Biografias juveniles%2C Domingo Savio


Biografias juveniles%2C Domingo Savio

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BIOGRAFÍAS
La época colegial de estos tres jóvenes empalma con el final de las
Memorias del Oratorio, las cuales, a su vez, coinciden, en sus años
centrales (1833-39), con los años de amistad de Bosco y Comollo.

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BIOGRAFÍAS DE DOMINGO SAVIO, MIGUEL
MAGONE Y BESUCCO
Una trilogía característica
La época colegial de estos tres jóvenes empalma con el final de las Memorias del Oratorio, las cuales, a su vez,
coinciden, en sus años centrales (1833-39), con los años de amistad de Bosco y Comollo.
Podemos decir que la vida de Comollo refleja el ambiente del seminario de Chieri visto por don Bosco desde sus
veintinueve años de edad y tres de sacerdocio, cuando va a iniciar su despegue pastoral.
Las Memorias del Oratorio recogen los recuerdos de la infancia de don Bosco y del dinamismo del Oratorio,
primero en los tanteos, hasta 1841, y después en sus progresos a lo largo de los tres primeros lustros, en medio de
toda clase de dificultades.
Las tres biografías, en cambio, concentran la atención en la aventura espiritual de tres internos que, alentados
por don Bosco, en breve tiempo (veintiocho, catorce y cinco meses, respectivamente) aprovecharon al máximo los
recursos educativos de la «casa del Oratorio».
Algo reiterativo podrá aparecer transcribir tres veces los temas clásicos de la educación impartida por el santo.
La repetición se ve compensada por las variadas modulaciones según las cuales reacciona la personalidad de cada
alumno.
Savio es un caso claramente excepcional, una vida que se transfigura con esplendores de santidad. Por ello le
dedicamos la mayor parte de esta introducción.
Magone tiene la vivacidad de un carácter fogoso y avasallador.
Besucco, con abundantes rasgos de piedad ingenua y de pueblerina candidez, da ocasión al santo para formular
definitivamente sus opciones de pedagogía espiritual.
«La casa del Oratorio»
Las tres biografías reflejan la vida del internado en el decenio 1854-64, cuando don Bosco estaba entre los
cuarenta y cincuenta años, sus salesianos constituían un grupo que imperceptiblemente se iba definiendo y aumentando
desde cuatro miembros a 29, y los internos del Oratorio pasaban desde un centenar a unos seiscientos.
Al empezar este decenio estaba recién edificada la iglesia de San Francisco de Sales (junio de 1852). En
cambio, hacia el fin del mismo (mayo de 1863), se trabajaba en los cimientos del gran templo de María Auxiliadora.
En el intervalo ha ido ampliándose la «Casa del Oratorio», habiéndose demolido para ello la primitiva casa
Pinardi (marzo de 1856) para poder albergar el creciente número de internos.
Los tres biografiados son adolescentes que llegan al Oratorio entre los doce años y los trece y medio, y mueren
sin cumplir los catorce años, salvo Domingo Savio, que los sobrepasó en once meses.
Por qué ingresaron
El clero del Piamonte apreciaba grandemente la personalidad de don Bosco y su original institución. Por esto don
Cugliero, don Ariccio y don Pepino se preocuparon por facilitar el ingreso en el Oratorio de sus pequeños feligreses.
Don Bosco ha sido testigo de la precaria situación de los chicos que de provincias llegaban a Turín en busca de
trabajo. Desde el año 1835 a 1864, la ciudad pasa de 117.000 a 218.000 habitantes. Ante una emigración de esta
envergadura, el santo decide facilitar a los jóvenes que llegan los estudios o el aprendizaje de un oficio, viendo en el
internado la mejor solución.
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Domingo Savio era hijo de un herrero y de una modista, que hubieron de cambiar varias veces de residencia en
el intento de mejorar su condición económica. Magone es huérfano de padre, y su madre no tiene más remedio que
trabajar para otros. Besucco procede de un pueblo perdido en la montaña, que vive del pastoreo y de la agricultura;
su padre busca un magro complemento a sus ingresos haciendo de afilador ambulante una temporada al año.
Los tres aspiraban al sacerdocio, y la casa de don Bosco (a quien no gustaba tanto el nombre de colegio) era
ideal como ambiente religioso, estudio serio y... reducida pensión, cubierta en bastantes casos por algún
bienhechor.
La ida de los tres a la gran ciudad de Turín fue vivida por los interesados con ilusión: como quien da un gran
paso en su vida, cosa que se ve especialmente en Besucco (c.15). Téngase presente que eran unos 400 los
habitantes de Mondonio y Argentera (hoy 290 y 140, respectivamente), que Carmagnola tenía unos 12.000 en
tiempo de Magone (hoy unos 14.500).
Los tres han recibido de la familia, en cambio, una cuidadosa educación. Podría parecer lo contrario en el caso
de Miguel Magone, inquieto golfillo. Sin embargo, debajo de su corteza de chico de la calle aparece su gran amor a
la madre, una buena relación con el párroco y la conciencia de que aquel abandono en que vive no es camino de
futuro. Esto queda confirmado por su deseo, manifestado ya antes de su «conversión», de llegar a ser sacerdote.
La personalidad de cada uno de ellos al ingresar aparece así en las biografías:
Savio: despierto, reflexivo, dueño de sí, afable y sereno, capaz de concebir y llevar a término un gran proyecto;
en una palabra, maduro.
Magone: exuberante, vivo, agresivo: un gran corazón.
Besucco: aficionadísimo a la piedad, tímido, sencillo, todo asombro y buena voluntad.
El clima que respiraron
Al llegar al Oratorio les hacen impacto la alegría, la libertad y el tono festivo del patio y de los actos de iglesia; el
orden y la aplicación al trabajo en las horas de estudio y taller en aquella multiforme familia, y, por encima de todo,
la figura de don Bosco, cercano a la vida de cada uno, animador de aquel mundo singular con su presencia en el
patio y con sus pláticas, especialmente con las de las buenas noches, amén del diálogo santificador de la confesión.
Deberíamos añadir la nota de austeridad espartana de aquella casa, que también asoma en las biografías (frío,
quejas de la comida, ayuda de los internos a la limpieza de la casa... ), nota realista que nada perturba el cuadro
general.
He aquí cómo un interno, Domingo Ruffino, escribía a un amigo suyo en 1857, precisamente el año en que murió
Savio y entró Magone: «Tengo la impresión de encontrarme en un paraíso terrenal, porque todos están alegres, con
una alegría verdaderamente de cielo, y, sobre todo cuando don Bosco se encuentra en -medio de nosotros.
Entonces las horas que pasamos nos parecen minutos, y todos están pendientes de sus labios como si estuvieran
encantados. El es un imán para nosotros, porque apenas aparece todos corren a su alrededor y se sienten tanto
más contentos cuanto más cerca de él pueden estar» (CERIA, E., Domenico Savio: Biblioteca del Salesianum 11
p.66).
A este ambiente no todos llegaban tan bien dispuestos como los tres. Lo recordó Pío XI cuando, al declarar
venerable a Domingo Savio, el 9 de julio de 1933, subrayó su habilidad apostólica «en medio de una juventud que la
gran alma de don Bosco reunía y formaba, o sea, que iba formando, reformando y santificando, en donde había una
variada mezcla de ejemplos buenos y menos buenos, de elementos ejemplares y no tanto. Pues era el gran secreto
de don Bosco tender a veces la mano a elementos no buenos, con maravilla de los que no tenían su confianza en
Dios y en la bondad fundamental de la criatura de Dios. Era secreto suyo alargar su mano en todas las direcciones,
para sacar bien hasta del mal, exactamente como hace la mano de Dios».
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Este ambiente alegre, de trabajo y oración (pero en modo alguno ñoño, sino de chicos de carne y hueso, de
entre los doce y dieciocho años) despertó al máximo la capacidad de bien de los tres, a ritmos y en estilos
diferentes, pero con respuestas que suscitan la admiración, contenida pero real, del santo biógrafo.
Ideario
No es lugar éste para desarrollar los principales elementos educativos que juegan en las biografías ni tampoco
para analizar las variantes que ofrece cada una de ellas. Remitimos al lector interesado en profundizar estos
aspectos a los estudios pormenorizados de don Alberto Caviglia. Nos contentamos ahora con estas observaciones.
Es fundamental el tríptico programático ofrecido a Besucco (c. 17): alegría, estudio y piedad; ésta, a su vez, a
partir de la base imprescindible de la confesión (c.19), se orienta alrededor del binomio Eucaristía-Stma. Virgen.
Cada biografía desarrolla, por otra parte, dos temas de especial importancia: la mortificación y las relaciones de
amistad y apostolado con los compañeros. Temas más difusos son, a nuestro parecer, el pecado, enemigo de la
alegría, contra el que todos han de mantener una guerra decidida, y la pureza, a la que se dedica entero el capitulo
9 de Magone intencionados trazos distribuidos sabiamente en las tres biografías, como expresión de lucha y dé
victoria en un ambiente sano.
Retrato espiritual de cada uno
Como clave de cada personalidad podrían señalarse estas afirmaciones:
Savio (c.10s): «Ahora que he visto que uno puede ser santo también estando alegre, quiero absolutamente y
tengo necesidad de ser santo». «¡Cuán feliz sería si pudiese ganar para Dios a todos mis compañeros! »
Magone (c.9): «Yo aconsejaría-dice don Bosco-muy mucho tener cuidado de no proponer más que medios
sencillos, que ni asusten ni fatiguen al fiel cristiano, sobre todo si se trata de jóvenes... Atengámonos a lo fácil, pero
hecho bien y con perseverancia. Este fue precisamente el camino por donde Magone subió a un maravilloso grado
de perfección».
Besucco (c.29): «Tengo una cosa-decía en punto de muerte-en que siempre he pensado durante mí vida, pero
nunca me hubiera imaginado que iba a apesadumbrarme tanto en el trance de mí muerte: siento el más vivo pesar
porque durante mi vida no he amado al Señor como él se merece».
Estupendas son las formas gozosas por las que se entrevé la vida bienaventurada en medio de la serena agonía
de estos jóvenes (cf. también la de Ernesto Saccardi, que don Bosco explica a la madre del mismo en una carta:
Epistolario 1,408410). El mismo lector puede descubrir y contrastar tanta belleza, expresada en forma sencilla y
fascinante a la vez.
La obra del escritor
Don Bosco ha presentado tres biografías edificantes a sus jóvenes.
Biografías: es decir, ha ordenado cuanta información pudo conseguir. Don Bosco es consciente de que se ha
impuesto una tarea histórica y que, por lo mismo, debe acudir a cuantos testigos pueda para narrar con la máxima
objetividad.
Edificantes: con calor y claridad propone los medios con que se han formado estos modelos, no uniformes, sino
distintos. Aprovecha algunas circunstancias, especialmente los diálogos, para exponer sus valoraciones prácticas.
Dirigidas a jóvenes: con gran simpatía respecto a los protagonistas, se dirige a los lectores en forma directa, con
extrema sencillez de estilo y gran sentido de la medida y de la proporción, no acostumbrada en los escritores
piadosos de su tiempo. El estilo de don Bosco contrasta también con las páginas que recoge de don Picco y de don
Zattini al final de las dos primeras biografías, y contrasta más aún con toda la primera parte de Besucco, escrita
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por el arcipreste de Argentera. Dentro de la tendencia «romántica», que también salpica a don Bosco, el santo se
desenvuelve con encomiable discreción.
En cada una de ellas emerge una personalidad diferente, y el tono del relato responde a la personalidad del
protagonista.
En la vida de Savio es patente la veneración hacía quien es considerado santo y más allá de las indicaciones
recibidas. En las pocas páginas sobre Miguel Magone brilla una enorme simpatía hacia ese muchacho de gran
corazón, reflejada en el ritmo, rápido de verdadera aventura que imprime al relato. En la biografía de Besucco, la
inicial comprensión, sonriente y cariñosa, ante la ingenuidad natural del buen montañés, da paso a la sorpresa al
descubrir en él, al final, una profunda vivencia del amor de Dios.
Esta trilogía mantiene hoy su interés respecto a quien tenga responsabilidad en la educación de adolescentes.
Nos descubre una capacidad considerable de interiorización desde los más tiernos años, cuando las conciencias
son iluminadas y caldeadas por un corazón que cree de veras en el amor que Dios les tiene y en la generosidad de
los muchachos.
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SANTO DOMINGO SAVIO
Valor literario e histórico de su biografía
La vida de Domingo Savio es una de las más preciosas reliquias de don Bosco: tanto es lo que puso de sí
mismo, ciertamente sin pretenderlo. La escribió con amor de predilección, y repasó además las diversas ediciones,
retocando la forma para dejar cada vez más transparente su pensamiento. Así salió una pequeña obra maestra.
Un santo tan joven y tan amable encontró el biógrafo que necesitaba. En ninguno de sus numerosos escritos
hace don Bosco literatura; aquí, más que en ningún otro, emplea un lenguaje y un estilo que se acerca al de los
evangelistas: simplicidad, candor, espontaneidad, nada de artificios retóricas ni sutiles conceptos; ni siquiera guardó
un orden sistemático o cronológico. Narra cosas por él vistas (como director, confesor, predicador... ) u oídas de
personas bien informadas. Su único afán es decirlas de una manera bien clara. Pero desde el principio al fin domina
la unción que brota del alma, y que subyuga.
Durante el proceso apostólico surgió la cuestión de la historicidad de la obra. Se Impugnaron algunos hechos y
hasta se pretendió entrever en el conjunto una composición ideal, un «contra-Emilio», con la intención de presentar
un modelo juvenil. Pío XI encargó la solución de la controversia a la sección histórica que él había creado para
asesoramiento de la Sagrada Congregación de Ritos. Las indagaciones hechas llegaron a conclusiones tan
positivas sobre este punto, que luego, al tener que dilucidar ciertas dificultades presentadas por el promotor de la fe
(el llamado «abogado del diablo»), podía el abogado de la causa aducir tranquilamente los testimonios sacados de
la vida como de segura fuente histórica.
Cronología
Con el fin de ofrecer reunidos los principales detalles de la vida de este santo joven, hemos extractado de la
obra de Molineris y hemos puesto en orden las diversas fechas conservadas, completándolas con las de sus
padres y hermanos. Domingo fue el segundo de diez hijos. El primero y tercero murieron a poco de nacer. A la
muerte de Domingo quedaron cinco; otros dos nacerían más tarde.
1815. Noviembre 8: Nace Carlos Savio, padre del santo, en Ranello. Viudo, y habiendo colocado a sus hijos, a sus sesenta y tres años, don
Bosco lo recibió en el Oratorio de Turín, donde moriría el 16 de diciembre de 1891.
1820. Febrero 2: Nace en Cerretto dAsti Brígida Gaiato, madre del santo.
1840. Marzo 2: Matrimonio de ambos, que se instalan en Mondonio (donde morirá Brígida el 14 de julio de 1871).-Noviembre 3-18: Nace y
muere el primer hijo, Domingo Carlos.
1841: El matrimonio se traslada a Riva de Chieri. 1842. Abril 2: A las nueve de la mañana nace, en San Juan de Riva, junto a Chieri,
Domingo José Carlos, segundo hijo, bautizado a las cinco de la tarde.
1843. Noviembre: La familia se traslada a Murialdo, aldea de Castelnuovo, donde había nacido don Bosco.
1844. Febrero 15-16: Nace y muere Carlos, tercer hijo.
1845. julio 6: Nace Ramonina, cuarto hijo, muerta en 1913.
1847: Nace María, quinto hijo, que muere en 1859.
1848. Noviembre 3: Domingo empieza a cursar las tres clases elementales en Murialdo. Su profesor es el capellán Juan Zucca (1818-78).
1849. Abril 8: Primera comunión, en Castelnuovo.
1850: Nace Juan, sexto hijo, que muere de accidente en 1894. Desde octubre hasta junio de 1852, Domingo, aunque ha terminado las
primeras clases elementales, no puede, por la edad y la salud, ir a otra escuela.
1852. junio 21: Empieza a ir a clase a Castelnuovo, recorriendo unos 16 Km. diarios. Cursa cuarta elemental con don Alejandro Allora. Le
invita a bañarse José Zucca, nacido en 1843, alumno del Oratorio de Turín (1856-59), muerto en 1928.
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1853. Febrero- La familia se instala en Mondonio. Profesor, don José Cugliero -Abril . 13: Es confirmado en Castelnuovo.-20: Nace
Guillermo, séptimo hijo, que frecuentará el Oratorio algunos períodos, de 1861 a 1864. Muere en 1865.
1854. Octubre 2: Encuentro con don Bosco en I Becchi. Tiene doce anos y medio.-Octubre 29: Entra en el Oratorio, que tiene ya un
centenar de internos. Acudirá para las clases de primera y segunda gimnasial a casa del señor Bonzanino.-Diciembre 8: Definición del dogma
de la Inmaculada Concepción: Domingo se consagra a María.-Es probable que se diera en este mes el desafío de dos compañeros suyos,
que heroicamente consiguió impedir.
1855. Enero: En sus idas a clase camina despacio para defenderse menos del frío.-Marzo: Una plática en el Oratorio le enciende en deseos
de ser santo.-Mayo-agosto: Primeros pasos de la Compañía de la Inmaculada (Caviglia, p.450).-Junio 24: Escribe a don Bosco. Le pide este
regalo: «Salve mi alma y hágame santo».-Julio: Yendo a vacaciones le acompaña una Dama majestuosa (MB 5,627). Va a Piová con la tía
materna Raimunda (MOLINERIS, p.).Agosto: Vuelve al Oratorio. Septiembre 6: Domingo escribe al padre una carta, que se conserva (c.9).
Septiembre 8: Descubre milagrosamente a una moribunda de cólera. Octubre: Camilo Gavio, de quince años, entra en el Oratorio, donde
morirá el 29 de diciembre. Los internos son: 80 artesanos y 35 estudiantes. Domingo está cursando, en el mismo Oratorio, la tercera
gimnasial. Profesor, don Francesia.
1856. Marzo: Carteo con Juan Massaglia. Derribo de la casa Pinardi; Domingo, con sus compañeros, ayuda a retirar los escombros.-Abril
30:
Celestino Durando, nacido en 1840, entra en el Oratorio.-Mayo: Episodio. del altarcito en honor de la Virgen. El hecho de no haberse
presentado nadie a comulgar un día, da lugar a una propuesta de los congregantes de la Inmaculada.-20.- Juan Massaglia, que había entrado
en el Oratorio el 18-11-1853, muere-en Marmorito.-Junio 8: Constitución oficial de la Compañía de la Inmaculada.-Consulta médica sobre la
salud de Domingo-, interviene el doctor Villauri, que muere el 13 de julio.-Julio: Domingo adelanta sus vocaciones, pero regresa para
examinarse.-Septiembre 12: Domingo conoce milagrosamente que su madre está grave: va a imponerle un escapulario. Nace Catalina,
octavo hijo, que morirá hacia 1915. Es bautizada al día siguiente; Domingo es su padrino. -Vuelve al Oratorio.-Septiembre 29: De vacaciones
encuentra a su amigo Recto entre Nevissano y Bardella; visita en Ranello a su compañero Ángel Savio y le devuelve la salud. Va un día a
Castelnuevo a saludar a don Bosco, mientras don Rúa, sin saberlo, iba a verlo en vano a él a Mondonio4-Octubre: Regresa al Oratorio. Los
internos son unos 170.-Noviembre: Acude a casa de don Mateo Picco para cursar cuarta gimnasial. Bonetti es decurión y le toma las lecciones
en casa.-12: Consuela a Francisco Cerruti, llegado la víspera.-Diciembre: Consuela a F. Ballesio, recién entrado. Con los congregantes de la
Inmaculada anima a todos los internos a comulgar en Navidad.
1857. Enero: Todos los internos le votan como uno de los cuatro mejores. Insulto del joven Urbano Rattazzi, sobrino del ministro
homónimo.-Febrero: Pasa unos ratos en la enfermería, donde anima a Mariana Occhiena, hermana de Mamá Margarita. Pide al compañero
Artiglia que le vaya a comprar azúcar.-28: Larga conversación de despedida con don Bosco.-Marzo 1: Sale del Oratorio con su padre a las dos
de la tarde.-5: En Mondonio empieza a guardar cama y a sufrir sangrías (llegaron a ser diez). Recibe el viático.-9: Extremaunción. Muere a las
diez de la noche.-10: El padre escribe la noticia, y don Bosco hace un gran panegírico en las «buenas noches».-11: Es enterrado en
Mondonio; en Turín, don Picco hace un largo elogio de su discípulo en clase.-Abril.- Se le aparece en sueños a su padre.
1859: A fines de enero sale la primera edición de la biografía escrita por don Bosco. Muere su hermana María y nace Teresa, penúltimo
vástago de la familia, que morirá en 1933, después de haber atestiguado muchos recuerdos familiares sobre Domingo.
1863: Nace Luisa, última hermana, muerta al año siguiente
1876. Diciembre 6: Se aparece en sueños a don Bosco en Lanzo (MB 12,586-595).
1906. Octubre 29: Reconocimiento de su cadáver.
1908: Inicio del proceso diocesano informativo.
1914. Febrero 11: Comienza el proceso apostólico.-Abril 16: Solemnísimo discurso de Mons. Radini-Tedeschi en el Oratorio. Asiste su
secretario, don Ángelo Roncalli, futuro Juan XXIII (MOLINERIS, 331334).-Octubre 27: Los restos de Domingo son trasladados a Turín.
1933. julio 9: Decreto sobre la heroicidad de las virtudes: Venerable. Discurso de Pío XI y audiencia a Juan Roda (1842-1.939), que
artesano en el Oratorio, fue convertido por Domingo.
1950. Marzo 5: Pío XII lo declara beato.
1954. junio 12: El mismo papa lo declara santo.
1956. junio 8: Patrono de los «Pueri Cantores» Niños Cantores (cf. MOLINERIS, p.144-146; Magone, c.6),
Comparación
Fecha de nacimiento
Ingreso Oratorio
Edad al ingresar
Meses en el Oratorio
Edad al morir
Dgo. Savio
1842 04 02
1854 10 29
12:07
28 meses
14:11
Miguel Magone
1845 09 19
1857 11
12:02
14 meses
13:04
Fco. Besucco
1850 03 01
1863 08 02
13:05
5 meses
13:10
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Fecha de muerte
1857 03 09
Los internos en el Oratorio 200
Los SDB eran
4
Meses transcurridos de la
muerte hasta la publicación
de la biografía
22
1859 01 21
300
14
32
1864 01 09
650
29
5
Energía de carácter
Del amplísimo comentario de don Caviglia recogemos unos rasgos que enriquecen cuanto nos dice don Bosco y
comenta don Ceria.
Pío XI lo subrayó en su discurso del 9 de julio de 1933: «En el nuevo venerable se da una auténtica perfección
de vida cristiana, vivida con un espíritu de noble precisión».
Don Bosco ha educado a toda su familia con el trabajo y en el trabajo. Así lo formuló con gran sencillez quien,
con él, fundó las Hijas de María Auxiliadora, Santa María Mazzarello:
«La verdadera piedad religiosa consiste en cumplir todos nuestros deberes a tiempo y lugar y sólo por amor del
Señor» (Caviglia, p.278).
«Aquel valiente»: con este sencillo apelativo escribe de él Juan Bonetti al testimoniar sobre el difunto (Caviglia,
p.198). Era todo un clima en el que él destacaba, como depuso monseñor Ballesio: «En el Oratorio, desde don
Bosco al último de sus hijos, entre los que, por supuesto, destaca Domingo Savio, se vivía una vida rica de virtud,
de piedad, de alegría, de estudio, y trabajo aunque pobrísima en comodidades.
Todo por amor de Dios y esperando su ayuda y su premio. Esta era la bandera» (Caviglia, p.73).
Cagliero declaró: «En los tres años que le conocí en el Oratorio, durante los cuales fui asistente y maestro, constaté
que, sí bien era de carácter vivo y de índole pronta y sensible, sobre todo ante las dificultades, sin embargo, nunca lo
vi alterado ni sentí que se dejara llevar de la ira con actos o palabras contrarios a la mansedumbre cristiana. Al
contrario, afirmo que siempre estuve convencido de que dominó tan bien su temperamento, que aparentaba ser de un
natural manso y pacífico y de una dulzura admirable» (Caviglia, p.202). Pueden leerse anécdotas concretas en las
páginas 151, 207 y 508, de Caviglia.
Simpatía y amistad
«Amigo de todos, era correspondido por todos», afirma monseñor Piano (Caviglia, p.164) Cagliero lo califica de
«sociable con todos los compañeros» (Caviglia, e p.465). Don Rúa precisa: «Era prudente en la elección de los
amigos, pero después era muy fiel y constante en dar aquellas muestras de familiaridad que, sin faltar en nada a las
buenas maneras, sirven para mantener vivos los vínculos de la caridad fraterna» (Caviglia, p.187).
Relación con don Bosco
Anfossi aporta al respecto un testimonio realmente interesante: «Señalo especialmente dice la solicitud que
don Bosco ponía en sugerir cada noche al siervo de Dios Domingo consejos particularmente oportunos al mismo,
consejos que el joven, por su parte, acogía con profunda veneración; a continuación, en reflexivo silencio, se
retiraba al dormitorio demostrando con su compostura que les daba mucha importancia y que procuraba
aprovecharlos bien» (Caviglia, p.83). El clérigo Francesia, por su parte, intentaba liberar a don Bosco de aquel
asedio diario, pero Domingo sabía esquivarlo (Ibid. nota).
Pío XI lo definió así el 9 de julio de 1933: «Pequeño, pero grande apóstol en todo momento. Dispuesto siempre a
aprovechar las circunstancias favorables o a crearlas; haciéndose apóstol en todas las situaciones, desde la
catequesis hasta la participación entusiasta en las diversiones juveniles, para llevar doquier la semilla del bien, la
invitación al bien» (Caviglia, p.156).
Cuatro etapas
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En la biografía escrita por don Bosco aparecen cuatro momentos decisivos, cada uno de los cuales supone una
nueva aceleración en su ascenso espiritual. Son a la vez índices de una madurez conseguida y arranques hacía
niveles superiores.
1. En los propósitos de la primera comunión (8 de abril de 1849) queda patente un ideal personalizado («Mis amigos
serán Jesús y María») y enérgico «Antes morir que pecar»).
2. La consagración a la Inmaculada (8 de diciembre de 1854) es un compromiso espiritual firmísimo, cuando
lleva ya un mes bajo la dirección de don Bosco. Pone su propósito de ser fiel, sin claudicar en lo más mínimo, en
manos de la Madre del cielo.
3. Su decisión de hacerse santo (marzo de 1855) es la fórmula concreta y persona alegre y apostólica, de ser
«del Señor», como presagiaba su nombre. Una profunda unidad, de irradiante simpatía, está llevando a plenitud
todos sus esfuerzos. 4. Esta personalidad en formación, y rica, a la vez, de talento y gracia, se plasma en la
fundación de la Compañía de la Inmaculada. La selección de sus miembros y a redacción del reglamento, que
define el compromiso, representan el esfuerzo de varios meses hasta culminar en la constitución oficial (8 de junio
de 1856), al año y medio de la consagración a María.
Panegíricos cualificados
Estas etapas llevan a madurez a un muchacho de cuerpo pequeño y escasa salud, que no alcanzará los quince
años, pero que adquirirá una personalidad de la cual han hablado:
DON BOSCO, el 10 de marzo de 1857, como atestigua Cagliero (Caviglia, p.574): «Don Bosco anuncia la muerte
conmovido, elogiando sus extraordinarias virtudes y recomendándonos que le imitemos en el amor al estudio, a la
oración, a la obediencia y, especialmente, en la frecuencia de los sacramentos. Dijo que era un pequeño San Luis por
el amor que tenía a la más hermosa de las virtudes cristianas, y que, como él, teníamos que empeñarnos en adquiriría.
Nos quedamos maravillados de aquel pequeño y familiar panegírico y recordamos muy bien que la conducta de Savio
había sido intachable y perfecta en todo hasta el heroísmo».
PÍO XI, el 9 de julio de 1933, al proclamar la heroicidad de sus virtudes: «Es una vida cristiana, una perfección
de vida cristiana hecha sustancialmente, como puede decirse, para reducirla a sus líneas características, de pureza,
piedad y celo, de espíritu y acción apostólicos».
PÍO XII, al canonizarle el 12 de junio de 1954: «Grácil adolescente de cuerpo débil, pero de alma tensa en la pura
oblación de sí al amor soberanamente delicado y exigente de Cristo. En una edad tan tierna sólo se esperaría encontrar
más bien buenas y amables disposiciones de espíritu. En vez de ellas ya se descubren en él, con estupor, los caminos
maravillosos de las inspiraciones de la gracia, una adhesión constante y sin reservas a las cosas del cielo, que su fe
captaba con rara intensidad. En la escuela de su maestro espiritual, el gran santo don Bosco, aprendió cómo el gozo
de servir a Dios y de hacerlo amar por los demás puede convertirse en un potente medio de apostolado».
¿Un nuevo tipo de santidad?
Sus escasos quince años son una novedad entre los canonizados no mártires. Los mártires son caso aparte, y vale
la pena recordar por su juventud y actualidad a Santa María Goretti, muerta en 1902 antes de cumplir los doce años,
y canonizada el 24 de junio de 1950.
Hasta 1954, los santos no mártires más jóvenes eran San Estanislao de Kostka, con diecisiete años y medio;
Santa Juana de Arco, con diecinueve años, con veintitrés San Gabriel de la Dolorosa y Santa Teresita de Lisieux,
con veinticuatro.
Con Domingo Savio, la Iglesia ha reconocido la perfección de las virtudes en la adolescencia, período inestable por
tantos conceptos, pero que con la gracia de Dios puede desarrollarse en la santidad.
Por encima de formas de piedad que hoy quizás parezcan poco concordes con la formación litúrgico se
destacan en Domingo, como permanentemente válidas:
la importancia insustituible de la formación familiar, mediante la cual arraiga profundamente el sentido de la
oración y el horror al pecado, y la influencia del ambiente educativo: convivencia familiar y alegre, entusiasmo el
deber, aprecio de los actos de piedad, relación confiada con el sacerdote que propone una santidad no cerrada en
sí, sino simpáticamente apostólica.
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Nuestra edición
Cinco veces publicó don Bosco la biografía de Savio: en enero de 1859, en abril de 1860 y en los años 1861, 1866 y
1878. En Caviglia puede verse el análisis de las ligeras variantes de cada edición. Seguimos la que Caviglia reconoce
como definitiva: la quinta y última del santo educador.
Condensamos al fin de cada capítulo los complementos que don Ceria extrajo de los testimonios de los
procesos canónicos. Los testigos (10 en el proceso diocesano y 18 en el apostólico) son sobre todo condiscípulos
y compañeros de Domingo en el Oratorio. Le trataron, pues, en intensa convivencia familiar. Cada uno aporta
detalles y matices que corroboran y amplían las noticias recogidas por don Bosco. Por amor a la brevedad nos
contentamos con destacar con letra cursiva los párrafos que Caviglia ha comentado especialmente en su estudio
Domingo Savio y Don Bosco, y que Ceria resalta en sus complementos-. En el original son poquísimas las
palabras en cursiva: pasos en latín o algún término raro.
También hemos prescindido de los apéndices de gracias obtenidas, con que don Bosco impulsaba a acudir a la
intercesión del santo joven, y de dos notas, verdaderas digresiones, en que recogió los datos biográficos de dos
sacerdotes difuntos (BONGIOVANNI, c.17, y VALFRÉ, C.19. Cf. Caviglia, p.478).
Respecto a las ediciones de la vida de Magone (1861, 66 y 80) y de Besucco (1864, 78 y 86), escogemos la
última de cada uno, advirtiendo que son levísimas las variantes, como puede verse en la edición de Braido, a quien
seguimos en la vida de Magone, mientras que en la de Besucco ha sido confrontado el volumen VI de Caviglia.
Hemos prescindido de la nota del capítulo 13 de Magone, en que se da el reglamento de la Compañía del
Santísimo (Cf. un reglamento semejante en Savio, c.17) y del apéndice de Besucco sobre el Santo Cristo de
Argentera, centro de devoción de la comarca, apéndice que nada añade con relación a Besucco.
También en estas dos biografías hemos destacado en cursiva las frases que parecen de mayor interés, ya como
elogio de virtudes, ya como consignas pedagógicas.
Bibliografía
Caviglia, A., Opere e scritti edíti e inediti di Don Bosco IV (Turín 1943): Domingo Savio; y (Turín 1965): Luis Comollo y Miguel Magone; VI
(Turín 1965): Francisco Besucco.
CAVIGLIA, A., S. Domenico Savio nel ricordo dei contemporanei (Turín 1957). Domenico Savio. Studi e conferenze in ocassione della sua
beatificazione: Biblioteca del Salesianum 11 (Turín 1950). Il ragazzo santo. Santo Domenico Savio visto da oratorí, scrittori, giornalisti (Colle
don Bosco 1954).
SALOTTI, C. (abogado de la causa), Domenico Savio (Turín 1915). Bosco, G., Santo Domenico Savio, alunno dellOratorio di San
Francesco di Sales. Con annotazioni e appendici per cura di don Eugenio Ceria (Turín 1954).
MOLINERIS, M., Nuova vita di Domenico Savio. Quello cbe le biografie di santo Domenico Savio non dicono (Colle Don Bosco 1974).
HERTLING, L., Utrum pueri canonizari possint?: Periodica de re morali...24 (Roma 1935) 66*-73*.
TITONE, R., Ascesi e personalice (Turín 1956). Enciclopedia della dolescenza (Brescia 1964). Especialmente: MOIOLI, G., La santitá di
Domenico Savio p.721-740,
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Vida del joven Domingo Savio
alumno del Oratorio de San Francisco de Sales
(quinta edición aumentada Turín 1878)
* Tradujo Felipe Alcántara, S.D.B.
Muy queridos jóvenes:
Más de una vez me habéis pedido que os escriba algo acerca de vuestro compañero Domingo Savio; y,
haciendo todo lo posible para satisfacer vuestro deseo, os presento ahora su vida, escrita con la brevedad y
sencillez que son de vuestro agrado.
Dos obstáculos se oponían a que publicase esta obrita; en primer lugar, la crítica a que a menudo está expuesto
quien escribe ciertas cosas que se relacionan con personas que viven todavía. Este inconveniente creo haberío
superado concretándome a narrar tan sólo aquello de que vosotros y yo hemos sido testigos oculares, y que
conservo escrito casi todo y firmado, por vuestra misma mano.
Es el otro obstáculo tener que hablar, más de una vez de mí mismo, porque, habiendo vivido dicho joven cerca
de tres años en esta casa, me veré muchas veces en la necesidad de referir hechos en los cuales he tomado parte.
Creo haberlo vencido también ateniéndome al deber de historiador, según el cual, sin reparar en personas, se debe
exponer la verdad de los hechos. Con todo, si notáis que alguna vez hablo de mí mismo con cierta complacencia,
atribuidlo al gran afecto que tenía a vuestro malogrado compañero y al que os tengo a vosotros; afecto que me
mueve a manifestaros hasta lo más íntimo de mi corazón, como lo haría un padre con sus queridos hijos.
Alguno de vosotros preguntará por qué he escrito la vida de Domingo Savio y no la de otros jóvenes que vivieron
entre nosotros con fama de acendrada virtud. A la verdad, queridos míos, la divina providencia se dignó mandarnos
algunos que han sido dechados de virtud, tales como Gabriel Fassio, Luis Rúa, Camilo Gavio, Juan Massaglia y
otros; pero sus hechos no fueron tan notables como los de Savio, cuyo tenor de vida fue claramente maravilloso.
Por otra parte, si Dios me da salud y gracia, es mi intención recoger por escrito los hechos de estos compañeros
vuestros y su virtuosa conducta, y así podréis satisfacer vuestro deseo, que es también el mío; y que, en definitiva,
no es otro que, al leer sus hechos, los podáis imitar en lo que es compatible con vuestro estado.
En esta nueva edición he añadido varias cosas, que espero la harán interesante aun a aquellos que ya conocen
cuanto se dio a luz en las anteriores.
Aprovechad las enseñanzas que encontréis en esta vida de vuestro amigo, y repetid en vuestro corazón lo que
San Agustín decía para sí: Si él sí, ¿por qué yo no? Si un compañero mío de mi misma edad, en el mismo colegio,
expuesto a semejantes y quizás mayores peligros que yo, supo ser fiel discípulo de Cristo, ¿por qué no podré yo
conseguir otro tanto? Pero acordaos que la verdadera religión no consiste sólo en palabras; es menester pasar a las
obras. Por lo tanto, hallando cosas dignas de admiración, no os contentéis con decir: « ¡Bravo! ¡Me gusta! » Decid
más bien: «Voy a empezarme en hacer lo que leo de otros y que tanto excita mi admiración y tanto me maravilla».
Que Dios os dé a vosotros y a cuantos leyeren este libro salud y gracia para sacar gran provecho de él; y la
Stma. Virgen, de la cual fue Domingo Savio ferviente devoto, nos alcance que podamos formar un corazón solo y un
alma sola para amar a nuestro Creador, que es el único digno de ser amado sobre todas las cosas y fielmente
servido todos los días de nuestra vida.
De 1875, dieciocho años después de la muerte de Savio, es este hecho que se recuerda en el proceso (Sumario del Proceso p.395s) (MB
11,860). Había ido don Bosco a visitar a los salesianos de la casa de Albano. Mientras paseaba, le vieron corrigiendo las pruebas de una
nueva edición de la Vida. Se acercó don Trione y le dijo el santo: «Mira, cada vez que hago este trabajo, he de pagar tributo a
las lágrimas».
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De orden espiritual fueron las razones y motivos del «grande afecto» que DB tenía hacia Domingo Savio. Basta recordar las palabras que
dirige a los jóvenes en el prefacio de la Vida de Miguel Magone, donde, hablando de Savio, dice: «... La virtud nacida con él y cultivada hasta
el heroísmo en el transcurso de su vida mortal».
De los cuatro «modelos de virtud» que menciona en el prólogo, el santo presentará a dos, Gavio y Massaglia, en los capítulos 18 y 19.
Gabriel Fassio, alumno artesano, murió a los trece años, en abril de 1851. Apenas recibió los últimos sacramentos, exclamó repentinamente
ante los circunstantes: « ¡Ay, Turín, lo que te va a ocurrir el 26 de abril del próximo año! Que recen a San Luis para que proteja al Oratorio y a
sus moradores».
Porque era joven de ejemplares costumbres y destacada piedad, DB, que lo tenía en mucho, a las oraciones cotidianas de la comunidad
.añadió un padrenuestro y una oración a San Luis. La temida amenaza se cumplió al explotar un -polvorín a poca distancia del Oratorio, el 26
de abril de 1852.
Luis Rúa, hermano mayor del salesiano Miguel, había muerto el 29 de marzo de 1851, a los diecinueve años. Frecuentaba el Oratorio
festivo y tenía una conducta ejemplarísima. Don Rúa dijo varias veces que DB había predicho su muerte.
La piedad y la vida ejemplar de buen número de jóvenes en el Oratorio eran admiradas por muchos. Se daban frecuentes casos
de familias distinguidas que llevaban sus hijos para que recibieran buenos ejemplos.
CAPITULO I
Patria. Temperamento. Sus primeros actos de virtud
Los padres del joven cuya vida vamos a escribir fueron Carlos Savio y Brígida, pobres pero honrados vecinos de
Castelnuovo de Asti , población que dista unos 25 kilómetros de Turín. En el año 1841, hallándose los buenos
esposos en gran penuria y sin trabajo, fueron a vivir a Riva, a unos cinco kilómetros de Chieri, donde Carlos trabajó
en el oficio de herrero que de joven había aprendido. Mientras vivían en este lugar , Dios bendijo su unión
concediéndoles un hijo que había de ser su consuelo.
Nació éste el 2 de abril de 1842. Cuando lo llevaron a ser regenerado por las aguas del bautismo, le impusieron
el nombre de Domingo, cosa que, si bien parece indiferente, fue, sin embargo, objeto de gran consideración por
parte de nuestro joven, según veremos más adelante.
Cumplía Domingo dos años de edad cuando, por conveniencias de familia, hubieron sus padres de ir a
establecerse en Murialdo, arrabal de Castelnuovo de Asti.
Antiguamente se llamaba Castelnuovo de Rivalba, porque dependía de los condes Biandrate, señores de aquel lugar.
:Hacia el año 1300 fue conquistado por los de Asti, por lo cual se llamó Castelnuovo de Asti. Era a la sazón ciudad muy poblada, y sus
naturales muy industriosos y dados al comercio, que sostenían con varias ciudades de Europa.
Ha sido patria de muchos hombres célebres.
:El famoso Juan Argentero, llamado el gran médico de su siglo, nació Castelnuovo de Asti el año 1513; escribió muchas obras de vasta
erudición. Buen cristiano y muy devoto de la Santísima Virgen, erigió en su honor la capilla de la Virgen del Pueblo, en la iglesia parroquial de
San Agustín de Turín. Su cuerpo fue enterrado en la iglesia metropolitana con una muy honrosa inscripción que aún hoy se conserva.
Muchos otros personajes ilustraron esta ciudad. Últimamente, el sacerdote San José Cafasso, varón meritísimo por su piedad, ciencia
teológico y caridad para los enfermos, presos, condenados a muerte y con toda clase de menesterosos. Nació en 1811, murió en 1860.
Se llamaba Riva de Chieri, para distinguirlo de otros pueblos de igual nombre. Dista cuatro kilómetros de Chieri. El Emperador Federico con
diploma de 1164, otorgó al conde Biandrate el dominio de Riva de Chieri. Posteriormente fue cedida a los de Asti. En el siglo xvi pasó a la
casa de Saboya. Monseñor Agustín de la Chiesa, y Bonino, citan, en su Biografía, una gran lista de personajes célebres que ahí nacieron,
Toda las solicitud de los buenos padres se dirigía a la educación cristiana del hijo, que ya desde entonces
formaba sus delicias, el cual, dotado por naturaleza de un temperamento, dulce y de un corazón formado para la
piedad, aprendió con extraordinaria facilidad las oraciones de la mañana y de la noche, que rezaba ya él solito
cuando apenas tenía cuatro años de edad. En aquella edad de natural inconsciencia, él se mantenía en una
dependencia total de su madre; y, si alguna que otra vez se independizaba de ella, era para retirarse a algún rincón
de la casa y poder así a lo largo del día entregarse con más libertad a la oración.
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«Pequeñito aún-afirmaban sus padres-, en esa edad en que por irreflexión natural suelen ser para sus madres
de gran molestia y trabajo, pues todo lo quieren ver y tomar, y a menudo romper, nuestro Domingo no nos dio el
más pequeño disgusto. No sólo se mostraba obediente y pronto para cualquier cosa que se le mandara, sino que se
esforzaba en prevenir las cosas con las cuales sabía que nos iba a dar gusto y contento.
Cariñosísima era la acogida que hacía a su padre cuando lo veía volver a casa después del trabajo. Corría a su
encuentro y, tomándole de la mano o colgándose de su cuello, le decía:
-Papa, ¡qué cansado viene! ¿No es verdad? Mientras usted trabaja tanto por mí, yo para nada sirvo sino para
darle molestias; pero rogaré a Dios para que le dé a usted salud y a mí me haga bueno.
Y mientras esto decía, entraba con él en casa y le ofrecía la silla o el taburete para que se sentara, se detenía
en su compañía y le hacía mil caricias.
-Esto-dice su padre era un dulce alivio en mis fatigas, de modo que estaba impaciente por llegar a casa y darle
un beso a mi Domingo, en quien concentraba todos los afectos de mi corazón.
Su devoción crecía en él juntamente con la edad, y desde que tuvo cuatro años no fue menester avisarle que
rezara las oraciones de la mañana y de la noche, las de antes y después de comer y las del toque del ángelus, sino
que él mismo invitaba a los demás a rezarlas si, por acaso, se olvidaban de hacerlo.
Sucedió, en efecto, cierto día que, distraídos, sus padres se sentaron sin más a comer.
-Papá-dijo Domingo-, aún no hemos invocado la bendición de Dios sobre nuestros manjares.
Y, dicho esto, empezó él mismo a santiguarse y a rezar la oración que había aprendido.
En otra ocasión, un forastero hospedado en su casa se sentó a la mesa sin practicar acto alguno de religión.
Domingo, no osando avisarle, se retiró triste a un rincón del aposento. Interrogado después por sus padres acerca
del motivo de aquella novedad, contestó:
-Yo no me atrevo a ponerme a la mesa con uno que empieza a comer como lo hacen las bestias.
Caviglia aplica felizmente al pequeño Savio (p.9) dos expresiones usadas por el P. Ségneri en el panegírico de San Luis. El gran orador dice
de Gonzaga que Cristo cazador, más aún, depredador de almas, lo arrebató del nido, y así él . desde sus primeros años, quedó presa de
Dios- Lo mismo sucedió literalmente a Domingo Savio.
El hecho con que termina el capítulo lo narra así su hermana Teresa María, nacida en 1859, viuda de Tosco (SP 44): «Recuerdo también
haber oído contar a mi padre que un día vino una persona a comer a nuestra casa, y como se sentara a la mesa sin hacer la señal de la
cruz, Domingo se alejó disgustado de la mesa, yéndose con el plato en la mano a comer a un rincón. Se preguntó después mi padre por qué
había obrado de esta manera, y él respondió: Ese hombre no debe de ser cristiano, pues no hace la señal de la cruz antes de comer; por esto
no está bien que estemos a su lado».
Acabamos de ver cómo DB exalta sin más el heroísmo en la práctica de la virtud. Le pareció a alguno que a un jovencito todavía con menos
de quince años le faltaba, para la heroicidad de los santos, la prueba del tiempo. A esto contesta el que en esta materia es maestro de
maestros Benedicto XIV. Tratando de la heroicidad de las virtudes, hace este papa dos observaciones: la primera, que el heroísmo debe
medirse por las ocasiones que se ofrecen para ejercitar las virtudes, con la condición y el estado de as personas; y la segunda, que no se
debe existir heroísmo en toda clase de virtudes sino sólo en aquellas que un siervo de Dios pudo ejercitar conforme su estado y condición (De
SS. Beat. et Canon. 111 21 y 13).
En el proceso de Domingo Savio no le ,fue difícil al abogado de la causa, basándose en estos principios, demostrar que su patrocinado
había ejercitado las virtudes en grado mucho más eminente que el que se suele encontrar aun en los mejores de entre los adolescentes de su
misma edad, y por lo tanto, en grado heroico.
CAPITULO II
Su ejemplar conducta en Murialdo. Edificantes rasgos de virtud. Su
asistencia a la escuela del pueblo
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Me propongo referir en este capítulo algunos hechos que apenas se creerían si la veracidad y el carácter de
quien los afirma no excluyese todo género de duda. Inserto la relación misma que el capellán de Murialdo tuvo la
atención de dirigirme por escrito sobre este alumno suyo muy querido.
El capellán era en aquel entonces el presbítero don Juan Zucca, que ahora vive en su propio pueblo.
Dice así:
«En los primeros días que llegué a este arrabal, veía a menudo a un niño de cinco años de edad que venía a la
iglesia en compañía de su madre. La serenidad de su semblante, la compostura de su porte y su actitud devota
llamaron la atención mía y de todos.
»Si al llegar a la iglesia la encontraba cerrada, se producía un espectáculo realmente hermoso. En vez de
corretear y alborotar como hacen los niños de su edad, se llegaba al umbral de la puerta, y allí, puesto de rodillas,
con la cabeza inclinada y juntas las manos sobre el pecho, rezaba fervorosamente hasta que abrían la iglesia.
Téngase en cuenta que, a veces, el terreno estaba embarrado, o que llovía o nevaba; mas a él nada le importaba,
y se ponía igualmente a rezar de rodillas.
»Maravillado y movido de piadosa curiosidad, quise saber quién era aquel niño, y supe que era el hijo del
herrero, llamado Carlos Savio.
»Cuando me veía en la calle, comenzaba desde lejos a dar señales de particular contento, y con semblante
verdaderamente angelical se adelantaba respetuosamente a saludarme. Luego que comenzó a frecuentar la
escuela, como estaba dotado de mucho, ingenio, y era muy diligente en el cumplimiento de sus deberes, hizo en
breve tiempo notables adelantos en los estudios.
»Obligado a tratar con niños díscolos y disipados, jamás sucedió que riñera con ellos; soportaba con gran
paciencia las ofensas de los compañeros y se apartaba discretamente cuando presumía que podía suscitarse algún
altercado. No recuerdo haberle visto jamás tomar parte en juegos peligrosos ni causar en la clase el más
insignificante desorden; antes bien, invitado por algunos compañeros a ir a hacer burla de las personas ancianas, a
tirar piedras, a robar fruta o a causar otros daños en el campo, sabía desaprobar delicadamente su conducta y se
negaba a tomar parte en tan reprensibles diversiones.
»La piedad que había demostrado rezando hasta en los umbrales de la puerta de la iglesia no disminuyó con la
edad. A los cinco años había ya aprendido a ayudar a misa, y lo hacía con muchísima devoción. Iba todos los días a
la iglesia, y si otro quería ayudarla, la oía con la más edificante compostura. Como, a causa de sus pocos años,
apenas podía trasladar el misal, era gracioso verle acercarse al altar, ponerse de puntillas, tender los brazos lo más
que podía y hacer todos los esfuerzos posibles para llegar al atril. El sacerdote o los asistentes le daban el mayor
placer del mundo si, en vez de trasladar el misal, se lo acercaban de modo que lo pudiese alcanzar él; entonces,
gozoso, lo llevaba al otro lado del altar.
»Se confesaba a menudo, y no bien supo distinguir el pan celestial del pan terreno, fue admitido a la santa
comunión, que recibió con una devoción verdaderamente extraordinaria. En vista de la obra admirable que la divina
gracia iba realizando en aquel alma inocente, decía muchas veces entre mí: ¡he aquí un niño de muy grandes
esperanzas! ¡Quiera Dios que Lleguen a madurez tan preciosos frutos! »
Hasta aquí el capellán de Murialdo.
No vaya a creerse que estas y otras relaciones hayan sido compiladas por DB valiéndose de noticias orales, o, peor aún, hayan sido
amañadas por él a su antojo. El santo retocó la forma para darle una digna sencillez, eliminando las cosas superfluas, pero sin alterar en ellas
lo sustancial. Se conservan aún los originales en el Archivo Salesiano, y han sido citados y unidos a las actas del proceso canónico.
El de don Zucca está bastante deteriorado por la acción del tiempo. Escribía él a DB el 5 de mayo de 1857, dos meses después de la
muerte de Domingo, y comenzaba así: «Tú deseas algunas noticias acerca del recién fallecido Savio.... que vivía próximo a mi casa y
frecuentaba la escuela y la iglesia... de San Pedro. De mil amores voy a complacerte» (SP 445).
Dice DB que la relación del capellán contiene cosas que apenas se creerían de no mediar el seguro testimonio de quien las afirma. Una de
ellas es el ponerse a rezar en el umbral de la iglesia, siendo aún tan pequeño y con el mal tiempo que hacía. También su hermana asegura en
el proceso (SP 43): «Los capellanes y las personas devotas le encontraban de rodillas a la puerta de la iglesia tiritando de frío».
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Monseñor Radini-Tedeschi, obispo de Bérgamo, tenía razón al afirmar (Por Domingo Savio (1914) p.16)-. «Los cinco años son para él el
principio de una precoz madurez».
Muy oportuna la observación del P. Ségneri en el citado panegírico de San Luis: «Ciertas almas, singularmente escogidas por Dios, suelen
tener no sé qué oculta virtud que interiormente les impulsa a buscarlo antes de que puedan conocerlo».
CAPITULO III
Es admitido a la primera comunión. Preparación. Recogimiento y recuerdos
de aquel día
Nada faltaba a Domingo para que fuese admitido a la primera comunión. Sabía ya de memoria el pequeño
catecismo, tenía conocimiento suficiente de este augusto sacramento y ardía en deseos. . Sólo se oponía la edad,
puesto que en las aldeas no se admitía por lo regular, a los niños a la primera comunión sino a los doce años
cumplidos. Domingo apenas tenía siete y, además de poca edad, por su cuerpo menudo aún parecía más joven; de
suerte que el cura no se decidía a aceptarlo. Quiso saber también el parecer de otros sacerdotes, y éstos, teniendo
en cuenta su precoz inteligencia, su instrucción y sus deseos dejaron de lado todas las dificultades y lo admitir por
primera vez el pan de los ángeles.
Indecible fue el gozo que inundó su corazón cuando se le dio esta noticia. Corrió a su casa y lo anunció con
alegría a su madre. Desde aquel momento pasaba días enteros en el rezo y en la lectura de libros buenos; y se
estaba largos ratos en la iglesia antes y después de la misa, de modo que parecía que su alma habitaba ya con los
ángeles en el cielo.
La víspera del día señalado para la comunión fue a su madre y le dijo:
-Mamá, mañana voy a hacer mi primera comunión; perdóneme usted todos los disgustos que le he dado en lo
pasado yo le prometo portarme muy bien de hoy en adelante, ser aplicado en la escuela, obediente, dócil y
respetuoso a todo lo que usted me mande.
Y, dicho esto, se puso a llorar. La madre, que de él había recibido sólo consuelos, se sintió enternecida y,
conteniendo a duras penas las lágrimas, le consoló diciéndole:
-Vete tranquilo, querido Domingo, pues todo está perdonado; pide a Dios que te conserve siempre bueno y
ruega también por mí y por tu padre.
La mañana de aquel día memorable se levantó muy temprano y, vestido de su mejor traje, se fue a la iglesia; pero
como la encontrase cerrada, se, arrodilló en el umbral de la puerta y se puso a rezar, según su costumbre, hasta
que, llegando otros niños, abrieron la puerta. Con la confesión, la preparación y acción de gracias, la función duró
cinco horas.
Domingo fue el primero que entró en la iglesia y el último que salió de ella. En todo este tiempo no sabía si
estaba en el cielo o en la tierra. Aquel día fue siempre memorable para él, y puede considerarse como verdadero
principio o, más bien, continuación de una vida que puede servir de modelo, a todo fiel cristiano.
Algunos años después, hablándome de su primera comunión, se animaba aún su rostro con la más viva
alegría.
-¡Ah! -solía decir-, fue aquél el día más hermoso y grande de mi vida.
Escribió en seguida algunos recuerdos que conservó cuidadosamente en su devocionario y los leía a menudo.
Vinieron después a mis manos, y los incluyo aquí con toda la sencillez del original. Eran del tenor siguiente:
Propósitos que yo, Domingo, Savio, hice en el año 1849 con ocasión de mi primera comunión, a los siete años
de edad:
1. Me confesaré muy a menudo y recibiré la sagrada comunión siempre que el confesar me lo permita.
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2. Quiero santificar los días de fiesta.
3 Mis amigos serán Jesús y María.
4 Antes morir que pecar.
Estos recuerdos, que repetía a menudo, fueron la norma de sus actos hasta el fin de su vida.
Si entre los lectores de este libro se hallase alguno que no hubiera recibido aún la primera comunión, yo le
rogaría encarecidamente que se propusiera imitar a Domingo Savio. Recomiendo sobre todo a los padres y
madres de familia y a cuantos ejercen alguna autoridad sobre la juventud, que den la mayor importancia a este
acto religioso. Estad persuadidos que la primera comunión bien hecha pone un sólido fundamento moral para toda
la vida. Difícil será encontrar persona alguna que, habiendo cumplido bien tan solemne deber, no haya observado
buena y virtuosa vida.
Por el contrario, cuéntense a millares los jóvenes díscolos que llenan de amargura y desolación a sus padres,
v, si bien se mira, la raíz del mal ha estado en la escasa o ninguna preparación han hecho su primera comunión.
Mejor es diferirla o no hacerla que hacerla mal.
DB hizo su primera comunión a los diez años, y don Cafasso a los trece, a pesar de que era de todos conocida la vida angelical y la
instrucción religiosa de ambos. Por, el contrario, el capellán de Murialdo fue esta vez contra la corriente, admitiendo a Domingo Savio a la
sagrada mesa a los siete años; pero así entraba en el espíritu del cristianismo que puso en vigor Pío X con su decreto de 8 de agosto de
1910. Establece este sumo pontífice que la edad de la discreción para la primera comunión se manifiesta cuando el niño sabe distinguir entre
el pan eucarístico y el pan material.
Acerca de los propósitos que tomó entonces Domingo, escribe Salotti (Domingo Savio [Turín] p.18): «Son el más luminoso patrimonio que
ha podido dejar en herencia a nuestra juventud». Particularmente aquel ¡Antes morir que pecar! ha tomado ya carta de naturaleza entre las
frases célebres que han pasado a la historia.
El pedir perdón a los padres la noche antes de la primera comunión era costumbre corriente en todas las familias cristianas de entonces.
El Card.. Cagliero, que hizo su tercera Pascua en Castelnuovo, su tierra, cuando allí mismo hizo Domingo Savio la primera, hace resaltar en
los procesos (SP 133) la admiración de sus conciudadanos «... ante la devoción con que en la Pascua de 1849 hizo Domingo su primera
comunión, ya por su compostura, ya por su piedad y recogimiento, como por su edad, de siete años».
Domingo Savio, como años antes DB, hizo la primera comunión en la iglesia parroquial de Castelnuovo, pues Murialdo era una simple
capellanía dependiente de la parroquia de aquella población principal. En Murialdo permaneció Domingo Savio con su familia desde 1843
hasta febrero de 1853.
CAPITULO IV
Escuela de Castelnuovo de Asti. Un episodio edificante. Sabia contestación
ante un mal consejo
Cursadas las primeras clases, era preciso enviar cuanto antes a Domingo a otra parte para seguir sus estudios,
pues le era imposible continuarlos en una escuela de aldea. Esto deseaba Domingo, y éste era también el anhelo de
sus padres. Pero ¿cómo realizarlo, faltándoles los medios pecuniarios? Dios, supremo Señor de todas las cosas,
proveerá lo necesario para que pueda este niño seguir la carrera a que lo llama.
«Si yo tuviera alas como un pajarillo-decía a veces Domingo-, quisiera volar mañana y tarde a Castelnuovo para
continuar mis estudios».
Sus grandes deseos de estudiar le hicieron llevaderas todas las dificultades, y resolvió ir a la escuela municipal
de la próxima villa de Castelnuovo a pesar de que distaba unos cuatro kilómetros de su casa; y así, de sólo diez
años de edad, recorría dos veces al día aquel camino; de modo que entre idas y vueltas resultaban a diario más de
quince kilómetros.
Sopla a veces un viento molestísimo, abrasa el sol, los caminos están cubiertos de lodo, llueve a torrentes; no
importa: Domingo soporta todas estas incomodidades y obstáculos; sabe que en esto obedece a sus padres y que
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2.7 Page 17

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es un medio para aprender la ciencia de la salvación, y eso basta para hacerle sobrellevar con alegría toda clase de
trabajos.
Una persona mayor, viendo un día a Domingo que se dirigía solo al colegio, a eso de las dos de la tarde, bajo un
sol abrasador, casi únicamente por darle conversación entabló con él el siguiente diálogo:
-Amiguito, ¿no tienes miedo de ir solo por este camino? -No voy solo, señor. Mi ángel custodio me acompaña en
todos mis pasos.
- ¡ Pues ha de ser pesado el camino con tanto calor, teniendo que hacerlo cuatro veces al día!
-Nada es pesado cuando se hace por un Amo que sabe pagar bien.
-¿Y quién es ese amo?
-Dios nuestro Señor, que paga hasta un vaso de agua que se dé por su amor.
Esta misma persona narró semejante episodio a algunos amigos suyos, y concluyó diciendo:
«Un niño que a tan tierna edad abriga tales pensamientos, ciertamente hará hablar de sí, sea cualquiera la
carrera que emprenda».
Con tantas idas y venidas, alguna vez corrió serio peligro moral por causa de algunos malos compañeros.
Durante los calores del estío acostumbraban no pocos muchachos a bañarse en las lagunas, en los arroyos y
estanques o en sitios análogos. El encontrarse juntos varios niños sin ropa y bañándose a veces en lugares
públicos, es cosa muy peligrosa para el cuerpo, de suerte que a menudo, por desgracia, hay que lamentar la muerte
de niños y aun de otras personas que perecen abogadas. Pero el peligro es mucho mayor para el alma. ¡Cuántos
jovencitos lamentan la pérdida de su inocencia, siendo la causa el haber ido a bañarse con estos compañeros a
estos sitios fatales!
Varios de los condiscípulos de Domingo, no contentos con ir ellos, se empeñaron en llevarle también a él; y una
vez lo lograron. Pero, habiéndosele advertido de que hacía mal en esto se mostró profundamente pesaroso, y no
pudieron ya inducirle a que volviese de nuevo, antes, bien, deploró y lloró ,muchas veces el peligro a que había
expuesto su alma y su vida.
Otros compañeros más desenvueltos y deslenguados le dieron un nuevo asalto y le dijeron:
-Domingo, ¿quieres venir a dar un paseo con nosotros? -¿A dónde?
-Al río, a bañarnos.
-¡Ah, no!, yo no voy; no sé nadar y puedo ahogarme. -Va, hombre, es muy divertido; además, se refresca, da
buen apetito y es saludable.
-Pero tengo miedo de ahogarme.
-¡Bah! ¡Fuera miedo! Te enseñaremos nosotros a nadar; ya verás que avanzamos como peces y damos saltos
de gigante.
-Pero ¿no es pecado ir a estos lugares donde hay tantos peligros?
- ¡Quita allá! ¿No ves que va todo el mundo?
-El que todos vayan no prueba que no sea pecado. -Pues, si no quieres echarte al agua, ven a ver a los demás.
-Basta. Me encuentro aturdido. No sé qué decir.
-Ven, ven, no tengas cuidado; no es malo, y nosotros te libraremos de cualquier peligro.
-Antes de hacer lo que me decís, quiero pedir permiso a mamá; de lo contrario, no voy.
-¡Calla, simplón! ¡Cuidado con decírselo a tu madre, que ella a buen seguro no sólo no te dejarla ir, sino que nos
delataría a nuestros padres, los cuales nos quitarían el frío sacudiéndonos la badana!
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-¡Ah! Si mamá no quiere que vaya, es señal de que es malo; y por eso no voy. Y si queréis que os hable
claramente, os diré que, engañado, he ido una vez, pero en adelante no iré jamás, porque en tales sitios siempre
hay peligro o de ahogarse o de ofender al Señor. Ni me habléis más de nadar. Si esto no gusta a vuestros padres,
no debierais hacerlo, porque el Señor castiga a los hijos que hacen cosas contrarias a lo que mandan su padre o su
madre.
De esta manera, dando tan sabia respuesta a aquellos malos consejeros, Domingo evitaba un grave peligro;
pues si a él se hubiese expuesto, hubiera tal vez perdido el tesoro inestimable de la inocencia, a cuya pérdida se
siguen mil otras desdichas.
Su séptimo año de edad, el de su primera comunión, señaló una fecha de capital importancia en la vida espiritual de Domingo Savio.
Otra fecha de singular importancia fue la de los doce años, cuando tuvo lugar su encuentro con don Bosco, El período intermedio es el
que describe el santo biógrafo en los capítulos 4, 5 y 6; tres capítulos ricos de contenido
«Cursadas las primeras clases», escribe DB. Las cursó en Murialdo. En aquel poblado del ayuntamiento de Castelnuovo había una clase
sola, subdividida en otras dos: la primera inferior y la primera superior, con un solo maestro. A ellas asistió el niño Savio hasta la edad de diez
años.
A este tiempo pertenece un episodio ignorado por el escritor, pero recordado por la hermana de Domingo en el proceso como oído poco
antes de su cuñado Juan Savio, contemporáneo del niño (SP 63s). Habiendo el maestro, con toda razón, castigado y golpeado a dos
alumnos, se conmovió Domingo hasta derramar lágrimas y le dijo a su futuro pariente: «Habría preferido que el maestro me hubiera pegado
a mí».
Las idas a Castelnuovo, descritas con tan vivos colores por DB, comenzaron el 21 de junio de 1852 y duraron hasta febrero del 1853. Esta
fatiga para un niño de grácil complexión raya verdaderamente en lo heroico.
Por lo que se refiere al baño, algunos dejaban la vida en las aguas. Respecto a la moral, dice atinadamente don Caviglia (o. c., p.38):
«Nadie piense en el menor enturbiamiento de conciencia. De aquel hecho no conoció Domingo la malicia, sino la existencia del peligro». Y a
este propósito es oportuno traer a colación la declaración de don Rúa en el proceso (SP 291). «Tengo la convicción de que Domingo, por
singular privilegio, no estaba sujeto a tentaciones contra la castidad». Después de DB, nadie, ciertamente, mejor que don Rúa conocía el alma
de este jovencito angelical (cf. también MB 6,146-149; MOLINERIS, p.73-80).
CAPITULO V
Su conducta en la Escuela de Castelnuovo de Asti. Palabras de su maestro
Frecuentando Domingo esta escuela, comenzó a aprender la conducta que debía observar respecto de sus
compañeros. Si veía a uno atento, dócil, respetuoso que sabía siempre sus lecciones, cumplía bien sus deberes y
merecía las alabanzas del maestro, éste era bien pronto amigo suyo. ¿Había, por el contrario, un niño díscolo,
insolente, que descuidaba sus deberes, malhablado o que blasfemaba? Domingo huía de él como de la peste. A los
que eran algo insolentes, los saludaba, les hacía algún favor siempre que se ofrecía el caso, pero no tenía con ellos
ninguna familiaridad.
Su conducta en la escuela de Castelnuovo de Asti puede servir de modelo a todo estudiante que desee
adelantar en las ciencias y en la virtud. A este propósito traslado aquí el concienzudo juicio de su maestro, el
presbítero Alejandro Allora: «Me es muy grato dar mi opinión acerca del niño Domingo Savio el cual supo en breve
tiempo ganarse toda mi benevolencia y a quien he querido con la ternura de un padre. Y no puedo menos de
aceptar de mil amores tu invitación, porque aún conservo fresco el recuerdo de su aplicación, conducta y virtud.
»No puedo decir muchas cosas acerca de su piedad, porque, como vivía bastante lejos de este pueblo, estaba
dispensado de intervenir en las congregaciones dominicales a las que hubiera dado mucho lustre con su ejemplo.
»Concluidos los estudios de la clase primera elemental en Murialdo, pidió y obtuvo fácilmente pasar a mi clase,
la segunda elemental, cabalmente el 21 de junio de 1852, día en que los estudiantes celebran la fiesta de San Luis,
protector de la juventud.
»Era Domingo algo débil y delicado de complexión, de aspecto grave y al par dulce, con un no sé qué de
agradable seriedad. Era afable y de apacible condición y de humor siempre igual. Guardaba constantemente en la
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clase y fuera de ella, en la iglesia y en todas partes, tal compostura, que el maestro sentía la más agradable
impresión con sólo verle o hablarle, lo cual es para un maestro una dulce recompensa de las duras fatigas que tiene
a menudo que sostener en balde en el cultivo de los áridos y mal dispuestos ánimos de ciertos alumnos. Por lo que
puedo decir que Savio fue sabio, de nombre y de hechos. Esto es, en los estudios, en la piedad, en el trato con los
compañeros y en todas sus acciones.
»Desde el día primero en que entró en mi clase hasta el fin de aquel año escolástico y en los cuatro meses del
curso siguiente, progresó de una manera extraordinaria en sus estudios. Obtuvo siempre el primer puesto de su
sección y las demás distinciones honoríficas de la escuela, y casi siempre logró las mejores notas en todas las
materias que se le iban enseñando. Tan felices resultados en el estudio de las ciencias no se deben solamente
atribuir al talento nada común de que estaba dotado, sino también al grande amor que tenía al estudio y a la virtud.
»Es asimismo digna de especial admiración la diligencia con que procuraba cumplir los más insignificantes
deberes de un estudiante cristiano, y especialmente su interés y puntualidad admirables en asistir a la escuela-, de
suerte que, no obstante su delicada salud, recorría diariamente unos cuatro kilómetros de camino, haciéndolos
cuatro veces entre idas y vueltas.
»Esto lo hacía con maravillosa tranquilidad de ánimo y serenidad de rostro, a pesar de la crudeza del frío, de las
lluvias y de la nieve; cosa que no podía menos de ser conocida por el maestro como prueba de rara virtud.
Enfermó, entre tanto durante el mismo año escolar 1852-53, y cambiaron sus padres sucesivamente de domicilio, lo
que fue para mí motivo de verdadera pena, pues no pude así seguir la educación de este querido alumno de tan
grandes y halagüeñas esperanzas que, por otra parte, se iban debilitando a medida que crecía en mí el temor de
que no pudiera seguir sus estudios por falta de salud o de recursos. Mucho me alegré, pues, cuando supe que había
sido admitido entre los jóvenes del Oratorio de San Francisco de Sales, puesto que así se le abría un camino para
que no quedase inculto su claro ingenio y acendrada piedad».
Hasta aquí su maestro.
La relación de don Alejandro Allora, consignada en las actas del proceso (p.447-450), fue por él enviada a DB el 25 de agosto de 1857, el
mismo año de la muerte. El biógrafo tomó de ella lo que hacía al caso, ordenando mejor la materia y mejorando la forma de expresión.
Comentario especial merecen las palabras congregaciones dominicales. A tenor del Reglamento Albertino de 1831, abolida en 1859, eran
obligatorias para los alumnos las reuniones o congregaciones dominicales, de las que estaban dispensados los que residían en alejados
arrabales, como precisamente le ocurría a Domingo Savio. El mismo reglamento imponía también la asistencia diaria a la misa antes de la
escuela.
Después de afirmar que «casi siempre logró las mejores notas», añade el maestro: «Como atestiguan los registros escolares que aún hoy
se conservan». Palabras que DB no juzgó necesarias y que, por lo mismo emitió.
Por último, recordando hacia el fin de su relación una visita que hizo al Oratorio, «tal vez en el año 1854», dice don Allora: «Allí volví a ver a
este óptimo discípulo mío dedicado al estudio, y supe que, llegado a muchacho, no había abandonado en absoluto el camino de la sabiduría y
que, precisamente por sus virtudes y raros méritos en los estudios, se había captado la benevolencia de los superiores y el favor de algún
bienhechor que le daba la mano para poder terminar su carrera».
CAPITULO VI
En la escuela de Mondonio . Soporta una grave calumnia
Parece que la divina providencia quiso dar a entender a este niño que el mundo es un verdadero destierro y
que vamos constantemente peregrinando, o dispuso, más bien, que viviese en diversos pueblos para que así se
mostrase en muchas partes como espejo de singular virtud.
"A fines del año 1852 los padres de Domingo se retiraron de Murialdo, para fijar su residencia en Mondonio, que
es una pequeña aldea en los confines de Castelnuovo.
Mondonio o Mondomio, o también Mondone, es un pueblecito de unos cuatrocientos habitantes. Dista dos millas de Castelnuovo de Asti,
con el que tiene fácil comunicación por medio de una carretera trazada últimamente abriendo un túnel en la colina. Hay recuerdos de este
pueblo que se remontan al 1034. Por el tratado de Cherasco pasó en 1631 al dominio de la casa de Saboya (Cf. CASALIS, Diccionario).
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Siguió allí Domingo el mismo tenor de vida que en Murialdo y Castelnuovo; por lo que tendría que repetir todo lo
que de él escribieron sus anteriores maestros; y, puesto que el señor Cugliero , de quien fue alumno, hace de él una
relación casi igual, extracto de ella algunos hechos particulares, omitiendo lo restante para no incurrir en inútiles
repeticiones:
«Yo puedo decir-me escribe-que, en veinte años que trabajo en la instrucción de los niños, jamás he tenido
alguno que en piedad se pudiera comparar con Domingo. Era niño en los años, pero juicioso como un hombre
maduro. Su inteligencia y asiduidad en el estudio y su afabilidad le granjeaban el afecto de su maestro y lo hacían
muy amable a sus compañeros. Cuando lo, veía en la iglesia, quedaba maravillado al ver tanto recogimiento en un
jovencito de tan tierna edad; más de una vez dije para mí: He aquí un alma inocente que goza ya de las delicias del
paraíso y que con sus afectos parece habitar con los ángeles del cielo».
Entre los hechos que refiere su maestro es de notar, particularmente, el siguiente:
«Un día se cometió entre mis alumnos una falta, y era tal que el culpable merecía la expulsión de la escuela. Los
delincuentes previnieron el golpe, y, presentándose al maestro, de común acuerdo, echaron la culpa a nuestro
Domingo. Yo no llegaba a persuadirme de que fuera capaz de semejante falta, pero supieron los acusadores dar tal
color de verdad a la calumnia, que hube de creerles. Entré, por lo tanto, en la escuela justamente indignado por el
desorden acaecido, hablé al culpable en general y, vuelto luego a Savio, le dije:
-¿Y habías de ser tú? ¿No merecerías que te expulsara al instante de la escuela? Da gracias a Dios que es la
primera vez que has hecho una cosa semejante; pero que sea también la última.
»A Domingo le habría bastado una sola palabra para disculparse y dar a conocer su inocencia; mas calló, bajó la
cabeza y, como si tuviera la reprensión bien merecida, no levantó los ojos.
»Pero como Dios protege a los inocentes, al día siguiente fueron descubiertos los verdaderos culpables y
demostrada la inocencia de Domingo. Lleno de pesar por las reprensiones hechas al presunto culpable, le llamé
aparte y le pregunté:
-Domingo, ¿por qué no me dijiste que eras inocente?
El me respondió:
-Porque, habiendo ya el culpable cometido otras faltas, tal vez hubiera sido expulsado de la escuela; en cuanto a
mí, esperaba ser perdonado, siendo la primera falta de que se me acusaba. Además, pensaba también en nuestro
divino Salvador, que fue injustamente calumniado.
»Callé entonces, pero todos admiraron la paciencia y virtud de Domingo, que había sabido devolver bien por mal
hasta estar dispuesto a soportar un grave castigo en favor del calumniador».
Hasta aquí el señor Cugliero.
El sacerdote José Cugliero pasó unos años en Pino de Chieri como beneficiado, y tras una vida ejemplar descansó en el ósculo del Señor
en ese mismo pueblo.
La relación de don Cugliero se adelantó en cuatro meses a la de don Allora (SP 450-452). Está fechada en
Mondonio el 10 de abril de 1857, un mes apenas después de la muerte. DB introduce también datos de otras
fuentes, tal vez orales, y aun del mismo Cugliero, de quien fue luego gran amigo y confidente.
Carlos Savio, concejal y condiscípulo de Domingo, da fe de la travesura, de la calumnia y de las relativas
consecuencias. «Fui testigo presencial de este hecho. El maestro lo castigó de rodillas en medio de la clase» (PS
313 y 98). La travesura consistió en llenar la estufa de nieve y de piedras.
Salotti (1. c., p.30) descubre en la conducta de Domingo el ejercicio heroico de tres virtudes: La humillación
libremente aceptada y practicada delante de los compañeros y del maestro; la caridad para con los culpables, cuya
culpa acepta; un inmenso amor a Dios, en cuyo nombre sufre pacientemente la calumnia, que le recuerda al divino
Salvador injustamente acusado por los hombres».
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CAPITULO VII
Mis primeras relaciones con él: interesantes anécdotas
Las cosas que voy a narrar puedo referirlas con mayor número de circunstancias, puesto que de casi todas fui
testigo ocular, y las más de las veces acaecieron en presencia de una multitud de jóvenes, acordes en afirmarlas.
Corría el año 1854, cuando el citado don Cugliero vino a hablarme de un alumno suyo digno de particular
atención por su piedad.
-Aquí, en esta casa-me dijo-, es posible que tenga usted jóvenes que le igualen, pero difícilmente habrá quien le
supere en talento y virtud. Obsérvelo usted y verá que es un san Luis.
Quedamos que me lo mandaría a Murialdo, adonde yo solía ir con los jóvenes del Oratorio para que disfrutasen
algo de la campiña y, de paso, poder celebrar la novena y solemnidad de la Stma. Virgen Rosario.
Era el primer lunes de octubre, muy temprano, cuando vi aproximárseme un niño, acompañado de su padre,
para hablarme. Su rostro alegre y su porte risueño y respetuoso atrajeron mi atención.
-¿Quién eres?-le dije-. ¿De dónde vienes?
-Yo soy-respondió-Domingo Savio, de quien ha hablado a usted el señor Cugliero, mi maestro; venimos de
Mondonio.
Lo llevé entonces aparte y, puestos a hablar de los estudios hechos y del tenor de vida que hasta entonces
había llevado, pronto entramos en plena confianza, él conmigo y yo con él.
Presto advertí en aquel jovencito un corazón en todo conforme con el espíritu del Señor, y quedé no poco
maravillado al considerar cuánto le había ya enriquecido la divina gracia a pesar de su tierna edad.
Después de un buen rato de conversación, y antes de que yo llamara a su padre, me dirigió estas textuales
palabras:
-Y bien, ¿qué le parece? ¿Me lleva usted a Turín a estudiar?
-Ya veremos; me parece que buena es la tela
-¿Y para qué podrá servir la tela?
-Para hacer un hermoso traje y regalarlo al Señor. -Así, pues, yo soy la tela, sea usted el sastre; lléveme, pues,
con usted y hará de mí el traje que desee para el Señor.
-Mucho me temo que tu debilidad no te permita continuar los estudios.
-No tema usted; el Señor, que hasta ahora me ha dado salud y gracia, me ayudará también en adelante.
-¿Y qué piensas hacer cuando hayas terminado las clases de latinidad?
-Si me concediera el Señor tanto favor, desearía ardientemente abrazar el estado eclesiástico.
-Está bien; quiero probar si tienes suficiente capacidad para el estudio; toma este librito (un ejemplar de las
Lecturas Católicas), estudia esta página y mañana me la traes aprendida.
Dicho esto, le dejé en libertad para que fuera a recrearse con los demás muchachos, y me puse a hablar con su
padre. No habían pasado aún ocho minutos cuando, sonriendo, se presenta Domingo y me dice:
-Si usted quiere, le doy ahora mismo la lección.
Tomé el libro y me quedé sorprendido al ver que no sólo había estudiado al pie de la letra la página que le había
señalado, sino que entendía perfectamente el sentido de cuanto en ella se decía.
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-Muy bien-le dije-, te has anticipado tú a estudiar la lección y yo me anticiparé en darte la contestación. Sí, te
llevaré a Turín, y desde luego te cuento ya como a uno de mis hijos; empieza tú también desde ahora a pedir al
Señor que nos ayude a mí y a ti a cumplir su santa voluntad.
No sabiendo cómo expresar mejor su alegría y gratitud, me tomó de la mano, me la estrechó y besó varias
veces, y al fin me dijo.
-Espero portarme de tal modo, que jamás tenga que quejarse de mí conducta.
De tiempo le venía el deseo de ser sacerdote. En las actas del proceso consta una relación de Ángel Savio, de Castelnuovo, clérigo de DB y
más tarde misionero salesiano. Lleva fecha del 13 de diciembre de 1858. También contesta a la invitación de DB, que deseaba se le
mandaran noticias de Domingo Savio. Dice entre otras cosas: «Antes de que viniera al Oratorio, yo le conocía ya como un joven de virtud no
común. Varias veces me había manifestado el deseo de contarse entre los hijos del Oratorio. Le preguntaron un día por qué quería ir allá, y
respondió: Deseo ser sacerdote para poder más fácilmente salvar mi alma y hacer un poco de bien a los demás». DB y su Oratorio eran bien
conocidos por aquellas tierras, especialmente con motivo de los paseos de otoño que daba DB con sus jóvenes.
El coloquio aquí dramatizado aconteció el 2 de octubre de 1854, junto a la casita en que nació DB, el cual se encontraba allí por la fiesta del
Rosario.
CAPITULO VIII
Su llegada al Oratorio de San Francisco de Sales. Su estilo de vida al
empezar
Es propio de la juventud, por su edad voluble, mudar a menudo de propósito y voluntad, sucediendo no pocas veces
que hoy quiere una cosa y mañana otra; hoy practica una "virtud y en grado eminente y mañana todo lo contrario.
De aquí que, si no hay quien vele atentamente sobre ella, acaba con pésimos resultados una educación que hubiera
sido de las más brillantes y felices. No pasó esto con nuestro Domingo, pues todas las virtudes que vimos brotar y
crecer en él en las primeras etapas de -su vida, aumentaron siempre maravillosamente y crecieron todas juntas, sin
que una fuese en detrimento de la otra.
Apenas llegado a la casa del Oratorio, vino a mi cuarto para ponerse, como él decía, enteramente en manos de
los superiores. Su vista se fijó al punto en un cartel que tenía escritas en grandes caracteres las siguientes palabras,
que solía repetir San Francisco de Sales: Da mihi animas, caetera tolle. Se puso a leerlas atentamente, y como yo
deseaba mucho que entendiera lo que significaban, le indiqué o, mejor, le ayudé a comprender el sentido: ¡Oh
Señor! Dame almas, y llévate lo demás.
Reflexionó Domingo un momento y luego añadió:
-Ya entiendo; aquí no se trata de hacer negocio con dinero, sino de salvar almas; yo espero que también la mía
entrará en este comercio.
Su método de vida fue, por algún tiempo, el ordinario, y no se veía en él otra cosa que la observancia perfecta
del reglamento de la casa, se aplicaba con empeño al estudio, atendía con ardor a todos sus deberes y escuchaba
con particular gusto los sermones. Tenía siempre presente que la palabra de Dios es la guía del hombre en el
camino del cielo; y, por lo tanto, las máximas que oía en un sermón eran para él recuerdos indelebles que jamás
olvidaba.
Toda instrucción moral, todo catecismo, todo sermón, por largo que fuera, lo oía con grandísimo placer, y, si algo
no entendía bien, iba luego a una u otra persona para saber su explicación. De, aquí arrancó aquella vida
ejemplarísima y aquella exactitud en el cumplimiento de sus deberes, que difícilmente pueden superarse.
Para conocer bien el reglamento del colegio, procuraba con buena maña acercarse a alguno de sus superiores;
le interrogaba y le pedía luz y consejo, suplicándole que tuviese la bondad de avisarle siempre que le viese faltar a
sus deberes. Ni era menos de alabar el modo de conducirse con sus compañeros. ¿Veía a alguno travieso,
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negligente en el cumplimiento de sus deberes o descuidado en la piedad? Domingo huía de él. ¿Veía a otro
ejemplar, estudioso y diligente, alabado por: el maestro? Este era en breve el amigo íntimo de Domingo.
En la proximidad de la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, el director acostumbraba a hacer cada
noche una exhortación a los jóvenes Para que procurasen celebrarla de un modo digno de la excelsa Madre de
Dios, insistiendo particularmente en que cada uno de ellos pidiera a esta celestial protectora aquellas gracias que
sabía le eran de mayor necesidad.
Corría el año 1854; todo el mundo cristiano se hallaba en una como espiritual agitación, ya que en Roma se
trataba de definir el dogma de la Inmaculada Concepción de María Nosotros también hacíamos cuanto permitía
nuestra condición para celebrar esta solemnidad con decoro y con aprovechamiento espiritual de los jóvenes.
Domingo era uno de los que más ardían en deseos de celebrar el acontecimiento santamente.
Escribió, pues, nueve florecillas, o bien nueve actos de virtud, con el propósito de practicar uno cada día,
sacado a suerte. Hizo con grandísimo consuelo de su alma confesión general y comulgó con el mayor
recogimiento.
En la tarde de aquel día, ocho de diciembre, terminadas las funciones sagradas, fue por consejo de su
confesor ante el altar de María, renovó allí las promesas hechas en su primera comunión, y repitió después
muchas veces estas palabras:
-María os doy mi corazón; haced que lea siempre vuestro). Jesús y María, sed siempre mis amigos; pero, por
vuestro amor, haced que muera mil veces antes que tenga la desgracia de cometer un solo pecado.
De este modo, tomando a María por sostén de su piedad, su conducta moral apareció tan edificante y
adornada de tales actos de virtud, que comencé desde entonces a anotarlos- para no olvidarme de ellos.
Al llegar a este punto de la narración de la vida de Domingo, se presenta ante mí un conjunto de actos y
virtudes que merece especial atención, tanto del que escribe como de quien lee; por cuya razón, y para mayor
claridad, juzgo conveniente ir exponiendo las cosas, no según el orden del tiempo, sino según la analogía de los
hechos que guardan entre sí especial relación o bien hacen referencia a una misma materia.
Dividiré, pues, ésta en varios capítulos, comenzando por el estudio del latín, que fue el principal motivo de su
venida al Oratorio -de Valdocco.
Domingo entró en el Oratorio el 29 de octubre de 1854. Nótese cómo DB dice que vino, no al colegio, sino a la «casa del Oratorio». Gustaba
él de esta expresión, porque indicaba vida de familia. Precisamente al redactar en 1854 la forma definitiva de la marcha interna, tituló aquellas
reglas Primer plan de reglamento para la casa aneja al Oratorio de San Francisco de Sales.
Hay que distinguir, pues, entre el Oratorio y la casa del Oratorio. El primero era la fundación de 1846, para los externos; la otra, el pabellón
adyacente, para internos. En el año escolástico 1854-1855, el número de internos era apenas de 65; pero el curso siguiente alcanzó los 153, y
en el 1856-1857 fue de 199. Es el trienio, aunque no entero, de Domingo Savio.
Le acogieron al llegar, o se le unieron poco después, compañeros que en la historia de la congregación salesiana llegaron a alcanzar fama,
como Rúa, Cagliero, Francesia, Bonetti, Durando y Cerruti. Los cuatro primeros vestían ya hábito talar; clérigos y alumnos formaban una sola
familia, tanto que se trataban de tú. Los tres primeros y el último de los nombrados, al cabo de más de medio siglo, tuvieron que presentarse
para deponer en el proceso.
Del singular empeño con que toda la casa celebró solemnemente la fiesta de la Inmaculada Concepción, que en aquel año de la definición
dogmática tenía el mundo entero en «una especie de agitación espiritual», hablan los testigos; de Domingo, en particular, dice Cagliero (SP
135): «Recuerdo el júbilo grandísimo que manifestaba cuando la definición de la Inmaculada Concepción, acaecida en 1854, año de su
entrada en el Oratorio, y cómo rebosaba por todas partes la emoción en aquella solemnísima fiesta cuando en el Oratorio y en todo Turín
hubo una iluminación general. DB nos permitió salir, y el pequeño Domingo no cabía en sí de gozo ante esta pública demostración de
piedad».
Tampoco se borró de la mente de DB la impresión que le dejó en aquella ocasión el santo joven. Veintidós años más tarde, el 28 de
noviembre de 1876, vigilia de la novena de preparación de la fiesta de la Inmaculada, habló de ella a los jóvenes del Oratorio, después de las
oraciones de la noche. Sus palabras las tomó por escrito uno de los oyentes. He aquí una parte de su charla (MB 12,572):
«Recuerdo todavía, como si fuera hoy, aquel rostro alegre, angelical, de Domingo Savio, tan dócil, tan bueno. Vino a verme el día de antes
de la novena de la Inmaculada Concepción, y tuvo conmigo un diálogo que está escrito en su Vida, aunque bastante más breve. El diálogo fue
muy largo. Dijo él:
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-Yo sé que la Virgen concede gran número de gracias a quien hace bien sus novenas.
-Y tú, ¿qué quieres hacer en esta novena en honor de la Virgen? -Quisiera hacer muchas cosas.
-¿Por ejemplo ... ?
-Ante todo quiero hacer una confesión general de mi vida, para tener bien preparada mi alma. Luego procuraré cumplir exactamente las
florecillas que para cada día de la novena se darán en las buenas noches. Quisiera además portarme de manera que pueda cada mañana
recibir la santa comunión.
-¿Y no tienes nada más?
-Sí; tengo una cosa.
-¿Cuál es?
-Quiero declararle guerra a muerte al pecado mortal.
-¿Y qué más?
-Quiero pedirle mucho, mucho, a la Stma. Virgen y al Señor que me manden antes la muerte que dejarme caer en un pecado venial contra
la modestia.
Me dio a continuación un papelito en el que había escrito estos propósitos. Y mantuvo sus promesas, porque la Virgen Stma. le ayudaba».
Recordamos la afirmación del penúltimo párrafo de este capítulo, confirmado por don Rúa con estas palabras (SP 30s): «Recuerdo haber
oído del mismo DB que estaba escribiendo la vida de un joven del Oratorio que aún vivía, y supe luego que era Domingo Savio». Esto
recordaba don Rúa, expresando su opinión sobre la veracidad de la Vida, veracidad que, según él, «era indudable» (1. c.).
CAPITULO IX
Estudia latín. Anécdotas. Su conducta en clase. Impide un desafío. Evita un
peligro
Había estudiado Domingo los principios de la gramática latina en Mondonio, por lo que, con su asidua
aplicación al estudio y su capacidad no común, pudo en breve tiempo pasar a la clase cuarta, o, como decimos
hoy, a la segunda de gramática latina. Cursó esta clase en la escuela del benemérito profesor señor José
Bonzanino, pues en aquel entonces no se habían establecido aún en el Oratorio los estudios de enseñanza media,
como lo están al presente.
Debería exponer aquí, también con las palabras de sus maestros, cuál era su conducta, su adelanto y su buen
ejemplo; mas me limitaré a referir algunas cosas que en este año y en los dos siguientes fueron notadas con
particular admiración por los que le conocieron.
El profesor Bonzanino, más de una vez, hubo de decir que no recordaba haber tenido alumno más atento, más
dócil, más respetuoso que Savio; porque era en todo un modelo: en el vestido y en el peinado no tenía ninguna
afectación, pero en su modesto traje y en su humilde condición se presentaba siempre aseado, bien educado y
cortés, de modo que hasta los compañeros de buena educación social e incluso de la nobleza, que en buen número
iban a aquella escuela, se alegraban mucho de poder tratar con Domingo, no sólo por su ciencia y piedad, sino
también por sus finos modales y agradable trato. Y si el profesor veía a un alumno hablador, le ponía al lado de
Domingo, el cual se daba traza para inducirle al silencio, al estudio y al cumplimiento de sus deberes.
En. el curso de este año, la vida de Domingo Savio nos presenta un rasgo que raya en heroico y que apenas
parece creíble en tan juvenil edad.
Dos de sus condiscípulos llegaron a pelearse muy peligrosamente; comenzó la disensión por unas palabras
que mutuamente se dijeron, ofensivas para sus familias; a los insultos se siguieron las villanías y, por fin, se
desafiaron a hacer valer sus razones a pedradas.
Domingo llegó a descubrir aquella discordia, mas ¿cómo podía impedirla, siendo los dos rivales mayores que
él en fuerza y edad? Trató de persuadirles a que desistieran de su propósito, advirtiéndoles a ambos que la
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venganza es contraria a la razón y a la santa ley de Dios; escribió cartas a uno y a otro; los amenazó con referir el
caso al profesor y a sus padres; pero en vano: estaban sus ánimos de tal suerte exaltados que desoían cualquier
buen consejo. Además del peligro de causarse daño, ofendían gravemente a Dios. Domingo estaba sumamente
intranquilo; deseaba evitar el mal y no sabía cómo; pero Dios le inspiró el medio. Los esperó al salir de la escuela,
y así que pudo hablar aparte a cada uno, les dijo:
-Puesto que persistís en vuestro bárbaro empeño, os ruego que aceptéis al menos una condición.
-La aceptamos-respondieron-con tal que no impida el desafío.
-Es un bribón-replicó al punto uno de ellos.
-Yo no haré las paces-replicó el otro-hasta haberle abierto la cabeza.
Domingo temblaba al oír tan brutal altercado; con todo, deseando impedir mayores males, se contuvo y dijo:
-La condición que voy a poner no impedirá el desafío. -¿Cuál es?
-Prefiero decírosla allá; en el punto mismo donde os queréis batir a pedradas.
-Tú te chanceas y tratas de ponernos algún estorbo. -Iré con vosotros y no os engañaré; estad seguros. -Tal vez
querrás ir para llamar a algunos.
-Debería hacerlo, mas no lo haré. Vamos, iré con vosotros; cumplid tan sólo vuestra palabra.
Se lo prometieron, y se encaminaron a los llamados prados de la ciudadela fuera de la puerta Susa.
El odio de los contendientes era tal, que a duras penas pudo impedir Domingo que viniesen a las manos
durante el corto camino que habían de andar. Llegados al lugar destinado, Domingo hizo lo que nadie jamás
hubiera imaginado. Les dejó que se pusieran a cierta distancia; y ya tenían las piedras en las manos cuando les
habló así:
-Antes de que empecéis el desafío, quiero que cumpláis la condición que habéis aceptado.
Y diciendo esto, sacó un pequeño crucifijo que llevaba al cuello y, levantándolo en alto con una mano, dijo:
-Quiero que ambos fijéis vuestra mirada en este crucifijo y arrojando luego una piedra contra mí, digáis en voz
alta y clara estas palabras: «Jesucristo, inocente, murió perdonando a los que le crucificaron, y yo, pecador, quiero
ofenderle y vengarme bárbaramente».
Dicho esto, fue y se arrodilló ante el que se mostraba más enfurecido, diciéndole:
-Descarga sobre mí el primer golpe. Tírame una fuerte pedrada a la cabeza.
Este, que no esperaba tal propuesta, comenzó a temblar. -No-contestó, jamás; yo nada tengo contra ti; si
alguien se atreviese a ultrajarte, yo te defendería.
Apenas Domingo oyó esto, fuese al otro y le repitió las mismas razones.
También él, desconcertado, comenzó a temblar, diciéndole que- era su amigo y que no le haría daño alguno.
Domingo entonces se puso en pie y, con semblante severo y conmovido, les dijo:
-¿Cómo es que estáis los dos dispuestos a arrostrar un grave peligro en favor mío, aunque soy miserable
criatura, y para salvar vuestras almas, que cuestan la sangre del Salvador, y a quien vais a perder con este pecado,
no sabéis perdonaros un insulto y una injuria hecha en la escuela?
Dicho esto, calló y conservó levantado el crucifijo
Ante este espectáculo de caridad y de valor, los dos compañeros se dieron por vencidos.
«En aquel momento, asegura uno de ellos, me sentí enternecido. Un escalofrío corrió por mis miembros, y me
llené de vergüenza por haber obligado a tan buen amigo a usar medios tan extremos para impedir nuestro malvado
intento. Queriéndole dar al menos una señal de agradecimiento, perdoné de todo corazón al que me había ofendido
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y rogué a Domingo que me indicara algún paciente y caritativo sacerdote a quien acusar mi falta. De ese modo,
después de ser nuevamente amigo suyo, me reconcilié con el Señor, a quien con el odio y el deseo de venganza
había ofendido gravemente».
Ejemplo es éste muy digno de ser imitado por los jóvenes cristianos siempre que les ocurra ver a sus prójimos
dispuestos a tomar venganza, o cuando sean por otros, de algún modo, ofendidos o injuriados.
Pero lo que en esta acción honra singularmente la conducta y la caridad de Domingo es el silencio que supo
guardar acerca de lo sucedido; pues todo se hubiera ignorado si los mismos que tomaron parte en el hecho no lo
hubiesen narrado repetidas veces.
La ida y vuelta de clase, cosa tan peligrosa para los chicos que de las aldeas van a las grandes ciudades, fue
para nuestro Domingo un verdadero ejercicio de virtud. Constante en cumplir las órdenes de los superiores, iba a la
escuela y volvía a casa sin escuchar ni mirar nada que fuese inconveniente para un joven cristiano. Si veía a alguno
detenerse, correr, saltar, tirar piedras o pasar por donde no estaba permitido, al punto se alejaba de él.
Un día fue invitado a dar un paseo sin permiso; otra vez le aconsejaron que dejara la clase y fuera a divertirse;
mas él supo siempre contestar con una negativa.
-Mi mejor diversión-les respondía- es el cumplimiento de mis deberes; y, si sois verdaderos amigos míos, debéis
exhortarme a cumplirlos con exactitud y nunca descuidarlos.
Con todo, tuvo la desgracia de tener compañeros tales y que tanto le molestaron, que a punto estuvo de caer en
los lazos que le tendían. Había ya resuelto cierto día irse con ellos y dejar la clase; pero, a poco de andar,
reflexionó, comprendió que seguía un mal consejo, y con gran remordimiento dijo a sus perversos consejeros:
-Amigos, el deber me impone que vaya a clase, y quiero ir; no hagamos cosas que desagraden a Dios y a nuestras
superiores. Estoy arrepentido de lo que he hecho; si me dais otra vez consejos como éste, dejaréis de ser mis
amigos.
Aquellos jóvenes, escuchando el aviso de Domingo, fueron con él a clase y, en lo sucesivo, jamás pensaron en
apartarle del cumplimiento de sus deberes.
Al terminar el año, Domingo mereció ser contado entre los sobresalientes por su conducta y aplicación y pasar a
la clase superior. Pero a principio del tercer año de gramática, como se hallase su salud algo quebrantada, se juzgó
más conveniente hacerle seguir el curso privadamente en la casa del Oratorio, para poderle prestar los debidos
cuidados tanto en el descanso como en el estudio y en el recreo.
En el año de humanidades, o primero, de retórica, fue enviado a las clases del benemérito profesor don Mateo
Picco. Este profesor había oído hablar varias veces de las bellas cualidades que adornaban a Domingo; así es que,
de buen grado, lo recibió gratuitamente en su clase, que era considerada como una de las mejores entre las
aprobadas en nuestra ciudad.
Muchas son las cosas edificantes dichas y hechas por Domingo durante este nuevo curso, y las iré exponiendo
a medida que narre los hechos que con ella guardan relación.
Es digno de notar que el santo biógrafo, al delinear el desarrollo de la santidad de Domingo, narrando sus virtuosas acciones, arranca no,
por ejemplo, de la piedad, sino del cumplimiento de sus deberes. Con este concepto comienza y cierra el capítulo.
Naturalmente que en el pensamiento de DB era no un cumplimiento cualquiera del deber, sino el cumplimiento cristiano y, por lo mismo,
animado del amor habitual a Dios. Esto, que más o menos va implícito en todo el relato, lo declaran explícitamente los testigos, dos de los
cuales merecen ser preferentemente citados como los más autorizados, a saber: don Rúa y el Card. Cagliero. Afirma el primero (SP 312):
«Cumplía diligentemente sus deberes por amor de Dios. Estudiaba diligentemente por deber de conciencia, sin tener por mira el aventajar a
sus compañeros». Dice el segundo (SP 193): «Puedo afirmar que el amor de Dios ocupaba todos sus pensamientos, afectos y actos de su
corazón. Su único temor era el ofender a Dios». Precisamente el cumplimiento del deber así entendido fue el fundamento de la ascética de
San Juan Bosco. Cuanto podía en Domingo el amor de Dios queda magníficamente demostrado en el hecho que llena casi el capítulo, el
hecho más heroico de su vida. Tiene razón Caviglia (103) al considerarlo como «un hecho tal vez único en la historia de la santidad juvenil».
Sobre este hecho aseguraba DB que había sabido los detalles de uno de los contendientes. Cinco testigos dan fe del dramático episodio en
el proceso, pero sin nombrar a los actores, cuyos nombres, indudablemente, conocían; y, en cuanto al silencio atribuido al protagonista,
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encontramos una confirmación en el testimonio de Mons. Anfossi, quien asegura que conoció en seguida el hecho «porque lo sabía toda la
clase», no porque lo dijera él, «que callaba cuantas obras buenas hacía».-
Y volviendo al ejemplar cumplimiento de sus deberes, en el año de la cuarta gimnasial, el mismo Anfossi refiere las siguientes palabras que
mucho tiempo después le dijo el conde Bosco de Ruffino, uno de los nobles con quienes alternaban en aquella escuela externa los humildes
hijos de DB (SP 77): «Recuerdo todavía el sitio que ocupaba Savio en la clase y cuántas veces, volviendo a él los ojos, me sentía animado a
cumplir con mis deberes y a prestar atención a las explicaciones del profesor.
***
He aquí una carta escrita desde el Oratorio, después de haber pasado unos días de vacaciones en su casa. Lleva la fecha del 6 de
septiembre de 1855:
«Querido padre: Tengo una noticia muy interesante que comunicarle. Pero antes voy a hablarle de mi salud.
Gracias a Dios, hasta el presente me he encontrado perfectamente, y ahora también me encuentro en buena salud; espero que ocurra lo
mismo con usted y con toda la familia.
Mis estudios van viento en popa, DB está cada día más contento de mí.
La noticia es que, habiendo podido estar una hora a solas con DB (hasta la fecha no había llegado a estar más de diez minutos a solas con
él), le hablé de muchas cosas, entre otras de una asociación para asegurarnos contra el cólera; él me dijo que estaba apenas empezando y
que, de no ser por el frío a punto de llegar, constituiría un gran desastre. También yo me he inscrito, ya que los compromisos se reducen
únicamente a oraciones.
Le hablé también de mí hermana, como usted me lo encargó, y me dijo que se la presente usted cuando él vaya a I Becchi para la fiesta del
Rosario; así podrá hacerse cargo de su capacidad para los estudios y de sus cualidades, a fin de concertar con usted lo que convenga hacer.
Nada más, sino saludarle a usted y a toda la familia, y a mi maestro don Cugliero, y también a Andrés Robino y a mi amigo Domingo Savio
de Ranello.
Un abrazo de su amantísimo hijo, DOMINGO SAVIO
***
Don Bonetti declaró (SP 467-469) que durante el curso 1856-1857 recibió el encargo de tomar las lecciones de diez condiscípulos suyos
más jóvenes, entre ellos de Domingo. Este se adelantaba en darlas, cosa que hacía a la perfección, pero Bonetti no tomaba nota en seguida,
sino que lo dejaba para más adelante y ponía la calificación a la buena. Domingo Savio se le quejó amablemente una vez en particular; lo hizo
por el temor de que al conocer sus compañeros aquellas calificaciones menos buenas pudiesen tomar mal ejemplo.
CAPITULO X
Su resolución de ser santo
Dada ya una idea de los estudios de Domingo en el curso de latinidad, hablaremos de la grande resolución que
tomó de hacerse santo.
Ya hacía seis meses que se hallaba en el Oratorio cuando se hizo una plática sobre lo fácil que es llegar a ser
santo. El predicador se detuvo especialmente en desarrollar tres pensamientos que causaron profunda impresión en
el ánimo de Domingo: a saber: «Es voluntad de Dios que todos seamos santos; es fácil conseguirlo; a los santos les
está preparado un gran premio en el cielo».
Aquella plática fue para Domingo una chispa que inflamó su corazón en amor de Dios. Por algunos días no dijo
nada, pero estaba menos alegre de lo que solía, de suerte que hubimos de notarlo sus compañeros y yo. Pensando
que esto proviniese de una nueva indisposición de salud, le pregunté si sufría algún malestar.
-Al contrario-me dijo-. Lo que sufro es un gran bien estar.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que siento como un deseo, y una necesidad de hacerme santo. Nunca me hubiera imaginado yo
que uno pudiese llegar a ser santo con tanta facilidad; pero ahora que he visto que uno puede ser santo también
estando alegre quiero absolutamente y tengo, absoluta necesidad de ser santo. Dígame, pues, cómo he de
conducirme para dar comienzo a esta empresa.
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Alabé su propósito, pero le exhorté a que no se turbara, porque en la turbación del ánimo no se conoce la voz
del Señor; antes bien, que se requería en primer lugar una constante y moderada alegría; le exhorté a perseverar en
el cumplimiento de sus deberes de piedad y estudio, y que jamás dejase de tomar parte en la recreación con sus
compañeros.
Le dije un día que quería obsequiarle con un regalo que fuese de su agrado, mas que era mi voluntad que
hiciese él mismo la elección.
El regalo que le pido-interrumpió prontamente-es que me haga santo. Quiero darme todo al Señor, al Señor
para siempre; siento verdadera necesidad de hacerme santo; y, si no me hago santo, nada hago. Dios quiere que
sea santo, y yo he de hacerme tal.
En otra ocasión en que el director quería dar una muestra de especial afecto a los jóvenes de la casa, les
concedió que pidieran, por medio de un papel, cualquier cosa que estuviese a su alcance. Ya puede el lector
imaginar fácilmente las ridículas y extravagantes peticiones de unos y otros. Domingo, tomando un papel, escribió
estas solas palabras:
-Pido que usted salve mi alma y me haga santo.
Un día estaba explicando la etimología de algunas palabras. El preguntó:
-Domingo, ¿qué significa?
Le contestaron:
Domingo quiere decir del Señor.
-Vea usted-añadió al punto-sí tengo razón al decirle que me haga santo; hasta el nombre dice que yo soy del
Señor; luego yo debo y quiero ser santo, y no seré feliz mientras no lo sea.
El deseo ardiente que mostraba de ser santo no provenía de que no llevase una vida verdaderamente santa,
sino que decía esto porque quería hacer rigurosas penitencias y estar largas horas en oración, lo que el director le
tenía prohibido por no poderlo soportar su edad ni su salud, ni tampoco sus ocupaciones.
DB dedica un capítulo entero para hablar del efecto producido por una plática en el ánimo de Domingo Savio. La plática tuvo lugar seis
meses después de su entrada en el Oratorio; fue, pues, entre marzo y abril de 1855.
De los tres puntos de plática, el primero y el tercero son doctrinales; en cambio, el segundo es enteramente de un DB que habla a los
jóvenes. Y para quien conoce a DB es evidente que no podía faltar el toquecito de la alegría, el «servid al Señor en santa alegría», de que
habla en el prefacio de El joven cristiano. Por lo demás, ya a ello alude el mismo Domingo cuando dice que ha comprendido que también es
posible hacerse santo estando alegres. En este caso, la alegría de DB nada tiene que ver con la manga ancha; es una alegría que excluye la
tristeza; aquella tristeza de la que se ha dicho que «un santo triste es un triste santo». La lección que se desprende del último párrafo
exclarece bien la idea de DB, que excluía los medios rígidos y extenuantes y apelaba a los que eran «compatibles con su edad, su salud y sus
ocupaciones». La ansiedad de Domingo nacía de que quería los primeros en lugar de los segundos.
Entretanto, con aquella idea en la cabeza, iba pensativo y se mantenía apartado. No era, sin embargo, melancolía; lo demostró en la
segunda respuesta que dio a DB cuando le preguntó si sufría algún malestar: «Al contrario, respondió, sufro un bienestar». No se rió, no, DB,
como tal vez lo hubiese hecho algún otro, que le hubiera dicho quizá que no se preocupara, sino que le exhortó de la única manera que podía
hacerlo un santo, maestro de santidad.
La ocasión de que se habla hacía el fin del capítulo fue la fiesta de San Juan Bautista (24 junio 1855), en la que celebraba DB su fiesta
onomástica, si bien su santo era propiamente por San Juan Evangelista.
CAPITULO XI
Su celo por la salvación de las almas
Lo primero que se le aconsejó para llegar a ser santo fue que trabajase en ganar almas para Dios, puesto que no
hay cosa más santa en esta vida que cooperar con Dios a la salvación de las almas, por las cuales derramó
Jesucristo hasta la última gota de su preciosísima sangre.
Conoció Domingo la importancia de este consejo, y más de una vez se le oyó decir:
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-¡Cuán feliz sería si pudiese ganar para Dios a todos mis compañeros!
No dejaba entretanto pasar ocasión de dar buenos consejos y avisar a quien dijera o hiciera cosa contraria a la
santa ley de Dios. Pero lo que le causaba grande horror y acarreaba no poco daño a su salud era la blasfemia y el
oír pronunciar en vano el santo nombre de Dios. Si, pues, le ocurría oír por las calles de la ciudad o en cualquier otra
parte tales palabras, lleno de pesar bajaba al punto la cabeza y con corazón devoto, decía:
- ¡Alabado sea Jesucristo!
Pasando un día por una de las plazas de la ciudad, viole un compañero quitarse el sombrero y pronunciar en voz
baja algunas palabras.
-¿Qué haces?- le dijo ¿Qué estás diciendo?
-¿No has oído?-respondió Domingo-; aquel carretero acaba de pronunciar en vano el santo nombre de Dios. Iría
a rogarle que no volviera a repetirlo si supiera que mi aviso iba a aprovecharle; pero como temo vaya a decir cosas
peores, me he limitado a quitarme el sombrero y decir: ¡Alabado sea Jesucristo! ; y esto lo hago con ánimo de
reparar de alguna manera la injuria hecha al nombre santo de Dios.
Admiró el compañero la piedad y el valor de Domingo: y aun ahora cuenta este episodio para honra de su amigo
y edificación de los compañeros.
Al volver de clase, oyó una vez a un hombre ya entrado en años proferir una horrible blasfemia. Domingo se
estremeció, bendijo al Señor en su corazón e hizo luego lo que es verdaderamente digno de admiración. Muy
comedido y respetuoso, se acercó al atrevido blasfemo y le preguntó si sabría indicarle dónde estaba el Oratorio de
San Francisco de Sales. El otro, al ver aquel semblante angelical, depuso su furor y le contestó:
-Muchacho, siento mucho no saberlo.
- ¡ Ah! Y ya que no sabe esto, ¿no podría hacerme usted otro favor?
-¿Cómo no? De mil amores.
Domingo se le acercó cuanto pudo al oído y, bajito para que los otros no le oyeran, le dijo:
-Usted me hará un gran favor si cuando se enfada se abstiene de blasfemar contra el santo nombre de Dios.
¡Muy bien, chico! le respondió aquel hombre, lleno de estupor y admiración-. Tienes mucha razón; es un vicio
maldito que he de vencer a toda costa.
Sucedió que un día un niño de unos nueve años, habiéndose puesto a reñir con un compañero junto a la puerta
de su casa, profirió en la pelea el adorable nombre de Jesucristo. Domingo, al oírle, si bien sintió en su corazón una
justa indignación, con todo, con ánimo sereno, se interpuso entre ellos y los apaciguó. En seguida dijo al que había
pronunciado el santo nombre de Dios en vano:
-Ven conmigo y no te arrepentirás.
Vencido el muchacho por su gentileza, condescendió. Le tomó él de la mano, le llevó a la iglesia ante el altar y le
hizo arrodillarse a su lado, diciéndole:
-Pide perdón al Señor de la ofensa que le has hecho nombrándolo en vano.
Y como el niño no supiese el acto de contrición, lo recitó juntamente con él, y luego añadió:
Di conmigo estas palabras para reparar la injuria que has hecho a Jesucristo: « ¡Alabado sea Jesucristo, y que
su santo nombre sea siempre alabado! »
Leía con preferencia la vida de aquellos santos que habían trabajado especialmente por la salvación de las
almas. Hablaba gustoso de los misioneros que trabajaban en lejanas tierras por la conversión de las almas, y, no
pudiendo enviarles socorros materiales, dirigía al Señor abundantes plegarias cada día, y, al menos una vez a la
semana, ofrecía por ellos la santa comunión.
Más de una vez le oí exclamar:
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- ¡Cuántas almas esperan en Inglaterra nuestros auxilios! Oh! Si tuviera fuerzas y virtud, quisiera ir ahora mismo,
y con sermones y buen ejemplo convertirlas a todas a Dios.
Se quejaba a menudo consigo mismo, y también hablando con sus compañeros, de que muchos tengan poco
celo por instruir a los niños en las verdades de la fe.
-Apenas sea clérigo-decía-quiero ir a Mondonio para reunir a todos los niños bajo un cobertizo y darles
catecismo, contarles muchos ejemplos edificantes y hacerlos santos. ¡Cuántos pobres niños se condenan tal vez
eternamente porque no hay quien los instruya en la fe!
Lo que decía con palabras, lo confirmaba con hechos, pues, según lo permitía su edad e instrucción, enseñaba
con placer el catecismo en la iglesia del Oratorio, y si alguno lo necesitaba, le daba clase y catecismo a cualquier
hora del día y en cualquier día de la semana, con el único objeto de platicar de cosas espirituales y hacerle conocer
cuánto importa la salvación del alma.
Un día quería un compañero indiscreto interrumpirle mientras narraba a otros un ejemplo edificante durante el
recreo. -¿Qué te importa esto a ti?-le dijo a Domingo. -¿Qué me importa?-respondió; me importa, porque el alma de
mis compañeros ha sido redimida con la sangre de Jesucristo,; me importa, porque somos todos hermanos, y como
tales debemos recíprocamente amar nuestras almas; me importa, porque Dios recomienda que nos ayudemos unos
a otros a salvarnos; me importa, porque si llego a salvar un alma, asegura la salvación de la mía.
Ni tampoco se entibiaba esta solicitud por la salvación de las almas durante las vacaciones que iba a pasar con
su familia. Cualquier estampa, medalla, crucifijo, librito u otro objeto que hubiese ganado en la clase o en el
catecismo, lo guardaba cuidadosamente para el tiempo de vacaciones; y algunos días antes de salir del Oratorio
solía pedir a los superiores que le diesen algunos de esos objetos para entretener alegremente, como él decía, a
sus amigos de juego.
No bien llegaba a su aldea, se veía rodeado de muchachos de su edad, más pequeños, e incluso mayores, que
encontraban un verdadero placer en entretenerse con él. Y distribuyéndoles luego sus regalitos en el momento
oportuno, los excitaba a estar atentos a las preguntas que les hacía, ora sobre catecismo, ora sobre sus propios
deberes; y así, con tan buenos modos, conseguía llevar a muchos al catecismo, al rosario y a otras prácticas de
piedad.
Se me asegura que empleó no poco tiempo en instruir a un compañero.
-Si aprendes le decía a hacer bien la señal de la cruz, te regalaré esta medalla, y luego te recomendaré a un
sacerdote para que te dé un libro estupendo. Pero quisiera que la hicieras bien, y que mientras dices las palabras,
llevaras la mano derecha desde la frente hasta el pecho, y desde el hombro izquierdo al derecho, y terminaras
juntando bien las manos, diciendo: Amén.
Deseaba ardientemente que esta señal de nuestra redención se hiciera bien; él mismo la hacía muchas veces
en presencia de sus amigos e los invitaba a que hicieran lo mismo. A más de la exactitud en el cumplimiento de sus
más menudos deberes, se encargaba del cuidado de dos hermanitos suyos, a quienes enseñaba a leer, escribir y
estudiar el catecismo, rezando con ellos las oraciones de la mañana y de la noche. Los llevaba a la iglesia, les daba
agua bendita y les enseñaba la manera de hacer bien la señal de la cruz. El tiempo que hubiera podido pasar
divirtiéndose libremente, lo pasaba contando ejemplos edificantes a sus familiares y a cuantos amigos le querían
escuchar. También en su aldea -solía visitar todos los días al Stmo. Sacramento, y era para él una verdadera
ganancia inducir a algún compañero que le acompañase. Por lo que bien puede decirse que no Se le ofrecía ocasión
alguna de hacer una buena obra o de dar un buen consejo que tendiese al bien de las almas, que él no, la supiera
aprovechar.
Los testigos de los dos procesos fueron 28, a saber: 10 en el ordinario y 18 en el apostólico. Pues bien, en todos sus testimonios, predomina
una nota: la del apostolado. Se puede leer el discurso de Pío XI, de 9 de julio de 1933, y ver cómo el avisado pontífice valoraba esta
característica de Domingo Savio, que fue al mismo tiempo insigne distintivo de su maestro El da mihi ánimas, caetera tolle nos indica un
elemento esencialísimo de la espiritualidad del santo, que sería vivido. intensamente por su alumno.
El ardor apostólico que, según DB, suscitaba el celo de Savio para dar catecismo a sus hermanitos y a los niños de Mondonio durante los
breves períodos de vacaciones, también le llevaba, según los testigos, a colaborar en el Oratorio festivo. El testimonio más completo sobre
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este punto se debe al sacerdote Tosé Melica, compañero suyo en el Oratorio desde septiembre de 1856 (SP 124): «Ordinariamente impartían
el catecismo en el Oratorio, los domingos, sacerdotes del colegio eclesiástico de don Cafasso y jóvenes distinguidos de la ciudad. Domingo
Savio, cuando su salud se lo permitía, les suplía. Y como casi siempre faltaba alguno de los habituales, de buena gana los sustituía, y, al
hacerlo, era tan amable y bondadoso con los jóvenes externos de la ciudad, que todos lo querían por catequista».
En aquellos cuatro «me importa» de este capítulo se ven vibrar los sentimientos que animaban al santo joven en el apostolado que le inspiró
DB: la gloria de Dios, los intereses de Jesús, el celo por la salvación de las almas y la ansiedad por la salvación propia. Un cuádruplo impulso
inicial, que en él se fue poco a poco afirmando y desarrollando.
Don Rúa se expresa así (SP 111): «Era verdaderamente admirable que en un jovencito de su edad reinara tanto celo por la gloria de Dios,
hasta el punto de sentir horror y aun sufrir físicamente cuando oía blasfemar o veía de cualquier otro modo ofender la majestad de Dios».
Y aquí es oportuno contar lo que de sí mismo refiere el testigo Roda, el cual murió en Racconigi a la edad de noventa y seis años, y narraba
con frecuencia un caso que la sucedió. Entrado en el Oratorio en 1854, DB le señaló como ángel custodio a Domingo Savio para que lo guiara
en los primeros días y le aconsejara lo que tenía que hacer. Dejémosle a él la palabra (SP 55 y 220): «En los primeros días de mi
permanencia en el Oratorio, mientras jugaba con Domingo a las bochas, me dejé vencer por la triste costumbre de blasfemar, que había
contraído al vivir abandonado, sin instrucción ni educación. Apenas Domingo oyó las blasfemias, suspendió el juego, dejó escapar una
palabra de doloroso estupor y, acercándose a mí, con las frases más caritativas, me aconsejó fuera en seguida a DB para confesarme.
Inmediatamente lo hice. Y esta advertencia fue para mi tan saludable, que desde aquel día no volví a caer en semejante falta». Roda tenía
entonces trece años . A sus setenta y cuatro fue uno de los testigos oculares del proceso apostólico. Siempre se glorió de haber sido alumno
de DB.
CAPITULO XII
Varios episodios. Buenos modales en el trato con sus compañeros
El pensamiento de ganar almas para Dios lo acompañaba en todas partes. En los tiempos libres era el alma del
juego siendo de notar que, en cuanto decía o hacía, miraba constantemente el progreso, moral suyo o el de su
prójimo. Siempre tenía presente aquel principio de urbanidad de no interrumpir a los demás cuando están hablando;
pero si los compañeros callaban, hacía recaer la conversación sobre materias de clase, como historia, aritmética,
etc., y tenía a mano mil cuentecillos que hacían agradable su compañía. Si oía murmurar a alguno, luego le
interrumpía con un chiste, o, bien con un cuento o cosa parecida, para mover a risa y desviar así la conversación de
la murmuración e impedir la ofensa de Dios entre sus compañeros.
Su semblante alegre y su temperamento vivaz le hacían querido de sus compañeros, aun de los menos amantes
de la piedad; de modo que todos gozaban departiendo con él y aceptaban de buena gana los avisos que de vez en
cuando les daba.
Un día deseaba un compañero suyo disfrazarse, y a él no le parecía bien.
-¿Te gustaría-le dijo Domingo-ser realmente como quieres aparentar, con dos cuernos en la frente, un palmo de
narices y vestido encima de arlequín?
-.Jamás-repitió el otro.
-Pues entonces-añadió Domingo-, si no quieres tener estas trazas, ¿por qué quieres parecer tal y afear el buen
porte que Dios te ha dado?
En cierta ocasión sucedió que un hombre, en tiempo de recreo, se introdujo entre algunos jóvenes que estaban
jugando y, dirigiéndose a uno de ellos, Se puso a hablar en alta voz, de suerte que todos los circunstantes podían
oírle; y para atraer a los demás comenzó a contar bufonadas e historietas a propósito para mover a risa. Los
muchachos, movidos de la curiosidad, en breve se apiñaron a su alrededor, escuchando con avidez sus simplezas;
pero, no bien se vio así rodeado, hizo caer la conversación sobre materia de religión, y comenzó a vomitar
barbaridades que horrorizaban, burlándose de las cosas más santas y diciendo infamias de todas las personas
eclesiásticas,
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Algunos de los presentes, no pudiendo aguantar tanta impiedad y no osando refutarle, se contentaron con
retirarse, en tanto que un buen número de incautos continuaba escuchándole. Llegó casualmente Domingo, y, luego
que conoció de qué se trataba, venciendo todo respeto humano, dijo a sus compañeros:
-Amigos, dejemos solo a ese desgraciado, que intenta robar nuestras almas.
Los jóvenes, obedeciendo a la voz de tan amable y virtuoso compañero, se apartaron al punto de aquel emisario
del demonio, que, al verse de tal manera abandonado de todos, se marchó para no volver.
En otra ocasión, varios jóvenes se habían propuesto ir a nadar. Esto en todas partes resulta peligroso, pero
particularmente en los alrededores de Turín, en donde, a más del riesgo que corre la moralidad, encuéntrense aguas
muy profundas e impetuosas, donde los jóvenes a menudo son víctimas de su afición a nadar. Lo supo Domingo, y
procuró entretenerlos contándoles alguna novedad; mas cuando los vio absolutamente decididos, Les dijo con
resolución:
-No, yo no quiero que vayáis.
-Si no hacemos mal alguno.
-Desobedecéis a vuestros superiores y os ponéis en peligro de dar o recibir escándalo y de ahogaros; ¿y esto no
es malo?
-Pero tenemos tanto calor que no podemos soportarlo.
-Sí no podéis soportar el calor de este mundo, ¿podréis después sufrir el terrible calor del infierno que os vais a
merecer.
Movidos por estas razones, cambiaron de intento, se pusieron a jugar con él y, llegada la hora, fueron a la iglesia
para asistir a las sagradas funciones.
Algunos jóvenes del Oratorio fundaron una asociación para preocuparse de la mejora espiritual de los
compañeros díscolos. Domingo, que formaba parte de ella, era de los más celosos. Si tenía dulces, frutas,
crucecitas, medallas, estampas o cosa semejantes, las guardaba para este objeto.
-¿Quién la quiere? ¿Quién la quiere? decía en alta voz.
-Yo, yo-gritaban corriendo a su alrededor.
-Despacio, despacio-les decía-; la daré al que sepa responder mejor a una pregunta de catecismo.
Entonces preguntaba sólo a los más trastos, y no bien contestaban a algo, les hacía el regalo.
A otros los ganaba con diversos recursos; los invitaba a pasear, entraba en conversación con ellos y, si llegaba
el caso, tomaba parte en sus juegos. Se le vio en alguna ocasión con un grueso bastón en los hombros, cual otro
Hércules con la clava, jugar a la rana y mostrarse entregado en cuerpo y alma a aquel juego. Pero de pronto
suspendía la partida y decía al compañero:
-¿Quieres que el sábado vayamos a confesarnos?
El otro, que veía lejano el plazo, deseoso de continuar el juego, y también por darle gusto, le respondía que sí. A
Domingo le bastaba esto, y continuaba jugando. Pero ya no le perdía de vista, y todos los días, bien por un motivo,
bien por otro, le recordaba aquel sí, y le iba entre tanto insinuando el modo de confesarse bien Llegado el sábado,
cual cazador que ha hecho buena presa, le acompañaba a la iglesia, se confesaba él primero, y las más de las
veces prevenía al confesor, y luego ayudaba al compañero en la acción de gracias.
Estos hechos se repetían con frecuencia y eran para él de grandísimo consuelo y de gran provecho para sus
compañeros; pues sucedía, no raras veces, que alguno que no había sacado ningún fruto del sermón oído, en la
iglesia, se rendía después a las piadosas insinuaciones de Domingo.
Acontecía a veces que alguno le engañaba con buenas palabras toda la semana y, llegado el sábado, no se
dejaba ver al tiempo de confesarse; pero Domingo, así que le veía de nuevo, le decía en son de chanza:
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- ¡Vaya pillo, buena me la hiciste!
-Pero, hombre-le respondía el otro-. Si no estaba preparado, no me sentía...
Infeliz-añadía Domingo-; has cedido al demonio que te vio muy bien dispuesto; ahora tú te encuentras mucho
menos dispuesto y hasta te veo de mal humor. ¡Ea! , vamos, haz la prueba; trata de confesarte; haz un esfuerzo,
confiésate bien, y ya verás la alegría que sentirás en el corazón.
Por lo regular, el que decidía confesarse volvía en seguida a Domingo con el corazón rebosando de contento.
-Es verdad-le decía-; ¡estoy contento de veras! De hoy en adelante me confesaré más a menudo.
Entre jóvenes suele ocurrirle a alguno que queda como marginado por sus compañeros, ya por rudo o ignorante,
ya por tímido o por estar apesadumbrado a causa de algún disgusto. Chicos así suelen sufrir el peso del abandono
cuando más necesidad tienen del consuelo de un amigo.
Esos eran los amigos de Domingo. Se acercaba a ellos, los alegraba con interesantes conversaciones, les daba
buenos consejos, y más de una vez sucedió que algunos que estaban decididos a entregarse al desorden
mejoraron animados por las caritativas palabras del amigo.
Por esta razón, todos los que se encontraban indispuestos de salud querían a Domingo por enfermero, y los que
se hallaban apesadumbrados y se sentían acongojados le exponían sus cuitas. De este modo tenía siempre abierto
el camino para ejercitar la caridad con el prójimo, y acrecentar sus méritos delante de Dios.
Francisco Cerruti, que llegó a ser del Consejo Superior salesiano, entró en el Oratorio el 8 de noviembre de 1856, y pronto experimentó la
afabilidad de Domingo. De ello hizo en el proceso (SP 18) detallada narración. Recién llegado, se sentía como perdido, pensando
continuamente en su madre. Un día, mientras durante el re-creo se hallaba pensativo apoyado en una columna del pórtico, se le acercó un
compañero de rostro sereno, que con dulces maneras le dijo:
-¿Cómo te llamas?
-Francisco Cerruti-respondió.
-¿De dónde eres?
-De Saluggia.
-¿A qué clase vas?
-A la segunda de gramática.
-Entonces ya sabes latín... ¿Sabes de dónde viene la palabra sonámbulo ... ? Viene de somno ambulare (caminar durante el sueño).
-¿Pero quién eres tú que así me hablas?-preguntó fijando en su rostro la mirada.
-Soy Domingo Savio.
-¿A qué clase vas?
-A la de humanidades... Vamos a ser amigos, ¿verdad? -Seguramente-fue la respuesta.
El testigo, referido el gracioso dialoguito, terminó así su declaración: «Desde aquel momento tuve ocasión de encontrarme muchas veces él,
aun en circunstancias íntimas, en las cuales ya desde entonces me formé un concepto de que era un santo joven».
También don Rúa hace mención de una animosa intervención del jovencito para alejar a sus compañeros de un hombre sin pudor que,
penetrando en el patio y cautivando la atención de los muchachos, comenzó a despotricar contra la religión y contra los sacerdotes (SP 46).
No hace falta suponer que se trate del mismo caso contado por DB, porque incidentes análogos los había de cuando en cuando; y así, don
Francesia pudo atestiguar (SP 183): «Oí decir a DB que Domingo era el fiel guardián del Oratorio, porque con su vigilancia impedía que
fraudulentamente se introdujeran entre los jóvenes personas extrañas para difundir la impiedad. Recuerdo que en aquellos tiempos, más de
una vez, encontré emisarios de los protestantes, venidos expresamente al Oratorio para sembrar sus errores; uno de los más solícitos
para impedirlo era el jovencito Domingo Savio». Esas intrusiones de extraños eran posibles, porque entonces el patio se diferenciaba poco de
una plaza abierta. El Oratorio se encontraba casi en medio del campo.
El mismo don Francesia refiere otro hecho de singular valor que Domingo no dudó en realizar con el mismo DB para alejar el mal del
Oratorio, Dice así (SP 158): «Un día me encontré al azar cerca de DB, estaba hablando con el jovencito Domingo Savio; y no pude menos de
maravillarme al ver que éste, a quien tenía por tímido, hablaba con los brazos en jarra, diciendo con un semblante muy serio:
-Estas cosas no se deben tolerar en el Oratorio.
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Y como DB le respondiera:
-Mira, veremos; ten paciencia.
Él replicaba, insistiendo:
-Es un escándalo y no se puede tolerar.
Era la primera vez que veía a aquel jovencito hablar a DB casi con -aire de autoridad. Y lo hacía con una persuasión tal, que era forzoso
excluir que hubiera ficción ni otro motivo humano. Se trataba de un caso realmente delicado». Razón tenía don Francesia para maravillarse
también al no ver aquella vez en Domingo la habitual jovialidad alabada por DB, que veía en él un poderoso auxiliar en su apostolado.
CAPITULO XIII
Su espíritu de oración. Devoción a la Virgen. El mes de María
Dios le había enriquecido, entre otros dones, con el de un gran fervor en la oración.
Estaba su espíritu tan habituado a conversar con Dios en todas partes, que; aun en medio de las más
clamorosas algazaras, recogía su pensamiento y con piadosos afectos elevaba el corazón a Dios.
Cuando rezaba con los demás, parecía verdaderamente un ángel: inmóvil y bien compuesto, de rodillas, sin
apoyarse en ninguna parte, con suave sonrisa en el rostro, la cabeza levemente inclinada y los ojos bajos, se le
hubiera podido tomar por otro San Luis.
Bastaba verle para quedar edificado. El año 1854, el conde Cays fue elegido prior de la compañía de San Luis,
establecida en el Oratorio. La primera vez que tomó parte en nuestras funciones vio a un jovencito que oraba en una
compostura tan devota, que se sintió profundamente maravillado. Terminadas las sagradas funciones, quiso
informarse y saber quién era el niño que había llamado su atención; se trataba de Domingo Savio.
Dividía casi siempre su recreo en dos partes, una de las cuales la empleaba en lecturas piadosas o en alguna
oración que hacía en la iglesia con otros compañeros en sufragio de las almas del purgatorio o en honor de la
Virgen.
Su devoción a la Madre de Dios era sencillamente extraordinaria. Cada día hacía una mortificación en su honor,
jamás fijaba sus ojos en personas de otro sexo; mientras iba a la escuela, no solía levantar la vista. Pasaba a veces
cerca de espectáculos públicos; los compañeros los devoraban con tal avidez, que ni sabían dónde estaban;
preguntado Domingo si le habían gustado, contestaba que no había visto nada; por ello, un compañero enfadado le
riñó diciéndole:
Pues ¿para qué tienes los ojos, si no te sirven para mirar estas cosas?
-Quiero que me sirvan para contemplar el rostro de nuestra celestial Madre cuando, con la gracia de Dios, sea
digno de ir a verla en el paraíso,
Tenía especial devoción al Corazón Inmaculado de María. Todas las veces que entraba en la iglesia iba ante su
altar para pedirle que le alcanzara la gracia de guardar el corazón libre de todo afecto impuro.
-María-le decía-, quiero ser siempre vuestro hijo; haced que muera antes de cometer un pecado contrario a la
virtud de la modestia.
Todos los viernes escogía un recreo para irse con algunos compañeros a rezar a la iglesia la corona de los siete
dolores de María o las letanías de la Virgen de los Dolores.
No sólo era devoto de María Stma., sino que se alegraba mucho cuando podía conducir a sus condiscípulos a
obsequiarla con piadosos ejercicios.
Cierto sábado invitó a un compañero para que fuera con él a rezar las vísperas de la Stma. Virgen, y como éste
accediese de mala gana, diciendo que tenía frío en las manos, Domingo se sacó al punto los guantes, se los dio, y
así fueron ambos a la iglesia.
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Otro día de gran frío se quitó la capa que llevaba puesta a fin de prestársela a otro para que fuese contento a
rezar con él en la iglesia. ¡Quién podrá dejar de admirar tan generosa piedad!
En ningún tiempo era Domingo Savio más fervoroso en su devoción a nuestra celestial Protectora como durante
el mes de mayo. Se unía entonces con otros discípulos para cumplir cada día del mes alguna devoción particular,
además de lo que se hacía públicamente en la iglesia. Preparó una serie de ejemplos edificantes que poco a poco
fue narrando con mucho gusto para animar a otros a ser devotos de la Virgen. Hablaba de ella a menudo en tiempo
de recreo, y exhortaba a todos a confesarse, a frecuentar la santa comunión, principalmente en aquel mes, y daba
ejemplo él mismo, acercándose todos los días a la mesa eucarística con tal recogimiento, que mayor no se podía
desear
Un curioso episodio dará a conocer la ternura de su corazón en su devoción a la Virgen, Los alumnos de su
dormitorio decidieron hacer a sus propias expensas un hermoso altarcito que había de servir para solemnizar la
clausura del mes de María. Domingo era todo actividad en esta obra, pero, cuando fueron después a recolectar la
pequeña cuota con que cada uno debía contribuir, exclamó:
-¡Pues sí que estoy arreglado! Para estas cosas hace falta dinero, y yo no tengo ni un céntimo en el bolsillo. Y,
no obstante, quiero contribuir con algo.
Fue, tomó un libro que le habían dado de premio y, después de pedir permiso al superior, volvió contento y dijo:
-Amigos, ya puedo concurrir también yo a honrar a la Virgen; ahí está ese libro. Sacad de él lo que podáis. Esa
es mi contribución.
Al ver aquel acto tan espontáneo y generoso, los compañeros se conmovieron, y también ellos quisieron aportar
libros y otros objetos. De esta manera resultó una pequeña tómbola cuyo producto fue más que suficiente para
cubrir los gastos del altar.
Terminado éste, los chicos deseaban celebrar el acontecimiento lo mejor posible. Cada cual andaba muy
solícito en los preparativos; mas como no pudiesen acabar para el tiempo fijado, fue menester trabajar durante la
noche.
-Yo-dijo Domingo-pasaré gustoso toda la noche trabajando.
Pero sus condiscípulos le convencieron de que se acostase, pues que estaba convaleciente de una enfermedad,
y como él se resistiese, al final tuvo que ir porque se lo mandaron.
-Al menos-dijo a uno de sus compañeros-venme a despertar en cuanto terminéis, para que pueda ser de los
primeros en contemplarlo.
Las dos principales devociones del Oratorio eran en honor de Jesús Sacramentado y de María Inmaculada. De ellas habla DB en el capítulo
13 y 14, previas unas palabras sobre el don de oración concedido por Dios a Domingo Savio.
He aquí el testimonio del Card. Cagliero (SP 129): «El espíritu de fe y de unión con Dios era en él habitual, de manera que su vida era
totalmente de fe viva, de certidumbre y sin la menor duda en su corazón sencillo y pleno de Dios. Cuanto hacía estaba acompañado de gran
fe y de sentimientos divinos y sobrenaturales que le impulsaban y alentaban con admiración de cuantos éramos sus compañeros, maestros y
asistentes o disfrutábamos de su -conversación. No vivía más que de Dios, con Dios y para Dios».
Observa acertadamente Caviglia (275): «El alma de Savio es un caso de alma orientada desde los primeros momentos a la conciencia y
plenitud de Dios. Las palabras de Cagliero y de DB nos hacen ver un alma unida a Dios en oración continua, atraída a él por u na especie de
gravitación que deriva del amor del continuo ejercicio de la presencia de Dios».
El cuadro que él nos traza de Domingo en oración nos lo presenta como una figura angelical, imagen que se repite con frecuencia en las
declaraciones de los testigos. Bien lo había notado mamá Margarita, la cual dijo un día a su hijo: «Muchos jóvenes buenos tienes, mas
ninguno supera a Domingo Savio». Y preguntado por qué, respondió: «Está en la iglesia como un ángel en el cielo» (MB 5,207).
Los testigos que lo vieron rezar no aciertan a expresarse de otra manera. Don José Melica (SP 123): «Yo mismo vi muchísimas veces estar
completamente recogido en oración con tal y tanto fervor, que ni aún se daba cuenta de mi presencia cuando yo, como sacristán mayor,
cumplía deberes de mi incumbencia». Don Cerruti (SP 126): «Lo he visto yo rezar ante el altar de la Virgen con aspecto de serafín». El
Cardenal Cagliero (SP 132): «¡Cuántas veces le vi entrar en la iglesia y de cuánta edificación era para sus compañeros que, arrastrados por
su ejemplo, se componían ellos también rezando con el mayor recogimiento y fervor Se sentían al lado más que de un ángel, de un serafín de
amor». Y da hasta seis nombres de compañeros de entonces que como él admiraban el ardor seráfico de Domingo en oración (SP 195).
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De su devoción a la Madre de Dios habló ya DB (c.8) y hablará todavía (c.17). Domingo iba a rezar ante el altar de la Virgen que había en la
iglesia de S. F. Sales, donde se recogía la comunidad para sus prácticas de piedad. Las oraciones especiales que dirigía a la Virgen eran las
que DB había reunido en su joven cristiano: rosario, letanías de la Dolorosa, los siete dolores, la corona al Sagrado Corazón de María y los
siete gozos.
Testifica don Bongiovanni (SP 454): «Muy a menudo solía él, hablando con sus compañeros, llamar a la Stma. Virgen con el dulce nombre
de Madre, y mostraba en su rostro, ora una viva alegría, ora un misterioso semblante; siempre un fervoroso interés, como de ser que
ciertamente debía tener con él estrechísima relación e intimidad. De todo lo cual yo fui muchísimas veces testigo ocular». El mismo asegura
que alguna vez se colocaba en lugar donde no pudiera ser visto, y desde allí lo contemplaba a su sabor cuando rezaba ante un cuadro de
la Dolorosa que había en un altarcito en el dormitorio, «porque, comentaba, sentía en mi corazón un contento inexplicable».
Su maestro don Francesia asegura que era «voz común en el Oratorio que el promotor principal de la devoción que reinaba en los
jóvenes de la casa por los años 1855 y 1856 era Domingo Savio, y ello era fruto de su gran celo en propagar la devoción a la Virgen» (SP
159).
CAPITULO XIV
Confesión y comunión frecuentes
Está probado por la experiencia que el mejor apoyo de la juventud lo, constituyen los sacramentos de la
confesión y la comunión. Dadme un chico que se acerque con frecuencia a estos sacramentos y lo veréis crecer
en su juventud, llegar a la edad madura y alcanzar, si Dios quiere, la más avanzada ancianidad con una conducta
que servirá de ejemplo a cuantos le conozcan.
Persuádanse los jóvenes de esto para ponerlo en práctica; compréndanlo cuantos trabajan en la educación de la
juventud, para que lo puedan aconsejar.
Antes de su venida al Oratorio, Domingo se acercaba a estos sacramentos una vez al mes, como se
acostumbraba en las escuelas. Más tarde aumentó la frecuencia; pero como yo un día predicara esta máxima: «Sí
queréis, queridos jóvenes, perseverar en el camino del cielo, os aconsejo tres cosas: acercaos a menudo al
sacramento de la confesión, frecuentad la santa comunión y elegíos un confesor a quien abráis enteramente el
corazón y no lo cambiéis sin necesidad», Domingo acabó de comprender la importancia de estos consejos.
Comenzó por elegir un confesor fijo, con el cual se confesó regularmente todo el tiempo que anduvo entre
nosotros; y para que pudiese su confesor formarse un juicio cabal de su conciencia, quiso, según dijimos, hacer con
él la confesión general. Comenzó a confesarse de quince en quince días, después cada ocho, y a comulgar con la
misma frecuencia. Como viera el confesor el gran provecho que sacaba de las cosas espirituales, le aconsejó
comulgar tres veces por semana, y, al cabo del año, le permitió hacerlo diariamente.
Fue por algún tiempo dominado por los escrúpulos, razón por la cual buscaba confesarse cada cuatro días, y
aún más a menudo; pero su director espiritual se lo prohibió y, por obediencia, le impuso la confesión semanal.
Tenía Domingo con él no sólo una confianza ilimitada, sino que con la mayor sencillez trataba con él de cosas de
conciencia también fuera de confesión. Alguien le aconsejó que cambiara alguna vez de confesor, pero él no quiso
hacerlo nunca.
«El confesor-decía-es como el médico del alma, y no se puede- cambiar de médico sino, por falta de confianza
en sus cuidados o porque el caso es desesperado; yo no me encuentro en esas condiciones. Tengo la más
completa confianza en mi confesor, el cual, con paternal bondad y solicitud, cuida del bien de mí alma; no encuentro
mal alguno en mí que él no pueda curar».
Sin embargo, le aconsejó su director mismo que cambiase alguna vez, principalmente con ocasión de los
ejercicios espirituales; entonces obedecía prontamente sin oponer la menor dificultad.
Domingo se sentía realmente feliz.
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-Si tengo en mi corazón alguna pena-comentaba-, voy a mi confesor, y él me aconseja según la voluntad de
Dios, puesto que Jesucristo mismo dijo que la voz del confesor es para nosotros la voz de Dios. Y si deseo algo
especial, voy y recibo la comunión, en que se nos da el cuerpo que fue entregado por nosotros; es decir, aquel
cuerpo mismo, aquella sangre, aquella alma, aquella divinidad que Jesucristo ofreció por nosotros en la cruz al
Eterno Padre. ¿Qué me falta, pues, para ser feliz? Nada de este mundo. Sólo me resta gozar sin velos en el cielo de
aquel mismo Dios que ahora, con los esos de la fe, contemplo y adoro en el sacramento.
Con tales pensamientos pasaban verdaderamente felices los días para Domingo. De aquí provenía aquella
alegría y aquel gozo celestial que se transparentaban en todas sus acciones.
No se crea que no comprendía la importancia de lo que hacía y que no tenía un estilo de vida cristiana cual
conviene a quien desea comulgar frecuentemente, pues su comportamiento era irreprensible. Invité a sus
compañeros a que me dijesen si en los tres años que estuvo entre nosotros habían notado en él algún defecto que
corregir o alguna virtud que sugerirle, y todos, unánimes, aseguraron no haber visto en él cosa que mereciese
corrección ni virtud que no poseyera.
El modo como se preparaba para recibir la santa comunión era fervoroso y edificante. La noche precedente
rezaba antes de acostarse una oración con este fin y concluía siempre así: «Sea alabado y reverenciado en todo
momento el santísimo y dívinísimo Sacramento».
A la mañana siguiente, antes de comulgar, hacía la conveniente preparación, y después su acción de gracias era
inacabable. Las más de las veces, si no le llamaban, se olvidaba del desayuno, del recreo y hasta en alguna ocasión
de la clase, quedándose en oración o, mejor dicho, en contemplación de la bondad divina, que de modo tan inefable
comunica a los hombres los tesoros infinitos de su misericordia. Era para él una verdadera dicha poder pasar una
hora ante el sagrario. Iba a visitarlo invariablemente una vez al día por lo menos, e invitaba a otros a que le
acompañasen. Su oración predilecta la constituía la corona al sagrado Corazón de Jesús en reparación de las
injurias que recibe de los herejes, infieles y malos cristianos.
Para sacar de sus comunión es mayor fruto y para tener al mismo tiempo un nuevo estímulo para hacerlas cada
día con mayor fervor, se había fijado un fin particular para cada uno de ellos.
He aquí cómo distribuía sus comuniones a lo largo de la semana:
«El domingo, en honor de la Stma. Trinidad.
El lunes, por mis bienhechores espirituales y temporales.
El martes, en honor de Santo Domingo y mi ángel custodio.
El miércoles, en honor de la Virgen Dolorosa y por la conversión de los pecadores.
El jueves, en sufragio de las almas del purgatorio.
El viernes, en memoria de la pasión de nuestro Señor Jesucristo.
El sábado, en honor de la Virgen, para obtener su protección en vida y en punto de muerte».
Tomaba parte con transportes de alegría en todos los ejercicios en honor del Stmo. Sacramento. Si le acontecía
encontrarse con el viático cuando era llevado a los enfermos, luego se arrodillaba en cualquier parte, y si el tiempo
se lo permitía, lo acompañaba hasta que volvía a la iglesia. Un día que pasaba junto a él, mientras llovía y estaban
las calles enlodadas, no habiendo mejor lugar, se puso de rodillas sobre el barro. Se lo reprochó después un
compañero, diciéndole que no había por qué manchar de aquel modo la ropa, y que el Señor no exigía tal cosa. El
se limitó a responder:
-Lo mismo, las rodillas que los pantalones son del Señor; todo ha de servirle para darle honra y gloria. Cuando
Jesús pasa cerca de mí, no sólo me arrojaría en el barro para honrarle, sino que también me precipitaría en un
horno para participar de ese modo de aquel fuego de caridad infinita que le llevó a instituir tan gran sacramento.
En una ocasión vio a un militar de pie en el momento- mismo en que pasaba cerca de él el santo viático. No
atreviéndose a invitarle a arrodillarse, sacó del bolsillo un pañuelito blanco, lo extendió en el suelo y, con una seña,
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le invitó a que se sirviera de él. Al principio el militar se mostró confuso v, dejando después a un lado el pañuelo, se
arrodilló en medio de la calle.
En una fiesta del Corpus lo enviaron a la procesión de la parroquia vestido de monaguillo. Fue aquello para él un
precioso regalo; el mayor que le podían hacer.
En este capítulo se nos delinea la vida sacramental de Domingo Savio, la cual constituye la base de la obra formativa y educativa de la
Pedagogía de DB.
Nos causa hoy cierta maravilla que a un niño como Domingo Savio le dosifica DB la frecuencia de la comunión de la manera -descrita.
Caviglia intenta una explicación, diciendo que DB quería que su santo llegase a la comunión diaria, con una perfección consciente y
querida, como fabricada por sus propias manos, y el punto de llegada tenía que coincidir con el punto más alto de su pureza interior (353). El
mismo define tal conducta como «sabiduría educadora en la pedagogía autor del espíritu». Vale la pena pensar en esto, tanto más que nos
consta que igual método siguió don Bosco también con otros jóvenes buenísimos del Oratorio, a, pesar de que era defensor de la comunión
frecuente y diaria.
Del fervor eucarístico de Domingo volverá el santo biógrafo a hacer seguidamente mención. En este capítulo ha querido sobre todo destacar
su preparación para comulgar y su acción de gracias «ilimitada». Dice don Francesia (SP 120): «Yo lo tengo presente en mi pensamiento y
recuerdo la compostura que solía guardar después de la santa comunión, y me causaba maravilla su actitud inmóvil, aun cuando el banco
fuera incómodo, y esto por largo tiempo». El Card. Cagliero (SP 133): “Su exterior recogido, devoto y pío, era superior a su edad y comparable
al que tienen las almas adelantadas y privilegiadas en devoción. Su aspecto era semejante a un angelito en su preparación y acción de
gracias”. Y don Rúa, siempre tan mesurado en la expresión de su pensamiento, juzga en general su piedad eucarística “prodigiosa para su
edad” Dedicaba la comunión de los martes a su ángel custodio, hacia el cual alimentaba desde pequeño una especial devoción que
después aumentaría en el Oratorio, donde DB la promovía entre los jóvenes.
Su hermana Teresa testifica (SP 267s): «Mi hermana Ramona me contaba que, cuando era pequeñita, cayó en una balsa con peligro de
ahogarse. Mi hermano se lanzó y la puso a salvo>. Preguntado por alguno de los presentes cómo se las había arreglado para salvarla siendo
menos. corpulento que ella, respondió: No lo conseguí con solas mis fuerzas, sino que mientras con un brazo alcanzaba a mi hermana, con el
otro era ayudado por el Ángel Custodio».
Cuando tenía pocos años rogaba insistentemente a su padre que le llevara a las fiestas de un pueblo vecino. Sucedió lo previsto: a la
vuelta casi no podía andar de puro cansado. En aquellos momentos apareció un robusto joven que, dirigiéndole palabras de ánimo, se lo puso
en brazos y lo llevó hasta casa. En cuanto lo dejó de pie, se esfumó sin darse a conocer. El Padre quedó en la convicción de que había sido
un enviado de Dios, como en otro tiempo lo fue el arcángel Rafael. Y así lo refería en los últimos años, que los pasó en el Oratorio después
del fallecimiento de su esposa y haber dado estado a sus hijos.
Otro rasgo de fervor referido por Juan Branda (SP 138s): «Puedo afirmar que la práctica que se conserva actualmente en el oratorio de
hacer la visita al Santísimo después de las comidas, fue iniciada por el siervo de Dios, el cual, de paso, solía invitar a algunos
compañeros».
De los papeles de don Esteban Trione, que tanto trabajó por la causa del santo, -entresacamos esta. nota: «Uno de los testigos del
venerable Domingo Savio, Mons. Ballesio, mientras se dirigía al tribunal eclesiástico, les decía a los Otros testigos: No nos creerán, nos
creerán; cuando atestigüemos los admirables fervores eucarísticos de Domingo Savio. Y sin embargo, no es más que la pura verdad.
CAPITULO XV
Sus penitencias
Su edad, su poca salud, su inocencia, le hubieran, sin duda, eximido de toda penitencia; pero sabía que
difícilmente puede conservar un joven la inocencia sin la penitencia; y este pensamiento le hacía ver sembrada
de rosas la senda del sufrimiento. Y aquí no entiendo por penitencia el soportar pacientemente las injurias y
desazones, no hablo de la continua mortificación y recogimiento de todos sus sentidos cuando oraba, en la
clase, en el estudio y en el recreo. Estas penitencias eran continuas en él, entiendo referirme a las penitencias
con que afligía su cuerpo. En su fervor se había propuesto ayunar todos los sábados a pan y agua en honor de
la bienaventurada Virgen, pero se lo impidió su confesor. Quería ayunar durante la cuaresma; pero al cabo de
una semana lo supo el director de la casa y al punto se lo prohibió. Quería al menos dejar el desayuno, y
también eso le fue prohibido. No se le permitían tales penitencias para que su delicada salud no se acabase de
malograr. ¿Qué hacer, pues?
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Como se le prohibía mortificarse en la comida, comenzó a afligir su cuerpo de otros modos: ponía astillas de
madera en la cama y pedacitos de ladrillo para que se le tornara molesto el mismo reposo; quería llevar una
especie de cilicio; mas todo se le prohibió igualmente. Imaginó entonces un nuevo medio: dejó que se
adelantara el otoño y el invierno sin aumentar el abrigo en su lecho, de suerte que en el rigor del mes de enero
no tenía más abrigo que en el verano. Una mañana que guardó cama por una indisposición, le visitó el director
y, al verle hecho un ovillo, se le acercó y pudo darse cuenta de que no tenía más abrigo que una colcha muy
delgada.
-¿Por qué haces eso?-le dijo-. ¿Es que quieres morirte de frío?
-No-respondió-, no me moriré de frío. Jesús en el pesebre de Belén y cuando pendía de la cruz estaba
menos abrigado que yo.
Como se le Prohibiese entonces absolutamente hacer nuevas penitencias, fuesen del género que fuesen, sin
pedir permiso expresamente, se sometió al fin con pena a ese mandato.
Le encontré en cierta ocasión que iba exclamando muy afligido:
¡Ay de mí! ¡Estoy en un verdadero aprieto! El Salvador dice que si no se hace penitencia no se podrá entrar en
el paraíso, y a mi me prohíben hacerla; ¿cuál va a ser entonces mi cielo?
-La penitencia que Dios quiere de ti-le dije-es la obediencia. Obedece y ya tienes bastante.
-¿Pero es que no podría hacer alguna otra penitencia más?
-Sí, se te permite ésta: Soportar con paciencia las injurias que te hagan, tolerar con resignación el calor, el frío, los
vientos, las lluvias, el cansancio y todas las indisposiciones de salud que quisiera enviarte el Señor.
-Bien, pero todo esto hay que sufrirlo por necesidad.
-Pues lo que haya que sufrir por necesidad, ofrécelo al Señor y se convertirá en virtud, y ganarás muchos
méritos para tu alma.
Convencido y resignado con estos consejos, se retiró tranquilo.
Bien precoz fue en Savio este espíritu de penitencia. El testigo don Juan Pastrone, capellán de Mondonio, atestigua (SP 272): «Muchas
veces le oí contar a una tal Anastasia Molino que el siervo de Dios acostumbraba a mortificar su cuerpo con azotes y haciendo penoso su
descanso en la cama con instrumentos de penitencia. Lo supo ella de la madre de Savio, la cual se le quejaba de esta costumbre de su hijo,
porque echaba a perder mucho las sábanas». Así lo confirma su hermana (SP 45): «Recuerdo, por habérselo oído a mi padre, que tenía
unos grandes deseos de hacer penitencia, para poder santificarse, como decía. A este propósito me contaba que en una ocasión fueron a
visitarlo en su habitación por estar enfermo, y se dieron cuenta, sin que él lo notase, de que debajo de las sábanas tenía, piedras
escondidas para hacer más duro su lecho. Esto me lo solía contar echándomelo en cara mi padre, porque me quejaba de que mi cama no
era bastante blanda».
Sí se le hubiera permitido lo que él intentaba, su fervor le hubiera llevado a verdaderos excesos. Refiere don Cerruti (SP 265): «Tengo bien
presente un hecho que nos contaba DB poco después de la muerte de Savio. Una vez, por espíritu de mortificación, intentó mantener un
dedo de la mano derecha sobre una vela encendida durante el rezo de un avemaría. Hacia el final se desmayó y lo llevaron a la enfermería.
DB le dio una buena reprimenda. Al contárnoslo terminó: No hagáis cosas de ésas sin permiso de los superiores».
Al leer las enseñanzas de DB en esta materia, no se vaya a creer que tenía en poco las mortificaciones aflictivas y las penitencias, pues
sabemos que él mismo las practicaba sin excluir el cilicio y la disciplina (MB 4,214s). Pero con los jóvenes hay que usar de prudencia, máxime
cuando se les ve movidos de exceso de fervor en busca de penitencias incompatibles con su edad y salud.
Así, pues, Domingo comprendió y practicó con tanta fidelidad los consejos de su director espiritual, que Cagliero pudo atestiguar (SP 193):
«Era tan mortificado en sus sentidos, que a todos nos encantaba con la práctica constante de la paciencia, de la dulzura y de su actitud y
puntualidad en sus deberes».
CAPITULO XVI
Mortificación de los sentidos externos
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Puesto cualquiera a considerar la compostura exterior de Domingo, advertía tanta naturalidad, que caía
fácilmente en la tentación de imaginarlo salido así de las manos de Dios. Pero cuantos le conocieron de cerca y
tuvieron parte en su educación pueden asegurar que era efecto de un gran esfuerzo humano apoyado en la gracia
de Dios.
Sus ojos eran muy vivos, y tenía que hacerse no pequeña violencia para tenerlos a raya.
«Al principio-repitió varias veces a un amigo suyo-, cuando me impuse la obligación de dominar del todo mis
miradas tuve no poco trabajo y hasta padecía grandes dolores de cabeza».
La custodia de sus ojos fue tal que ninguno de cuantos le conocieron recuerda haberle visto dar una mirada que
no estuviese dentro de los límites de la más rigurosa modestia.
«Los ojos-solía decir- son dos ventanas por donde entra lo que uno quiere; podemos dejar pasar por ellas a un
ángel o a un demonio con sus cuernos, y hacer que uno u otro sean dueños de nuestro corazón».
Sucedió cierto día que un muchacho de fuera del Oratorio trajo consigo una revista con figuras indecentes e
irreligiosas; una turba de curiosos le rodeó para mirar aquellas figuras que habrían causado asco a un turco y hasta
a un pagano; acudió también Domingo, creyendo se tratase de alguna imagen devota; mas cuando vio de cerca el
papel, quedó primero sorprendido y, luego, sonriendo, lo tomó y lo hizo pedazos. Espantados sus compañeros, se
miraron entre sí sin decir palabra. Domingo entonces les habló así:
- ¡Desgraciados! Dios nos ha dado ojos para contemplar la hermosura de las cosas creadas, y vosotros os
servís de ellos para mirar estas obscenidades inventadas por gente perversa que desea manchar vuestras almas.
¿Habéis olvidado por ventura lo que tantas veces se nos ha dicho? El Salvador nos dice que una sola mirada
deshonesta mancha nuestra alma; ¿y vosotros alimentáis vuestros ojos con impresos de esta clase?
-Nosotros-dijo uno de ellos-mirábamos esas figuras para reírnos.
-Sí, para reíros... Y riendo de ese modo podéis caer en el infierno... Mas, si tuvierais la desgracia de caer en él,
¿continuaríais riendo?
-Pero nosotros-replicó otro-no vemos tan mal esas figuras.
Tanto peor pues el no ver mal mirando esas obscenidades es señal de que vuestros ojos ya están habituados a
ellas; y este hábito no es disculpa del mal, antes os hace más culpables. Recordad a Job. Era un anciano y un
santo, y estaba afligido por una enfermedad que le tenía tendido en un muladar, y, con todo, hizo pacto con sus ojos
de no darles la más mínima libertad en cosa inmodesta. A estas palabras todos callaron y nadie osó reconvenirle ni
le hicieron observación alguna.
A más de ser modesto en sus miradas, era muy medido en sus palabras. Tuviera o no razón, siempre callaba
cuando otros hablaban, y hasta truncaba a veces el vocablo para dar lugar a que otros hablaran. Sus maestros y
demás superiores aseguran unánimemente que jamás les dio motivo para tener que avisarle ni aun por haber
proferido, una sencilla palabra fuera de tiempo, ni en el estudio, ni la clase, ni en la iglesia, ni mientras cumplía sus
deberes de estudio y de piedad; antes bien, aun en las ocasiones en que recibía un ultraje, sabía moderar su enojo
y su lengua.
Un día avisó a un compañero de que se corrigiera de una costumbre mala; éste, en vez de recibir con gratitud el
aviso, se dejó arrastrar a brutales excesos, le dijo mil villanías y luego se desahogó con él a puñetazos y puntapiés.
Domingo pudiera haber hecho valer sus razones con los hechos, pues tenía más edad y fuerza, pero no tomó otra
venganza que la del cristiano. Se encendió, es verdad, su rostro; pero, refrenando los ímpetus de la cólera, se limitó
a decir estas palabras:
-Te perdono; hiciste mal; no trates a otros de este modo.
¿Y qué decir de la mortificación de los demás sentidos del cuerpo:, Me limitaré a recordar algunos hechos.
En el invierno padecía de sabañones en las manos, y por mucho que sufriese, jamás se le oyó palabra ni señal
de queja, antes bien parecía hallarse a gusto en ello.
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-Cuanto más gordos son los sabañones decía- más aprovechan a nuestra salud.
Quería decir a la salud del alma. Muchos de sus compañeros aseguran que en los grandes fríos del invierno
solía ir a la escuela a paso lento y lo hacía por el deseo que tenía de sufrir y hacer penitencia siempre que se le
ofrecía ocasión: «Muchas veces le vi, dice un compañero suyo, en lo más rígido del invierno, abrirse la piel, y aun
las carnes, con una aguja o una pluma, para que las laceraciones, convirtiéndose en llagas, le asemejaran más al
divino Salvador».
Donde hay grupos de jóvenes se dan siempre algunos descontentadizos que no encuentran nada bien; lo mismo
se quejan de las funciones religiosas que de la disciplina, del descanso y de la comida; en todo encuentran alguna
pega. Son éstos una verdadera cruz para sus superiores; porque el descontento de uno se comunica a los demás, y
a veces con grave daño de todo el grupo.
La conducta de Domingo era, en todo, lo contrario de lo de estos tales. Jamás sus labios prefirieron palabras de
queja ni por los calores del estío ni por los fríos del invierno. Siempre estaba igualmente alegre, hiciese bueno o mal
tiempo; siempre se mostraba satisfecho de todo lo que le presentaban en la mesa, y, con admirable habilidad, sabía
hallar el modo de sacrificarse; cuando un manjar era censurado de los demás por demasiado cocido o crudo, o
porque no tenía sal o la tenía en exceso, él se mostraba contento, diciendo que cabalmente así era como le
gustaba.
Por lo regular se quedaba en el comedor después de que habían salido sus compañeros y recogía los
mendrugos de pan que aquéllos dejaran sobre la mesa o caídos en el suelo y se los comía él como la cosa más
sabrosa.
A los que se mostraban maravillados de esto, encubría su espíritu de penitencia diciendo:
-Los panes no se comen enteros; si están en pedazos se les ahorra no poco trabajo a los dientes.
No permitía que se echara a perder sopa, cocido o cualquier otro alimento, sin tener reparo en aprovecharlos él
mismo. Y no es que lo hiciera por gula, pues, muchas veces daba a sus compañeros la porción de comida que le
tocaba a él.
Habiéndosele preguntado por qué se mostraba tan solícito en juntar aquellas sobras que a nadie apetecían,
respondió.
-Todo cuanto tenemos en esta vida es don precioso de la mano de Dios; pero de todos los dones, después de su
santa gracia, el más apreciable es el alimento, con el cual nos conserva la vida. Así que aun la más pequeña parte
de este don merece nuestro agradecimiento y es verdaderamente digno de ser recogido con la más escrupulosa
diligencia.
Era para él un agradable entretenimiento limpiar los zapatos, cepillar la ropa de sus compañeros, prestar a los
enfermos los más humildes servicios, barrer o desempeñar trabajos análogos.
-Cada uno hace lo que puede-solía decir-; yo no soy capaz de hacer grandes cosas; pero lo que puedo quiero
hacerlo a mayor gloria de Dios, y espero que el Señor, en su infinita misericordia, se dignará aceptar estos mis
miserables obsequios.
Comer cosas que no eran de su gusto, abstenerse de las que le agradaban, dominar sus miradas aun en cosas
indiferentes, tolerar ingratos olores, renunciar a su propia voluntad, soportar con perfecta resignación lo que causaba
algún dolor a su cuerpo o a su ánimo, eran actos de virtud en que Domingo se ejercitaba todos los días, y podemos
decir que en cada momento de su vida.
Callo, por lo tanto, muchísimos otros actos de este género; pero todos concurrían a demostrar cuán grande era
en Domingo el espíritu de penitencia, de caridad y de mortificación de todos los sentidos de su persona, y, al mismo
tiempo, cuán diligente era su virtud en aprovecharse de las ocasiones grandes o pequeñas y hasta de las más
indiferentes, para santificarse y aumentar sus méritos delante del Señor.
Atestigua el canónigo Ballesio (SP 285): «El aspecto del siervo de Dios y su compostura eran expresión de su modestia y de su castidad».
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El Card. Cagliero (SP-287): «Siempre he considerado al siervo de Dios como a un joven piadoso y bueno, y de virtud sólida, y de una
piedad firme y de una pureza más firme todavía. Nosotros, sus compañeros y asistentes, le veíamos siempre circunspecto, reservado y
delicadísimo en cuanto se refiere a esta hermosa y angelical virtud. Le vi muchas veces, al acostarse y levantarse, desnudarse y vestirse con
tal modestia y sencillez, que tenía admirados y edificados a sus compañeros de dormitorio. Es más, me consta que los que dormían cerca y
que a veces se comportaban con menos miramientos, aprendieron de él una mayor delicadeza».
«Ningún compañero se atrevía a proferir nunca palabra menos casta en presencia suya. Nadie se permitía ante él actos menos modestos o
un tanto ligeros. Su porte les prevenía, avisaba y mantenía en la virtud. Difícil es decir hasta qué punto el venerable DB, que conocía su
pudor angelical, lo alentó en esta virtud, considerándola como la flor más espléndida entre otras tan hermosas que él cultivaba en su
Oratorio».
Este capítulo no lo incluyó DB en la primera edición, sino que lo añadió en la siguiente.
El compañero que le vio abrirse las carnes según narra DB, fue el clérigo Juan Bautista Giácomo Piano, más tarde párroco en Turín. El se lo
escribió en 1860 a DB (SP 469), quien publicó la carta casi a la letra.- Sirve este detalle para afirmar una vez más cómo el santo biógrafo no
dejaba, al escribir, correr la fantasía. - El mismo Piano recuerda (SP 293) cómo DB había invitado a sus hijos a contarle cuanto supieran de las
virtudes de Domingo.
El no despreciar los dones de Dios, razón por la cual recogía y comía con preferencia los mendrugos de pan abandonados por sus
compañeros, le sugirió una iniciativa que parecería extravagante sí no estuviera ennoblecido por tan alto principio sobrenatural. En la MB se
menciona la compañía de así llamada porque los asociados se proponían recoger lo que los chicos dejaban caer fácilmente de la mesa o en
los patios. Pues bien, don Francesia informa en los procesos que esta singular asociación fue fundada por Domingo Savio (SP 263).
El Card. Cagliero, después de pasar lista a una serie de mortificaciones practicadas por Domingo, infiere de todo ello que el pequeño
Domingo no era sólo un pequeño penitente, sino un émulo de las penitencias de los santos más avanzados (SP 103).
CAPITULO XVII
La compañía de la Inmaculada
Bien puede decirse que toda la vida de Domingo fue un ejercicio de devoción a la Virgen, pues no dejaba pasar
ocasión alguna sin tributarle sus homenajes.
En el año 1854, el sumo pontífice Pío IX definía como dogma de fe la Concepción Inmaculada de María.
Domingo deseaba ardientemente hacer vivo y duradero entre nosotros el ,recuerdo de este augusto título que la
Iglesia ha dado a la Reina de los cielos.
-Desearía-solía decir-hacer algo en honor de la Virgen; pero en seguida, ya que temo que me falte tiempo.
Guiado, pues, de su ingeniosa caridad, eligió a algunos de sus mejores compañeros Y los invitó a un irse con
él para formar una compañía, que llamaron de la Inmaculada Concepción.
El fin que ésta se proponía era granjearse la protección de la Madre de Dios durante la vida, y de modo
especial en punto de muerte.
Dos medios se proponían para ello: ejercitar y promover prácticas piadosas en honor de la Inmaculada y
frecuentar la comunión.
De acuerdo con sus amigos, redactó un reglamento y, tras no pocos retoques, el 8 de junio de 1856, nueve
meses antes de su muerte, lo leía con ellos ante el altar de María Santísima.
Con gusto lo inserto aquí para que pueda servir de norma a otros que quieran imitarlo.
<Nosotros, Dominio Savio, etc. (siguen, los nombres de sus compañeros), para granjearnos durante la vida y
en el trance de la muerte la protección de la Virgen Inmaculada y para dedicarnos enteramente a su santo servicio,
hoy, 8 del mes de junio, fortalecidos con los santos sacramentos de la confesión y comunión, y resueltos a profesar
hacia nuestra Madre celestial una constante y filial devoción, nos comprometemos ante su altar y con el
consentimiento de nuestro director espiritual a imitar, en cuanto lo permitan nuestras fuerzas, a Luis Comollo, para
cuyo fin nos obligamos
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Luis Comollo nació en Cinzano el año 1817 y murió en el año 1839 en concepto de singular virtud, en el seminario de Chieri. La vida de este
esclarecido joven se imprimió por segunda vez el primer año de las Lecturas Católicas (NdA).
Dicha, biografía precede, en este, volumen, a ésta de Domingo Savio ( NdE).
1. A observar rigurosamente el reglamento de la casa.
2. A edificar a nuestros compañeros, amonestándoles caritativamente y exhortándoles al bien con nuestras palabras
y mucho más con nuestro buen ejemplo.
3. A emplear escrupulosamente el tiempo.
Y para asegurarnos la perseverancia en el estilo de vida que nos proponemos, sometemos a nuestro director el
siguiente reglamento:
1. Como regla principal, prometemos una rigurosa obediencia a nuestros superiores, a los que nos sometemos
con ilimitada confianza.
2. Nuestra primera y especial ocupación consistirá en el cumplimiento de nuestros propios deberes.
3. La caridad recíproca unirá nuestros ánimos y nos hará amar indistintamente a nuestros hermanos, a quienes
avisaremos amablemente cuando parezca útil la corrección.
4. Destinaremos una media hora semanal a reunirnos, y después de invocar al Espíritu Santo y hecha una breve
lectura espiritual, nos ocuparemos del progreso de la Compañía en la virtud y en la piedad.
5. Nos avisaremos en particular de los defectos que tengamos que corregir.
6. Trabajaremos para evitar cualquier disgusto entre nosotros, por pequeño que sea, y soportaremos con
paciencia a nuestros compañeros y a las demás personas que nos resulten antipáticas.
7. No se señala ninguna oración articular puesto que el tiempo que nos quede después de cumplidos nuestros
deberes hemos de consagrarlo a lo que parezca más útil para nuestra alma.
8. Admitimos, sin embargo, estas pocas prácticas:
a) sacramentos lo más a menudo que nos sea permitido,
b) Nos acercaremos a la mesa eucarística todos los domingos, fiestas de guardar, novenas y solemnidades de
María y de los santos protectores del Oratorio.
c) Durante la semana procuraremos comulgar todos los viernes, a no ser que nos lo impida alguna grave
ocupación.
9. Todos los días, especialmente al rezar el santo rosario, encomendaremos la María nuestra asociación,
pidiéndole que nos obtenga la gracia de la perseverancia.
10. Procuraremos ofrecer todos los sábados alguna práctica especial o alguna solemnidad en honor de la
Inmaculada Concepción de María.
11. Tendremos, por lo tanto, un recogimiento cada vez más edificante en la oración, en la lectura espiritual, en el
rezo de los oficios divinos, en el estudio y en la clase.
12. Acogeremos con avidez la palabra de Dios y repensaremos las verdades oídas.
13. Evitaremos toda pérdida de tiempo para librar nuestras almas de las tentaciones que suelen acometer
fuertemente en tiempo de ocio; y, por lo tanto:
14. Después de haber cumplido nuestras propias obligaciones, emplearemos el tiempo que nos quede en
ocupaciones útiles, como lecturas piadosas e instructivas, o en la oración.
15. Está mandado el recreo, o al menos recomendado después de la comida, la clase y el estudio.
16. Procuraremos manifestar a nuestros superiores lo que parezca provechoso para nuestro adelanto moral.
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17. -Procuraremos también hacer uso con gran moderación de los permisos que nos suele conceder la bondad
de nuestros superiores, puesto que uno de nuestros principales fines es la exacta observancia del reglamento,
quebrantado muy a menudo por el abuso de estos mismos permisos.
18. Tomaremos el alimento que nuestros superiores nos pongan, sin quejarnos jamás de lo que nos pongan en
la mesa y procuraremos que tampoco se quejen los demás.
19. El que muestre ilusión por formar parte de esta asociación deberá, ante todo, purificar su conciencia en el
sacramento de la confesión, recibir la sagrada comunión, dar luego prueba de buena conducta durante una semana,
leer atentamente estas reglas y prometer a Dios y a María Santísima Inmaculada su exacta observancia.
20. El día de su admisión, todos los socios se acercarán a la santa comunión, pidiendo a su divina majestad que
obtenga al nuevo compañero la virtud de la perseverancia, de la obediencia y el verdadero amor de Dios.
21. La asociación está puesta bajo el patrocinio de la Inmaculada Concepción, de quien tomamos nombre y cuya
medalla constantemente llevaremos. Una sincera, filial e ilimitada confianza en María, un amor singularísimo y, una
devoción constante hacia ella nos harán superar todos los obstáculos y ser firmes en nuestras resoluciones,
rigurosos con nosotros mismos, amables con el prójimo y exactos en todo.
Aconsejamos además a los hermanos que escriban los santos nombres de Jesús y de María, primero en su
corazón y su mente, y luego en sus libros y en los objetos de su uso.
Rogaremos a nuestro director que examine el reglamento y nos manifieste su parecer, asegurándole que nos
atendremos todos a lo que disponga. Puede modificarlo en todo aquello que le parezca conveniente.
Que María Inmaculada, nuestra titular, bendiga nuestros esfuerzos, puesto que ella nos ha inspirado crear esta
piadosa asociación; que ella aliente nuestras esperanzas, escuche nuestros votos, para que, amparados bajo su
manto y fortalecidos con su protección, desafiemos las borrascas de este mar proceloso y superemos los asaltos
del enemigo infernal.
De esta suerte, y por ella amparados, confiamos poder ser de edificación para nuestros compañeros, de
consuelo para nuestros superiores e hijos predilectos de tan augusta Madre. Y si Dios nos concede gracia y vida
para servirle en el ministerio sacerdotal, nos esforzaremos en hacerlo con el mayor provecho posible.
Y desconfiando de nuestras propias fuerzas, y con una confianza ilimitada en el auxilio divino, nos atreveremos a
esperar que, después del peregrinaje por este valle de lágrimas, obtendremos a la hora postrera, consolados por la
presencia de María, el eterno galardón que Dios prepara a quienes le sirven en espíritu y en verdad.»
El director del Oratorio leyó este fragmento y, después de haberlo examinado atentamente, lo aprobó con las
siguientes condiciones:
«l. Las mencionadas promesas no tienen fuerza de voto.
2. Ni siquiera obligan bajo pena de culpa alguna.
3. En las reuniones se propondrá alguna obra de caridad externa, como la limpieza de la iglesia o la instrucción
religiosa de algún niño menos instruido.
4. Se distribuirán los días de la semana de modo, que cada día comulgue alguno de los socios.
5. No se añadan otras prácticas piadosas sin permiso especial de los superiores.
6. Establézcase como objeto principal el promover la devoción a la Inmaculada Concepción y al Santísimo
Sacramento.
7. Antes de aceptar a un aspirante, désele a leer la vida de Luis Comollo».
No hay documento que señale la fecha exacta en que comenzó la Compañía de la Inmaculada. Lo que dice DB a lo largo-del capítulo 17 ha
inducido a error aun a algún biógrafo de valía. El 8 de junio de 6, «nueve meses antes de su muerte», se refiere, no al principio real, sino a la
constitución oficial de la Compañía, la cual lo menos hacía un año que había comenzado. El tiempo que precedió al 8 de junio se empleó en
buscar socios, afianzarse y elaborar el reglamento a base de experiencias cotidianas. El biógrafo, en efecto, dice de Savio: «Con sus amigos
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redactó un reglamento y, tras no pocos afanes», aquel día «lo leía con ellos». Varias incompatibilidades cronológicas impiden absolutamente
colocar su origen después de 1855.
Escribe Salotti (o. c., p.89): «El acto de la fundación de la Compañía me parece a mí como el testamento espiritual de Savio; desde los
artículos del reglamento me parece oír el eco de aquella alma profundamente piadosa que, impulsada por los atractivos del bien, quiere crear
una legión de jóvenes que sepan vivir y mostrarse sinceramente cristianos». Por voz unánime fue elegido presidente el entonces clérigo
Miguel Rúa.
Del silencioso trabajo que los socios de la Compañía realizaban en medio de los jóvenes, de acuerdo con lo que prescribe el reglamento,
nos habla el Card. Cagliero, describiendo así los efectos (SP 289): «Recuerdo que entre los jóvenes más buenos había un verdadero afán
para ejercitarse en la virtud de un modo extraordinario, , usar pequeños cilicios en el brazo, abstenerse del postre, rezar con una compostura
especial como hacer una mortificación el sábado y, con la santa obediencia, practicar de modo especial la castidad, haciendo de ella voto
temporal y según la capacidad de nuestra edad».
El autor inserta aquí los rasgos biográficos de José Bongiovanni, huérfano que, a los diecisiete años, entró en el Oratorio en 1854. Murió siendo sacerdote
salesiano unos días después de la consagración de la iglesia de María Auxiliadora, que tuvo lugar el 9 de junio de 1868. En la larga nota sólo se dice con relación a
Domingo que él, Bongiovanni, fue «uno de sus más eficaces colaboradores» en la fundación de la Compañía de la Inmaculada. Por esto reducimos la nota del
santo autor a esta sencilla mención (NdE). (185)
CAPITULO XVIII
Sus amigos: su trato con Camilo Gavio
Todos eran amigos de Domingo; el que no le quería, por lo menos le respetaba por sus virtudes. El, por otra
parte, sabía quedar bien con todos. Tan firme estaba en la virtud que se le aconsejó entretenerse con algunos
jóvenes algo díscolos para ver si lograba ganarlos para Dios. El se aprovechaba del recreo, de los juegos y de
conversaciones, aun indiferentes, para sacar provecho espiritual.
Sin embargo, sus mejores amigos eran los socios de la Compañía de la Inmaculada, con los que, como ya se ha
dicho, se reunía, bien para tener encuentros espirituales, bien para hacer ejercicios piadosos. Estas reuniones o
encuentros se tenían con licencia de los superiores, pero asistían sólo los jóvenes y ellos mismos las regulaban. Se
trataba en ellas del modo de celebrar las novenas y las solemnidades principales; se fijaban las comuniones que
cada uno debía hacer en determinados días de la semana, se repartían entre ellos a los compañeros en los que se
veía una mayor necesidad de ayuda moral, y cada uno protegía a su cliente y empleaba todos los medios que la
caridad cristiana le sugería para encaminarle a la virtud.
Domingo era de los más animosos, y puede decirse que en estas conferencias llevaba la voz cantante.
Podría citar aquí a varios compañeros de Domingo que tomaban parte en ellas y que lo trataron a menudo, pero
la prudencia aconseja no nombrarlos, pues todavía viven. Solamente haré mención de dos, de Camilo Gavio, de
Tortona, y de Juan Massaglia, de Marmorito.
Gavio no vivió más que algunos meses entre nosotros, pero tan corto tiempo bastó para dejar santa memoria
entre sus compañeros.
Su luminosa piedad y sus disposiciones para la pintura y escultura habían movido al municipio de aquella ciudad
a ayudarle, enviándolo a Turín para que siguiese los estudios de arte. Había Gavio sufrido una grave enfermedad en
su casa, y cuando vino al Oratorio, ya sea por hallarse lejos del pueblo y de los suyos o ya por encontrarse en
compañía de muchachos desconocidos, el caso es que se encontraba arrinconado, observando cómo los demás se
divertían, absorto en sus pensamientos.
Lo vio Savio y no tardó mucho en acercarse a él para consolarle. Mantuvieron el siguiente diálogo:
-¡Hola, amigo! Se ve que no conoces a nadie, ¿verdad? -Pues sí. Pero me divierto viendo jugar a los otros. -
¿Cómo te llamas?
-Camilo Gavio, de Tortona. -¿Cuántos años tienes?
-Quince cumplidos.
-¿Qué te pasa que estás tan triste? ¿Te encuentras enfermo?
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-Sí; he estado gravemente enfermo: un ataque de corazón me llevó al borde del sepulcro y aún no me he curado
del todo.
-Desearás curar, ¿verdad?
-Hombre, estoy completamente resignado a la voluntad de Dios.
Estas últimas Palabras demostraban que Gavio era un joven de piedad nada común y constituyeron un
verdadero consuelo: Para el corazón de Domingo. En consecuencia, reanudó el diálogo con toda confianza:
-Quien desea hacer la voluntad de Dios desea santificarse. Entonces tú deseas ser santo, ¿verdad?
-Sí, ésta es mi gran ilusión.
-Muy bien; así aumentaremos el número de nuestros amigos y tomarás parte con nosotros en nuestros
esfuerzos para santificamos,
-Es algo muy hermoso; pero no sé qué he de hacer.
-Te lo voy a decir en pocas palabras: que sepas que aquí nosotros hacemos consistir la santidad en estar muy
alegres. Procuramos por encima de todo huir del Pecado, como de un gran enemigo que nos roba la gracia de Dios
y la paz del corazón. En segundo lugar, tratamos de cumplir exactamente nuestros deberes y frecuentar las
prácticas de piedad. Empieza desde hoy a escribir como: recuerdo, la frase: «Servir a Dios con alegría».
Esta conversación fue como un bálsamo para las penas de Gavio, que experimentó un verdadero consuelo.
Desde aquel día fue amigo íntimo de Domingo y fiel imitador de sus virtudes. Pero la enfermedad que le había
llevado al borde del sepulcro, y que no había desaparecido por completo, al cabo de dos meses apareció
nuevamente y, a pesar de los recursos de la medicina y la solicitud de sus amigos, no fue posible hallar remedio.
Algunos días después, habiendo recibido con gran edificación los últimos sacramentos, entregaba su alma al
Creador el 29 de diciembre de 1855.
Domingo fue varias veces a visitarle durante el curso de la enfermedad y se ofreció a pasar las noches velando
junto a su lecho, cosa que no le fue permitido.
Cuando supo que había expirado, quiso verle por última vez y, ante su cadáver, decía conmovido:
-Adiós, Gavio; estoy íntimamente persuadido de que has volado al cielo; prepárame, pues, un sitio para mí.
Siempre serás mi amigo, pero mientras Dios me diere vida rogaré por el descanso de tu alma.
Después, con otros compañeros, se fue a rezar el oficio de difuntos en la capilla ardiente; durante el día se
rezaron otras oraciones; por último, invitó a alguno de sus mejores condiscípulos a que hicieran la santa comunión,
y él mismo la recibió varías veces por el descanso del alma de su malogrado amigo.
Entre otras cosas, dijo a sus compañeros:
-Amigos, no podemos olvidarnos del alma de Gavio. Yo confío que a estas horas está gozando de la gloria del
cielo; con todo, no cesemos de orar por el descanso de su alma. Dios hará de modo que cuanto hagamos por él lo
hagan después otros por nosotros.
Los dos capítulos 18 y 19 se unen con el 17. Es la breve, edificante y patética historia de dos amistades, donde resaltan las dos funciones
principales de la Compañía, a saber: el provecho espiritual de sus socios y el apostolado del buen ejemplo y de la acción. Cagliero hace así la
presentación de los dos amigos de Savio (SP 59): «Sociable y cariñosísimo con todos los compañeros, tenía Domingo especial relación
con los más buenos, particularmente con Gavio y Massaglia, también compañeros míos, conocidísimos en el Oratorio por su destacada
piedad religiosa y amor al deber, y por su ejemplar observancia del reglamento; y con ellos se sentía más llevado y enfervorizado por el deseo
de hacerse santo», «Dos amigos de Savio, dice Caviglia (460), que brillan en dos cuadros diferentes de tamaño y figura, pero de la misma
tonalidad».
«Amigos particulares» de Savio y miembros de la Compañía eran también Rúa, Bonetti, Bongiovanni, Ángel Savio, Reano, Vaschetti,
Marcellino, según lo declaran en sus testificaciones, y a ellos hay que añadir Ballesio, Melica y Cerruti, amigos suyos aun antes de entrar en la
Compañía, ya que a ella dieron su nombre después de la muerte Savio. También estos tres se cuentan entre los testigos del proceso.
Don Bonetti, en una relación escrita a DB poco después de la muerte de Domingo (SP 431), escribe: «Cuando se trataba de hacer algo que
redundara en honor y gloria de Dios y bien espiritual de los compañeros, no era nunca el último en dar su consentimiento y aprobación,
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A este fin hablaba de suerte que parecía un doctorcito».
Un hecho demuestra la eficacia del apostolado dé Domingo en la Compañía y por medio de la Compañía. Lo cuenta don Bongiovanni en
una relación como la que acabamos de citar (SP 480s): «DB había obtenido de la Santa Sede la facultad de administrar la comunión en la
iglesia del Oratorio en la misa de medianoches de Navidad». Ya varias veces había manifestado el vivísimo deseo de ver a todos los
jóvenes de la casa confesarse y comulgar en alguna solemnidad, consuelo que hacía tiempo no le daban, pero que se le
proporcionó en la Navidad de 1856. Narra, pues, Bongiovanni: «Creyó Domingo que era llegada la oportunidad de cumplir en esta fecha el
justísimo y santo anhelo de su director espiritual, y así se lo dijo a uno de los compañeros para que hablara de ello en la conferencia. Rehusó
aparecer como autor y promotor de tan hermosa idea, prefiriendo la gloria que se había de dar a Dios, y que quedara escondida su labor a los
ojos de los hombres. Y, dicho y hecho. La propuesta, acogida por mayoría de votos, despertó general interés, y se llevó a la práctica.
Distribuyéndose en varias listas los nombres de los chicos de la casa. Se dio una a cada uno de los socios, los cuales debían luego tomarse
interés por cada uno de los de la lista a ellos confiada. Y nosotros le vimos ya desde aquella tarde desplegar un celo tan activo para ganar a
los suyos, que su ejemplo fue para nosotros el más eficaz, el más enérgico acicate para animarnos cuando se nos entibiaba el entusiasmo. Y,
ciertamente debemos, atribuir a su obra el que aquella tarde y, más aún, al día siguiente el resultado fuese espléndido».
CAPITULO XIX
Su amistad con Juan Massaglia
Más largas e íntimas fueron las relaciones de Domingo con Juan Massaglia, de Marmorito, pueblo poco distante
de Mondonio.
Vinieron ambos contemporáneamente al Oratorio; eran de pueblos vecinos y ambos tenían deseos de abrazar el
estado eclesiástico y firme propósito de santificarse.
-No basta decía cierto día Domingo a su amigo-, no basta decir que queremos abrazar el estado eclesiástico, es
menester tratar de conseguir las virtudes necesarias para este estado.
-Verdad es-respondió su amigo-; pero si ponemos de nuestra parte todo lo que podemos, Dios no dejará de
darnos las gracias y las fuerzas para hacernos dignos de favor tan grande como es el de ser ministros de Jesucristo.
Llegado el tiempo pascual, hicieron, como los demás jóvenes, los ejercicios espirituales con gran edificación de
todos.
Acabados los ejercicios, dijo Domingo a su compañero: -Quiero que seamos amigos, verdaderos amigos y para
conseguirlo, de a hora en adelante en las cosas del alma, hemos de ser el uno monitor del otro en cuanto pueda
contribuir a nuestra aprovechamiento espiritual. Pues bien, si adviertes alguna imperfección en mí, me deberás
avisar para que pueda enmendarme, y si ves que está a mi alcance alguna obra buena, no dejes de indicármelo.
Con mucho gusto lo haré, aunque veo que no lo necesitas; pero tú sí que has de hacer eso conmigo, pues sabes
que por mi edad, mis estudios y mis circunstancias me encuentro expuesto a mayores peligros que tú.
-Dejémonos de cumplidos y ayudémonos mutuamente a santificamos.
Desde entonces Domingo y Massaglia fueron unos auténticos amigos, y su amistad fue duradera, por fundarse
en la virtud, puesto que trabajaban a porfía en ayudarse con el ejemplo y los consejos para evitar el mal y practicar
el bien.
Al terminar el año escolar y pasados los exámenes, se dio permiso a los alumnos de la casa para que fuesen a
pasar las vacaciones con sus padres o con otra persona de la familia.
Algunos, estimulados por el deseo de adelantar en los estudios y atender a los ejercicios de piedad, prefirieron
quedarse en el Oratorio; entre éstos estaban Savio y Massaglia. Sabiendo yo con qué ansias los esperaban sus
padres y la necesidad que tenían de restablecer sus fuerzas, les dije:
-¿Cómo es que no vais algunos días con vuestros padres? Ellos, entonces, en vez de contestarme, se echaron
a reír. -¿Qué queréis decir con esas risas? -Ya sabemos-respondió Domingo-que nuestros padres nos aguardan con
ilusión; también nosotros los queremos a ellos e iríamos de buena gana a visitarlos. Pero el pajarito, mientras está
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en la jaula, no goza de libertad, es cierto; mas, en cambio, vive seguro de las garras del halcón. Fuera de la jaula
vuela, sí, por donde quiere, pero al instante menos pensado es presa del halcón infernal.
Con todo, y en bien de su salud, juzgué muy conveniente enviarlos a pasar algunos días en sus casas.
Accedieron, mas sólo por obediencia, y sólo permanecieron estrictamente el tiempo que se les había fijado.
Si quisiera escribir los ejemplos de virtud de Massaglia, sería menester repetir muchas de las cosas dichas sobre
Domingo Savio, a quien él imitó fielmente mientras vivió. Gozaba de una buena salud y daba excelentes
esperanzas en los estudios. Concluido el curso de humanidades, rindió exámenes con muy buen resultado y vistió el
hábito clerical. Pero ese hábito que tanto apreciaba apenas si pudo llevarlo por algunos meses. Enfermó de un
catarro que no parecía más que un ligero resfriado, por lo que ni siquiera quiso interrumpir sus estudios; mas, como
sus padres deseaban someterle a una cura radical, le obligaron a interrumpir los estudios y se lo llevaron a casa.
Durante este tiempo escribió a Domingo la siguiente carta:
«Querido amigo:
Mi intención era permanecer solamente algunos días en casa y volver en seguida al Oratorio: ésa fue la razón por
la que dejé todos mis trastos de estudiante por ahí; pero veo que las cosas van despacio y que la curación de mi
enfermedad es cada día más incierta. El médico dice que voy mejorando, pero a mi me parece que estoy peor.
Habrá que ver quién tiene razón. Querido Domingo: de lo que siento gran pena es de hallarme lejos de ti y del
Oratorio y de no tener facilidades para hacer las prácticas de piedad. Solamente me consuela el recuerdo de
aquellos días que juntos, nos preparábamos y acercábamos a recibir la santa comunión.
Estoy seguro, sin embargo, de que, si bien estamos separados con el cuerpo, de ninguna manera lo estamos con
el espíritu.
Te ruego, entretanto, que tengas la bondad de ir a la sala de estudio y de hacer una visita policíaca- a mi pupitre.
Encontrarás allí algunos cuadernos y, a su lado, a mi amigo el Kempis, o sea, la Imitación de Cristo. Haz de todo un
paquete y envíamelo. Fíjate bien que se trata de un libro escrito en latín; pues, si bien me agrada la traducción, no
pasa de ser una traducción, en la cual no encuentro tanto agrado como en el original latino.
Ya estoy harto de no hacer nada; y encima el médico me ha prohibido estudiar. Doy muchas vueltas por mi cuarto
y a menudo digo entre mí: ¿Saldré de ésta? ¿Volveré a ver a mis amigos? ¿No será ésta la última enfermedad?
Sólo Dios sabe lo que ha de ser. Yo creo estar preparado para acatar la santa y amable voluntad de Dios,
Si se te ocurre algún buen consejo, no te lo guardes. Dime cómo andas de salud, y no te olvides de mí en tus
oraciones, particularmente a la hora de la comunión. ¡Animo! No me olvides delante del Señor, que, si no podemos
vivir largo tiempo aquí en la tierra, sí que podremos estar un día felices en dulce compañía durante una eternidad
bienaventurada.
Recuerdos a nuestros amigos, especialmente a los hermanos de la Compañía de la Inmaculada.
El Señor sea contigo y cuenta siempre con tu afectísimo.
JUAN MASSAGLIA.»
Domingo cumplió fielmente el encargo de su amigo y, con el paquete que le pedía, le envía la siguiente carta:
«Querido Massaglia:
Tu carta me ha dado una gran alegría. Por ella veo que aún vives, pues desde tu partida no había tenido noticias
tuyas y estaba en dudas de si rezar por ti un gloriapatri o un responso. Ahí van los objetos que me pides. Sólo te
hago saber que el Kempis es, sí, muy buen amigo, pero que se murió y que hace tiempo que no se mueve de su
sitio. Es menester, por lo mismo, que tú te hagas el encontradizo con él, le sacudas el polvo y lo leas, haciendo
después lo posible por poner en práctica cuanto halles en él.
Suspiras por la comodidad que aquí tenemos a la hora de cumplir nuestras devociones; no te falta razón; cuando
yo voy a Mondonio me ocurre prácticamente lo mismo. Para suplir esta deficiencia, yo procuraba todos los días
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hacer una visita al Santísimo Sacramento, haciéndome acompañar de cuantos amigos podía. Además de la
Imitación, leía el Tesoro escondido en la santa misa, de San Leonardo de Porto Maurizio. Si te parece, haz tú lo
mismo.
Me dices que ignoras si volverás a verme en el Oratorio; pues bien, que sepas que este bendito cacharro de mí
cuerpo anda también bastante estropeado, y todo me hace presagiar que me acerco rápidamente al término de mis
estudios y de mi vida.
Como quiera que sea, podemos quedar en lo siguiente: roguemos el uno por el otro para que podamos ambos
tener una buena muerte. El que llegue primero al paraíso, le cogerá sitio al otro, y cuando éste suba a buscarlo, él
le alargará la mano para introducirlo en el cielo.
Dios nos conserve siempre en su santa gracia y nos ayude a hacernos santos, pero pronto santos, porque temo
que nos va a faltar tiempo.
Todos nuestros amigos suspiran por tu vuelta al Oratorio y te saludan afectuosamente en el Señor.
Yo, por mi parte, con cariño de hermano, me declaro siempre tuyo afmo.
DOMINGO SAVIO».
La enfermedad de Massaglia, al principio, parecía leve, y varias veces se creyó completamente curado. Pero
pronto volvió a recaer hasta llegar casi inesperadamente a los últimos extremos.
«Tuvo tiempo-me escribió el teólogo Valfré, su director espiritual durante las vacaciones-de recibir con la mayor
ejemplaridad todos los auxilios de nuestra santa religión, y murió con la muerte del justo que deja el mundo para
volar al cielo».
Con la pérdida de este amigo, Domingo quedó profundamente afligido y, aunque resignado a la divina voluntad,
le lloró por varios días. Esta fue la vez primera que vi aquel rostro angelical entristecido y bañado en lágrimas. Su
único consuelo fue, orar y hacer que todos orasen por su amigo difunto. Se le oyó exclamar más de una vez:
«Querido Massaglia, tú has muerto, pero confío que ya estás en el cielo en compañía de Gavio; y cuándo iré yo a
unirme con vosotros en la inmensa felicidad de los cielos?»
Todo el tiempo que Domingo sobrevivió a su amigo lo tuvo presente en sus prácticas de piedad, y solía decir que
no podía oír la santa misa o hacer los ejercicios de devoción sin encomendar a Dios su alma, ya que tanto bien le
había hecho él durante su vida.
Esta pérdida fue muy dolorosa para el corazón sensible de Domingo, y su salud misma quedó notablemente
alterada.
Estas dos joyas de cartas cruzadas entre Domingo y Massaglia, que tan bien nos descubren el alma de los dos amigos, no tienen fecha.
Don Caviglia señala como probable los finales de marzo o principios de abril de 1856. Dejó Massaglia tan edificante y viva memoria de sí en el
pueblo, que la habitación en que había expirado el «santo joven» se conservaba aún, al cabo de más de ochenta años, en su
estado primitivo (Caviglia, p,479).
Massaglia dice a su amigo que salude «a los socios de la Compañía de la Inmaculada», Ahora bien si se tiene en cuenta que murió el 20
de mayo de 1856, unos meses después -de haber abandonado el Oratorio, es fuerza deducir que el 8 de junio de 1856 la Compañía existía
ya de alguna manera (cf. c.17).
En la carta de Massaglia, que, al decir del Card. Salotti, «no se lee sin lágrimas» (o. c., p.207) hace resaltar don Caviglia: «El tono de tristeza
que lo envuelve va unido a una ternura de afecto tan profundo y sensible cuanto más próximo a ser el último latido del corazón» (480). Por el
contrario, la contestación de Savio, rezumando serenidad y buen humor, refleja el estilo de DB.
CAPITULO XX
Gracias especiales y hechos extraordinarios
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Hasta aquí he referido cosas que no ofrecen nada de extraordinario, a no ser que llamemos extraordinaria una
conducta normalmente buena, que siempre fue perfeccionándose con una vida inocente, con obras de penitencia y
ejercicios de piedad. También se podrían llamar extraordinarias su fe viva, su firme esperanza, su inflamada caridad
y la perseverancia en el bien hasta el fin de la vida.
Pero debo exponer ahora gracias especiales y algunos hechos no comunes que a lo mejor sean objeto de alguna
crítica, por cuya razón juzgo oportuno hacer notar al lector que cuanto aquí refiero tiene completa semejanza con
hechos referidos en la Biblia y en la vida de los santos; refiero lo que he visto con mis propios ojos, y aseguro que
escribo escrupulosamente la verdad, remitiéndome enteramente al juicio del discreto lector.
He aquí lo ocurrido:
Muchas de las veces que Domingo iba a la iglesia, especialmente en los días que recibía la santa comunión o
estaba expuesto el Santísimo Sacramento, se quedaba como, arrobado de suerte que, si no se le llamaba para
cumplir sus deberes, de ordinario permanecía allí por muy largo tiempo. Acaeció, pues, que cierto día no apareció
en el desayuno ni en clase, ni siquiera a la hora de la comida, sin que nadie pudiese decir dónde se encontraba;
tampoco estaba en el estudio ni en la cama. Se informó lo que pasaba el director de la casa, y se le ocurrió a éste
se que estaría en la iglesia, como en otras ocasiones había acontecido. Efectivamente; va a la iglesia, se dirige al
coro y lo halla allí, inmóvil como una estatua. Tenía un pie sobre otro y apoyada una mano sobre el atril del
antifonario, mientras que la otra la tenía junto a su pecho. Su rostro estaba dirigido hacia el sagrario y fijo en él. Le
llama, y no responde. Le sacude, y entonces se vuelve para mirarle, y exclama:
-¡Ah! ¿Ya se ha acabado la misa?
-Mira- le dice el director, presentándole el reloj -, ya son las dos.
Entonces pidió perdón de aquella trasgresión de las reglas de la casa, y el director le mandó a comer, diciéndole:
-Si alguien te pregunta de dónde vienes, dile que de cumplir una orden mía.
Esto le dijo para evitar las preguntas importunas que le harían sin duda sus compañeros.
Otro día acababa yo de dar gracias después de la misa; ya iba a salir de la sacristía, cuando oí en el coro una voz
como de uno que dialogaba. Voy a ver, y hallo a Domingo que hablaba y luego callaba, como si diese lugar a
contestación; entre otras cosas entendí claramente estas palabras: «Sí, Dios mío, os lo he dicho y os lo vuelvo a
repetir: os amo y quiero seguir amándoos hasta la muerte. Si veis que he de ofendemos, mandadme la muerte; sí,
antes morir que pecar».
Le pregunté qué hacía en aquellos instantes, y él, con toda sencillez, me respondió:
- ¡Pobre de mí! Es que a veces me asaltan tales distracciones que me hacen perder el hilo de mi oración, y me
parece ver cosas tan bellas que se me pasan las horas en un instante.
Un día entró en mi cuarto y me dijo-
-Pronto, venga conmigo, que se ofrece ocasión de hacer una obra buena.
-Adónde quieres llevarme?-le pregunté.
-Vamos, pronto-añadió-. Vamos en seguida. No me decidía del todo. Pero como él insistiese, y como yo hubiera
experimentado en otras ocasiones la importancia de estas invitaciones, condescendí. Le sigo, sale de casa, se
dirige por una calle adelante, y luego por otra, sin detenerse ni decir palabra. Al fin se para; sube una escalera, llega
al tercer piso y agita fuertemente la campanilla.
-Aquí es donde usted tiene que entrar-me dijo, y se marchó sin más.
Se abre la puerta.
¡Oh! ¡Pronto! -me dicen-; de lo contrario no va a haber tiempo. Mi esposo tuvo la desgracia de hacerse protestante.
Ahora se encuentra en trance de muerte y pide, por piedad, morir como buen católico.
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Me dirigí en seguida al lecho del enfermo, que mostraba grandes deseos de reconciliarse con Dios, y, arreglados
con la mayor presteza los negocios del alma, llegó el cura de la parroquia de San Agustín, que había sido llamado
poco antes, y apenas le hubo administrado el sacramento de los enfermos con una sola unción, el enfermo pasó a
mejor vida.
Más tarde quise preguntar a Domingo cómo había sabido que en aquella casa había un enfermo, pero a él le
dolió mi pregunta y se echó a llorar. Desde entonces jamás se lo volví a preguntar.
La inocencia de vida, el amor a Dios, el deseo de las cosas celestiales habían elevado de tal modo el espíritu de
Domingo que bien se puede decir que estaba habitualmente absorto en Dios. A veces interrumpía el recreo, dirigía a
otra parte su mirada y se ponía a pasear a solas. Preguntándole por qué dejaba así a sus compañeros, respondía:
-Me sobrecogen esas benditas distracciones. Me parece que sobre mi cabeza se abre el cielo, y tengo que
apartarme de mis compañeros por no decir cosas que tal vez se tomarían a broma.
Otro día se hablaba durante el recreo del gran premio que Dios tiene preparado a los que conservan la estola de
la inocencia; y, entre otras cosas, decían: «Los inocentes son los que en el cielo están más cerca del Salvador y le
cantan especiales himnos de gloria por toda la eternidad». Bastó esto para levantar su espíritu a Dios y para que
quedase inmóvil, abandonándose como muerto en brazos de uno de los presentes.
Tales arrobamientos le sucedían en el estudio, mientras iba a clase y volvía de ella y aun durante la misma
clase,
Hablaba muy a menudo del sumo pontífice, dando a entender cuán grande era su deseo de poderle ver antes de
morir, y aseguró repetidas veces que tenía cosas de gran importancia que comunicarle.
Como repitiera a menudo estas palabras, le pregunté que era aquello de tanto importancia para decir al papa.
-Si pudiera hablar con él le diría que, en medio de las grandes tribulaciones que le aguardan, no deje de trabajar
con particular solicitud por Inglaterra. Dios prepara un gran triunfo en aquel reino.
-¿Y en qué te fundas para decirlo?
-Se lo diré, pero no quisiera que hablara usted de esto a otros, porque me expondría a que se burlasen de mí.
Con todo, sí va a Roma, dígaselo a Pío IX. Oiga, pues: «Una mañana , mientras daba gracias después de la
comunión, me sobrevino una fuerte distracción-y me pareció ver una vastísima llanura llena de gente y envuelta en
densas tinieblas. Caminaban, pero como quien perdió el camino y no ve dónde fija las plantas.
»Esta región-me dijo uno que estaba a mi lado-es Inglaterra; iba a preguntarle otras cosas cuando vi al Sumo
Pontífice Pío IX tal como lo había contemplado en algunos cuadros.
Vestía majestuosamente y, llevando en sus manos una antorcha esplendorosa, avanzaba entre aquella inmensa
muchedumbre de personas.
»A medida que iba avanzando, las tinieblas desaparecían con el resplandor de la antorcha, y la gente quedaba
inundada de tanta luz como en pleno mediodía». «Esta luz-me dijo el amigo-es la religión católica, que debe iluminar
Inglaterra».
En el año 1858, cuando yo fui a Roma, referí esto al sumo pontífice, el cual me escuchó con bondad y agrado.
-Esto-dijo el papa-me confirma en el propósito de trabajar infatigablemente en favor de Inglaterra,-que- ya es el
objeto de todas mis solicitudes. Este relato, si es que no es algo más, lo he de tomar, por lo menos, por consejo de
un alma piadosa.
Omito otros hechos semejantes, dándome por satisfecho con los narrados, y dejo a otros que los publiquen
cuando lo crean conveniente para mayor gloria de Dios.
En este capítulo, DB da a conocer algunos dones carismáticos o gracias sobrenaturales que son muestra ordinaria de la santidad. Para
juzgar rectamente la seriedad de cuanto va expuesto puede ayudarnos esta declaración de don Rúa (SP 323): «Domingo,- dada su humildad,
observaba diligentemente aquel aviso: Bueno es ocultar el secreto del rey. Por esto, que yo sepa, jamás habló con nadie de sus dones
sobrenaturales, excepto con su director espiritual, a quien, por obediencia y, más aún, por su gran confianza, no se lo podía ocultar.»
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A más de los aquí consignados, otros hechos extraordinarios acontecieron, omitidos en la Vida, pero que DB advierte ya que los ha dejado
escritos aparte. Atesta y afirma Cagliero (SP 23): «Sé también que DB dejó otras memorias de hechos extraordinarios de este santo jovencito
que no han podido ser halladas.»
Cuanto al hecho del hereje moribundo, la hermana, en el proceso, después de contarlo, añade (SP 319s): «Cuando DB me contó este
hecho, añadía que jamás había podido comprender cómo el siervo de Dios hubiese sabido guiarle en la oscuridad de la noche a
través de las calles de Turín, que ciertamente debían de serle desconocidas. Y concluía diciendo: ¡Se ve que Domingo era un jovencito santo
que sabía muchísimo más de lo que parecía!»
Otro hecho análogo, omitido por DB, pero atestiguado en los procesos, es éste. Dice DB que cuando se dejó llevar a la cabecera de aquel
moribundo, condescendió porque «ya otras, veces había experimentado la importancia de aquellas invitaciones». Una de ellas fue el 8 de
septiembre de 1855. DB se la contó a Cagliero y a algunos otros (SP 225). Domingo, en compañía de otros compañeros, se ofreció a DB para
asistir a los atacados de cólera morbo, que de nuevo había hecho su aparición. Un día se detuvo ante una casa de la calle Cottolengo,
preguntó al dueño si había alguna persona atacada de cólera, y como el dueño respondiera negativamente, Domingo insistió y rogó, por favor,
que lo mirara atentamente, porque en la casa tenía que haber una enferma.
Y tenía razón. Una pobre mujer iba a trabajar a la casa de la mañana a la noche, y el dueño había puesto a su disposición un cuartucho en
el desván, donde dejaba su ropa, y comía. La noche anterior no bajó como solía, pero nadie había reparado en ello. Asaltada allí por el cólera,
ni fuerzas tenía para pedir socorro. El dueño, cediendo a las instancias del joven, le hizo visitar toda la casa, hasta que, al llegar a aquel
tugurio, encontró a la pobre mujer moribunda. En seguida llamaron a un sacerdote, el cual apenas si tuvo tiempo de confesarla y
administrarle la extremaunción.
Durante el proceso, su hermana Teresa dio detallado testimonio de uno de los hechos omitidos por DB. Dijo así:
«Ya desde pequeña oí contar a mi padre y a mis parientes y vecinos un hecho que nunca pude olvidar. Un día mi hermano Domingo, ya
alumno de DB, se presentó a su director y le dijo:
-¿Quiere hacerme un favor? Deme un día de permiso. -¿A dónde quieres ir?
-A casa, porque mi madre está muy delicada y la Virgen la quiere curar.
-¿Quién te lo ha dicho? ¿O, es que te han escrito?
-.No, nadie me ha dicho nada. Pero yo lo sé igualmente.
Don Bosco, que ya conocía la virtud de Domingo, concedió importancia a sus palabras y le contestó:
-Puedes irte en seguida. Aquí tienes el dinero para el viaje hasta Castelnuovo. Desde ahí, hasta Mondonio, ya no hay combinación. Tendrás
que ir a pie. Pero si encuentras algún vehículo ahí tienes dinero suficiente.
Y marchó.
Mi madre, alma de Dios, se encontraba en un momento muy apurado, sufriendo dolores indecibles. Las vecinas, siempre prontas para
aliviar estos sufrimientos, no sabían qué hacer. El trance era serio. Mi padre entonces se decidió a ir a Buttigliera de Asti en busca del doctor
Girola... Llegaba ya al cruce del camino que lleva a Buttigliera cuando se encontró con mi hermano Domingo, niño aún, que venía a
Mondonio. Mi padre, sobresaltado, le pregunta:
-¿A dónde vas?
-Voy a ver a mamá, que está enferma.
Mi padre, que no hubiera querido verle entonces en Mondonio, le respondió:
-Antes pasa por Ranello, por casa del abuelo.
(Ranello es una aldehuela entre Castelnuovo y Mondonio). Y dicho, esto se marchó en seguida, por la prisa que tenía.
Mi hermano, impulsado, ciertamente, por una fuerza interior, llegó a mi casa. Mi madre, en cuanto lo ve, le saluda, pero se apresura a
decirle:
-Ve hijo mío; vete ahora con estos vecinos. Más tarde te llamaré.
Pero Domingo no se da por enterado. Salta rápidamente sobre la cama, abraza fuertemente a la madre, la besa y exclama:
198 -Ahora me voy, pero antes quería abrazarte.
Y, en efecto, se retiró en seguida. Apenas Domingo la dejó, cesaron. sin más, los dolores de la madre. Cuando el doctor llegó con el padre,
ya estaba todo resuelto. Con gran maravilla supieron que mamá, apenas le había abrazado su hijo, se había puesto mejor. Entretanto,
mientras los vecinos la atendían con mil cuidados, le vieron al cuello una cinta verde, a la cual estaba unido un pedacito de seda doblado y
cosido como un escapulario. Entonces comprendieron todos que mi hermano, al abrazarla, le había puesto al cuello aquella cinta. Mi madre,
mientras vivió, llevó siempre encima aquella preciada reliquia, que había sido su salvación.
Domingo, cuando llego al colegio, se presentó en seguida a DB para agradecerle el permiso recibido, y añadió:
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-Mi madre está perfectamente bien. La ha curado la Virgen que le he puesto al cuello.
«Meses más tarde, antes de morir Domingo, volviendo a abrazar a mamá, le dijo:
-Aquel escapulario que le puse al cuello cuando estaba en peligro, le recomiendo que lo conserve y lo preste a las mujeres que se
encuentren en su estado. Préstelo de balde, sin pretender ganancia; como la salvó a usted, salvará a las demás.
Yo sé que tanto mi madre -sigue hablando Teresa-, mientras estuvo en vida, como los demás de la familia después, tuvieron ocasión de
prestar el escapulario a mujeres de Mondonio y de los pueblos circunvecinos, y siempre oí decir que se vieron eficazmente ayudadas.
Yo misma he aprovechado aquella cinta querida. Mi hermana, que había venido expresamente a Turín para atenderme; mi marido, las
amigas y los vecinos todos, estaban con gran ansiedad por mi vida; pero esta mi hermana escribió en seguida a mi hermano Juan para que
buscase la preciosa reliquia; él se puso en movimiento, fue de pueblo en pueblo, hasta que logró dar con el sagrado recuerdo. Cuando me lo
pusieron al cuello, me encontraba tan postrada de fuerzas que nadie tenía la menor esperanza de mi curación; pero bastó la presencia de
aquel lazo y escapulario para que al instante recobrase la salud y la vida. Este objeto milagroso fue tan solicitado, entró en tantas
casas, estuvo puesto sobre el pecho de tantas madres que se hallaban en peligro de muerte, que ya no me ha sido devuelto, lo que para mí
constituye una verdadera contrariedad.»
Esta relación, que se conserva en el Archivo de la Sociedad Salesiana, fue transcrita y dirigida por la interesada a Pío X el bula postulatoria
del 27 de febrero de 1912. En el proceso, en un interrogatorio suplementario de noviembre de 1915, hizo ella amplia exposición del hecho,
añadiendo algún detalle más; por ejemplo, que su hermano Juan le llevó el escapulario a las diez del 31 de diciembre de 1877.
La sorprendente visita de Domingo a su madre tuvo lugar el 12 de septiembre de 1856. Es la fecha del nacimiento de su hermana Catalina.
Por este rasgo de amor filial, Domingo es invocado por las madres a punto de dar a luz.
El hecho más notable de este capítulo 20 es el éxtasis eucarístico de seis horas. DB, único testigo, lo reveló tan sólo después de la muerte
de Domingo.
Punto muy importante es también el que trata de Inglaterra Pío IX había establecido allí la jerarquía católica en 1850. Fue un
acontecimiento del que no se acababa de hablar, augurando el retorno de la isla de los santos al seno de la Iglesia romana. Ciertamente que
la imaginación corría demasiado; pero no es menos cierto que, a partir de entonces, las conversiones fueron multiplicándose cada vez más, de
lo cual DB no dejaba de informar a sus hijos. En aquel clima de ardientes esperanzas floreció la visión del santo.
DB había ya manifestado su intención de ir a Roma, como lo recuerda don Rúa (SP 126). El «gran triunfo» no debía ser necesariamente un
gran golpe de escena; pero puede decirse que se vislumbraba ya en el horizonte el crecido número de conversiones. Y ¡qué conversiones!
Los católicos ingleses, que a comienzo del siglo XIX eran unos 160.000, alcanzan hoy el número de tres millones.
CAPITULO XXI
Sus pensamientos sobre la muerte y cómo se preparó santamente a ella
El que ha leído lo que hasta aquí hemos escrito sobre el joven Domingo Savio habrá echado de ver que toda su
vida fue ya una continua preparación para la muerte. Consideraba la Compañía de la Inmaculada como un medio
eficaz para asegurarse la protección de la Virgen en trance de muerte. Todos preveían que la de Savio no iba a
tardar.
No sé si Dios le reveló el día y las circunstancias, o si sólo tuvo un piadoso presentimiento, lo cierto es que habló
de ella mucho antes de que llegara, y lo hizo con tal precisión de circunstancias, que mejor no hubiese podido
hacerse después de su misma muerte.
En vista de su mal estado de salud, se le prodigaron toda clase de cuidados para frenarle un tanto en sus
estudios y en los ejercicios de piedad; con todo, bien por su natural debilidad o por otras incomodidades personales,
o por la continua tensión de su espíritu, el caso es que las fuerzas le iban disminuyendo de día en día. El mismo se
daba cuenta y exclamaba a veces:
-Tengo que correr, de lo contrario la noche me va a sorprender en el camino.
Quería decir que el tiempo que le quedaba era poco y que, por lo mismo, tenía que andar con diligencia a la hora
de las buenas obras, antes de que le sobreviniese la muerte.
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Se acostumbra en el Oratorio a hacer una vez al mes el ejercicio de la buena muerte, Consiste en acercarse a
los sacramentos de la confesión y a la comunión como si se tratase de los últimos de la vida.
El sumo pontífice Pío IX, en su, bondad, se dignó enriquecer estas prácticas con muchas indulgencias.
Domingo practicaba este ejercicio con tal recogimiento, que no cabía pensar en otro mayor. Al fin de la sagrada
función se suele rezar un padrenuestro por aquel de los presentes que muera primero. Un día Domingo,
chanceándose, dijo:
-En vez de decir por el que muera primero, que digan por Domingo Savio, que será el primero en morir.
Y esto lo repitió varias veces.
A fines de abril del año 1856, se presentó Domingo al director y le preguntó qué debía hacer para celebrar
santamente el mes de María.
-Podrías celebrarlo- le respondió-, cumpliendo exactamente tus deberes y contando cada día a tus
compañeros un ejemplo edificante en honor de Marta; procura conducirte, además, de tal modo, que cada día
puedas recibir la santa, comunión.
-Trataré de hacerlo puntualmente; pero ¿qué gracia he de pedirle?
-Le pedirás a la Virgen Santísima que te alcance de Dios salud y gracia para hacerte santo.
-Que me ayude a- hacerme santo y que me ayude a tener una santa muerte; y que en los últimos momentos
de mi vida me asista y me conduzca al cielo.
Y, en efecto, mostró Domingo tanto fervor en aquel mes, que parecía un ángel vestido- de carne humana. Si
algo escribía, era sobre María; si estudiaba, cantaba o iba a clase, todo lo hacía en honor de María, y siempre
tenía a punto un ejemplo para referirlo durante el recreo en este o aquel corrillo de compañeros.
Le dijo un día uno de éstos:
-Si todo te lo haces este año, ¿qué te va a quedar para el que viene?
-Eso corre de mi cuenta-respondió-; este año quiero hacer todo lo que pueda, y el venidero, si aún vivo, ya te
lo diré.
Intenté poner en juego todos los medios para hacerle recuperar la salud y dispuse que se sometiera a una
consulta de médicos. Todos admiraron su jovialidad de carácter, su agilidad mental y la madurez de juicio que
mostraba en sus respuestas El doctor Francisco Vallauri, de feliz memoria, uno de los que intervino en la consulta,
exclamó profundamente admirado:
-¡Qué perla de muchacho!
-¿Cuál es el origen de la enfermedad que lo va consumiendo día tras día?-pregunté.
- Su complexión delicada, el precoz desarrollo de su inteligencia y la continua tensión de su espíritu son como
limas que van desgastando insensiblemente sus fuerzas vitales.
-¿Y cuál es el mejor medio de curarlo?
-Lo mejor será dejarlo ir al paraíso, pues se le ve estar muy preparado; mas lo único que podría prolongarle la
vida sería alejarle enteramente de los estudios por algún tiempo y entretenerle en ocupaciones materiales
adecuadas a sus fuerzas.
De aquí en adelante, es decir, «en los últimos nueve meses», domina en Domingo el presentimiento del no lejano fin. El mes de mayo que
precedió a estos nueve meses fue, cual ninguno, un mes de fervores marianos. Según Anfossi (SP 147), pertenece al mayo de 1856 el
simpático episodio del altarcito en el dormitorio con el ofrecimiento de un libro a falta de dinero (c.13). Unas palabras del Card. Cagliero nos
demuestran el empeño general de los jóvenes del Oratorio en hacer bien aquel mes de María y la parte que en ello tuvo Domingo (SP 136):
«Recuerdo que durante el mes de María había en él un verdadero empeño de piedad y devoción hacia la Stma. Virgen, procurando que en
cada clase y en cada dormitorio se construyera un altarcito adornado de flores, con su correspondiente lamparilla que ardiera
noche y día, símbolo del amor que ardía en su corazón. El aceite se adquiría con pequeñas ofertas de los alumnos. Aquel mes todas sus
conversaciones versaban sobre la bondad y las virtudes de la Virgen; y, por iniciativa suya, cada domingo por la noche uno se encargaba de
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6.5 Page 55

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tejer, en su respectivo dormitorio, las glorias de María». Esto confirma el testimonio ya citado de don Francesia sobre el movimiento de fervor
mariano suscitado en este tiempo por obra de Domingo.
¿Cuándo fue la consulta de médicos? Podemos deducirlo por la mención que hace DB de uno de ellos, el doctor Vallauri. Este insigne
bienhechor del Oratorio falleció el 13 de julio de 1856; de aquí que la consulta pudiera haber sido en junio. El consejo de los médicos fue
«alejarle enteramente de los estudios durante algún tiempo y entretenerle en ocupaciones materiales». No cabe duda de que DB cumpliría
esta prescripción, tanto más que o habían comenzado o estaban para comenzar las vacaciones.
El doctor Vallauri, excelente médico y óptimo cristiano, excluyó, al decir de don Francesia (SP 24), que el régimen de mortificación hubiese
perjudicado a su salud; atribuía la enfermedad a un gran amor a Dios. Añade Cagliero (SP 60) que no enfermó ni siquiera «por
exceso de aplicación al estudio», pues el joven .,«vivió siempre obediente y ordenado bajo la paternal vigilancia de DB, que le prohibió toda
exageración o cosa dañosa». También don Rúa (SP 114) recuerda «la vigilante atención que para con él tenía DB, el cual, conociendo su
espíritu de obediencia, se informaba a menudo de su salud y del modo de conducirse en cuanto a la comida y al descanso». En resumen,
enfermedad específica no parece que la hubiera, según resulta del juicio de los doctores.
CAPITULO XXII
Cuidados que prodigaba a los enfermos. Deja el Oratorio: palabras en tal
ocasión
Como no se hallaba tan falto de fuerzas que necesitase guardar cama continuamente, a veces iba a clase o al
estudio, y otras se entretenía en trabajos de la casa. Y una de las cosas en que se ocupaba con más gusto era en
servir a los compañeros que estaban enfermos.
-No tengo ningún mérito ante Díos-decía-visitando o asistiendo a los enfermos, pues lo hago con demasiado
gusto; es más, para mí resulta un agradable entretenimiento.
Y mientras les prestaba servicios corporales, se ingeniaba con mucho tino en sugerirles siempre algo
espiritual.
-Este cacharro de cuerpo-decía a un compañero que estaba indispuesto-no ha de durar eternamente, ¿no es
verdad? Es menester dejarlo destruir poco a poco hasta que lo lleven a la tumba. Entonces, amigo mío, libre ya el
alma de lazos corporales, volará gloriosa al cielo y gozará allí de salud y de dicha interminables.
Sucedió que un compañero rehusaba tomar una medicina, porque era amarga.
-¡Ay, amiguito!-le dijo Domingo-, debemos tomar cualquier remedio, puesto que haciéndolo obedecemos a
Dios, el cual estableció las medicinas y los médicos porque son necesarios para recuperar la salud perdida. Y si
sentimos repugnancia en el gusto, mayor será el mérito para nuestra alma otra parte, ¿crees que esta bebida es
tan amarga como la hiel y el vinagre con que fue acibarado Jesús en la cruz?
Palabras así dichas, con su maravillosa naturalidad, conseguían que nadie pusiera dificultades. Si bien la salud
de Savio estuviese realmente quebrantada, con todo, el tener que ir a casa es lo que más le contrariaba; pues
sentía mucho interrumpir los estudios y renunciar a las acostumbradas prácticas de piedad. Algunos meses antes lo
mandé a su familia; pero estuvo sólo unos días, muy pronto lo vi comparecer de nuevo por el Oratorio.
Lo confieso. El pesar era recíproco. Yo hubiera deseado a toda costa que permaneciera en el Oratorio, pues
sentía por él el afecto de un padre por su hijo predilecto. Pero el consejo de los médicos era que se fuese a su
pueblo, y yo deseaba cumplirlo, por haberse manifestado en él, desde hacía algunos días, una tos obstinada.
Se avisó, pues, al padre, y fijamos la salida para el primero de marzo de 1857.
Domingo se resignó a esta determinación, pero sólo como un sacrificio a Dios.
-¿Por qué-le preguntaron-vas a tu casa de tan mala gana, cuando debieras alegrarte de poder disfrutar de tus
amados padres?
-Porque desearía acabar mis días en el Oratorio-respondió.
-Te vas a casa y, cuando te hayas restablecido, vuelves. -Ah, eso sí que no. Ya no volveré más.
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La víspera de su salida no podía apartarlo de mi lado. Siempre tenía algo que preguntarme. Entre otras cosas
me dijo:
-¿Cuál es el mejor método de que puede echar mano un enfermo para alcanzar méritos delante de Dios?
-Ofrecerle con frecuencia sus sufrimientos. -¿Y ninguna otra cosa más? -Ofrendarle su vida -¿Puedo estar
seguro de que mis pecados han sido perdonados?
-Te aseguro, en nombre de Dios, que tus pecados te han sido perdonados.
-¿Puedo estar seguro de que me salvaré?
-Sí; contando con la divina misericordia, la cual no te ha de faltar, puedes estar seguro de salvarte.
-Y si el demonio me viniese a tentar, ¿qué he de responderle?
-Respóndele que tu alma la tienes vendida a Jesucristo y que él te la compró con su sangre; y si se empeña en
ponerte dificultades, pregúntale a ver qué es lo que él hizo por ella, cuando Jesucristo derramó toda su sangre por
librarla del infierno y llevarla consigo al paraíso.
-Desde el cielo, ¿habrá manera de que pueda ver a mis compañeros del Oratorio y a mis padres?
-Sí; desde el paraíso verás la marcha del Oratorio y a tus padres también, y cuanto se refiera a ellos, y mil otras
cosas mucho más agradables aún.
¡Podré bajar alguna vez a visitarlos?
-Sí que podrás venir, siempre que ello redunde en mayor gloria de Dios.
Así se entretuvo con éstas y otras muchísimas preguntas, como él que ya tiene un pie en los umbrales del
paraíso y se preocupa, antes de entrar, de informarse bien de cuanto hay dentro.
Buen remedio hubiera sido mandar al joven a respirar los aires natales, y en ello pensaba DB; pero se daba cuenta de que el tenerse que
alejar del Oratorio había de causar en Domingo una depresión de ánimo capaz de agravar su dolencia. Por esto, en la primera mitad de
septiembre, el joven se encontraba todavía en el Oratorio; en efecto, el 12 hizo la escapadita a Mondonio, cuando voló a curar a su madre.
Pero hacia fines del mes lo mandó, según lo atestiguan don Rúa y don Cagliero (SP 354.288).
Acostumbraba DB todos los años ir a I Becchi con un grupo de jóvenes para la novena y fiesta del Rosario, que se celebraba el primer
domingo de octubre. En 1856 fueron también con él los clérigos Rúa y Cagliero. Domingo Savio se encontraba ya en Mondonio. Allá fue don
Rúa con un compañero para visitarlo; mas no lo encontró, porque él, a su vez, había marchado a ver a DB en I Becchi.
-Andaba el jovencito de camino cuando se tropezó con Cagliero, que iba a Castelnuovo, el cual se quedó de una pieza como a la vista de
una aparición. Oigamos la descripción que nos hace en el proceso:
«Recuerdo muy bien aquel encuentro, que se me quedó impreso como si fuera ahora. Al verlo ya desde lejos, me pareció ver a un angelito,
según estaba de sonriente y era su aspecto angelical; con su rostro pálido, sus ojos azules y su faz celestial. Y dije para mí: He aquí un
ángel en carne humana, como San Luis. Y si hubiera habido otro pequeño Tobías acompañado por Azarías, creo que no se hubiera podido
distinguir, hubieran sido dos ángeles que mutuamente se acompañaban».
Poco se detuvo en la casa paterna. La nostalgia del Oratorio lo devolvió al dulce nido. «A poco me lo vi comparecer en el Oratorio», escribe
DB.
Después de su vuelta, tuvo el primer contacto con Cerruti (cf. nota c.12), que se convirtió en intimidad personal. Testigo tan calificado pudo
afirmar sobre los últimos momentos de la vida de Domingo (SP 277) que, «a pesar de lo débil y extenuado que se encontraba,
cumplía sus deberes sin proferir jamás una palabra de queja; antes, al contrario, mostraba siempre constante hilaridad». Observó también
cuán equilibrado era en todo (SP 246): «Equilibrio que no era en él simplemente natural, sino que provenía de un abandono pleno y entero en
su superior DB, en quien había puesto toda su confianza».
CAPITULO: XXIII
Se despide de compañeros
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La mañana del día de su partida hizo con sus compañeros el ejercicio de la buena muerte; confesó y comulgó
con tales muestras de devoción, que, habiendo, yo sido Testigo, no sé cómo expresarlo.
Es necesario decía que haga bien este ejercicio, porque será para mí verdaderamente el de mi buena muerte y,
si muero por el camino, ya habré recibido los sacramentos. El resto de la mañana lo pasó arreglando sus cosas.
Preparó el baúl, colocando cada objeto como si jamás lo tuviera que volver a tocar. Fue después a despedirse de
cada uno de sus compañeros: a éste le daba un buen consejo; a aquél le exhortaba a corregirse de tal defecto y
animaba al otro a que perseverase en la virtud. A uno a quien debía diez centavos le llamó y le dijo:
-Oye, vamos a arreglar nuestras cuentas; de lo contrario, tendré alguna dificultad al ajustarlas con Dios.
Habló a los socios de la Compañía de la Inmaculada, y con las más vivas expresiones los animó a ser constantes
en las promesas que habían hecho a María Stma. y en poner en ella toda la confianza.
A punto de salir, me llama y me dice textualmente: Puesto que no quiere usted estos mis cuatro huesos, me veo
obligado a llevármelos a Mondonio. Por cuatro días que le iban a estorbar a usted...; luego, todo se habría acabado;
con todo, ¡hágase siempre la voluntad de Dios! Si va a Roma, no olvide el encargo que le di para el Papa acerca de
Inglaterra, Ruegue a Dios para que yo tenga una buena muerte. Nos volveremos a ver en el cielo.
Habíamos llegado a la puerta por donde debía salir y aún me tenía fuertemente asido por la mano. En ese
momento se vuelve a sus compañeros que le rodean, y les dice:
-¡Adiós, queridos compañeros, adiós a todos, Rogad por mí. Hasta vernos allí donde siempre estaremos con el
Señor. Estaba yo a la puerta del patio cuando veo que vuelve atrás y me dice."
-Hágame un regalo para que lo pueda conservar como un recuerdo suyo.
Tú mismo di qué te agrada y en seguida te lo regalaré.
Quieres un libro?
-No. Algo mejor.
-Quieres dinero para el viaje?
Eso precisamente. Dinero pero del viaje para la eternidad. Usted dijo que había conseguido del papa algunas
indulgencias plenarias para el punto de muerte; póngame, pues, a mí también en el número de los qué pueden
participar de dichas indulgencias.
Sí, hijo mío; también, te incluiré a ti en ese número; iré en seguida a poner tu nombre en la lista.
Después de esto dejó el 0ratorio, donde había estado cerca de tres años con tanta satisfacción suya como
edificación de sus compañeros y de sus mismos superiores. Lo dejaba para no volver más. Todos quedamos
maravillados de tan insólita despedida. Sabíamos que padecía muchos achaques; pero como siempre le veíamos en
pie, no hacíamos gran caso de su enfermedad.
Además tenía constantemente un semblante alegre, de tal suerte que nadie se imaginaba que estuviese tan
mal de salud. Y, si bien aquella despedida nos había entristecido, sin embargo, abrigábamos la esperanza de
volverlo a ver, después de algún tiempo, entre nosotros. Pero no fue así; pues estaba maduro para el cielo. En el
breve curso de su vida se había ganado la merced de los justos igual que si hubiese llegado a edad avanzada; el
Señor le quería llamar a su seno en la flor de los años, para librarlo de los peligros en que las almas, aun las
mejores, a menudo naufragan.
Nuestro santo autor, que demasiadas veces no se preocupaba de precisar fechas, recordará en este capítulo 24, con todas sus letras, el
día, la hora Y todas las circunstancias de la partida, fijada con el padre de Domingo para el primero de marzo (1857). ¡Pobre! Dejar el Oratorio
era para él, sobre todo, dejar a DB, Y éste fue el sacrificio de los sacrificios.
La escena de la separación es de las que no se leen sin sentirse vivamente conmovido.
De aquella mañana, Cagliero, que contaba a la sazón diecinueve anos, habla como si la tuviera presente (SP 60): «Lo vi levantarse pálido,
sí, pero sonriente y sereno, y en perfecta unión y conformidad con Dios, Y le dije: ¡Qué alma tan hermosa! ¡Qué preciosidad de muchacho!
Tiene el aspecto de un ángel; es pequeño, pero gran santo».
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De aquel día escribe Ángel Savio en la relación de 13 de diciembre 1858, ya citada y alegada en los procesos (SP 454): «Vino para
darme el último abrazo. Me dijo: Allí dejo mi ropa; no la necesito. Entrégasela a DB o a quien venga por ella. Estaba todo arreglado,
como si ya no tuviera que tocarlo jamás. Luego, estrechándome fuertemente la mano, me dijo con vivo afecto: Ruega por mí. Tal vez no nos
veremos más en esta vida. Adiós. Partió, y no lo vi más; pero el recuerdo de sus últimas palabras jamás me abandonó y, cuando me dieron la
triste noticia de su muerte, no pude menos de exclamar: ¡Era un santo!
Su maestro, el clérigo Francesia, en el momento de la partida estaba paseando bajo los Pórticos cuando vio que corría a su encuentro para
darle el último adiós. Declaró en el proceso (SP 360) y más tarde escribió al cardenal Salotti (o.c., l).217): « ¡Yo no le daba la menor
importancia a aquella salida; pues ya otras veces su delicada salud le había obligado a salir de Turín con destino a Mondonio. ¡Cuál no
sería, pues, mi estupor vérmelo delante y, todo sonriente, saludarme y encomendarse a mis oraciones! De momento no pensé en que fuera
al presagio. Pero, cuando unos días después, DB no, anunció su muerte, exclamé: ¡De modo que fue la suya la despedida hasta el paraíso!
Y casi sentí remordimiento de no haber extremado mi benevolencia y afecto en el momento de partir».
DB termina el capítulo sin hacer mención de los sentimientos que experimentó su corazón al contemplar al querido discípulo, que, al lado
del autor sus días, iba paso a paso alejándose para siempre de él y del Oratorio en aquella tarde dominical. Mas ya había expresado su pena
en aquellas pocas líneas del capítulo precedente en que dice: «Lo confieso; el pesar era recíproco; yo hubiera deseado que, a toda costa, se
quedara en el Oratorio, pues mi afecto hacia él era el de un padre para con un hijo amantísimo. Pero tal era el consejo de los médicos».
Nos parece providencial el hecho de que Domingo fuese a morir a su casa. De haber muerto en el Oratorio, su cadáver habría sido
enterrado en la zona común del cementerio de Turín, donde al cabo de pocos años, sus restos se hubiesen confundido con los de otros en
una misma fosa. Ahora bien, para la validez del proceso de beatificación y canonización, la imposibilidad de hacer un reconocimiento oficial
del cuerpo hubiese constituido un grave tropiezo. Es cierto que en casos así puede darse una dispensa de la autoridad apostólica, pero, si se
piensa en las dificultades que surgieron cuando el proceso de Domingo Savio, la falta de su cuerpo habría añadido impedimentos de
consecuencias imprevisibles. Por el contrario, en Mondonio, el peligro fue evitado con facilidad.
CAPITULO XXIV
Se agrava su enfermedad. Se confiesa por última vez. Recibe el viático.
Hechos edificantes
Partió nuestro Domingo de Turín el día primero de marzo, a las dos de la tarde, acompañado de su padre. Su
viaje fue feliz; más aún, pareció que el movimiento del coche, la sucesión de panoramas y la compañía de sus
padres le habían sentado bien; por lo cual, ya en la casa paterna, a lo largo de cuatro días no necesitó guardar
cama. Pero como se viese que le disminuían las fuerzas y el apetito y que la tos iba en aumento, se creyó
conveniente hacerlo visitar por el médico. Este halló el mal mucho más grave de lo que parecía. Le mandó que,
nada más llegar a casa, se metiese en cama y, creyendo que se trataba de una inflamación, le aplicó sangrías.
Es propio de la edad juvenil experimentar grande aprensión por las sangrías, por eso el cirujano, antes de
empezar, exhortó a que volviera a otro lado la vista, tuviera paciencia y cobrara ánimos. Pero él se echó a reír y dijo:
-¿Qué es una pequeña punzada en comparación de los clavos que pusieron en las manos y en los pies de
nuestro inocentísimo Salvador?
Y con la mayor calma, chanceándose y sin dar muestras de la menor turbación, miró todo el tiempo que duró la
operación cómo brotaba la sangre de sus venas.
Después de algunas sangrías pareció que la enfermedad mejoraba de aspecto. Así lo aseguró el médico y así
lo creían los padres; pero Domingo pensaba muy diversamente y persuadido de que era mucho mejor recibir con
anticipación sacramentos que exponerse a morir sin ellos, llamo a su padre y le dijo:
-Papá, buena cosa será que también consultemos al médico del cielo. Deseo confesarme y recibir la santa
comunión.
Sus padres, que también creían que la enfermedad estaba en franca mejoría, oyeron con dolor esta propuesta,
y, sólo por complacerle, fueron a llamar al cura para que lo confesase. Vino sin tardanza, lo confesó y, también por
complacerle, le trajo el santo viático. Ya se puede imaginar cuál fue la devoción y el recogimiento de Domingo.
Todas las veces que se acercaba a recibir los santos sacramentos parecía un San Luis. Ahora, al pensar que
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aquélla era la última comunión de su vida, ¿cómo expresar el fervor, los arranques y tiernos sentimientos que
saldrían de aquel inocente corazón hacia su amado Jesús?
Trajo, entonces a la memoria promesas que hizo en el día de su primera comunión. Repitió muchas veces:
- ¡Sí, sí, oh Jesús, oh María, vosotros seréis ahora y siempre los amigos de mi alma! Lo repito y lo digo mil
veces: Antes morir que pecar.
Cuando acabó de dar gracias, dijo muy tranquilo:
-Ahora estoy contento. Verdad es que aun me queda un largo viaje hacia la eternidad; pero, estando Jesús
conmigo, nada tengo que temer. ¡Oh, decidlo siempre, decidlo a todos: Quien tiene a Jesús como amigo y
compañero, no tiene nada que temer, ni siquiera la muerte!
Edificante fue su paciencia en sobrellevar todas las incomodidades sufridas en el curso de su vida, pero en esta
última enfermedad dio muestras de ser todo un modelo de santidad.
Hacía lo posible por valerse él en todo.
-Mientras pueda-decía-, quiero disminuir las molestias a mis queridos padres. Ya han pasado ellos demasiados
trabajos y afanes por mi culpa. Si pudiese, al menos, recompensarlos de algún modo...
Tomaba, sin la menor repugnancia, cuantas medicinas le administraban, por desagradables que fuesen. Se
sometió a diez sangrías sin mostrar la menor oposición.
Después de cuatro días de enfermedad, el médico se felicitó con el enfermo, y dijo a sus padres:,
-Demos gracias a Dios. La cosa va bien. La enfermedad está prácticamente vencida; sólo es menester una
convalecencia bien llevada.
Se alegraron con tales palabra los padres. Pero Domingo se sonrió y dijo:
-Ya he vencido al mundo; sólo es menester llevar bien mi juicio ante Dios.
Así que hubo salido el médico, sin hacerse ilusiones por lo que acababa de decir, pidió que le fuesen
administrados los santos óleos. También esta vez condescendieron sus padres por complacerle, pues que ni ellos ni
el párroco veían peligro próximo de muerte; antes bien, la serenidad d su semblante y la jovialidad de sus palabras
daban motivo para creer que iba realmente mejorando. Mas él, fuese movido por sentimientos que de devoción o
inspirado por voz divina que le hablaba al corazón contaba los días y horas que le restaban de vida como se
calculan las operaciones aritméticas, y empleaba cada instante en preparar su comparecencia ante Dios.
Antes de recibir los santos óleos, hizo esta oración:
-¡Oh Señor!, perdonad mis pecados; os amo y os quiero amar eternamente. Este sacramento, que por vuestra
infinita misericordia permitís que reciba, borre de mi alma todos los pecados que he cometido con los oídos, con los
ojos, con la boca, con las manos y con los pies; que mi alma y mi cuerpo sean santificados por los méritos de
vuestra pasión. Amén.
Respondía a todo en voz clara y con tanta precisión en sus juicios, que lo hubiéramos considerado en perfecto
estado de salud.
Era el 9 de marzo, día cuarto de su enfermedad y último de su vida.
Había sufrido diez sangrías, aparte de aplicarle otros remedios, y sus fuerzas estaban completamente
postradas, por cuya razón se le dio la bendición papal. El mismo recitó el acto de dolor y fue respondiendo a todas
las preces del sacerdote. Cuando oyó que con aquel acto religioso el papa le otorgaba la bendición apostólica con
indulgencia plenaria, experimentó la mayor consolación.
- ¡Sean dadas gracias a Dios! dijo repetidas veces-. Le sean dadas por siempre.
Se volvió luego al crucifijo y repitió estos versos que le habían sido muy familiares durante el curso de la vida:
Íntegra, ¡oh Dios!, mi libertad te entrego,
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las potencias- del alma, el cuerpo mío;
te lo doy todo, porque todo es tuyo,
y sin reserva a tu querer. Me fío.
Los dos capítulos 24 y 25 contienen casi el diario de los últimos ocho días vividos por Domingo. Las informaciones las obtuvo su santo
biógrafo de palabra y por escrito de testigos oculares, especialmente del párroco y del padre. «Era el párroco, dice don Rúa (SP 355), quien
nos mandaba las noticias. Sintiendo gran aprecio por el jovencito, lo consideraba como un regalo precioso de Dios a la parroquia, y por eso
con gran solicitud informaba a DB del curso de la enfermedad. Por él y por el padre, que pocos días después de la muerte del hijo vino a
visitar a DB, se supieron los detalles tan edificantes de su muerte, que DB consigna en la biografía».
Una circunstancia ignorada por DB refirió en el proceso (SP 98,105) la señora Anastasia Molino, que, siendo vecina de la casa, asistió al
enfermo y estuvo presente en su muerte: «Fueron a verle algunos chicos, y él les distribuyó nueces y avellanas, recomendándoles que, una
vez comido el fruto, le devolvieran las cáscaras. Preguntándole qué quería hacer con ellas, respondió: Ponérmelas en la cama y hacer
así un poquito de penitencia. La buena mujer le replicó que, estando enfermo, ya hacía penitencia. Mas él insistió: A nuestro Señor lo
pusieron en una cruz e hizo más penitencia que nosotros. Y luego puso esas cáscaras entre la sábana y su cuerpo».
CAPITULO XXV
Sus últimos momentos y su preciosa muerte
Es verdad de fe que el hombre recoge en trance de muerte el fruto de sus buenas obras. Lo que siembre el
hombre, eso recogerá. Sí durante la vida sembró buenas obras, en aquellos últimos momentos cosechará frutos de
consolación; con todo almas buenas, después de una vida santa, sucede a veces que llenan de terror y espanto al
acercarse la hora de la muerte. Acontece esto por adorable decreto del Señor, que quiere purgar estas almas de las
pequeñas manchas que por ventura contrajeron en la vida, y hacer así más hermosa su corona de la gloria del
paraíso.
En Domingo no sucedió así. Creo yo que Dios quiso darle aquel ciento por uno que en las almas justas precede
a la gloria del cielo. En efecto, la inocencia conservado hasta los últimos momentos de su vida; su fe viva y sus
plegarias continuas, las largas penitencias, la vida entera sembrada de tribulaciones, sin duda le merecieron aquel
tan envidiable consuelo en el punto de la muerte.
La veía acercarse con la tranquilidad de un alma inocente. Parecía que ni siquiera experimentaba su cuerpo las
angustias y afanes de ese momento supremo debidos a los esfuerzos que el alma hace, naturalmente, para romper
las ataduras del cuerpo.
En fin, la muerte de Domingo podía llamarse con más propiedad reposo que muerte. Era la tarde del 9 de marzo,
de 1857, y ya había recibido los auxilios todos de nuestra santa religión. Quien lo oyera hablar y lo viera tan sereno,
creería que estaba en la cama para descansar. Su rostro alegre, sus ojos, llenos aún de vida, y el pleno uso de sus
facultades dejaba maravillados a cuantos le contemplaban, y nadie, excepto él, estaba persuadido de que se hallaba
próximo el fin.
Hora y media antes de exhalar el último aliento, el párroco le vino a visitar y se quedó observando con gran
admiración cómo él mismo se recomendaba el alma. Decía frecuentes y prolongadas jaculatorias, que expresaban
su vivo, deseo de subir pronto al cielo.
-¿Qué se ha de hacer para recomendar el alma a un agonizante como éste?-dijo el párroco.
Y después de haber rezado algunas oraciones con él, iba a salir, cuando Domingo le llamó y le dijo:
-Señor cura, antes de irse, tenga la bondad de darme un recuerdo.
-Por mi parte-respondió- no sabría qué recuerdo darte.
-Algún recuerdo que me consuele.
-Como no sea que te acuerdes de la pasión de nuestro Señor...
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-¡Sean dadas gracias a Dios! La pasión de nuestro Señor Jesucristo esté siempre en mi mente, en mi boca y en
mi corazón. ¡Jesús, José y María, asistidme en mi -última agonía! ¡Jesús, José y María, expire en vuestros brazos
en paz el alma mía!
Después de estas palabras se adormeció y descansó una media hora. Al despertar, se volvió hacia sus padres y
dijo:
-Papá, ya es el momento.
-Aquí estoy, hijo mío. ¿-Qué necesitas?
-Querido papá. Este es el instante. Tome usted El Joven Cristiano y léame las letanías de la buena muerte.:
Con este nombre indicaba un libro escrito por el propio San Juan Bosco dirigido particularmente a la juventud y cuyo título es El joven (cristiano) provisto para la
práctica de sus deberes y de los ejercicios de la piedad cristiana... (NdA). La primera parte de este libro fundamental de DB, precedida de una breve introducción
nuestra, puede verse más adelante en el presente volumen (NdE).
A estas palabras su madre rompió a llorar y se alejó del aposento. Se le partía al padre el corazón de dolor, y las
lágrimas le ahogaban la voz. Con todo, cobró ánimos y empezó a leer las preces. Domingo repetía con voz clara y
distinta todas y cada una de las palabras; pero, al final de cada invocación, intentaba decir por su cuenta: «Jesús
misericordioso, tened piedad de mí!»
Cuando llegó a aquellas palabras: «Finalmente, cuando mi alma comparezca ante Vos y vea por vez primera el
esplendor de vuestra majestad, no la arrojéis, Señor, de vuestra presencia; dignaos acogerla en el seno amoroso de
vuestra misericordia, para que eternamente cante vuestras alabanzas... », añadió:
-Pues bien, cabalmente es esto lo que yo, deseo, papá: cantar eternamente las alabanzas del Señor.
Pareció después conciliar de nuevo el sueño o ensimismarse en la meditación de algo importante. A poco
despertó y con voz clara y alegre dijo:
-Adiós, papá, adiós; el señor cura quiso decirme algo más y no lo recuerdo... Oh! Pero... ¡Qué cosa tan hermosa
veo!
Diciendo esto y sonriendo con celestial semblante, expiró con las manos cruzadas sobre el pecho, sin hacer el
más pequeño movimiento.
¡Sí, alma fiel, vuela a tu Creador! Abiertos están los cielos; los ángeles y los santos te han preparado una gran
fiesta; Jesús, a quien tanto, amaste, te invita y te llama diciendo: ¡Ven, siervo bueno y fiel, ven! Tú combatiste, y
alcanzaste la victoria, ¡ven ahora a tomar posesión de un gozo que no tendrá fin! ¡Entra en el gozo de tu Señor!
De todos los testigos del proceso sólo la señora Molino asistió a la muerte. Así evocaba los lejanos recuerdos (SP 344): «Vi a menudo al
jovencito durante su última enfermedad. En los últimos días, agravándose el mal y viendo a su madre afligida, le infundía valor diciéndole: No
llore usted, mamá, que me voy al paraíso Decía también que veía a la Virgen y a los santos. Yo estuve presente en sus últimos momentos y
recuerdo que, mientras un buen viejo le leía la recomendación del alma, tenía sus ojos fijos en él, acompañando con el corazón las oraciones.
Estaban también presentes su padre y su madre. Expiró plácidamente».
En la memoria de-la buena mujer se desdobló la figura del padre, saliendo a escena "un buen viejo", que no era sino el mismo padre, que
por aquel entonces contaba, cuarenta y dos años.
CAPITULO XXVI
Comunicación de su muerte. Palabras del profesor don Picco a sus
alumnos
Cuando el padre de Domingo le oyó proferir estas palabras en la forma que dejamos dicha y le vio doblar
después la cabeza como para descansar, creyó que de nuevo se hubiese dormido. Le dejó, pues, por algunos
instantes en aquella posición; pero, al llamarle, se dio cuenta de que había expirado.
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Ya puede cada uno imaginar la desolación de sus padres por la pérdida de un hijo que unía, a la inocencia y a la
piedad, las más bellas cualidades para hacerse amar.
También nosotros aquí, en la casa del Oratorio, estábamos pendientes de las noticias de tan venerado amigo y
compañero. Por fin recibí una carta de su padre que empezaba así: «Con lágrimas en los ojos le comunico la más
dolorosa noticia: mi querido hijo Domingo, discípulo suyo, cual, cándido lirio y cual otro San Luis Gonzaga, entregó
su alma al Señor ayer tarde, 9 del corriente mes de marzo, después de haber recibido del modo más consolador los
santos sacramentos y la bendición papal.».
Esta noticia sumió en la mayor consternación a sus compañeros. Unos lloraban en él la pérdida de un amigo y
de un consejero fiel, otros suspiraban por haber perdido un modelo de verdadera piedad. Hubo algunos que se
reunieron para orar por el descanso de su alma; pero el mayor número no se cansaba de decir que era un santo y
que a aquella hora ya se hallaría gozando de la gloria del paraíso. Otros, finalmente, comenzaron desde entonces a
encomendarse a él como a un protector ante Dios; y todos a porfía querían obtener algunos de los objetos que le
habían pertenecido.
Cuando llegó la triste noticia a oídos de su profesor don Mateo Picco, quedó profundamente afligido. Y luego que
estuvieron reunidos todos sus alumnos, lleno de emoción, se la comunicó con estas palabras:
«No ha mucho, queridos jóvenes, que, hablándoos yo de la caducidad de la vida humana, os hacía notar que la
muerte no perdona ni siquiera vuestra edad florida, y os traía como ejemplo que dos años hace, en estos mismos
días, frecuentaba esta clase y estaba aquí presente, escuchándome, un joven lleno de salud y vigor, el cual,
después de una ausencia de pocos días, pasaba de esta vida a la otra, llorado por sus parientes y amigos [León
Cocchis, fallecido el 25/3/1855, a los 15 años].
»Cuando os hablaba de caso tan doloroso, muy lejos estaba de pensar que también el presente año había de
ser enlutado con un duelo semejante, y que este ejemplo iba a renovarse muy pronto en uno de los que me
escuchaban. -Sí, queridos míos, he de daros -una dolorosa noticia;
La guadaña de la muerte segaba anteayer la vida de uno de vuestros compañeros más virtuosos, del buen
jovencito Domingo Savio. Quizás recordéis que en los últimos días de clase le molestaba una tos maligna; de ahí
que ninguno de vosotros se extrañase, ni mucho menos, de que se viese obligado a faltar a clase. Para poder
curarse mejor o previendo, como repetidamente lo confió a alguno, su próxima muerte, él secundó el consejo de los
médicos y de sus superiores y marchó a su pueblo. Allí la enfermedad se agravó rápidamente, y, a los cuatro días,
entregó su alma al Creador.
»He leído la carta en que el desconsolado padre da la triste noticia. En su sencillez hacía tal pintura de su
muerte, pues era un ángel, que me conmovió hasta derramar lágrimas. El padre no halla expresión más propia
para alabar a su amado hijo que llamarle otro San Luis Gonzaga, así por la santidad de vida como por la
resignación en su dichosa muerte. Os aseguro que siento mucho que haya frecuentado tan poco tiempo mi clase y
que en este breve tiempo su poca salud no me haya permitido conocerlo ni tratarlo más allá de lo que permite una
clase algo numerosa.
»Por esto dejo a sus superiores el describirnos la santidad de sus sentimientos y el fervor de su piedad; y a sus
compañeros y amigos, que a diario vivían a su lado y lo trataban familiarmente, el hablaros de la modestia de sus
costumbres, de su comportamiento general y de la delicadeza en sus conversaciones; y a sus padres, que os digan
de su obediencia, de su gran respeto y de su mucha docilidad.
»¿Y qué podré yo deciros que no sepáis vosotros? Pero lo que os recordaré es que siempre fue de alabar por
su compostura y mesura en la clase, por su diligencia y exactitud en el cumplimiento de sus deberes y por la
continua atención -a mis explicaciones; y ¡cuán dichoso sería yo si cada uno de vosotros se propusiera seguir tan
santo ejemplo!
»Antes que su edad y estudios le permitieran frecuentar nuestra clase ya había oído yo encomiarlo como a uno
de los alumnos más aplicados y virtuosos del Oratorio, donde había sido recibido hace tres años. Tal era su ardor
en el estudio, tan rápidos los progresos hechos en las primeras clases de latinidad, que experimenté vivo deseo de
contarlo entre mis alumnos, pues era grande la esperanza que cifraba en la agudeza de su ingenio. Aun antes de
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haberlo recibido en mi clase, lo había anunciado yo a alguno de mis discípulos como un émulo con el que podían ir
a porfía no menos en estudio que en virtud Y en mis frecuentes visitas al Oratorio, al notar aquella su fisonomía
tan dulce, que vosotros mismos contemplasteis, viendo aquellos ojos tan inocentes, jamás le miraba sin que me
sintiese movido a amarle y a admirarle.
»Por cierto, que no desmintió las bellas esperanzas de entonces mientras asistió a mi clase a lo largo de este
año escolástico. A vosotros apelo, queridísimos jóvenes; habéis sido testigos de su recogimiento y aplicación, no
sólo en el tiempo en que le llamó el deber a escucharme, sino cuando la mayor parte de los jóvenes, aunque dóciles
y diligentes, no tienen escrúpulo en distraerse. Vosotros, que fuisteis sus compañeros, no sólo de clase, sino
también en las tareas ordinarias de cada día, podréis decir si por ventura le visteis alguna vez olvidado de sus
deberes.
»Aún, me parece verlo, con aquella modestia que le caracterizaba, entrando en clase, ocupando su asiento;
mientras llegaban sus compañeros, lejos de entregarse a las charlas propias de su edad, repasaba su lección,
tomaba apuntes o bien se entretenía en alguna lectura útil; y comenzada la clase, ¡cuán grande era la atención de
aquel rostro angelical, pendiente de mis palabras No debe, pues, causar maravilla que, a pesar de sus pocos años,
no obstante su maltrecho salud, sacase buen provecho su ingenio de los estudios. Una prueba de ello es que entre
un número considerable de jóvenes de ingenio más que mediano y por más que la enfermedad, que acabaría por
llevarle a la tumba, le minase la salud y le impusiese inevitables ausencias, sin embargo, obtuvo casi siempre los
primeros puestos.
»Pero una cosa particularmente despertaba mi atención y me admiraba; era el ver cómo estaba su mente juvenil
unida a Dios y cuán fervoroso era en la oración; pues es cosa sabida que aun los jóvenes menos disipados, llevados
de su natural vivacidad y de las distracciones propias de vuestra edad, ponen muy poca atención y casi ningún
afecto en las oraciones que les invitan a rezar. En consecuencia, en buena parte de esas oraciones no intervienen
más que los labios y la voz.
»Y si así son de defectuosas las oraciones de los jóvenes habidas en el silencio y en la quietud de la iglesia, o
las que rezan cada día en la propia habitación, vosotros mismos, amados jóvenes, os percataréis fácilmente de lo
que ocurre con las que rezamos antes y después de la clase.
»Pues, cabalmente, de estas oraciones de clase saco el fervor de nuestro Domingo en la piedad y la unión de su
alma con Dios. ¡Cuántas veces le observé con su mirada vuelta al cielo que tan presto había de ser su morada,
recogiendo todos sus sentimientos para ofrecerlos al Señor y a su Madre benditísima, con aquella abundancia de
afectos que requieren tales preces!
»Y estos afectos, queridísimos jóvenes, eran los que después le animaban al cumplimiento de sus deberes, eran
los que santificaban todos sus actos y todas sus palabras; los que dirigían toda su vida únicamente a dar mayor
gloria a Dios. ¡Oh dichosos los jóvenes que en tales conceptos se inspiran! Serán felices en esta vida y en la otra, y
harán dichosos a los padres que los educan, a los maestros que los instruyen y a cuantos trabajan por su bienestar.
»Amadísimos jóvenes, la vida es un don preciosísimo que Dios nos ofrece para proporcionarnos así ocasión de
alcanzar méritos para el cielo; y lo será efectivamente si todo lo que hacemos es tal que se pueda ofrecer al
supremo Dador, como lo hacía nuestro Domingo.
»Pero ¿qué diremos del joven que se olvida totalmente del fin a que Dios le destinó, que nunca halla ocasión
para levantar su alma al Creador, que en su corazón no fomenta ningún afecto hacia él? Más aún, ¿cómo calificar
al joven que por sistema esquiva tales sentimientos o los sofoca tan pronto como asoman en su corazón?
»Reflexionad un momento sobre la vida y el fin santo de este queridísimo compañero vuestro, y sobre la
envidiable dicha que seguramente goza; y, volviendo después con el pensamiento a vosotros mismos, examinad y
ved cuánto os falta para asemejaras a él y cuáles quisierais ser si, como a él le ocurrió, hubierais de presentaras
ahora mismo ante el tribunal de Dios, donde se os pedirá estrecha cuenta hasta de la más leve falta.
»Tomadle como modelo, imitad sus virtudes, haced que vuestra alma sea como la suya, pura y limpia a los
ojos de Dios, para que, al inesperado llamamiento que pronto o tarde, pero inexcusablemente, nos ha de hacer,
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podamos responder con la alegría en el semblante y la sonrisa en los labios, como lo hizo este angelical
condiscípula vuestro.
»Escuchad, para terminar, lo que constituiría mi ilusión: Sí llego a constatar una notable mejora en la conducta
y en la aplicación de mis alumnos, y un mayor aprecio de la piedad, lo reputaré como un efecto de los santos
ejemplos de nuestro Domingo y una gracia conseguida por su intercesión, torno paga a los que, por breve tiempo,
nos cupo la suerte de ser sus compañeros o, en mi caso, su profesor». -
Así, el digno profesor Mateo Picco manifestaba a sus alumnos la profunda y dolorosa impresión qué le había-
producido la noticia de la muerte de su querido alumno Domingo Savio.
CAPITULO XXVII
Imitación de sus virtudes. Muchos se encomiendan a su intercesión y son
escuchados. Conclusión
Quien haya leído lo escrito hasta aquí acerca de Domingo Savio, no encontrará extraño que Dios se dignara
favorecerle con especiales dones e hiciera resplandecer de muchas maneras sus virtudes.
No eran pocos los que en vida se esforzaban por seguir fielmente sus consejos y sus ejemplos y en imitar sus
virtudes; muchos también los que, movidos de su ejemplar conducta, de su santidad y de la inocencia de sus
costumbres, se encomendaban a sus oraciones. Se cuenta de no pocas gracias alcanzadas por las plegarias del
joven Savio cuando aún estaba aquí abajo; mas la veneración y confianza en él creció extraordinariamente cuando
hubo muerto.
No bien se tuvo noticia de su fallecimiento, muchos de sus compañeros comenzaron a aclamarle como a santo.
Se reunieron para rezar las letanías de difuntos y, en vez de decir, «ruega por él», es decir, «Santa María, ruega
por su eterno descanso», respondían « ... ruega por nosotros». Porque, decían, Savio ya goza de la gloria del
paraíso y no ha menester de nuestras oraciones.
Y añadían otros: «Si Domingo, que llevó una vida tan pura tan santa, no ha ido derecho al paraíso, ¿quién podrá
ir allá?» Ésta es la razón por la que varios compañeros y amigos que sentían una gran admiración por las virtudes
que había practicado durante su vida, comenzaron desde entonces a tomarlo modelo de su conducta y a
encomendarse a él como protector.
Cada día llegaban noticias de gracias, tanto corporales como espirituales, Sé de un joven que padecía fuertes
dolores de muelas, hasta quedar casi fuera de sí, que, al encomendarse a su compañero Domingo Savio, mediante
una breve oración, se sintió mejorado al instante y hasta ahora no se ha visto afectado de tan insoportable dolor.
Muchos son los que, al encomendarse a él para que los librara de calenturas, fueron escuchados. Yo mismo fui
testigo de uno que instantáneamente obtuvo la gracia de verse libre de una fiebre muy alta.
" Esta veneración y confianza en el joven Savio creció en gran manera después de que el padre de Domingo hubo hecho un interesante
relato que estaba pronto a confirmar en cualquier lugar y ante cualquier persona. Es como sigue: «La pérdida de mi hijo-dice- me produjo
profunda aflicción, aumentada por el deseo de saber cuál sería su suerte en la otra vida. Quiso Dios consolarme; un mes, poco más o menos,
después de su muerte, estaba una noche desde largo rato en la cama sin poder conciliar el sueño, cuando me pareció que se abría el techo
de la habitación en que dormía, y he aquí que, rodeado de vivísima luz, se me apareció Domingo con el rostro risueña y alegre. pero con
aspecto majestuoso e imponente. Ante aquel espectáculo tan sorprendente, quedé fuera de mí. -¡Oh Domingo-exclamé-, Domingo mío!
¿Cómo estás? ¿Dónde estás? ¿Estás ya en el cielo?
-Sí, padre mío-me respondió-, estoy ciertamente en el cielo.
-¡Ah!-le repliqué-; si tanta merced te ha hecho el Señor y gozas ya de la felicidad del paraíso, ruega por tus hermanos y hermanas para que
puedan un día ir contigo.
-Sí, sí, padre mío-respondió-; rogaré por ellos para que puedan venir también un día a gozar de la inmensa felicidad del cielo.
-Ruega también por mí y por tu madre, para que nos podamos salvar todos y encontrarnos un día juntos en el paraíso.
_Sí sí lo haré.
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Esto dijo, y desapareció. Y se tornó mi aposento tan oscuro como antes».
El padre asegura que expone simplemente la verdad y afirma que ni antes ni después, ni velando ni durmiendo, tuvo el consuelo de una
aparición semejante,
Conservo no pocas relaciones de gracias obtenidas por intercesión de Savio, pero, si bien el carácter y autoridad
de las personas que testifican estos hechos son por cualquier concepto dignas de fe, sin embargo, por vivir aún,
estimo mejor omitirlas por ahora y me he de contentar con referir aquí una gracia extraordinaria obtenida por un
estudiante de filosofía, compañero de clase de Domingo.
En el año 1858 se sentía este joven muy quebrantado de salud, hasta el punto de que hubo de interrumpir el
curso de filosofía sujetándose a muchas curas sin poder al final rendir examen. Estaba muy deseoso de examinarse
por Todos los Santos, pues evitaba de este modo la pérdida de un año. Pero, al aumentar sus molestias, iba día a
día perdiendo la esperanza. Fue a pasar el otoño, parte con sus padres, en el pueblo, y parte con unos amigos, en
el campo. Y hasta llegó a creer que había mejorado de salud; mas cuando regresó a Turín, apenas volvió a -estudiar
recayó, quedando peor que antes:
«Ya se aproximaban los exámenes y se hallaba mi salud en deplorable estado. Los dolores de estómago y de
cabeza me quitaban toda esperanza de poder rendir el deseado examen, que para mí era de la mayor importancia,
Animado por lo que oí a contar de mi compañero Domingo, quise encomendarme también a él, haciendo una
novena en su honor. Entre las oraciones que me había propuesto rezar, una era ésta: Querido compañero, que por
gran dicha y consuelo mío fuiste mi condiscípulo durante un año entero; tú, que conmigo ibas santamente a porfía
en ser el primero de la clase, bien sabes la necesidad que tengo de rendir este examen. Te ruego, pues, que me
alcances del Señor la salud necesaria para que me pueda preparar.
»No había aún transcurrido el quinto día de la novena, cuando mi salud comenzó a mejorar tan notable y
rápidamente, que pude en seguida empezar a estudiar y aprendí con extraordinaria facilidad las materias prescritas
y presentarme a examen. Y este favor no se redujo a aquellas circunstancias solamente, pues que al presente gozo
de buena salud, cosa que no me ocurría desde hace más de un año.
»Reconozco que esta gracia la obtuve del Señor por mediación de este compañero mío: amigo mientras vivía en
la tierra y protector ahora que goza de la gloria del cielo. Hace ya más de dos meses que obtuve la gracia, y mi
salud sigue siendo buena con gran consuelo y provecho mío».
Con este testimonio doy fin a la vida de Domingo Savio, dejando para otra ocasión, si es el caso, imprimir otros
en forma de apéndice en el modo que parezca de mayor gloria de Dios y provecho de las almas.
Ahora, lector amigo, puesto que tan benévolo has sido en leer lo escrito sobre este virtuoso joven, quisiera que
llegaras conmigo a una conclusión tal, que sea de verdadera utilidad para mí, para ti y para todos cuantos puedan
leer este librito; quisiera, en una palabra, que nos diésemos con ánimo resuelto a imitar al joven Domingo en todas
aquellas virtudes que dicen con nuestro estado. En su sencillez, él vivió una vida dichosa, inocente, llena de
virtudes, que fue coronada después con una muerte santa. Imitémosle en la vida, y tendremos asegurada una
muerte semejante a la suya.
Pero no dejemos de imitarle en la frecuencia del sacramento de la confesión, que fue su punto de apoyo en la
práctica constante de la virtud y guía segura que le condujo a tan glorioso término. Acerquémonos con frecuencia y
con las debidas disposiciones a este baño saludable a lo largo de nuestra vida, sin dejar de reflexionar sobre las
confesiones pasadas para ver si han sido bien hechas; y, si viéramos la necesidad, corrijamos los defectos de que
hayan podido tener.
Me parece que éste es el medio más seguro para vivir días felices en medio de las penas de la vida y ver llegar
con calma el momento de la muerte. Entonces, con la alegría en el rostro y la paz en el corazón, iremos al
encuentro de nuestro Señor Jesucristo, que nos recibirá benigno para juzgarnos conforme a su gran misericordia y
conducirnos, como espero para mí y para ti, lector, de las miserias de la vida, a la dichosa eternidad, donde
podremos alabarle y bendecirle por todos los siglos. Así sea.
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La conclusión del libro, que quiere ser la explicación de cuanto constituyó la santidad de Domingo Savio, sugiere a don Caviglia (589) la
siguiente observación: «En esta síntesis, exquisitamente espiritual e históricamente verdadera, DB se esconde a sí mismo, es decir, oculta la
parte que personalmente le correspondió en la educación de la santidad de su angelical alumno. Nosotros no podemos permitirlo. La
maravillosa figura de Domingo santo es obra de colaboración; después de la gracia de Dios, que damos siempre por sobreentendida,
intervienen en el proceso de santificación el joven y su maestro, en perfecta concordancia y correspondencia, con total entrega del discípulo e
inteligente dirección del maestro; se dio además una particular afinidad de espíritu entre los dos, de suerte que aquel alumno estaba hecho
para aquella escuela y pudo reflejar, en consecuencia, el espíritu de un tal maestro; es decir: Domingo Savio salió a medida de DB, y DB a
medida de Domingo Savio. El educador de santos afirma aquí que esta colaboración se realizó especialmente en la confesión, y nosotros
debemos aceptar su palabra, ya que es el único competente para decirlo. Y como fue él y sólo él quien trabajó aquella alma en la intimidad de
aquellos coloquios sagrados y secretos de la dirección espiritual, no podemos menos de reconocer que la santidad de Savio fue guiada y
sostenida por DB, y que es, en una palabra, fruto de su labor».
Don Bosco, ya desde 1864, había intentado dar a su santito más digna sepultura; tenía ya a punto el epitafio por él compuesto en estos
términos.
AQUÍ DESCANSA EN PAZ
DOMINGO SAVIO
nacido en Riva de Chieri el 2 abril 1842.
Pasada en la virtud la niñez en Castelnuovo de Asti,
sirvió a Dios tres años con fidelidad y candor
en el Oratorio de San Francisco de Sales, en Turín,
y murió santamente en Mondonio el 9 marzo 1857.
Siendo convicción general que es predilecto del Señor,
sus despojos mortales fueron aquí trasladados
el......... 1864, por el cariño de sus amigos
y de los que, habiendo experimentado los efectos
de su celestial protección, agradecidos y ansiosos, esperan
la palabra del oráculo infalible de nuestra santa madre la Iglesia.
Como se ve, el santo pronosticaba claramente su beatificación y canonización. A este Propósito nos place reproducir la síntesis que
presenta don Caviglia del pensamiento de San Juan Bosco (584): «DB tenía a Domingo Savio por santo. Muchas veces se le oyó decir que, si
hubiera dependido de él, por íntimo conocimiento que tenía de las virtudes del siervo de Dios, lo habría proclamado santo, y que de esta su
íntima persuasión había hablado con Pío IX (SP, FRANCESIA, p.397). 0 con otras palabras: «No tendría dificultad, si fuera papa, de
declarar santo a Domingo Savio» (SP, ESI, , p.376). «Nos repetía, dice la Crónica de don Domingo Ruffino, que juzgaba las virtudes de
Savio en nada inferiores a las de San Luis Gonzaga. Y no sólo lo proponía repetidamente (entiéndase, en aquellos primeros años de que
habla la Crónica) a la imitación de los jóvenes, sino aun afirmó más de una vez que él estaba convencido de que Domingo Savio había
emulado al mismo San Luis, y que por eso la Iglesia un día lo elevaría al honor de los altares».
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