Carta de Roma


Carta de Roma

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CARTA AL ORATORIO SOBRE EL ESPÍRITU
DE FAMILIA
(CARTA DE ROMA)
Mis queridos hijos en Jesucristo:
Cerca o lejos, yo pienso siempre en vosotros. Uno solo es mi deseo, que seáis felices en el
tiempo y en la eternidad. Este pensamiento y este deseo me han impulsado a escribiros esta
carta. Siento, queridos míos, el peso de la distancia a que me encuentro de vosotros, y el no
veros ni oíros me causa una pena que no podéis imaginar. Por eso, habría deseado escribiros
estas líneas hace ya una semana, pero las continuas ocupaciones me lo impidieron. Con todo,
aunque falten pocos días para mi regreso, quiero anticipar mi llegada entre vosotros, al menos,
por medio de una carta, ya que no puedo hacerlo en persona. Son palabras de quien os ama
tiernamente en Jesucristo y tiene el deber de hablaros con la libertad de un padre. Vosotros me
permitiréis que así lo haga, ¿no es cierto? Y prestaréis atención y pondréis en práctica cuanto os
diga.
Ya os he dicho que sois el único y continuo pensamiento de mi mente. En una de las noches
pasadas, me había retirado a mi habitación y, mientras me disponía a entregarme al descanso,
comencé a rezar las oraciones que me enseñó mi buena madre; y en aquel momento, no sé bien
si víctima del sueño o fuera de mí por alguna distracción, me pareció que se presentaban delante
de mí dos antiguos alumnos del Oratorio.
Uno de ellos se me acercó y, saludándome afectuosamente, me dijo:
- ¡Oh, don Bosco! ¿Me conoce?
-Sí que te conozco le respondí.
-¿ Y se acuerda aún de mí? – añadió
De ti y de los demás. Tú eres Valfré, y estabas en el Oratorio antes de 1870.
-Oiga -continuó aquel hombre-, ¿quiere ver a los jóvenes que estaban en el Oratorio en mis
tiempos?
-Sí, házmelos ver- le contesté--; eso me proporcionará una gran alegría.
Entonces Valfré me mostró todos los jovencitos con el mismo semblante y con la misma edad y
estatura de aquel tiempo. Me parecía estar en el antiguo Oratorio en tiempo de recreo. Era una
escena llena de vida, de movimiento y de alegría. Quien corría, quien saltaba, quien hacía saltar
a los demás; quien jugaba a la rana, quien a bandera, quien a la pelota. En un sitio había reunido
un corrillo de muchachos pendientes de los labios de un sacerdote que les contaba una historia;
en otro lado había un clérigo con otro grupo jugando al “burro vuela” o a los oficios. Se cantaba,
se reía por todas partes; y por doquier, sacerdotes y clérigos, y, alrededor de ellos, jovencitos que
alborotaban alegremente. Se notaba que entre jóvenes y superiores reinaba la mayor cordialidad
y confianza. Yo estaba encantado al contemplar aquel espectáculo, y Valfré me dijo:
-Vea, la familiaridad engendra afecto, y el afecto, confianza. Esto es lo que abre los
corazones, y los jóvenes lo manifiestan todo sin temor a los maestros, a los asistentes y a los
superiores. Son sinceros en la confesión y fuera de ella, y se prestan con facilidad a todo lo
que les quiera mandar aquel que saben que los ama.
En tanto, se acercó a mí otro antiguo alumno que tenía la barba completamente blanca y me dijo:
-Don Bosco, ¿quiere ver ahora a los jóvenes que están actualmente en el Oratorio?
Este era José Buzzetti.
-Sí-respondí-, pues hace un mes que no lo veo.
Y me lo señaló. Vi el Oratorio y a todos vosotros que estabais en recreo. Pero no oía ya gritos de
alegría y canciones, no contemplaba aquel movimiento, aquella vida que vi en la primera escena.
En los ademanes y en el rostro de algunos jóvenes se notaba una tristeza, una desgana, un
disgusto y una desconfianza tales que causaron gran pena en mi corazón. Vi, es cierto, a muchos
que corrían, que jugaban, que se movían con dichosa despreocupación; pero otros, y eran

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bastantes, estaban solos, apoyados en las columnas, presas de pensamientos desalentadores;
otros estaban en las escaleras, en los corredores o en los poyetes que dan a la pared del jardín,
para no tomar parte en el recreo común; otros paseaban lentamente, formando grupos y
hablando en voz baja entre ellos, lanzando a una y otra parte miradas sospechosas y mal
intencionadas; quienes sonreían, pero con una sonrisa acompañada de gestos que hacían no
solamente sospechar, sino creer que San Luis habría sentido sonrojo de encontrarse en compañía
de los tales; incluso entre los que jugaban había algunos tan desganados que daban a entender a
las claras que no encontraban gusto alguno en el recreo.
-¿Ha visto a sus jóvenes?-me dijo aquel antiguo alumno. --Sí que los veo-le contesté suspirando.
- ¡Qué diferentes son de lo que éramos nosotros! -exclamó.
- ¡Mucho! ¡Qué desgana en este recreo!
-Y de aquí proviene la frialdad de muchos para acercarse a los santos sacramentos, el descuido
de las prácticas de piedad en la iglesia y en otros lugares; el estar de mala gana en un lugar
donde la divina providencia los colma de todo bien corporal, espiritual e intelectual. De aquí la
no correspondencia de muchos a la vocación; de aquí la ingratitud para con los superiores; de
aquí los secretitos y murmuraciones, con todas las demás deplorables consecuencias.
-Comprendo-respondí yo-. Pero ¿cómo animar a estos jóvenes para que se recobre la antigua
vivacidad, alegría y expansión?
-Con la caridad.
-¿Con la caridad? Pero ¿es que mis jóvenes no son bastante amados? Tú sabes cuánto los amo.
Tú sabes cuánto he sufrido por ellos y cuánto he tolerado, en el transcurso de cuarenta años, y
cuánto tolero y sufro en la actualidad. Cuántos trabajos, cuántas humillaciones, cuántos
obstáculos, cuántas persecuciones para proporcionarles pan, albergue, maestros, y especialmente
para buscar la salvación de sus almas. He hecho cuanto he podido y sabido por ellos, que son el
afecto de toda mi vida.
-No me refiero a usted.
-¿De quién hablas, pues? ¿De los que hacen mis veces? ¿De los directores, de los prefectos, de
los maestros, de los asistentes? ¿No ves que son mártires del estudio y del trabajo? ¿Cómo
consumen los años de su juventud en favor de ellos, que son como un legado de la Providencia?
-Lo veo y lo sé; pero esto no basta; falta lo mejor.
-¿Qué falta, pues?
-Que los jóvenes no sean solamente amados, sino que se den cuenta de que se les ama.
-Pero ¿no tienen ojos en la cara? ¿No tienen la luz de la inteligencia? ¿no ven que cuanto se hace
en su favor se hace por su amor?
-No, lo repito: eso no basta.
-¿ Qué se requiere, pues?
-Que, al ser amados en las cosas que les agradan, participando en sus inclinaciones
infantiles, aprendan a ver el amor también en aquellas casas que les agradan poco, como
son la disciplina, el estudio, la mortificación de sí mismos y que aprendan a obrar con
generosidad y amor.
-Explícate mejor.
-Observe a los jóvenes en el recreo.
Hice lo que me decía y exclamé:
-¿Qué hay de particular?
-¿Tantos años como hace que se dedica a la educación de la juventud y no comprende? Observe
mejor. ¿Dónde están nuestros salesianos?
Me fijé y vi que eran muy pocos los sacerdotes y clérigos que estaban mezclados entre los
jóvenes, y muchos menos los que tomaban parte en sus juegos. Los superiores no eran ya el
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alma de los recreos. La mayor parte de ellos paseaban, hablando entre sí, sin preocuparse de lo
que hacían los alumnos; otros jugaban, pero sin pensar para nada en los jóvenes; otros vigilaban
a la buena, pero sin advertir las faltas que se cometían; alguno que otro corregía a los infractores,
pero con amenazas y raramente. Había algún salesiano que deseaba introducirse en algún grupo
de jóvenes, pero vi que los muchachos buscaban la manera de alejarse de sus maestros y
superiores.
Entonces mi amigo me dijo:
-En los primeros tiempos del Oratorio, ¿usted no estaba siempre en medio de los jóvenes,
especialmente en tiempo de recreo? ¿Recuerda aquellos hermosos años? Era una alegría de
paraíso, una época que recordamos siempre con emoción, porque el amor lo regulaba todo, y
nosotros no teníamos secretos para don Bosco.
¡Cierto! Entonces todo era para mí motivo de alegría, y los jóvenes iban a porfía por acercarse a
mí, por hablarme, y existía una verdadera ansiedad por escuchar mis consejos y ponerlos en
práctica. Ahora, en cambio, las cont inuas audiencias, mis múltiples ocupaciones y la falta de
salud me lo impiden.
-Bien, bien; pero si usted no puede, ¿por qué sus salesianos no se convierten en sus imitadores?
¿Por qué no insiste y les exige que traten a los jóvenes como usted los trataba?
-Yo les hablo e insisto hasta cansarme, pero muchos no están decididos a arrostrar las fatigas de
otros tiempos.
-Y así, descuidando lo menos, pierden lo más; y este «más» es el fruto de sus fatigas. Que amen
lo que agrada a los jóvenes, y los jóvenes amarán lo que es del gusto de los superiores. De
esta manera, el trabajo les será muy llevadero. La causa del cambio presente del Oratorio
es qué un buen número de jóvenes no tienen confianza con los superiores. Antiguamente
los corazones todos estaban abiertos a los superiores, por lo que los jóvenes amaban y
obedecían prontamente. Pero ahora los superiores son considerados sólo como tales y no
como padres, hermanos y amigos; por lo tanto, son más temidos que amados. Por eso, si se
quiere hacer un solo corazó n y una sola alma, por amor a Jesús, se tiene que romper esa
barrera fatal de la desconfianza, que ha de ser suplantada por la confianza más cordial. Es
decir: que la obediencia ha de guiar al alumno como la madre a su hijito; entonces reinará en el
Oratorio la paz y la antigua alegría.
-:Cómo hacer, pues, para romper esta barrera?
-Familiaridad con los jóvenes, especialmente en el recreo.
Sin la familiaridad no se puede demostrar el afecto, y sin esta demostración no puede
haber confianza. El que quiere ser amado es menester que demuestre que ama. Jesucristo
se hizo pequeño con los pequeños y cargó con nuestras enfermedades. ¡He aquí el maestro
de la familiaridad!
El maestro al cual sólo se ve en la cátedra es un maestro y nada más; pero, si participa del recreo
de los jóvenes, reconvierte también en hermano.
Si a uno se le ve en el púlpito predicando, se dirá que no hace más que cumplir con su deber,
pero, si se le ve diciendo en el recreo una buena palabra, habrá que reconocer que esa palabra
proviene de una persona que ama.
¡Cuántas conversiones no fueron efecto de alguna de sus palabras pronunciadas de improviso al
oído de un jovencito mientras se divertía! El que sabe que es amado, ama, y el que es amado
lo consigue todo, especialmente de los jóvenes. Es ta confianza establece como una corriente
eléctrica entre jóvenes y superiores. Los corazones se abren y dan a conocer sus
necesidades v manifiestan sus defectos. Este amor hace que los superiores puedan soportar
las fatigas, los -disgustos, las ingratitudes, las faltas de disciplina las ligerezas, las
negligencias de los jóvenes. Jesucristo, he aquí vuestro modelo. Entonces no habrá quien
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trabaje por vanagloria; ni quien castigue por vengar su amor propio ofendido; ni quien se retire
del campo de la asistencia por celo a una temida preponderancia de otros; ni quien murmure de
los otros para ser amado y estimado de los jóvenes, con exclusión de todos los demás superiores,
mientras, en cambio, no cosecha más que desprecio e hipócritas zalamerías; ni quien se deje
robar el corazón por una criatura y, para agasajar a ésta, descuide a todos los demás jovencitos;
ni quienes, por amor a la propia comodidad, menosprecien el deber de la asistencia; ni quienes,
por falso respeto humano, se abstengan de amonestar a quien necesite ser amonestado. Si existe
este amor efectivo, no se buscará otra cosa más que la gloria de Dios y el bien de las almas.
Cuando languidece este amor, es que las cosas no marchan bien. ¿Por qué se quiere sustituir la
caridad por la frialdad de un reglamento? ¿Por qué los superiores dejan a un lado la observancia
de aquellas reglas de educación que don Bosco les dictó? Porque al sistema de prevenir, de
vigilar y corregir amorosamente los desórdenes, se le quiere reemplazar por aquel otro, más fácil
y más cómodo para el que manda, de promulgar la ley y hacerla cumplir mediante los castigos
que encienden odios y acarrean disgustos; si se descuida el hacerlas observar, son causa de
desprecio para los superiores y de desórdenes gravísimos. Y esto sucede necesariamente si falta
la familiaridad. Si, por lo tanto, se desea que en el Oratorio reine la antigua felicidad, hay que
poner en vigor el antiguo sistema: El superior sea todo para todos, siempre dispuesto a
escuchar toda duda o lamentación de los jóvenes, todo ojos para vigilar paternalmente su
conducta, todo corazón para buscar el bien espiritual de sus subalternos y el bienestar
temporal de aquellos a quienes la Providencia ha confiado a sus cuidados.
Entonces los corazones no permanecerán cerrados y no se ocultarán ciertas cosas que causan la
muerte de las almas. Sólo en caso de inmoralidad sean los superiores inflexibles. Es mejor correr
el peligro de alejar de casa a un inocente que hacer que permanezca en ella un escandaloso. Los
asistentes consideren como un estrechísimo deber de conciencia el referir a los superiores todas
aquellas cosas que crean pueden constituir ofensa de Dios.
Entonces yo le pregunté:
-¿Y cuál es el medio principal para que triunfe semejante familiaridad y amor y confianza?
-La observancia exacta del reglamento de la Casa.
-¿Y nada más?
-El mejor plato en una comida es la buena cara.
Mientras mi antiguo alumno terminaba de hablar con estas palabras, yo continué contemplando
con verdadero disgusto el recreo y, poco a poco, me sentí oprimido por un gran cansancio que
iba en aumento. Esta opresión llegó a tal punto, que no pudiendo resistirla por más tiempo, me
estremecí, despertándome sin más.
Me encontré de pie junto a mi lecho. Mis piernas estaban tan hinchadas y me dolían tanto, que
no podía estar de pie.
Parte II. Producción pedagógica
Era. ya muy tarde; por ello, me fui a la cama decidido a escribir estos renglones a mis queridos
hijos.
Yo no deseo tener estos sueños, porque me producen un cansancio enorme.
Al día siguiente sentía aún un gran dolor en todos mis huesos y no veía la hora de poder
descansar. Pero he aquí que, llegada la noche, apenas estuve en el lecho, comencé a soñar
nuevamente.
Tenía ante mi vista el patio ocupado por los jóvenes que están actualmente en el Oratorio y,
junto a mí, al mismo antiguo alumno.
Yo entonces comencé a preguntarle:
-Lo que me dijiste se lo haré saber a mis salesianos, pero ¿qué debo decir a los jóvenes del
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Oratorio?
El me respondió:
-Que reconozcan los trabajos que se imponen los superiores, los maestros y los asistentes
por amor a ellos, pues si no fuese por labrar su bien, no se impondrían tantos sacrificios;
que recuerden que la humildad es la fuente de toda tranquilidad; que sepan soportar los
defectos de los demás, pues la perfección no se encuentra en el mundo, sino solamente en el
paraíso; que dejen de murmurar, pues la murmuración enfría los corazones; y, sobre todo,
que procuren vivir en gracia de Dios. Quien no vive en paz con Dios, no puede tener paz
consigo mismo ni con los demás.
-¿Me has dicho, pues, que hay entre mis jóvenes quienes no están en paz con Dios?
-Esta es la primera causa del malestar reinante, entre otras que usted conoce, y que usted debe
remediar, y que, por tanto, no voy a explicarle yo ahora. En efecto, sólo desconfía el que tiene
secretos que ocultar, quien teme que estos secretos sean descubiertos, pues sabe que, de ponerse
de manifiesto, se derivará de ellos una gran vergüenza y no pocas desgracias. A1 mismo tiempo,
si el corazón no está en paz con Dios, vive angustiado, inquieto, rebelde a toda obediencia, se
irrita por nada, se cree que todo marcha mal, y como él no ama, juzga que los superiores
tampoco aman.
-Pues, con todo, ¿no ves, querido mío, la frecuencia de confesiones y comuniones existentes en
el Oratorio?
-Es cierto que la frecuencia de confesiones es grande, pero lo que falta en absoluto en
muchísimos jóvenes que se confiesan es la estabilidad o firmeza en los propósitos. Se confiesan,
pero siempre de las mismas faltas, de las mismas ocasiones próximas, de las mismas malas
costumbres, de las mismas desobediencias, de las mismas negligencias en el cumplimiento de
los deberes. Así siguen . durante meses y años, y algunos así llegan hasta el final de los estudios.
Tales confesiones valen poco o nada; por lo tanto, no proporcionan la paz, y si un jovencito
fuese llamado en .tal estado ante el tribunal de Dios, se vería en un aprieto.
-Y de éstos, ¿hay muchos en el Oratorio?
-En relación con el gran número de jóvenes que hay en la casa, afortunadamente son pocos.
Mira.
Y al decir esto me los señalaba.
Yo los observé uno a uno. Pero, en estos pocos, vi cosas que amargaron grandemente mi
corazón. No quiero ponerlas por escrito, pero cuando esté de regreso quiero comunicarlas a cada
uno de los interesados. Ahora os diré solamente que es tiempo de rezar y de tomar firmes
resoluciones; de cumplir, no de palabra, sino de hecho, y de demostrar que los Comollo, los
Domingo Savio, los Besucco y los Saccardi viven aún entre nosotros.
Por último, pregunté a aquel amigo:
-¿Tienes algo más que decirme?
-Predica a todos, mayores v pequeños, que recuerden siempre que son hijos de María Santísima
Auxiliadora. Que .ella los ha reunido aquí para librarlos de los peligros del mundo; para que se
amen como hermanos y para que den gloria a Dios y a ella con su buena conducta; que es la
Virgen quien les provee de pan y de cuanto necesitan para estudiar, obrando infinitos portentos y
concediendo innumerables gracias. Que recuerden que están en vísperas de la fiesta de su
Santísima Madre y qué, con su auxilio, debe caer la barrera de la desconfianza que el demonio
ha sabido levantar entre los jóvenes y los superiores, y de la cual sabe servirse para ruina de las
almas.
-¿Y conseguiremos derribar esta barrera?
-Sí, ciertamente, con tal de que mayores y pequeños estén dispuestos a sufrir alguna pequeña
mortificación por amor a María y pongan en práctica cuanto he dicho.
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Entretanto yo continuaba observando a los jovencitos y ante el espectáculo de los que veía
encaminarse a su perdición eterna, sentí tal angustia en el corazón que me desperté.
Querría contaros otras muchas cosas importantísimas que vi en este sueño. pero el tiempo y las
circunstancias no me lo permiten.
Concluyo: ¡Sabéis qué es lo que desea de vosotros este pobre ancia no que ha consumido toda su
vida buscando el bien de sus queridos jóvenes?
Pues solamente que, observadas las debidas proporciones, vuelvan a florecer los días felices del
antiguo Oratorio. Las jornadas del afecto y de la confianza entre los jóvenes y los superiores; los
días del espíritu de condescendencia y de mutua tolerancia por amor a Jesucristo; los días de los
corazones abiertos a la sencillez y al candor; los días de la caridad y de la verdadera alegría para
todos. Necesito que me consoléis haciendo renacer en mí la esperanza y prometiéndome que
haréis todo lo que deseo para el bien de vuestras almas. Vosotros no sabéis apreciar la suerte que
habéis tenido al estar recogidos en el Oratorio. Os aseguro, delante de Dios, que basta que un
joven entre en una casa salesiana para que la Stma. Virgen lo tome en seguida bajo su celestial
protección. Pongámonos, pues, todos de acuerdo. La caridad de los que mandan y la caridad
de los que deben obedecer haga reinar entre nosotros él espíritu de San Francisco de Sales. ¡Oh
mis queridos hijos! , se acerca el tiempo en que tendré que separarme de vosotros y partir para
mi eternidad.
(Nota del secretario: A1 llegar aquí, don Bosco dejó de dictar; sus ojos estaban llenos de
lágrimas, no a causa del disgusto, sino por la inefable ternura que se reflejaba en su rostro y en
sus palabras; unos instantes después continuó.)
Por lo tanto, mi mayor deseo, queridos sacerdotes, clérigos y jóvenes, es dejaros encaminados
por la senda que el Señor desea que sigáis.
Con este fin, el Santo Padre, al cual he visto el viernes, 9 de mayo, os envía de todo corazón su
bendición. El día de María Auxiliadora me encontraré en vuestra compañía ante la imagen de
nuestra Stma. Madre. Deseo que su fiesta se celebre con toda solemnidad; don Lazzero y don
Marchisio que se encarguen de que la alegría reine también en el comedor. La festividad de
María Auxiliadora debe ser el preludio de la fiesta eterna que hemos de celebrar todos juntos un
día en el paraíso.
Vuestro affmo. en Jesucristo
JUAN Bos co, Pbro.
Roma, 10 de mayo de 1884.
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