: -Como los sacerdotes abren el paraíso a los demás, espero que también lo podré abrir para mí. -Había aprendido los primeros 
rudimentos de la lengua latina con su tío el párroco. Cursó el tercer año de gimnasio en Caselle con el sacerdote Strumia. Luis Comollo 
era el consuelo y la alegría de su casa. Y este era el amigo que la divina Providencia había preparado para Juan. 

Del todo semejante a él en la virtud, aunque de carácter diverso, Juan se sentía atraído hacia aquel jovencito por un gran afecto, que no 
disimuló a lo largo de su vida, y que fue por él enteramente correspondido. Los modales recatados y sencillos de Comollo, el no querer 
aprovecharse de la confianza que se le daba, el no atreverse a tratar con licencias, fueron para Juan motivo de agradecimiento al Señor. «S 
el amigo se humilla ante ti y se retira de tu presencia, tendrás una amistad buena y leal, mas, si estás humillado, estará contra ti, y se 
hurtará de tu presencia». 1 «El estudiaba humanidades, sigue escribiendo don Bosco, y por tanto era de un curso inferior al mío, pero 
estábamos en la misma aula y teníamos el mismo profesor. A partir de entonces le tuve por íntimo amigo, y puedo decir que aprendí de él 
a vivir como buen cristiano. Puse toda mi confianza en él y él en mí. Nos necesitábamos mutuamente. Yo necesitaba su ayuda espiritual, y 
él la mía corporal; ya que Comollo, por su gran timidez, nunca intentaba la propia defensa contra los insultos de los malos, mientras que 
yo era temido por todos los compañeros, aun mayores en edad y estatura, por mi fuerza y coraje. Lo había hecho patente un día con ciertos 
individuos, que querían 
burlarse de Comollo y pegarle lo mismo que a otro joven llamado Antonio Candelo, el caso clásico del chico bonachón. ((336)) 

»Viendo un día a aquel par de inocentes maltratados, dije en alta voz: -íAy de los que se burlen de éstos! -Muchos de los más altos y 
descarados se juntaron en defensa común amenazándome a mí, al mismo tiempo que sonaban dos bofetadas en el rostro de Comollo. En 
aquel instante me olvidé de mí mismo y echando mano, no de la razón, sino de la fuerza bruta, al no encontrar a mi alcance ni una silla ni 
un palo, agarré por los hombros a un condiscípulo y me serví de él como de un garrote para golpear a mis enemigos. Cuatro cayeron 
tendidos por el suelo y los otros huyeron gritando y pidiendo socorro. Mas... íay!: en aquellos momentos entró en el aula el profesor, 

1 Eclesiástico, VI, 12. 
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y al ver por el aire brazos y piernas en medio de un vocerío de padre y muy señor mío, se puso a gritar repartiendo palmetazos a derecha e 
izquierda. Iba a descargar la tempestad sobre mí, pero antes hizo que le contaran la causa de aquel jaleo; y luego dispuso que se repitiera la 
escena o, mejor, la prueba de aquella mi fuerza. Rió el profesor, rieron todos los alumnos y fue tal la admiración, que no pensó más en el 
castigo que me había merecido». 

Admiramos la humildad de Juan al relatar el hecho. No resulta fácil admitir que su ánimo generoso no experimentara una fuerte 
sacudida al ver tratar tan brutalmente a un inocente muchacho. Quién, en su caso, no hubiera hecho lo mismo, aun teniendo menos coraje? 
«Arranca al oprimido de manos del opresor, y a la hora de juzgar no seas pusilánime», ha dicho el Espíritu Santo 1. Por otra parte Juan 
exagera sin duda el hecho. Todos sus compañeros de ((377)) estudios, al contarnos los años de su juventud, 
convienen en pintarlo, como un modelo de mansedumbre, y nosotros sabemos que él, golpeado e insultado, soportó pacientemente la 
injuria sin defenderse. Por otra parte, el profesor no hubiera hecho repetir la escena, de no haber tenido el carácter de justa defensa, y de 
descomedida venganza con peligro de algún daño para la clava viviente o para los sacudidos. Cuando el mismo don Bosco contaba alguna 
vez esta anécdota a sus sacerdotes durante el tiempo de recreo,k la presentaba cómicamente con tal mezcla de broma y de serio, que hacía 
desternillarse de risa a los que escuchaban. Con todo, si esto fue un chispazo de su ardoroso temperamento, demuestra los heroicos 
esfuerzos que debía hacer continuamente para refrenarse, hasta el punto de que cuantos le 
conocieron a lo largo de su vida le consideraban como el más manso de los hombres. Vemos en él realmente cumplido lo que dice el 
Espíritu Santo sobre el hombre justo. «Parece justo el primero que pleitea; mas llega su contendiente y le redarguye a fondo porque el 
justo está contento de que el amigo le reproche».2 

Después de la descripción del hecho mencionado, sigue diciendo don Bosco en su manuscrito: «Comollo me daba lecciones bien 
diferentes: -Amigo mío -me dijo apenas pudimos hablar a solas-, me espanta tu fuerza; pero, créeme, Dios no te la dio para destrozar a tus 
compañeros. El quiere que nos amemos los unos a los otros, que nos perdonemos y devolvamos bien a los que nos hacen mal.

1 Eclesiástico, IV,9. 

2 Prov.,XVIII, 17. 
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En efecto, nunca se le vio a él, finísimo por naturaleza, renir con ningún compañero, antes al contrario siempre respondía con paciencia y 
afabilidad a las injurias y a las burlas. ((338)) Admirado de la caridad de mi amigo me puse en sus manos, dejándome guiar adonde quería 
y como quería. De acuerdo con mi amigo Garigliano, íbamos juntos a confesar y comulgar; a hacer la meditación, la lectura espiritual, la 
visita al Santísimo y a ayudar la santa misa. Sabía insinuarse con tanta bondad, dulzura y cortesía, que era imposible rechazar sus 
invitaciones». Es ciertamente verdadero que «aceite perfumado alegra el corazón, y la dulzura del amigo consuela el alma».1 

«Recuerdo que un día, charlando con él, pasé por delante de una iglesia sin descubrirme la cabeza. El me dijo en seguida con gracia: 
-Juan, tú estás tan atento en tratar con los hombres, que te olvidas hasta de la casa del Señor. -Otra vez sucedió que, en broma, dije sin ton 
ni son unas palabras de la Sagrada Escritura, que había oído a personas religiosas. Comollo me reprendió con energía diciéndome que no 
se debía bromear con palabras del Señor. 

»Le preguntaba un día por los monumentos más importantes de Chieri, y, al ver que carecía totalmente de información, le dije: -Son 
muchos los que vienen de lejos para verlos, y tú, que vives en Chieri, no piensas ni siquiera en visitarlos. -Ay, amigo, me respondió 
bromeando; lo que no sirve para mañana, no me apresuro a buscarlo hoy; -dándome a entender con ello que si aquellas curiosidades 
hubieran contribuido a la felicidad eterna, que constituía su mañana, ciertamente no las habría descuidado. 

»Volvíamos de paseo un día de vacación. Atravesábamos Chieri. Al llegar a la plaza llamada del Piano, nos encontramos ((339)) un 
saltimbanqui, que entretenía con sus juegos a los despreocupados y ociosos. Dos de éstos dijeron a Comollo: -Mira un momento; íescucha 
qué cosas más bonitas dice!, íhace reír la mar! -Comollo, cortando por lo sano, se despidió de los desaprensivos amigos, diciendo: -Ese 
dirá diez palabras que os harán reír, pero la undécima será mala y os servirá de escándalo; además, mi tío me ha recomendado que no me 
pare nunca donde hay charlatanes, saltimbanquis u otro espectáculos públicos; porque según él me decía: a esos lugares puede uno ir con 
el alma limpia, pero será un milagro que vuelva de ellos como fue». 

Esta última anécdota, que el mismo don Bosco dejó escrita en su 

1 Prov., XXVII, 9. 
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biografía de Comollo, parece, a primera vista, un reproche indirecto contra sí mismo, que ya desde niño solía asistir a esos juegos; pero, 
ponderando las cosas con atención, no le afecta en lo más mínimo. Su sencillez e inocencia de costumbres, su recta conciencia y el santo 
fin con que acudía a aquellas diversiones, justifican sobradamente cuanto hizo en sus primeros años, sin daño alguno para su alma y con 
gran provecho para las del prójimo. Durante toda su vida tuvo por norma la gran sentencia: Ama et fac quod vis. De aquí provenía su 
modo franco de obrar, sin angustias de espíritu y con la plena libertad de los hijos de Dios. La caridad echa fuera el temor. Apenas 
aprendió lo que creía necesario, dejó de asistir a los espectáculos públicos; renunció a los juegos acrobáticos que desdecían con el porte 
adecuado a una persona que quiere consagrarse al Señor; continuó todavía haciendo juegos de manos durante varios años puesto que eran 
un medio oportunísimo para ganarse la voluntad de los muchachos y motivo de honesto recreo para los amigos. Más aún: eran para él, 
pobre aldeanita, una escuela ((340)) indispensable para prepararle a su misión, procurándole desenvoltura, jovialidad, dominio de las 
gentes, y la guarda de modales convenientes, reservados, 
impregnados de virtud. Un aspecto de asceta y penitente hubiera sido rechazado por la sociedad que entonces se formaba y en medio de la 
cual tenía que vivir. 

Resulta conmovedor el ver cómo don Bosco guardaba religiosamente los consejos de su amigo, y es una prueba más de su gran 
humildad. Afirma haber aprendido de Luis Comollo a vivir como buen cristiano; pero la verdad es, como nos lo asegura don Giacomelli, 
compañero íntimo de ambos, que don Bosco y Comollo se amonestaban recíprocamente para corregirse de los propios defectos, se 
animaban uno a otro a progresar en la perfección, se estimulaban para emplear bien el tiempo y se invitaban para acercarse con frecuencia 
y regularidad a los Santos Sacramentos. Comollo encontraba en Juan un compañero de especial confianza para hablar de cosas 
espirituales. «Tratar y hablar con él de esos temas, escribe don Bosco, éranle de gran consuelo. Razonaba apasionadamente del inmenso 
amor de Jesús al dársenos como alimento en la santa comunión. Cuando hablaba de la Virgen Santísima, se le veía lleno de ternura y, 
después de haber narrado u oído narrar alguna gracia concedida en bien del cuerpo, él, al terminar, con el rostro encendido y a veces 
rompiendo a llorar, exclamaba: -Si María concede tantos favores en favor de este miserable cuerpo, cuántos serán los que concederá en 
favor de las almas de los que la invocan? íAh! si todos 
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los hombres fueran verdaderamente devotos de María, íqué felicidad habría en este mundo!». Estas expansiones del corazón no se tienen 
más que con los que son capaces de entenderlas y gustarlas. Y uno de esos era Juan, aunque, por modestia, calle su nombre. ((341)) 

Luis Comollo podía ser propuesto como modelo para todos los jóvenes por su ejemplar conducta, su obediencia y su docilidad. En una 
edad tan inclinada a los cambios, se mantenía uniforme y constante en la práctica de todas las virtudes. Como le gustaba mucho el retiro, 
no salía nunca sin permiso de los dueños con quienes estaba a pupilo, lo que servía de estímulo a los otros huéspedes para vivir 
virtuosamente. Siempre tenía buen humor, pero nunca manifestaba lo que era de su mayor gusto. Juan, que tenía con él tanta intimidad, no 
le oyó nunca quejarse del calor o del frío de las estaciones, de la comida, del demasiado trabajo o estudio; más aún, cuando tenía un 
momento libre acudía en seguida a otro compañero para que le aclarara alguna dificultad. Hablaba con gusto de historia, de poesía, de la 
lengua italiana o latina, de un modo tan humilde y jovial, que, al manifestar su propio sentir, demostraba siempre que lo sometía al de los 
otros. 

En los estudios sobresalía por talento entre los más distinguidos. Y era tan diligente que dijo su profesor no recordaba haber tenido que 
reprocharle la menor negligencia. 

Asistía asiduamente a los actos religiosos de las escuelas, siempre bien compuesto y atento a la divina palabra, oía con gran devoción la 
santa misa, profesaba la mayor veneración y respeto a los ministros sagrados, y no permitía que nadie les faltara al debido respeto con 
bromas o chistes. 

En los días festivos, una vez terminadas las funciones en la capilla de la congregación, ordinariamente los estudiantes se iban de paseo o 
a alguna otra distracción. Comollo, persuadido de que podía privarse de estos pasatiempos, se dirigía en seguida con Juan al catecismo de 
los niños, que solía tener lugar en la iglesia de San Antonio. ((342)) 

Todos los días iba Comollo puntualmente a la catedral a visitar al Santísimo. Durante varios meses fue Juan precisamente a aquella hora 
porque le edificaba verle. He aquí cómo él mismo le describe: «De ordinario se ponía en el rincón más próximo al altar, de rodillas, con 
las manos juntas, con la cabeza medianamente inclinada, los ojos bajos y sin moverse lo más mínimo; insensible a cualquier voz o ruido. 
No rara vez me sucedía que, terminadas mis devociones, quería invitarle a venir conmigo para que me acompañara 
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a casa; pero ni haciéndole una señal con la cabeza, ni pasando junto a él, o tosiendo, lograba que se moviera; él continuaba lo mismo, 
inmóvil, hasta que no le sacudía con la mano. Sólo entonces, como despertando de un sueño, se movía y, aunque a desgana, aceptaba mi 
invitación. Ayudaba con mucho gusto la santa misa aun en los días de clase, si podía; pero en los días de vacación era para él cosa 
ordinaria ayudar cuatro o cinco. Si el tiempo se lo permitía, asistía a todas las funciones que se celebraban 
en las iglesias de la ciudad. Y, aunque tan concentrado en las cosas espirituales, nunca se le veía melancólico o triste; siempre estaba 
alegre y contento. Con su afable conversación alegraba a cuantos trataban con él, y solía repetir que le gustaban mucho aquellas palabras 
del Profeta David: Servite Domino in laetitia: Servid al Señor con alegría». 

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((343)) 

CAPITULO XXXIX 

JUEGOS DE PRESTIDIGITACION -JUAN ACUSADO DE MAGIA -COMO SE DISCULPA 

AL igual que en años anteriores, también en éste sigue siendo Juan el portador de la alegría por todos los lugares donde va. La finura de su 
trato educado, franco, cordial y alegre, encantaba. Era deseado, invitado y bien recibido en las casas de Chieri y en las reuniones de los 
jóvenes pertenecientes a la Sociedad de la Alegría, por los prodigios que realizaba con sus juegos de prestidigitación. Toda diversión 
decente es siempre lícita en tiempo oportuno. Esos juegos despiertan tanta atención entre los asistentes, que no tienen tiempo para pensar 

o hablar de otra cosa. Juan con sus palabras se adueñaba de tal modo de su pensamiento, que los llevaba adonde quería. 
Matar a un pájaro, majarlo en el mortero, merterlo en el cañón de una pistola, disparar y verlo volar vivo y sano, era uno de los juegos 
que hacía con más frecuencia. Sacaba de la misma botella vino blanco o tinto, a gusto de los convidados. Un día apostó que haría 
desaparecer un gran plato de cordero preparado en la cocina y lo mandaría a otra casa del barrio. Algunos a escondidas hacían señales en 
el plato: todos estaban alerta con gran curiosidad; pero, después de unos gestos, unas palabras ininteligibles y ((344)) largos 
razonamientos, Juan anuncia que el prodigio está hecho e invita a todos a ir a la casa indicada para cerciorarse. Todos echan a correr al 
lugar designado y encuentran en efecto la misma comida, igual la prometida. Ya se comprende cómo pudo haber sucedido la cosa; pero, se 
necesita una presencia de espíritu nada común, para absorver los pensamientos y entretener la atención de los presentes hasta el punto de 
no darse cuenta de cómo y cuándo se realiza el juego. Era habilísimo en el manejo de cubiletes. Ver salir de una 
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cajita pelotas y más pelotas más gordas que la misma caja; sacar de una bolsita huevos y más huevos, eran cosas que dejaban a todos 
boquiabiertos. Cuando le veían recoger las voluminosas pelotas en la punta de la nariz de los asistentes, y, adivinar el dinero de los 
bolsillos ajenos; cuando, al tocarlas sólo con los dedos se reducían a polvo monedas de cualquier metal o aparecía ante todo el auditorio 
bajo un horrible aspecto y hasta sin cabeza, entonces algunos comenzaban a pensar si Juan no sería un brujo, ya que no podía realizar 
tamañas cosas sin intervención del demonio. 

Contribuyó a acrecentar esta fama el amo de la casa, Tomás Cumino. Era éste un fervoroso cristiano, y hombre de buen humor. Juan se 
aprovechaba de su carácter y, diríase también, de su simpleza, para hacérselas de todos los colores. Una vez había preparado, con mucho 
cuidado, un pollo en gelatina para obsequiar a los huéspedes en su día onomástico. Llevó el plato a la mesa, pero al destaparlo, salió fuera 
un gallo que, aleteando, cacareaba escandalosamente. Otra vez, preparó una cazuela de macarrones y, después de haberlos cocido bastante 
tiempo, cuando fue a echarlos en el plato salieron convertidos en puro salvado. Muchas veces llenaba la botella de vino, y, al echarlo en el 
vaso lo ((345)) encontraba convertido en agua clara; pero se decidía a beber aquella agua, y el vaso estaba lleno otra vez de vino. Converti 
las confituras en rebanadas de pan; el dinero de la bolsa en piezas inútiles de lata roñosa; el sombrero en cofia, y nueces y avellanas en 
saquitos de guijarros eran transmutaciones muy frecuentes. A veces Juan le hacía desaparecer los anteojos y luego los encontraba en sus 
bolsillos, donde antes había registrado una y otra vez hasta volviéndolos del revés. Un objeto cuidadosamente escondido, como sería una 
cartera, se presentaba delante; y otro, que lo tenía ante sus ojos, desaparecía sin posibilidad de encontrarlo a una señal de su pupilo. Con 
frecuencia le presentaba una baraja, para que tomara una carta cualquiera, y después adivinaba la que había cogido. Otras, le decía que 
pensara una cifra, la sumaba, la multiplicaba, la restaba, y, al fin, descubría cuál era la cifra pensada. El quedaba pasmado. Sucedió que, 
habiendo apostado que presentaría ante todos una llave, que se sabía ciertamente estaba en otra parte, ésta apareció en el fondo de la 
sopera apenas fue vaciada. 

El bueno de Tomás ante tales bromas, no sabía a qué carta quedarse. -Los hombres -decía para sí-no pueden hacer tales cosas; Dios no 
pierde el tiempo en cosas inútiles; luego el demonio anda de por medio. Ya casi tenía decidido despedir a Juan de su casa. Como no se 
atrevía a comentarlo con los suyos, se aconsejó con un sacerdote 
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vecino, don Bertinetti. Fue, pues, un día a visitarlo, y aterrorizado le dijo: -Señor, vengo a usted por un asunto serio de conciencia. íMe 
parece que tengo en mi casa un mago! -Y contó al buen sacerdote una retahíla de cosas que había visto y de cosas que no había visto, pero 
que sospechaba, y se las pintó con tan vivos colores, que traspasó a don Bertinetti su 
propia persuasión. Este, creyendo descubrir en aquellos juegos ((346)) una especie de magia blanca, decidió contar el caso al delegado de 
escuelas, que lo era en aquel momento un respetable eclesiástico, el canónigo Burzio, arcipreste y párroco de la catedral. El campanero de 
la catedral, Pogliano, en cuya casa seguía encerrándose Juan para estudiar, fue el encargado de avisar al joven que se presentara al 
canónigo para examinarlo, a pesar de que el mismo campanero, que conocía íntimamente a Juan, tranquilizara el respecto al arcipreste. 

El canónigo Burzio era un eclesiástico muy instruido, piadoso y prudente. Juan llegó a su casa mientras él rezaba el breviario y un 
momento después de haber dado una limosna a un pobrecito. El buen canónigo, le miró sonriente y le hizo señal de que esperara un poco: 
después le dijo que le siguiera a su despacho, y empezó a preguntarle sobre la fe, es decir, el catecismo. Juan respondió maravillosamente, 
mas previendo donde iba a terminar aquel exordio, apenas si podía contener la risa. El sacerdote pasó a preguntarle cómo empleaba el día 
y las respuestas fueron más que satisfactorias. El hablar del muchacho era franco, razonable la exposición de las cosas, y no aparecía 
sombra de engaño en sus modales. Con todo, no satisfecho el examinador todavía, siguió preguntándole con palabras corteses, pero con 
aspecto severo: -Hijo mío, estoy satisfecho de tu aplicación y de la conducta que has observado hasta ahora; pero se cuentan muchas cosas 
de ti... Me dicen que conoces el pensamiento ajeno, que adivinas el dinero que los demás llevan en sus bolsillos, que haces ver blanco lo 
negro y lo negro blanco, que conoces los hechos mucho antes de que sucedan y otras cosas por el estilo. Das mucho que hablar, y alguien 
ha llegado a sospechas que te sirves de la magia, y que en tus obras puede haber intervención del diablo. Dime, pues: quién te enseñó 
todas estas ciencias? Adónde fuiste a aprenderlas?, dímelo con toda confianza; te doy mi palabra de que únicamente me serviré de ello, 
para tu bien. ((347)) 

Con mucha naturalidad Juan le pidió cinco minutos de tiempo para responder y le invitó a que le dijera la hora exacta. El canónigo 
metió la mano en el bolsillo y no encontró el reloj. Si no tiene el reloj, añadió Juan, al menos déme una moneda de cinco céntimos. 
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El canónigo registró todos los bolsillos, y no encontró su monedero. -Bribón -empezó a gritar colérico-, tú sirves al demonio, o el demonio 
te sirve a ti. Me has robado el reloj y el monedero. Ya no puedo callar; estoy obligado a denunciarte, y aún no sé cómo me aguanto y no te 
propino una paliza. -Pero al contemplarle tranquilo y sonriente, se calmó un tanto y continuó: -Bueno, vamos a tomar las cosas con calma. 
Venga, explícame tus misterios. Cómo te las has arreglado para que mi reloj y mi monedero se escapasen de mi bolsillo, sin darme 
cuenta? Y adónde diablos han ido a para esos objetos? 

-Señor arcipreste, respondió Juan respetuosamente; se lo explico en pocas palabras: todo es habilidad de manos, inteligencia previa, o 
cosa preparada. 

-Qué tiene que ver la inteligencia con esa desaparición de mi reloj y mi monedero? 

-Se lo explico en dos palabras. Al llegar a su casa, estaba usted dando una limosna a un necesitado y dejó el monedero sobre un 
reclinatorio. Al pasar luego de una habitación a otra, depositó el reloj sobre la mesita. Yo escondí ambas cosas y, mientras usted pensaba 
que las llevaba consigo, resultó que estaban bajo esta pantalla. Y diciendo esto, levantó la pantalla, y aparecieron los dos objetos que, 
según él, el demonio había llevado a otra parte. Rióse mucho el buen canónigo; le pidió que le hiciera algunos otros juegos de destreza y, 
cuando supo cómo se hacían aparecer y desaparecer los objetos, quedó muy satisfecho, le hizo un regalo y ((348)) concluyó: -Ve y di a tus 
amigos que la ignorancia es el pasmo de los ingenuos, ignorantia est magistra admirationis. 

Juan, pues, habiendo demostrado que en sus habilidades no había nada de magia, continuó sus juegos en la pensión, adonde acudían 
para distraerse hasta los párrocos. Aún más, si le invitaban, se prestaba para ir a casa de los señores y a las casas parroquiales del 
contorno, pero siempre a título de amistad. Era famoso especialmente en cambiar los objetos a lugares lejanos y hacerlos volver a 
presencia de la asamblea. Por esta habilidad los amigos añadiéronle al sobrenombre de soñador el de mago. 
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((349)
)


CAPITULO XL 

LAS VACACIONES DE PASCUA -JUAN VA A PINEROLO Y DE ALLI A BARGE PARA VISITAR AL PROFESOR BANAUDI 
-VIAJE HACIA FENESTRELLE -UN TEMPORAL, VUELTA A PINEROLO Y DESPUES A CHIERI -CARTA AL SEÑOR 
STRAMBIO -JUAN ES INVITADO A DAR SU CONSEJO SOBRE LA VOCACION 

EN Chieri Juan trabó también amistad con Aníbal Strambio de Pinerolo, compañero de clase en los años anteriores. Pues bien, al llegar las 
vacaciones de Pascua, los padres de este amigo, que conocían la integridad y la bondad de Juan, le invitaron a pasar algunos días en su 
casa. Juan aceptó de buen grado para poder respirar el aire puro del campo y pasar unos momentos con el amigo. 

El mismo Juan nos ha dejado la descripción de este viaje. Es la primera y la única carta de su tiempo de estudiante del gimnasio que 
poseemos. La reproducimos de la única y borrosa copia que nos queda. 

Después de narrar su llegada a Pinerolo y el recibimiento que le hicieron el amigo Aníbal Strambio y su familia, en cuya casa se 
hospedó, sigue así:«Al día siguiente decidí ir a Barge, a ocho millas de Pinerolo. 
Después de oír la misa primera, ((350)) desayunar y recibir muchos recuerdos para nuestro profesor Banaudi, salí el día 12 del mismo 
mes, domingo de Ramos. De camino pude contemplar muchos hermosos valles y pueblos, que casi parecían una ciudad. Recuerdo entre 
ellos Rosco, Bricherasio, San Segundo, Bibiana, con sus tres parroquias. Al fin llegué felizmente a Barge. 

»Pregunté por la casa del profesor de retórica don Banaudi y me la indicaron en seguida. Fui allí, pero me dijeron que estaba en la 
parroquia. Entré en ella y le vi cantando el Passio. Estuve escuchando atentamente su agradable voz y, al terminar la función, salí a 
esperarle en la plaza. Estaba yo contemplando a aquella gente totalmente desconocida para mí, casi todos pastores, de buen aspecto y bien 
vestidos. El profesor fue el primero en verme, vino a mi encuentro, 
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me tomó la mano, me besó casi llorando y quería decirme muchas cosas, pero no podía proferir palabra embargado como estaba por la 
alegría. También yo estaba conmovido. Calmado el primer alborozo del corazón, empezamos a hablar con gran satisfacción de varias 
cosas camino de su casa. Me recibieron en ella con gran amabilidad. Allí estuve dos días. Imposible explicar cómo lo pasé; solamente diré 
que fueron dos días de cielo. Dondequiera íbamos de paseo o para cualquier asunto, nos invitaban todos a ir a su casa, y si decíamos que 
no, nos tomaban del brazo y nos llevaban con infinitas muestras de cortesía. Fuimos a ver al vicario y al prefecto de las escuelas, y al 
alcalde, al vicealcalde y al hostelero Balbiano pariente del de Chieri. Todos nos recibieron espléndidamente. 

»A los dos días, decidí marcharme. Mi profesor quería a toda costa que me quedara todavía y me escondió ((351)) el paraguas; pero al 
verme resuelto, se resignó, y me acompañó durante cinco millas y media. Al llegar a este punto del camino nos sentamos en un ribazo y 
charlamos un rato; pero al intentar despedirme de él, se calló. Yo quería hablar y no podía. Calmados un tanto, charlamos un rato de cosas 
confidenciales que debían quedar entre nosotros dos, nos levantamos y nos separamos con un apretón de manos. Aceleré el paso y llegué a 
Pinerolo. Aquí, de nuevo las atenciones y de nuevo las preguntas sobre el viaje y el profesor Banaudi. 

»Aníbal y yo resolvimos ir de paseo hacia Fenestrelle. Para ello pedimos el cochecito al ilustre Alberto Nota, el más famoso escritor de 
comedias de nuestro tiempo. Nos lo prestó de buena gana y lo hizo aparejar y equipar del todo. Cargamos algunas provisiones, subimos al 
coche y salimos de Pinerolo. 

»El primer pueblo que pasamos se llama Porte, situado como un nido entre las rocas, después Floé, en el camino real que costea el 
Chiusone. Este río duplica las aguas del Po. Al otro lado del camino se eleva una alta cadena de montañas. Finalmente, a lo lejos 
divisamos una montaña altísima que se llama Malanagi o Malandaggio, que parecía cubierta de nieve, pero no era así; pues ya más cerca, 
vimos que era un monte de piedra blanca, en cuya falda había alrededor de mil quinientos hombres que trabajaban en aquella cantera. 
Desde la cumbre colgaban unas cuerdas hasta el fondo, pues las rocas son tan lisas y tan cortadas a pico que ni los gatos podrían trepar por 
ellas. Los obreros se agarran a estas gruesas cuerdas y suben hasta donde quieren abrir la mina. Una vez allí, clavan en la piedra viva dos 
hierros puntiagudos ((352)) para sostener un tablón, y, sentados en él, hacen el hueco para la mina, lo llenan de pólvora y ponen una 
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mecha que cuelga hasta la tierra. Así preparada la mina, un toque de trompeta avisa a todos los obreros para que bajen y se alejen, y luego 
se aplica el fuego. Enormes bloques descuajados se precipitan al valle. Esas columnas tan altas y tan gruesas que hay en Turín en la 
Virgen del Pilone, fueron sacadas de esta cantera. Hay diez talleres de cerrajeros dedicados exclusivamente a fabricar y ajustar punzones, 
martillos y cinceles. Estuvimos un rato admirando aquella maravilla y seguimos el camino. 

»Después de caminar una milla sobre la piedra viva, cubierta de arena acarreada, llegamos a un pueblo digno de especial mención. 
Todos sus habitantes padecen de bocio; los niños tienen un solo abultamiento, unos grande, otros pequeño; los mayores tienen hasta 
cuatro, y para que no les molesten con el peso, los vendan con pañuelos, y verdaderamente parece que llevan bajo el cuello un saquito 
lleno de bolitas. La mitad de sus habitantes son cristianos y la mitad valdenses, por lo que hay dos iglesias; una para los católicos, sobre la 
cual campea la cruz, la otra sin cruz para los valdenses. Visten todos vulgarmente, son bajos de estatura y feos de cara. Hay junto al 
pueblo una montaña de dos millas y media de alta, tan escarpada que nadie puede subir a ella. Sin embargo está habitada. He aquí cómo. 
Labran con el cincel escalones en la piedra viva, y sobre los pequeños rellanos levantan sus covachas, echan tierra que suben del valle 
alrededor y siembran patatas, judías y cosas semejantes. 

»Después de descansar en este pobre pueblo, seguimos hacia Fenestrelle. Llegamos al gran monte de Monviso y estábamos ya frente a 
Fenestrelle, cuando se levantó un viento tan fuerte, que echaba hacia atrás al caballo y no nos dejaba guiarlo, ni nos permitía hablar. 
((353)) Se levantaba en remolinos el polvo del camino, mezclado con piedrecillas que nos daban en la cara y nos molestaban muchísimo. 
Una obscuridad espantosa se extendía por todo el camino. El caballo tropezaba a cada paso, resoplaba y no quería seguir adelante. Nos 
asustamos a la vista de todo aquello, paramos el caballo y nos volvimos hacia atrás en dirección a Pinerolo. Según descendíamos del 
monte nos asaltó de nuevo el temor. El viento impetuoso amenazaba arrastrarnos a nosotros, al caballo y al coche por la pendiente del 
monte entre las rocas, y hacernos perder miserablemente la vida en el abismo. Pero la Providencia vino en nuestra ayuda. Vimos junto al 
camino una concavidad en el monte, que nos ofrecía un refugio seguro. Aunque con dificultad, metimos en ella al caballo, esperando que 
pasara la tormenta. Una hora y media después cesaba el viento, pero llegaba la noche. Afortunadamente la luna iluminaba 
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el camino, y cerca de las once llegábamos a Pinerolo. Estuve dos días más en Pinerolo siempre la mar de bien, y finalmente volví a Chieri 
el día dieciséis. Lleno de encargos y saludos para el señor Valimberti, subí a la diligencia, llegué a Turín y de allí seguí a Chieri. Empleé 
en este viaje siete días, que me parecieron siete horas, pues lo mismo en Barge que en Pinerolo, aunque sin merecerlo, fui tratado con los 
mayores honores que expresar se puedan. Perdonadme, soy un pobre muchacho que...»,etc. 

No fue este el único viaje que hizo a Pinerolo. Adelantamos los hechos para no complicar la narración. Aníbal Strambio era un joven 
excelente que había mostrado deseos de abrazar la carrera eclesiástica. Por esto, al año siguiente, 1836, escribía Juan a su padre: 

«Como quiera que ya he escrito varias cartas a su hijo Aníbal, mi amigo predilecto, y aún no sé si las ha recibido ((354)) o no, pues no 
he tenido contestación, he creído conveniente escribirle a usted rogándole haga el favor de darle la presente. 

»No sé si Anibal estudia en Pinerolo o dónde; no sé siquiera si es seminarista o seglar: me dijo que iría a examinarse para vestir la 
sotana y que hablaríamos los dos con tal motivo; pero, a causa del cólera que entonces amenazaba nuestra comarca, yo no pude hablar con 
Aníbal y después no supe si se presentó o no a examen. Yo estudio el primer curso de filosofía en el seminario de Chieri. Deseo 
vivamente tener noticias de usted, al igual que de la señora Strambio, pues no puedo olvidar la generosidad que conmigo tuvieron cuando 
estuve en Pinerolo. Supe que Domingo estuvo enfermo y no sé si se restableció del todo. En fin, deseo tener noticias de toda su familia...» 

La respuesta fue que Aníbal había vestido el hábito talar. Pero no era éste el camino por donde el Señor le quería. Estaba ya en teología, 
cuando le entraron dudas sobre su vocación. Para un seminarista de buena conducta y conciencia delicada resulta muy dolorosa esta 
incertidumbre, mucho más si no se encuentra un consejero de suficiente ciencia, experiencia y piedad para determinar sin vacilación el 
camino a seguir. Peor aún, si lo encuentra y no pone en él toda su confianza. Añádase a esto el pensamiento de empezar a desagradarle a 
uno el estado clerical, en el cual ha estado pensando habitualmente como en el mayor de los bienes; el temor de ir contra la voluntad de 
Dios, acariciando otros ideales; el no sentir valor para volver atrás de ese camino, después de varios años de vestir sotana; la repugnancia a 
manifestar a los superiores sus luchas internas, que podrían ser tenidas por veleidades sin fundamento; la atención a los 
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padres, para no disgustarles después de tantos gastos y proyectos sobre un porvenir ya asegurado; el respeto humano ((355)) ante los 
compañeros, para no parecer ligero e inconstante en sus determinaciones: son sentimientos que una y otra vez se suscitan en el ánimo de 
un seminarista y le turban y hacen de su vida una continua angustia. No son muchos los que Dios somete a semejante prueba; porque los 
candidatos al sacerdocio, antes de inscribirse en el clero, tienen, por la sabiduría de la Iglesia, medios seguros para cerciorarse moralmente 
de su vocación. En general, la defección de los que llegaron hasta los últimos años de los estudios sagrados, se debe a una conducta 
irregular o a una irreflexión culpable. El amigo de Juan no fue uno de éstos; así lo demostró con su ejemplar vida cristiana hasta sus 
últimos días en los honrosos cargos que ocupó; vida que él sostuvo gracias a las disciplinas teológicas estudiadas en el seminario. Y es que 
él, en aquel tiempo comenzó a preocuparse, prefería la soledad y por timidez no se abría con ninguno. 

Sus padres, excelentes cristianos, al darse cuenta en vacaciones de su cambio, escribieron a Juan para que fuera a Pinerolo y tratara con 
su hijo el asunto que tanto les interesaba, como era su porvenir. «El amigo ama en toda ocasión; el hermano nace para tiempo de 
angustia».1 Juan, dejando todo lo que tenía entre manos y sometiéndose a la incomodidad del viaje, voló al lado del amigo, se quedó allí 
varios días, habló largamente con él, sin insistencias importunas, como solía hacer en casos semejantes, cuando no se manifestaba 
evidente la voluntad del Señor; y por las respuestas afirmativas, pero no decididas, pudo entender que probablemente no seguiría la carrera 
eclesiástica. Animóle, pues, a dejar de lado toda angusta, ((356)) sugirióle las normas oportunas para proceder con seguridad en la 
resolución a tomar, y le dejó tranquilo. En efecto, al año siguiente, seguro de sí mismo, dejó serenamente la sotana. 

Aníbal Strambio fue más tarde cónsul en Marsella, mantuvo siempre afectuosa amistad con don Bosco y, cuando llegaronlos famosos 
decretos de expulsión de los religiosos en Francia, colaboró eficazmente para salvar las casas salesianas. 

1 Prov., XVII, 17. 
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((357)) 

CAPITULO XLI 

AFECTO DE LOS PROFESORES -MARAVILLOSO CAMBIO DE LOS MUCHACHOS A QUIENES JUAN DA CLASES DE 
REPASO -TESTIMONIOS DE SU VIRTUD -SOBRIEDAD EN LA COMIDA -FIESTA DE LA GRATITUD -DUDAS SOBRE LA 
VOCACION -EL EXAMEN PARA LA ADMISION EN EL SEMINARIO -LAS VACACIONES -PORFIA DE CARIDAD ENTRE 
DON CAFASSO, DON CINZANO Y 0TROS CASTELNOVESES PARA PROVEER A JUAN DE LO NECESARIO PARA ENTRAR 
EN EL SEMINARIO 

HEMOS visto en los capítulos anteriores cómo y cuánto querían a Juan los profesores de Chieri. Era muy afectuoso con él aquel año el 
sacerdote doctor Juan Bosco, el cual, aunque no tenía ningún parentesco con él, se alegraba de tener un alumno que tanto honraba su 
nombre y apellido con su óptima conducta, su piedad y su aplicación en los estudios. En su larga carrera no olvidó nunca a este su 
discípulo y alababa siempre su conducta, su talento y su memoria, especialmente cuando sacerdotes y profesores del Oratorio, pasaban por 
Chieri e iban a visitarle. De sus labios oímos esta anécdota. Una hermosa mañana de primavera, en un día de vacación, iba de paseo por 
las colinas, cuando a cierto punto le pareció oír una voz alta ((358)) y monótona, como la de quien recita el texto de un autor aprendido de 
memoria, y a la par el ruido acompasado de los golpes de una azada manejada por brazos vigorosos. Extrañado se dirigió allí por un 
sendero, deseoso de saber quién era aquel trabajador, y se encontró con el joven Juan Bosco que cavaba la viña de Cumino, su dueño, a la 
par que tenía un libro abierto sobre una cepa y estudiaba la lección. Sorprendido ante aquel espectáculo, el profesor Bosco concibió mayor 
estima y afecto del alumno, a quien ya amaba de corazón. 

Por otros datos posteriormente recibidos, podemos deducir que éste era el trabajo ordinario de Juan durante varias horas en los días de 
vacación: porque con frecuencia le oímos alabar el trabajo manual como medio para conservar la salud y la moral. Así, vemos en él al 
estudiante, al campesino y al obrero juntos; pues, además se ocupaba en afeitar y cortar el pelo, como él mismo nos contaba, ya 
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que había aprendido el oficio para ahorrarse el gasto del barbero y poder prestar este servicio a los amigos. 

Pero todo esto no apagaba su ardor por los estudios, y seguía dando repaso a los muchachos de Chieri. La señora Josefina Valimberti, 
viuda de Radino, contaba a don Bonetti en 1889: «Mi hermano sacerdote hablaba siempre en casa con admiración de cierto estudiante 
llamado Juan Bosco. Y aunque él era profesor, con todo confió a ese alumno suyo a un hermano nuestro, para que le diera repaso. Nuestro 
hermano era el último en la clase de humanidades, negligente y causa de disgustos para la familia; pero con la buena voluntad y la 
instrucción que su pasante supo infundirle, cambió por completo de conducta. Se hizo formal, aplicado, atento, amante del deber. Mi 
padre estaba contentísimo ((359)) y mi madre no cesaba de agradecer a la divina Providencia el haber mandado a casa aquel excelente 
joven. Aquel año mi hermano pasó a la clase de retórica, después de unos estupendos exámenes. También el hijo del alcalde, señor 
Plebano, ganó mucho con el repaso que le daba Juan Bosco, y otras muchas familias, enteradas de esto, deseaban fuera a sus casas para 
dar clase a sus hijos. Con frecuencia le invitaban a comer en casa Valimberti: era aquél un día de fiesta para todos. Los domingos era 
siempre nuestro comensal. Cuando la campana daba el último toque, todos nos levantábamos y nos poníamos camino de la iglesia; pero 
Juan, en vez de venir con nosotros, desaparecía. Las primeras veces mi hermana Josefina sospechó que Juan no fuera tan bueno como se 
decía, pues creía que no se daba prisa en acudir a las funciones sagradas y que tal vez no asistiera; pero no tardó en desengañarse. Juan 
tomaba otro camino más largo, para recoger 'a los muchachos desparramados acá y allá por las calles, ya que, para no ir al catecismo iban 
a jugar y divertirse a los lugares menos frecuentados. Cuando nosotros pasábamos por el jardín de casa a la plaza de la catedral, 
llegábamos a tiempo para ver a Juan Bosco rodeado de bastantes muchachos, que él llevaba a la iglesia. En la familia le teníamos por 
santo de veras, al ver su agradable compostura modesta, devota, especialmente durante la oración. Muchas veces, cuando venía a 
visitarnos por la tarde, dirigía el rosario, y era para nosotros una lección de buen ejemplo. Eramos tres hermanas no siempre obedientes a 
mamá y poco diligentes en el cumplimiento de los deberes de clase o los trabajos de la casa: -Está bien, decía la mamá: esta tarde se lo 
diré a Juan; le enseñaré este trabajo y íya veréis lo que os dirá! -A nosotras nos bastaba esta amenaza y, aunque éramos muy pequeñas, 
resultaba suficiente para que hiciéramos lo posible 
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para tener contenta ((360)) a mamá. Deseábamos que Juan Bosco tuviese un concepto bueno y favorable de nosotras. Y, sin embargo, él 
no nos trataba ni nos dirigía la palabra, nada más que cuando era imprescindible. Nuestro padre, hombre de leyes y tribunales, repitió 
varias veces en familia que no sabía qué más podía desear en el estudiante Bosco. Veía en él todas las virtudes, aplicación, criterio, 
religiosidad y amor sincero por el bienestar social». 

Una virtud singular de Juan, de la que apenas si hemos hecho mención y que atraía la admiración de todos, era su mortificación en la 
comida, especialmente cuando era invitado por alguna familia de Chieri o un párroco. Su comida ordinaria era muy parca y a veces 
insuficiente: pan, menestra y, en ocasiones un poco de fruta. Parece natural que, dada la ocasión de satisfacer la necesidad y el gusto, no 
logre un pobre mantenerse dentro de ciertos límites y, por lo mismo, se muestre goloso y descomedido. Juan no era así. La privación era 
para él una virtud voluntaria. La curiosidad de los huéspedes no descubría en su porte desenvuelto, pero reservado, nada digno de censura. 
Parecía no darse cuenta de si la comida era abundante o escasa. No empezaba a comer, si antes no habían empezado los otros, y se servía 
frugalmente de cuanto le presentaban. Terminaba su plato antes que los demás. Guardaba respetuoso silencio: no interrumpía al que 
hablaba; si le preguntaban, respondía con una amabilidad y gracia que era la alegría de los comensales. Y íasí se mantuvo desde la niñez 
hasta la edad más avanzada! Parecía que hubiera grabado en su corazón las advertencias del Eclesiástico: «En mesa suntuosa te has 
sentado? ((361)) No abras hacia ella tus fauces. Recuerda que es cosa mala tener un ojo ávido. Donde mire tu huésped, no extiendas tú la 
mano. Juzga al prójimo como a ti mismo. Come, como hombre educado lo que tienes delante, no te muestres glotón para no hacerte 
odioso. Termina el primero por educación, no seas insaciable, y no tendrás tropiezo. Si te has sentado a la mesa en medio de muchos no 
alargues tu mano antes que ellos. íQué poco le basta a un hombre bien educado! y luego en el lecho no resuella. A vientre moderado sueño 
saludable. Insomnio, vómitos y cólicos le esperan al hombre insaciable. El sueño saludable es para el hombre parco: éste duerme hasta la 
mañana, y con esto su alma quedará alegre».1 

Estábamos en el mes de junio. La caridad, la paciencia, los buenos modos del profesor Juan Bosco con los alumnos, su empeño 

1 Eclesiástico, XXXL, 12 y sigs. 
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para que progresaran en los estudios y en la piedad, le habían ganado la estima y el afecto de toda la clase, que aguardaba con impaciencia 
el día de su onomástico para poner de relieve cuanto la gratitud podía inspirar. Juan iba a la cabeza de esta demostración y había preparado 
un hermoso soneto. Ante todo, el veinticuatro de junio por la mañan, juntamente conLuis Comollo y otros compañeros fue a recibir la 
santa comunión por el profesor. El atento reconocimiento para cuantos procuraban su bien fue siempre una de las características más 
señaladas de su vida. El mismo nos dejó memoria de esta fiesta, como de la celebrada el año anterios en honor del profesor Banaudi. Por 
su parte tampoco el profesor Bosco quiso dejarse vencer en generosidad, ((362)) y señaló el jueves siguiente para un paseo hasta los 
llamados Prados de Palermo, a tres kilómetros de Chieri, con una espléndida comida para todos los alumnos. Se leyeron varias 
composiciones a las que respondió conmovido el profesor. Innumerables fueron los aplausos y felicitaciones. Siguió después la merienda 
en la que todos comieron y bebieron a su gusto. Después, se dieron a saltar, correr y cantar: en suma, fue para todos un día de alegría nada 
fácil de describir. Pero, a cierto punto de los juegos, corrió la voz de que no se veía a Comollo. Temen que le haya ocurrido una desgracia: 
recuerdan muy bien que el año pasado, y en la misma circunstancia, murió un compañero ahogado en la fuente roja a pocos pasos de allí. 
Llenos de consternación se ponen a buscarlo por los alrededores, pero inútilmente. Al fin, lo encuentran donde nadie lo hubiera pensado: 
estaba escondido junto a la cercana capilla entre unas matas y una pilastra de la misma capilla. -Comollo, le dice Juan, qué haces aquí? 
Todos están intranquilos por ti y te andan buscando con angustia. Ven. -Dirigió él una mirada como quien ha sido estorbado en algo que 
le agrada y respondió: -Siento mucho vuestra intranquilidad, pero hoy no había rezado todavía el rosario y deseaba pagar este tributo a la 
Virgen María. -Tranquilizados los compañeros, dieron las gracias al profesor y emprendieron la vuelta a Chieri. A este propósito 
nosotros, aún admirando la ingenua devoción de Comollo, digna por cierto de toda alabanza, hacemos notar, deduciéndolo de las palabras 
de Juan, que él, en caso semejante, hubiera dejado para otro tiempo aquella oración y no se hubiera apartado de la compañía del profesor y 
de los amigos, para no aparecer menos cortés y ocasionarles disgusto, imitando en esto al querido San Francisco de Sales, a quien más 
tarde tomará ((363)) como protector de su Congregación, el cual no quería ser esclavo de las devociones no obligatorias. 
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El año escolástico tocaba a su fin, y nuestro Juan, después de la lectura de un libro sobre la vocación, quedó tan espantado de los 
peligros que se encuentran en el mundo, que cayó de nuevo en la duda de entrar en el seminario o en un convento. Después de muchas 
reflexiones, pensó de nuevo entrar en cualquier convento de franciscanos, orden benemérita, gloria y sostén de la Iglesia, con la 
convicción de que esto no impediría el cumplimiento de los designios que Dios le había señalado. Pero, como él mismo refiere en sus 
memorias, tuvo que cambiar otra vez de pensamiento: «Sucedió entretanto algo que me impidió efectuar mi proyecto. Como los 
obstáculos eran muchos y duraderos resolví exponer la cosa a mi amigo Comollo. El me aconsejó hiciera una novena a María Santísima 
para obtener luz en un asunto de tanta importancia, durante la cual él escribiría a su tío párroco. El último día de la novena, en compañía 
de mi inolvidable amigo, confesé y comulgué. Oí después una misa y ayudé otra en el altar de Nuestra Señora de las Gracias. Al llegar a 
casa, encontramos una carta de don Comollo concebida en estos términos: «Considerado atentamente todo lo expuesto, aconsejaría a tu 
compañero no entrar en un convento. Que tome la sotana, y mientras sigue los estudios, conocerá mejor lo que Dios quiere de él. No tema 
perder la vocación, ya que con el recogimiento y las prácticas de piedad superará todos los obstáculos». 

Juan había manifestado también la deliberación tomada a don Cafasso y a su párroco el teólogo Cinzano; ellos eran del parecer de que 
entrara en el seminario, y esperara a ((364)) decidirse por una orden religiosa más adelante. Juan experimentó cuánto ayuda en el asunto 
de la vocación el aconsejarse de personas doctas y piadosas, y obedeció, como él mismo refiere. «Seguí aquel sabio consejo y me apliqué 
seriamente a cuanto pudiera ayudarme para vestir la sotana. Después del examen de retórica, sufrí el de la toma de hábito clerical en 
Chieri, precisamente en las actuales habitaciones de la casa que Carlos Bertinetti, al morir, nos dejó en herencia y que tenía alquiladas el 
arcipreste canónigo Burzio. Aquel año los exámenes no fueron en Turín, según costumbre, a causa del cólera que amenazaba a nuestros 
pueblos. Sin embargo, la capital quedó inmune, y se dieron gracias al Señor rogándole la preservara en lo futuro, con un triduo 
solemnísimo en honor del nuevo beato Sebastián Valfré, que se celebró en la iglesia de San Eusebio con asistencia de la familia real y de 
la universidad. 

«Y quiero hacer notar aquí una cosa que da a conocer claramente hasta qué punto se cultivaba el espíritu de piedad en el colegio de 
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Chieri. Durante los cuatro años que frecuenté aquellas escuelas, no recuerdo haber oído una conversación o una sola palabra contra las 
buenas costumbres o contra la religión. Terminado el curso de retórica, de los veinticinco alumnos que componían la clase, veintiuno 
abrazaron el estado eclesiástico; tres se hicieron médicos y uno comerciante». 

Pasado el examen para la toma de sotana con óptimo resultado, Juan fue a despedirse del colegio (equivalente a un instituto nacional de 
hoy). El doctor teólogo Bosco y otros conspicuos personajes nos contaron que fue algo maravilloso el ver cómo Juan había sabido ganarse 
no sólo el corazón de sus compañeros, sino también el del prefecto de estudios, el del director espiritual y el de cada uno de los profesores 
los cuales le profesaban tan grande afecto, que siempre quisieron tenerlo ((365)) como amigo y confidente. Su profesor de retórica (el ya 
mencionado homónimo suyo Juan Bosco), doctor en letras y profesor en la Universidad de Turín, quiso, al terminar el curso, que Juan 
fuese su amigo y le tutease. Baste esto para demostrar el aprecio que dispensaron al pobre campesino de I Bechhi. La razón de esto fue su 
virtud y un algo que sobresalía en todas su acciones y lo hacía aún más amable. Confirmo todo lo ya dicho, para que el lector no se forme 
un juicio equivocado. Aunque activo y emprendedor, era lento y reposado en el obrar; rico de ideas y de una gran facilidad para 
exponerlas oportunamente; era parco en palabras, especialmente con los superiores. Así le conocimos durante muchos años y así era de 
joven. Al observarle tantas veces y oír hablar de él a sus contemporáneos, recordábamos las palabras del Eclesiástico, como si fueran su 
vivo retrato: «Habla, joven, si te es necesario, obligado dos veces a lo sumo, si se te pregunta. Resume tú el discurso, di mucho en poc, sé 
como quien sabe y al mismo tiempo calla. Entre grandes no te iguales a ellos, si otro habla, no te excedas en hablar. Al trueno se adelanta 
el relámpago, así al modesto le antecede la gracia».1 

De vuelta a su pueblo, oigámosle a él mismo cuál fue su tenor de vida. «Vuelto a casa para las vacaciones, dejé de hacer el charlatán y 
me di a las buenas lecturas que, para vergüenza mía lo digo, había descuidado hasta entonces. Seguí ocupándome de los niños, 
entreteniéndoles con historietas, agradables recreos y cantos religiosos; es más, ((366)) observando que muchos eran ya mayorcitos, pero 
muy ignorantes de las verdades de la fe, me apresuré a enseñarles, en primer 

1 XXXII, 7-10. 
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lugar, las oraciones de cada día, y otras cosas importantes en aquella edad. Era aquello una especie de oratorio, al que acudían unos 
cincuenta muchachos, que me obedecían y me querían como a un padre». 

Y debía serle muy querido aquel pequeño campo evangélico, pues durante cuatro o más años, en los meses de septiembre y octubre, lo 
cultivó con verdadero celo apostólico. Se humilla diciendo que, hasta entonces, había descuidado las buenas lecturas, o sea la lectura de 
libros ascéticos. Pero quién puede creerlo? Cierto que, en medio de sus variadas ocupaciones, no podía dedicarse a ellos tanto como 
cuando únicamente se ocupaba del pastoreo; pero es posible que un joven, en las condiciones de Juan, manifestara una abundancia tal de 
vida espiritual, que la trasfundía continuamente a los demás, si verdaderamente hubiera descuidado este alimento del alma? 

Se acercaba entretanto el momento de vestir la sotana y Juan, que no contaba con medios materiales, se veía frente a graves dificultades 
para ingresar en el seminario. Esto le urgía además para librarse del servicio militar, puesto que ya estaba en los veintiún años. Pero don 
Cafasso, que fue siempre su bienhechor, amigo y consejero, se puso de acuerdo con don Cinzano, y determinaron lo que se debía hacer 
para obtener la entrada de Juan en el seminario sin grandes gastos; decidieron recurrir a la generosidad del teólogo Luis Guala, director y 
fundador del Convictorio Eclesiástico de San Francisco de Asís en Turín, el cual a su vez, gozaba de gran influencia ante el arzobispo 
Fransoni. 

Y así una mañana el teólogo Cinzano llamó a Juan, y sin decirle ((367)) por qué ni para qué, le acompañó hasta Rivalba, donde el 
teólogo Guala veraneaba en una gran finca suya de trescientos jornales. Este riquísimo señor socorría con caridad incomparable a todos 
cuantos necesitaban su ayuda. El teólogo Cinzano hizo que examinara al joven, e insistió tanto, que obtuvo promesa de que lo haría entrar 
gratuitamente aquel año en el seminario. Quedaba superado lo más difícil. Había que proveerle de los hábitos clericales que su pobre 
madre no podía comprar. Habló don Cinzano de ello con algunos de sus feligreses, que aceptaron en seguida contribuir a aquella buena 
obra. El señor Sartoris le proveyó del hábito talar, el caballero Pescarmona del sombrero; el vicario le regaló su propio manteo, otros le 
compraron el alzacuello y el bonete, otros las medias, y una buena mujer recogió el dinero necesario para comprarle, según creo, un par de 
zapatos. Así seguirá haciendo la divina Providencia en adelante 
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con nuestro Juan: se servirá de la ayuda de unos y otros para sostener a su fiel siervo y todas las obras que él emprenderá. Más de una vez 
le oímos nosotros repetir a don Bosco: -íSiempre tuve necesidad de todos!-

Así que don Cinzano, vicario foráneo de Castelnuovo, verdadero padre de todos los jóvenes que fueron vistiendo la sotana, entre los 
cuales cabe notar a monseñor Juan Bautista Bertagna, lo fue especialmente de Juan Bosco, su primer seminarista. Juntamente con su 
afecto paterno y la intuición de lo que un día llegaría a ser, le dedicó siempre un ciudado especialísimo. Al hablar de él se le oyeron 
muchas veces estas proféticas palabras: -Ya veréis, ya veréis: este joven llegará a ser algo grande. Yo moriré y no podré ver sus éxitos; 
pero vosotros veréis cómo el mundo entero hablará de él. -Así nos lo contaba don Febbraro de Castelnuovo, prior ((368)) de San Juan 
Bautista en Orbassano y compañero de don Bosco durante el último año de seminario. 

Juan, pues, quedaba ya seguro del cumplimiento de su vocación y podría dar gracias a Dios con las palabras del salmo: «Tú mi suerte 
aseguras; mi heredad es primorosa para mí». 1 

1 Salmo XVI, 5-6. 
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((369)
)


CAPITULO XLII 

RECIBE EL HABITO ECLESIASTICO -UNA FIESTA POCO AGRADABLE -PLAN DE VIDA -ENTRA EN EL SEMINARIO DE 
CHIERI 

TOMADA la resolución de entrar en el seminario, Juan Bosco se iba preparando para día tan importante como era el de vestir el hábito 
eclesiástico. Estaba persuadido de que, de la elección de estado depende ordinariamente la eterna salvación o la eterna condenación. 
Encomendó a varios amigos que rezaran por él. Hizo una novena, y el 25 de octubre de 1835 se acercó a los santos sacramentos. El 
teólogo Miguel Antonio Cinzano, cura y vicario foráneo de Castelnuovo de Asti, bendijo la sotana antes de la misa mayor y se la impuso. 

Había en la iglesia (como más tarde contó a don Segundo Marchisio el Caballero Profesor A. Francisco Bertagna de Castelnuovo de 
Asti), un número extraordinario de jóvenes, llegados de las aldeas y pueblos circunvecinos, que admiraban la compostura, la gran 
devoción y la humildad de Juan en el acto de vestir la sotana. Pero nos parece lo mejor ceder la palabra al mismo don Bosco, que nos 
describe los sentimientos que experimentó en aquel solemne momento y durante todo el primer día de su vida clerical. ((370)) 

«Cuando el cura me mandó quitarme los vestidos del siglo con aquellas palabras: Exuat te Dominus veterem hominem, cum actibus suis 
(que el Señor te despoje del hombre viejo y de sus actos) dije en mi corazón: -íOh cuánta ropa vieja hay que quitar! Dios mío, destruid en 
mí todas mis malas costumbres. -Después, cuando añadió al darme el alzacuello: Induat te Dominus novum hominem, qui secundum 
Deum creatus est in justitia et sanctitate veritatis! (Revístate el Señor del nuevo hombre, que Dios creó en justicia y santidad verdadera) 
me sentí conmovido y añadí en mi corazón: -Sí, oh Dios mío, haced que en este momento vista yo un hombre nuevo, es decir, 
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que desde este momento empiece una vida nueva, toda según vuestro divino querer, y que la justicia y la santidad sean el objeto constante 
de mis pensamientos, de mis palabras y de mis obras. Así sea. Oh María, sed mi salvación-. 

«Terminada la fiesta religiosa, quiso mi buen párroco hacerme un obsequio que resultó completamente profano, pues se empeñó en 
llevarme a la fiesta de San Rafael Arcángel que se celebraba en Bardella, pequeña aldea de Castelnuovo. El pretendía hacerme un 
cumplido con la fiesta, pero aquello no iba conmigo. Yo iba a parecer un muñeco disfrazado que se presentaba en público para que lo 
vieran. A más, tras varias semanas de preparación para el día suspirado, cómo iba a encontrarme a gusto después de la comida, entre gente 
de toda condición y sexo, allí reunida para reír, bromear, comer, beber y divertirse, gente, cuya mayor parte buscaba entretenimientos, 
bailes y diversiones de todo género? Qué trato podía tener aquella gente con uno que, por la mañana del mismo día, había vestido el hábito 
de santidad para entregarse del todo al Señor? Movido por estas ideas le dije respetuosamente: -íPero en Bardella hacen la fiesta del 
pueblo! 

»-Por eso me han invitado a mí; ven tú también conmigo. 

»-Yo no sé portarme decorosamente en esas fiestas; si me lo permite, me quedo en la casa parroquial a comer. 

»-Pero si aquí en casa, ni siquiera se enciende el fuego; estamos todos invitados. 

»-Pues yo iré a mi casa a comer con mi familia. 

»-Tu casa está muy lejos, y además tu familia no te espera. Ea, vamos; te llevo, además, porque habrá que ayudar a la bendición y 
siempre habrá que hacer algo en la sacristía y en la iglesia. 

»Fui, pues, para no disgustar al párroco, que tanto me quería, pero de mala gana, porque sabía que en el bullicio y en los grandes festines 
siempre hay peligro de ofender a Dios. Asistí a las funciones de la capilla, fui a la comida: vi todo lo que se acostumbra hacer en 
semejantes fiestas; pero para mí aquél fue un día de disgusto. 

»Mi párroco se dio cuenta de ello y, al volver a casa, me preguntó por qué en un día de alegría general me había mostrado yo tan retraído 
y pensativo. Respondí con toda sinceridad que la función, celebrada por la mañana en la iglesia no concordaba ni en género, ni en número 
ni en caso con lo de la tarde. -Es más, añadí: el haber visto sacerdotes haciendo el bufón en medio de los convidados, y un tanto alegrillos 
por el vino, casi ha hecho nacer en mí aversión hacia la vocación. Si supiera que habría de ser un sacerdote de ésos prefería 
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quitarme esta sotana y vivir como un pobre seglar, pero buen cristiano-. 

»-El mundo es así, me respondió el sacerdote, y hay que tomarlo como es. Conviene ver el mal para conocerlo y evitarlo. Nadie llegó a 
ser guerrero valeroso, sin aprender el manejo de las armas. Así hemos de hacer nosotros, ((372)) los que solemos de continuo combatir 
contra los enemigos de las almas. -Callé entonces, pero dije dentro de mi corazón: -No iré nunca a comidas de fiesta, a no ser que me vea 
obligado por funciones religiosas-. 

»Después de aquella jornada debía ocuparme de mí mismo. La vida llevada hasta entonces había que reformarla radicalmente. No es que 
hubiese sido en los años anteriores propiamente malo, pero sí disipado, vanidoso y muy metido en partidas, juegos, pasatiempos y cosas 
semejantes, que por el momento alegran, pero que no llenan el corazón. Para trazarme un tenor de vida estable y no olvidarlo, escribí los 
siguientes propósitos: 

1.º En lo venidero nunca tomaré parte en los espectáculos públicos, en ferias y mercados; ni iré a ver bailes y teatros; y, en cuanto me 
sea posible, no iré a las comidas, que se suelen dar en tales ocasiones. 

2.º No haré más juegos de manos, ni de destreza, ni de cuerda, ni actuaré de saltimbanqui, ni de prestidigitador; no tocaré más el violín, 
ni iré más de caza. Considero todas estas cosas contrarias a la gravedad y espíritu eclesiásticos. 

3.º Amaré y practicaré el retiro y la templanza en el comer y beber, y no tomaré más descanso que las horas estrictamente necesarias 
para la salud. 

4.º Así como en el pasado serví al mundo con lecturas profanas, así en lo porvenir procuraré servir a Dios dándome a lecturas de libros 
religiosos. 

5.º Combatiré con todas mis fuerzas toda lectura, todo pensamiento, toda conversación, toda palabra y obra y todo cuanto pueda ir 
contra la virtud de la castidad. Por el contrario, practicaré cuanto pueda contribuir a conservar esta virtud, por insignificante que sea. 

6.º Además de las prácticas ordinarias de piedad, no dejaré de hacer todos los días un poco de meditación y un poco de lectura 
espiritual. ((373)) 

7.º Contaré cada día algún buen ejemplo o máxima edificante en bien del prójimo. Esto lo haré con los compañeros, con los amigos, 
con los parientes y, cuando no tenga con quien, con mi madre. 

»Estos son los própositos de cuando tomé la sotana; y, a fin de 
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que se me quedaran bien impresos, fui ante una imagen de la Santísima Virgen, los leí y después de orar, prometí formalmente a la 
celestial Bienhechora guardarlos aún a costa de cualquier sacrificio. 

»El 30 de octubre de 1835 debía entrar en el seminario. El escaso equipo de ropa estaba preparado. Todos mis parientes se mostraban 
contentos y yo más que ellos. Sólo a mi madre se le veía pensativa y no me perdía de vista como si tuviera que decirme alguna cosa. La 
víspera de la partida por la tarde me llamó y me dijo estas memorables palabras: -Querido Juan, ya has vestido la sotana sacerdotal. Como 
madre, experimento un gran consuelo por tener un hijo seminarista. Pero acuérdate de que no es el hábito lo que honra a tu estado, sino la 
práctica de la virtud. Si alguna vez llegases a dudar de tu vocación, ípor amor de Dios! no deshonres ese hábito. Quítatelo en seguida. 
Prefiero tener un pobre campesino a un hijo sacerdote descuidado en sus deberes. Cuando viniste al mundo te consagré a la Santísima 
Virgen; cuando comenzaste los estudios, te recomendé la devoción a esta nuestra madre; ahora te digo que seas suyo; ama a los 
compañeros devotos de María; y, si llegas a sacerdote, recomienda y propaga siempre la devoción a María. -Al terminar estas palabras mi 
madre estaba conmovida, y yo 
lloraba. -Madre, respondí, le agradezco todo lo que usted ha hecho y dicho por mí; sus palabras no caerán en el vacío, y serán un tesoro a 
lo largo de mi vida. ((374)) 

»Por la mañana temprano fui a Chieri, y por la tarde del mismo día entré en el seminario, establecido en el amplio convento de los 
padres filipenses, que el gobierno francés había cerrado y que monseñor Chiaverotti había adquirido en 1828 para seminario. Era rector el 
teólogo Sebastián Mottura, canónigo arcipreste de la colegiata de Chieri; director espiritual don José Mottura, más tarde canónigo de la 
insigne colegiata de Giaveno. Después de saludar a los superiores y arreglarme la cama, me puse a pasear con el amigo Garigliano, por 
dormitorios y corredores, y al fin bajamos al patio. Alzando los ojos hacia un reloj de sol, leí esta inscripción: Afflictis lentae, celeres 
gaudentibus horae (Las horas pasan lentas para los desgraciados, y volando para los que son felices). -Esto es, dije a mi amigo; he aquí 
nuestro programa: hemos de estar siempre alegres y pasará el tiempo de prisa-. 

»Al día siguiente comenzó un retiro de tres días y procuré hacerlo lo mejor posible. Hacia el final me presenté al profesor de filosofía, 
que era el teólogo Ternavasio de Bra, y le pedí alguna norma de vida para cumplir con mis deberes y ganarme la benevolencia de mis 
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superiores. El digno sacerdote me respondió: -Una cosa sola: el exacto cumplimiento del deber-. 

»Tomé este consejo como base y me entregué con toda el alma a la observancia del reglamento del seminario. En cuanto a puntualidad 
no hacía diferencia ninguna tanto nos llamase la campana al estudio como a la iglesia, al recreo como al comedor, o al dormitorio. Esta 
exactitud me ganó el aprecio de los compañeros y de los superiores, de tal manera que los seis años de seminario constituyeron para mí un 
período muy feliz de mi vida. Tanto más que los estudios estaban muy atendidos. 

»A más de esto me hacía amable aquel lugar el nombre de don Cafasso. Aún permanecía en aquel sagrado recinto el perfume de sus 
virtudes: su caridad con los compañeros, su sumisión ((375)) a los superiores, su paciencia para aguantar los defectos ajenos, su cautela 
para no molestar a ninguno, su amabilidad para condescender, aconsejar, favorecer a los compañeros, su indiferencia ante los manjares a 
la hora de comer, su resignación a los cambios de estaciones, su prontitud para enseñar catecismo a los muchachos, su compostura 
edificante en todos los lugares, su aplicación en el estudio y su diligencia en la piedad. Estas cualidades llevadas hasta el heroísmo, 
hicieron que los compañeros y amigos de Cafasso se acostumbraran a decir entre ellos que el clérigo Cafasso había sido concebido sin 
mancha de pecado original». El seminarista Juan Bosco quiso tomar por modelo a aquel paisano suyo. La virtud extraordinaria de Cafasso 
consistió en practicar constantemente y con maravillosa fidelidad las virtudes ordinarias. Este fue también el propósito que tomó Juan 
Bosco al entrar en el seminario, propósito 
que mantuvo siempre durante todo el curso de su vida. 
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((376)
)


CAPITULO XLIII


LA VIDA EN EL SEMINARIO -LOS COMPAÑEROS -FRECUENCIA DE LOS SANTOS SACRAMENTOS -TIEMPO BIEN 
EMPLEADO -OTRO SUEÑO -PASATIEMPOS 

EL seminario es el templo de Dios, en el cual el joven levita oye más claramente la voz del Señor que le llama al servicio del altar. Es el 
atrio santo donde se enciende en la más tierna devoción y en el más ardiente celo por la salvación de las almas y adquiere aquellos lazos 
de caridad, que deben unir entre sí a todos los miembros de la iglesia. Es la palestra donde, con la virtud y la ciencia, fortifica su voluntad 
y su mente para vencer las batallas del Señor. Es el jardín de Dios donde se recogen las flores más selectas de las diócesis, que en su día 
trasplantadas, esparcirán perfume de santidad por todas sus poblaciones. Pues bien, en este sagrado recinto entraba el seminarista Juan 
Bosco decidido a conseguir todas las gracias que el Señor le tenía allí preparadas. 

He aquí cómo él mismo describe este nuevo período de su vida: «Yo quería mucho a mis superiores, y ellos fueron siempre muy buenos 
conmigo; pero mi corazón no estaba satisfecho puesto que ellos no eran fácilmente accesibles a los seminaristas. Era costumbre visitar al 
rector y a los otros superiores al volver de vacaciones y al marchar a ellas. Nadie iba ((377)) a hablar más con ellos, como no los llamasen 
para darles alguna reprimenda. Uno de los superiores, por turno vigilaba durante la semana en el refectorio y en los paseos, y nada más. 
íCuántas veces hubiera querido hablarles, pedirles consejo o aclarar dudas, y no podía hacerlo!; es más, cuando algún superior pasaba 
entre los seminaristas, todos sin saber por qué, huían precipitadamente de él, como de un perro rabioso. Esto avivaba en mi corazón los 
deseos de ser cuanto antes sacerdote para meterme en medio de los jóvenes, estar con ellos y ayudarles en todo. 
»En cuanto a los compañeros me atuve al consejo de mi querida 
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madre, es decir, me junté con los devotos de María y amantes del estudio y la piedad. Debo decir, para norma de quien entra en un 
seminario, que allí hay muchos clérigos de virtud sin tacha, pero que también los hay peligrosos. No pocos jóvenes, sin preocuparse de su 
vocación, van al seminario sin poseer el espíritu y la voluntad del buen seminarista. Es más; recuerdo haber oído a algunos compañeros 
conversaciones realmente malas. Y una vez, al registrar a algunos alumnos, les encontraron libros impíos y obscenos de todo género. Es 
cierto que semejantes compañeros, o dejaban espontáneamente la sotana o eran despedidos del seminario tan pronto como se les 
descubría. Pero, entre tanto, constituían la peste para los buenos y para los malos. Para evitar el peligro de tales compañeros, elegí a 
algunos que eran públicamente tenidos por modelos de virtud y entre éstos a Guillermo Garigliano. 

»Las prácticas de piedad se cumplían verdaderamente bien. Todas las mañanas teníamos misa, meditación y la tercera parte del rosario; 
durante la ((378)) comida, lectura edificante. Por entonces se leía la historia eclesiástica de Bercastel. La confesión era obligatoria cada 
quince días, pero quien lo deseara, podía hacerla cada sábado. En cambio, la santa comunión sólo se podía recibir los domingos o en 
especiales solemnidades. Algunas veces se la recibía durante la semana, mas para ello había que buscar un subterfugio: había que elegir la 
hora del desayuno e irse, medio a escondidas, a la contigua iglesia de San Felipe, comulgar, y volver a juntarse con los compañeros en el 
momento en que entraban en el estudio o en la clase. Esta infracción del horario estaba prohibida; pero los superiores consentían 
tácitamente, ya que lo sabían, y, a veces lo veían y no decían nada. De este modo pude frecuentar bastantes veces la comunión, de la que 
puedo decir fue el alimento principal de mi vocación. Ya se ha remediado este defecto en la vida de piedad desde que, por disposición del 
arzobispo Gastaldi, se ordenaron las cosas de forma que cada mañana se pudieran acercar a la comunión cuantos quisieran hacerlo». 

Para el que ama verdaderamente a Nuestro Señor Jesucristo es ciertamente doloroso esta privación. Jesús es su consuelo, su fuerza, su 
sostén, la vida de su vida; sin él le parece desfallecer. Es el centro de sus deseos, ansía ardientemente recibirlo con frecuencia, y sufre 
grandemente cuando no le es dado unirse al que ama su corazón. Esto le sucedía al clérigo Juan Bosco; le parecía efectivamente que no 
podía vivir sin comulgar. Y por eso, él con algunos otros compañeros, varias veces a la semana se privaba con gusto del recreo y del 
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desayuno, quedándose en ayunas a una edad en la que tan viva se siente la necesidad de nutrirse, con tal de poder alimentarse con las 
carnes ((379)) inmaculadas de Jesús Sacramentado. Su confesor, durante todo el tiempo que vivió en el seminario fue el canónigo Maloria 
que ya lo había sido antes durante los años del gimnasio. 

Juan se había impuesto la obligación de no perder ni un minuto de tiempo, y no se conformaba con las horas de clase y estudio para las 
materias filosóficas. «Los recreos, escribe él, eran muy limitados en los días de clase: para el desayuno, sin café ni companaje, sólo se 
concedía media hora. A la una y media después de la comida que se servía al mediodía, se iba al estudio. Había media hora de recreo 
después de las clases de la tarde. Todos los seminaristas estaban bastante bien de salud. Cuando el recreo era más largo que de ordinario, 
se celebraba un paseo, que los seminaristas daban por los pintorescos lugares que circundan la ciudad de Chieri. Estos paseos eran 
ventajosos para el estudio; pues todos procuraban ejercitarse en temas escolares, bien preguntando al compañero, bien respondiendo a las 
preguntas. Fuera del tiempo de paseo propiamente dicho, todos podían distraerse departiendo con los amigos en el seminario, discurriendo 
sobre temas interesantes o sobre cuestiones de estudio o de piedad. Durante las horas de recreo largo, con frecunecia nos reuníamos en el 
refectorio para hacer lo que llamábamos círculo de estudios. Allí uno preguntaba sobre lo que no sabía o lo que no había entendido en la 
explicación o en el texto. Esto me gustaba mucho y me era muy útil para el estudio, para la piedad y para la salud. Por mi edad y más aún 
por la benevolencia de los compañeros, yo era en este círculo el presidente y juez inapelable. Como en nuestras charlas salían ciertas 
cuestiones a las que ninguno de nosotros sabíamos responder, nos dividíamos las dificultades. Al cabo de un tiempo determinado ((380)) 
debía aportar cada cual la solución de la dificultad de que se había hecho cargo». 

Pero esto no bastaba para colmar las ansias que Juan sentía por adquirir siempre nuevos conocimientos. Era siempre el primero en 
levantarse de la cama;a toda prisa se vestía, se lavaba, arreglaba la cama y ponía en orden sus cosas, conforme prescribía el reglamento; 
después se retiraba al vano de una ventana y leía durante casi un cuarto de hora algún libro, hasta que sonaba la campana para bajar a la 
capilla. Por más voluminoso que fuese el libro que llevaba entre manos no lo cambiaba por otro hasta haberlo leído entero. Ponía en ello 
toda su atención, ya que, no leía sólo por gusto o curiosidad, sino para aprender y retener en la memoria. Hasta el prólogo e introducción 
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del libro era objeto de su reflexión, porque consideraba necesario conocer el plan del autor y los motivos que le habían impulsado a 
escribir; y empezaba siempre dando un vistazo al índice para tener una síntesis del libro. Destinaba además a la lectura de obras buenas y 
serias todos los ratos de tiempo sobrante, los minutos de espera antes de que entrara el maestro en clase, el último cuarto de hora de los 
recreos ordinarios, todo el tiempo de los extraordinarios cuando no se celebraba el círculo, parte de la media hora destinada a prepararse 
para el paseo y mientras se encaminaba a la catedral para las funciones sagradas: en esas circunstancias era expeditivo para arreglarse, y 
consideraba tiempo perdido el que algunos empleaban en acicalarse; sin embargo todo su atuendo estaba limpio. Con esta industria poco a 
poco llegó a conocer varias obras. Leyó durante el primer año las de Cesari, Bartoli y otros. Esta diligencia para aprovechar el tiempo la 
tuvo siempre durante los seis cursos completos que estuvo en el seminario; así gracias a ((381)) su ingenio y su memoria pudo acumular 
tesoros de saber. 

Su templanza en el comer y el beber era algo sorprendente; se inspiraba en dos grades virtudes: amor a la mortificación y amor a ser 
instrumento apto en la obra divina de la salvación de las almas. Quería que veinte minutos después de las comidas, la digestión no le 
estorbara para reemprender sus ocupaciones. Por eso jamás se quejaba de las viandas o manjares presentados en la mesa y mostraba gran 
disgusto cuando oía murmurar de la calidad de los alimentos, o se enteraba de que alguno trataba de proveerse directamente de la cocina o 
de la despensa del seminario, sin permiso de los superiores: en estos casos él y sus amigos íntimos se empeñaban resueltamente en impedi 
tales desórdenes con el ejemplo y con la desaprobación. Cuando su madre o un amigo le llevaban algún regalo comestible, no le parecía 
bien comérselo él solo; sino que, después de pedir permiso, lo compartía con los compañeros. Dieron testimonio de todo esto don 
Palazzolo y don Giacomelli. 

En medio de la práctica de las virtudes más sólidas y de los estudios filosóficos, Juan Bosco sentía crecer cada vez con más fuerza en su 
corazón un vivísimo deseo de entregarse a los muchachos, a los que seguía enseñando catecismo y a rezar, cuando los superiores lo 
mandaban a la catedral con este fin. Y la divina bondad, que tenía puesta en él su amorosa mirada, empezó a hacerle conocer con más 
detalle cuál era la misión que le reservaba con los jovencitos. Lo contó don Bosco privadamente a algunos en el Oratorio, entre los que 
estaban presentes don Juan Turchi y don Domingo Ruffino: 
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-Quién puede imaginar, dijo él, cómo me vi yo, cuando ((382)) estudiaba el primer curso de filosofía? -Y le preguntaron: -Cómo se vio? 
En sueños o de otro modo? -Eso no importa saberlo. Me vi ya sacerdote, con roquete y estola: así vestido, trabajaba de sastre en un taller, 
pero no cosía prendas nuevas, sino que remendaba ropa estropeada y juntaba muchos trozos de tela. Por lo pronto no pude entender qué 
significaba aquello. Hablé de ello entonces con alguien; pero no lo hice claramente hasta que fui sacerdote y tan sólo con mi consejero don 
Cafasso. -Este sueño o visión quedó indeleble en la memoria de don Bosco. El le indicaba cómo no estaba llamado sólo a elegir 
muchachos santos y dedicarse a perfeccionarlos y preservarlos, sino también a reunir en torno a sí muchachos descarrriados y 
corrompidos, por los peligros del mundo, que se hicieran buenos cristianos con sus cuidados y contribuyeran a la reforma de la sociedad. 

Mientras tanto discurrían los días de Juan tranquilos y alegres con el verdadero placer del que vive bajo la obediencia, y observa con 
exactitud sus propios deberes. El que fue buen seminarista recordará siempre con satisfacción cuanto hizo, vio, sucedió en los años de sus 
estudios. Por eso nuestro Juan dejó en sus memorias hasta los entretenimientos de que disfrutó dentro de aquello muros de piedra y de 
paz. «El pensamiento más común durante el tiempo libre era el conocido juego del marro. Al principio tomé parte en él con mucho gusto, 
pero como este juego se aproximaba mucho al de los saltimbanquis, a los que había renunciado totalmente, quise renunciar también a él. 
En ciertos días había permiso para jugar a la baraja, y también tomé parte durante algún tiempo. Pero aquí tropezaba igualmente con la 
mezcla de lo dulce y lo amargo. Aunque no era un gran jugador, sin embargo, tenía la suerte tan de mi parte, que ganaba casi siempre. Al 
acabar las partidas tenía las manos llenas de dinero, pero, al ver a mis ((383)) compañeros tristes por lo que habían perdido, yo me ponía 
más triste que ellos. Añádase que prestaba tal atención al juego, que después no me era posible ni rezar, ni estudiar, pues siempre tenía la 
imaginación ocupada con el rey de copas, la sota de espadas, y el as de oros o de bastos. Tomé, pues, la resolución de no participar en este 
juego, lo que ya había hecho con algunos otros. Esto lo hice hacia la mitad del segundo año de filosofía, en 1836». El principal motivo de 
esta determinación fue haber ganado un día a cierto competidor una cantidad, no grande si se quiere, pero considerable para su flaca bolsa 
Juan, al verle tristón y casi lloroso, sintió tanta compasión que le devolvió lo ganado; desde 
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entonces se propuso no tomar las cartas en sus manos y lo cumplió con toda entereza. 

No le parecía a don Bosco el juego de cartas un entretenimiento propio de eclesiásticos, porque apasiona, hace perder bastante tiempo, y 
no es conveniente en ciertas circunstancias. Era ya sacerdote cuando, estando en no sé que pueblo predicando unos ejercicios espirituales, 
y hospedado en casa del párroco, una noche, después de cenar, algunos sacerdotes jóvenes le invitaron a jugar a las cartas. Dijo él que no 
era muy práctico en aquel juego. Se extrañaron ellos de que no supiera jugar y añadieron que era un juego tan sencillo, tan inocente, que 
debían aprenderlo todos. -Cuando no tenga nada más que hacer, replicó don Bosco, entonces jugaré a la baraja-. Aquellos reverendos, por 
respeto a la persona de don Bosco, metieron en la funda las cartas que ya tenían en las manos y se entretuvieron en útiles conversaciones. 
Entretanto don Bosco, con su extraordinaria destreza, sin que nadie se diera cuenta, sacó de la funda las cartas y se las metió en el bolsillo 
Poco después ((384)) se excusó para retirarse a su habitación, pues tenía todavía algo que hacer; le dieron todos las buenas noches, y se 
retiró. Algunos imitando su ejemplo, se fueron también a su habitación. Quedáronse solamente dos, que tenían más ganas de jugar: -Ya 
estamos libres, se dijeron; ea, fuera la baraja y vamos a echar al menos una partida-. Pero, abren la funda, rebuscan, miran por el suelo y 
no encuentran las cartas. -Dónde han ido a parar? -decía uno. -íSi las pusimos aquí!, exclamaba el otro. Como no las encontraban, 
también ellos se fueron a sus habitaciones, aunque contrariados por no haber podido echar su partida. Al pasar por el corredor donde 
estaba la habitación de don Bosco, hablaban en voz baja y se lamentaban de aquella contrariedad. Cuando he aquí que uno de ellos se 
acuerda de que tenía en su habitación otra baraja. La mar de contento se lo comunica al compañero; pero mientras iban a tomarla oyen tras 
sí a don Bosco, el cual, medio en broma, los manda a dormir inmediatamente, dándoles una muy provechosa lección. 
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((385)
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CAPITULO XLIV 

DILIGENCIA DE JUAN PARA PRESTAR SERVICIOS A LOS COMPAÑEROS -SU AGRADABLE COMPAÑIA -LOS ANTIGUOS 
AMIGOS DE COLEGIO -FUERZA DE JUAN -SUFRE UN PELIGRO GRAVISIMO 

EL aspecto sempiternamente alegre de Juan, su trato agradable, la condescendencia para prestar un servicio a cualquiera que lo necesitara, 
le granjearon muy pronto el afecto de todos los seminaristas. Por su parte él se encontraba feliz en la nueva vida, como el que vive en 
continuo y delicioso banquete 1. 

Siempre dispuesto a barrer, a transportar muebles de una habitación a otra, a colocar bien los baúles, a hacer bonetes, afeitar, cortar el 
pelo, remendar sotanas y zapatos, parecía el humilde servidor de todos, y todos iban a porfía para manifestarle su agradecido afecto. Entre 
sus muchas habilidades tenía también la de asistir y medicar a los enfermos con gran pericia; y como había aprendido desde jovencito a 
sacar muelas con maña tal que no hacía sufrir ningún dolor, todos acudían a él en semejantes casos. 

Igualmente, en las dudas, en las penas, en las dificultades de clase, todos le buscaban como al consejero, al amigo, ((386)) al pasante de 
las lecciones no entendidas. Con los atrasados tenía una caridad sin límites: cuando debían rendir exámenes y se encontraban apurados por 
la extensión de la materia, acostumbraba hacerles resúmenes sobre el particular. Prestaba generosamente sus libros, pese a las muchas 
privaciones que le costaban, a cualquiera que se los pidiera. Preparaba frecuentemente los sermones a los que eran invitados por los 
párrocos en tiempo de vacaciones y no tenían facilidad para escribirlos o no se sentían todavía capaces para componerlos. Contaba, en 
efecto, don Giacomelli que, algún año después, un compañero 

1 Eclesiástico, XXX, 25. 
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recibió el encargo de dos panegíricos, y Juan, viéndolo apurado, se ofreció a escribírselos, como lo hizo, y se los dio después para que los 
aprendiera de memoria. Y no sólo mientras estuvo en el seminario, sino también más tarde, ya en Turín, a la menor petición prestaba a los 
amigos en sus cuadernos y sermones para que se sirvieran de ellos como quisieran: lo que ocasionó se perdieran muchos de sus 
manuscritos. 

Su connatural eutrapelia demostraba la tranquilidad inalterable de su alma. Durante el recreo divertía a sus condiscípulos con chanzas y 
bromas decentes y agradables. A veces, proponía la explicación de ciertas frases latinas, que generalmente contenían un pensamiento 
mortal. Otras, tomaba una varita que apoyaba solamente en el dedo pulgar, la manipulaba en todos los sentidos, la hacía saltar, rodar 
rápidamente y al fin volvía a quedar inmóvil sobre el dedo. De cuando en cuando, en los primeros años, a instancias de los compañeros, 
hacía algún juego de prestidigitación. Don Cafasso no había aprobado su propósito radical del día en que vistió el hábito eclesiástico 
((387)). 

Siempre tenía nuevas ocurrencias para excitar la alegría. Un día dice a sus compañeros de dormitorio que era capaz de afeitarse con una 
navaja de madera. Ellos, aunque acostumbrados a contemplar siempre nuevas sorpresas, dicen que eso es imposible. Juan lo afirma 
categóricamente. Se hacen apuestas y se fija la hora de la prueba. Acuden todos a su habitación y lo encuntran afeitándose con una navaja 
ordinaria. -Dónde está la navaja de madera?-¡Pues vaya! cómo me llamo yo? -¡Bosco!-De quién es esta navaja? -¡Tuya!-Luego es 
navaja de Bosco, de modo que habéis perdido la apuesta. -La apuesta y el diálogo se habían hecho en piamontés, y en este dialecto bosco 
es lo mismo que madera. Los compañeros se extrañaron al principio de no haber caído en la cuenta de una cosa tan fácil, pero acabaron 
por darle la razón y soltaron una gran carcajada. 

Tenía Juan una gracia tan singular para contar historietas como no es posible imaginar: excitaba siempre la hilaridad de quien le oía. 
Pero él, que era serio por temperamento y carácter, jamás reía descompasadamente, ni aún con las cosas más graciosas. 

Con ocasión del onomástico del rector del seminario solían encargarle que hiciera una poesía en griego. Una vez, cuando todos 
esperaban de él una composición seria salió con un soneto jocoso. El primer verso en latín, el segundo en francés, el tercero en italiano, el 
cuarto en piamontés y así sucesivamente. Hubo una carcajada 
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interminable, que no dejaba seguir leyendo las demás composiciones. 

Admiraba a los compañeros la facilidad con que componía y hasta improvisaba poesías. Retenía en la memoria un tesoro inagotable de 
versos y de rimas. Sus estrofas, llenas de brío, estaban a veces compuestas según las reglas del arte; pero en general ((388)) eran hijas de la 
fantasía, y no estaban muy cuidadas en cuanto a la rima o la medida; a lo mejor quedaban incompletas, por buscar el efecto del momento, 
que realmente obtenían con la belleza de la idea. Por eso precisamente le llamaban poeta improvisador. Sus composiciones siempre se 
inspiraban en temas religiosos y morales y, con frecuencia, en la gratitud a los bienhechores. 

Los antiguos amigos del colegio municipal de Chieri no le olvidaban. Los jueves se llenaba la portería del seminario de muchachos 
estudiantes, que iban a llevarle sus cuadernos y sus páginas para que las examinara. El, la mar de contento, corregía, anotaba los errores, 
explicaba las frases, les repasaba las lecciones que habían oído en clase. Pero nunca dejaba que se marcharan, sin un buen pensamiento. 
Así nos lo refería don Santiago Bosco. 

Pero al que Juan esperaba con mayor ilusión era siempre a Luis Comollo, que estudiaba retórica aquel curso. Comollo se merecía el 
aprecio de cualquier alma cristiana. Por su inteligencia despejada, su carácter suavísimo, el cumplimiento de sus deberes hasta el 
escrúpulo, la limpieza de sus costumbres, su constancia en el bien, su amor por la oración y los Sacramentos, resultaba un ángel, que 
excitaba a los compañeros a imitar su conducta. Iba muchas veces al seminario para visitar a Juan: ícómo volaba aquella hora en la que los 
dos corazones, llenos de amor a Dios, se manifestaban los proyectos de una vida 
que habían consagrado a la salvación de las almas! Juan no tenía secretos para Comollo, ni éste para Juan. Por eso, aquel año en que Juan 
estuvo separado de Comollo, pudo conocer todo lo que hacía y decía el amigo, por él mismo, por los compañeros; y todo lo guardaba 
celosamente en su corazón. 

Hasta los condiscípulos, trasladados por sus padres a colegios lejanos, o que se habían quedado en su casa, mantenían correspondencia 
epistolar ((389)) con Juan. La amistad no se apaga por la distancia, si está alimentada por la caridad. El mismo Juan rompió la mayor parte 
de aquellas cartas. Entre las que se conservaron, hay una que creemos merece transcribirse. Se la envió un compañero que estudiaba 
filosofía no se sabe en qué otro centro de educación. Dice así: 
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«26 de enero de 1836 

Muy querido amigo: 

Con mucho gusto te hubiera contestado antes, de haber contado con alguien para llevarte la carta personalmente, ya que según entendí 
por la tuya así te gusta mucho más. Aunque a disgusto, tuve que esperar a que se me presentara la ocasión. 

No tengo nada de particular que notificarte, porque estando encerrado entre cuatro estrechas paredes, es imposible oír o ver, siquiera de 
vez en cuando, algo que suavice el aburrimiento y hastío que de continuo pesa sobre mí. 

Estoy, deja que te lo diga así, entre martirios y excomuniones, es decir que nuestros profesores nos persiguen continuamente. El de 
lógica está amenazando siempre con los castigos y ya ha castigado a algunos; el de geometría quiere imponer excomuniones de continuo. 
A más, el uno y el otro nos repiten doscientas o trescientas veces al día que muchos de nosotros serán suspendidos al fin del curso. De 
modo que todos los días tenemos sobre nosotros la reprimenda del uno o del otro; nos dicen que nunca tuvieron que enseñar a alumnos tan 
tarugos como nosotros, que no saben si hemos caído de la luna o si acabamos de llegar al ((390)) mundo. Ya puedes, por tanto, 
comprender cómo nos lo pasamos por aquí, tan perseguidos continuamente. 

Me encarga te salude Burzio; y tú haz el favor de saludar a los amigos, que están contigo. 

Tu afmo. servidor y amigo 

A. A. 
Al señor Juan Bosco, Clérigo en el Seminario de Chieri.» 

Una carta no se conserva por casualidad y no se la guarda con cuidado durante tantos años entre las otras de importancia. Creo no 
equivocarme diciendo que don Bosco no rompió ésta, porque le recordaba la necesidad de tratar siempre con amabilidad a los jóvenes y de 
procurar por todos los medios que les sea grato el centro de educación. No cabe duda que la respuesta de Juan sería de conformidad con la 
virtud de la obediencia y la paciencia cristiana, ya que fue siempre su sistema sostener la autoridad, pero sin ofender la caridad, 
consolando al que sufría, según la amonestación de San 
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Pablo: «Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran».1 El autor de esta carta se hizo después seminarista, y al curso 
siguiente, lo encontramos con Juan en el mismo seminario de Chieri. 

Entretanto, Juan iba creciendo en espíritu de piedad, conforme lo atestiguan los que le conocieron en el seminario, y aunque no se 
sintiera mucho mejor en la salud corporal, sin embargo conservaba la ((391)) fuerza extraordinaria, que tantas veces había causado la 
admiración de sus condiscípulos. Solamente con los dedos doblaba chapitas de cobre o de hierro. Un día, había sonado la hora de entrar en 
el estudio y no aparecía la llave del salón. La puerta era fuerte. Los seminaristas intentaban por todos los medios, hasta con ganzúas, 
forzar la cerradura, mas sin conseguir nada. Finalmente, el prefecto dio orden de llamar al carpintero. Juan, que hasta aquel momento 
había estado algo separado, se adelantó preguntando: -Queréis que abra yo? -Tú? y cómo, ¡si es imposible! -Si el prefecto me lo permite, 
yo la abro de un golpe. -Haz la prueba -dijo incrédulo el prefecto. Entonces Juan dio un golpe a la 
puerta con un empellón tal que la derribó y, saltando la cerradura, quedó libre la entrada. Los compañeros quedaron mudos de asombro, 
contemplándolo estupefactos. 

Pero poco faltó para que esta misma fuerza no le ocasionara la muerte o al menos le causara graves lesiones en las vísceras. Una tarde, 
no sé por qué motivos dejó el recreo, subió la escalera y contra su costumbre empezó a correr rápidamente hacia un corredor estrecho y 
oscuro. Un compañero que llevaba unas pantuflas, bajaba también precipitadamente, convencido de que no había estorbo en medio de 
aquella oscuridad. El uno no vio al otro y hubo un terrible choque. El compañero rebotó unos pasos atrás, Juan quedó en pie unos 
instantes, pero también cayó al suelo. Los seminaristas, notando la prolongada ausencia de ambos, fueron en su busca y se encontraron 
con los dos inmóviles, sin sentido, sangrando por la boca, oídos, y nariz. En brazos les llevaron a la enfermería. Juan tardó varias horas en 
volver en sí. El compañero, menos afortunado, estaba todavía sin sentido al amanecer, y cuando volvió en sí, ((392)) parecía como 
atontado, de suerte que se temía un trastorno en el cerebro. Sólo al anochecer desapareció el aturdimiento y, sin más consecuencias, 
volvían ambos a encontrarse entre los compañeros con gran alegría de todos. 

A lo largo de esta historia encontraremos casos semejantes, ocasionados 

1 Rom., XII, 15. 
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por la enfermedad, por causas físicas externas o por la malicia de los hombres; en ellos hubiera ciertamente debido quedar muerto Juan 
Bosco sin un socorro especial de la divina Providencia. Pero el Señor, en sus misericordiosos designios había establecido concederle 
todavía cincuenta y dos años de vida, que él gastó totalmente para su mayor gloria y el bien de las almas. 

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((393)) 

CAPITULO XLV 

JUAN VUELVE A GANAR EL PREMIO -VISITA A SUS ANTIGUOS DUEÑOS LOS MOGLIA -ES PROPUESTO PARA 
PREFECTO Y PASANTE DE GRIEGO DE LOS ALUMNOS DEL COLEGIO REAL REUNIDOS EN MONTALDO -SE 
PERFECCIONA EN GRIEGO -VUELVE AL SEMINARIO -SU POBREZA 

DON Bosco compendia así en sus memorias el feliz resultado de su primer año en el seminario: «En el seminario fui afortunado, y gocé 
siempre del aprecio de mis compañeros y superiores. En los exámenes semestrales se solía dar un premio de sesenta liras en cada curso al 
que obtuviera las mejores calificaciones por estudio y comportamiento. Dios me bendijo mucho, pues en los seis años que pasé en el 
seminario siempre me lo dieron a mí». Al salir de Chieri dejaba en los compañeros vivo deseo de volver a unirse con él después de 
vacaciones, como nos lo afirmaron muchas veces varios de ellos. 

Dirigió sus primeros pasos hacia la granja de los Moglia en Moncucco, para visitar a aquella querida familia, de la que había recibido 
durante dos años tantas muestras de afecto, y darles una agradable sorpresa. En efecto, trillaban el trigo los Moglia, cuando ven en medio 
del campo un sacerdote que se acerca a ellos y se detiene en el extremo de la era como quien toma aliento. Dejan de trillar, contemplan 
extrañados la inesperada visita, deseosos ((394)) de conocer quién es y por qué va allí. Se 
adelanta el desconocido, y ¡cuál no fue la sorpresa y la alegría de los Moglia al reconocerlo! El seminarista Bosco saludaba a sus antiguos 
dueños, que le miraban conmovidos con lágrimas en los ojos. -Lo véis, le dijo, cómo me hago sacerdote? -Los buenos campesinos le 
obligaron a quedarse unos días en su compañía y le tributaron mil agasajos. Su hijo Jorge, que ya contaba once años y observaba con 
curiosidad todos los pasos y acciones del clérigo huésped, afirmaba que le veía siempre rezando, estudiando o yendo a la iglesia. 

Juan llegó a casa de su madre, pero estuvo allí poco tiempo, por 
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el motivo que él expone: «Me interesaba mucho es estudio del griego: había aprendido los primeros elementos en el curso clásico, había 
estudiado la gramática y había hecho las primeras traducciones con auxilio del diccionario. Me sirvió mucho a ese fin una oportuna 
ocasión. El año 1836 amenazaba el cólera; sólo en Nápoles había causado más de cinco mil víctimas y se extendía por Liguria. Los 
Jesuitas de Turín anticiparon la salida de los internos del colegio del Carmen a Montaldo, donde tenían una magnífica quinta. Esta 
anticipación requería doble personal de enseñanza, porque debían cubrirse además las clases de los externos que asistían al colegio. 
Consultaron a don Cafasso, el cual me propuso a mí para la clase de griego. Esto me incitó a estudiar seriamente esta lengua, para estar en 
condición de poder enseñarla. Más aún, como había en la misma Compañía un sacerdote llamado Bini, profundo conocedor del griego, me 
valí de él con gran ventaja. En sólo cuatro meses me hizo traducir casi todo el Nuevo Testamento, los dos primeros libros de Homero y 
varias odas de Píndaro y de Anacreonte. Aquel digno sacerdote, admirando ((395)) mi buena voluntad, siguió ayudándome; durante cuatro 
años leía cada semana una composición griega o alguna 
traducción, que yo le enviaba, él la corregía puntualmente y luego me la devolvía con las oportunas observaciones. De este modo pude 
llegar a traducir el griego casi como si se tratase de latín». Y efectivamente, el 1886, precisamente el diez de febrero, recitaba ante 
nosotros capítulos enteros de las cartas de San Pablo en griego y en latín, puesto que sabía de memoria, en ambas lenguas, todo el Nuevo 
Testamento. 

Juan dio clase en Montaldo durante casi tres meses, encargándose además de asistir a un dormitorio durante todas aquellas vacaciones. 
Tuvo aquí ocasión de conocer a varios jóvenes de familias distinguidas, que siempre guardaron excelente recuerdo de él, y de cuya 
cooperación supo él aprovecharse con frecuencia cuando tuvo necesidad. También puedo conocer, gracias a su piedad y al celo que le 
abrasaba por la salvación de las almas, los peligros que se dan con esta clase de muchachos, entre los cuales él se encontraba por vez 
primera, y la dificultad de adquirir sobre ellos el suficiente ascendiente necesario para hacerles el bien. Y se persuadió de que no era 
llamado a ocuparse de los jóvenes de familias señoriales. En efecto, años más tarde, el 5 de abril de 1864, le decía a don Ruffino, que le 
hablaba de varios proyectos, entre ellos el de llegar a tener con el tiempo un colegio para muchachos de la nobleza: -No, eso nunca; 
mientras yo viva y en cuanto a mí dependa, eso nunca. Esto sería 
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nuestra ruina, como lo fue para varias órdenes religiosas que tenían por misión principal la educación de la juventud pobre y luego la 
abandonaron para dedicarse a los nobles. -Sin embargo, más tarde tuvo que aceptar el colegio de Valsálice, ante las vivas instancias de la 
Comisión directora, el mandato de monseñor Gastaldi y para defender ((396)) el honor del clero turinés, sometiéndose, desde luego, a 
dolorosos sacrificios, que sólo Dios habrá sabido recompensar. 

El continuo y concienzudo trabajo en Montaldo, soportado durante las vacaciones, no permitió a Juan repasar ni estudiar nada de lo que 
debía preparar para los exámenes de Todos los Santos. Sin embargo, al volver en noviembre al seminario de Chieri, en los pocos días 
anteriores al examen tomó los libros, cortó las hojas del tratado de metafísica, sobre la cual debía versar el examen, aunque no había sido 
explicado, se presentó al tribunal y superó felizmente la prueba. 

No puede tacharse de superficial este estudio ni tampoco su resultado, dada la facilidad de Juan Bosco para retener en la memoria los 
tratados, que no se cansaba después de meditar en todas sus partes, sus pruebas, consideraciones y objeciones. Su mentalidad matemática 
era tan ordenada, que en sus razonamientos procedía siempre por vía de definiciones exactas, como las ofrecen los mejores autores. Y de 
ello podemos dar amplio testimonio los que durante varios años oímos sus pláticas doctrinales en la iglesia; ya que, siempre, solía 
empezar dando la definición de la verdad, del vicio o de la virtud, tema de su plática, y pasaba después a confirmarla ordenadamente con 
diversos argumentos. De este modo quedaban indelebles las verdades que él exponía. 

Muchas veces hubimos de sorprendernos de la prontitud de sus respuestas, después de los años que había dejado los estudios de 
filosofía. Don Ciattino, hombre de gran cultura, filósofo que se jactaba de seguir a Rosmini, al huir en 1856 de Venecia por motivos 
políticos, fue recomendado a don Bosco y se hospedó en el Oratorio durante casi un año. Un día, al terminar la comida, se abrió la 
conversación sobre el origen de las ideas y otras cuestiones filosóficas. Don Ciattino expuso su opinión. De su proposición sacó don 
Bosco con toda tranquilidad la primera ((397)) consecuencia, y después con una serie de «por consiguiente», lacónicos, precisos, 
irrefutables, que no admitían réplica, concluyó así: -Entonces, usted es panteísta? -Don Ciattino 
balbuceó unas palabras, pero como no era posible librarse de las razones aducidas por don Bosco y le disgustaba quedar mal ante los 
comensales, se enfadó y salió del refectorio dando un 
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gran portazo. Los jóvenes presentes no sabían explicarse el motivo de aquella desacostumbrada aspereza. Por la noche, a la hora de cenar 
estaba don Ciattino en su puesto y comía con aire mustio. Don Bosco le miraba sonriente a la cara, y al fin le habló así -Oiga, don 
Ciattino; quizá esta mañana, le ofendí. Me metí en un tema, en un terreno que no es el mío. Yo no soy filósofo y, por tanto, me dispensará 
si le contradije. -Don Ciattino alzó los ojos, se serenó y amenazándole graciosamente con la mano: -Que no es usted filósofo? Dice que no 
es filósofo?... -Don Francesia estaba presente a esta escena. 

Hacia 1875 preguntaba don Clemente Bretto a don Bosco: -Los animales no pueden desmerecer ni merecer; entonces por qué el Señor 
permite sean infelices y los deja sufrir? -Don Bosco, sin la menor perplejidad, respondió inmediatamente poco más o menos así: -Los 
animales, aunque sufran, no son infelices, porque la felicidad o la infelicidad supone la razón, que los animales no tienen; así que nada se 
puede arguir contra la bondad o providencia de Dios-. Otro día le preguntaron: -Qué es el temor? -Respondió enseguida: -El temor no es 
más que la privación de la ayuda de la razón1 ((398)). 

En muchas otras ocasiones, que aquí sería prolijo reseñar, Juan dio pruebas de su aprovechamiento en los estudios filosóficos. 
Ampliando este nuestro juicio, debemos decir que sólo un atento y afortunado observador podría apreciar sus múltiples y sólidos 
conocimientos y su erudición filosófica, teológica, bíblica, histórica, moral, casuística, ascética, de derecho canónico, física, matemática, 
etc. etc. Conocía muy bien cuanto le era necesario para ocupar el puesto que la Providencia le había confiado en su Iglesia. Pero jamás 
hacía alarde de ello; al contrario, su humilde aspecto no permitía ni sospecharlo: sólo cuando era necesario o conveniente en sus 
conversaciones ordinarias salía a relucir sin esperarlo, como un rayo de luz que deslumbraba y sorprendía al que no le conocía. Pero esta 
irradiación no era frecuente, porque, ya desde el principio de su ministerio, envuelto en un verdadero torbellino de ocupaciones, le 
quedaba poco tiempo para cuestiones científicas y sus palabras, salidas del corazón, se encaminaban principalmente a hacer que sus 
muchachos amaran la religión y la virtud. 

Sin embargo, él, en aquellos años asentaba con santa alegría el fundamento de sus conocimientos científicos en medio de una gran 

1 Sabiduría, XVII, 11. 
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pobreza. No tenía ni aun lo necesario. Le faltaba dinero hasta para comprar los libros de clase indispensables, y se veía obligado, de vez en 
cuando, a pedirlos prestados a algún amable compañero. Se ponía con grandísimo cuidado el único vestido que tenía para que no se 
estropeara, y remendaba enseguida el más pequeño rasguño para que no se hiciera un rasgón. Cinco céntimos de lustre para el calzado le 
duraban un año entero, y para conservarlo negro recurría durante la semana a expedientes aún más económicos. A veces sus zapatos por el 
largo uso y los muchos remiendos ((399)) estaban casi inservibles y poco a tono para salir de casa, y Mauricio Cappella, portero del 
seminario, que todavía vive, afirma haberle prestado muchas veces su calzado para poder salir de paseo o ir a la catedral. 

Seguramente él hubiera podido recurrir en busca de ayuda a su párroco don Cinzano y a don Cafasso; pero su sistema predilecto era el 
de San Francisco de Sales de nada pedir y nada rehusar para sí mismo, prefiriendo vivir en apuros, antes que importunar a los 
bienhechores por cosas que él consideraba no ser de absoluta necesidad. En esto se inspiraba ciertamente en el nobilísimo amor a la 
pobreza evangélica. El que fue testigo continuo de su larga vida puede asegurar que su corazón estuvo siempre desprendido de las 
comodidades y las riquezas. Manejó inmensos tesoros que le confió la divina Providencia, pero todo para los demás, nada para sí. Su ideal 
era la pobreza de Nuestro Señor Jesucristo, del cual había profetizado el real Salmista: «Yo soy pobre y vivo en angustias desde mi 
juventud».1 

1 Salmo, LXXXVII, 16. 
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((400)) 

CAPITULO XLVI 

LUIS COMOLLO ENTRA EN EL SEMINARIO -FRUTOS PRECIOSOS DE UNA SANTA AMISTAD -BONDAD, HUMILDAD Y 
PACIENCIA DE JUAN CON LOS COMPAÑEROS -VISITAS DE LOS ESTUDIANTES DE CHIERI -EL CIRCULO DE ESTUDIOS 
Y SANTA ALIANZA PARA LA OBSERVANCIA DEL REGLAMENTO DEL SEMINARIO -ESTUDIOS A QUE SE DEDICA JUAN 
-ESTIMA Y AFECTO DE LOS HABITANTES DE CHIERI -DOS ACONTECIMIENTOS CONSOLADORES. 

EN las vacaciones de 1836 vistió el hábito clerical el angelical joven Luis Comollo, y, al comenzar el nuevo curso, entró en el seminario 
de Chieri. Allí se encontró de nuevo con Juan Bosco, el cual, después de haber obtenido la rebaja de la mitad de la pensión, que se solía 
conceder a los alumnos más estudiosos y necesitados, empezaba con todo entusiasmo el segundo curso de filosofía. Se reanudaron entre 
los compañeros los lazos de la antigua amistad, hasta confundirse la vida del uno con la del otro. Pero para hablar de Juan, es forzoso 
servirse de la biografía que él mismo escribió de Comollo, ocultando su propio nombre con el seudónimo de «un compañero suyo». Al 
servirnos de esa biografía pondremos en su lugar su bendito nombre y mencionaremos aquí y allá algunas de las virtudes, que él oculta 
siempre celosamente. 

Comollo escribió al principio del curso en un papelito que tenía siempre en el libro o en el cuaderno del que se servía ((401)) 
diariamente, un lema como programa de conducta: Hace mucho el que hace poco, pero hace lo que debe; no hace nada el que hace mucho 
pero no hace lo que debe hacer. Era obedientísmo en todo y en toda ocasión. En cuanto sonaba la campana, interrumpía lo que estaba 
haciendo, para responder a la voz de Dios manifestada con aquel sonido. Aborrecía el espíritu de crítica y de murmuración: nadie le oyó 
jamás una palabra contraria a la máxima que tenía grabada en su mente: De los demás hablar bien o callar. En los recreos, reuniones, 
tiempo de paseo, deseaba siempre hablar de cosas científicas; más aún, solía aprender en tiempo de estudio una serie de cosas que no 
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entendía, para comunicárselas después en tiempo libre a Juan a fin de que se las explicara. 

Siempre que los seminaristas asistían a las funciones solemnes de la catedral, no solían después rezar el rosario. Pero Comollo no sabía 
dejar esta especial devoción; y así, terminadas las ceremonias catedralicias, y mientras los demás hacían recreo, él y Juan se retiraban a la 
capilla para pagar, como solía decir, las deudas con su buena Madre rezando el santo rosario. 

Devoto amante de Jesús Sacramentado aprovechaba todas las ocasiones para comulgar. Al llegar la hora de acercarse a la mesa 
eucarística, Juan, que estaba a su lado, le veía totalmente absorto en los pensamientos más profundos y devotos. Todo él con postura 
devota, con paso grave, con los ojos bajos, dando muestras extremas de conmoción, se acercaba al Santo de los Santos. Al retirarse 
después a su sitio, parecía fuera de sí, al verle tan conmovido y tan penetrado de profunda devoción. Rezaba, pero su oración era 
interrumpida con ((402)) sollozos, con suspiros internos y lágrimas; y no podía contener los transportes de tierna piedad hasta que 
empezaba el canto de maitines, al terminar la misa. Avisado varias veces por Juan de que contuviera los actos externos de emoción, que 
podían chocar a los circunstantes, respondía: «Siento en mi corazón tal abundancia de afectos y alegría, que si no me permito este 
desahogo, me parece que me ahogaría». Otras veces decía: «El día de la comunión me siento lleno de una suavidad y una alegría, que no 
sé comprender ni explicar». 

Juan respetaba la ardorosa devoción de Comollo, pero en su interior sentía aversión a todo lo que tenía apariencia de singularidad y que 
pudiera llamar la atención de los demás. Su piedad no era menos fervorosa que la de Comollo, pero tenía otro aspecto. Juan, después de 
comulgar se retiraba a su sitio, y allí, con el cuerpo derecho, la cabeza ligeramente inclinada, los ojos cerrados y las manos juntas ante el 
pecho, permanecía inmóvil durante todo el tiempo de acción de gracias. Nunca se le oyó un suspiro; veíasele solamente mover de vez en 
cuando los labios que pronunciaban en silencio una jaculatoria; pero saltaba de su rostro una expresión de fe tan viva, que se quedaba uno 
encantado al mirarlo. 

Las acciones más simples e indeferentes eran para Comollo medios oportunos para el ejercicio de la virtud. Estaba acostumbrado a 
cruzar las piernas una sobre otra y a apoyar los codos, cuando le venía bien, en la mesa, durante el estudio, o durante la clase. Hasta de 
esto quiso corregirse por amor a la virtud, y para conseguirlo rogó 
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insistentemente a Juan le avisara y le impusiera una penitencia siempre que le viera en aquella postura. Juan no dejó de contentarle, tanto 
más cuanto que él edificaba verdaderamente a todos con su compostura. Nunca se le vio con una pierna cruzada ((403)) sobre otra, se 
sentaba en las sillas sin apoyarse en el respaldo, y, cuando no trabajaba tenía las manos sobre el pecho con los dedos cruzados. Los dos 
mantenían una compotura exterior, que lo mismo en la iglesia que en el estudio, en la clase, en el refectorio y en todo lugar eran el encanto 
y la edificación de cuantos los observaban. 

Pinta don Bosco en sus memorias a su amigo con unos términos, que descubren, sin quererlo, la hermosura de su propio corazón y el 
humilde concepto de sí mismo: «Mi recreo era frecuentemente interrumpido por Comollo. Me cogía de la sotana y, diciéndome que le 
acompañase, me conducía a la capilla para hacer la vista al Santísimo Sacramento, por los agonizantes, o a rezar el rosario o el Oficio de 
la Virgen en sufragio de las almas del Purgatorio». 

»Este maravilloso compañero fue para mí una bendición. Sabía avisarme en su tiempo oportuno. Me corregía y consolaba; pero con tal 
tacto y tanta caridad, que hasta me consideraba feliz en darle motivos para que lo hiciese, pues era todo un placer ser corregido por él. 
Trataba con él familiarmente e instintivamente me sentía inclinado a imitarlo y, aunque a mil leguas de él en la virtud, ciertamente le debo 
el no haber sido arrastrado por los disipados y haber perseverado en mi vocación. En una sola cosa ni siquiera intenté imitarle: en la 
mortificación. No acababa de comprender cómo un joven de diecinueve años tuviese que ayunar rigurosamente durante toda la cuaresma y 
otros tiempos mandados por la Iglesia; y ayunar todos los sábados en honor de la Santísima Virgen, renunciar a menudo al desayuno de la 
mañana, comer a veces a pan y agua y soportar cualquier desprecio e injuria sin dar la más mínima señal de resentimiento. Todo esto me 
desconcertaba. Pero, al verle cumplir tan exactamente los deberes de estudio y piedad, no podía menos de reconocer en aquel compañero 
un ideal de amistad, ((404)) una invitación al bien, un modelo de virtud para quien ha de vivir en un seminario». 

A pesar de estas humildes expresiones de Juan, hay que reconocer que él era digno de compararse a Comollo y de gozar de su amistad. 
Basta, en efecto, oír cómo hablan de él algunos compañeros. Don Juan Francisco Giacomelli de Avigliana, siempre amigo íntimo de don 
Bosco, al que sobrevivió, cuenta cómo contrajo amistad con él. «Entré en el seminario de Chieri un año después de Juan Bosco. 
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La primera vez que me senté en el salón de estudio entre los alumnos de filosofía, vi ante mí a un seminarista que me parecía de bastante 
edad. Era de aspecto agradable, tenía el cabello ensortijado, estaba pálido, delgado, parecía enfermo. Se hubiera dicho que difícilmente 
resistiría los estudios hasta fin de curso; sin embargo, aunque siempre algo delicado de salud, fue adquiriendo cada día mayor fuerza. Era 
nuestro querido don Bosco. Desde entonces me sentí atraído hacia él por una gran simpatía. También él me miraba con compasión por el 
apuro en que me encontraba, pues yo era objeto de burla por parte de algún compañero. 

»Habiendo entrado en el seminario un mes más tarde que los demás, no conocía a ninguno, y en los primeros días me encontraba 
perdido en medio de la soledad. Fue el clérigo Bosco el primero que se acercó a mí. Me vio solo después de la comida y me acompañó 
durante todo el recreo, contándome cosas graciosas para distraerme de los pensamientos que pudieran sobrevenirme de mi casa y los 
parientes dejados. Hablando con él supe que había estado enfermo durante las vacaciones. Tuvo conmigo muchas atenciones. Reucerdo 
entre otras que tenía yo un bonete exageradamente alto, por lo que algunos compañeros ((405)) se burlaban un poco, con disgusto mío y 
de Bosco, que me acompañaba frecuentemente, hasta que él mismo me lo arregló, gracias a su habilidad para coser y a que disponía de los 
medios oportunos. A partir de entonces empecé a admirar su buen corazón. 

»Su compañía era edificante. Varias veces me llevó a la iglesia para rezar las vísperas de la Virgen u otra oración en honor de la gran 
Madre de Dios. Hablaba con gusto de cosas espirituales. Un día durante el recreo, me llevó al aula y me explicó el himno del nombre de 
Jesús, invitándome a rezar los cinco salmos en honor de este nombre adorable y haciéndome notar cómo con las iniciales de los cinco 
salmos se podía componer la palabra Jesús. Me quedé admirado de su devoción nueva para mí. En otra ocasión se hablaba del Ave maris 
stella, y explicando las palabras tulit esse tuus, dijo: -Este versículo se refiere a Jesucristo, que nació de María Virgen; pero al decir tuus 
refiriéndose a Jesús, recordamos a María que nosotros somos suyos. Jesús vino a salvar al mundo tomando carne humana en su purísimo 
seno, por eso todo el pueblo cristiano es considerado como hermano de Jesús e hijo de María 
Santísima. Desde el primer instante de la Encarnación nosotros hemos empezado a ser pueblo de la Virgen. Por eso le decimos: Monstra te 
esse Matrem: Muestra que eres nuestra madre, nuestro auxilio, nuestra protectora-. 
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No parece, según esto, que ya hubiera formulado en su mente lo que después se le vio realizar por Maria Auxilium Cristianorum? 

»Ya entonces Juan Bosco quería inmensamente a los muchachos: su mayor placer era estar con ellos. Todos los jueves, ganados por su 
amabilidad, iban muchísimos jovencitos de Chieri a visitarlo; algunos de ellos había sido dos años antes sus condiscípulos en el colegio. A 
la hora acostumbrada oíamos la voz del portero que gritaba: ((406)) -íBosco de Castelnuovo! -El bajaba, se entretenía alegremente con 
ellos, que le rodeaban como los hijos a su propio padre, hablaban de las cosas de clase, de los estudios, de las prácticas de piedad, y no 
dejaba nunca de darles un buen consejo. Los llevaba a la capilla, hacían una breve oración y les demostraba un afecto singular. Después de 
haberlos despedido, me dijo más de una vez: -En nuestras conversaciones es necesario introducir siempre algún pensamiento de cosas 
sobrenaturales. Es una semilla que a su tiempo dará fruto-. Es el consejo del Espíritu 
Santo: «Varones justos sean tus comensales, y en el temor del Señor, esté tu orgullo».1 

»A Juan le llamaban Bosco de Castelnuovo, sigue diciendo don Giacomelli, para distinguirle de otro seminarista del mismo apellido, 
que después fue director de las «Rosine» en Turín. Sucedió entre los dos un caso, en el que entonces no se reparó, pero que yo recuerdo 
muy bien. Bromeaban los dos entre sí buscando un sobrenombre para distinguir a cuál de los dos se referían cuando los llamaban. Dijo 
uno: -Yo soy Bosco Níspero. Con esto quería expresar que era de madera dura, nudosa, poco flexible-. Nuestro don Bosco respondió: -Y 
yo me llamo Bosco de Sales, esto es, de sauce, madera suave y flexible-. Como si desde entonces previese la futura Congregación con San 
Francisco de Sales por Patrono, cuya dulzura quería imitar. Sensibilísimo como era por naturaleza, aún para las cosas pequeñas, se 
comprendía que, sin virtud, se hubiera dejado dominar por la cólera. Ninguno de nuestros compañeros, que eran muchos, sentía tanta 
propensión ((407)) a este defecto como él. Sin embargo era evidente la grande y continua violencia que hacía para vencerse. 

»Era el modelo de la clase. Yo admiraba su diligencia y su amor al estudio y la piedad. Nunca le vi tomar parte en las diversiones aun 
lícitas y permitidas por los superiores, sino que hasta en tiempo de recreo leía, estudiaba, paseaba con los compañeros, contando 

1 Eclesiástico, IX, 16. 
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siempre cosas edificantes, o bien iba a la iglesia a hacer una visita al Santísimo Sacramento. Durante los cinco años que fui condiscípulo 
suyo en el seminario no falló nunca al propósito de contar cada día un ejemplo sacado de la historia eclesiástica, de la vida de los santos, o 
de las Glorias de María, nuestra amorosísima madre. 

»Los compañeros le querían y le consideraban como un estupendo condiscípulo. Si, a lo mejor alguno indiscretamente se mostraba 
como competidor y de más valer, él con gran habilidad se hacía respetar y lo amansaba con su actitud. Si alguna vez sucedía algún 
pequeño percance entre los compañeros, o nacía alugna disputa por desacuerdo de opiniones, se metía él en medio y ponía a todos en 
paz». Hasta aquí don Giacomelli. 

Otro compañero de Juan en el seminario fue monseñor Teodoro Dalfi, natural de San Mauricio Canavese, que fue después sacerdote 
secular y párroco celosísimo en la archidiócesis de Turín, adscrito a la Misión de San Vicente de Paúl y que murió después de don Bosco. 
Era un joven excelente, pero de una vivacidad increíble, como correspondía a quien la divina Providencia destinaba a recorrer palmo a 
palmo, cuatro veces, Palestina, Egipto y otras regiones del Asia Menor. Fue un enamorado de los estudios bíblicos, tema sobre el cual dio 
a luz cuatro grandes volúmenes. Dejó escrito sobre don Bosco: «Era el año 1836. Después de cursar tres años de farmacia ((408)) dejé el 
hábito seglar para vestir la santa sotana e ingresar en el seminario de Chieri la víspera de Todos los Santos. Mi primer conocido fue el 
querido clérigo Bosco. Conocí también a su inseparable compañero Comollo. Más aún, como debía escoger a un compañero al comenzar 
el curso y, pareciéndome a propósito Comollo, me acerqué a él; pero, tuve que dejarlo a los pocos días porque, siendo él la tranquilidad y 
la paz personificadas, hubiera tenido conmigo una gran penitencia. 

»Juan Bosco, aunque amigo de todos, no tenía familiaridad más que con un pequeño grupo de seminaristas de su curso o con 
conocimientos de pueblos vecinos al suyo. Había formado con ellos desde el principio una asociación de la que Bosco era el padre, el amo 
y el maestro por ser el de más edad. Entre ellos estaba el clérigo Comollo, a quien asistí la noche antes de su muerte; el clérigo Zucca de 
unpueblo cercano, Picchiotino, Antonio Avatanco, Burzio de Poirino y Ronco de Chieri, los cuales con alguno más que no recuerdo, 
pasaban ordinariamente todo el recreo oyendo lo que él les contaba, y esto principalmente después de la cena. 

»Yo, para desquitarme de los tres años de laboratorio farmacéutico 
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y de encierro, aprovechaba hasta el último momento el recreo clamoroso, fanático capitán del marro, especie de batalla fingida con 
carreras de las dos partes contendientes. íCuántas veces intentaba agarrar al pobre Bosco para arrastrarlo al medio, fastidiando a aquel 
pobrecillo, acostumbrado a pasear un rato sobre unas baldosas! Pero no lo pude conseguir... y él no se enfadaba; solamente me decía: 
íDalfi!... íDalfi!... y había que dejarlo. Jamás se le vio correr, ni recuerdo que jugara a las cartas o naipes ni que leyera novelas o libros de 
poesías. 

»Durante el recreo del mediodía, en los días feriales, apenas paseaba un cuarto de hora, le llamaban a la portería, donde con permiso de 
los superiores daba un poco de repaso ((409)) a algunos muchachos externos de los que recibía una insignificante recompensa para sus 
pequeños gastos necesarios, ya que no disponía de otros medios para cubrirlos. Oíase llamar a la puerta, sonaba la señal de la sección 
correspondiente y seguía luego la voz del portero que decía: Bosch'd Castelneuv: y, como un eco a la llamada del portero, repetían los 
compañeros: -íBosch'd Castelneuv! íBosco de Castelnuovo! ííBois de ChÔteauneuf!! -El se reía y se encaminaba a la portería sin 
apresurar el paso. Puede muy bien decirse, por tanto, que su única hora libre era la de después de la cena, la hora de sus narraciones. 

»Puedo asegurar que nunca le vi montar en cólera, aunque a veces no le faltaran motivos para inflamarse; pero él se reía y no echaba 
nada a mala parte, pensando que todo era chanza o chiste y broma, pero no ofensa. Es lástima qeu los que hubieran podido decir muchas 
cosas de su vida íntima, por haber sido constantes y asiduos compañeros de círculo le han precedido o seguido a la eternidad». 

En este testimonio se refiere monseñor Dalfi al grupo de seminaristas que rodeaba el clérigo Bosco. Formaban como una liga santa para 
observar el reglamento del seminario y cumplir exactamente los deberes de piedad y estudio. Los principales socio eran Guillermo 
Garigliano, Juan Giacomelli y Luis Comollo. «Estos tres compañeros, dejó escrito don Bosco, fueron para mí un tesoro. El círculo de 
estudios, comenzado el año anterior, seguía en marcha floreciente, acrecentado aquel año con algunos nuevos socios. Discutían las 
dificultades filosóficas no siempre bien entendidas en clase, por cierto usando siempre el latín, según propuesta de Comollo. Esto resultó 
muy provechoso para todos ellos que llegaron a manejar el latín en materias escolásticas expeditamente y con maravillosa facilidad. Eran 
célebres las preguntas de Comollo. El sabía animar la conversación con ((410)) investigaciones útiles y narraciones, aunque 
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siempre observaba la nunca bastante alabada norma de urbanidad, de callar cuando otro habla. Por lo cual, sucedía a menudo, que cortaba 
una palabra por mitad para dar lugar a que otro hablara. Un tal Domingo Peretti, más tarde párroco de Buttigliera, era muy locuaz y 
siempre tenía una respuesta. Garigliano era un oyente excelente y sólo intervenía de vez en cuando». Gracias a estas conversaciones, que 
exigían mucha atención en clase a las explicaciones de los profesores, Juan llegó a poseer a la perfección la lógica, la metafísica, la ética, 
la aritmética y la física, como se verá en el curso de esta historia. «El hierro con hierro se aguza y el hombre con su prójimo se afina».1 

Y he aquí otra prueba de nuestra afirmación. En el segundo curso de filosofía estuvo a punto de no ganar el concurso de la dispensa de 
dos meses de pensión. Se presentó un competidor de mucho talento. Los dos alcanzaron las más altas calificaciones, tanto en el ejercicio 
oral como en el escrito. Se les propuso la división del premio. Juan estaba conforme; pero el compañero, aunque era muy rico, titubeaba 
en decidirse. Entonces el profesor les obligó a un segundo examen: fue un ejercicio muy difícil, pero Juan triunfó. Y también obtuvo la 
misma suerte en los años siguientes. 

Sin embargo, Juan padeció un error en cuanto a los estudios, error que pudo acarrearle funestas consecuencias, de no haber mediado un 
hecho providencial. Así escribe él mismo: «Acostumbrado a la lectura de los clásicos a lo largo de todo el curso secundario y hecho a las 
figuras enfáticas de la mitología y de las fábulas ((411)) paganas, no encontraba ningún gusto en los escritos ascéticos. Llegué a estar 
persuadido de que el buen lenguaje y la elocuencia no se podía conciliar con la religión. Las mismas obras de los santos padres me 
parecían producto de ingenios harto limitados, hecha excepción de los principios religiosos que ellos exponían con fuerza y claridad. Esto 
era consecuencia de conversaciones oídas a personas eclesiásticas muy duchas en literatura clásica, mas poco respetuosas con las grandes 
lumbreras de la Iglesia, que no conocían. 

»Hacia el principio del segundo año de filosofía, fui un día a hacer la visita al Santísimo Sacramento y, por no tener a mano el 
devocionario tomé la Imitación de Cristo y leí un capítulo sobre el Santísimo Sacramento. Al considerar atentamente la sublimidad del 
pensamiento, el modo claro y, al mismo tiempo, ordenado y elocuente con que quedaban expuestas las grandes verdades, dije para 

1 Prov., XXVII, 17. 
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mí: "El autor de este libro era un hombre docto". Seguí una y otra vez leyendo aquel libro de oro, y no tardé en darme cuenta de que uno 
solo de sus versículos contenía más doctrina y moral que todos los gruesos volúmenes de los clásicos antiguos. A este libro debo el haber 
cesado en la lectura profana. Después me di a leer a Flavio Josefo, en Antigüedades judías, y en la Guerra judía; luego a monseñor 
Marchelti, en Razonamientos sobre la religión; a Frassinous, Balmes, Zucconi y muchos otros autores religiosos. Saboreé la lectura de la 
Historia eclesiástica, de Fleury, ignorando entonces que no convenía leerlo. Con mayor fruto aún leí las obras de Cavalca, de Passavanti, 
Ségneri y toda la Historia de la Iglesia, de Henrion, que me quedó impresa en la memoria. 

»Tal vez diréis que leyendo tanto no podía atender gran cosa a los estudios. No fue así. Mi memoria seguía ((412)) favoreciéndome, y 
sólo con leer el texto y oír la explicación de la clase me bastaba para cumplir mi deber. Así que todas las horas de estudio las podía 
dedicar a lecturas diversas. Los superiores lo sabían y me dejaban hacer». 

Añadimos nosotros que estudiaba también con esmero a los santos padres y a los doctores de la Iglesia, San Agustín, San Jerónimo y 
especialmente Santo Tomás, tanto que llegó a saber de memoria algunos volúmenes de esta águila de la filosofía y de la teología. Durante 
los cuatro años que todavía continuó en el seminario leyó y estudió toda la Biblia, los Comentarios de la Sagrada Escritura de Cornelio 
Alápide y de Tirino, y adquirió también un amplio conocimiento de los Bolandistas. Estos libros y todos los que deseaba los pedía 
prestados a la biblioteca del seminario, y en las vacaciones recurría a los párrocos. Por lo demás, parece una disposición de la Providencia 
que don Bosco no conociera en parte, por algún tiempo, la belleza de los libros que tratan de religión, pues su estudio requiere una 
madurez de ingenio mayor que la que posee un estudiante de retórica o de primer curso de filosofía. El amor a los clásicos era necesario 
para la ciencia indispensable del que debía ser fundador de tantos centros de instrucción. Y el teólogo profesor monseñor Pecchenino, que 
mantuvo con él durante muchos años íntima amistad, afirmaba que era admirable ver la instrucción de don Bosco en todos los ramos de la 
literatura italiana y latina. Pero cada cosa a su tiempo. Nos lo dice el mismo Eclesiástico: «El sabio rebusca la sabiduría de todos los 
antiguos, a las profecías consagra sus ocios».1 

1 Eclesiástico, XXXIX, 1. 
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Entretanto el clérigo Bosco terminaba el segundo año de filosofía enriquecido con nuevos conocimientos, con el afecto de sus 
compañeros y de ((413)) muchos amigos con quienes contaba en la ciudad. Una carta de un tal Brosio a don Bonetti narra lo siguiente: 
«Me acuerdo que, siendo yo muy jovencito en Chieri, don Bosco entonces seminarista, era muy estimado por sus grandes virtudes no sólo 
por los muchachos, sino también por los adultos y los hombres de edad madura. Era muy apreciado por todos, por su amor a la juventud. 
Continuamente se entretenía con nosotros con afabilidad y amabilidad únicas. Se podía decir que vivía para los chicos. Cuando los 
seminaristas salían del seminario para ir a la catedral a las funciones sagradas, todos se paraban para verle y señalaban con el dedo al 
clérigo de los cabellos ensortijados, porque así llamábamos los muchachos al seminarista Bosco. Su trato amable me 
impulsó a desear conocerle más íntimamente, y la cosa me resultó muy fácil. Estaba también en el seminario el clérigo Luis Comollo, 
amigo inseparable de don Bosco, y con cuyos padres tenía yo estrecha relación. Aproveché esta circunstancia y al visitar a Luis Comollo, 
que con frecuencia estaba con don Bosco, conseguí mi propósito, ya que no mucho después, también yo fui su amigo, y nuestra íntima 
amistad duró hasta su muerte». 

Durante este año sucedieron dos hechos consoladores para Juan. En el mes de abril monseñor Fransoni recorría y visitaba las parroquias 
de Chieri y Castelnuovo. Es de suponer que don Cinzano, al darle cuenta de su clero, le hablara también del seminarista Juan Bosco. El 
arzobispo pasó después a las parroquias de Gassino y de Casalborgone; y de vuelta a Turín para las sagradas ordenaciones cayó 
gravemente enfermo. Mejorado en breve, se retiraba a Chieri para recuperar la salud perdida en la tranquilidad de sus hermosas colinas. Se 
hospedó en casa de un distinguido eclesiástico de Chieri. Necesitaba descanso después de las ((414)) continuas ocupaciones en que se 
movía, y los muchos disgustos que le proporcionaba la necesaria oposición que se veía obligado a sostener contra los excesos cesaristas de 
la corte. Parecía que los hombres colocados al frente de la administración del gobierno, buscaban todos los medios para suscitar 
disidencias entre la Iglesia y el Estado, a fin de restringir cada vez más la jurisdicción eclesiástica. Un decreto real ordenaba en 1836 que 
las Obras pías presentaran cuentas a una comisión nombrada por el Rey, investida de muchos derechos. Determinaba que estas obras no 
eran eclesiásticas, sino laicales, totalmente dependientes del poder civil. Una ordenanza había prohibido a las 
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religiosas de la Visitación establecerse en Thonon, a pesar de tener la aprobación de la Sant Sede; el ministro Barbaroux mandaba anular 
dos hojas impresas de las constituciones sinodales de la diócesis de Aosta: el senado pretendía como suyos los derechos sobre los 
cementerios, que, por ser lugares sagrados, naturalmente estaban sometidos a la jurisdicción episcopal; al mismo tiempo se negaba la 
fuerza obligatoria de ciertas sentencias de los tribunales eclesiásticos. Sin embargo el rey Carlos Alberto atendía a las razones del 
Arzobispo, moderaba ciertas decisiones de sus ministros, recurría a Roma para obtener las concesiones que se deseaban. En efecto, el 
Consejo de Estado había propuesto arrancar de manos del clero todas las escrituras pertenecientes al registro civil; eso le disgustaba al Rey 
y abrió gestiones con la santa Iglesia. El concilio de Trento había sido el primero en poner remedio al desorden de las familias, 
prescribiendo que en todas las parroquias se llevasen los registros de nacimiento, bautismo, matrimonio, defunción de todo feligrés: era, 
por tanto, algo privativo de la Iglesia. El Sumo Pontífice, manteniendo incólume su derecho, arregló las cosas de manera que el Rey quedó 
plenamente satisfecho, y aquel año de 1837 hacía insertar entre las leyes del Estado las decisiones del Papa ((415)). 

No cabe la menor duda de que, mientras monseñor Fransoni, cansado de tanta lucha, recobraba fuerzas en la paz de Chieri, Juan iría a 
visitarle y le presentaría sus primeros obsequios filiales, despertando en su ánimo un vivo sentimiento de afecto que ya no olvidó. Sin ese 
previo conocimiento no se explica la facilidad con que monseñor Fransoni le concedía, después, que se ordenara de presbítero, antes del 
tiempo establecido, siendo ése un favor que entonces se concedía rara vez y con gran dificultad. 

Aún tuvo otra satisfacción el clérigo Bosco por aquel tiempo. Monseñor Fransoni anunciaba a los fieles en carta pastoral del cinco de 
agosto que el Soberano se había dignado aprobar que en sus Estados se recogieran limosnas para la gran Obra de la Propagación de la Fe, 
y exponía su finalidad y los favores espirituales concedidos por el Santo Pontífice a quienes dieran su nombre y cumplieran las 
obligaciones impuestas. Recordemos cómo, entre los deseos del clérigo Bosco, estaba el de dedicarse a las misiones, y así entenderemos 
cómo en su mente se abrieran entonces nuevos horizontes de apostolado y abrasaran su corazón deseos más vivos de la salvación de 
millones de almas, deseos tan eficaces que un día los veremos realizados añadiendo nuevas páginas a la gloriosa historia de las misiones 
católicas. 
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((416)) 

CAPITULO XLVII 

VACACIONES DEL SEMINARISTA JUAN BOSCO -UN BANQUETE -EL VIOLIN -LA CAZA -MODELO DE SEMINARISTA EN 
VACACIONES -DA REPASO A UNOS MUCHACHOS -ESTUDIA HISTORIA SAGRADA, GEOGRAFIA, HEBREO Y FRANCES 
-SE REPITE EL SUEÑO DE MORIALDO -PREDICCION CUMPLIDA 

EN el decurso de nuestra narración hemos admirado muchas veces la humildad de Bosco, que se acusa en sus memorias como culpable de 
unos hechos, que nada tienen en sí mismos de pecaminosos, o que son excusables por la inadvertencia y el ardor juvenil. Hemos releído 
sus páginas y las encontramos en contradicción con lo que de él dijeron sus contemporáneos. De donde llegamos a la conclusión que don 
Bosco quiso presentar en sí mismo, recargando las tintas, los defectos en que suelen caer y los peligros en que fácilmente se pueden 
encontrar los muchachos, los estudiantes, los seminaristas cargados de buena voluntad, para hacer el bien, pero faltos de experiencia. Son 
advertencias y lecciones de un padre a sus hijos, para que no se desanimen en la continua lucha contra el amor propio, contra los 
obstáculos que se prestan para alcanzar el fin propuesto y tiendan ((417)) continuamente a la perfección con humildad, obediencia, piedad 
y trabajo y se conviertan al fin en siervos fieles del Señor, dispuestos a toda clase de obras buenas. 

Esto se desprende de algunas anécdotas, ocurridas durante las vacaciones, de las cuales él mismo escribe: «Las vacaciones suelen ser un 
gran peligro para los seminaristas, tanto más en aquel tiempo en que duraban cuatro meses y medio, a saber, desde la fiesta de San Juan 
Bautista hasta después de la de Todos Santos. Yo empleaba el tiempo en leer y escribir; pero como no sabía aún sacar partido, perdía 
mucho tiempo sin fruto. Buscaba el modo de entretenerme con algún trabajo manual. Hacía husos, clavijas, peonzas, bochas, o bolas al 
torno; cosía sotanas, remendaba zapatos; trabajaba el hierro, la madera. Hacía de albañil, de encuadernador. Aún existen en mi casa de 
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Morialdo un escritorio y una mesa con algunas sillas, que recuerdan las obras maestras de aquellas mis vacaciones. Me ocupaba también 
en segar hierba en el prado, en recoger el trigo en el campo, en deshijar las vides, vendimiar, y cosas semejantes. Ya me había ejercitado 
en esta clase de trabajos durante las vacaciones anteriores. Me ocupaba también de mis jóvenes de siempre, pero esto no lo podía hacer 
más que en los días festivos. Los reunía en la era por la tarde y después de jugar un rato, les hacía una breve plática. Experimenté una gran 
satisfacción enseñando el catecismo a muchos amigos míos que tenían ya sus dieciséis o dieciocho años y estaban en ayunas de las 
verdades de la fe. Igualmente me puse a enseñarlos y con buen resultado, a leer y escribir, ya que el deseo, más diré, la fiebre de aprender 
me traía jovencitos de todas las edades. Las clases eran gratuitas, pero les exigía asiduidad, atención y confesión mensual. Al principio 
hubo algunos que, por no someterse ((418)) a estas condiciones, dejaron la clase. Esto sirvió de escarmiento y animó a los otros. 

»Cuando hace poco decía que las vacaciones son peligrosas, me refería precisamente a mí. A un pobre clérigo le sucede a menudo, 
encontrarse sin darse cuenta en graves peligros. Soy testigo de ello. Un año fui invitado a un banquete en casa de unos parientes. No 
quería ir, pero como adujeran que allí no había ningún clérigo para ayudar en la iglesia y un tío mío insistiera, condescendí y fui. 
Terminadas las funciones sagradas, en las que tomé parte ayudando y cantando, fuimos a comer. La primera parte de la comida transcurrió 
sin el menor incidente; pero cuando el vino empezó a hacer sus efectos, comenzaron a sonar ciertos vocablos que un clérigo no podía 
tolerar. Intenté hacer alguna observación, pero mi voz quedó ahogada. No sabiendo qué partido tomar, opté por ausentarme; me levanté de 
la mesa y tomé el sombrero para irme, pero mi tío se opuso. Otro empezó a hablar peor y a insultar a todos los comensales. De las palabras 
se pasó a los hechos: alborotos, amenazas, vasos, botellas, platos, cucharas, tenedores y, al fin, los cuchillos fueron haciendo acto de 
presencia hasta producir una horrible batahola. En aquel momento yo no tuve más recurso que poner pies en polvorosa. Al llegar a casa 
renové de todo corazón el propósito ya hecho varias veces, de vivir retirado, si no quería caer». 

Cuánta razón tiene el Espíritu Santo cuando dice: «Regocijo del corazón y contento del alma es el vino debido a tiempo y con medida. 
Amargura del alma, el vino bebido con exceso, por provocación o desafío. En banquete no reproches a tu prójimo, no le desprecies cuando 
está contento, palabra injuriosa no le digas, ni le molestes reclamándole 
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dinero». 1 En suma ((419)) en tales circunstancias es preciso hacer como ellos o callar; y, por lo tanto, mejor es quedarse en casa. «No 
seas de los que se emborrachan de vino». 2 

«Un hecho de otro género, pero también desagradable, me sucedió en Crimeville vecindario de Buttigliera. Habiendo de celebrar la 
fiesta de san Bartolomé, fui invitado por otro tío mío (que se llamaba Mateo y llegó a los ciento dos años de edad) a asistir con el fin de 
ayudar a las funciones sagradas, cantar y tocar el violín, que había sido para mí un instrumento muy querido, y que ya había abandonado. 
En la iglesia todo anduvo bien. La comida era en casa de mi tío, prioste de la fiesta, y hasta entonces no había ocurrido nada de particular. 
Estaba también presente el párroco. Terminada la comida, los comensales me invitaron a ejecutar alguna pieza a título de pasatiempo. Me 
negué. Ellos insistieron en que querían oír alguna pieza de mi mano maestra. Respondí que habia dejado en casa el violín y allí no tenía a 
mano ninguno. Uno de los comensales saltó diciendo: -Esto tiene pronto remedio; en el pueblo, fulano tiene un violín; voy por él y podrás 
tocar. -Y como un relámpago fue y volvió con el violín. Yo quería todavía excusarme. Pero un músico que allí había dijo: -Por lo menos, 
acompáñeme usted. Yo tocaré la primera voz y usted haga la segunda. -íDesgraciado de mí! no supe rehusar y me puse a tocar. Toqué un 
buen rato, hasta que oí un cuchicheo y ritmo de pies que indicaba gente en movimiento. Me acerqué a la ventana y contemplé un buen 
grupo de personas en el patio bailando alegremente al son de mi violín. Imposible expresar con palabras el enfado que me invadió en 
aquel momento. Cómo, -dije a los comensales-, ((420)) yo, que grito siempre contra estos espectáculos, tengo que convertirme en su 
promotor? Esto no se volverá a repetir. -Entregué el violín. Fui a mi casa, e hice mil pedazos el mío. Y no me serví más de este 
instrumento, aun cuando se presentaron ocasiones, y oportunidades en las funciones sagradas. Había hecho promesa formal y la cumplí. 
Más tarde enseñé a otros a tocar este instrumento, pero sin tomarlo yo en mis manos. 

»Un episodio más me sucedió yendo a cazar. Cogía nidos durante el verano y en otoño cazaba con liga, con trampa, con lazos y a veces 
con escopeta. Una mañana me puse a perseguir una liebre, y corriendo, de campo en campo, de viña en viña, atravesé valles y cerros 
durante varias horas. Llegué naturalmente a tiro del pobre 

1 Eclesiástico, XXX, 28-31. 

2 Prov., XXIII, 20. 
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animal; de un disparo le deshice las costillas, tanto que el animalito cayó, dejándome abatido el verlo muerto. A la descarga acudieron mis 
compañeros, y mientras ellos se alegraban por la pieza cobrada, eché una mirada sobre mí mismo y advertí que estaba en mangas de 
camisa, sin sotana y con un sombrero de caza, por lo que parecía un contrabandista; y esto en un lugar a más de dos millas de mi casa. 
Quedé mortificadísimo, me excusé ante los compañeros del escándalo dado por aquella forma de vestir; volví enseguida a casa y renuncié 
de nuevo y definitivamente a toda suerte de cacerías. Esta vez mantuve la palabra con la ayuda de Dios. Que él me perdone aquel 
escándalo. 

»Estos tres hechos fueron para mí una terrible lección, y desde entonces me entregué, con mejores propósitos a la vida recogida y quedé 
persuadido del todo de que el que quiera darse ((421)) plenamente al Señor ha de renunciar completamente a las diversiones mundanas. Es 
cierto que, a menudo, éstas no son pecaminosas; pero también es cierto que, por las conversaciones que se tienen, por la manera de vestir, 
de hablar y de comportarse, contienen siempre algún riesgo de ruina para la virtud, especialmente para la delicadísima virtud de la 
castidad». 

Estos son los sentimientos que humildemente expresaba don Bosco sobre sus vacaciones; pero de muy diverso modo opinaban de él los 
que fueron sus testigos. Contaba el cura económo don Rópolo: «En las vacaciones de otoño el clérigo Bosco tomaba todas las 
precauciones para conservar el fervor y el espíritu del seminario. Se ocupaba continuamente en el estudio y en trabajos manuales, que no 
desdecían de la soledad de Susambrino y de I Becchi, y que le eran necesarios para fortalecer un tanto su quebrantada salud. No estaba 
ocioso un instante. Observaba fielmente todas las prácticas piadosas propias de la vida clerical: meditación, lectura espiritual, rosario, 
visita al Santísimo Sacramento, asistencia diaria a la santa misa y frecuencia de los santos sacramentos. Algunos días festivos no podía 
asistir a la misa primera por vivir lejos de la parroquia, por algún impedimento que surgía o por su estado de salud. Iba entonces a 
comulgar en la última misa, que se celebraba a las once, lo que causaba gran edificación a los fieles. Se prestaba prontamente para ayudar 
en todas las funciones religiosas. Todos los domingos daba catecismo a los mozalbetes con gran celo y verdadera satisfacción. Si oía que 
la campana anunciaba el santo viático, siempre estaba dispuesto para llegar a tiempo a la iglesia, aunque debía recorrer los diez kilómetros 
que separan Susambrino de la parroquia. Se ponía 
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la sobrepelliz, tomaba el pequeño palio y ((422)) acompañaba el Santísimo Sacramento, sin mirar la distancia, hasta la casa del enfermo. 
No faltaba a la predicación parroquial; y era tal su atención, que la repetía a la letra a sus compañeros seminaristas con gran admiración de 
todos ellos. Su compostura era irreprochable, pues conocía la importancia del buen ejemplo. Por todo esto gozaba de un concepto 
extraordinario ante todos sus paisanos». 

Pasaba gran parte de su tiempo con el teólogo Cinzano, que le quería sobremanera y conel cual había trabado gran amistad. Juan estaba 
en la casa parroquial dispuesto a cualquier servicio, y tenía por otra parte a su disposición todos los libros de la biblioteca. El buen vicario 
docto en filosofía, teología e historia, cultivaba además con mucho afán los estudios literarios. Era versado en literatura latina, tenía la 
colección de los clásicos, que leía y estudiaba aún maduro en años. Aquel hombre, inteligente y culto, tenía en tal estima a nuestro Juan, 
que solía repetir no haber observado en él desde que lo conoció nada ordinario y común, sino siempre algo de extraordinario. 

A corroborar esta opinión sobre Juan se añadía el gran dominio que había adquirido sobre sí mismo. En efecto, recordaba Juan 
Filippello, que un día estaba esperando el clérigo Bosco en la sala de la casa parroquial audiencia del párroco, cuando dos estudiantes que 
también esperaban para pedir ciertos documentos, empezaron a burlarse de él. Le exhortaban los presentes a que se defendiera y pusiera a 
raya a los dos desvergonzados, pero Juan respondió: -Déjenles que se diviertan: son jóvenes y además sus bromas no me hacen daño. -El 
profesro Francisco Bertagna añade: «Juan Bosco daba repaso varias veces a la semana ((423)) a cinco o seis estudiantes de Castelnuovo, 
que iban a él hasta Susambrino, ya en grupo, ya separados, y a horas distintas, los unos para repasar las materias estudiadas, los otros para 
prepararse al nuevo curso que iban a empezar. Había padres que le daban una pequeña cantidad al mes, con la que él se proveía de lo 
necesario para ir decentemente vestido. Otros recibían este favor por amistad o por caridad sin la menor compensación. Pero la primera 
lección que él daba a todos era la del amor de Dios y la obediencia a sus mandatos, y nunca terminaba la clase sin exhortarlos a la oración 
al santo temor de Dios y a huir del pecado y de las ocasiones de pecar». 

Hasta que no fue sacerdote, el seminarista Juan Bosco solía subir cada día a la cima de una viña propiedad de Turco, en la partida 
llamada Renenta, donde pasaba gran parte de la jornada a la sombra 
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de los árboles de que estaba poblada. Allí se dedicaba al estudio de las materias que no había podido atender durante el curso escolástico: 
estudiaba especialmente la historia del Antiguo y Nuevo Testamente, de Calmet, la geografía de los Santos Lugares y la gramática hebrea, 
de la que llegó a adquirir suficiente conocimiento. Todavía en 1884 se acordaba de lo aprendido sobre esta lengua: con estupefacción le 
oímos en Roma disputar con un profesor de hebreo sobre el valor gramatical y la explicación de ciertas frases originales de los profetas, 
confrontándolas con los textos paralelos de varios libros de la Biblia. Se ocupaba, además, en traducir del griego el Nuevo Testamento y 
empezaba también a preparar algunos sermones. Previendo la necesidad de conocer las lenguas modernas, se dedicó por este tiempo a 
aprender el francés. Después del latín y del italiano tuvo siempre predilección por el ((424)) hebreo, el griego y el francés. Muchas veces 
le hemos oído decir: -Hice mis estudios en la viña de la Renenta de José Turco. -La finalidad de sus estudios era la de hacerse digno de su 
vocación y prepararse para la instrucción y educación de la juventud. En efecto, acercóse un día a José Turco, con quien tenía gran 
amistad, mientras trabajaba en la viña, y éste empezó a decirle: -Ahora eres seminarista, muy pronto serás sacerdote; después, qué harás? -
Juan respondió: -Mi intención no es la de hacer de párroco o coadjutor; me gustaría recoger conmigo muchachos pobres y abandonados 
para educarlos cristianamente e instruirles. -Encontróse otro día con él, y en confianza le contó que había tenido un sueño, gracias al cual 
había comprendido que, con el andar del tiempo, establecería su morada en cierto lugar donde recogería a muchos jovencitos para 
instruirles en el camino de la salvación. No determinó el lugar, pero parece que se refería a lo que contó por vez primera en 1858 a sus 
hijos del Oratorio, entre los que estaban Cagliero, Rúa, Francesia y otros. Había visto el valle de debajo la alquería de Susambrino 
convertirse en una gran ciudad, por cuyas calles y plazas corrían turbas de chicos alborotando, jugando y blasfemando. Como tenía horror 
a la blasfemia y era de carácter pronto y vehemente, se acercó a los muchachos, riñéndoles por blasfemar y amenazándoles si no se 
callaban; pero como ellos no cesaran de lanzar horribles insultos contra Dios y la Santísima Virgen, Juan empezó a golpearles. Pero ellos 
reaccionaron y, echándosele encima, descargaron sobre él fuertes puñetazos. El escapó, pero le salió al paso un Personaje, que le requirió 
a detenerse y a volver hasta aquellos arrapiezos, para persuadirles a ser buenos y no hablar mal ((425)). Juan objetó que le habían pegado y 
que peor le iba a ir, si volvía 
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otra vez con ellos. Entonces aquel Personaje le presentó a una nobilísima Señora que se adelantaba, y le dijo: -Esta es mi madre; 
entiéndete con ella. -La Señora, dirigiéndole una mirada llena de bondad le habló así: -Si quieres ganarte a estos pilluelos, no has de 
presentarles cara con golpes, has de atraerlos con dulzura y persuasión. -Y entonces, como en el primer sueño, vio que lo muchachos se 
transformaban en fieras y después en ovejas y corderos, que él tomó como pastor por orden de la Señora. Era el pensamiento del profeta 
Isaías convertido en visión: «Las bestias del campo me darán gloria, los chacales y las avestruces (cambiados en hijos de Abraham). El 
pueblo que yo me he formado contará mis alabanzas (mi poder, mi misericordia)».1 

Quizá vio esta vez el Oratorio con todos sus edificios, dispuestos para recibirle con todos sus pilluelos. En efecto, don Bosio, natural de 
Castagnole, párroco de Levone Canavese y compañero de don Bosco en el seminario de Chieri, cuando estuvo por primera vez en el 
Oratorio en 1890, al llegar al patio acompañado por los miembros de capítulo superior de la Pía Sociedad de San Francisco de Sales, 
dando una mirada alrededor y observando los múltiples edificios, exclamó: -Nada de todo esto que ahora veo me resulta nuevo. Ya don 
Bosco me lo había descrito en el seminario como si hubiera visto con sus propios ojos lo que contaba y como yo veo ahora que realmente 
es. -Y mientras hablaba se conmovía profundamente con el recuerdo del ((426)) compañero y amigo. También el teólogo Cinzano 
aseguraba a don Joaquín Berto y a otros, que el joven Bosco le había asegurado, siendo aún seminarista, que un día tendría sacerdotes, 
clérigos, jóvenes estudiantes y obreros y una preciosa banda de música. 

Al llegar aquí no podemos menos de fijar nuestra mirada en el progresivo y racional sucederse de los varios y sorprendentes sueños. A 
los nueve años Juan Bosco tiene conocimiento de la grandiosa misión que le será confiada; a los dieciséis oye la promesa de los medios 
materiales indispensables para albergar y alimentar a jóvenes sin cuento; a los diecinueve un imperioso mandato le da a entender que no es 
libre de rehusar la misión encomendada; a los veintiuno se le manifiesta la clase de jóvenes de cuyo bien espiritual deberá especialmente 
cuidarse; a los veintidós se le señala una gran ciudad, Turín, en la cual deberá empezar sus trabajos apostólicos y sus fundaciones. Y no 
terminan aquí, como veremos, las misteriosas 

1 Isaías, XLIII, 20. 
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indicaciones, sino que continuarán a intervalos hasta cumplirse la obra de Dios. Podrán, acaso, llamarse juegos de la fantasía estos 
sueños? Y una prueba de que Juan Bosco contaba con la complacencia de Dios, y que ya, desde aquellos tiempos, no le faltaba la 
protección de la Virgen Santísima en cualquier ocasión que a Ella recurriera, es el hecho siguiente. El término municipal de Castelnuovo 
era frecuentemente devastado por los temporales, que durante diez años seguidos habían destruido completamente la cosecha de uva. La 
familia Turco se lamentaba de ello con el seminarista Bosco, y él respondió con humilde seguridad: -Mientras yo esté aquí en la Renenta 
no tengáis miedo; no descargará el temporal: recemos a la Virgen y Ella nos protegerá. -Y en efecto, desde entonces, durante cierto 
número de años, no hubo más granizadas. Parecía que la presencia de Juan por aquellos lugares llevase la bendición. Así lo afirmaba José 
Turco. 

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((427)) 

CAPITULO XLVIII 

PRIMER SERMON DE JUAN EN ALFIANO -UN PASEO A CINZANO PARA VISITAR A COMOLLO -SU HABILIDAD PARA 
LOGRAR SE LE PREPARE UNA COMIDA -NUEVAS PRUEBAS DE SU MEMORIA 

PASABA Juan felizmente sus vacaciones: trabajaba, estudiaba, daba repaso y reunía a los muchachos los domingos. Un día fue invitado a 
predicar sobre el rosario en el pueblo de Alfiano. Con el permiso y la supervisión de su párroco aceptó la invitación y, por vez primera, 
subió al púlpito de aquel pueblo, satisfecho de poder dedicar las primicias de su predicación a la Señora, que se le había manifestado 
varias veces como madre y guía. Fue su primer tema la eficacísima oración en honor de María Santísima de la que fue apóstol incansable 
el sapientísimo León XIII, seguro de que con ella se obtendría del Señor la restauración social. No hacemos esta reflexión porque sí; ya el 
lector entenderá el porqué en el desarrollo de nuestra narración. 

Comollo que no olvidaba a su amigo, acababa de escribirle: «Ya llevo dos meses de vacaciones, que, con este gran calor me han ido 
muy bien para la salud. He estudiado los capítulos de lógica y ética que se omitieron durante el curso; leería de buena gana la historia 
sagrada de Flavio Josefo, que me sugeriste; ((428)) pero ya he empezado a leer la historia de las herejías, y me va a faltar tiempo. Espero 
hacerlo otro año. Por lo demás, sigo estando todavía en un ameno paraíso terrenal; en él río, salto, estudio, leo, canto y no faltas más que 
tú para llevar el compás. En la mesa, en el recreo, en el paseo me gozo con la compañía de mi querido tío, que, aunque ya gastado por los 
años, está siempre alegre y festivo y me cuenta constantemente cosas bonitas, que me alegran sobremanera. Te espero para el tiempo 
convenido; que sigas alegre; y si me quieres bien, ruega al Señor por mí». 

Juan Bosco condescendió a la invitación de Comollo. Nunca había 
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estado en Cinzano. Fue allí en compañía del seminarista Garigliano, del juez, del secretario municipal y del topógrafo J. B. Paccotti, con 
los cuales tenía amistad. Estos habían planeado pasar alegremente un día en casa del párroco. Al llegar la comitiva, los vecinos amigos les 
notificaron, que el párroco había salido en compañía del sobrino para asistir a la acostumbrada conferencia mensual, sobre moral, que se 
celebraba en Sciolze con el vicario foráneo. Así, pues, no les esperaban. Qué hacer? Dar por perdida la excursión? De ningún modo. El 
párroco de Cinzano, tío de Comollo, era un venerado anciano de ochenta años; en Chieri y en Castelnuovo había invitado muchas veces a 
Juan para que fuera a visitarle a Cinzano, añadiéndole que le hacía dueño de su casa. Pero la sirvienta que gozaba de plenos poderes en la 
economía de la casa, como buena ama de llaves que era y fiel hasta el escrúpulo, no podía ciertamente abrir la puerta de casa y dar de 
comer al primer llegado, menos aún a una comitiva de gente alegre, sin órdenes precisas. Juan entendió que debería emplear medidas 
diplomáticas para dar en el blanco; con todo, aseguró la victoria a los amigos ((429)). 

Como no conocía a la sirvienta, se informó de su nombre y su carácter, después sin más se dirigió a la casa parroquial solamente con 
Garigliano. La sirvienta, que nunca le había visto, le recibió con frialdad, y le dijo que el párroco estaba ausente. -Lo siento mucho, 
respondió Juan con la gracia e ingenuidad que le eran propias: somos buenos amigos y hace mucho que nos conocemos. Si al menos 
estuviera la señora Magdalena, que sé es persona atenta y bien educada; pero, sin duda, habrá ido a Sciolze con el párroco. No es posible 
que ese buen anciano salga fuera de casa sin la que sabe aconsejarle tan oportunamente en todas las circunstancias. También he venido 
para saludarle a ella, a la señora Magdalena; pero si no está, paciencia; ya volveré otro día. Cuando usted la vea preséntele mis respetos. 
-La buena sirvienta, así lisonjeada, sonreía modestamente y después interrumpió diciéndole: -Magdalena no ha ido a Sciolze-. 

-No ha ido?, es posible? A pesar de lo que yo me podía suponer... 

-Le repito que Magdalena no ha ido... porque... Magdalena soy yo. 

-íAh, es usted! Usted el ama de casa? 

-íQué ama! yo no soy más que una pobre criada. 

-No diga usted eso; si no fuera por usted, qué sería de este pobre párroco? Sabemos que usted es quien atiende a todo, quien gobierna 
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la casa, quien dirige la economía doméstica. Don Comollo no tiene palabras para alabarla, porque es atenta y diligente en todo lo que 
pueda agradarle o proporcionarle alivio. 

-íFavor que usted me hace! hago lo que puedo..., exclamó Magdalena, vencida por las realmente merecidas alabanzas; por mi parte, 
siento que haya usted venido, cuando el párroco ((430)) no está en casa; pero estoy segura de que volverá antes de anochecer. 

-También yo lo siento; había pensado pasar el día con él... pero, así las cosas, hay que resignarse. Me voy, pero volveré pronto. Al 
menos he tenido la satisfacción de presentar mis respetos a la señora Magdalena. 

-Y adónde quiere ir? Ya ha comido? 

-No; pero me las arreglaré. 

-Sabe adónde ir? 

-A decir verdad, no lo sé. 

-Entonces, a qué tanto cumplido? Pase usted adelante, entre... 

-Pero no estando el señor cura... 

-Si no está el cura, estoy yo... El párroco es generoso y no lo tomará a mal... Pase, pase. 

-Pero usted tiene mucho que hacer, no quiero causarle tanta molestia... 

-No, no: será un gran placer para mí preparale algo de comer, sin cumplidos. Bonita soy yo para eso. 

-Pero es que, la verdad, no vengo solo: hay otros cinco o seis amigos por el pueblo. 

-Hágales venir. 

-Pero, y luego? 

-No se apure, para todos habrá. 

-Veo que todos tienen razón cuando dicen que vale usted mucho; pero sepa que mis amigos son personas de cierta distinción... 

-No importa, ya verá como quedarán contentos. 

-Pero el párroco tendrá las llaves de la bodega guardadas en su despacho. 

-Las llaves de la bodega? íEso faltaba! Todo está en mis manos,-y golpeaba con la mano las llaves que ((431)) llevaba en la faltriquera: 
-íMire, aquí están! O cree usted que les voy a dar agua para beber? 

Magdalena se puso enseguida a preparar la comida, y Juan mandó llamar a sus amigos, que vinieron pronto y se sentaron a la mesa. No 
se podía haber deseado comida más exquisita y abundante. Se descorcharon botellas de vino excelente. Juan estaba algo preocupado, 

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pues no había previsto una comida tan bien preparada, pero no era del caso protestar. -íViva Magdalena!-gritaban los convidados. Fue un 
día triunfal para aquella buena mujer. 

Sin embargo, los convidados no tardaron en darse cuenta de que la broma había pasado de la raya. Magdalena se apresuró a levantar la 
mesa, los amigos volvieron a sus casas decididos a no soltar palabra que pudiera comprometer a la sirvienta. Entretanto volvieron de 
Sciolze párroco y sobrino, que tributaron mil agasajos a Juan, el cual no habló de la comida, ni entonces ni después, mientras vivió su 
joven amigo; sólo tras la muerte de éste contó todo al párroco, el cual rió a carcajadas y recordó el versículo del Eclesiástico: «Cuando te 
vaya bien será como otro tú y con tus servidores, hablará francamente».1 

Esta pequeña aventura, que oímos al mismo don Bosco, nos da a conocer cómo ya entonces tenía una habilidad especial para ganarse la 
voluntad de los demás. Su afabilidad, unida a un profundo conocimiento del corazón humano, sabía doblegar los ánimos contrarios, 
obstinados, desalentados o caprichosos. Cuando advertía que no se conseguiría nada con razones de conveniencia, de caridad o de 
obligación, ((432)) servíase del amor propio del otro con finísima habilidad y sin sombra de adulación o de mentira; y sabía pulsar esta 
cuerda de tal modo que la hacía responder a la nota que él tenía en su mente. Con una sola palabra de alabanza, un recuerdo honroso, un 
gesto o una palabra de estima, de amistad, de confianza, de respeto, conseguía la mayor parte de las veces hacer desaparecer cualquier 
dificultad o aversión, y lograba obtener cuanto deseaba de los de casa o de los de fuera. Serían necesarios muchos vólumenes para 
describir estas escenas, graciosas a veces, conmovedoras otras y, en ocasiones, hasta heroicas. En efecto, hemos visto a muchos que, 
vencidas las repugnancias, purificadas las intenciones, realizaron actos duraderos, impregnados de abnegación y sacrificio, de los que 
nadie los hubiera creído capaces. «Los labios del justo saben de benevolencia. La flauta y el salterio hacen el canto suave, pero más que 
ambas cosas, la lengua dulce».2 

En esta ocasión Juan se quedó unos días en Cinzano. Tuvo ocasión de seguir admirando más y más la conducta angelical de Comollo, su 
frecuencia de los sacramentos, su asiduidad a las funciones sagradas. Tenía las mismas aficiones que él, y en consecuencia, le veía 

1 Eclesiástico, VI, 11. 

2 Prov., X, 32; Eclesiástico, XL, 21. 
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puntualmente dando catecismo a los muchachos en la iglesia y hasta por la calle cuando se encontraba con ellos. Los dos amigos hablaron 
largo y tendido de piedad, de sus proyectos y sus estudios y Comollo quedó admirado de una prueba que le dio Juan de su portentosa 
memoria, hasta el punto de sacar la conclusión de que pocos en el mundo debían estar favorecidos por el Señor con un don semejante. 
Juan había leído una vez los siete volúmenes de la historia de Flavio Josefo: pues bien, tomándolos de la biblioteca del párroco, se los 
entregó a Comollo ((433)) diciéndole: -Pregúntame el capítulo que quieres que recite, con tal que me digas el título. -Accedió con gusto 
Comollo y Bosco recitó con presteza, aquel capítulo de la primera a la última palabra. Después del primero, aún recitó otros. -Ahora, 
prosiguió Juan, pregúntame el hecho que quieras escoger. -Comollo buscó el índice y le preguntó el primer hecho que cayó bajo sus ojos: 
Juan se acordaba tan bien, que no equivocó ni una sola frase. Y de nuevo dijo: -Abre ahora uno de estos libros en la página que quieras y 
dime las primeras palabras del primer renglón, aunque el párrafo esté en su mitad. -Comollo lo hacía así y Juan recitaba la página como si 
la tuviera ante los ojos. Finalmente, indicábale Comollo un hecho cualquiera y él sabía en qué página se encontraba y en qué parte de ésta 
empezaba el texto. Una prueba igual ya la había hecho con su párroco el teólogo Cinzano, quien más tarde lo atestiguaba a los jóvenes del 
Oratorio, cuando iban a visitarle en la época de las grandes excursiones. 

Tenemos innumerables pruebas de su portentosa memoria. Recuerdo que hacia 1870 estaba don Bosco en Lanzo escribiendo la 
Huerfanita de los Apeninos; pidió a uno de sus sacerdotes le buscara un determinado volumen de Bercastel, indicándole más o menos la 
página donde encontrar la narración de la pastorcita de los Pirineos. Se buscó la obra, se tomó el volumen y se encontró enseguida lo que 
don Bosco quería. Es de notar que no había leído ni un renglón de aquel libro desde que salió del seminario. 

Conocía al dedillo una infinidad de libros. Sus sacerdotes tuvieron con ello una gran ayuda y un inmenso ahorro de tiempo, porque 
cuando tenían que predicar, prepararse para unos exámenes, escribir libros, acudían a él y él siempre les indicaba cinco o seis volúmenes, 
les informaba sobre el autor más aceptado, ((434)) y hasta les enseñaba el modo de aprovecharse de ellos. En 1865 le tocó a don Cagliero 
sustituir a un predicador, que, después de aceptar el panegírico de un santo poco conocido, no podía ausentarse de la ciudad. Don Cagliero 
ignoraba por completo la historia del Santo. Don Bosco estaba 
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fuera de Turín. El sermón debía predicarlo antes de que don Bosco estuviera de vuelta. Entonces don Cagliero, para salir de apuros en 
aquellas estrecheces, escribe una carta a don Bosco, y éste, a vuelta de correo, le responde indicando volumen y página de los Bolandistas 
donde puede encontrarlo. Don Cagliero, aunque acostumbrado a estas maravillas, apenas recibe la esquela de don Bosco, la lee a un 
compañero y sube con él a la biblioteca para comprobar con un testigo lo acertado de la indicación. Toma el volumen, busca la página y 
encuentra lo que deseaba. 

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((435)
)


CAPITULO XLIX 

PERENNE JOVIALIDAD DE JUAN BOSCO -COSAS DE POCA IMPORTANCIA -DISCIPLINAS DE RISA -UN CANTOR QUE 
PIERDE LOS ANTEOJOS -LOS APUROS DE UN ALCALDE -CUMPLIMIENTO DE UNA PROMESA 

LA vida de Juan Bosco siempre fue vida de paz y de alegría. 

Aun en medio de las pruebas más duras, hasta siendo sacerdote, si, por algunos instantes, parecía que su ánimo jovial se nublaba, pronto 
se manifestaba con agudezas o amenas narraciones. Se puede decir que no pasó día, sin excitar con ellas la hilaridad, lo mismo en 
reuniones públicas que en las charlas con los alumnos o en los corros que formaban en su derredor los salesianos y muchachos, y en los 
viajes, en las casas, en las mansiones señoriales, doquiera se presentaba. Como era un atento observador de cuanto ocurría, sabía una serie 
inacabable de hechos graciosos. La conciencia tranquila y el completo abandono en las manos de la divina Providencia no le permitían el 
desaliento y la tristeza. Doquiera iba llevaba consigo la más viva alegría y la sonrisa más sincera. Era ésta su norma constante, de acuerdo 
con la enseñanza del Eclesiástico: «No entregues tu alma a la tristeza, ni te atormentes a ti mismo con tus cavilaciones. La alegría del 
corazón es la vida del hombre; el regocijo del varón, prolongación de sus días. Engaña tu alma y consuela tu corazón, ((436)) echa lejos de 
ti la tristeza; que la tristeza perdió a muchos y no hay en ella utilidad. Envidia y mal humor los días acortan, las preocupaciones traen la 
vejez antes de tiempo». 1 La alegría del corazón de don Bosco se reflejaba hasta en su cara, como si en sus oídos resonara de continuo la 
exhortación de San Pablo: «Estad siempre alegres en el Señor: os lo repito, estad alegres». 2 

1 Ecles., XXX, 21. 

2 Filipenses, IV, 4. 
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De cuando en cuando interrumpimos nuestra narración para recordar pequeños episodios, a fin de que quede demostrada su vena 
inagotable de buen humor para alegrar la compañía. Quizá algún serio filósofo diga que, pues son cosas de tan escasa importancia, bien 
podrían omitirse. A decir verdad, también nosotros tuvimos la misma tentación; pero luego, pensando que una afirmación sin pruebas no 
sirve para nada, y que escribimos sin más pretensión que la de decir la verdad, y que nos dirigimos a nuestros hermanos salesianos, a 
quienes resulta agradable cualquier cosa, por pequeña que sea, relativa a su padre, nos decidimos a seguir adelante y narramos las cosas 
casi con las mismas palabras, con que las oímos contar a don Bosco. 

Estaban reunidos con el párroco de Cinzano los párrocos del arciprestazgo, y se sentaba entre ellos el seminarista Bosco. A un momento 
dado, uno de aquellos sacerdotes preguntó al seminarista si tenía, según costumbre, algo ameno que contar, sobre la vida del seminario. 
Juan se quedó un buen rato como concentrado en profundos pensamientos; después, cediendo a las instancias que se le hacían, empezó a 
hablar con toda seriedad de las virtudes heroicas que los seminaristas practicaban, confirmándo&o con ejemplos. ((437)) Habían 
terminado los santos ejercicios espirituales, cuando dos seminaristas, animados por un fervor nada común, hicieron el propósito de 
ayudarse mutuamente dándose varias veces a la semana unas saludables disciplinas. La primera vez que se juntaron para cumplir su 
penitencia, desnudóse el uno el torso, tomó el otro las disciplinas y le dio suavemente el primer disciplinazo. -Más fuerte-dijo el otro. Y 
recibió el segundo golpe, pero también bastante suave. -íMás fuerte!-exclamó el paciente. Entonces el compañero descargó con todas sus 
fuerzas un disciplinazo tal, que los ramales dejaron su espada surcada de huellas amoratadas. Un íay! formidable siguió al golpe. Y gritó 
enfurecido el sacudido: -Este es el modo de tratarme? íSalvaje! -Salvaje yo? -replicó el otro y le soltó un zurriagazo. Y entonces, se 
asieron de las greñas y se golpearon con furia. Acudieron los compañeros para separarles, y acabóse la primera prueba disciplinaria. 

Los párrocos que, al principio, no pudieron prever el final, sobre todo porque Juan no ser reía cuando contaba un chiste, tuvieron lo 
bastante para reventar de risa. 

Don Bosco solía repetir con frecuencia esta anécdota para sacar la moraleja de que todo lo contrario a la regla, si no está motivado por 
una necesidad o conveniencia moral, y goza además del permiso 
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de los superiores, es un desorden que lleva consigo consecuencias desastrosas. 

Un día de fiesta solemne en Castelnuovo celebraba la santa misa el párroco teólogo Cinzano. Dirigía el coro, formado por unos pocos 
cantores, un tal Domingo Barba, que tenía muy buena voz, pero que cantaba de oído, sin conocer las reglas del arte. A pesar de ello 
hojeaba los papeles de música y se los ponía delante con la prosopopeya ((438)) de un profesor consumado. Estaba persuadido de ser un 
cantor de valía y no admitía ninguna broma en contrario. Aquel día, con los anteojos encajados como de costumbre, se asomó un instante 
a la barandilla del coro para que la gente de la iglesia viera cómo estaba él allí en persona dispuesto a lanzar sus armoniosas notas. Miró 
con gravedad a los compañeros y empieza a cortar el aire con la mano señalando los primeros compases. Entona el Kirie; mas he aquí que 
al hacer un movimiento con demasiado entusiasmo, se le caen los anteojos de la nariz. Los cirunstantes apenas si pueden contener la risa. 
Prosigue Domingo Barba el Kirie y dice por lo bajo al que está a su lado: -Agarra mis anteojos. -El interpelado se inclina, pero aprovecha 
el momento para dar suelta a la risa. íKirieleisón! sigue cantando Domingo. -íDeprisa!-exclama rápido e impaciente, entre una nota y otra 
al que, casi arrodillado, se movía convulsivamente por la risa. Recibió por fin sus anteojos, se los volvió a calar en la nariz y soltando un 
«caramba» entre Kirie y Kirie prosiguió su música. Fue menester que los otros cantores hicieran esfuerzos heroicos para dominarse y 
proseguir el canto. Juan lo había observado todo, pero hizo la vista gorda y se mantuvo serio; mas cuando fue a comer con el párroco, 
empezó a describir la escena con tanta amenidad, que el teólogo Cinzano estalló a carcajada tendida. Le dolía el costado, se apretaba el 
bazo y se esforzaba en repetir: -íBasta, basta! -entre hipidos. Pero no hubo modo de serenarse y tuvo que dejar de comer. Después, cada 
vez que el buen párroco recordaba el suceso, no podía hacer nada por la risa que le venía, y tuvo que prohibir en adelante a Juan que se la 
recordara, porque de tanto reír se ponía malo ((439)). 

En otra ocasión, por aquellos mismos años, el párroco de un pueblo vecino llamó al seminarista Bosco, para ayudar en las funciones 
sagradas que allí debía celebrar el Obispo de Asti monseñor Miguel Amador Lobetti. El alcalde del pueblo, hombre de poco meollo y 
escasos conocimientos, creyó que no debía dejar pasar aquella ocasión sin procurarse algún renombre. Así que pidió al seminarista Bosco 
le escribiera un soneto para leerlo ante el Obispo. 
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Juan lo escribió, se lo entregó y le sugirió lo leyera antes de hacerlo en público. -íDéjalo de mi cuenta! íya verás! -respondió el hombre. 
Llegó el Obispo. El clero, el ayuntamiento y el vecindario salieron a recibirlo a la entrada del pueblo. Aunque el alcalde se había puesto 
sayo dominguero y se había plantado en primera fila, el obispo, que no le conocía, empezó a saludar al párroco que le daba la bienvenida, 
dando la espalda al representante de la población. Este manifestaba su impaciencia con visajes en la cara y movimientos de cabeza, y 
considerando poco honroso para su alta dignidad el quedar a un lado, tomó el borde de la capa del Obispo y tirando suavemente le dijo: 
-Excelencia, íaquí está el alcalde! -El Obispo se volvió hacia él: -íAh!, dónde está? -íSoy yo! -íPerdone, señor alcalde! íNo le había 
reconocido! -Y el alcalde, haciendo una reverencia le dijo: -Si me lo permite, tengo algo que leerle -íCon mucho gusto, oigamos! 
respondió el Obispo. Se había preparado una tribuna con palos y ramaje y allí llevaron al obispo para que se sentara con el clero y otros 
señores del pueblo. El alcalde se quedó de pie en medio. El pueblo, en silencio, formaba un gran corro detrás de él. Con aire magistral se 
caló las gafas, sonóse las narices, metió la mano en un bolsillo, pero no encontró el papel del soneto. Busca que busca por todos los 
bolsillos y ínada! Su apuro ((440)) empezaba a excitar la hilaridad del respetable público y de la ínclita presidencia. El alcalde miraba a 
uno y otro lado buacando al seminarista Bosco, que se había retirado a un lado, tras el clero, y con un gesto expresivo le dijo: -Qué 
hacemos ahora? -Había sucedido que, mientras se esperaba la llegada de Monseñor, el pobre hombre se había retirado a preparar su 
lectura; pero, al disparo de los morteretes, a los primeros vivas, dejó sin darse cuenta el papel sobre la mesita de la tribuna y corrió a 
colocarse en primera fila. No se acordaba ahora de aquella circunstancia. Pero Juan, que se encontraba cerca de la mesita, vió el papel, fue 
a tomarlo y se lo entregó. El alcalde respiró: tomó un aspecto imponente, escupió en el suelo, se limpió la boca y empezó. Para su 
desgracia el papel estaba doblado y el soneto estaba escrito en la cara interior izquierda, mientras en la derecha aparecía la firma del lector 
Así lo había dispuesto todo el clérigo Bosco. Pero el alcalde, después de haber desdoblado el papel de modo que se juntaran las dos caras 
externas, lo tomó dejando ante sus ojos la firma y leyó en alta voz: Su humildísimo y obedientísimo servidor alcalde de B..: y a 
continuación su nombre y apellido. Hasta aquí todavía podía pasar la cosa, pero no pudo seguir adelante; porque el alcalde, no pensando 
en volver el papel, exclamó: -íSi no hay nada más! Bosco, 
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Bosco, ven aquí: tú que lo has hecho, dime dónde debo leer. -Son de imaginar el cuchicheo y las risas del pueblo. Monseñor se esforzaba 
en mantener su dignidad, el párroco hizo, sin más, un breve saludo y todos se dirigieron a la iglesia. Durante la comida mantuvo la alegría 
de los convidados la figura del pobre alcalde ausente. Llamaron al seminarista Bosco y le pidieron explicación de lo sucedido. Al oír el 
relato de Juan, el Obispo y los párrocos se rieron a más no poder; ((441)) jamás en su vida habían presenciado un caso tan gracioso. En 
cambio desde entonces el alcalde se puso de morros con Juan, por el mal papel que había hecho, echándole a él la culpa. 

Así pasaban los días de Juan, alegres y tranquilos en un Piamonte libre, gracias a la protección de María Santísima, del cólera asiático, 
que segaba aquel año en Roma más de cinco mil quinientas vidas y doscientas mil en el reino de las dos Sicilias. Reconocido por tan 
señalado favor, el ayuntamiento de Turín cumplía la promesa hecha y levantaba en la plazoleta junto al santuario de la Consolata la 
columna de granito, que sostiene una estatua de mármol de la Santísima Virgen. 

Las vacaciones tocaban a su término y Juan, cumpliendo la promesa hecha, se encaminó a visitar a la familia Moglia. El señor Luis 
Moglia sabía que Margarita andaba falta de alojamiento, y por eso hizo prometer a Juan que iría a visitarlo a menudo. Juan cumplió la 
palabra, y todos los años durante las vacaciones se presentaba en su casa y permanecía con aquella buena familia alguna semana. Una vez, 
estuvo casi dos meses, entreteniéndose placenteramente con los muchachos de la casa y del vecindario, enseñándoles el catecismo y dando 
a todos los consejos más oportunos según la edad, las inclinaciones o los defectos que en ellos observaba. Tenía costumbre, a dondequiera 
que fuese, y así también en casa de los Moglia, de repartir estampas y medallas a los muchachos, pero no las daba nunca a las muchachas, 
porque no quería que fueran a apiñarse a su alrededor. Jorge Moglia, que dormía con Jaun en la misma habitación, contaba que el buen 
seminarista, antes de entregarse al descanso, le hacía rezar y le avisaba delicadamente si había observado en él algún acto o palabra que 
mereciera reprensión. Le exhortaba con frecuencia al amor, respeto y obediencia a los padres; y habiéndole contado el mismo Jorge que un 
joven del pueblo ((442)) había maltratado a su padre, respondió: -El que falta al respeto a su padre o a su madre, atrae sobre su cabeza la 
maldición de Dios. -Y como le parecía que en él se daban algunas señales de vocación eclesiástica, le decía a veces: -Lo mejor que puede 
hacerse en este mundo es llevar 
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las almas extraviadas al buen camino, a la virtud, a Dios. -Aquel año, el señor Luis le compró un sombrero nuevo, porque el que le regaló 
el señor Pescarmona estaba ya bastante estropeado; y la señora Dorotea, que le quería como si fuera su hijo, le regaló unos pares de 
medias que ella misma había hecho, regalo que repetía cada año. En la granja Moglia salía el nombre de Bosco en todas las 
conversaciones. Sabían que en el seminario era muy distinguido y estimado por los superiores; y el párroco de Moncucco teólogo Cottino, 
que iba de vez en cuando a visitar a aquellos propietarios, les llevaba noticias de Juan, y gozaba al ver la alegría que ellas les 
proporcionaban. Por su parte, Juan no perdía ocasión para manifestar su afecto y su reconocimiento a aquella familia, tanto que el mismo 
maestro don Nicolás Moglia, beneficiado de Castelnuovo, decía que estaba encantado del gran afecto que le demostraba su antiguo 
discípulo. 

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((443)) 

CAPITULO L 

PRIMER CURSO DE TEOLOGIA -OTRO TESTIMONIO DE ALABANZA DE JUAN -SU AMOR POR LA HISTORIA 
ECLESIASTICA Y EL PAPA -VELADA LITERARIA A CARGO DE LOS SEMINARISTAS -JUAN BOSCO ENFERMERO 
-VACACIONES -VISITAS DE LOS AMIGOS -JUAN PREDICA DE NUEVO EN ALFIANO -EN CINZANO Y EN PECCETTO, 
SUSTITUYE AL PREDICADOR QUE IMPROVISAMENTE NO PUEDE ACUDIR -OTRO SERMON EN CAPRIGLIO -HUMILDE 
OPINION SOBRE SUS SERMONES -VA DE NUEVO A CINZANO -CONVERSACION CON LUIS COMOLLO -PRESAGIOS DE 
MUERTE -VOCACIONES ECLESIASTICAS. 

A primeros del curso 1837-38 Juan Bosco empezaba el primero de teología. Profesor de la clase de teología por la mañana era el teólogo 
don Prialis, y por la tarde el teólogo Arduino de Carignano, que fue más tarde canónigo, arcipreste y vicario foráneo en la colegiata de 
Giaveno. 

En los exámenes semestrales de aquel año también Luis Comollo ganaba el premio de sesenta liras, que se solía asignar al alumno más 
distinguido por su aplicación y comportamiento. «Mientras Dios conservó en vida a este incomparable compañero, escribe don Bosco, 
estuvimos siempre muy compenetrados. Yo veía en él un joven santo; le quería por sus raras virtudes, y cuando estaba junto a él me 
esforzaba por imitarle de algún modo; y él por su parte, también me quería porque yo le ayudaba en los estudios» ((444)). 

Si es verdad que el amor encuentra amigos semejantes o los hace tales, podemos deducir que Juan abrigaba, por lo menos, los mismos 
sentimientos, el mismo candor, la misma piedad y virtud que Comollo. Lo atestigua el seminarista Santiago Bosco, entonces alumno del 
segundo curso de teología. En presencia de don Rúa, don Francesia, don Lazzero, don Bonetti y don Lemoyne decía un día: «Todos los 
domingos, sin faltar, se acercaba a la sagrada Comunión. Era humildísimo. Tenía conmigo una confianza ilimitada, y me manifestaba 
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todos sus secretos. En las dudas o en los propósitos que tomaba, me pedía mi parecer antes de obrar y después lo seguía cualquiera que 
fuere. Guardaba siempre una compostura digna, era reservado en sus actos, siempre andaba ocupado material o intelectualmente, jamás 
estaba ocioso; era exacto cumplidor del reglamento; nunca se le veía correr o reír a carcajadas; paseaba solo, entretenido en sus 
pensamientos o acompañado de sus amigos leales hablando de cosas útiles; por la noche se reunía con los más estudiosos; él prefería 
temas de historia eclesiástica, hacia los cuales sentía especial atractivo. Se lamentaba muchas veces de que muchos escritores eclesiásticos 
omitían los hechos que se referían a los papas, mientras se extendían en las hazañas de personajes secundarios. También se apenaba 
cuando se juzgaban con poca reverencia los actos de ciertos papas». A este propósito añadimos nosotros que, apenas se publicó la obra de 
Rorhbacher, leyó atentamente sus diecisiete volúmenes. Lo mismo hizo con la historia eclesiástica de Salzano, diciendo que, si se hubiera 
impreso cuando él estaba en el seminario, hubiera besado una a una sus páginas, precisamente porque este historiador italiano muestra 
gran veneración por ((445)) los sumos pontífices. Así, guiado por rectos criterios y preparado con los estudios de Bercastel, Henrion, 
Fleury, Rorhbacher, Salzano y los Bolandistas, se disponía a escribir su pequeña historia eclesiástica para uso de los jóvenes. 

Pero los estudios históricos no restaban su dedicación a los teológicos. Continuaba con el círculo en el que se discutían los puntos más 
difíciles, lo que exigía una gran precisión en los términos. Contaba don Giacomelli que el clérigo Bosco estaba siempre atentísimo y no 
dejaba de llamar la atención sobre un error, ni sobre la más pequeña inexactitud. Una vez, lanzó un compañero en la conversación una 
proposición atrevida sobre el pecado original: Juan le corrigió enseguida y le hizo callar con razones convincentes. Esta facilidad para 
defender los dogmas la mantuvo mientras vivió, en toda ocasión, de modo que quien le oía quedaba maravillado de la perspicacia de su 
mente y de la profundidad de sus conocimientos. 

Al mismo tiempo no descuidaba la literatura. Nos contaba el mismo Santiago Bosco, que él formó un círculo cuyo centro era Juan. Se 
componía de doce o catorce seminaristas y se trataba en él de lenguas, de autores clásicos y además de trato social. Las reuniones se tenían 
en los días de vacación y en ciertos tiempos de recreo. Se leían composiciones históricas y literarias en prosa y en verso. Después de la 
lectura, los compañeros emitían su juicio sobre el contenido y sobre la forma del trabajo y también sobre la elocución, 
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especialmente cuando se trataba de un sermón. Juan era tan minucioso en corregir, que los compañeros le llamaban el rabino de la 
gramática. Pero sobre todo se advertía ya en él su reserva en todo lo que se refería a la modestia. Se leyó un día en aquel círculo literario 
no sé qué composición, en la cual se nombraban ((446)) por dos veces y en términos generales personas de otro sexo con algún epíteto 
laudatorio. Al preguntarle a Juan su opinión, primero se quedó pensativo y después dijo: -Todo muy hermoso, pero se nombra dos veces a 
las mujeres con expresiones que desdicen por completo de un clérigo-.El autor de aquella composición llegó a sacerdote y tuvo la 
desgracia de hacerse «viejo católico» 1. 

En estos ejercicios y estudios pasaba tranquilamente el año. Seguía además Juan atendiendo a los compañeros enfermos, lo que hizo 
durante todo su tiempo de seminarista. Tuvo así ocasión de preguntar a los médicos y adquirir conocimiento de los síntomas, proceso y 
fases de muchas enfermedades y de las curas necesarias según los casos, y además proveer y preparar los remedios prescritos; 
conocimiento y práctica que un día le serían útiles para su futura misión. 

Prueba de este conocimiento es el hecho siguiente. Un día fue a visitarle un médico que tenía un hijo enfermo. Don Bosco empezó a 
hablar de diversas clases de enfermedades y pedía algunas explicaciones al doctor. -Pero usted, exclamó al llegar a cierto punto el médico, 
ha ejercido la medicina antes de ser sacerdote?

-No, respondió don Bosco; hago estas preguntas para instruirme. 

-Pero es que esas preguntas no puede hacerlas más que uno que haya estudiado medicina... 

Al acabar el curso Juan volvió a casa de su madre. Solamente dos eran los amigos que durante las vacaciones iban a casa de Bosco: el 
seminarista Giacomelli de Avigliana, que pernoctaba allí mismo y, con más frecuencia Luis Comollo, que se marchaba por la tarde y a 
quien Juan devolvía muchas veces la visita ((447)). Eran también frecuentes las cartas que se escribían entre sí. Margarita, sabedora de la 
importancia de las buenas amistades, hacía cuanto podía para proporcionarles una acogida cordial y espléndida. Eran días de fiesta que 
dejaban el deseo de repetirse. -íQuiero hacer honor a mi Juan!-, exclamaba la buena madre. 

1 Fue una secta surgida en Alemania, cuyas filas se engrosaron con los opositores del Concilio Vaticano I. (N. del T.) 
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Pocos días después de la llegada a casa recibía Juan la siguiente cartita del amigo Comollo: «Debo comunicarte un asunto que, por un 
lado, me alegra y por otro me confunde. Mi tío me encarga hacer un sermón sobre la gloriosa Asunción de la Virgen María. El verme 
invitado a hablar de esta querida Madre llena de alegría mi corazón. Por otra parte, conocedor de mi insuficiencia, veo muy claro que ando 
lejos de acertar a tejer como es debido sus elogios. Sea lo que sea, con la ayuda de aquélla de quien debo hablar, me dispongo a obedecer: 
ya lo tengo escrito y casi estudiado; el lunes iré a verte para que me lo oigas recitar y me hagas las observaciones que creas conveniente, lo 
mismo respecto a la gesticulación, que a la materia. Encomiéndame al Angel de la Guarda para que tenga un buen viaje... Adiós.» 

«Comollo, escribe don Bosco en sus memorias, vino puntualmente a pasar un día conmigo, cuando mis parientes andaban de siega en el 
campo. Me dio a leer un sermón que él había de pronunciar en la próxima fiesta de la Asunción de María. Luego lo recitó acompañando 
las palabras con el gesto. Después de unas horas de agradable entretenimiento, nos acordamos de que era hora de comer. Estábamos solos 
en casa. Qué hacer? -Nada, resuelto; yo encenderé el fuego, dijo Comollo. Tú preparas el puchero y coceremos lo que se presente. -Muy 
bien respondí; pero vayamos primero a coger un pollo a la era y tendremos carne y caldo. Es ni más ni menos lo que me ha dicho mi 
((448)) madre. -Pronto conseguimos echar la mano a un pollo. Pero después, quién lo mataba? Ninguno de los dos se atrevía. Para llegar a 
una conclusión convincente, se decidió que Comollo sostuviese al animal por el cuello sobre un tronco de madera, mientras yo se lo 
cortaba con una hoz despuntada. Descargué el golpe. La cabeza cayó por el suelo. Los dos espantados, afligidos, nos echamos hacia atrás. 
-íSi seremos exagerados! -dijo repuesto Comollo; el Señor ha dicho que nos sirvamos de los animales de la tierra para nuestro bien; por 
qué, tantos remilgos? Y sin más problemas recogimos el animal y, desplumado y cocido, nos lo comimos. 

»Debía ir yo a Cinzano para oír el sermón de Comollo el día de la Asunción. Pero habiéndoseme encargado, también a mí, hacer el 
mismo sermón en Alfiano, no fui hasta el día siguiente. Daba gusto oír las alabanzas que de todas las bocas salían sobre el sermón de 
Comollo. -Predica como un santo, decía uno. -íOh!, exclamaba otro, parecía un ángel en el púlpito; tan modesto y con tanta naturalidad en 
el hablar. Otros: -íQué modo de predicar más agradable! 
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Y, diciendo esto, algunos repetían los pensamientos y hasta las mismas palabras que tenían todavía grabadas en la memoria. Su tío decía 
que veía en su sobrino la mano de Dios. Yo, que conocía la gran timidez de Comollo, le pregunté cómo había podido predicar con tanta 
desenvoltura, y él me respondió: -Cuando estuve frente al pueblo, sentí que me faltaban las fuerzas y la voz y las piernas se negaban a 
sostenerme. Pero apenas me alargó María su mano, me sentí alentado y fuerte, de modo que empecé el sermón y lo continué hasta el fin 
sin la menor dificultad: todo lo hizo María, yo no; íbendita sea!-((449)). 

»Yo guardo este sermón, que el mismo Comollo compuso, aunque se sirviera de acreditados autores; y en él están expresados los vivos 
afectos que ardían en su noble corazón hacia la Madre de Dios». 

Juan fue a Cinzano para congratularse con el amigo por el sermón; pero lo que no pudo prever era que aquel mismo día le tocaría a él 
hablar al pueblo que el día anterior había oído a Comollo y desde el mismo púlpito que él. Juan sigue su narración en estos términos: 
«Aquel día 16 de agosto era la fiesta de San Roque, que suele llamarse día de la comida de piñata, o de la cocina, porque los parientes y 
amigos suelen aprovechar ese día para invitarse recíprocamente a comer y divertirse con algún entretenimiento público. Con tal motivo 
sucedió un episodio que demuestra hasta dónde llegaba mi audacia. Se esperó al predicador de aquella solemnidad. Era ya la hora de subir 
al púlpito y no llegaba. Para sacar al párroco de Cinzano del apuro iba yo de uno a otro de los muchos párrocos allí reunidos, rogando e 
insistiendo para que alguno predicase un sermoncito a los innumerables fieles que llenaban la iglesia. Ninguno quería aceptar. -Pero; 
cómo?, exclamaba yo: y van a dejar marcharse a tanta gente sin decirles dos palabras? -Cansados de mis repetidas invitaciones me 
respondieron ásperamente: -Pero, tú que te has creído; que improvisar un sermón sobre San Roque es como beberse un vaso de vino? en 
vez de molestar a los demás por qué no lo haces tú? -Todos aplaudieron aquellas palabras. Mortificado y herido en mi amor propio, 
respondí: -Yo no me atrevía a ofrecerme; pero, ya que ustedes no se animan, acepto. -Se cantó en la iglesia un himno religioso para darme 
tiempo a prepararme un poco; ((450)) subí al púlpito e hice un sermón que siempre dijeron fue el mejor de cuantos pronuncié antes y 
después». José Turco, que invitado por el clérigo Bosco, le acompañaba muchas veces a los diversos pueblos donde iba a predicar, estaba 
en Cinzano en esta 
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ocasión y tuvo que decir: «Parecía un sermón preparado con mucho estudio por persona acostumbrada al púlpito y de profundos 
conocimientos, de modo que causó gran admiración a todos los párrocos que se hallaban presentes». 

Algo semejante le sucedió a Juan algún tiempo después en una fiesta solemnísima en Peccetto. Nos lo contó el párroco de Castelnuovo, 
don Antonio Cinzano. A la hora de vísperas todavía no se había presentado el predicador, víctima de una repentina enfermedad. Ninguno 
de los sacerdotes presentes quiso sustituirlo, diciendo que no tenían el tiempo necesario para preparsarse y no se atrevían a hablar en 
público improvisando. Entonces el párroco dijo al seminarista Bosco: -íVaya usted! -Juan pidió un breviario, leyó las lecciones del día, 
subió al púlpito y dejó al pueblo tan satisfecho, que algunos de los que le oyeron, hablando al día siguiente con el párroco de Castelnuovo 
ensalzaban lo hermoso del sermón y la habilidad del predicador. 

Y qué opinión tenía don Bosco de estos sus sermones? El, que exaltaba hasta las nubes el sermón de Comollo, escribe así de sí mismo: 
«Después del primer año de teología prediqué sobre la Natividad de María en Capriglio. No sé cuál sería el fruto de mi sermón. Por todas 
partes se me alababa: así que la vanagloria me fue ganando, hasta que sufrí el siguiente desengaño. Un día, después de haber pronunciado 
el sermón sobre el nacimiento de María, pregunté a uno que parecía de los más inteligentes acerca del sermón que tanto elogiaba, y me 
respondió: ((451)) -Su sermón versó sobre las pobrecitas ánimas del purgatorio. íY yo había predicado sobre las glorias de María! En 
Alfiano quise saber el parecer del párroco, don José Pelato, persona de mucha piedad y doctrina y le rogué me dijera su parecer sobre el 
sermón. -Su sermón, -me respondió-fue realmente bonito, ordenado, expuesto con buen lenguaje, con pensamientos de la Escritura; si 
sigue así, puede tener éxito en la predicación. 

»-Habrá comprendido el pueblo? 

»-Poco. Mi hermano sacerdote, yo y poquísimos más. 

»-Cómo es posible que no entendieran cosas tan sencillas? 

»-A usted le parecen fáciles, pero para el pueblo son bastante difíciles. Desgranar la historia sagrada, volar con razonamientos sobre el 
tejido de hechos de la historia eclesiástica, son cosas que el pueblo no entiende. 

»-Entonces qué me aconseja hacer? 

»-Abandonar el lenguaje y el desarrollo del tema según los clásicos, 
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hablar en dialecto donde se pueda o aún en lengua italiana pero popularmente, y más que a doctos razonamientos, aténgase a los ejemplos, 
a las semejanzas, a los apólogos sencillos y prácticos. Recuerde siempre que el pueblo entiende poco y que nunca se le explican bastante 
las verdades de la fe. 

»Este paternal consejo me sirvió de norma para toda mi vida. Aún conservo, para vergüenza mía, aquellos discursos, en los que al 
presente, no descubro más que vanagloria y afectación. Dios misericordioso dispuso que recibiera aquella lección; lección provechosa para 
los sermones, el catecismo, las instrucciones y para escribir, a lo que ya entonces me dedicaba». 

En aquellas vacaciones del 1838 volvió Juan por segunda vez a Cinzano para ponerse de acuerdo con Comollo sobre algunas cosas que 
se referían al próximo año escolástico. «Un día, sigue escribiendo él ((452)) en la biografía de este santo jovencito, salí de paseo con 
Comollo hasta una colina, desde donde se divisaba una gran extensión de campos, prados y viñedos. -Mira, Luis, empecé a decirle, íqué 
mala cosecha la de este año! íPobres campesinos! Tanto trabajo y para nada-. 

»-Es la mano del Señor -respondió-que pesa sobre nosotros. Créeme; nuestros pecados son la causa.
»-Espero que el año próximo el Señor nos dará frutos más abundantes.
»-También yo lo espero, sobre todo para los que todavía vivan y puedan gozarlos.
»-Calla y déjate de pensamientos tristes; por este año, paciencia; el que viene habrá mejor vendimia y haremos mejor vino.
»-Tú lo beberás.
»-Es que tú piensas seguir bebiendo agua como siempre?
»-Yo espero beber un vino bastante mejor.
»-Qué quieres decir con eso?
»-Mira, no insistas; el Señor sabe lo que hace.
»-No pregunto esto. Lo que pregunto es qué quieres decir con esas palabras: Yo espero beber un vino bastante mejor. Quieres acaso irte


al paraíso? 
»-Aunque no estoy del todo seguro de ir al paraíso después de mi muerte, si no es por pura misericordia del Señor, sin embargo, desde 
hace algún tiempo siento un deseo tan vivo de ir a gustar la felicidad de los bienaventurados, que me parece imposible puedan ser muchos 
los días de mi vida. 
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»Comollo decía esto con el rostro iluminado, gozando aún de óptima salud y mientras se preparaba para volver al seminario. 

»Acabadas estas últimas vacaciones y puesto en camino de vuelta al seminario, al llegar a cierto punto desde donde se perdía de vista su 
pueblo ((453)) , se paró de pronto y estuvo un momento contemplando el paisaje con seriedad no acostumbrada. Su padre se le acercó 
diciendo: -Qué haces, Luis? Te sientes mal? Qué miras?

»-Estoy bien, pero no puedo apartar la vista de Cinzano. 

»-Entonces, qué miras?, te disgusta, quizá, volver al seminario? 

»-No sólo no me disgusta, sino que deseo llegar cuanto antes a aquel lugar de paz. Lo que miro es nuestro Cinzano, al que estoy 
contemplando por última vez. 

»-Habiéndole preguntado de nuevo si no se encontraba bien, si quería volverse a casa: -No, no, respondió, estoy muy bien, vamos 
adelante con alegría, que el Señor nos espera-». 

Apenas llegó al seminario, el padre de Comollo narró a Juan este diálogo. 

Estos tristes pronósticos preocupaban a nuestro Juan, el cual, deseoso de que se multiplicasen los ministros de la casa de Dios para la 
salvación de las almas, temía con pena estuviera próxima a eclipsarse una vocación tan espléndida. Porque él, que conocía el favor 
incalculable de ser llamado por el Señor a su divino servicio, en sus amigables conversaciones con los muchachos de Chieri, Castelnuovo 
y otros pueblos sabía encontrar el momento oportuno para infundir en sus ánimos una altísima idea del estado sacerdotal y el estricto 
deber de seguir el divino llamamiento. El pensaba como San Pablo: Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas cada cual 
tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra 1. Y así él iba ((454)) estudiando cuál era la gracia que Dios 
preparaba a sus jóvenes amigos. Si veía brillar en ellos amor por la virtud que hace a los hombres semejantes a los ángeles, tenía por cierto 
que éste era el indicio más seguro de vocación. Después investigaba si tenían inclinación al estado eclesiástico, y con oportunas 
reflexiones les inspiraba el deseo de abrazarlo; y si ya existía este deseo realmente, lo secundaba con sabios consejos, y dejaba 
tranquilamente que Dios hiciera fructificar y madurar su precioso injerto. Así empezaba, ya entonces, una misión que constituyó después 
la finalidad y el trabajo de toda su vida; de suerte que fueron miles y miles 

1 I Corint., VII, 7. 
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las santas vocaciones de jovencitos, que sin sus solicitudes hubieran quedado estériles. Don Bosco hubiera hecho cualquier sacrificio para 
que ni una sola de estas vocaciones se perdiera. En otros capítulos describiremos sus admirables conquistas. No siempre consiguió su 
intento; pues sólo Dios conoce los secretos de sus planes sobre los hombres y los secretos de los corazones; pero aún en esos casos la 
caridad de don Bosco proporcionaba gran provecho a las almas. 

Hemos hablado en otro lugar del joven Aníbal Strambio, que juntamente con sus dos hermanos Domingo y Pedro, fue compañero de 
Juan en Chieri durante los cursos que ahora se llaman del gimnasio. Pues bien, el año 1838 recibía Pedro una carta, en la que Juan le 
invitaba a hacerse sacerdote, fundándose, como le decía, en su índole tranquila y apacible y en su buena conducta. En el 1898 Pedro 
Strambio, Caballero 1 y Consejero emérito de la Prefectura 2, refería al Profesor don Francisco Cerruti: «Yo no seguí el consejo de don 
Bosco porque no me sentía inclinado a la carrera que me proponía. Pero no olvidé la amigable invitación, cuyo recuerdo me hizo siempre 
mucho bien en el curso de mi vida. Guardo todavía cuidadosamente su carta, que siempre despierta ((455)) en mi corazón la emoción que 
entonces experimenté al reconocer la buena opinión que de mí tenía un condiscípulo y amigo tan excelente. No es para decir la estima en 
que mis hermanos y yo le teníamos. Algunos años después habitábamos en Camagna y vino él a visitarnos. Le recibimos con verdadera 
satisfacción; pero aquellos días quedaron nublados a causa de un gran incendio que se declaró en una granja. Don Bosco, con su 
tranquilidad habitual, ayudó a salvar los enseres de la casa y, a cierto punto, apareció llevando la polenta preparada para la comida del 
colono. Yo le dije entonces: -Bosco, tú que eres tan bueno y haces milagros, haz que cese este incendio-». La opinión de su santidad 
estaba arraigada y difundida entre los compañeros; de ahí la importancia que se daba a sus palabras y a sus cartas. 

1 Llámase «caballero» al que pertenece a alguna orden de caballeria: caballero de San Mauricio y Lázaro, de Isabel la Católica..., de 
Santiago, Calatrava, Carlos III, San Hermenegildo... (N. del T.) 

2 Prefectura: Es el territorio gobenado por un prefecto o gobenador de una provincia. (N. del T.) 
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((456)) 

CAPITULO LI 

JUAN Y SUS ESTUDIOS DE TEOLOGIA -LE NOMBRAN SACRISTAN DE LA CAPILLA -RECIBE PRECIOSAS 
CONFIDENCIAS DE COMOLLO -EJERCICIOS ESPIRITUALES Y EL TEOLOGO JUAN BOREL -COMOLLO CAE ENFERMO: 
TIENE UN SUEÑO ESPANTOSO Y CONSOLADOR; SU SANTA MUERTE; SU PRIMERA APARICION 

UN nuevo profesor ocupaba la cátedra de teología en Chieri al empezar el curso 1838-39, el piadosísimo sacerdote Juan Bautista 
Appendini de Villastellone, más tarde monseñor por sus excelentes méritos. Durante tres años tuvo por discípulo a Juan. La intimidad que 
desde entonces lo vinculó con este querido alumno, duró toda su larga vida. 

Entretanto, Dios misericordioso reunía por fin en la misma clase a los seminaristas Giacomelli, Bosco y Comollo, cuya amistad iba a 
pasar por un gran sacrificio, al perder a Comollo ya maduro para el paraíso. Giacomelli pudo apreciar mejor el aprovechamiento del 
clérigo Bosco en los estudios. Escribe de él: «Era un modelo en clase. Tenía una memoria prodigiosa y además una aplicación al estudio 
grandísima. Frecuentemente estudiaba las lecciones, confrontando el libro de texto con el de otros autores de teología. Pero no aprendía la 
lección ((457)) ad literam, como acostumbraban los demás. Si le preguntaban, daba cuenta perfecta de la materia y, a veces, cambiaba algo 
ciertas pruebas, mostraba opiniones un tanto diversas de las del libro de texto. Recuerdo que, una vez, un profesor le reprendió: -íEstudie 
el tratado a la letra como los demás! -El seminarista Bosco se adaptó a ello con dificultad; y hablando muchos años después, decía: ''En 
clase de teología hay que obtener que se estudie mucho; asegurarse de que los tratados se sepan bien y no superficialmente; para la mayor 
parte de los alumnos es ciertamente mejor que se aprenda de memoria el libro de texto, pero no se debe pretender eso cuando consta que 
un alumno estudia, entiende y responde siempre bien cuando se le pregunta''». 

Durante este segundo curso de teología Juan tuvo la suerte de ser 
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nombrado sacristán de la capilla del seminario. Era éste un cargo de escasa importancia, si se quiere, pero era una prueba evidente de 
bienquerencia de los superiores y al que iban anejos otros sesenta francos. Con ellos tenía para la mitad de la pensión, mientras el 
caritativo don Cafasso cuidaba del resto. El sacristán debía cuidar de la limpieza de la iglesia, de la sacristía, del altar y de la lámpara, de 
las velas y de los ornamentos y objetos necesarios para el culto. Este cargo, que se le otorgó por aventajar a los demás en ciencia y virtud, 
como atestiguaron muchas veces a don Cagliero, don José Fiorito, su prefecto de dormitorio y don Giacomelli, fue también para él ocasión 
de nuevo ejercicio de virtud. En efecto, contaba don Santiago Bosco: «Los seminaristas de filosofía y de los dos primeros cursos de 
teología se sentían atraídos hacia él por una fuerza increíble, y los de los cursos superiores le miraban con mayor o menor respeto, según 
las inclinaciones e índole de cada uno. El que sobresale por saber y virtud fácilmente es objeto de alguna envidiuca ((458)), no advertida a 
lo mejor por quien la sufre, pero que se echa de ver por modales y palabras, quién es el objeto de ella. Pero la caridad y la humildad de 
Juan sabían disimular tales miserias. Esta humildad no se alteraba, ni siquiera cuando ciertos seminaristas sembradores de cizaña no 
cesaban de motejarle, mortificarle y hasta despreciarle, al verle vivir apartado y casi solo. El cargo de sacristán, que se le había 
encomendado, le valió por parte de éstos el sobrenombre de: Bosco d'l'oli per la lampia! 1 por su diario acudir a pedir al ecónomo el aceite 
para la lámpara que debía arder ante el altar. Pero él, siempre sereno y tranquilo, dejaba decir». Mas no era insensible. Nos contaba don 
Giacomelli que un día, no sé por qué discusión, Juan oyó a un compañero que le decía burlándose de su cargo: -Tu minchione delle 
torcie!2 -Juan se puso colorado como una amapola, pero no dijo palabra y se retiró. Pero los seminaristas presentes juzgaron tan grave el 
insulto, que uno de ellos no pudo contenerse y reprochó ásperamente al ofensor. 

Comollo entretanto, a pesar de los presentimientos del próximo término de su vida, había reanudado seriamente sus estudios y alcanzaba 
de nuevo en los exámenes semestrales el premio de las sesenta liras. Aunque mostraba la misma jovialidad y alegría en su conversación en 
el recreo, con todo Juan notaba algo de misterioso 

1 Como por ejemplo en Castilla a un sacristán: «íLamparones, chupacirios!» (N. del T.) 

2 «íMira el cretino apagavelas éste!» (N. del T.) 
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en su conducta. Veía en él más atención de la acostumbrada en las oraciones y ejercicios de piedad y especialmente mayor frecuencia de la 
santa Comunión. A veces le oía exclamar: -íAh! íquién pudiera oír decir al Señor en el momento de partir de este mundo aquellas 
consoladoras palabras «Euge serve bone et fidelis», ven, siervo bueno y fiel! -Su meditación ordinaria era sobre el infierno, para concebir 
mayor horror al pecado. ((459)) Pero dejemos la pluma a don Bosco: «Hablaba del paraíso con verdaderos transportes de alegría. He aquí 
una de sus muchas reflexiones al respecto: -Cuando me encuentro solo y desocupado, o cuando por la noche no puedo conciliar el sueño, 
me pongo a dar los paseos más deliciosos. Me imagino que estoy en una alta montaña, desde cuya cima me es dado descubrir todas las 
bellezas de la naturaleza. Contemplo el mar, la tierra firme, regiones y ciudades diversas, y todo cuanto de magnífico hay en ellas. Elevo 
los ojos, a continuación, hacia el cielo sereno y veo el firmamento cuajado de estrellas, que constituye el más grandioso de los 
espectáculos. Añado a todo esto una música suave de voces y de instrumentos, que hace saltar de gozo a las montañas y a los valles. Y 
mientras deleito mi mente con estas representaciones de mi invención, me vuelvo hacia otra parte, alzo los ojos y he aquí que me 
encuentro ante la ciudad de Dios. La contemplo desde fuera, me aproximo y penetro en ella... Fácil es de imaginar la de cosas que, a 
continuación, hago desfilar por mi imaginación. -Y, prosiguiendo en su paseo, narraba las cosas más curiosas y edificantes que él se 
imaginaba ver en las estancias del paraíso. 

»Fue precisamente este año cuando yo le arranqué el secreto de cómo hacía para rezar sin distracción. -Quieres saber, me decía, cómo 
me pongo para rezar? Es una representación imaginaria del todo material que te va a hacer reír. Cierro los ojos y con el pensamiento 
penetro en una gran sala, cuyo techo está sostenido por innumerables columnas, y adornada con arte extraordinario; al fondo de la misma 
destaca un trono majestuoso, sobre el cual me imagino sentado a Dios con toda su infinita majestad; tras él se sitúan los infinitos coros de 
los bienaventurados. Esta representación material me sirve maravillosamente para elevar mi pensamiento a la infinita Majestad de Dios, 
delante del cual me postro y con todo el respeto que me es posible empiezo mi oración-». ((460)). 

Durante la cuaresma (1839) hicieron los seminaristas de Chieri los santos ejercicios espirituales. Juan los hizo con sentimientos de la 
más viva devoción. «Fue en este año, así lo dice él en sus memorias, cuando tuve la buena suerte de conocer a uno de los más celosos 
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ministros del santuario, pues vino a predicar los ejercicios espirituales al seminario. Entró en la sacristía con rostro alegre y palabras de 
chanza, pero adornadas de pensamientos morales. Al observar su preparación y acción de gracias antes y después de la misa, y su porte y 
fervor al celebrarla, advertí enseguida que se trataba de un digno sacerdote como, en efecto, lo era el teólogo Juan Borel de Turín. Cuando 
comenzó sus sermones se admiró la sencillez, la vivacidad, la claridad y el fuego de su caridad, que se traducía en sus palabras; todos iban 
repitiendo que era un santo. En efecto todos lo buscaban para confesarse con él, tratar sobre la vocación y tener algún recuerdo suyo. 
También yo quise ir a él con los asuntos de mi alma. Como le pidiera algún medio seguro para conservar el espíritu de la vocación durante 
el curso y especialmente durante las vacaciones, me dijo estas memorables palabras: -Con el recogimiento y la frecuente comunión se 
perfecciona y se conserva la vocación y se forma un verdadero eclesiástico. -Los ejercicios espirituales del teólogo Borel hicieron época 
en el seminario. Varios años después, aún se repetían las máximas espirituales que él había formulado en público o en privado». 

Por la mañana del veinticinco de marzo, día de la Anunciación del Señor, se dirigía Juan a la capilla cuando se encontró por los 
corredores a Comollo, que lo estaba esperando para decirle que todo estaba acabado para él. Juan se quedó muy sorprendido, puesto que e 
día anterior habían paseado juntos mucho tiempo y lo ((461)) había dejado en perfecta salud. Comollo, con voz conmovida, añadió: -Me 
siento mal y me infunde terror tener que presentarme al tremendo juicio de Dios. -Juan le animó a no angustiarse de aquel modo; que 
ciertamente eran cosas muy serias, pero lejanas todavía para él y que aún tenía mucho tiempo para prepararse. Dicho esto entraron en la 
iglesia. Comollo asistió a la santa misa; al terminar sintió que sus fuerzas le venían a menos y hubo, en consecuencia, de meterse en cama. 
En aquel momento, atestigua don Giacomelli, Juan anunció a los compañeros que Comollo moriría de aquella enfermedad. 

«Tan pronto como acabaron los actos de la iglesia, escribe don Bosco en la biografía del amigo, fui a visitarlo en su propia habitación. 
Al verme entre los que le estaban acompañando, hizo señal de que me acercase y empezó a decirme: -Me dijiste que era cosa lejana y que 
aún tenía tiempo antes de partir. Pues no es así. Sé de cierto que me he de presentar enseguida ante la presencia de Dios. El tiempo que 
resta para prepararme es bien poco. Qué más quieres que te 
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diga? Nos tendremos que separar. -Yo le exhortaba a estar tranquilo, a que no se pusiera nervioso con semejantes ideas. -No me inquieto, 
me respondió, ni me pongo nervioso; únicamente pienso que he de comparecer en aquel gran juicio, en aquel juicio inapelable, y esto es lo 
que me turba interiormente. -Estas palabras me impresionaron profundamente; así que a cada momento deseaba saber noticias de él, y 
cada vez que iba a verle, me repetía la misma frase: -Se acerca el momento en que me he de presentar ante el juicio de Dios; nos 
tendremos que separar. -En el curso de la enfermedad no creo exagerar diciendo que me la repitió más de quince veces. 

»El lunes se quedó en cama con fiebre. Había dicho que su mal sería interpretado al revés por los médicos, y así sucedió ((462)). El 
martes y el miércoles los pasó levantado, pero siempre triste y melancólico, y absorto en el pensamiento del juicio de Dios. Al atardecer 
del miércoles cayó definitivamente en cama para no levantarse más. En la tarde del sábado, víspera de Pascua, fui a visitarlo y me dijo: 
-Ya que vamos a tener que separarnos y dentro de poco me voy a presentar ante Dios, quisiera que me velases esta noche. -El director 
espiritual don José Mottura, viendo que el enfermo iba de mal en peor, me concedió de buen grado que pasara con él la noche, que era la 
del treinta de marzo, vigilia del solemne día de Pascua. -Esté atento, me dijo el director, y si nota algún peligro grave llámeme enseguida. 
Fíjese también en todos los detalles del mal para informar mañana al médico. -Hacia las ocho la fiebre subía bruscamente; y hacia las ocho 
y cuarto la calentura se hizo tan convulsiva y violenta, que perdió el uso de la razón. Al principio se lamentaba en alta voz, como si algo 
espantoso le aterrorizara. Al cabo de media hora, volvió un poco en sí y mirando a los que estaban presentes, prorrumpió con voz fuerte: 
-íAy, el juicio! -Después empezó a agitarse con tal violencia, que apenas si los cinco o seis que estábamos allí podíamos mantenerlo en el 
lecho. Esta agitación duró sus buenas tres horas, al cabo de las cuales volvió completamente en sí. Estuvo un buen espacio de tiempo 
pensativo, como ocupado en importantes reflexiones; y finalmente, dejando aquel aire de tristeza y terror por los juicios divinos, que 
desde días atrás venía padeciendo, se mostró completamente tranquilo y sereno. Hablaba, reía contestaba a todas las preguntas que se le 
hacían, hasta el punto de que hubiéramos creído se hallaba en condiciones normales de salud. Se le preguntó que de dónde procedía tal 
cambio, ya que antes se mostraba tan triste y ahora tan afable y jovial. A esta pregunta ((463)) se mostró algo apurado para responder; y 
después, volviendo la vista a 
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un lado y a otro, como no queriendo que nadie le oyera empezó a decirme en voz baja: -Hasta ahora me daba miedo morir por temor a los 
juicios divinos. Me aterrorizaban. Mas ahora estoy tranquilo y nada temo por lo que, en confianza de amigo, te voy a decir. Mientras me 
sentía terriblemente agitado por temor al juicio de Dios, me pareció ser llevado en un instante a un valle grande y profundo, en el que lo 
desagradable del ambiente y la furia del viento rendían las fuerzas y el vigor de quien por allí acertase a pasar. En la mitad del valle, había 
un profundo abismo a modo de horno, del cual salían grandísimas llamaradas. De cuando en cuando veía almas, algunas de las cuales yo 
reconocí, que caían allí dentro y, al caer, se levantaban a lo alto globos inmensos de fuego y de humo... Espantado a tal vista, me puse a 
gritar, por miedo a caer en aquel espantoso abismo. Por eso me volví atrás para huir, y he aquí que una turba de monstruos de formas 
horribles y diversas intentaban empujarme hacia aquel abismo... Entonces, cada vez más aterrorizado, grité más fuerte sin saber lo que me 
hacía, y me santigüé. A la vista de la señal de la cruz aquellos monstruos intentaban inclinar la cabeza, pero no podían, y se retorcían 
apartándose de mí. Pero ni aún así podía huir y alejarme de aquel funesto lugar; hasta que al fin, vi una multitud de hombres armados, que 
a manera de fuertes soldados venían en mi socorro. Acometieron enérgicamente a los monstruos, de los cuales unos quedaron 
despedazados, otros tendidos en tierra, y otros huyeron precipitadamente. Libre ya del peligro, me puse a caminar por aquel espacioso 
valle, hasta llegar al pie de una alta montaña, a la cual no se podía subir más que por una escalera. Pero en todos los escalones de ésta 
había unas grandes serpientes, dispuestas a ((464)) devorar a quien intentara subir. Sin embargo no había más paso que aquél, y yo no me 
atrevía a avanzar por miedo a ser devorado por las serpientes. Allí, rendido por el cansancio y las angustias, privado de fuerzas, estaba a 
punto de desfallecer cuando una Señora, que yo creo era nuestra Madre común vestida espléndidamente, me tomó de la mano y me ayudó 
a ponerme de pie, diciéndome: -Ven conmigo. Has trabajado por mi honor y me has invocado muchas veces; es justo, pues, que ahora 
recibas la debida recompensa. Las comuniones que has hecho en mi honor merecen que salgas libre del peligro en que te ha puesto el 
enemigo de las almas. -Después, Ella me hizo señal de seguirla por aquella escalera. Apenas ponía Ella el pie en los escalones todas las 
serpientes volvían a otro lado su mortífera cabeza, y no se volvían hacia nosotros, sino cuando ya estábamos lejos de ellas. Al llegar a la 
cima de la escala, me encontré en un deliciosísimo jardín donde vi 
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cosas que nunca pude imaginarme que existieran. Cuando estuve a salvo, la providencial Señora añadió estas palabras: -Ahora ya estás a 
salvo. Mi escala es la que debe llevarte a la bienaventuranza. Animo, hijo mío, el tiempo es corto. Las flores, que adornan este jardín, las 
recogen los ángeles para ir tejiéndote una corona de gloria para colocarte entre mis hijos en el reino de los cielos-.Dicho esto desapareció. 
Estas cosas, terminó diciendo Comollo, dejaron tan satisfecho mi corazón y me proporcionaron una tranquilidad tan grande, que lejos de 
temer la muerte, deseo que venga cuanto antes, para poder unirme a los ángeles del cielo y cantar con ellos las alabanzas de mi Señor. 
Hasta aquí el enfermo. 

»Piense cada cual lo que quiera de esta narración, el hecho fue que si antes era grande su temor de presentarse a Dios, ahora manifestaba 
su deseo de que llegara aquel momento. Y no más tristeza y melancolía en su ((465)) rostro, sino que todo sonriente y jovial, quería estar 
siempre cantando salmos, himnos y alabanzas espirituales. 

»Aunque el estado de su enfermedad parecía haber mejorado bastante, con todo, al romper el alba, creí conveniente sugerirle que estaría 
muy bien recibiera aquel día los Santos Sacramentos, siendo como era la solemnidad de la Pascua. -íCon mucho gusto! contestó; no tengo 
nada que me remuerda la conciencia; pero, dado el estado en que me encuentro, me gustaría hablar un momento con mi confesor antes de 
recibir la santa comunión-. 

»Su comunión fue un espectáculo edificante y maravilloso. Terminada la 
confesión y hecha la preparación para recibir el Santo Viático, penetró en la habitación el director, que oficiaba de ministro, seguido de los 
seminaristas. No bien hubo aparecido, el enfermo se conmovió grandemente, cambió de color, mudó de aspecto y exclamó: -íOh qué 
hermosura! íqué hermoso panorama!... íMira cómo brilla ese sol! íQué de hermosas estrellas hacen corona! íCuántos están de rodillas 
adorándolo sin osar alzar la frente! íEa!, deja que vaya a arrodillarme junto a ellos a adorar también yo a ese sol nunca visto hasta ahora. 
-Mientras hablaba, intentaba incorporarse, y, a tirones, salir al encuentro del Santísimo Sacramento. Yo hacía fuerza para mantenerlo en el 
lecho, mientras me caían lágrimas de ternura y de estupor; y no acertaba a decir ni a responderle nada. El seguía luchando por alcanzar el 
Santo Viático; y hasta que lo recibió no quedó tranquilo. Después de comulgar estuvo algún tiempo inmóvil, enteramente concentrado en 
afectuosos sentimientos con el Señor. Al fin, se dejó llevar por nuevos transportes de alegría, pronunciando durante un buen rato 
fervorosas jaculatorias. 
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Finalmente, me llamó en voz baja y me rogó que no le hablara ya más que de cosas espirituales; ((466)) pues decía que eran demasiado 
preciosos los últimos momentos que le quedaban de vida, y debía emplearlos en dar gloria a su Dios; de modo que no respondía si le 
preguntaban de otras cosas. 

»Entretanto el enfermo, mostrando gran postración y con tendencia al sueño, se aletargó unos momentos. Los seminaristas habían ido a 
las sagradas funciones de la catedral. Después de un breve descanso, despertó y al verse solo conmigo me dijo así: -Ya ha llegado, querido 
amigo, el momento en que debemos separarnos por algún tiempo. Pensábamos ayudarnos en las vicisitudes de la vida, animarnos, 
aconsejarnos en todo lo que hubiera podido contribuir a nuestra eterna salvación. No estaba así escrito en los santos y siempre adorables 
designios del Señor. Tú me has ayudado siempre en las cosas espirituales, y también en los estudios; te doy las gracias. Que Dios te lo 
pague. Pero, antes de separarnos, escucha unos recuerdos de tu amigo. La amistad no supone tan sólo hacer lo que el amigo desea mientra 
vive, sino también lo que mutuamente se han prometido para después de la muerte. Por lo tanto, el pacto que hicimos con la más seria 
promesa de rezar el uno por el otro para que podamos salvarnos, quiero que no sólo se extienda hasta la muerte del uno o del otro, sino 
hasta la muerte de los dos: por consiguiente, promete y jura que rezarás por mí mientras duren tus días aquí abajo. -Aunque al oír aquellas 
palabras me sentía forzado a llorar, no obstante pude contener las lágrimas y prometí lo que pedía y de la manera que pedía. Después, me 
dio algunos consejos y terminó diciendo: -Una cosa todavía quiero encargarte, te lo ruego encarecidamente. Cuando vayas de paseo y 
pases junto al camposanto oirás decir a los compañeros: Aquí está enterrado nuestro compañero Comollo; tú entonces con prudencia dirás 
a cada uno, de mi parte, que recen por mí un padrenuestro y un réquiem. ((467)) De ese modo quedaré libre de las penas del purgatorio. 
Quisiera decirte muchas cosas todavía, pero el mal se agrava y me sofoca; recomiéndame a las oraciones de los amigos, ruega al Señor por 
mí; Dios te acompañe y te bendiga y ya nos veremos cuando El disponga-. 

»Al atardecer del día de Pascua quedó tan postrado, que apenas si podía articular y pronunciar palabra; fue asaltado por un nuevo y 
violento acceso de fiebre, acompañada de dolorosas convulsiones. A duras penas se podía dominarlo. Pero, aunque fuera de sí y agitado 
por el mal, apenas se le decía: Comollo, por quién hay que sufrir? él 
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volvía en sí enseguida, y jovial y sonriente respondía: -Por Jesús Crucificado-. 

»En semejante estado, sin proferir siquiera un lamento a causa de la intensidad del dolor, pasó la noche entera y casi todo el día 
siguiente. De cuando en cuando se ponía a cantar con voz perfectamente normal y tan entonada que se le hubiera creído en perfecta salud. 
Cantaba el Miserere, las Letanias de la Virgen, el Ave maris stella y cantos espirituales. Pero, dado que el cantar le fatigaba, se probó 
sugerirle alguna jaculatoria; de este modo dejaba el canto y recitaba lo que se le sugería. 

»A las siete de la tarde del día uno de abril, como empeorase a ojos vistas, el director espiritual estimó oportuno administrarle los Santos 
Oleos. El, que poco antes parecía agonizar, se reanimó completamente. Respondió a todas las oraciones y preces del ritual. Lo mismo 
sucedió a las once y media, cuando el señor canónigo Sebastián Mottura, al observar que un frío sudor iba cubriendo su pálido rostro, le 
impartió la bendición papal. 

»Después de administrarle todos los auxilios de nuestra santa religión, ya no parecía un enfermo, sino una persona que estaba ((468)) 
descansando en cama. Se mostraba completamente dueño de sí mismo, sosegado, tranquilo, muy alegre. No hacía más que musitar 
jaculatorias a Jesús Crucificado, a María Santísima y a los santos; tanto que el señor rector hubo de decir: -No necesita que le recomienden 
el alma; lo hace por sí mismo. -A media noche, con voz robusta entonó el Ave maris stella, y siguió hasta la última estrofa sin parar, 
aunque los compañeros le rogaban que no se cansara. Estaba tan absorto en sí mismo, y en su rostro se reflejaba un aspecto tal de paraíso 
que parecía un ángel. Preguntado por un compañero: -Qué es lo que más te consuela en este momento? -Haber hecho algo por amor de 
María y haber frecuentado la santa comunión, respondió. 

»A la una y media, después de ia medianoche del dos de abril, aunque conservaba su acostumbrada serenidad, de repente se le vio muy 
decaído, hasta el punto que parecía fallarle la respiración. Poco después se repuso un tanto, recogió todas las fuerzas que le restaban y, con 
voz entrecortada, con los ojos elevados al cielo, prorrumpió en tales actos de amor y confianza en María, que todos los presentes estaban 
conmovidos hasta las lágrimas. Al ver que el pulso le fallaba, me persuadí de que se acercaba el momento en que debía abandonar el 
mundo y los compañeros y así empecé a sugerirle cuanto se me ocurría en circunstancias de tanta trascendencia. El, muy atento a cuanto 
se le decía, con la sonrisa en los labios, conservando 
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su inalterable tranquilidad, con los ojos fijos en un crucifijo que sostenía entre sus manos, juntas sobre el pecho, se esforzaba en repetir las 
palabras que le sugería. Como unos diez minutos antes de expirar me llamó por mi nombre y: -Si quieres algo para la eternidad, me dijo... 
íadiós! yo me voy. Jesús y María, en vuestras manos pongo el alma mía. -Estas ((469)) fueron sus últimas palabras. Por la rigidez de los 
labios y la sequedad de la lengua ya no podía repetir las jaculatorias que se le sugerían, pero las recomponía y articulaba con los 
movimientos de los labios. 

»Dos diáconos, don Sassi y don Fiorito, que allí estaban presentes, le leyeron el ''Sal, alma cristiana...''. Cuando terminaron, en el 
momento en que se pronunciaban los santos nombres de Jesús y María, siempre con el rostro sereno y sonriente, dibujando una dulce 
sonrisa a manera de quien queda sorprendido a la vista de algo maravilloso y agradable, y sin hacer el menor movimiento, su hermosa 
alma se separó del cuerpo, volando, como piadosamente se espera, a descansar en la paz del Señor. Su feliz tránsito tuvo lugar a las dos de 
la mañana, antes de asomar la aurora del 2 de abril de 1839, a la edad de veintidós años, menos cinco días». 

«Aquella noche, contaba don Santiago Bosco, el seminarista Vercellino de Búlgaro, que dormía en un dormitorio distinto al del clérigo 
Bosco, se despertó de pronto y empezó a gritar: -Es Comollo, es Comollo. -Se despiertan todos, se vuelven hacia él, y le preguntan. 
Santiago Bosco, que era el viceprefecto del dormitorio, le manda callar, pero Vercellino seguía repitiendo: -íComollo ha muerto! -Los 
compañeros le decían que no era posible, porque la tarde anterior parecía muy mejorado. -Pues yo lo he visto. Comollo entró en el 
dormitorio y dijo: íAcabo de morir! y desapareció. Mientras él lo repetía y los otros trataban de convencerle de que lo había soñado, 
entraban en el dormitorio los diáconos Fiorito y Sassi, que habían sido encargados de asistir al enfermo aquella noche. 
-Cómo está Comollo?, le preguntaron todos. -Ha muerto, respondieron. -A qué hora? -insisten los otros. -Hará unos doce minutos. -Ya 
puede imaginarse el asombro que se apoderó de todos al oír estas palabras. íNo había sido una ilusión!» 
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((470)) 

CAPITULO LII 

ENTIERRO DE COMOLLO -SE APARECE A LOS SEMINARISTAS -JUAN DE VACACIONES -JORGE MOGLIA -CON EL 
TEOLOGO COMOLLO -CON DON JOSE CAFASSO -DOS FAUSTOS ACONTECIMIENTOS 

CUANDO se hizo de día y corrió la voz de la muerte de Comollo, los seminaristas quedaron sumidos en triste desolación. Pero todos, 
consolándose mutuamente se decían: A estas horas Comollo está en el paraíso y ruega por nosotros. A porfía se procuraban algún objeto 
que le hubiera pertenecido para conservarlo como recuerdo de un colega tan querido y venerado. El rector del seminario movido por las 
singulares circunstancias que acompañaron su muerte, no resignándose a que su cadáver fuera llevado al cementerio común, marchó a 
Turín, apenas amaneció; se presentó a las autoridades civiles y eclesiásticas, y obtuvo permiso para sepultarlo en la iglesia de San Felipe, 
contigua al propio seminario. Así que el día tres de abril, por la mañana, con la participación de todos los seminaristas, de todos los 
superiores, del canónigo párroco con su clero, y de un inmenso gentío, fue paseado procesionalmente el cadáver por la ciudad de Chieri, y 
después de un largo recorrido, fue conducido a la mencionada iglesia de San Felipe. Llegados allí, con música lúgubre y con pomposo 
aparato, el rector del seminario cantó ((471)) la misa praesente cadávere. Cuando terminó, el féretro fue depositado en una tumba que le 
había sido preparada junto al lugar donde la balaustrada del altar queda partida en dos; como si Jesús Sacramentado, al que Luis había 
demostrado tanto amor y con el que solía entretenerse tan a gusto, quisiera tenerlo también después de muerto. 

Apenas sepultado, Comollo se apareció otra vez, siendo testigos del hecho todos los seminaristas de un dormitorio. He aquí cómo don 
Bosco narra el portentoso suceso. «Dada la amistad e íntima confianza que mediaba entre mí y Comollo, solíamos hablar de lo 
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que nos podía suceder en cualquier momento, esto es, de nuestra separación cuando llegara la muerte. Un día, recordando lo que habíamos 
leído en algunas biografías de santos, decíamos, medio en broma medio en serio, que nos podría ser de gran consuelo, si el primero de los 
dos que fuera llamado a la eternidad, hiciera saber al otro en dónde se hallaba. Renovando a menudo esta conversación, nos prometimos 
recíprocamente rezar el uno por el otro y que el primero que muriera daría noticias de su salvación al compañero sobreviviente. No me 
daba yo cuenta de la importancia de una promesa tal, confieso que hubo en ello mucha ligereza, y jamás aconsejaría que otros lo hicieran; 
con todo, entre nosotros aquella sagrada promesa se tuvo siempre como algo serio que había que cumplir. A lo largo de la enfermedad de 
Comollo, se renovó varias veces el pacto, poniendo siempre la condición de, si Dios lo permitiese y fuera de su agrado. Las últimas 
palabras de Comollo y su última mirada me aseguraban que se cumpliría el pacto. 

»Algunos compañeros estaban en el secreto y deseaban verdaderamente que se verificara. Yo estaba con ansias, porque esperaba con 
ello un gran alivio en mi desconsuelo. ((472)) 

»Era la noche del tres al cuatro de abril, la noche siguiente al día de su entierro, y yo descansaba, juntamente con otros veinte alumnos 
del curso teológico en el dormitorio que da al patio por el lado de mediodía. Estaba en la cama, pero no dormía; pensaba precisamente en 
la promesa que nos habíamos hecho; y como si adivinara lo que iba a ocurrir, era presa de un miedo terrible. Cuando he aquí que, al filo 
de la medianoche, oyóse un sordo rumor en el fondo del corredor; rumor que se hacía más sensible, más sombrío, más agudo a medida que 
avanzaba. Semejaba el ruido de un gran carro con muchos caballos, o de un tren en marcha, o como del disparo de cañones. No sé 
expresarlo, sino diciendo que formaba un conjunto de ruidos tan violentos y daba un miedo tan grande que cortaba el habla a quien lo 
percibía. Al acercarse a la puerta del dormitorio, dejaba tras sí en sonora vibración las paredes, las bóvedas y el pavimento del corredor, 
hasta el punto de que parecía estar hecho todo con planchas de hierro, sacudidas por portentísimos brazos. No podía apreciarse a qué 
distancia avanzaba aquello; se producía una incertidumbre como la que deja una locomotora, cuyo punto de recorrido no se puede 
conocer, si se juzga solamente por el humo que se eleva por los aires. 

»Los seminaristas de aquel dormitorio se despiertan, mas ninguno puede articular palabra. Yo estaba petrificado por el miedo. El 
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ruido iba acercándose, cada vez más espantoso. Ya se le siente junto al dormitorio. Se abre la puerta, ella sola, con violencia. Sigue más 
fuerte el fragor sin que nada se vea, salvo una lucecita de varios colores que parece el regulador del sonido. De repente se hace silencio. 
Brilla la luz vivamente, y se oye con toda claridad la voz de Comollo, más débil que cuando vivía, que, por tres veces consecutivas, dice: 
-íBosco! íBosco! íBosco! íMe ha salvado! ((473)). 

»En aquel momento el dormitorio se iluminó más, se oyó de nuevo con mucha más violencia el rumor que había cesado, como un trueno 
que hundiera la casa, pero cesó enseguida y todo quedó a oscuras. Los compañeros, saltando de la cama, huyeron sin saber adónde; 
algunos se refugiaron en un rincón del dormitorio; otros se apretaron alrededor del prefecto del dormitorio, don José Fiorito, de Rívoli; y 
así pasaron el resto de la noche, esperando ansiosamente la luz del día. Todos habían oído el rumor. Algunos percibieron la voz, sin 
entender lo que decía. Se preguntaban unos a otros qué significaban aquel rumor y aquella voz, y yo, sentado en mi cama les decía que se 
tranquilizaran, asegurándoles que había oído claramente las palabras: -Me he salvado. -También algunos las habían oído, como yo, 
resonar sobre mi cabeza de modo que por mucho tiempo, se repitieron por el seminario. 

»Yo sufrí mucho; fue tal el terror que sentí, que hubiese preferido morir en aquellos momentos. Es la primera vez que recuerdo haber 
tenido miedo. Por todo ello contraje una enfermedad, que me llevó al borde del sepulcro; quedó tan mal parada mi salud, que no la 
recuperé hasta muchos años después. 

»Dios es onmipotente, Dios es misericordioso. Generalmente no atiende estos pactos; pero a veces en su infinita misericordia permite 
que se cumplan, como en el caso expuesto. No seré yo quien dé nunca a otros consejo semejante. Cuando se trata de poner en relación las 
cosas naturales con las sobrenaturales, la pobre humanidad sufre grandemente, en especial cuando son cosas no necesarias para nuestra 
eterna salvación. Ya estamos bastante ciertos de la existencia del alma, sin tener que buscar otras pruebas. Bástenos lo que nuestro señor 
Jesucristo nos ha revelado». ((474)). 

En 1884 don Bosco hacía imprimir la biografía de Comollo: vivían todavía algunos testigos de esta aparición; es más, los superiores del 
seminario y los compañeros que fueron testigos oculares habían leído y revisado las pruebas de imprenta de la primera edición, en la cual 
se mencionaba el hecho. Don José Fiorito lo narró muchas veces a los superiores del Oratorio. El suceso trascendió fuera 
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del seminario, y algunos oyeron hablar de él al campanero de la catedral, Domingo Pogliano, que afirmaba la verdad del hecho. 

Los sufrimientos que le ocasionaron la pérdida del amigo y el espanto que experimentó con aquella aparición, dieron al traste con su 
salud, ya debilitada por las largas veladas sobre los libros, y lo llevaron como él mismo dice, al borde del sepulcro. Un joven seminarista 
de espíritu inquieto y entonces irreflexivo, que no pertenecía al dormitorio de Juan, enojado al verlo siempre tan formal, se le acercaba con 
frecuencia repitiéndole: -íBosco, Bosco, Bosco: me he salvado! -Juan sentía renovársele una dolorosa herida; aquellas palabras burlonas 
sonaban mal en sus oídos, pero le sonreía, le amenazaba en broma con la mano y callaba. El mismo seminarista, que fue más tarde un 
santo y celosísimo sacerdote, contaba estas sus extravagancias, para darnos una idea de la paciencia y el dominio que Bosco tenía sobre su 
índole naturalmente fogosa. 

A fines de junio volvía Juan, todavía malucho, a santificar las vacaciones con su acostumbrado entusiasmo. Como quiera que los señore 
Moglia deseaban que su hijo Jorge se hiciera sacerdote, al pasar Juan por su granja se lo entregaron, para que lo llevara consigo a su casa 
de Susambrino y lo tuviese allí durante todo el tiempo de las vacaciones como un hermano. Juan le cedió su propio jergón para dormir y le 
dio clase cada día durante los tres meses ((475)). A Jorge se añadieron otros jovencitos, que iban desde Castelnuovo para que Juan les 
repasara el latín; y él, con las cinco liras que los padres de dos de ellos le daban, se proveía de ropa y calzado para el nuevo curso. 
Francisco Bertagna, después profesor y caballero1, asistió dos años a aquellas clases de otoño. De cuando en cuando Juan, como lo cuenta 
el mismo Jorge, llevaba a sus ocho o diez alumnos de paseo por diversos lugares. Un día se encaminaron todos juntos a casa de los Moglia 
para pasar un día alegre con el señor Luis. En el camino se encontraron con dos muchachos mal vestidos y Juan les pregunto: -Adónde 
váis? -En busca de pan, dijeron. Juan los miró conmovido y añadió: -Pues venid conmigo y encontraréis pan. -Y se los llevó consigo. Con 
este acto manifestaba su corazón generoso, el mismo que un día recogería bajo las alas de la inagotable Providencia de Dios a tantos 
jóvenes abandonados. Jorge hizo grandes porgresos aquel año y al siguietne, en la escuela de un maestro tan afectuoso; pero, al acabarse 
las vacaciones del segundo año declaró sinceramente a Juan que no se sentía inclinado a hacerse 

1 Título honorífico. (N. del T.) 
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sacerdote. -Bien, le dijo Juan; haz como quieras, en todos los estados puede uno salvarse, con tal que se viva como buen cristiano. Pero 
acuérdate de remediar siempre los males que veas en los demás, ten cuidado de que el corrompido no eche a perder al que se conserva 
sano, y trata de salvar las almas en el estado a que el Señor te destina con tu buen ejemplo y tus consejos. Opónte siempre a las malas 
conversaciones y las blasfemias y avisa a los deslenguados, especialmente si hay niños presentes, para que éstos no reciban escándalo-. 

No olvidaba Juan entretanto al párroco don Comollo e iba con frecuencia a Cinzano para consolarse mutuamente, repitiendo cuanto 
sabían de las ((476)) amables virtudes del sobrino y del amigo. Y empezaba Juan a compilar los primeros datos con la intención de 
hacerlos imprimir, para perpetuar la memoria de aquel joven angelical; y, al mismo tiempo, para secundar la invitación del venerado 
sacerdote, que tanto afecto le demostraba, dirigía a sus feligreses una plática en alguna de las fiestas. 

En medio de todas estas ocupaciones, a las que añadía el constante servicio a las funciones parroquiales, tenía también una agradable 
satisfacción visitando afectuosamente al querido don Cafasso, que iba por otoño a pasar algunas semanas en Castelnuovo para descansar 
de sus trabajos sacerdotales de la clase de moral, en el convictorio de San Francisco de Asís en Turín, que le había sido encomendada en 
1839. «Si ves un hombre prudente, madruga a seguirle: que gaste tu pie el umbral de su puerta»1. Y el umbral de aquella puerta bendita, lo 
mismo en Castelnuovo que en Turín, fue desgastado por los pies de nuestro Juan. El buen clérigo escuchaba con avidez las palabras del 
santo sacerdote, su bienhechor, cuyos sentimientos concordaban perfectamente con los suyos. No debermos también admitir que la alegría 
de don Cafasso por la canonización de San Alfonso María de Ligorio, que tuvo lugar aquel año, se transfundiría en el corazón de Juan? 
Esta apoteosis presentaba al episcopado un modelo de obediencia a al Santa Sede y hacía brillar con vivísma luz una antorcha de ciencia 
moral católica, que disipara las tinieblas desesperantes del jansenismo. El amor y la confianza en Dios, la unión con su Vicario en la tierra 
debían preparar a los fieles para la lucha del bien contra el mal, que sin tregua preparaba sus armas para destruir el orden religioso, moral 
y social ((477)). 

En efecto, el 1839 empezaron los congresos de los doctos en Pisa, 

1 Eclesiástico, VI, 36. 
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continuaron los años siguientes en Turín y Génova, y acabaron en Casale el 1847, promovidos por los jefes de la revolución, para reunirse 
sin llamar la atención de los defensores del orden. Mientras los sabios disputaban ingenuamente sobre ciencias, artes, y agricultura, los 
sectarios de las varias facciones confabulaban ocultamente entre sí, y preparaban los medios para proclamar la república en Italia en un 
futuro no lejano, empezando por echar abajo el trono del Pontífice1. Y los príncipes italianos engañados, que al menor susurro de las 
hojas paracían tener usurpaciones papales contra sus derchos cesáreos, protegían, alababan y ayudaban estso congresos. Solamente el Papa 
Gregorio XVI, que leía en el interior de las cosas más secretas, se demostró contrario a ellos y, como previendo el porvenir, ponía en 
guardia a los príncipes al aprobar el respeto que, desde tiempo inmemorial, tributaba el pueblo piamontés a los reyes Humberto y 
Bonifacio de Saboya. Estos se habían ganado la aureola inmortal de la Iglesia dando a Dios lo que es de Dios; el cual, como rey de reyes y 
Señor de los que dominan, ha transmitido por medio de Jesucristo para siempre a la Iglesia, esto es a su reino sobre la tierra, todos los 
pueblos en herencia y dominio2, ordenándole que los instruya, los bautice y los enseñe a cumplir todo lo que El ha mandado3. De modo 
que el príncipe cristiano está en la Iglesia, no sobre la Iglesia, a la cual debe respeto y obediencia en todo lo espiritual y moral y lo que 
forma su trabazón divina y humana. La Iglesia abraza todos los reinos, y los estados católicos están en la Iglesia presidida por el ((478)) 
Pontífice de Roma con plena autoridad. En el conflicto sobre las dos autoridades hay que obedecer a Dios antes que a los hombres4. 

Este fausto acontecimiento y su profundo significado fue celebrado por orden de monseñor Fransoni en la catedral de Turín, con un 
triduo de fiestas solemnísimas durante los días veintiocho, veintinueve y treinta de junio en honor de los Beatos de la Casa de Saboya. El 
magnánimo rey Carlos Alberto no desmerecía de sus abuelos: amaba a la Iglesia. Aunque aspiraba a ceñir la corona de Italia, aunque 
conocía y hasta solicitaba y aprobaba para su fin las malas artes de los liberales esparcidos por varios Estados y preparaba las armas para 
la guerra de la independencia, no entraba en sus planes inferir injuria alguna al Pontificado Romano. Había admitido 

1 PREDARI, I primi vagiti della Libertà in Piamonte, pág. 126. Milán, 1861. 

2 Salmo, II, 8. 

3 Mat., XXVIII, 18. 

4 Hechos Ap., V, 29. 
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y protegido en su Estado varias órdenes religiosas; quería que la educación de la juventud estuviera inspirada en principios católicos; 
manifestaba en toda ocasión su devoción por el Pontífice y la Santa Sede y, aquel mismo año, pedía y obtenía un Nuncio Apostólico para 
hacer más íntimas y directas sus comunicaciones con la Santa Sede. El primero que envió el Papa a Turín fue Vicente Massi, Arzobispo de 
Tesalónica. Cuando en 1840 el Consejo Supremo de Cerdeña solicitó suprimir los diezmos eclesiásticos en la isla y dotar al clero de otra 
forma de vida, él no quiso se tocara el asunto sin el beneplácito del Sumo Pontífice. En el 1841 recurría al Papa y estipulaba con él un 
convenio para restringir el privilegio del foro y la inmunidad personal de los eclesiásticos. Por ese convenio quedaba establecido que 
tocaba a los magistrados seglares juzgar los crímenes y a los eclesiásticos los delitos; en los casos de pena de muerte, tocaba al obispo 
examinar las actas del juicio y la ((479)) sentencia; donde hallase irregularidades y graves razones en favor del condenado, debía remitir la 
sentencia a una comisión de tres obispos del Estado: si éstos encontraban probada la culpa, se procedería, en el plazo de un mes, a la 
degradación del reo y a la ejecución de la sentencia. Su respeto a la Santa Sede ya lo había demostrado claramente al promulgar el código 
civil de 1837. Después de un prólogo en el que decía: que se había interesado en procurar a sus amados súbditos el beneficio de una 
legislación única y conforme a los principios de la santa religión católica y a las bases fundamentales de la monarquía, establecía: «Que la 
religión católica, apóstolica, romana era la única religión del Estado. Que el Rey se gloriaba de ser protector de la Iglesia y de promover la 
observancia de sus leyes en la materia que pertenece a su dominio... Que los magistrados supremos velarán para que se mantenga el mejor 
acuerdo entre la Iglesia y el Estado... Que los otros cultos existentes en el Estado estaban tan solo tolerados». Al publicar el 26 de octubre 
de 1839 el código penal, conminaba con la detención o la cárcel a quien estorbara, interrumpiera o impidiera violentamente las funciones 
sagradas lo mismo en las iglesias que fuera de ellas; al que injuriara a los ministros de la Religión en el ejercicio de sus funciones; al que 
blasfemase contra Dios, la Virgen y los Santos; a los que atacaran la Religión del Estado con doctrinas, discursos, escritos, libros e 
impresos. Confirmaba, además, las ordenanzas referentes a la observancia de los días festivos, y la condena a trabajos forzados para toda 
la vida, o para cierto tiempo, al que despedazara o destruyera vasos sagrados, reliquias o imágenes, en las iglesias, atrios, sacrístias 

o aún fuera de estos lugares, 
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con ocasión de funciones religiosas en público. Y a reclusión, cuando dichos ultrajes se hicieran en lugares no sagrados ((480)). El que 
profanare hostias consagradas o cometiera con ellas cualquier otro acto despectivo debía ser castigado con el último suplicio. Este celo del 
rey por el honor de Dios explica la cordial amistad que le unía al venerable Cottolengo, con el cual se complacía en entretenerse muchas 
veces en familiar conversación sobre la obra de la Pequeña Casa de la Divina Providencia. Y explica también el profundo afecto que, 
como veremos, le profesaba don Bosco que, como todo buen piamontés de aquellos tiempos, había aprendido en el seno de la familia a 
mirar su sagrada persona como el representante de Aquel por el cual reinan los príncipes. Y nos consta que ya entonces rezaba y siguió 
rezando y haciendo rezar en los años sucesivos por su soberano y por la familia real; no habría rechazado someterse a los mayores 
sacrificios, si el deber de súbdito fiel se los hubiera impuesto. Ante los doloros acontecimientos, que atormentaban su corazón sacerdotal, 
nunca oímos de sus labios una palabra hostil o irrespetuosa; su conducta fue siempre inspirado por las palabras de San Pedro: «Sed 
sumisos a toda institución humana, a causa del Señor: sea al rey como soberano, sea a los gobernantes, como enviados por él para castigo 
de los que obran el mal y alabanza de los que obran el bien» 1. 

1 I Pedro, 11, 13, 14. 
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((481)) 

CAPITULO LIII 

ENFERMEDAD MORTAL DE JUAN Y SU CURACION -RECIBE LAS ORDENES MENORES -CARTA DE SU ANTIGUO 
MAESTRO DON LACQUA -PREDICCION CUMPLIDA -POESIA PARA EL DIA ONOMASTICO DEL PARROCO -HERIDO POR 
UN RAYO -MONSEÑOR FRANSONI LE CONCEDE ADELANTAR UN CURSO TEOLOGICO -JUAN PREDICA EN VARIAS 
IGLESIAS -CARTA A UN ESTUDIANTE SUSPENDIDO EN LOS EXAMENES -RECIBE EL SUBDIACONADO 

AUNQUE el aire del pueblo natal no había influído en la debilitada salud de Juan, con todo, al empezar el curso 1839-40 volvía de nuevo 
a continuar sus estudios y a su cargo de sacristán en el seminario. Pero no hay que creer que su físico estuviera tan mal parado, y que ya 
no conservara el vigor que se le había augurado en el primer sueño: «Hazte robusto y fuerte». En efecto, una noche a la hora de recreo, 
después de haber contado, como de costumbre, algunos hechos edificantes para tener alegres a los compañeros empezó a describir las 
pruebas de agilidad en que se había ejercitado de muchacho y hasta el caso del desafío al saltimbanqui. A muchos seminaristas, que no 
habían estudiado en Chieri, les costaba creer lo que decía. Estaba entre ellos Giacomelli. Entonces Juan exclamó: -No queréis creerlo? 
íPues mirad! -Y, agarrando un sillón ((482)) de madera pesadísimo, lo levantó con un solo brazo, hizo con él varios juegos, se lo puso 
apoyado en el mentón por una sola pata sosteniéndolo así por algún tiempo, y fue caminando por la habitación. Giacomelli, que es quien 
nos lo contó, mirábale asombrado, admirando su habilidad y su fuerza muscular y exclamó: -íAhora empiezo a creer! -Sin embargo, la 
salud de Juan empeoraba. Llevaba ya un año entero de mal en peor, al fin cayó en cama. Le repugnaba toda suerte de comidas, le 
atormentaba un insomnio pertinaz, y los médicos lo desahuciaron. Hacía ya un mes que guardaba cama. Su madre, que no sabía nada de la 
desesperada 
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situación del hijo, llegó un día a visitarlo con una botella de vino generoso y un pan de maíz. Lleváronla a la enfermería y enseguida se dio 
ella cuenta de la gravedad del caso. Al marchar quería llevarse aquel pan tan pesado para el estómago; pero tanto le rogó Juan se lo dejara, 
que, al fin, con alguna dificultad satisfizo su gusto. Cuando qeudó solo, se dejó llevar por el ansia de comer aquel pan y beber aquel vino. 
Empezó por tomar un pequeño bocado, lo masticó bien y le pareció sabrosísimo. Cortó después una rebanada, luego otra y, sin más 
pensar, acabó por comérselo todo, acompañándolo con sorbos de vino generoso. Después se quedó dormido, con un sueño tan profundo, 
que no despertó en dos días y una noche intermedia. Los superiores del seminario creyeron que aquel sueño era un sopor precursor de la 
muerte; pero resultó que, al despertar, estaba curado. Sin embargo le quedaron todavía algunos restos de esta enfermedad, que, tras varias 
vicisitudes y una terrible recaída, sólo desaparecieron por completo más tarde, cuando estuvo en el Refugio de Turín. 

Durante el año tuvo que volver a su casa varias veces para intentar restablecerse; pero su constancia, mejor aún, su aplicada obstinación 
al estudio de la teología le ((483)) mereció recibir la tonsura y las cuatro órdenes menores el día 25 de marzo de 1840, domingo Laetare, 
en la iglesia arzobispal de Turín. 

Durante estso años no interrumpió Juan de ningún modo las relaciones con su antiguo maestro de Capriglio, al que profesaba gran 
veneración. He aquí, entre otras, una carta que aquel buen maestro, que se había tomado tanto empeño por infundir en su alumno sólidos 
principios de devoción, le escribía: 

Ponzano, a 5 de mayo de 1840 

Muy querido y laudable amigo: 

Aunque habéis tardado en escribirme más tiempo del que os parecía conveniente a la amistad que nos une, vuestra atenta y larga carta, 
que me llegó hace pocos días, con los inauditos sucesos, ha suplido con creces la tardanza; aunque ninguna dilación merece reproche en 
aquello que no es necesario hacer o dejar de hacer. En cuanto a mí, me excuso diciendo que al escribir, según mi opinión, no es deber de 
amistad, sino cuando interesa al uno o al otro que se escriba, y en este caso yo no fallaré nunca. Vuestro bienestar y vuestros consuelos me 
alegran a mí y a vuestra muy querida tía. Dios nuestro Señor os conceda la gracia de llegar muy pronto a ser un digno ministro de su 
Iglesia, como me lo hace esperar vuestra prudente y ejemplar conducta. 
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Este pueblo, falto de todas las comodidades necesarias para la vida humana, es parecido al de Capriglio. Aquí vivo como si ((484)) 
estuviera en plena soledad, la cual por otra parte, ha sido siempre mi Raquel. No estoy todavía en mi centro, y si el Señor me concede la 
gracia de prolongarme la vida un poco más, quiero dar un generoso puntapié al mundo y sepultarme vivo en un convento. Cuando llegue 
el tiempo de venir a verme, acordaos de traerme los tres pequeños volúmenes de la sagrada Biblia. Hacedme el favor de devolver al señor 
José Scaglia y a su queridísima familia, de quienes las circunstancias o mejor dicho, la divina Providencia, me han alejado demasiado, los 
saludos que de su parte me mandáis. Mariana sigue bien según su costumbre, sicut in quantum; os saluda conmigo cordialmente. Cuidad 
vuestra salud y creedme siempre. 

Vuestro buen amigo 

JOSE LACQUA, presbítero 

El buen sacerdote manifiesta a Juan en esta carta su deseo de hacerse religioso; lo que hace pensar que Juan aprendiera de él el 
desprecio, tantas veces manifestado de las riquezas mundanas, y que tal vez también recibiera del mismo cuando era un chiquillo, la 
primera idea de consagrase a Dios en una congregación. Deducimos también de esta carta que Juan continuaba sus estudios de la Biblia, 
de la cual acumulaba en su memoria tesoros inmensos que le ayudaron admirablemente en su benéfica misión. 

Faltaban todavía algunos meses para terminar el curso escolar, cuando un día llegó al seminario el joven Jorge Moglia, enviado por su 
padre para invitar a Juan a ser padrino del último hijo recién nacido. Sería madrina la misma hija de Moglia, la cual no quería aceptar 
((485)) porque tenía vergüenza de aparecer en la iglesia junto a un eclesiástico; y sólo cedía ante el imperioso mandato del padre. Juan fue 
allá; pero al llegar a la parroquia y saber por el señor Moglia que la madrina sería su propia hija, Juan respondió: -No hace falta; he traído 
yo la madrina de Chieri. -Entonces puedo decir a mi hija que se retire? dijo Moglia. -íSí, dígaselo! -Y la hija, que había ido de mala gana 
se retiró. -Y entonces, quién hará de madrina?, insistió Moglia. -La Virgen y la Iglesia, dijo Juan: ellos bastan. 

Y al recién nacido se le impuso el nombre de Juan. 

Después del bautismo y de una pequeña refección, el seminarista Bosco, antes de marcharse de la granja Moglia, subió a visitar a la 
señora Dorotea para saludarla. Se lamentó ella porque se sentía agotada 
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de fuerzas y expresó su temor de no volver a recuperar la salud. Juan le dijo: -Anímese y esté alegre; usted llegará a los noventa años. -La 
enferma, en efecto, curó y puso toda su confianza en la promesa de Juan Bosco; de modo que, cuando algunas veces se vio acometida por 
enfermedades aún graves, no quiso nunca tomar los remedios prescritos por el médico, diciendo: -Don Bosco me aseguró que viviré hasta 
los noventa años. -Sobrevivió al mismo don Bosco, todos los días se encomendaba a él, segura de que la atendería desde el cielo, y murió 
a los noventa y un años con el retrato del hombre de Dios, a quien ella había hecho tantos beneficios, sobre el pecho. 

Era un gran consuelo, para los bienhechores de Juan, el pensamiento de que ayudándole, cooperan a los designios de Dios; pero era 
mucho mayor la satisfacción de estar seguros de que Juan correspondía con un afecto imperecedero. Entre estos bienhechores no era el 
último en darse cuenta de ese afecto el teólogo Cinzano; pues Juan no dejaba pasar ocasión para mostrar su amor filial a su párroco ((486) 
que le quería con predilección y le prodigaba paternales cuidados. Le escribía con frecuencia desde Chieri cartas afectuosísimas, y no 
dejaba de expresarle sus augurios en las ocasiones más importantes del año. Don Cinzano conservaba cuidadosamente todas estas cartas 
que Juan le envió siendo estudiante, seminarista y sacerdote. Al morir el buen sacerdote en 1870, el que revisó su archivo, por las prisas e 
inadvertencia echó también al fuego esta correspondencia con otros papeles inútiles: ya demasiado tarde se lamentó de que muchos de los 
papeles quemados llevaban la firma de Juan Bosco. Sólo nos queda una poesía por él escrita este año, con ocasión del día onomástico de 
su párroco. Tanto ésta, como las demás composiciones poéticas suyas hechas para varias circunstancias, no son despreciables; aunque 
rompa la rima al final de las estrofas y algunos versos hagan pensar en un hombre que tiene prisa para no perder el tiempo preciosísimo, se 
ve en ellas un gran corazón que quiere mostrar su afecto y estima a sus bienhechores y amigos1. 

En el día onomástico
del Ilustrísimo y Muy Reverendo Señor
teólogo Antonio Cinzano
Cura Párroco de Castelnuovo.


1 Como es natural, la traducción literal de los versos carece del encanto original. (N. del T.) 
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-HIMNO-

Era la hora en que el sueño restaura 
Los trabajos y afanes del día, 
Que el mortal ha olvidado y ansía 
Más alegre jornada alcanzar. 

Yo también en el lecho dormía; 
Un sonido jamás percibido. 
Me despierta, y ante mí estaba erguido 
Quien mi vista jamás contempló ((487)). 

Blanco lino su cuerpo vestía; 
En su izquierda guirnalda preciosa, 
De las flores esencia olorosa 
Me causaba un inmenso estupor. 

Empuñando una espada de fuego 
En la diestra, se acerca fulgente: 
Parecía Dios Omnipotente, 
Pero no; era el que así se expresó: 

-Soy uno de los siete Querubes 
Que al gran Dios rinden gloria y corona, 
Del cual nada a los hombres se dona 
Sin que todo se anuncie por mí, 

Y soy yo quien del triste la angustia 
Al Supremo Hacedor manifiesto, 
Y el dolor aliviando funesto 
Llevo paz donde guerra imperó. 

Soy yo quien a la prole de Adán 
Sumergida en sombras de muerte, 
Salvación anuncié; feliz suerte 
Que por siglos en vano buscó. 

Esta espada es el arma potente
Que quebranta a Satán y su intriga,
Que el mortal verse libre consiga
Y el sendero seguro seguir.


La guirnalda que ves, es el precio 
Que al que vence el Eterno prepara 
Si hasta el fin en la lid continuara 
Con mi ayuda y santo valor. 

Entre aquellos que fieles valientes 
Mi bandera al amparo, lucharon, 
Y que invictos doquier se mostraron 
Está Antonio, tu gran bienhechor. 

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El pastor de la grey que por Cristo
Todo afán le dedica amoroso,
Y peligros afronta animoso
Por ovejas perdidas salvar.


Ved aquí este libro dorado:
Sus hazañas en él van escritas,
Y son tantas que mil margaritas
Pueden bellas su frente adornar ((488))
.


Con lo dicho, Cinzano, mostraba
Ante mí tu querida figura,
Y a la par la gran dicha segura
Que a tu celo el buen Dios preparó.


Con respeto yo entonces me vuelvo
Y le digo: sé siempre su amparo
Mientras viva, y fuerte reparo
En la lucha con Satán infiel.


De manera que logra victoria
Hasta el punto de plácida muerte,
Y después sempiterna la suerte
Celestial le corone feliz.


Más quería decir; pero un gesto
De entender y cumplir me expresaba:
Una nube lo envuelve; brillaba
Un instante; después no se vio.


Muestra de respetuoso obsequio 

13 de junio de 1840 

JUAN BOSCO, seminarista 

Dos acontecimientos por distinta razón memorables, señalaban a Juan el final de este curso. El mismo los dejó escritos. «Al término de 
este curso poco faltó para que perdiera la vida. Estaba todavía en el seminario de Chieri. Era el último día en que los seminaristas debían 
salir para sus casas. Llovía y estaba yo a la ventana observando el cielo amenazador. Cuando he aquí que, con inmenso estruendo, cae un 
rayo sobre el antepecho de la ventana en la que yo estaba apoyado. Saltaron los ladrillos lanzados contra mi vientre y me echaron por 
tierra, donde caí sin sentido en medio del dormitorio. Acudieron los compañeros y me creyeron muerto, me acostaron, me lavaron la car, 
volví en mí, sonreí y salté fuera de la cama. ((489)) 

»Después de aquel curso me vino la idea de intentar lo que entonces era permitido rara vez: adelantar un curso durante el verano. 

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Un día, hablando con el teólogo Cinzano, se lo dije en confianza, y él aprobó mi proyecto con alegría. A tal fin, sin decir nada a nadie, me 
presenté yo solo al arzobispo Fransoni, y le pedí me dejara estudiar los tratados correspondientes al cuarto curso durante el verano, para 
así dar por acabado en quinquenio de teología en el curso escolar siguiente 1840-41. Aducía mi avanzada edad de veinticuatro años 
cumplidos. El santo prelado me acogió con mucha bondad y, visto el éxito de los exámenes hasta entonces sufridos en el seminario, me 
concedió el favor implorado, a condición de que me presentase a examen de todos los tratados correspondientes al curso que yo deseaba 
adelantar, a saber el De Poenitentia de Alasia, y el De Eucharistia de Cazzaniga. El teólogo Cinzano, vicario foráneo de mi parroquia fue 
el encargado de llevar a cabo la voluntad del superior. Estudiando, logré terminar en dos meses los tratados prescritos». 

Entretanto seguía dando repasos o clase de latín a los muchachos, entre los cuales tuvo el honor de contar aquellas vacaciones al 
jovencito Juan Bautista Bertagna, que sería más tarde el esclarecido teólogo, maestro de moral en el colegio eclesiástico de San Francisco 
de Asís, Obispo titular de Carfanaún y Auxiliar del cardenal Alimonda, arzobispo de Turín. 

Tampoco dejaba la predicación. El veintiséis de julio predicaba el panegírico de santa Ana en Aramengo y en nuestro archivos 
conservamos el precioso manuscrito. Después, el veinticuatro de agosto tuvo que encargarse, casi de improviso, del panegírico de San 
Bartolomé, en el mismo Castelnuovo. Estaba la víspera por la tarde en el jardín de la casa parroquial, acompañando a don Rópolo teniente 
cura y a otro sacerdote ((490)), que jugaban a las bochas. Estaba él apoyado contra una pared del patio con los brazos cruzados y absorto 
en sus pensamientos. En esto que entra el párroco don Cinzano diciendo haber recibido una carta del predicador, que debía llegar al día 
siguiente para el panegírico de San Bartolomé de la Cofradia de Castelnuovo, el cual no podía acudir no sé por qué asunto o enfermedad 
y, por tanto que le tocaba a don Rópolo hacer el panegírico del santo apóstol. Don Rópolo se echó atrás diciendo: -No puedo prepararme 
de hoy para mañana; si se tratase de explicar el evangelio, lo podría hacer; pero un panegírico es harina de otro costal. -Tampoco el otro 
sacerdote aceptó la invitación. Don Cinzano quedó un tanto pensativo y dudoso, pensando tal vez en Juan que debía presentarse muy 
pronto a examen; pero, al fin, rompiendo el silencio, dijo a Juan: -Entonces, hazlo tú. -Este, saliendo de su meditación, respondió 
sonriendo: -Si no hay otro, estoy paratus ad omnia: haré 
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la prueba. -Su panegírico admiró a todos, particularmente al clero. Sus compañeros seminaristas repetían: -íEl, nos deja a todos tamañitos! 
-Y Juan Filippello, que tuvo la satisfacción de oírlo, repetía cuarenta y ocho años más tarde que aquel sermón le quedó grabado para 
siempre. Así nos lo atestiguaba también el mismo don Rópolo. 

Aunque seguía entretanto reuniendo los domingos a los niños de los campesinos y constituía su mayor alegría al estar con ellos, parece 
que, además de las amistades contraídas con personas distinguidas de Castelnuovo y de Chieri, sostenía también relación con algunas 
familias nobles que habitaban en los castillos de los pueblos circunvecinos. Y digo parece, porque en sus memorias no hay rastro alguno 
de ello. Sin embargo, en la cabecera del manuscrito que preparaba para la biografía de Comollo aparece esta frase: «Rasgos históricos del 
clérigo Luis Comollo ((491)), seminarista de Chieri, dedicados al joven Luis Larissé, conde heredero». Nos convence de ello, además, el 
siguiente borrador de una carta dirigida a cierto joven, que tiene maestro en su propia casa, circunstancia que indica la posición social del 
destinatario de la carta de Juan. El le reprende por el tiempo perdido y le amonesta para que lo remedie con una conducta más seria y 
diligente en adelante. 

Castelnuovo 28 de agosto de 1840 

Siento inmensamente, mi querido amigo, no hayáis podido satisfacer vuestros deseos y secundar las esperanzas de vuestro padres. Pero 
si tratáis vos mismo de buscar la raíz verdadera, hallaréis que la culpa es vuestra. Porque si hubierais estudiado lo que en clase y en casa 
os enseñaba cotidianamente vuestro diligentísimo maestro, no tendríais ahora que ver a vuestros compañeros ser admitidos para el curso 
superior y escuchar una vergonzosa negativa para vos. No sé si es mejor estar de vacación todo el año y no ser aprobado como los demás 
compañeros, o estudiar todo lo que se pueda y así pasar honrosamente a la clase superior. Pero si yo debiera aconsejar a alguien una de 
estas dos determinaciones, le exhortaría a no esperara que los superiores sean indulgentes, sino más bien a considerarlos como rigurosos y 
aún rigurosísimos, y obrar en consecuencia, de modo que al fin del año se consiga pasar por mérito propio y no por la bondad de los 
profesores. Pero como muchos piensan de otra manera, sucede que, aunque no lo quieran, deberán arrepentirse del tiempo perdido, 
precisamente cuando con vergüenza se verán obligados a llevarse un chasco. Así que tranquilizaos y procurad remediar lo mal hecho, 
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aplicándoos ((492)) con toda seriedad el próximo curso a las enseñanzas que os impartirá vuestro profesor, y entonces me tendréis, como 

ahora me profeso ser vuestro, afectísimo. 

Intimo amigo 

JUAN BOSCO 

Así, pues, el círculo de la benéfica influencia que Juan ejercía en la sociedad, iba ensanchándose cada vez más, al paso que se acercaba 
al cumplimiento de sus deseos ocupando en la Iglesia el puesto a que la divina Providencia le había destinado. Por tanto seguía sus 
estudios, bajo la dirección del teólogo Cinzano, con tanta diligencia que llegaba a cansar a su buen maestro obligándole a tomarle las 
lecciones. Leía diariamente veinte páginas de los autores señalados, y de tal manera le quedaban impresas en la memoria, que no las 
olvidaba. Así, en efecto, nos lo escribía y después nos lo contaba de palabra el propio don Febbraro, cura de Orbassano, natural de 
Castelnuovo y seminarista aquel año: «El clérigo Juan Bosco hizo sólo cuatro años de teología, por su edad algo avanzada, y sobre todo 
por su disposición para las materias teológicas. Yo asistí al examen que rindió para pasar al quinto curso. El vicario, que era el examinado 
delegado por el Arzobispo, al ver cómo Juan respondía a la letra a sus múltiples preguntas y objeciones, lleno de admiración y de 
entusiasmo, aunque ya conocía su valer, nos llamó a nosotros, seminaristas, para que fuéramos testigos de tan gran prodigio y así continuó 
el maravilloso examen en nuestra presencia». 

Acercándose ya septiembre, Juan recibió aviso de los superiores del seminario para prepararse a recibir la sagrada orden mayor del 
subdiaconado. He aquí cómo él mismo describe en sus memorias este importantísimo y decisivo acontecimiento de su vida: ((493)) 
«Como quiera que la parte de los bienes heredados de mi padre, no bastaban para constituir el patrimoniio eclesiástico requerido, mi 
hermano José me concedió lo poco que él poseía. Por las cuatro témporas de otoño, fui admitido al subdiaconado. Ahora que sé las 
virtudes que se requieren para este importantísimo paso, estoy convencido de que yo no estaba lo suficientemente preparado; pero no 
teniendo quien se cuidase directamente de mi vocación, me aconsejé con don Cafasso, el cual me dijo que siguiera adelante y fiase en su 
palabra. Durante los diez días de los ejercicios espirituales, cumplidos en la casa de la Misión, de Turín, hice confesión general, para que 
el confesor pudiese tener una idea clara de mi conciencia y me 
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diera consejos a propósito. Deseaba terminar mis estudios, pero temblaba al pensar que me ataba para toda la vida; por eso no quise tomar 
una decisión definitiva, sin antes contar con el pleno consentimiento del confesor. Desde entonces me empeñé en practicar el consejo del 
teólogo Borel: ''Con el recogimiento y la frecuente comunión, la vocación se conserva y se perfecciona''». 

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((494)
)


CAPITULO LIV


JUAN VA A AVIGLIANA Y PREDICA LA FIESTA DEL SANTO ROSARIO -VISITA EL MONASTERIO DE SAN MIGUEL 
-ROMANTICA EXCURSION A COAZZE -FIESTA EN BARDELLA Y LA MUJER ENTERRADA VIVA -AGRADECIMIENTO DE 
JUAN A LA FAMILIA MOGLIA 

DURANTE estas vacaciones el novel subdiácono Juan Bosco se comprometió a predicar la fiesta del Santo Rosario en Avigliana, patria 
de su amigo Giacomelli. A tal efecto fue él mismo a Castelnuovo a primeros de octubre a buscarle con la intención, además, de 
proporcionarle una larga excursión digna de recuerdo. Antes de salir de Castelnuovo fue Juan a saludar a don Cinzano; éste le despidió 
con una frase, que solía repetir al oírle predicar y ver su disposición para el sagrado ministerio y su incansable actividad: In omnem terram 
exivit sonus eorum et in fines orbis terrae verba eorum. 1 (Por toda la tierra se adivinan los rasgos, y sus giros hasta el fin del mundo.) 

Como Juan sufría muchísimo con el movimiento del coche, hizo todo el viaje a pie. Se dirigieron primeramente a Chivasso y allí 
pernoctaron. Al llegar a Turín compraron unas castañas y pan para tomar fuerzas y, después de ((495)) cumplir algunos encargos, llegaron 
en la misma jornada a Avigliana. 

Durante toda la mañana de la fiesta del Rosario, Juan, sin preocuparse de lo que había de decir en el púlpito, se entretuvo con unos y con 
otros de los sacerdotes invitados. Giacomelli andaba preocupado por el amigo y, de vez en cuando, se acercaba a él y le decía en voz baja: 
-»Y el sermón? -Hay tiempo, respondía Juan; el cual, aún después de la comida siguió conversando, especialmente con el párroco don 
Pautasso, que, encantado de su erudición, le dijo: -íMe parece que usted tiene que hacer todavía mirabilia! -Cuando Juan subió al púlpito, 
Giacomelli se retiró temblando a la sacristía, 

1 Salmo, XIX, 5. 
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pues no quería presenciar el fracaso oratorio del amigo. Pero pronto cobró ánimo, al oír la expedita exposición, el orden y la fuerza de los 
argumentos del orador. Cuando Juan bajó del púlpito, don Pautasso se le acercó y le dijo: -Mirabilia fecit-. 

Terminada la fiesta del Rosario, los dos amigos se dirigieron al Monasterio de San Miguel, que se eleva sobre el monte Pirchiriano, a 
877 metros de altura, y desde cuya cima se divisa de un sólo golpe todo el valle de los Alpes Cotios y casi todo el Piamonte. Por 
invitación del rey Carlos Alberto y con aprobación del papa Gregorio XVI se había establecido allí, en 1836, un buen número de padres 
del Instituto de la Caridad, fundado en 1831, en odossola, por el célebre Antonio Rosmini y aprobado después por la Santa Sede en 1839. 
Estos buenos religiosos, atendían al culto de la antigua iglesia y predicaban con celo apostólico por las parroquias del valle de Susa y de 
los confines de Turín. Giacomelli llevó a su amigo a visitar los restos colosales de la magnífica Abadía de los Benedictinos, el majestuoso 
templo gótico y las tumbas de algunos antiguos príncipes de Saboya. Fueron recibidos con toda cortesía por aquellos buenos padres; y 
entre ellos y ((496)) Juan se estableció una relación, que jamás se rompería. El padre Flecchia, todavía joven, que vivió hasta más allá de 
los noventa años y los otros padres fueron siempre fervorosos amigos de don Bosco y de sus obras. La divina Providencia le había 
encaminado hasta allí, como veremos, para que tuviera ocasión de estudiar una nueva forma del voto de pobreza, con la que dejar exenta 
de las leyes de confiscación a la Congregación Salesiana, que más adelante había de fundar. Parece que algo así brilló ya entonces en su 
mente, como él mismo varias veces nos lo manifestó. 
Tal vez tuvo la misma intuición de San Pablo de la Cruz, que, al parecer, previó el saqueo de los bienes eclesiásticos que la revolución 
tenía preparado. 

Bosco y Giacomelli, al bajar de aquella altura, tomaron el camino de Coazze, situado en medio de los Alpes y donde era párroco don 
Peretti, primo de Giacomelli. Los dos seminaristas iban tan desfigurados con el sudor, el polvo y el cansancio, que los chicos de las aldeas 
por donde pasaban, huían amedrentados. Llegaron a Coazze a las diez de la noche, sin poder tenerse en pie. Reinaba en el pueblo el más 
profundo silencio y las puertas y ventanas de la casa parroquial estaban cerradas. Tiraron de la campanilla. Nadie respondía. Repitieron la 
llamada, y después de una larga espera, abrióse una ventana, oyéronse unas palabras sin ver a nadie, y volvió a cerrarse. Entretanto el aire 
de la montaña empezaba a secar el sudor de su 
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cuerpo y por los escalofríos daban diente con diente. Una hora entera llevaban parados ante aquella puerta, a la que seguían llamando de 
cuando en cuando. Finalmente se abrió de nuevo la ventana, y al aparecer una cabeza que se asomaba con precaución, Giacomelli se 
apresuró a gritar: -íSoy yo, Giacomelli; el primo del párroco!-((497)). 

-»Pero es usted?, dijo la criada con voz de quien está medio dormido.
-íSí, soy yo! »No me conoce?
-»Y ese otro?
-íEs un amigo mío!
-Y »cómo vienen a estas horas?
-Porque no hemos podido llegar antes... pero baje a abrirnos, por favor; estamos sudados... podemos caer enfermos.
-Bajo... pero »por qué venir tan tarde?..., seguía refunfuñando la criada mientras se retiraba.
Permanecieron todavía algunos minutos en aquella desagradable situación; y al fin se oyó el rumor de las zapatillas del párroco, que sólo


entonces se había despertado, y asomándose con el gorro blanco de dormir y después de exclamar: -íAh! »eres tú? -dijo a la criada todavía 
perpleja: -Ve a abrir-. 

Subieron los dos seminaristas. El párroco encendió la luz, los hizo sentar y empezó una conversación, que duró un rato. Giacomelli 
respondió a varias preguntas; pero, empapado de sudor como estaba, preguntó al primo si no podía encender un poco el fuego para 
secarse. -Con mucho gusto..., respondió el párroco-, y dio orden a la criada para llevar dos haces de leña. Obedeció la criada; encendió una 
buena fogata y los dos viajeros se acercaron a la chimenea. Esperaban ellos que los invitaran a cenar, pero el párroco seguía hablando y 
bostezando, y la criada sentada en un rincón de la sala cabezeando hasta que se quedó tranquilamente dormida. Entonces Juan, sonriendo, 
dirigió una mirada al amigo: no habían tomado alimento desde mediodía. El otro entendió y, cortando la conversación, dijo al párroco: 
-Primo, »tendríais un poco de pan para apagar el hambre?

-»Cómo? »No habéis cenado todavía a estas horas? ((498)
)
-Comprende que, por el camino, no hemos encontrado más que piedra.
-Podías haberlo dicho antes; ...a mí no se me había ocurrido..
.


Perdonad. íEh Magdalena!; prepare algo para cenar. 
Se despertó la criada y perezosamente se acercó al hornillo. 
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Como Dios quiso, preparó la cena, cenaron y luego fueron a acostarse. Había dos camas en la misma habitación, pero sólo con sábanas y 
colcha. Los dos compañeros se acostaron; el aire de la montaña en aquella estación no era, por cierto, templado. El frío no les dejaba 
dormir, de modo que al cabo de un rato preguntó el uno al otro: -»Duermes? -Y el otro respondió: -»Estás despierto? -»Hace calor? 
-»Hace frío? -íDuerme, si puedes! -íDescansa, sí eres capaz! -Y llegaron las carcajadas. El párroco que oyó el diálogo, se levantó, tomó 
unas mantas y se las echó encima. Tan sólo al amanecer empezaron a entrar en calor y conciliar el sueño. 

Don Bosco contó muchas veces a sus jóvenes esta famosa excursión, amenizando la narración; pero calló una circunstancia que nos fue 
descubierta por su amigo don Giacomelli; a saber, que los dos párrocos, en cuya casa se alojó, al oírle hablar con tanta precisión, sensatez 
y erudición, acabaron diciendo: -Este seminarista llegará a ser algo grande, algo extraordinario. 

No nos parece fuera de propósito añadir que don Bosco, tanto entonces como después, en las muchas casas donde hubo de hospedarse, 
nunca manifestó descontento, pretensiones o disgusto. Para él todo estaba bien. Descortesías, olvidos, imprevistos, descuidos, 
incomodidades, habitaciones calurosas en verano o sin calefacción en lo más crudo del invierno, tardanza en preparar la comida, alimentos 
que no convenían a su estómago, conversaciones hasta muy tarde estando cargado de sueño, todo lo recibía bien, sin manifestar jamás 
hastío o impaciencia ((499)) o dejar escapar una palabra de queja. Siempre del mismo talante, no desaparecía de sus labios la sonrisa 
afectuosa, que manifestaba su completa satisfacción, igual que solía hacer cuando era recibido por sus bienhechores y amigos con 
exquisitas atenciones y larguezas. Atribuía siempre a caridad cristiana cuanto por él se hacía y su conversación, siempre amena y con un 
fin espiritual, sus cordiales palabras de agradecimiento y las promesas de oraciones, mantenían vivo en sus huéspedes el deseo de recibirlo 
otras veces. 

A la vuelta de esta excursión le tocó a Juan ir a Bardella, con su párroco, para prestar el servicio de subdiácono en aquella iglesia el día 
de la fiesta. Había además aquel año un banquete nupcial, al que asistieron el párroco y el prioste de la fiesta; pero Juan, fiel a su 
propósito, se volvió a casa. Terminado el banquete, con el desorden y alboroto de costumbre, fue invitado el párroco a ir a casa del prioste 
Allí fue, mas he aquí que sufrió un síncope la esposa, y se cambió en luto la alegría general. Se prestaron todos los auxilios posibles, pero 
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al fin hubo que decir: -íHa muerto! -Cuarenta y ocho horas después pusiéronla en el ataúd y la condujeron a la iglesia parroquial. Se cantó 
el funeral, el cortejo fúnebre se encaminó al cementerio. Ya cerca del cancel, uno de los que llevaban la caja mortuoria dijo al párroco: 
-íParece que la difunta da golpes en la caja! -Cuando usted esté muerto no podrá tomarse esa diversión, le respondió el párroco. Todos se 
echaron a reír, creyendo que era una ilusión. Se puso el ataúd en medio de la capilla de San Roque y se entonaron las últimas exequias. 
Salió la gente del cementerio. Al acercar el sepulturero la caja junto a la fosa, también él oyó unos golpes bien marcados en el interior. 
Aterrorizado, toma un hierro para hacer saltar la tapa; pero, de pronto, se detiene ((500)) recordando en mala hora: que está prohibido abri 
un féretro, sin permiso de las autoridades. Va corriendo al pueblo, avisa al alcalde, llama éste al médico y se dirigen a toda prisa al 
cementerio. Descubierta la caja, el médico encontró que la mujer estaba todavía caliente. Le tomó el pulso y notó que latía; hízole un corte 
en una vena y salió sangre en abundancia. Entonces la hizo llevar enseguida al pueblo; pero la pobrecita no volvió más en sí y murió a las 
pocas horas, Juan, que había acudido, fue testigo del hecho, y concluía al narrarlo diciendo que verdaderamente en este mundo «también 
en el reír padece el corazón, y al cabo la alegría es dolor» 1. 

También en estas vacaciones estuvo Juan con los Moglia. Fue en compañía de Giacomelli; allí cenaron, durmieron y fueron tratados con 
gran cordialidad. Don Bosco mantuvo siempre óptimas relaciones con esta querida familia, a cuyo jefe profesaba estima, afecto y 
confianza. Cuando éste iba alguna vez a Turín a visitarlo, Juan le recibía con grandes muestras de alegría. La señora Dorotea estaba tan 
persuadida de que el corazón agradecido de don Bosco rezaría eficazmente por ella, que aún en las mayores necesidades se encomendaba a 
él. 

Nos contaba Jorge Moglia: «Don Bosco demostró siempre un gran agradecimiento a mi familia por lo poco que habíamos hecho por él. 
Muchísimas veces me sentó a su lado en la mesa del Oratorio, aún cuando estaban con él sus sacerdotes más respetables. Un día, en 
presencia de todos sus religiosos y de otras personas que le acompañaban a la mesa, volviéndose a mí, dijo: -íEste es mi antiguo amo! 
-((501 )) Y en los primeros tiempos de Oratorio, cuando los muchachos recogidos en él eran sólo veinticinco, los llevaba cada 

1 Prov., XIV, 13. 
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año a Moncucco para hacer una jira campestre, y quería que nosotros considerásemos su Oratorio como si fuera nuestra casa, siempre que 
íbamos a Turín por algún asunto. Cuantas veces nos encontrábamos, me recomendaba la oración, la frecuencia de los Sacramentos, la 
devoción a María Santísima, amar a Dios y al prójimo y ser fiel en la práctica de los deberes del buen cristiano». Su ahijado Juan Moglia 
recibió también muestras de su gratitud. Ya mayorcito, fue a estudiar al Oratorio, donde estuvo tres años y don Bosco quiso que comiera 
siempre con él. Y más tarde, al hacer la división de la herencia paterna, tocóle a Juan la viña donde se encontraba la vid que ató su 
venerado padrino cuando era muchacho, la cual después de sesenta y un años estaba todavía con vida y daba fruto, mientras las demás 
cepas habían sido ya renovadas; y aunque un año el criado se descuidó de sulfatarla, siguió dando más fruto que las demás. Como 
demostrara en 1886 deseos de comer de aquella uva, Juan le llevó un cestillo con algunos racimos. Así nos lo afirmaba el mismo Juan 
Moglia. 

Durante aquel otoño Juan conoció al estudiante Joaquín Rho de Peccetto, que fue más tarde distinguido profesor de literatura y delegado 
provincial de enseñanza en Turín. En 1889 escribía así a don Piccollo, que le había enviado desde Sicilia su oración fúnebre sobre don 
Bosco: «Me hubiera gustado leer en su trabajo una alusión a nuestro egregio paisano el teólogo don Antonio Cinzano, párroco de 
Castelnuovo de Asti. Recuerdo que el buen cura se gloriaba de haber tenido como discipulo a don Bosco y a algún otro feligrés suyo, a los 
cuales atendía en las vacaciones de otoño, cuando ya eran seminaristas ((502)). Y fue precisamente en la casa parroquial de Castelnuovo 
donde yo conocí a don Bosco hacia 1840, juntamente con don Febraro, después párroco de Orbassano, a don Allora y a otros, con los 
cuales mantuve siempre trato de sincera amistad». Bendito sea el recuerdo de este buen párroco, que pasó feliz sus días en medio de la 
querida pequeña familia de los seminaristas por él formados. 
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((503)) 

CAPITULO LV 

JUAN BOSCO PREFECTO EN EL SEMINARIO -ESPLENDIDO ELOGIO DEL SEMINARISTA JOSE BURZIO -RELACIONES 
ENTRE LOS DOS AMIGOS -ACERCAMIENTO DE JUAN AL INSTITUTO DE LOS OBLATOS DE LA VIRGEN MARIA 

DE vuelta en el seminario, Juan fue puesto entre los estudiantes del quinto y último curso teológico; y por su ejemplar conducta y su 
aprovechamiento en los estudios fue nombrado prefecto, el más alto cargo a que puede llegar un seminarista, pues le constituye superior a 
los demás y responsable de su comportamiento. 

Podemos deducir la diligencia y los sentimientos de Juan en el cumplimiento de este honroso cargo por el espléndido elogio que él 
mismo hizo de uno de sus asistidos, el piadoso jovencito seminarista José Burzio, nacido en Cocconato el 1822. Después de varias 
vicisitudes, en octubre de 1840 vestía el hábito clerical y entraba en el seminario de Chieri, donde tuvo por prefecto a Juan casi un año. El 
19 de septiembre de 1841 este santo clérigo, deseoso de entregarse a una vida más perfecta, entraba en Pinerolo en los Oblatos de la 
Virgen María, congregación aprobada canónicamente por Breve de León XII en 1826, y en ella moría el 20 de mayo de 1842 con una 
muerte ((504)) preciosa a los ojos del Señor. Así, pues, el célebre Félix Giordano pidió a Juan informes sobre este clérigo; y este padre 
oblato, en un libro escrito por él e impreso en 1846, tributaba ya entonces a don Bosco el elogio de sacerdote dignísimo, y después de su 
muerte, además de muchas páginas de grandes alabanzas a nuestro Fundador, que a su tiempo reproduciremos, escribió lo siguiente como 
testimonio de su santidad: «En un libro mío titulado: Rasgos instructivos de perfección propuestos a los jóvenes en la vida edificante de 
José Burzio, en la página ciento treinta y siete y siguientes, hay una larga carta, que el sacerdote Juan Bosco me enviaba con fecha 
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16 de abril de 1843. Esta carta da mucha luz acerca del joven sacerdote don Bosco, ya que, aun escribiendo de otro, esto es, de un 
buenísimo clérigo, del cual había sido prefecto en el seminario de Chieri, revela suficientemente los sentimientos de piedad, de estudio, de 
disciplina y de espíritu eclesiástico de los que ya entonces estaba él penetrado. Al leer esa carta se diría que, mientras describe la vida 
edificante de un joven siervo de Dios, está retratándose a sí mismo sin darse cuenta». 

He aquí la carta aludida. 

«Requerido por vuestra reverencia estimadísima, para manifestar mi opinión sobre la conducta observada en el seminario de Chieri por 
el clérigo José Burzio, de feliz y siempre grata memoria, me decido a hacerlo con tanta más satisfacción, cuanto que, en mi condición de 
prefecto, así como tuve oportunidad de observarlo bien, me considero también ahora en grado de poder manifestar con toda exactitud la 
bonísima impresión que de él he recibido. 

»Para decirlo todo en pocas palabras, yo no sabría hacer mejor la semblanza de este incomparable clérigo durante el año que pasó en el 
seminario de Chieri, que llamándolo (y ésta es la voz común de todos sus colegas) un perfecto modelo clerical, ((505)) pues en él se 
hallaba cuanto en los libros y en las instrucciones se inculca sobre las cualidades que convienen a un clérigo, de modo que por lo que yo v 
y pude observar, me parece que no se podía desear más en su estado. 

»Con todo, lo que excitaba en mí un sentimiento de particular admiración era el advertir que tenía un empeño grandísimo, no sólo de 
evitar en sus actos lo más insignificante que desdijera de un clérigo, sino aún más de cumplirlo con una prontitud, agrado y alegría, que 
encantaban. 

»Ya desde su entrada en el seminario demostró claramente la alta idea que tenía de la vocación que había abrazado, y su firme propósito 
de santificarse en ella, pues se aprovechaba con ardor y empleaba con diligencia todos los medios que podían conducirle a ese fin. 

»De la mañana a la noche no había prescripción del horario a la cual no fuera puntualísimo. Daba la mayor importancia a todos los 
artículos del reglamento y los observaba con exactitud y fidelidad; procediendo en todo con libertad y desprendimiento, obrando en 
conciencia, sin eximirse o retardarse por ningún respeto humano. 

»Con buenas maneras, o mejor dicho con prudente sagacidad, se precavía de aquellos seminaristas que en su comportamiento mostraban 
poco espíritu eclesiástico; escogió dos o tres compañeros del 
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mismo curso y de su mismo talante con los que procuraba entretenerse y animarse mutuamente en el camino empezado. 

»Solícito como el que más en los deberes estudiantiles, los amaba y hacía cuanto podía para sacar provecho de ellos; empleaba 
cuidadosamente el tiempo establecido, no entreteniéndose con más libros que los de clase; tomaba parte con gusto en los círculos o 
ejercicios científicos de su ((506)) clase, y los animaba con su aportación; en las discusiones, era digno de alabanza por el amor y deseo 
vehemente que manifestaba de la verdad, y aún más por la discreta y respetuosa moderación que observaba en defenderla. 

»Le gustaba estar en los recreos con alguno que le explicara y le ayudara en materias de clase. Cuando alguien proponía un tema 
indiferente, él se conformaba oyendo conversar a los demás; pero, si se proponían temas de estudio o de piedad, enseguida se le veía toma 
parte alegremente. 

»En la sala de estudio no se le veía nunca desocupado (pues no sabía en absoluto lo que era el ocio). Colocado en postura recogida y 
concentrado en una intensa aplicación, no se ocupaba más que de sí mismo, de modo que si alguno estorbaba charlando o con otras 
ligerezas, parecía que él ni se daba cuenta, ni levantaba los ojos para ver qué pasaba; su aversión a entregarse a cosas inútiles, la 
costumbre de estar recogido y la observancia en los tiempos prescritos creo que le ayudaron mucho, como pudo verse, a facilitarle sus 
notables progresos. 

»Su interés por la piedad fue todavía mayor. Llegó a ser verdaderamente ejemplar. No puedo exponer más que lo que todos vieron; pero 
el que conoció la rectitud de este seminarista y su constancia en el bien, podrá fácilmente calcular cuántos otros y mejores actos ocultos 
habría en sus virtudes interiores. 

»Por eso nunca sucedió que se encaminara a las prácticas religiosas o atendiera a ellas con aire de indiferencia o por la fuerza de la 
costumbre; al contrario, era admirable ver la satisfacción y deseo que mostraba en su rostro. Apenas comenzaba una función sagrada o uno 
de los ejercicios de costumbre, por ((507)) ejemplo las oraciones o la meditación, o solamente con poner los pies en la capilla, enseguida 
disponía todos sus sentidos a una santa atención. Por esta devota compostura todos se daban buena cuenta de cómo participaba su corazón 
y qué grande era el espíritu de fe que le animaba. Estuvieran o no presentes los superiores, el piadoso proceder de Burzio era siempre el 
mismo, porque bien se puede decir de él que ambulabat coram Deo. 
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»Observaba la frecuencia de los sacramentos, prescrita a todos en el seminario, y la promovía con diligencia; aprovechaba las ocasiones 
en que iban confesores, lo cual ocurría todos los sábados y las vísperas de las fiestas principales. 

»Además de las prácticas religiosas comunes a todos, que él cumplía con gran fervor, pude darme cuenta, por sus palabras y por sus 
actos, de que era devotísimo de Jesús Sacramentado y de la Santísima Virgen, a los cuales consagraba con afectos de amor y gratitud el 
tiempo que tenía sobrante. Así le vi muchas veces, en tiempo de recreo, y sobre todo en los días de vacación, apartarse de buena manera 
de los compañeros, e ir a la iglesia donde se entretenía en suaves coloquios con Jesús Sacramentado y con su piadosísima Madre. 

»Su deseo de perfección le movió a concertar con un piadoso compañero de su confianza que se fijara minuciosamente cómo cumplía 
sus deberes y le corrigiera, sin reparo, de cualquier defecto que observara. 

»Respecto a su piedad baste decir que, al fin del curso, obtuvo de los superiores, por la ejemplaridad de su conducta, un egregie, honor 
singular y que rara vez se concede en dicho seminario. 

»Además, otra virtud en la que se distinguía señaladamente, era su modestia, tan especial y tan perfecta, que yo no sabría expresarla sino 
((508)) llamándola modestia más celestial que humana. Mas, no por esto se veía en él ni sombra de extravagancia, antes al contrario gran 
cordialidad y sinceridad, gracias a lo cual era, por un lado, la alegría de los superiores, y, por otro, atraía la admiración de los mismos 
seminaristas; en cuanto a mí confieso que, atraído por su modesto trato, por el candor de su conversación, reflejo de la sinceridad y pureza 
de su alma, me sentía movido a acercarme a él, a entretenerme con él, a pesar de la gran distancia que había entre los dos por los estudios 
y por la edad, pues yo entonces estaba a punto de terminar los estudios teológicos. 

»Era muy notable su modestia en los ojos en toda circunstancia, especialmente cuando salía del seminario para el paseo o para otra cosa; 
en la iglesia y en las procesiones podría haberse pensado que era un ángel por el sencillo y devoto mirar de sus ojos. En suma, no me 
parece exageración decir que en Burzio se veía la imagen de aquella modestia con todas sus manifestaciones que el Tridentino describe y 
recomienda vivamente a los clérigos en la conocida prescripción: Sic decet omnino clericos, etcétera. 

»Era cortés y amable con todos en su trato; mas, si alguno, por sus agraciadas facciones quería hacerle algún mimo sobre la espalda 
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o en la cara él enfadado: -Déjame, decía, déjame tranquilo; -y se retiraba enseguida de allí. 
»Tenía mucho cuidado en los recreos al hablar y tratar con los compañeros. Hablaba siempre con gran estima de los superiores, a 
quienes manifestaba grandísimo respeto; nunca se le oyó quejarse de lo que servían en la mesa, como a veces sucede, ni de ninguna otra 
cosa; no podía soportar que un alumno del santuario dejara escapar palabras menos honestas, o contra la caridad del prójimo, o de crítica 
de los superiores ((509)). 

»Se destacó además en él una singular humildad y mansedumbre, cuando su conducta irreprochable le atrajo en algún momento la 
malevolencia de algunos, los cuales como a supuesto espía, le acusaron ante los superiores; pero él lo soportó todo con humildad, 
paciencia y mansedumbre, y supo vencer el mal con el bien, de modo que bien pronto cesó la tempestad sobre él, y el sentimiento de 
envidia de los malévolos hubo de cambiarse en veneración y afectuosa amistad. 

»Se nos asegura que, habiéndose escogido dos o tres colegas del mismo curso y de las mismas inclinaciones, procuraba entretenerse con 
ellos, y se animaban mutuamente en el género de vida abrazado; su conversación era de temas escolares, y de cosas espirituales, referentes 
al fin sublime de la vocación eclesiástica, sobre todo de la fuga del mundo y el celo por las almas. 

»Me place referir aquí algunas frases que repetía muchas veces, y que servirán para manifestar mejor la hermosura de su corazón. 

»Una vez me preguntó en confianza qué medio me parecía más seguro para adelantar en el amor a María; le respondí como mejor supe, 
y le hice a mi vez esta pregunta: -»Cree usted que María puede mucho en nuestro favor? -El mirándome con aire de admiración, 
respondió: -íEstaría bueno que un seminarista dudara de ello! -Y luego añadió: -Si no fuera injuriar a Dios, diría que María es igual a El, 
porque quod Deus imperio, tu prece, Virgo, potes; -y lo repitió varias veces, queriendo decir, según el sentir de los santos Padres, que 
María ha llegado a ser omnipotente por gracia, como su Hijo Jesús lo es por naturaleza. 

»En otra ocasión le pregunté si estaba contento en el seminario. 
-Contentísimo, me respondió; porque aquí puedo ((510)) aprender verdaderamente a ser un buen sacerdote. -Y »desea mucho, insistí yo, 
ser sacerdote? -Lo deseo muchísimo, me dijo; pero la dificultad está en que antes de llegar a serlo, es necesario que me haga santo... que 
me haga santo... santo. -No se extrañe V.R. de este modo de 
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hablar, pues con cualquiera que hablar, lo hacía como persona la más prudente y experimentada en virtud; y bien puedo yo decir que tuve 
muchas veces ocasión de quedar edificado. 

»Quiero finalmente hacerle notar algunos calificativos que dieron a nuestro seminarista algunos de mis colegas, por mí requeridos al 
efecto. Uno le llamó modelo de virtud; otro, ejemplo de modestia clerical; un tercero, digno de vivir siempre para dar buen ejemplo; otro, 
en fin, joven singular e incomparable en virtud. Muchos me preguntaron si no se ha impreso todavía la historia de su vida, rogándome que 
procurara se hiciera cuanto antes. Un seminarista de Chieri, en carta del veinticuatro de febrero pasado, me escribe: -Le ruego vivamente 
me haga saber si la historia de Burzio ha sido ya impresa o no, y, si lo ha sido, me mande algunos ejemplares. Se lo ruego con mucho 
empeño, no sólo por mí, sino de parte de muchos otros-. 

»Ahí tiene cuanto recuerdo sobre su conducta en el seminario, aunque es bien poco para la realidad y grandeza de aquella hermosa alma, 
tan querida de Dios y de los hombres, y cuyo recuerdo es bendecido y lo será aún más, si, como mucho se desea, sale a luz su edificante 
vida.» 

Reciba, etcétera. 

Desde el Colegio eclesiástico de San Francisco, Turín, 16 de abril de 1843. 

JUAN BOSCO, Pbro. ((511)). 

Posdata. «Me pareció bien dar a leer esta narración a su prefecto de estudios y de dormitorio, el cual quiso añadir a V.R. lo siguiente: 

»He leído la presente carta del sacerdote Juan Bosco sobre la conducta irreprochable del difunto clérigo Burzio, y atestiguo que todo es 
cierto, y, a mi parecer, creo que ha dicho menos de lo que realmente era. 

»Puedo añadir que, habiendo sido yo su prefecto de estudio y dormitorio, nunca observé en él el más mínimo defecto; de modo que, al 
terminar el año escolástico, y pedirme el superior la calificación sobre la piedad y aplicación de los jóvenes, al llegar a Burzio puse 
egregie, lamentándome de que no hubiera otra más alta para poder aplicársela. 

»Me alegro mucho y me consuela grandemente que V.S.M.R. tenga a bien escribir una vida tan digna de ser transmitida a la posteridad. 

»Reciba, etcétera.» 

ANTONIO GIACOMELLI, Pbro. 

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Los elogios que don Bosco hace de José Burzio redundan en su gloria, no sólo porque reflejan su propia vida, sino también porque nos 
recuerdan la intimidad que Burzio tuvo con Juan y la veneración que le tenía, hasta el punto de que, con mucho placer, hubiera querido 
que también él entrara en el Instituto de los Oblatos de María. En efecto, don Bosco buscaba siempre una orden religiosa a la que poder 
dar su nombre. Le parecía que el Señor le llamaba a ese estado. Deseaba ardientemente ser religioso para obedecer: la idea de ser libre y 
mucho más la de mandar le aterrorizaba. Por eso hablando con frecuencia sobre la vocación religiosa ((512)) con Burzio, con quien tenía 
mucha confianza, éste suscitó en su corazón cierto deseo de hacerse también Oblato. Y habiendo ido algunas veces a Turín para visitar al 
amigo en el convento de la Consolata, entregado a los Oblatos por monseñor Fransoni el 1833, y rezar en aqeulla iglesia tan célebre por la 
devoción de los turineses, Burzio le puso en relación con sus superiores, que trataban de ganárselo y le escribieron a ese propósito; pero él 
no se resolvió a secundar su invitación. 

Con todo continuaron sus amigables relaciones con el P. Félix Giordano, el cual en una carta de 1888 a don Miguel Rúa manifestaba su 
amor, adhesión y veneración por su antiquísimo amigo don Bosco; igualmente con los padres Balma y Barchialla, que fueron después 
Arzobispos de Cágliari, y con el padre Dadesso y otros oblatos. Tuvo, pues, ocasión de conocer a fondo la historia, el espíritu, y las reglas 
de este instituto. Su fundador Pío Brunone Lanteri, falleció en 1830. Fue de un celo infatigable por la salvación de las almas; fundador de 
piadosas asociaciones muy florecientes, encaminadas todas a poner un dique al mal que serpenteaba por doquiera, a educar a la juventud 
piamontesa en los sanos principios de la fe y la moral y en la devoción a la causa monárquica; a difundir ampliamente libros de sana 
doctrina y de piedad cristiana. Fue un santo ministro del Señor, cuyo amor al Papa era vida de su vida. Durante todo el tiempo que Pío VII 
estuvo prisionero en Savona, él con gran peligro suyo, transmitía ocultamente al Pontífice documentos importantísimos para el gobierno 
de la Iglesia y generosos donativos que recogía en Turín; caído en sospecha de la policía napoleónica sufrió dos minuciosas inspecciones 
domiciliarias, aunque sin resultado, y confinamiento de cuatro años en su quinta de Bardassano. Fue un escritor docto y popular que 
difundió entre el pueblo muchos opúsculos, impresos o en copias cuando no ((513)) era prudente mandarlos imprimir, para mantener vivo 
en los fieles el amor, la veneración, la obediencia al Papa, haciendo conocer su dignidad, sus prerrogativas 
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y la infalibilidad de sus enseñanzas impartidas ex cáthedra. El padre Lanteri comunicó su espíritu a la congregación de los Oblatos de 
María, a la que señaló como fin predicar ejercicios espirituales al pueblo, estudiar y combatir los errores corrientes, entregarse a la 
perfección del clero joven, y defender y sostener firmemente al Romano Pontífice. Su regla no tenía nada de austero ni de exterioridad 
monacal, inculcando en cambio la perfección y el fervor de las órdenes más estimadas y más útiles de la Iglesia de Dios. 

Parece que la divina Providencia, al poner en íntimo contacto a don Bosco con los Oblatos de la Virgen María, iba completando el 
misterioso trabajo de preparación empezado en Morialdo, a la par que hacía brillar en su mente la idea de la Pía Sociedad, que con 
programa más vasto y mayor diversidad de fines, debía abarcar en sí los diversos estados en los que le había ejercitado de niño y de joven. 
El padre Lanteri era el modelo de un fundador de Congregación religiosa, ajeno a toda pasión política, como lo requería el bien de los 
tiempos que se iban preparando; y en el Instituto de los Oblatos le presentaba la forma más conveniente para la asociación que quería que 
fundara y esparcir por toda la tierra, sin aspecto ni prácticas externas que dieran pretexto de aversión a los enemigos de las órdenes 
religiosas. 
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((514)) 

CAPITULO LVI 

JUAN PASA LOS ULTIMOS EXAMENES DE TEOLOGIA -MAGNIFICAS ALABANZAS QUE LE TRIBUTAN SUS 
CONDISCIPULOS -EJERCICIOS ESPIRITUALES PARA PREPARARSE A LA ORDENACION SACERDOTAL -LA PRIMERA 
MISA DE DON BOSCO -LA EFICACIA DE LA PALABRA -MEMORABLES CONSEJOS DE SU MADRE MARGARITA. 

HEMOS llegado ya al término de la primera parte de nuestra historia. Juan Bosco avanza a pasos agigantados hacia el cumplimiento de 
sus ardientes deseos, hacia el día vivamente suspirado de su ordenación sacerdotal, que abrirá ante sus ojos un inmenso horizonte para la 
salvación de las almas. «El es débil, necesitado de apoyo, falto de bienes y sobrado de pobreza; mas los ojos del Señor le miran para bien, 
él le recobra de su humillación. Levanta su cabeza y por él se admiran muchos». 1 

Al volver al seminario, Juan se presentó a los exámenes que suelen darse a principio de curso, y obtuvo, como de costumbre, un óptime, 
como resulta del acta de calificaciones obtenidas por los seminaristas, escrita por el profesor Appendini y que nosotros conservamos 
((515)). 

Pero, antes de salir del seminario le preparaba el Señor una pequeña humillación. En los segundos exámenes que tuvieron lugar el 17 de 
febrero de 1841, no alcanzó más que un fere óptime. Fue examinado por el teólogo doctor Lorenzo Gastaldi. Le preguntó sobre un punto 
que, o no había tenido tiempo de estudiar o tal vez no lo creía materia de examen; él, sin descomponerse, improvisó y chapurreó un canon 
del Concilio de Trento con las palabras que se le ocurrieron. -»Eso es lo que dice el Concilio?-preguntó Gastaldi admirado de tanta 
desenvoltura. Don Bosco se echó a reír e hizo reír también al examinador. El sábado Sitientes de 1841, antes del Domingo de Pasión, 
recibió el diaconado. El 15 de mayo sufría el examen para la última ordenación y obtenía un plus quam óptime. Era 

1 Eclesiástico, XI, 12. 
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antigua costumbre en el seminario que, al terminar cada curso escolar se reunían los superiores y hacían un diligente escrutinio sobre la 
conducta de todos y cada uno de los seminaristas, y se tomaba nota del resultado para conservarla en los archivos. Pues bien, en los 
registros de la Curia de Turín, donde se lee la lista de los clérigos del año 1841, en el apartado para las observaciones, junto al nombre de 
Juan Bosco hay esta nota: «Celoso y de buenas esperanzas». 

Había terminado el año escolástico y le tocaba a Juan salir definitivamente del seminario. «Los superiores me querían, escribe él, y me 
habían dado continuas pruebas de benevolencia. Yo también quería mucho a mis compañeros. Se puede decir que yo vivía para ellos y 
ellos para mí. Por esto me resultó dolorosísima aquella separación. Dejaba un lugar donde había pasado seis años, donde había recibido 
educación, ciencia, espíritu eclesiástico y cuantas muestras de bondad y cariño se pueden desear». ((516)) 

Antes de seguir adelante, séanos permitido recoger como flores en un ramillete, las declaraciones que, en alabanza de don Bosco, nos 
hicieron sus compañeros de seminario. Constituyen un verdadero plebiscito de afecto, de estima, y veneración de Juan. Don Antonio 
Giacomelli: -Desde los primeros días que le conocí en el seminario, le consideré como si fuera ya sacerdote por su sensatez y templanza. 
-El teólogo Carlos Allora: -En el seminario dio admirable ejemplo de piedad y obediencia. Tan grande era la estimación en que los 
seminaristas le tenían, que más que compañero le consideraban superior. Ya entonces lo teníamos por santo. -Don Francisco Oddenino: 
-El seminarista Bosco ocupaba el tiempo minuciosamente: estaba siempre entregado a la lectura; los compañeros solían rodearlo para 
hacerle preguntas sobre las materias más diversas, pues era de una erudición sorprendente; todos le tenían en gran estima por su virtud y 
piedad. -El teólogo Albino Massa, párroco de Corio: -En el seminario fue el modelo de los seminaristas. -Don Vicente Sosso, canónigo 
honorario de la colegiata de Moncalieri: -En el seminario le llamábamos el Padre, tanta era la madurez, compostura y regularidad de su 
vida. -Don Grassini, párroco de Scalenghe: -Don Bosco era el pacificador de los compañeros. -El teólogo don Juan Ferrero, párroco de 
Pontedarano y después, canónigo arcipreste en la catedral de Biella: -Muchos seminaristas compañeros de don Bosco, me aseguraron que 
en el seminario fue de una conducta digna de toda alabanza y que era en Chieri un Bosco 1 precioso 

1 Bosco puede significar bosque o también madera. (N. del T.) 
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ya desde entonces. Otros muchos nos repitieron: -Este amable compañero del seminario era muy apreciado por su santidad de vida. -Don 
Bosio, párroco de Levone Canavese: -Fui su compañero durante cinco años en el seminario y otros cinco entre el Convictorio y el 
Refugio, y jamás vi en él el menor defecto: en cambio vi todas las virtudes, practicadas con perfección. -Monseñor Juan Bautista 
Appendini, su ((517)) profesor de teología: -El clérigo Bosco realizó grandes progresos en el seminario en la virtud y en el estudio, aunque 
no lo pareciera, a causa de su bonachonería, que fue siempre la característica de toda su vida. -Un clérigo salesiano, llamado a filas y que 
tenía su campamento en Giaveno, habiéndose enterado de que el teólogo Arduino, canónigo arcipreste, y vicario foráneo en aquella 
colegiata había sido maestro de don Bosco cuando estudiaba teología en el seminario de Chieri, se creyó en el deber de ir a hacerle una 
visita, manifestándole su condición y presentándole sus respetos. -íDon Juan!, exclamó aquel venerado sacerdote con lágrimas en los ojos; 
lo recuerdo, sí; me acuerdo todavía de cuando era mi alumno: era piadoso, diligente, ejemplarísimo. Nadie, seguramente, hubiera predicho 
en aquel tiempo lo que es hoy. Pero sí debo decir que la dignidad de su aspecto, la exactitud con que cumplía sus deberes de clase y de 
religión, eran algo verdaderamente ejemplar. »Cómo está? Cuando vuelva a Turín llévele mis recuerdos y íque sus oraciones me alcancen 
la gracia de una buena muerte!-. 

El veintiséis de mayo, fiesta de San Felipe Neri, iba don Bosco a Turín y empezaba los ejercicios espirituales en la Casa de los Señores 
de la Misión. «Los hizo de un modo edificante, afirma don Giacomelli; se sentía extraordinariamente penetrado de las palabras del Señor, 
que oía en los sermones, sobre todo de aquellas expresiones que indicaban la dignidad que dentro de poco iba a recibir: -»Quién subirá al 
monte del Señor? o »quién morará en su santuario? »Quién podrá llamarse digno ministro del Señor y tratar sus sacrosantos y tremendos 
misterios? -Y el clérigo Bosco, hablando con los de su intimidad, mostraba estar compenetrado con lo que el Salmista responde a esa 
pregunta: -El de manos inocentes y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma, empleándola en servir a Dios y no a las pasiones. 
El logrará la ((518)) bendición de Yahvéh, la justicia de su salvación 1. 

En un cuadernito suyo leemos lo siguiente: «Conclusiones sacadas de los ejercicios hechos como preparación a la celebración de mi 

1 Salmo, XXIII, 3. 
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primera misa: El sacerdote no va sólo al cielo ni va solo al infierno. Si obra bien, irá al cielo con las almas salvadas por él con su buen 
ejemplo; si obra mal y da escándalo, irá a la perdición con las almas condenadas por su escándalo. Por lo tanto, me empeñaré en guardar 
los siguientes propósitos: 

»1 ) No haré paseos, sino por necesidad grave: visitas a enfermos, etcétera. 

»2) Ocuparé rigurosamente bien el tiempo. 

»3) Padecer, trabajar, humillarme en todo y siempre, cuando se trate de salvar almas. 

»4) La caridad y la dulzura de San Francisco de Sales serán mi norma. 

»5) Siempre estaré contento de la comida que se me presente, con tal que no sea nociva para la salud. 

»6) Beberé vino aguado y sólo como medicina, es decir, cuando lo reclame la salud. 

»7) El trabajo es una arma poderosa contra los enemigos del alma; por ello no daré al cuerpo más de cinco horas de sueño cada noche. 
Durante el día, especialmente después de la comida, no tomaré ningún descanso. Haré alguna excepción en caso de enfermedad. 

»8) Destinaré cada día algún tiempo a la meditación y a la lectura espiritual. Durante el día haré una breve visita, o al menos una 
oración, al Santísimo Sacramento. Tendré ((519)) un cuarto de hora al menos de preparación y otro cuarto de hora de acción de gracias, al 
celebrar la santa misa. 

»9) No conversaré con mujeres, fuera del caso de oírlas en confesión u otra necesidad espiritual». 

Estos recuerdos los escribió el 1841. Pero en su conocido manuscrito don Bosco escribe además lo siguiente: 

«El día de mi ordenación era vigilia de la Santísima Trinidad, cinco de junio, y fue conferida por el arzobispo monseñor Luis Fransoni 
en su sede episcopal. Celebré la primera misa en la iglesia de San Francisco de Asís, aneja al Colegio Eclesiástico, del que era director de 
estudios don José Cafasso, mi insigne bienhechor y director. Me esperaban ansiosamente en mi pueblo, en donde hacía muchos años no se 
había celebrado ninguna primera misa; pero preferí celebrarla en Turín, sin ruido ni distracciones, en el altar del Santo Angel de la 
Guarda, que está en esa iglesia al lado del Evangelio. En ese día celebraba la Iglesia universal la fiesta de la Santísima Trinidad, la 
archidiócesis de Turín la del milagro del Santísimo Sacramento, 
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y la iglesia de San Francisco de Asís la fiesta de nuestra Señora de las Gracias, allí honrada desde muy antiguo, y puedo llamarlo 
verdaderamente el día más hermoso de mi vida. En el momento de aquella inolvidable misa procuré recordar devotamente a todos mis 
profesores, bienhechores espirituales y temporales, y de modo más señalado a don Calosso, al que siempre recordé como grande e insigne 
bienhechor. Es piadosa creencia que el Señor concede infaliblemente la gracia que el nuevo sacerdote pide al celebrar la primera Misa: yo 
le pedí fervorosamente la eficacia de la palabra, para poder hacer el bien a las almas. Me parece que el Señor oyó mi humilde plegaria». 

Don Bosco, en su humildad, dice sencillamente me parece; pero todos los que le conocieron, pudieron comprobar que obtuvo con 
maravillosa abundancia la gracia solicitada. En el curso de su ((520)) ministerio, ya en privado, ya en público, ya sea hablando, como 
predicando, y confesando, se adueñaba de los corazones, hasta llevarlos a Dios y excitarlos a generosas y virtuosas resoluciones, 
sembrando en muchos el germen de una sólida santidad, fecunda en grandes obras. Con su palabra hechizaba, podríamos decir, a los 
muchachos: hacia buenos a los malos, y encaminaba a los buenos hacia la perfección, proponiéndoles especialmente la imitación de San 
Luis Gonzaga, que les había designado como protector. Muchas, muchísimas veces una simple palabra suya obraba portentos, cambiando 
de repente voluntades y suscitando maravillosas vocaciones religiosas. 

Y »cómo podía ser de otro modo, teniendo en cuenta que, a más del valor intrínseco del incruento Sacrificio, a más de la indudable 
conveniencia de la gracia necesaria para la sublime misión que el Divino Redentor le había destinado, don Bosco había celebrado los 
santos misterios con un ardimiento de fe, esperanza y caridad, que sólo se alberga en el corazón de los más íntimos amigos de Dios? Y es 
prueba bien clara de ello el amor de serafín con que continuó celebrando la santa misa hasta el fin de su vida. Son muchísimos los que nos 
afirmaron esto que, por otra parte, nosotros mismos habíamos comprobado día a día. Hemos asistido muchas veces a su misa, pero 
siempre se apoderaba de nosotros en aquel momento un suave sentimiento de fe, al observar la devoción que se traslucía en todo su 
exterior, la exactitud en cumplir las sagradas ceremonias, el modo de pronunciar las palabras y la unción con que acompañaba sus 
oraciones. Y la edificante impresión que se recibía no se borraba ya más. A dondequiera que se trasladase, aún fuera de Italia, bastaba se 
supiera la hora y el lugar donde don Bosco celebraba, para que se 
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reuniera gente alrededor de su altar. Y para satisfacer este ardiente deseo de experimentar ese consuelo al menos una sola vez, hubo 
muchas personas que hicieron largos viajes para ir a Turín con esta finalidad; cuando don Bosco ((521)) salía revestido de la sacristía para 
dirigirse a la capilla de San Pedro, centenares de personas devotas que estaban en la iglesia, dejaban su puesto y se agrupaban a su 
alrededor. Y cuando terminaba la misa repetían mutuamente en voz baja: -íEs un santo!, íes un santo!-. 

El lunes siguiente a la Trinidad, don Bosco fue a celebrar su segunda misa en la iglesia de la Consolata, para, como él escribió, 
«agradecer a la Virgen los innumerables favores que me había obtenido de su divino hijo Jesús. 

»El martes, continúa él, fui a Chieri y celebré la Misa en Santo Domingo, en donde todavía vivía mi antiguo profesor el padre Giusiana, 
que me atendió con afecto paternal. Durante toda la misa estuvo el buen profesor llorando de emoción. Pasé a su lado el día entero, que 
fue verdaderamente de cielo. 

»El jueves, solemnidad del Corpus Christi, contenté a mis paisanos. Fui a Castelnuovo, canté la misa y presidí la procesión. El párroco 
invitó a comer a mis parientes, al clero y a los principales del lugar. Todos tomaron parte en la alegría, ya que yo era muy querido de mis 
paisanos y cada uno de ellos se alegraba de todo lo que pudiera constituir un bien para mí. Por la noche volví finalmente a mi casa. 
Cuando estuve próximo a ella y contemplé el lugar del sueño que tuve alrededor de los nueve años, no pude contener las lágrimas y 
exclamé: -íCuán maravillosos son los designios de la divina Providencia! Verdaderamente Dios sacó de la tierra a un pobre chiquillo para 
colocarlo entre los primeros de su pueblo. 

»Aquel día mi madre, cuando ya estuvimos totalmente solos, me dijo estas memorables palabras: -Ya eres sacerdote: ya dices misa; en 
adelante ((522)) estás más cerca de Jesús. Pero acuérdate que empezar a decir misa quiere decir empezar a sufrir. No te darás cuenta 
enseguida, pero poco a poco verás que tu madre te ha dicho la verdad. Estoy segura de que todos los días rezarás por mí, mientras yo viva 
y cuando muera: esto me basta. Tú en adelante, piensa solamente en la salvación de las almas sin cuidarte para nada de mí». 

íOh santa y generosa madre, que, como contaba don Cinzano, había hecho milagros de sacrificios, de privaciones, de paciencia, de 
humillaciones para ayudar al hijo a ser sacerdote! El Señor le había conservado la vida para que pudiera besar la mano consagrada de su 
Juan. En efecto, algún tiempo antes había subido a un moral de respetable 
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altura para arrancar hojas con que cuidar a los gusanos de seda; cayó al suelo y del golpe quedó sin sentido. Al volver en sí, se dio cuenta, 
con gran sorpresa, de que no se había hecho ningún daño; pero, estaba todavía sentada en el suelo dando gracias a Dios cuando le cayó 
encima la rama desgajada, causa de su desgracia; tal golpe le dio en la frente que le dejó una señal que conservó mientras vivió. 

íQué bueno es el Señor con los que le temen! De cuántas maneras premió a Margarita haberle guardado tan cuidadosamente el sagrado 
depósito que le había entregado en la persona de su hijo Juan. Está escrito: «El que enseña a su hijo, sacará provecho de él, entre sus 
conocidos de él se gloriará». 1 

Pero el premio más apreciado y querido para Margarita será ver descollar en el corazón de su hijo las virtudes, cuya semilla ella había 
((523)) depositado; leer en sus ojos la inmensa paz de su conciencia; gozar de su inalterable felicidad por haber correspondido a la divina 
vocación; comprobar que se entrega completamente a promover la gloria de Dios; observar la manifiesta y continua protección que la 
divina Providencia dispensaba a sus empresas; verlo siempre preocupado por la salvación de las almas, la destrucción del pecado; 
contemplarlo totalmente lleno de aquella alegría, que engendra el pensamiento de la presencia de Dios, como lo describe el real Profeta: 
«A Yahvéh mientras viva he de cantar; mientras exista salmodiaré para mi Dios. íOh, que mi poema le complazca! Yo en Yahvéh tengo 
mi gozo íQue se acaben los pecadores en la tierra y ya no más existan los impíos! íBendice a Yahvéh alma mía!»2 

1 Eclesiástico, XXX, 2. 

2 Salmo, 104, 33. 
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